BENEDICTO XV (1914-1922)

«La alta dirección militar, la alta nobleza, la jerarquía eclesiástica, los hombres de la industria pesada y los suministradores de material de guerra, que se enriquecieron desmesuradamente sin que ninguna autoridad controlase sus nada limpios negocios, todos ellos fueron objeto de vehementes ataques por parte del pueblo llano, obligado a soportar la carga principal de la guerra».

(El obispo de A. Hudal)

«Los dirigentes de las iglesias, Los cardenales, obispos, el alto clero… casi todos se aferran a una teología de la “guerra justa”… Portavoces conspicuos del catolicismo francés declararon que la guerra de 1914-1918 era una cruzada al servicio de la Iglesia contra la Prusia pagana y luterana. Por parte austríaco-alemana el príncipe-obispo de Bríxen, Dr. V. Egger declara junto a otros…:

»“A esta guerra se la puede denominar, sin exageración, guerra de religión, guerra entre el catolicismo y el cisma”. La iglesia ortodoxa rusa bendice la movilización de millones de campesinos que van a la batalla y a la muerte por el zar como una lucha contra el occidente latino corrompido por católico-romano o protestante. En la curia preponderaba, al menos durante 1914-195 aquel grupo de influyentes cardenales y obispos alineados con las potencias centrales, Austria-Hungría y Alemania»

(El católico F. Heer)

«La actuación de la Santa Sede durante la guerra favorecía constantemente a los poderes de la Entente, especialmente a Bélgica, Italia y Francia».

(El diario vaticano «L’Osservatore Romano»)

«En cuanto sociedad perfecta, la Iglesia tiene únicamente por objetivo la santificación de los hombres en toda época y en todo país»

(Benedicto XV en noviembre de 1918)

El sucesor de San Pío, Giacomo Paolo Battista Della Chiesa, provenía de una antigua estirpe noble que ya había dado un papa al mundo, Inocencio VII, (1404-1406): «el sobrino de éste asesinó en 1405 a no menos de once diputados del municipio romano». Una rama de la familia Della Chiesa que se había afincado «in illo tempore» en la marca de Brandenburgo, parece haber establecido parentescos políticos con los Hohenzollern.

El joven Della Chiesa, nacido en 1854 en Pegli/Génova, había sido destinado por su padre, siguiendo la tradición familiar, a ejercer de jurista. Él mismo, sin embargo, pequeño, enteco, contrahecho (¡Piccoletto!) «casi feo» había escogido una carrera eclesiástica. Por ello, después del examen de doctorado jurídico en Génova, estudió en la Universidad Gregoriana de Roma y en 1878 recibió las órdenes sacerdotales. Como preparación para el servicio diplomático del papa se alojó en el colegio nobiliario para ir después a la nunciatura de Madrid como secretario privado de su valedor, Rampolla. En 1887, éste se convirtió en secretario de estado y se trajo a Della Chiesa al Vaticano. Pero por salvar la apariencia de neutralidad, León XIII quería que hubiese allí un contrapeso frente a Rampolla, totalmente comprometido con la orientación ruso-francesa. Es por ello por lo que León había previsto al antiguo auditor de las nunciaturas de Múnich y Viena, Tarnassi, partidario de las potencias centrales, como vicesecretario de estado. Pero justamente cuando Tarnassi —realmente uno de los oponentes más peligrosos de Rampolla, quien por su parte esperaba ser pronto papa— debía, en 1901, ser elevado a cardenal en Roma, sucumbió a una muerte enigmáticamente rápida. «Los mentideros vaticanos hablaron de envenenamiento, pues su muerte era demasiado deseada como para que, a juicio de la curia, hubiese tenido lugar sin maquinación alguna. Esos mentideros señalaron a monseñor Della Chiesa como asesino» siendo éste una persona que, incluso para un admirador del papado, el historiador austríaco Th. von Sickel, encarnaba «el tipo de prelado curial sin escrúpulos, que no retrocede ante nada».

El marqués Della Chiesa, alumno de toda confianza de Rampolla desde su época de Madrid, ascendió ahora a vicesecretario de estado en lugar de Tarnassi. Después se convirtió en prelado doméstico y secretario para despachos cifrados. Bajo Pío X sobrevivió ciertamente a la caída de Rampolla pues al principio resultaba imprescindible para su nuevo jefe, Merry del Val, pero no fue nombrado, como él esperaba, nuncio en Madrid, sino que como «vencido por una turbia reacción» fue hecho arzobispo de Bolonia. El favorito de Merry, Canali, fue ascendido a vicesecretario de estado. Della Chiesa, por su parte, tuvo que esperar hasta el último consistorio del papa, en 1914, para obtener el birrete cardenalicio, aunque estuviese ya en una sede cardenalicia: no poseía el favor de Pío, quien se distanciaba cada vez más de la política de León y Rampolla.

Según la constelación de circunstancias militares —los ejércitos alemanes avanzaban ya hacia el Mame— en el cónclave se detectaban tres tendencias: una germano-austríaca, otra franco-inglesa y otra italiano-neutral. Sin embargo, ni los candidatos de las potencias centrales, los cardenales De Lai y Merry del Val, galardonados con altas condecoraciones austríacas, ni los de la Entente, Maffi y Ferrata, obtuvieron los dos tercios requeridos. Della Chiesa, elegido al parecer como candidato de compromiso, se inclinaba, no obstante, hacia la alianza ruso-francesa, al igual que su maestro Rampolla. Por ello lo había alejado de la secretaria de estado el filoaustriaco Merry del Val y por eso lo había hecho arzobispo de Bolonia el no menos filoaustriaco Pío, sin elevarlo a cardenal hasta 1914. Ése fue el año de la muerte de Rampolla, cuya todavía temida camarilla no debía ser reforzada antes de ello. Ahora, sin embargo, Della Chiesa lograba su propósito y precisamente como partidario de Rampolla y de los aliados. «A éste —opinaban las masas— nos lo ha enviado Dios a ruegos de Rampolla». Y Maffi y Ferrata, los candidatos de la Entente, parecen haber sido, los primeros, tras fracasar ellos mismos, en apoyar la candidatura de Della Chiesa. Aparte de ello, los italianos, cuyo número predominaba en el cónclave, comenzaron a contar, bajo la impresión de la batalla del Mame, con la posibilidad de una victoria aliada y Roma quiere siempre estar con los vencedores; ésa es su ley no escrita. No se olvide, por último, que Della Chiesa se había recomendado a los cardenales como diplomático y político katexochen (por antonomasia): «Casi todas sus actuaciones públicas —observa el legado austríaco ante el Vaticano, conde Pálffy— son o bien resultado de premisas políticas o bien puntos de arranque de planes políticos».

Sickel y Pastor, historiadores de juicios a menudo tan contrarios, describen coincidentemente a Della Chiesa como propugnador de la política de León y partidario de Francia. No en vano, de los 300 millones de católicos del mundo, 124 millones se alineaban con las potencias de la Entente frente 64 millones en las potencias centrales. Los restantes 112 millones estaban asimismo en su mayoría bajo la influencia de la Entente.

También el nombramiento de los secretarios de estado habla por sí mismo. El cardenal D. Ferrata, candidato oficial de los aliados en el cónclave, sólo conocía Austria a través de las actas de la congregación papal para asuntos extraordinarios. En cambio había sido, bajo León XIII, nuncio de París y se vanagloriaba de haber cooperado en la creación de la alianza ruso-francesa. Y cuando Ferrata murió a las pocas semanas, el 10 de octubre, fue el cardenal P. Gasparri quien asumió la secretaría de estado, un hombre que no conocía en absoluto la problemática de la monarquía danubiana mientras que sí había enseñado nada menos que 17 años como canonista en el «Instituí Catholique» de París, por lo que en Roma se bromeaba afirmando que eran los «rampolli di Rampollo» (los polluelos de Rampolla) quienes se habían apoderado del Vaticano. «La actitud amistosa del nuevo secretario de estado hacia Francia y su simpatía personal hacia las potencias de la Entente no eran ningún secreto para los círculos de la diplomacia», escribía el obispo Hudal refiriéndose a Gasparri, quien como uno de los funcionarios más versados del Vaticano dirigía ahora y por un espacio de 16 años, hasta 1930, el segundo cargo más influyente de la curia. Eso no obsta para que el embajador austríaco hallase también en Gasparri «pruebas constantes de su simpatía hacia Austria-Hungría» y en 1914 llegó a calificarlo de «amigo nuestro y de Alemania». El mismo papa enfatizaba ante el cardenal Von Hartmann, con cuánto calor latía su corazón por los católicos alemanes, con cuánto agradecimiento recordaba la distinción honorífica de que fue objeto por parte del emperador: éste le había otorgado con motivo de un banquete festivo en Roma la gran cruz de la orden de la corona[46].

Pues aunque los prelados más influyentes fuesen partidarios de la política de León XIII y de los aliados, por lo pronto apoyaban a las potencias centrales.

La actitud filogermana de la curia en los primeros años de la I Guerra Mundial

Bajo León X, el Vaticano siguió un rumbo tan marcadamente favorable a Alemania y Austria que no era posible modificarlo de golpe. Benedicto no lo pretendía de inmediato pues, pese a la batalla del Mame, la victoria parecía corresponder a las potencias centrales, algo que ningún papa podía ignorar. Alemania había ocupado toda Bélgica, la Polonia rusa y Lituania. Había conquistado parte de Francia, el Báltico y Bielorrusia. También Serbia y Rumania habían sido debeladas ¿Quién querría, a la vista de todo ello, pasarse al campo de los perdedores?

Así se entiende que Benedicto desaprobase la ocupación de Bélgica, vulneración clamorosa del derecho, pero que no la condenase públicamente. Se limitó a dirigir una apelación a los alemanes para que no destruyesen más de lo necesario (!) y respetasen los intereses religiosos de los belgas. Es más, deseaba que éstos no empeorasen la situación mediante actos de sabotaje, pues ¡Dios había permitido la guerra y castiga al mundo por su afán terrenal! Una apelación papal a la paz, en 1915, cuando las potencias centrales seguían triunfando, fue sentida como un apoyo de aquéllas y otro tanto pasó con el hecho de que de tan sólo seis cardenales de nuevo nombramiento, dos de los purpurados eran partidarios decididos de la doble monarquía: el antiguo nuncio en Viena, Scapinelli di Léguigno, y el nuncio de Múnich, el alemán A. Frühwirth. Viena podía interpretarlo, con razón, como un «promoveatur ut amoveatur» pues precisamente en los dos primeros años de la guerra mundial se acusó una y otra vez al papa de preconizar una paz de compromiso favorable a las potencias centrales. En definitiva, ambos estados eran, desde la perspectiva curial, factores de estabilidad. No sólo por ser católicos o, cuando menos, llenos de benevolencia frente al catolicismo, sino por ser, en último término, monarquías, poderes del sedicente orden, de la autoridad, la tradición y la disciplina. Todo ello siempre fue más del gusto de los monseñores que el espíritu liberal dominante en Francia e Italia con el que estaban en pie de guerra desde hacia decenios.

Otra razón importante para la actitud todavía filogermana de la curia era el destino de Austria-Hungría. Incluso el historiador de los papas Schmidlin reconoce: «De modo completamente natural toda la simpatía personal y oficial del papa estaban, en principio y pese a toda neutralidad (!), del lado de la doble monarquía de los Habsburgo, eso ya durante la guerra mundial, en consideración de su carácter católico frente a la Rusia cismática, la Inglaterra protestante y la descreída Francia… ya empezada la guerra, Benedicto siguió ocupándose y esforzándose con todo celo y sinceridad por el bien auténtico y especialmente por los intereses religiosos-eclesiásticos de la monarquía cis y transleithanica[47]».

El encargado de negocios austríaco ante la Santa Sede, príncipe Schonburg-Hartenstein, seguía estando convencido tras la primera audiencia ante el papa después de su toma de posesión, de la estima que éste tenía por Austria-Hungría y de que consideraba como justa su guerra. En su informe secreto desaconsejó incluso que se acentuase de modo especial la identidad de intereses entre la curia y los de la monarquía. «El papa Benedicto XV es un amigo del orden alemán y es por ello filogermano», notifica Schonburg el 7 de septiembre de 1914 a Viena. Y Engel-Janosi, uno de los mejores conocedores de esta materia, escribe: «En los informes e instrucciones diplomáticos hallamos innumerables indicadores en el sentido de que la supervivencia de las potencias centrales conservadoras puede prestar al Vaticano una ayuda esencial contra los peligros que amenazan por parte de los francmasones… y los partidos extremistas de las izquierdas en los estados occidentales». Algunos curiales de renombre se manifestaban frecuentemente en estos términos. E. Pacelli no era el último en exigir a cada paso «el mantenimiento de la integridad política de Austria-Hungría». Incluso F. Marchetti-Selvaggiani, elevado posteriormente a cardenal y proclive a las democracias, especialmente a la americana, confesó que la mayoría preponderante de los prelados romanos veía en los Habsburgo «a uno de los pilares más fuertes, por no decir el más fuerte, de la iglesia católica». Hasta un confidente del príncipe de Schönburg reconocía ante éste en el otoño de 1914 que no había nadie en la curia «que no sintiera simpatías por la causa austro-húngara».

Aunque esta afirmación pudiera ser exagerada, la doble monarquía era la única gran potencia estrechamente aliada al Vaticano que prometía una protección contra el eslavismo y la ortodoxia más eficaz que la representada por los pequeños estados nacionales. El hundimiento de Austria hacía temer consecuencias desoladoras, incluida la conversión forzosa a la ortodoxia. Hasta el mismo Benedicto corroboró, incluso en la primavera de 1915 «la absoluta identidad de nuestros intereses».

Las manifestaciones verbales del Vaticano pueden significar cualquier cosa, incluso, y de modo especial, lo contrario de lo que dicen. Algo que pasa, por lo demás en todas partes. Pero una victoria de las potencias centrales dejaría expedito para el papa el camino hacia el este ortodoxo. Y allí agitaba incansablemente el conde A. Septyckyj, que gozaba de un alto aprecio en Roma y en Viena. En el mismo comienzo de una memoria destinada al emperador Francisco José el metropolita urgía así: «Tan pronto como un ejército austríaco victorioso ponga su pie en el territorio de la Ucrania Rusa, habremos de resolver un triple problema, el de la organización militar, el de la sociedad civil y el eclesiástico.

La solución de estos problemas debe preceder a toda conferencia de paz, no sólo para favorecer las operaciones de nuestro ejército, sino también para separar estos territorios de Rusia del modo más tajante posible». Como tantas veces ocurre, la solución del problema militar se anticipó a las demás.

El arzobispo Septyckyj abrigaba la esperanza, poniéndose al servicio del estado mayor austríaco, de constituir un patriarcado ucraniano propio y de obtener para sí mismo la púrpura cardenalicia. El patriarca de la iglesia oriental debía ser sobornado con dinero, todos los obispos de mentalidad rusa debían abandonar sus sedes y el código civil austríaco debía servir de base del derecho público y privado de un atamanato[48] granucraniano, «con el más capaz de los jefes militares a la cabeza» de ser posible un archiduque. El 21 de agosto de 1914, aquel jerarca tan adicto a Roma como a los Habsburgo, dirigió una apelación al clero uniata para que luchase con todas sus fuerzas contra Rusia, «con el favor de Dios, con el soberano austríaco y con la dinastía de los Habsburgo».

Al entrar los rusos en Galitzia, donde Austria-Hungría ejercía como potencia hegemónica y vaticana, aquel documento de alta traición cayó en manos de las tropas enemigas. Y no sólo el documento, sino también el propio Septyckyj, en Lvov. Y mientras que los popes seguían de inmediato los pasos de los soldados rusos y la administración militar y la ortodoxia comenzaron a trabajar a los uniatas y a deportarlos ocasionalmente —la guerra se libraba por ambas partes en nombre de Dios— la curia hizo cuanto pudo para rescatar a Septyckyj. El zar, sin embargo, encerró al ambicioso en un monasterio para clérigos reincidentes al este de Moscú, después de haberlo deportado a Kursk. Y cuando Benedicto XV mismo subrayó, en noviembre de 1914, «el carácter puramente religioso» del asunto, el ministro de asuntos exteriores ruso le envió fotocopias con los planes puramente políticos de Septyckyj, relativos a la segregación de Rusia de la totalidad de Ucrania. Decenios después, no obstante, Septyckyj fue transfigurado en un mártir y Pío XII inició su canonización[49]; sería el primer caso de santo reo de alta traición.

También el destino de Polonia impulsaba al Vaticano a inclinarse más bien a las potencias centrales. Es cierto que ya en el s. XVIII los jesuitas, en connivencia con Rusia, habían sofocado todos los alzamientos revolucionarios de los polacos. Y el zarismo trataba nuevamente ahora, en interés de la contrarrevolución, de ganarse el favor de la curia en pro de una Polonia bajo dominio ruso. Pero Roma deseaba que Polonia se apoyase en las potencias centrales y sobre todo en la católica Austria-Hungría. Deseaba una Polonia fiel a sus antiguas tradiciones, clerical-conservadora, hostil a Rusia, baluarte contra la oleada socialista y la «barbarie rusa» como «estado tapón» occidental que fuese, por así decir, muralla de fuego y trampolín al mismo tiempo. «La elección del conde polaco Ledochovski, originario de Galitzia y totalmente identificado con la causa austríaca, como general de la Compañía de Jesús poco antes de la intervención de Italia en la primera guerra mundial evidenciaba esa directriz de la política vaticana».

Y si no era posible que un archiduque vienes presidiese tal estado, al menos éste debía ser dependiente de Alemania. De ahí que en 1905, durante la guerra ruso-japonesa, se apremiase al emperador Guillermo II a crear una Polonia sobre la que él pudiera ejercer una amplia influencia. Por este objetivo laboraban también el latifundista Von Jakowski y el prelado Adamiski y los dirigentes de más ascendiente, tanto de la banca como de las asociaciones económicas. Por deseo de Guillermo, el administrador del arzobispado de Posen, Likovski, hombre totalmente adicto a él y en quien se había puesto la vista pensando en importantes propósitos alemanes, fue proclamado ceremoniosamente en Roma, en agosto de 1914, arzobispo de Posen. Y como nada podía faltar, para redondear el cuadro, la bendición de lo más alto, Guillermo soñó, ya comenzada la guerra, con la virgen María y, según la «Gazeta Chenstochowska» declaró en una proclama: «¡Polacos! Recordaréis, de seguro, cómo cierta noche la campana del sagrado monasterio de Jasna Gora comenzó a tañer por sí misma, sin intervención de mano humana. Entonces todos los fieles comprendieron que había de tener lugar un acontecimiento serio y grandioso. Ese acontecimiento fue el de mi decisión de iniciar la guerra contra Rusia para restituir sus sagrados derechos a la tierra polaca y unir sus comarcas altamente civilizadas con Alemania. Yo tuve un sueño maravilloso: la santa Virgen María se me apareció y me ordenó salvar el monasterio de un inminente peligro. Me miró con sus ojos cubiertos de lágrimas y por ello decidí en aquella hora cumplir su divino deseo. ¡Sabed esto, oh polacos, y comportaos con mis soldados como con hermanos y liberadores. Sabed también que aquellos que estén conmigo obtendrán una generosa recompensa, mientras que los que estén contra mí serán aniquilados! ¡Dios y la Virgen María están conmigo. Fue ella quien levantó en alto la espada alemana para salvar a la tierra polaca! Guillermo II.».

En interés de su política hacia el Este, el Vaticano condujo a Bulgaria a la guerra, al lado de las potencias centrales. El rey Fernando I, príncipe de Sajonia-Coburgo Kobáry, había buscado el apoyo del zar a finales del s. XIX, depuso a su primer ministro Stambuloff, de convicciones antirrusas, e hizo bautizar a su hijo Boris, sucesor en la corona, según el rito ortodoxo, a manera de prenda simbólica, pese a que ya estaba bautizado por la iglesia católica. Es más, ¡pese a que pocos días antes del bautismo ortodoxo había ingresado en la Orden Tercera de San Francisco! Los periódicos vaticanos despotricaron, hablaron de «apostasía» del «scandalo di Bulgaria». Finalmente el príncipe acabó siendo excomulgado.

Con todo, bajo Pío X, la curia volvió a sentir simpatía por Bulgaria, esperando que se sustraería a la hegemonía rusa y daría el paso hacia «la unión con Roma». «El rey Femando —manifestaba Merry del Val— ofrecería una satisfacción plena por la falta cometida en otro tiempo» si procuraba que «Bulgaria se incorporara a las iglesias orientales uniatas». Cuando Bulgaria quiso revisar en favor suyo el fiasco de las guerras balcánicas, la iglesia romana le facilitó «de modo especial» su entrada en guerra al lado de quienes todavía consideraba beligerantes favoritos. Roma levantó, en efecto, en marzo de 1905, la excomunión del rey Fernando y tras la conclusión, en septiembre, de una alianza germano-búlgara, Bulgaria declaró la guerra a Serbia en octubre. A raíz de la aparición de religiosos ortodoxos búlgaros en el seminario católico-romano de Eichstätt, el legado de Sajonia informaba a su gobierno acerca de ciertos esfuerzos para «separar a la religión estatal búlgaro-ortodoxa de su vinculación con Rusia y darle una nueva orientación hacia Roma. El zar Fernando y el príncipe sucesor Boris parecen ver con especial simpatía esa iniciativa. Entre otras cosas se aspira a establecer una nunciatura en Sofía»[50].

Hasta qué punto se inclinaba el Vaticano, todavía en 1915, en favor de los Habsburgo y Alemania, es algo que se puso asimismo de manifiesto con motivo de la entrada en guerra de Italia.

Entrada en guerra de Italia

«… que los católicos italianos… dirigidos por su episcopado y su clero se declararon entusiasmados por la guerra»

(El católico Schmidlin)

Hacía ya más de 30 años que Italia estaba unida a las potencias centrales en la Triple Alianza. Había contraído con ello la obligación de prestar su apoyo incondicional a sus aliados en caso de ser atacados por dos o más grandes potencias. Todavía en 1912 había prorrogado el pacto por varios años, si bien es cierto que en 1902 había concluido un acuerdo secreto con Francia. Pero todavía el 2 de agosto de 1914 el rey Víctor Manuel III telegrafiaba que «Italia mantendría frente a sus aliados una actitud cordial y amistosa, de acuerdo con el triple tratado y con sus sinceros sentimientos».

De hecho, y aunque no hubiese denunciado formalmente el tratado, Italia se había ido independizando respecto al mismo. Cierto que el primer ministro Salandra, su amigo y modelo Sonnino, sectores importantes del alto cuerpo de oficiales y, al principio, también los nacionalistas —que pronto darían un viraje— pasaban por ser amigos de la Triple Alianza. Las izquierdas democráticas, sin embargo, abogaban por una beligerancia al lado de la Entente. Y pronto se avivó crecientemente en los italianos el ansia de botín, arrebatados por una situación que se presentaba halagüeña, de forma que de un modo y otro todos «querían ser de la partida». Comenzó la política del «Parecchio» del «sacro egoísmo».

Con el cambio de siglo, Italia exigió por vez primera cesiones territoriales por el mantenimiento de su neutralidad. Pero sólo con muchas vacilaciones y después que Alemania presionase y mostrase al mismo tiempo su disposición a resarcirla con partes de Silesia, se mostró dispuesta Austria a renunciar a casi todo el Trentino, a Gorz y a Gradisca, así como a transformar Trieste en «ciudad imperial libre». Los aliados, por su parte, podían ofrecer algo mejor: la frontera del Breñero, Trieste, Istria, partes de Dalmacia, Valona, etc., de modo que los italianos se mostraron como chantajistas de gran formato. El nuevo ministro de asuntos exteriores de la Ballhausplatz, barón Burian, calificó sus exigencias de «completamente inadmisibles en su mayor parte» y el ceder ante ellas como «suicidio por temor a la muerte». El 4 de mayo de 1915 Italia denunció el acuerdo de la Triple Alianza y el 23 de mayo declaró la guerra a Austria-Hungría (a Alemania no lo hizo hasta agosto de 1916), a raíz de lo cual, prácticamente la totalidad de los obispos y sacerdotes italianos se mostraron favorables a la carnicería. Bismarck tildó a los italianos de chacales que se arrastraban tras las fieras más fuertes.

Ningún país de Europa se deslizó de modo tan irresponsable como Italia hacia una guerra, llamada allí «riostra guerra» que se libraba como continuación de las luchas contra Austria y considerada oficialmente como «cuarta guerra de independencia» por los «hermanos irredentos “de Trentino y Trieste”». Y nada menos que B. Mussolini, discípulo aventajado de G. Sorel (que más tarde seguiría con vivo interés los comienzos del fascismo), y que entretanto se había pasado del anarquismo al socialismo, se volcó ahora de parte de los intervencionistas. Él, el maestro expulsado, el anarquista vagabundo, a petición del cual tan sólo dos años atrás, en 1912, el congreso del partido en Reggio Emilia excluyó de sus filas a los que abogaban por la guerra líbica, amenazaba ahora públicamente al rey con la revolución y llevaba ahora a las masas a una auténtica orgía de sangre y a las trincheras de Isonzo (donde tras nueve primeras batallas y pese a los tremendos sacrificios no avanzaron más de 10 Kms. como promedio). Realmente los socialistas italianos defraudaron de forma tan catastrófica como los alemanes, austríacos o franceses. Con muy contadas excepciones, todos sucumbieron a la histeria general. El mismo G. de Nava, el viejo jefe socialista, vendió tan bajo su prestigio como para explicar —en «Il Messaggero»— a las masas, a los socialistas carentes de formación política, «que debían luchar, ya que se trataba de completar la unidad de Italia y que cuantos de entre ellos hiciesen apostolado por la paz, se verían abocados al fracaso ante la realidad de la guerra porque dañarían incluso la causa de la paz».

¡Oh sí! ¡Todas las guerras se libran en aras de la paz! Nava se limitaba también a usar el lenguaje de la clericalla que, en época de paz, proclaman a bombo y platillo el pathos pacifista del nuevo testamento y cuando hay guerra hacen lo mismo con el grito de guerra del antiguo. Apenas la católica Italia había declarado la guerra a la católica Austria-Hungría aconteció, según una historia católica de los papas, «que los católicos italianos abandonaron su anterior actitud neutral y dirigidos por su episcopado y su clero se declararon entusiasmados por la guerra, y que el órgano de prensa de los jesuitas justificó esta peripecia». ¿Y quién fue el que reconoció durante la degollina que si no fuese demasiado viejo «él mismo iría al frente»?: El prefecto de la biblioteca vaticana y sucesor de Benedicto, Achille Ratti, el papa más influyente y más fatídico del siglo.

La prensa y las organizaciones católicas, sacerdotes y obispos, todos siguieron, como un solo hombre, a los azuzadores de la guerra, al igual que lo hicieron antes con la campaña líbica, que el clero italiano, con gran asombro del mundo, apoyó entusiasmado: «desde el último párroco de los Abruzzos hasta el cardenal de Pisa». «También ahora, al igual que ocurrió durante la guerra de Libia —escribía en 1916 un conocedor de lo sucedido—, sólo que en mayor medida, hizo su aparición el patriotismo y en primer lugar en todo el clero italiano, el bajo y el alto. Únicamente elementos aislados del clericalismo intransigente del norte de Italia y un pequeño grupo de miembros del colegio cardenalicio permanecieron inmunes. Es de destacar ante todo que la joven generación de religiosos italianos no solamente siguió totalmente entusiasmada y en un número de 18.000 la llamada a banderas, sino que, aparte de esa cifra, 2.800 religiosos, como mínimo, se presentaron como voluntarios y por cierto a servir arma en mano y no a la asistencia pastoral. La marcha al frente de las tropas, la bendición de las banderas, la organización de la ayuda civil al frente y las restantes manifestaciones que atañen al clero en caso de estallido de guerra, se desenvolvieron en toda Italia bajo protestas de adhesión de obispos y directores espirituales tanto del clero seglar como del regular».

Más de medio millón de italianos cayeron víctimas de esta política que sus sacerdotes celebraron con estruendosos vítores[51].

El papa mismo, cuyos hermanos, sobrinos y oficiales escogidos de su guardia de nobles eran combatientes del ejército, había obrado desde luego opuestamente a la entrada de Italia en guerra. Y ello por razones de peso.

Por lo pronto esa conducta correspondía al papel de Benedicto como «príncipe de la paz». Mientras que la casi totalidad del clero italiano llamaba a las armas, él podía, por así decir, representar sin detrimento el papel de persona llena de humanidad y sentencias pacifistas, que es lo que un mundo embaucado espera desde hace tiempo de tales personajes.

Aparte de ello la entrada de Italia en la guerra ponía en peligro las relaciones del Vaticano, la comunicación postal y diplomática, con su entorno, es decir el contacto con los católicos, la dirección de la iglesia. Más temores suscitaba aún la suerte de la gran potencia católica Austria-Hungría, pues si Italia iniciaba su guerra con Austria, manifestaba al cardenal Gasparri el historiador de los papas Von Pastor, no lo hacía solamente para apoderarse de Trieste, sino también para derrocar la monarquía.

Pero naturalmente, los próceres de la curia pensaban sobre todo en sí mismos, en sus tensas relaciones con Italia desde la supresión del estado pontificio. Y por más que la tradición patriótica familiar, y la lenta habituación a los hechos llevasen a Benedicto XV a ver el problema más distendidamente que sus antecesores, el gobierno italiano insistía en su desconfianza. En el tratado de Londres del 26 de abril de 1915 condicionó su participación en la guerra, mediante la llamada cláusula del papa, a la no presencia del Vaticano en las futuras negociaciones de paz, para impedir así un replanteamiento de la «cuestión romana». Sólo de las potencias centrales cabía esperar una intercesión en ese sentido. En la prensa de las mismas y en numerosas reuniones se inició ahora una dispendiosa campaña propagando la idea de un nuevo Avignon. Se jugó seriamente con la idea de donar al papa como estado pontificio uno de los antiguos principados eclesiásticos, tales como Salzburgo, Trento, Brixen o bien el principado de Lichtenstein, aunque también se pensó en alguna isla calabresa, dalmatina o en la isla de Elba. En cualquier caso, Benedicto XV no quiso entrar en tales especulaciones. Prefirió más bien, con el apoyo del emperador alemán, proponer a Austria enormes cesiones territoriales en favor de Italia. Pero por muy generosos que fuesen ambos regentes con los territorios ajenos, la mediación papal fracasó. Francisco José, resuelto a abdicar antes de perder una de sus provincias, acompañó hasta la puerta, sin pronunciar palabra, al parecer, pero temblando de ira, al príncipe-arzobispo de Viena, F. G. Piffl (cardenal desde 1915), que avanzó aquella propuesta. Y el enviado siguiente no tuvo mayor éxito: «nuestro amado hijo Eugenio Pacelli» como decía un escrito de puño y letra de Benedicto.

Lo que para la curia estaba en juego no era sólo la seguridad de la monarquía danubiana sino, ante todo, su propia existencia pues, de ser derrotada Italia, se temía una revolución socialista. «En esta nuestra isla, no fortificada, consideramos como el mayor de nuestros intereses, el que se mantenga como hasta ahora, la calma en torno a la basílica de San Pedro y al Vaticano —opinaba Merry del Val en agosto de 1914—… apenas cabe imaginarse los riesgos que entrarían en juego para el centro de la Iglesia si ésta se expusiera al oleaje de los golpes de la fortuna bélica», tema recurrente en la curia. Cuando en abril de 1915, el prelado Csiszárik, opinó que una guerra era tan peligrosa para Italia como para Austria, Benedicto añadió: «Cierto, pero lo es sobre todo para la Santa Sede». Y a finales del otoño de 1917, al hundirse el frente en Karfreit, hasta un observador tan frío como monseñor Marchetti-Selvaggiani temió repetidas veces el estallido de una revolución en Italia.

Y dejando a salvo la persona del papa, ¡su mayor preocupación concernía a los archivos vaticanos repletos de documentos relativos a toda la historia de la iglesia!

Benedicto contaba, en un principio, con una victoria de las potencias centrales. Ello le llevó también a hacerles una señal anticipadora, el 6 de mayo de 1915, de la entrada de Italia en la guerra. El papa hizo saber al estado mayor de aquellas potencias que, según había podido saber por indiscreción de una fuente segura, el otrora miembro de la Triple Alianza, se había comprometido contractualmente en Londres a atacarlas antes de que finalizase mayo. «Italia declarará la guerra a Austria-Hungría antes del 26 de mayo, alegando que ha negociado con nosotros con la mejor de las intenciones (¡sic!), para llegar a un acuerdo sobre la base de concesiones territoriales. Austria-Hungría, sin embargo, no hizo ninguna oferta seria hasta el 26 del mes pasado, ha dilatado las negociaciones y por ello el consejo de ministros (esta misma mañana) ha llegado unánimemente a la conclusión de que Austria-Hungría no piensa seriamente en hacer concesiones. Por ello Italia se ha comprometido mediante un tratado con la Entente a declarar la guerra a Austria-Hungría antes del 26 de mayo»[52]. Con ello Benedicto XV confirmaba otras noticias similares. Austria pudo así prepararse para el ataque y el avance italiano se estancó de inmediato.

El Vaticano y el espionaje: El prelado Von Gerlach

«Nostro Cameriere Secreto…»

(Benedicto XV)

No fue el legado acreditado ante la «Santa Sede» Von Mühlberg, quien llevó la grave noticia del papa, sino el diputado del Centro Erzberger —una hábil jugada de Della Chiesa—, diplomático versado y discípulo de Rampolla, quien con ello quería fortalecer y realmente fortaleció la posición del Partido del Centro, fuerza sumisa a la curia.

El católico Matthias Erzberger, antiguo maestro de escuela y posterior redactor en el periódico del Centro «Deutsches Völksblatt» («Gaceta popular alemana») y en los sindicatos cristianos, se convirtió en diputado de la dieta imperial en 1903 y en un experto financiero, también en lo tocante a asuntos propios. Al menos se le reprochó, una vez accedido al ministerio de hacienda, la confusión entre negocios dinerarios privados y la política, y en un proceso por ofensas que él mismo entabló, el juzgado comarcal de Berlín-Moabit no consideró plenamente probada su inocencia. Convertido gradualmente en enlace entre su partido y el canciller del Reich, Bethmann Hollweg, a cuyo derrocamiento contribuyó, Erzberger, abogaba al iniciarse la guerra por anexiones de gran amplitud y especialmente en los territorios franceses con mineral de hierro: también era miembro del consejo de administración del consorcio católico Thyssen. Lo que este político tenía que «exigir incondicionalmente» de Francia —expuesto inmediatamente bajo el punto n.º 2 de sus deseos (enviados por cierto a un confidente en Roma)— era «la cuenca de mineral de hierro de Briey y Longwy más allá de Metz» naturalmente «para el afianzamiento del futuro de Alemania».

Erzberger, que aparecía como un «commis voyageur (viajante) en affaires politiques-religieuses» mantenía estrechas relaciones con el Vaticano, ante quien extraoficialmente representaba al Reich alemán. Iniciada la guerra, dirigió asimismo la propaganda hacia el exterior, empleando en ello a jesuitas que «contrajeron extraordinarios méritos, y de forma honorífica, en lo tocante a informar al extranjero». Bajo su inspiración, algunos católicos alemanes, especialmente parlamentarios, intervinieron en el cónclave de 1914 haciendo ver al colegio de electores, mediante un memorándum «acerca de la actual guerra mundial», que el pueblo alemán no lucha por afán de conquista sino por la propia supervivencia: «Alemania siempre fue para Europa un baluarte de la paz mundial».

En aquellos años decisivos Erzberger consideró, con la mayor naturalidad, «al papado como un órgano al servicio de los intereses nacionales de Alemania» y como tal lo trató. Y eso era en efecto y de modo especial al inicio de la guerra. De Erzberger que veía ya —y tampoco en ello iba totalmente descaminado— el final de la guerra coronado por «un renacimiento católico» provenía el proyecto de un estado eclesiástico de fronteras exactamente delimitadas para la salvación de los Santos Padres. Y él, el experto en finanzas, fue asimismo el iniciador —lo que el papa le agradeció mediante un escrito de su puño y letra, con el envío de su único birrete de cardenal, de un anillo etc.— de una colecta entre la nobleza y la gran burguesía católicas alemanas. Así aportaron en favor de los pobres prelados de la curia, a finales de 1916, un «óbolo de San Pedro» por un monto de 12 millones de marcos, más, al parecer, de lo que aportaban entonces los restantes países juntos: «Para evitar la presión política del campo enemigo». Pues «un punto flaco del Vaticano —anota aquí Winter— es el de ser muy accesible al dinero». Podría incluso darse el caso de que con ello se le mostraban también reconocidos por el anticipado aviso de la entrada en guerra de Italia.

La noticia se la había transmitido a Erzberger un estrecho colaborador de Benedicto, el joven prelado Von Gerlach, antiguo decano de la Universidad Diplomática papal en Roma (Accademia dei nobili ecclesiastici). Un conocedor tan exacto de la situación romana como el obispo Hudal no dedica, sin embargo, ni una palabra al estrecho contacto entre aquél y el «Santo Padre» ni a su «especial relación de confianza» (palabras del embajador austríaco, en 1916). Hudal se limita a subrayar que «fue ventajoso para la embajada austro-húngara ante el Vaticano», el que se mantuviese reservada frente a un agente o valedor del servicio de espionaje, R. von Gerlach, que le ofreció también a ella sus servicios. Originario de Baden-Baden, Gerlach se trasladó a Roma, donde ingresó en una (!) academia y trató de granjearse (!) subrepticiamente la confianza de los más altos círculos, mientras que él se valía para sus auténticos objetivos de los servicios de mozos de cámara de diferentes salones. Después de la entrada de Italia en la guerra, una tarjeta de identidad de la cuestura de Roma le permitía moverse libremente por la ciudad. Esa deferencia la utilizó para distribuir dineros que había recibido de Austria y Alemania a través de Suiza. Las tentativas que surgían del círculo en torno a Erzberger pasaban también por sus manos…

El obispo Hudal omite que Gerlach era asiduo del entorno más próximo al papa, quien (en el comienzo mismo de un escrito de su puño y letra al emperador Carlos I de Austria) lo denominaba todavía el 20 de febrero de 1917 «Nostro Cameriere secreto». El obispo que nos informa de que Gerlach podía «moverse libremente en Roma» escamotea que, según el príncipe Schönburg, «también el papa impuso con mucha energía el que su camarero secreto alemán, se quedase en el Vaticano y en su entorno más inmediato incluso después de que Italia rompiese las hostilidades». El católico Schmidlin incluye a Gerlach en el círculo de «colaboradores personales» de Benedicto XV, nombrándolo incluso, en su papel de camarero papal en activo, inmediatamente después de los dos cardenales secretarios de estado Ferrata y Gasparri, del sustituto Tedeschini, del mayordomo Ranuzzi y del camarero mayor Sanz de Samper. Acerca del caballero Von Gerlach, camarero secreto papal y uno de los más destacados espías de la I Guerra Mundial, (tenía acceso cotidiano al «Vicario de Cristo»), telegrafiaba en estos términos, el 14 de enero de 1917, el secretario de estado Zimmermann al cuartel general alemán, previo permiso del canciller del Reich, Bethmann Hollweg,: «Gerlach, hijo de un capitán bávaro, sirvió durante un año en el regimiento 15 de ulanos de Prusia. Desde 1914 es camarero papal en activo y goza de la confianza del papa. Durante el período de neutralidad italiana puso su ascendiente al servicio del Reich y actuó en pro de los intereses alemanes moviendo al papa a emprender numerosas iniciativas confidenciales ante el gobierno italiano que facilitaron la demora de la declaración de guerra hasta mediados de mayo de 1915. Desde que se abrieron las hostilidades con Italia, actuó en mayor medida aún a favor nuestro, constituyendo el único enlace inoficial de confianza entre nosotros y el Vaticano».

El obispo Hudal omite que Benedicto XV envió a Berlín a su camarero secreto «al objeto de transmitir mensajes de Su Santidad». Allí le recibió el mariscal general de campo y hasta el emperador, quien lo invitó a su mesa a almorzar y estuvo conversando «casi exclusivamente» con él, concediéndole además, personalmente, la orden de la cruz de hierro de banda blanquinegra.

Monseñor Gerlach, a cuya «actividad de espía» como vuelve a constatar ahora el obispo Hudal, se atribuye el hundimiento de los cruceros italianos «Benedicto Brin» en el puerto de Brindis, y «Leonardo da Vinci» en Tarento, fue condenado a cadena perpetua por un tribunal militar italiano en junio de 1917, pero en todo caso en ausencia suya, pues ya se había ocultado en el extranjero «Con ello se agotó el papel de un hombre extraño» opina Hudal, «que sólo creó dificultades y decepciones por doquier». En realidad el camarero secreto seguía por entonces trabajando aún para su señor y por cierto entre los diplomáticos oficiales, los oficiosos y los secretos activos en Suiza. Benedicto XV expresó su agradecimiento para con él, ya condenado a cadena perpetua, mediante escrito de su puño y letra —rara muestra de su favor— del 8 de septiembre de 1917, «cordialmente y esperando que la próxima vez reciba las felicitaciones de sus propios labios».

Es natural que también en el otro campo hubiese clérigos espías. Cuando el tribunal de guerra austríaco condenó a muerte por espionaje, en la primavera de 1916, a 16 serbios, en Banja Luka, había entre éstos cuatro sacerdotes greco-ortodoxos. Conjuntamente con el rey Alfonso XIII de España, que, desde que estalló la guerra, representaba los intereses de los ciudadanos serbios, el Vaticano abogó asimismo por una conmutación de la pena capital e intervino no menos de cuatro veces en ese sentido hasta que el mismo emperador Carlos hizo que le trajesen las actas del Tribunal e indultó a los 16 candidatos a muerte.

Pero el papa no obró por motivos humanitarios: ¡en los campos de batalla morían diariamente entre 6 y 7 mil soldados, a veces peor que si fuese ganado, y tras ser emocionalmente espoleados por el clero castrense! Lo que hacía más bien era cortejar con aquel apoyo tan barato a los ortodoxos serbios. «Era una muestra más y especialmente llamativa… de cómo la Santa Sede —acentuaba el ministro de AA. EE. austríaco, barón Burian— no desperdiciaba ocasión para que los estados balcánicos ortodoxos (Serbia y Montenegro), o en su caso sus habitantes, le estuviesen obligados». Pese a toda su deferencia para con el Vaticano, Burian intuía que su intromisión no era «un acto espontáneo del papa como padre de la cristiandad, sino una mediación diplomática de contenido político».

A lo largo de toda la guerra. Benedicto cuidó de tal modo los contactos con Serbia que los diplomáticos austríacos tuvieron una sensación «desagradable y dolorosa». Hacía ya tiempo que los esfuerzos curiales en favor de serbios y montenegrinos llamaban la atención de la Ballhausplatz. Ahora bien: «A la idea católica —decía una nota del ministerio de AA. EE. de junio de 1916— resultará más útil una victoria de nuestras armas sobre la cismática Rusia que la calderilla de las complacencias diplomáticas». Pero era cabalmente esa victoria en lo que el papa no creía ya, mediada ya la guerra. Las potencias centrales se veían no sólo ante un frente cuádruple (Rusia, Francia, Serbia, Italia) y ante una movilización de fuerzas que casi doblaban las suyas, sino que, de forma cada vez más evidente, mostraban una inferioridad material, técnica y estratégica, tanto más cuanto que ninguna potencia extraeuropea se puso de su parte, y los U. S. A., en cambio, estaban presentes en Francia con casi dos millones de soldados en la fase final[53].

Cambia la «fortuna de la guerra» y el Vaticano cambia también, pasándose al lado de la Entente

«La Santa Sede apenas… podía ver con buenos ojos la victoria final del imperio alemán, mientras que tenía mil motivos para temer la aniquilación y humillación de naciones católicas como Bélgica y Francia»

(El rector del seminario

francés en Roma, P. Floch, C. S. Sp.)

«La Santa Sede obró constantemente a favor de las potencias de la Entente durante la guerra y especialmente a favor de Bélgica, Italia y Francia»

(«Osservatore Romano» del 24-5-1.919)

«Esta guerra la ha perdido Lutero»

(Benedicto XV)

Precisamente en Italia había, por supuesto, círculos católicos influyentes que se inclinaban, tiempo ha, en favor de las potencias de la Entente. Entre ellos, probablemente, la mayor parte de la prensa católica y a su frente el órgano de los jesuitas Civiltà Cattolica, que justificaba toda aquella euforia belicista e influía decisivamente en las otras publicaciones católicas. Pero Civiltà Cattolica estaba sometida a la severa supervisión del Vaticano. Todos sus artículos necesitaban de la autorización personal del papa y eran presentados a la secretaría de estado antes de su publicación. Es por lo demás conocido que el embajador francés, C. Barreré, sobornaba periodistas con sumas gigantescas. Incluso por parte eclesiástica se reconocía también que la prensa de partido católica superaba a la de los liberales «en patriotismo» léase aquí: «en excitación belicista». Y el papa la dejaba hacer sin la menor objeción. «Todas las personas de su entorno —escribía el 9 de enero de 1917 el legado bávaro ante la Santa Sede, barón Ritter, a su rey Luis III— abrigan sentimientos proitalianos y están temerosos de que la Santa Sede pueda emprender algo que disguste al gobierno italiano y pueda consecuentemente poner en peligro la seguridad del Vaticano y la suya personal».

Y así hasta los propios prelados de Austria hostigaban a ésta, como era el caso del príncipe-obispo de Trento, C. Endrici, que laboraba por la incorporación del Trentino a Italia. Viena, que apremió en vano a Roma para que depusiera a Endrici, lo enclaustró finalmente, por razones militares en la abadía cisterciense de la Santa Cruz. La misma conducta de alta traición observó el príncipe-obispo de Lubliana, A. Jeglic, con el que se tuvo miramientos por su avanzada edad.

El embajador austríaco ante el Vaticano, príncipe Schönburg tuvo que trasladar su sede a Suiza así como las representaciones de Prusia y Baviera acreditadas ante la curia. El papa había denegado su establecimiento en territorio vaticano, alegando distintas razones. Gran Bretaña, en cambio, pudo establecer, ya en diciembre de 1914, una misión diplomática, cuyo responsable, H. Howard, contaba entre los diplomáticos más hábiles de Inglaterra. Fue él quien contrarrestó los esfuerzos de Benedicto XV para preservar la neutralidad de Italia y quien desmontó sistemáticamente la influencia de las potencias centrales, secundándole en ello conspicuos curiales.

El nuncio ante Viena, Valfre di Bonzo, no se recataba en aparecer como «italianíssimo». El comandante en jefe de Austria, el mariscal general de campo Von Hotzendorf, ordenó, incluso, que controlase la correspondencia del nuncio y muy especialmente la de las diócesis de las zonas en guerra. Exigió de Viena que revocase a Di Bonzo, pero sólo consiguió que lo depusieran a él de su puesto de jefe del alto estado mayor. Era, a juicio de expertos del campo enemigo, el único genio militar de las potencias centrales. No es de extrañar que entre los militares austríaco-alemanes se extendiese paulatinamente la opinión de que las simpatías del Vaticano pertenecían a la Entente.

Bien significativa es también la posición del cardenal dominico Frühwirth. Austríaco de nacimiento, nuncio en Múnich hasta 1916, se encontró pronto aislado en la curia, perdió toda comunicación directa con el papa y no abrigaba ya ningún deseo tan apremiante como el de regresar a su antiguo monasterio de Austria. Los diplomáticos de las potencias centrales acreditados ante el Vaticano y residentes en Austria se hicieron un juicio unánime de la situación. «Uno de los nuncios más destacados de la Santa Sede en el extranjero, ¡y en Roma es un cero! ¡Eso es un indicio claro del ambiente de allí! —se quejaba el conde Pálffy—. El cuadro no es muy halagüeño». A finales de marzo de 1917, la casi totalidad del Vaticano estaba convencida del triunfo final de la Entente, pese a la ventajosa situación militar de las tropas de la Alianza en ese momento. Incluso E. Pacelli abogaba por la concesión a Italia de mejoras territoriales a costa de Austria. El legado de Prusia ante la Santa Sede, Von Mühlberg, informaba sobre ello y añadía: «Aquí habla el italiano que monseñor Pacelli lleva dentro ¡Es una vieja experiencia! Incluso en el caso de una educación severamente internacional como aquella de la que se benefició Pacelli, la sotana no sofoca el patriotismo» Y al año siguiente el legado hablaba del «cerco que la Entente iba cerrando poco a poco». La «Kölnische Zeitung» (Diario de Colonia), junto al Germania el periódico del Centro que marcaba la pauta, había escrito ya en 1917:

«Hoy, a causa del trabajo de zapa de la Entente, la mayoría de las personas más influyentes se identifican con la política de guerra de Italia, algo que está en clamorosa contradicción con el carácter cosmopolita internacional de la iglesia católica, pero que se explica simplemente por el hecho de que la curia romana, por lo que respecta a su composición personal, no es precisamente internacional sino nacional, italiana».

De hecho, la curia pensaba menos nacional y más internacionalmente de lo que parecía, pero, eso sí, en el sentido de los futuros vencedores. No en vano se alineaban con estos 124 millones de católicos y sólo 64 con sus adversarios. Ocurría más bien que entre los más inmediatos consejeros del papa, los cardenales, había junto a 6 neutrales, 53 nativos de los estados de la Entente y sólo 5 de los de las potencias centrales. La Roma eclesiástica se adaptaba ahora a la política de guerra de Francia y sus aliados mientras postergaba cada vez más los derechos y deseos de los alemanes[54].

El primer ministro de Benedicto, el secretario de estado Gasparri, reconoció varias veces abiertamente, en la segunda mitad de la guerra, que la Entente se benefició del claro apoyo preferente del Vaticano. Así, en junio de 1917, declaró que cualesquiera que fuese el curso que tomasen las cosas la disposición de la Iglesia a conseguir las mayores ventajas para Francia, que seguía, ahora y siempre, siendo «la hija mayor de la Iglesia», estaba fuera de cualquier duda. Para el Fígaro, que recibió el escrito de Gasparri con el fin de que lo publicase, aquello constituía un hecho digno de la mayor atención.

Hasta qué punto el papa —que pudo regir con menos estorbos de los temidos y proseguir su política exterior incluso con mayor éxito— sentía el apremio de situarse al lado de los presuntos vencedores, se echa de ver en los ascensos al cardenalato del 4 de diciembre de 1916. Entre los 10 nuevos nombramientos de prelados se hallaban tres franceses, pero ni un sólo hombre de las potencias centrales. Una «concesión excesiva por parte de la política eclesiástica a favor de la Entente», informaba el príncipe Schönburg. El embajador pensaba ciertamente que ese acto «no indica forzosamente una nueva orientación de la política vaticana, pero en cualquier caso es algo que da que pensar… Respecto de ello las protestas de afecto del papa para con la patria de Clodoveo, de San Luis y de Juana del Arco, son desacostumbradamente cálidas en él».

En efecto, a raíz de la entrega de los birretes cardenalicios, Benedicto afirmó querer honrar con ello a toda Francia y prosiguió así: «Pero ¿por qué silenciar que Nos, al honrar a los supremos pastores, queríamos honrar también a su grey? ¿Por qué no declarar con toda franqueza que al dar una prueba de nuestra complacencia para con tres hijos de Francia queríamos indicar con ello hasta qué punto sigue viva en nuestros corazones la llama del amor a la patria de Clodoveo, de San Luis y de Juana de Arco? ¡Entonemos desde nuestro solio el himno de gracias que la Francia católica eleva hoy al Señor por la gran alegría de la que se le ha hecho partícipe! Nos complace haber estrechado aún más el vínculo que la une a la Santa Sede para poder así, con mayor confianza, ver cumplido nuestro antiguo deseo: utinam renoventur gesta Dei per Francos (¡ojalá se remueven las hazañas de Dios por medio de los francos!)».

El ruego alemán de que, aparte de los tres franceses, se elevase también a un alemán a aquella dignidad no fue atendido. Ese deseo llegó «lamentablemente demasiado tarde». No obstante, ante un nuevo requerimiento de Alemania se efectuó la elevación del príncipe-obispo Bertram de Breslau a la que se puso fecha anticipada, pero cuyo nombramiento permaneció en secreto. El mundo se enteró de ello tres años después, en el consistorio del 17 de diciembre de 1919. «Las dolorosas circunstancias del momento nos impidieron hacer pública entonces su elevación al cardenalato», opinaba ahora el papa, a quien las «dolorosas circunstancias del momento» no impidieron en modo alguno conceder simultáneamente el birrete rojo a tres cardenales franceses.

El encargado de negocios rusos, De Bok, que ya había telegrafiado a San Petersburgo el 9 de noviembre indicando los nombramientos, notificó después, con la máxima satisfacción, que el grupo de cardenales franceses se elevaba ahora a ocho, número que hacía mucho tiempo no había alcanzado: un decidido paso más en la aproximación del Vaticano a Francia. Cuando Benedicto beatificó, aquel mismo año, a un italiano y a un francés, halló nuevamente palabras de veneración y amor hacia Francia de una elocuencia tal que De Bok, quien tras el hundimiento del régimen Zarista se convirtió al catolicismo y se hizo incluso jesuita, constató que el mejor representante de Francia (que aún no tenía misión diplomática en el Vaticano) era el mismo papa.

Pocos meses después de ello el príncipe Schönburg informaba de que a menudo parecía como si la curia trataba mejor a las «ovejas negras», «a los ortodoxos, anglicanos, ateos, y a los masones, de decisiva influencia en los países románicos del campo adversario» que a las «ovejas blancas» de las potencias centrales. «¿Pero acaso fue alguna vez de otro modo bajo papas de temperamento político similar al de Benedicto XV?» Pío X, en cambio, «dispensó en este sentido un trato obsequioso a la monarquía de los Habsburgo».

Digno de anotar es que Viena hubiese de intervenir porque en la Navidad de 1916 el papa envió obsequios de caridad a los prisioneros de guerra italianos en campos austríacos, sin que los prisioneros austríacos en Italia gozasen de parecido signo de afecto por parte del «Santo Padre». También lo es el que el cardenal secretario de estado, tras un ataque aéreo de los austríacos contra Treviso, enviase un escrito de condolencia y de protesta al obispo de la ciudad, Longhin, sin que sucediese nada parecido cuando aviones italianos bombardearon Lubliana y Trieste, ni cuando las bombas se abatieron sobre Freiburgo, Tréveris, Colonia, Baden-Baden, Tubinga y Karlsruhe, ciudad en la que, durante la festividad del Corpus Cristi, perecieron 150 niños a causa de un ataque aéreo[55].

El hecho siguiente es vergonzosamente significativo: El 21 de noviembre de 1916 murió el emperador Francisco José. Había vivido 86 años de los que pasó 68 como regente. Prácticamente se le identificaba con la monarquía danubiana y siempre fue ensalzado —y el propio Vaticano no se quedó atrás al respecto— como pilar del catolicismo. Hasta el propio Benedicto, que no tenía nada de austrófilo, había asegurado —no más tarde del 12 de junio de 1915, cuando aún contaba con la victoria de las potencias centrales—, al anciano emperador, «cuan alto es el lugar que Su Majestad ocupa en el corazón del padre común de todos los creyentes». Había escrito también: «Majestad, el interés cordial, entrañablemente paternal que dispensamos en medida especial a Su Majestad y no menos la devoción y el amor filiales que Su Majestad abriga por Nos y que nos sirve de gran consuelo, nos mueven a prestar a Su Majestad y a todo cuanto a ella atañe aquella atenta solicitud que un padre enternecido suele sentir por un hijo entrañablemente amado».

Pues bien, pese a que según antigua tradición siempre se había celebrado una solemne misa de réquiem por los próceres católicos difuntos, ahora eso se le negó a un soberano que, a lo largo de toda su vida, había sido un aliado de la curia. Ahora ya no cabía esperar nada de Austria-Hungría en lo tocante a la «cuestión romana». Ésta quedaría reducida a la impotencia tras su previsible derrota. Italia, en cambio, se tornaría más poderosa que nunca al estar en el campo de los vencedores. Así el Maestro di Camera, encareció al ministerio del interior italiano, que la misa de réquiem por el emperador se efectuaría en el marco más modesto, con una ostentación mínima, y a este respecto subrayaba «il carattere del tutto privato; carattere assolutamente privato» Hasta tal grado de ruin oportunismo puede llegar Roma. ¡Y tener la desfachatez de considerarlo como expresión de neutralidad!

Cuando a finales de otoño de 1917, tras la decisiva batalla de Karfreit, los austríacos se abrieron paso hacia el Piave y contemplaron ya desde lejos las torres de Venecia, Benedicto XV temió que la monarquía podría querer retener los territorios que en verdad le pertenecían hasta sólo hacía 50 años. Por ello, el nuncio apostólico Valfré di Bonzo exigió el 17 de noviembre de la Ballhausplatz, en nombre del papa, una declaración de que «Austria-Hungría no abrigaba la intención de anexionarse la comarca véneta, militarmente ocupada, ni partes de la misma». El ministro de asuntos exteriores, conde Czernin, cuya dimisión forzó después el «affaire» Sixtus, replicó que Austria no había buscado la guerra con Italia, sino que ésta había atacado a su aliado. «Ahora se han vuelto las tomas y nos hallamos bien adentro del territorio italiano. El venir ahora hacia nosotros para exigirnos que renunciemos á tout jamáis a territorio italiano es algo completamente fuera de lugar. Pues, dicho con otras palabras, eso significaría: si, acabada la guerra, tenemos aún territorio italiano ocupado, deberemos entregarlo. Si los italianos, en cambio, tuviesen territorio austríaco, podrían retenerlo. Esa vinculación unilateral es, desde luego, totalmente imposible».

El nuncio —elevado a cardenal dos años después— se retiró bastante apocado diciendo que él mismo «no esperaba otra respuesta» y que «el Santo Padre lo comprenderá de seguro». Pero esa intervención era también típica de la conducta sinuosa de Benedicto. A finales de 1917 esperaba, como casi todo su entorno, la victoria final de la Entente. Por ello intervenía tan abiertamente a favor de Italia. Dos años y medio antes, cuando todavía creía en la victoria de las potencias centrales delató a su alto estado mayor el inminente ataque italiano. Y tras el colapso de la monarquía danubiana le dedicó, en un escrito del 8 de noviembre de 1918, estas palabras a manera de último adiós: «Ninguna persona sensata (¡) puede insistir en atribuirnos un sentimiento de dolor (por la caída de los Habsburgo), que carece de fundamento» de modo que acto seguido dio por buenas las destituciones de los arzobispos austríacos de Praga y Olmütz, así como la de los arzobispos húngaros de Eslovaquia.

Bien pudiera ser que K. Seitz, el presidente socialdemócrata de la asamblea nacional austríaca y primer jefe de estado de la república, se acordase entonces del papel de Benedicto durante la guerra, pues, cuando le presentaron el esbozo de un escrito solicitando a la curia el reconocimiento del nuevo estado, efectuó algunas curiosas correcciones. En vez de la expresión referente a los vínculos que «el pueblo austríaco, compuesto por tantos creyentes» conoce secularmente, el texto definitivo aludía simplemente a los vínculos «de los círculos de la población católica de Austria». En lugar de la esperanza en la continuación de la «paternal benevolencia» del papa, simplemente, en «Su afecto». Se omitió la frase de que el deseo del gobierno de entablar relaciones diplomáticas fuese «al mismo tiempo el deseo de la población» y asimismo las frases de despedida «humildísimo y fidelísimo de Vuestra Santidad». Seitz no firmó tampoco con la expresión «su hijo obedientísimo» como lo hacía su majestad apostólica, arrastrada a la guerra con la cooperación de la curia. El cardenal secretario de estado, no obstante, siguió usando florituras retóricas en su respuesta, tales como los «paternales sentimientos» del papa y, lo que es más, los señores espirituales de la curia ataron a Austria con vínculos aún más estrechos —a través del canciller federal, el prelado Seipel— hasta que aquella nación se encumbró nuevamente, unida a la Alemania de Hitler, para hundirse una vez más.

En la II Guerra Mundial Alemania requirió repetidas veces del Vaticano que hiciese mediaciones de paz, pero éste las esquivó una y otra vez: porque los aliados estaban precisamente preparando una ofensiva.

He aquí la respuesta del agente de Benedicto, el camarero secreto caballero Von Gerlach a una solicitud de Erzberger, cursada en el verano de 1916: «Recibí su carta, de alto interés, por sus detalladas condiciones de paz, y la he incluido inmediatamente para su pronto despacho… pero creo poderle hacer ya partícipe de que en este momento de una inminente gran ofensiva inglesa no se puede hacer gran cosa». Y cuando en la primavera de 1917 Erzberger tanteó las posibilidades relativas a una paz con Bélgica, el nuncio apostólico de Múnich, G. Aversa, le transmitió, sí, «las más vivas gracias del Santo Padre por su confianza» pero también el parecer del secretario de estado Gasparri de que «el mismo gobierno alemán no podrá por menos de hacerse cargo de que el actual momento no es muy indicado para un ofrecimiento de paz a Bélgica; pues como bien sabe el gobierno alemán, las potencias de la Entente tienen intención de emprender próximamente una ofensiva contra las potencias centrales, por lo que es seguro que tal oferta no sería ahora aceptada».

En el verano de 1916, el prelado Gerlach se había entrevistado con Erzberger: «Ahora es absolutamente necesario que volvamos a obtener primero un éxito decisivo. Después se podría hablar de paz». Con todo, cuando las potencias centrales, desde una posición especialmente favorable, enviaron al papa su oferta de paz del 12 de diciembre con el ruego de que la apoyase, aquél se encerró en un mutismo total, lo cual sentó muy mal en Alemania y Austria, pues ambas abrigaban grandes esperanzas al respecto. El periódico católico del Centro. Germania afirmaba que «los ojos de todo el mundo fijarían en los próximos días su atención, llenos de expectativas, en la capital de la cristiandad». Pero lo único que se observaba en Roma era la creciente actividad de los estados enemigos. Desde París acudió allí el cardenal Amette con obispos y parlamentarios franceses. Desde Londres, el cardenal de Westminster, Bourne, conferenciaba, ya desde finales de noviembre, con el cardenal inglés de la curia, Gasquet, y con embajadores y representantes temporales y vaticanos de la Entente. Así que en enero de 1917 hasta la Augsburger Post decía con típicos circunloquios que no podía «cerrar los ojos ante el hecho de que las sedes de nuestros enemigos se ciñen cada vez más estrechamente en torno al Vaticano, y no podemos desechar de nosotros la angustiosa inquietud de que la labor sistemática efectuada por los hombres de confianza de la Entente en el Vaticano para influir sobre el papa y su corte podría hacer nacer estados de ánimos y pareceres que, de hacerse valer, no serían muy apropiados para cimentar nuestra convicción respecto a la inamovible neutralidad de la Santa Sede».

Pero, mientras que el papa callaba férreamente ante la oferta de paz alemana, la curia —según la Idea Nazionale— trasmitió al clero de los estados neutrales su más vivo deseo de que «se abstuviesen de cualquier discusión acerca de las propuestas de paz de las potencias centrales, para no alentar la creencia de que el Vaticano practica a través del clero la propaganda en favor de una sola de las partes beligerantes»[56]. Y en septiembre y octubre de 1917, Benedicto ordenó a su secretario de estado que escribiese al obispo Gibergues de Valence y al arzobispo de Sens que si había favorecido especialmente a una nación, ésa era Francia junto con Bélgica. Pues el Vaticano —como subrayaba en 1919 Civiltà Cattolica, el órgano central de los jesuitas italianos, sometido al control personal del papa—, sólo podía «pensar con horror en la perspectiva de una victoria definitiva de Alemania, que habría significado simultáneamente el triunfo del luteranismo y del racionalismo, juntamente con la aniquilación de Francia y Bélgica». Y el semioficial Osservatore Romano aseguraba ese mismo año que «La Santa Sede» estuvo «constantemente a favore delle potenze dell’Entesa» (Entente) y especialmente «a favor de Bélgica, Italia y Francia». Por último, hasta el mismo Benedicto reconoció: «Esta guerra la ha perdido Lutero».

Cuando, a la muerte del papa, el presidente francés R. Poincaré, expresó al nuncio en París, Cerreti, su condolencia añadiendo: «Ahora, acalladas ya las pasiones, se reconoce la imparcialidad de Benedicto XV» no podía ni debía significar con ello otra cosa que la parcialidad. El nuncio replicó «Agradezco al presidente su condolencia, lamentando, con todo, que el reconocimiento de la gran obra de Benedicto XV venga tan tarde».

Pese a todo lo dicho, el papa se inmiscuyó una vez más públicamente en sentido favorable a Alemania y Austria-Hungría, a lo cual le indujo desde luego una circunstancia extraordinaria.

El miedo a la Revolución Rusa lleva a Benedicto a intervenir en favor de las potencias centrales en 1917

«También Jesucristo era noble» «Los poderes se alegrarán entonces de la riqueza de los ricos y depositarán su plena confianza en su amparo…»

(Benedicto XV)

A raíz de la «Revolución de Febrero» —según el antiguo calendario ruso, sucedió a finales de febrero de 1917— el zar Nicolás II, que se hallaba visitando el cuartel general en Mogilev y que desconocía la gravedad de la situación, se vio obligado a abdicar a mediados de marzo. Con él fue barrida la dinastía de los Romanov que llevaba 300 años rigiendo Rusia. Factor decisivo en todo ello fue que la guarnición de Petrogrado, unos 160.000 hombres, se pasó a los manifestantes provocando una rápida extensión de sublevaciones espontáneas. Apenas si había alguien que defendiese el viejo régimen. Todos lo rechazaban, desde los extremistas revolucionarios hasta los conservadores, y hubo por ello escaso derramamiento de sangre. De entre la mayoría de la Duma surgió, el 15 de marzo, el «gobierno provisional» bajo el primer ministro Lvov, un terrateniente liberal. Pero de forma inmediata, frente a los exponentes de la burguesía acomodada, se alzaron los del proletariado, los consejos radicales de obreros y soldados, constituyendo una especie de gobierno paralelo que aspiraba, incluso, al control del nuevo régimen. Se estableció un doble poder que precipitó gradualmente al país en situaciones cada vez más incontrolables.

Lenin regresó de su exilio e Suiza y exigió, en sus «tesis de abril» el final de la guerra y la revolución mundial.

La curia siguió los acontecimientos más atenta, seguramente, que los demás gobiernos. Pero mientras que todo el mundo celebraba la «Revolución de Febrero» que de facto convirtió a Rusia en una república —los rusos como liberación del zarismo, los aliados como victoria de la democracia, las potencias centrales como signo del colapso— el Vaticano la observaba con sentimientos encontrados. Por una parte había sentido aprecio por el zarismo como un aliado leal contra el socialismo y el comunismo. Por otra, había lamentado siempre la estrecha vinculación entre los déspotas rusos y la iglesia ortodoxa estatal y había sentido abiertamente temor ante aquellas garantías que los aliados habían ofrecido a Rusia en el tratado secreto de San Petersburgo en caso de triunfo y que afectaban especialmente a Polonia y Constantinopla. Pues ese triunfo habría imposibilitado el resurgimiento de una Polonia católica como estado-tapón contra el Este cismático y habría franqueado a los rusos en el sur el paso a los estrechos. Y la situación actual obviaba justamente esa pesadilla de ver, tras una derrota de Turquía, a la ortodoxia rusa penetrando en Hagia Sophia, catástrofe que, según manifestó el cardenal Gasparri, superaba posiblemente a la de la reforma.

En resumidas cuentas, el optimismo se impuso pronto en Roma. Se tenía la percepción de que el «gobierno provisional», al que los bolcheviques no apoyaban sino que socavaban con la ayuda del alto mando militar alemán, conjuraba el ulterior desarrollo de la revolución. Algo especialmente importante, de seguro, para un papa de empedernido conservadurismo, descendiente de la alta nobleza italiana, quien en su mensaje navideño de 1917 podía anunciar «urbi et orbi»: «Dios no hace acepción de las personas, pero está fuera de duda, según San Bernardo, que la virtud de los próceres le es más grata porque resplandece más. También Jesucristo era noble y nobles eran también María y José». El papa llegó a afirmar: «Cristo estuvo, de manera excelsa, vinculado a la nobleza terrenal».

A un hombre así, capaz de oponer, con toda seriedad, las «encíclicas, dignas de reflexión» de León XIII a la lucha de clases, lo apreciaron los nuevos amos en el Este y lo encomiaron en cuanto fuerza contrarrevolucionaria en su lucha contra el radicalismo. Cortejaron a la curia de todas las maneras posibles y se hicieron representar ante ella, no ya por un encargado de negocios, sino por un legado. El otrora obispo de Vilna, barón Ropp, depuesto por el zar y nombrado por Benedicto arzobispo de Mogilev, tenía un escaño en la Duma. La iglesia ortodoxa perdió sus privilegios y los jesuitas pudieron volver a Rusia.

Así pues, el derrocamiento del zarismo suscitó en Roma sentimientos en que predominaba la satisfacción y se conjeturó, incluso, que con ello aumentaban las posibilidades de misión, de integración de la iglesia ortodoxa rusa en la propia. El arzobispo Septyckyj, encerrado en un monasterio de castigo por alta traición y por su propósito de secesionar Ucrania, y estrechamente vigilado por un archimandrita ortodoxo, fue amnistiado ya el 8 de marzo de 1917 y puesto en libertad. En seguida comenzó a organizar en Petersburgo una iglesia uniata, ruso-católica, con el papa como soberano. Puesto únicamente de acuerdo con los obispos de Monguilev y de Vilna, convocó para finales un sínodo presidido por él y obtuvo el 8 de agosto de 1917 del «gobierno provisional» la licencia para el sanatorio hasta entonces prohibido.

Entretanto, y por medio de su Motu Propio «Dei Providentis» Benedicto fundó en mayo la «Congregado pro ecclesia oriental!» con una comisión propia expresa «Pro Russia». Su deber era alentar el movimiento unitario entre los ortodoxos, carentes ahora del amparo del zar, y formar misioneros para Rusia. La congregación fue constituida incluyendo a los purpurados más prominentes y bajo presidencia del mismo papa. En octubre estableció además un instituto para el Este, el «Pontificii Institutum Orientalium Studiorum» que no solamente debía investigar en los ámbitos de la historia de la iglesia, historia general, etnografía y geografía de Europa Oriental y del Próximo Oriente, sino formar también misioneros para el Este. «Cuando se efectuó el avance de las tropas alemanas del año 1918 hasta el Cáucaso, la cuestión de la unión de las iglesias jugó ya un papel político».

Pero tampoco esta vez se realizaron los anhelos papales. La situación en Rusia se le fue yendo de las manos al «gobierno provisional». Ya había comenzado la expropiación ilegal de tierras. Cierto que una intentona de los círculos radicales de izquierda para hacerse con el poder fracasó en julio en Petersburgo, pero el anterior primer ministro, el liberal Lvov fue relevado el 20 de julio por el socialrevolucionario Kerenski. Lenin huyó a Finlandia, pero pronto interrumpió la redacción de su escrito «El Estado y la Revolución» haciendo notar que hacer una revolución era algo mucho más gratificante que escribir sobre ello y regresó disfrazado a Petrogrado, donde Trotzki y Stalin habían laborado entretanto en favor de la subversión[57].

Pero eso era lo que más horrorizaba al Vaticano, tanto más cuanto que comenzó a contar con la posibilidad de que la revolución se extendiese a Polonia y a toda Europa. No había nada que temiese tanto como la pérdida de autoridad de los sectores hasta ahora dominantes, como el hundimiento del sistema de injusticia general, como esa guerra intestina en la que todos se enfrentan «como si se tratase de ejércitos enemigos que se combaten encarnizadamente y sin cuartel: de un lado los propietarios, del otro el proletariado, los obreros», como escribía Benedicto. Los últimos no debían obedecer a sentimientos de odio ni envidiar a los ricos, ni debían alzarse contra ellos como si fuesen ladrones —y en todo ello se percibían las resonancias de la misma música que Agustín entonaba con deplorable maestría de sofista—. Los obispos, anunciaba Benedicto, deben predicar el amor fraterno para que aquellos «que ocupan las posiciones más altas condesciendan con quienes están más abajo… y los traten con ánimo paciente y amable. Los pobres se alegrarán entonces de la riqueza de los ricos y depositarán su plena confianza en su amparo». Pero éstos son los principios sociales que la Iglesia predica desde antiguo… con éxito catastrófico. Por ello el alto clero tiembla cada vez más ante una subversión.

El nuncio Eugenio Pacelli sacó incluso a relucir la posibilidad —remota por lo demás— de que «en Roma llegase a cuestionarse el orden público como consecuencia de los movimientos revolucionarios de modo que la vieja ciudad de los papas fuese entregada, siquiera pasajeramente, al saqueo del populacho y hasta el mismo gobierno italiano se mostrase impotente ante ello».

Evidentemente impresionado por la amenaza de la revolución en Rusia, que propiamente no irrumpió con los sucesos de febrero, Benedicto XV envió ahora su nota por la paz, datada el 1 de agosto de 1917 y remitida el 14 de agosto a los jefes de estado de los países beligerantes. Significativo por demás es que lo hiciese cuando la desorganización y el cansancio se apoderaban ya de todos. Significativo el que fuese su única nota oficial de paz durante la guerra. Significativo también el que por primera y última vez contuviese propuestas detalladas en 7 puntos. No, como exponía él mismo, sugerencias de tipo muy general —ahí está el lado fuerte de los papas—, sino proposiciones palpables y prácticas.

Que también él hiciese gala de estilo repleto de florituras patéticas de índole moral —todos sus homólogos aman cosas de este género y ése es el auténtico dominio del estado vaticano— corroborando su perfecta imparcialidad, su deber de abarcar con igual amor de padre a todos sus hijos, es algo que va de suyo. Eso no cuesta nada y hace felices a todos los tontos.

Lo que aún es mucho más interesante: en su famosa y apremiante nota —surgida del propio apremio y publicada probablemente para no dejar únicamente en manos del socialismo internacional las acciones de paz, «para llevar a su molino el agua de los social-demócratas» «para anticiparse al partido socialista», como reconocen respectivamente el barón Ritter y el nuncio Pacelli respectivamente— abogaba por el restablecimiento del estado polaco, dividido desde el año 1795. Y no es menos interesante el hecho de que el papa exigiese ciertamente de Alemania que se retirase del norte de Francia y de Bélgica, recuperando como contrapartida sus colonias, ¡pero que no previese sin embargo la retirada de los territorios ruso-polacos ocupados por las potencias centrales! Por ello, ya el 27 de julio, el encargado de negocios bávaro en Berlín, Von Schöen, informa: «El programa del nuncio… no contiene nada sobre Rusia, de forma que el ministerio de asuntos exteriores se inclina a pensar que se pone a Rusia en nuestras manos». ¡El papa quería, efectivamente, hacer de Polonia un bloque de poder católico contra la ortodoxia! Ya en 1916 estaban dispuestas las potencias centrales a proclamar allí el correspondiente reino, siendo así que la mayor parte de los polacos que simpatizaban con ellas deseaba la incorporación a Austria-Hungría y una minoría deseaba integrarse en Alemania.

En ese momento llegó la revolución. Y ahora a un papa que, naturalmente, había lanzado al aire numerosos lamentos quejándose en términos generales, pero que no había dirigido ni una sola nota por la paz a los gobernantes, toda prisa le parecía poca para acabar, al menos en el oeste, las cada vez más «inútiles carnicerías» (inutile strage), como decía en su apelación final —pues durante mucho tiempo la guerra no fue, en modo alguno, «inútil» para él—. (Del mismo modo operaría Pío XII en la II Guerra Mundial). Benedicto XV, sin embargo, que mandó rezar por la paz el 5 de mayo de 1917 en todas las iglesias católicas, se precipitó de tal modo con su escrito que el secretario de estado Gasparri se vio obligado a una especie de justificación en Berlín, donde ciertamente se había hecho un requerimiento en ese sentido, pero ni siquiera se aguardó la respuesta del gobierno alemán.

«El momento escogido para la nota —escribe el historiador y eslavista de Berlín Este, E. Winter— se entiende con el trasfondo de la revolución rusa. Ya la revolución de febrero tuvo un desarrollo que no era el que hubiesen deseado el vaticano y la Entente. Surgió el doble poder. El gobierno provisional se vio sometido al control revolucionario de los consejos de obreros y soldados, los cuales podrían hacerse con el triunfo en el futuro si no eran desmantelados. El levantamiento aplastado en julio indicaba que el desarrollo de la revolución no había llegado aún a su término y que no habían sido eliminados, ni de lejos, todos los peligros que amenazaban al gobierno provisional. La Rusia revolucionaria constituía un factor que comenzaba a influir no sólo en Polonia, sino incluso en toda Europa. Es por ello por lo que, a juicio del Vaticano, cabía terminar la guerra lo más rápidamente posible mediante un acuerdo de paz para prevenirse de antemano contra un nuevo y esperado alzamiento revolucionario en Rusia. Por ello, el momento escogido por el Vaticano y la prisa apremiante con que se delataba eran comprensibles desde su punto de vista, aunque las potencias imperialistas no quisieran entenderlo porque esperaban imponer sus ambiciosos objetivos comprados a costa de gigantescos sacrificios. Al dar este paso, la mayor preocupación del Vaticano se centraba en Polonia y las potencias centrales, las más expuestas a un proceso revolucionario proveniente del Este. Esas potencias, cuyas fuerzas, como bien sabía el Vaticano, estaban seriamente debilitadas, debían ser aliviadas en su aprieto por la nota de paz y convertirse junto a Polonia en baluarte contra la Rusia revolucionaria»[58].

También el encargado de negocios ruso ante la curia creía que ésta intervenía en favor de Alemania y Austria-Hungría. Y lo que el representante de los USA en Roma, Lansing, comunicaba al presidente Wiison coincidía con ello. También los primeros ministros inglés y francés, Ll. George y Clémenceau eran del mismo parecer.

Mientras que los aliados de Alemania, el emperador Carlos de Austria, el rey Fernando de Bulgaria («con respeto y fidelidad filiales») y el sultán («profundamente conmovido») se congratulaban por la iniciativa papal, ni siquiera se produjo una respuesta (oficial) de la Entente. Inglaterra cerró con un simple acuse de recibo de la toma de posición alemana, tramitada por el Vaticano, las actas acerca de la propuesta de paz de Benedicto. Italia, Rusia y Francia no contestaron en absoluto.

Es más, en Francia, donde la reacción fue especialmente indignada, hasta los mismos sacerdotes y obispos acusaron al papa de favorecer unilateralmente los intereses alemanes. El cardenal secretario de estado les aleccionó, sin embargo, el 10 de septiembre en el sentido de que la llamada a la paz de Benedicto favorecía más bien a Francia y a Bélgica.

En la comisión del consejo federal para asuntos exteriores, el nuevo canciller del Reich Michaelis, declaró el 20 de agosto que «la iniciativa de Roma no se ha efectuado —como afirma la Entente y su prensa— a instancias de las potencias centrales, sino que se trata de una medida surgida de la libre decisión del papa». Aunque el nuncio «haya estado aquí antes y diese a conocer la intención del papa de dirigirse a las partes beligerantes»… «nada surgió de aquí que prefijase los puntos de vista de la curia. La nota fue remitida el 1 de agosto y nuestras conversaciones con Austria acerca de la cuestión no comenzaron hasta después del 1 de agosto».

Aquello era un nuevo indicio de la prisa con que se efectuó la iniciativa papal, febrilmente apoyada por uno «de los agentes más capaces del secretariado de estado» (Aubert), el futuro Pío XII, denominado más tarde el «papa alemán» a secas. Pero su motivación tampoco fue el amor hacia Alemania, sino el miedo ante el comunismo y la revolución. Pues Pacelli no sólo estaba estrechamente vinculado a Jesucristo y a la Virgen María, por él altamente venerada, sino también al capital bancario del Vaticano. Al frente del Banco di Roma, estrecho cooperador de la curia y con fuerte participación financiera en la guerra italo-turca, estaba Ernesto Pacelli, un tío del nuncio.

Eugenio Pacelli, celebrado en Alemania, en 1917, como «el mejor diplomático» del papa, se tenía por dichoso al poder cooperar con la gran obra de pacificación. Pocos días antes, el 13 de mayo, Benedicto lo había ordenado personalmente como arzobispo en la capilla sixtina y ya antes de pisar tierra alemana, a finales del mismo mes, y presentar sus cartas credenciales al rey de Baviera, sabía lo que debía hacerse, para, en caso de que se concluyera la paz, no ser menos útil a su iglesia que a las más o menos católicas potencias centrales. Múnich constató cuando menos que «cada vez que se presenta la ocasión expresa con agudeza su especial amistad hacia las potencias centrales». Antes de poner su pie en Alemania (donde se requirió enseguida ayuda económica del gobierno de Baviera para los viajes del pobre nuncio) Pacelli había celebrado una conferencia en Einsiedein: con el general de los jesuitas, el conde polaco Ledochowski, residente en Suiza, experto en asuntos del oriente y totalmente alineado con Austria, y también con Erzberger, que se convirtió desde entonces en su asiduo informador. También comparecieron los embajadores de Baviera, Prusia y Austria-Hungría, que residían en Lugano. El diario inglés The Observer notificó, pero en todo caso post festum (a toro pasado), que la nota de paz del papa había sido elaborada en Einsiedein.

En cualquier caso, el papa iba esta vez en serio. Cuando Pacelli apareció en junio en Berlín y en el cuartel general con saludos personales de su señor para el emperador y su familia, el canciller del Reich, Bethmann Hollweg, que, al parecer, se sorprendió en cierta medida, tuvo «la impresión, que se confirmaría más tarde como auténtica a partir de su planteamiento de que se trataba de una cosa muy distinta a una conversación informal sobre posibilidades de paz y de que el nuncio estaba desempeñando más bien una misión perfectamente formulada». El 29 de julio, el nuncio fue recibido en Kreuznach por Guillermo II, que le recordó la propuesta de paz alemana del 12 de diciembre de 1916, rotundamente rechazada y acerca de la cual el papa guardó un tenaz silencio. El 30 de julio presentó en Berlín el «Tratado (preliminar) Pacelli», elaborado a principios de mes en Roma, una memoria de 7 puntos que reaparecería casi íntegramente en la proclama papal por la paz: libertad de navegación, limitación de armamento, un tribunal de arbitraje internacional, devolución de las colonias a Alemania y garantías de la independencia de Bélgica, arreglos económicos, solventación de los problemas fronterizos, restablecimiento de Polonia y Serbia.

Pero todo fue en vano. Cuando el 24 de septiembre llegó la nota de respuesta del gobierno alemán, que equivalía prácticamente a una negativa, y Pacelli acabó de leerla, dijo a Erzberger con ojos humedecidos por las lágrimas: «Ahora todo está perdido». Las lágrimas de Pacelli, no obstante, fluían, seguramente, menos por el fallido intento de paz, y no digamos por las potencias centrales, que por la ahora imparable revolución rusa: fomentada, como es sabido, por el alto mando alemán. Pues éste no solamente había sacado a Lenin, que pretendía el derrocamiento del zarismo y la transformación de la guerra civil, de su exilio en Suiza para entregarlo en Petrogrado, sino que, para seguir debilitando a Rusia, envió dinero a los bolcheviques. Y también a los revolucionarios de otros estados enemigos. No transcurrieron muchas semanas y Lenin era ya presidente del consejo de comisarios del pueblo, Stalin, comisario de las nacionalidades y Trotzki, comisario de guerra y marina. Y ya el 8 y el 28 de noviembre apeló Trotzki en nombre del gobierno revolucionario ruso «a todos los gobiernos, clases y partidos de todos las naciones beligerantes» a concluir «una paz entre las naciones, un acuerdo de paz honorable» comenzando por un armisticio inmediato.

E. Pacelli perdió de momento las ganas de ejercer de diplomático en Alemania, donde, pese a todo, Erzberger, que enviaba semanalmente al nuncio informes habitualmente amplios sobre los acontecimientos más importantes, trataba de combatir la revolución y favorecer a la iglesia católica. En 1918 Pacelli se sentía en Alemania, como el príncipe Schonburg formulaba cautamente, «no tan bien como, digamos, un año antes al tomar posesión de su cargo» pues, entre otras cosas se quejaba de que «También la opinión pública alemana entendía e interpretaba frecuentemente de manera falsa las buenas intenciones del papa. Los sentimientos para con el papa y la iglesia no son ya tan buenos como el año anterior». Incluso a la conciencia de los alemanes se le traslució fugazmente que, como ya uno de ellos había intuido mucho tiempo ha, «el papa es el anticristo, peor que el turco o el francés» (Lutero), «el mejor actor de Roma» (Goethe). Por supuesto que para el obispo Hudal «Benedicto XV… era el único que, situándose por encima de todos los partidos, se afanaba sinceramente por lograr la paz para la cristiandad».

No necesitamos seguir todos los vaivenes de su política. Las potencias centrales le llamaron en ocasiones «el papa francés». Los aliados «le pape boche». Él reivindicaba para sí la expresión de Benedicto XIV «el martirio de ser neutral». En realidad, mientras las potencias centrales parecían vencer, les era proclive y cuando creyó que sus adversarios eran superiores, se pasó del lado de éstos. Y la propaganda católica, repetida una y mil veces, se cuidó de que este papa —que pese a todo no es por casualidad el más desconocido de los de este siglo— pasase a la historia como el hombre que a lo largo de toda la guerra «encarna plenamente la conciencia y la razón de la humanidad unidas a la fe cristiana» que vio «como deber suyo el inculcar lo más insistentemente posible los ideales cristianos comunes a todos los pueblos, los mandamientos cristianos y humanos del amor, la paz y la reconciliación», «que con absoluta imparcialidad exhortó una y otra vez a la paz e hizo cuanto pudo para mitigar los sufrimientos de la guerra»[59].

Lamentos por la paz, obras de buen samaritano y acción pastoral castrense

Es cierto, Benedicto XV estuvo conjurando la paz durante tres años, antes de enmudecer para el tiempo de guerra restante: en 1914, el 8 de septiembre y el 6 de diciembre. En 1915, el 25 de mayo, el 28 de julio y el 6 de diciembre. En 1916, el 4 de marzo y el 30 de julio. En 1917, el 10 de enero y el 5 de mayo. Incansablemente, según dice él mismo, estuvo clamando «¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!» lamentando la «monstruosa» guerra, la «horrible carnicería», el «suicidio» de las naciones europeas, preparado, entre otros, por su predecesor, cuyo «último aliento de vida» sin embargo, —según Benedicto— «se apagó precisamente por el dolor ante la guerra fratricida que estalló en toda Europa». Y ahora el papa Chiesa, capaz de consolar en medio de las batallas, «porque las naciones no mueren», deseaba supuestamente una paz justa y perdurable (quae justa scilicet et stabilis sit). Se lanzaba patéticamente «entre las naciones beligerantes como un padre entre sus hijos contendientes». Bendecía «al primero que levante el ramo de olivo y tienda… su diestra al enemigo». Rezaba «para que el árbol de la paz alegre al mundo con sus frutos placenteros». Es más, añadió a la letanía lauretiana —algo que, véase, mereció al embajador austríaco ante el Vaticano la redacción de un informe especial para su ministerio de asuntos exteriores— un ruego más: el «Regina pacis ora pro nobis».

Y aparte de la andanada de efusiones verbales, que a veces hace recordar penosamente las florituras de Pío XII en la II Guerra Mundial (V. Vol. II), Benedicto XV desplegó —de acuerdo con el lema infundioso «inter arma caritas» (haya caridad entre los beligerantes)— una «Acción de Ayuda y Actividad Caritativa en la Guerra entre Naciones» que fue muy admirada, pues si sus efectos prácticos fueron de lo más mísero, como propaganda resultó fabulosa y era tanto más necesaria cuanto que su clero atizaba por todas partes una guerra que él mismo trataba cabalmente de «mitigar», de «humanizar»: mediante el canje de heridos incapaces de combatir y de civiles retenidos en campos de concentración; mediante un servicio de búsqueda de los desplazados de sus países y de los desaparecidos, suministro de material de vendaje, el aseguramiento del descanso dominical de los prisioneros, de un armisticio en Navidad (respecto a lo cual lo importante era ésta y no aquél), de intervalos de alto el fuego para enterrar los cadáveres que se iban acumulando en el campo de batalla —¡con la ayuda de sus sacerdotes!—. Tentativas de mayor o menor éxito —a veces de ninguno— que afectaron si acaso a unos cuantos millares entre 74 millones de movilizados y que apenas eran una gota de agua en un incendio, pero que le valieron al papa, juntamente con el estado suizo, el título de «buen samaritano de Europa». El obispo Touchet de Orléans lo encumbró incluso a «buen samaritano de la humanidad». «Jesucristo, nuestro único maestro, debe estar contento con Vos…» Y el historiador de los papas Schmiedlin exulta: «Al igual que su divino maestro, destaca como un sol resplandeciente sobre el sangriento trasfondo de los campos de batalla para, como centro y punto de concentración de la organización católica de ayuda en la guerra, resistir la indecible miseria por puro amor hacia todos, sin distinción de nación o de credo».

Pese a lo cual el mismo Schmiedlin deja entrever que el «comprometido con todos, sin distinción de nación», que a buen seguro iba pensando paulatinamente en la época de postguerra, en la Italia victoriosa y en la «cuestión romana» mostró una especial solicitud por los italianos; que a través del nuncio Pacelli y del cardenal Scapinelli «distribuyó nominalmente entre los (prisioneros) italianos paquetes de caridad con comestibles, prendas de vestir y medicamentos».

«Envíos de dinero y paquetes con medicinas y prendas de ropa, destinados a los campos de prisioneros y especialmente para los italianos en Austria». «Destinó o reunió cuantiosas sumas para huérfanos de guerra y menesterosos italianos, a la par que puso al servicio del cuidado de los enfermos y heridos una serie de centros y colegios de Roma» «A requerimiento del papa, muchos italianos tuberculosos, desde Austria especialmente, fueron liberados para que regresaran a su patria y conducidos a casa en el “tren del papa”».

Benedicto mostraba preferencia no sólo por Italia, sino también por los restantes estados de la Entente. Hasta el apologeta F. Ritter von Lama concede en un folleto escrito para la Asociación Popular Católica: «Se le ha reprochado al papa que la parte del león recayó en las naciones del ámbito de la Entente y no en los de las potencias centrales. El hecho es cierto». Y el antiguo ministro de la guerra, Dr. Von Stein informa en 1919 acerca de la asistencia alemana a los prisioneros de guerra: «En la mayoría de los casos hubo que negociar con países neutrales que transmitían los deseos y las propuestas. De la América neutral obtuvimos poco al respecto. España se mostró muy cooperativa, pero era difícil de contactar. Casi todo se desenvolvió a través de Suiza, Holanda, Dinamarca y Suecia. El Vaticano se dirigió frecuentemente a nosotros en favor de los franceses e italianos, también en favor de los ingleses y americanos. Nunca me topé con una intervención especial en favor de los alemanes».

¿Por qué el papa, en lugar de hacer señas a los amables frutos del árbol de la paz agitando de forma un tanto kitsch la rama de olivo, en lugar de jugar al buen samaritano ante todo el mundo (y en cuanto tal se preocupó, una vez más, de modo especial por los clérigos italianos, cuya devolución preferente provocó la crítica de los otros prisioneros a la par que contrariaba los intereses militares), por qué en lugar de todo ello no prohibió a los católicos participar en la carnicería? ¿Por qué no hizo una llamada para que en todas partes depusieran las armas? ¿Por qué no obligó a actuar en el mismo sentido a los obispos, subordinados a él?

Cierto, Benedicto propuso, aunque no antes de 1917, suprimir el servicio militar obligatorio, al igual que ya antes León XIII. Y entre ambos. Pío X calificó de «nobilísima misión el fomentar la concordia entre las almas, el refrenar los impulsos bélicos y el hacer aparecer como superflua hasta la persistencia de lo que se dio en llamar paz armada».

Ahora bien, los papas de los últimos años, ya sin poder territorial ni militar, fueron en general pródigos en bellas palabras. «¡Espléndidos testimonios del ideario cristiano por boca del magisterio de la Iglesia!» dice meditabundo el teólogo moral y pacifista austríaco J. Ude, persona íntegra, sin duda, pero de ingenuidad apenas concebible. Y pregunta luego «Solo que, ¿dónde están y obran los hechos? ¿Por qué el clero católico no se aferra todo él y cerrando filas a estas palabras papales para oponerse al servicio militar y llamar al pueblo a la objeción de conciencia? ¿Por qué no se actúa según las palabras de los papas?».

Está bien claro, ¡porque éstos no lo desean! Pues mientras trompetean «¡paz! ¡paz! ¡paz!» hacia los cuatro puntos cardinales, como supuesta máxima autoridad moral, son ellos mismos los que exigen de sus sacerdotes el apoyo a los matarifes del Estado, por más que el pacifismo de Cristo se oponga a ello, es más, pese a que la propia doctrina de la iglesia permita únicamente la «guerra justa», es decir, en el mejor de los casos, la de una de las partes beligerantes. En la práctica, sin embargo, el catolicismo obliga a los católicos de ambas partes, mediante juramento, a masacrarse mutuamente en caso de guerra, mientras el mundo se deja embobar por las proclamas pacifistas de los papas: ¡la más sanguinaria hipocresía de la historia!

De hecho, «el buen samaritano de la humanidad», Benedicto XV, facilitó de inmediato la organización de religiosos castrenses apenas se inició la guerra.

Por decreto consistorial del 1 de junio de 1915 nombró, de común acuerdo con las autoridades estatales y militares, un obispo castrense, Bartolomasi, juntamente con capellanes castrenses para el ejército, la marina y la retaguardia. El 27 de agosto nombró un capitán-preboste castrense con capellanes castrenses para el ejército belga y finalmente también para Francia e Inglaterra. Concedió a todos los religiosos en campaña así como a los demás sacerdotes castrenses plenos poderes especiales, en especial para las misas, confesiones, comuniones y bendiciones papales para moribundos. Ordenó el envío de libros de rezos y la adquisición de altares portátiles, y conjuró a los clérigos «a ser dignos de su profesión y a no escatimar esfuerzos, por amor a Cristo, para que no falten a los combatientes los consuelos de la religión». Y mientras él mismo se gloriaba de la neutralidad que la «Santa Sede» debía siempre guardar, por difícil que ello fuese (nullius partis), mientras aparecía ante un mundo conmovido como padre que clama por la reconciliación de todos sus hijos, afeando la «infamante carnicería», «el asesinato fratricida» empapado de sangre cristiana, la «retrogradación anticristiana» —¡como si la guerra, institución cristiana desde hacia milenio y medio, pudiera serlo!—, mientras que él proclamaba con clarines ante el mundo que «ni de día ni de noche perdían sus ojos de vista el espectáculo de la mortandad de tantos hombres, de la terrible desolación de tantas naciones» se hacía responsable, incluso, de una acción pastoral castrense que ordenaba a los soldados católicos de todos los países beligerantes a matarse recíprocamente como cumplimiento de un deber supremo. J. Ude describe así la contribución del clero a todo ello: «La Iglesia permite la juramentación de los reclutas y la reviste de ceremonial eclesiástico. Los reclutas tienen que jurar ponerse ciega e incondicional-mente a disposición de sus superiores para matar hombres en masa y destruir bienes culturales. A los soldados que van a la batalla se les dispensa la bendición de la iglesia. Sacerdotes en uniforme militar, los curas castrenses, los arengan y les exhortan a cumplir con su deber, es decir, a abatir a sus enemigos, a gasearlos y aniquilarlos. En las iglesias, el Pueblo reza por el triunfo de sus soldados. Y en caso de obtener la victoria, mientras cientos de miles, quizá, millones de cadáveres de soldados cubren los campos de batalla, repican las campanas y se canta ceremoniosamente el “Te Deum laudamus” en acción de gracias. Se agradece y se exulta por el hecho de que la sangrienta pugna condujo al triunfo mediante la muerte y la mutilación de miles y miles de soldados. Los héroes son ensalzados desde los púlpitos. Por méritos especiales contraídos en el matar y aniquilar se prende una cruz, en señal de reconocimiento, en el pecho de esos héroes. Estado e Iglesia se guardan en ello mutua fidelidad y mantienen estrecha concordia desde los tiempos de Constantino»[60].

Y de esto hace ya mucho tiempo, pronto hará 18 siglos…

Y el papado pone su iglesia, su clero de campaña y sus creyentes a disposición de todo gobierno que los lleve a la masacre. Por otra parte, hasta notorios librepensadores de hogaño y antaño se sirvieron de la acción pastoral castrense católica, tanto un Stalin (V. Vol. II) como el rey Federico II, que ordenaba en 1740: «Que miren de inmediato en los monasterios católicos de Halberstadt y me escojan un sacerdote que me pueda ser propuesto como predicador de los regimientos que hayan de salir en campaña. No es necesario que el curilla sea inteligente: cuanto más tonto, mejor».

(Todavía el obispo castrense de Hitler era, al parecer tan inteligente que pudo hacerse teólogo sin tener el bachillerato).

El número de participantes en ejercicios espirituales de la acción pastoral castrense aumentó de año en año antes de la I Guerra Mundial. Tanto los participantes como los oficiales se deshacían en alabanzas acerca de los resultados. «Chicos que eran ya socialdemócratas o tenían al menos cierto barniz rojo han aprendido aquí, en Bottrop-Boyer, a reconocer y respetar la autoridad divina y la humana», escribía el 13 de octubre de 1913 el médico-jefe de la reserva, Tinnefeld, encomiando esos ejercicios. Tanto más cuanto que en los lugares «donde la juventud va cayendo más y más, según pasan los años, víctimas de la socialdemocracia» los ejercicios resultan ser «una necesidad patriótica». Y los paires que ejercían su asistencia espiritual entre los reclutas hacían llegar a las instancias competentes del ministerio de la guerra o del ministerio de asuntos religiosos notas que los ejercitandos habían dejado escritas con este texto: «vine como socialdemócrata y me voy como soldado cristiano».

Pero como soldados cristianos iban después a la guerra —cierto que también con la bendición de la socialdemocracia—, y a la fosa común. Pese a todo ello, parece que el ansia de cristianismo y de acción pastoral castrense resultaba insaciable. Fue nadie menos que el propio emperador Guillermo II quien declaró en 1916, ante numerosos curas de campaña reunidos en el gran cuartel general: «Necesitamos un cristianismo práctico, poner nuestra vida en relación con la personalidad del Señor. Considerémoslo simplemente a partir de lo que dijo e hizo. ¡Señores! ¡Qué fascinante y fabulosamente polifacética es esa personalidad!». Cierto. En la paz resultaba «fabuloso» usarla para la paz y en la guerra, para la guerra, p. ej., con la tantas veces citada expresión:

«No he venido a traer la paz, sino la espada», algo que desde luego no significa la legitimación de la guerra ni la indulgencia para matar, sino, como muestra su contexto, la disensión, lo que ya es suficientemente grave, en las familias. La «espada» que Lucas substituye por «discordia», «desavenencia», simboliza el celo por la propia doctrina, que escinde incluso a las personas que se sienten más próximas. Pero esto se podía escamotear para presentar al Señor de forma «fabulosamente polifacética». «Hay que ocuparse día a día con el Señor», proclamaba el supremo señor de la guerra alemán, a quien los sacerdotes católicos ensalzaban ahora como «intérprete de la divina voluntad», como «lugarteniente de Dios». «Debe servirnos de paradigma para la praxis de la vida» siendo así que Guillermo pensaba más bien en la praxis de la muerte, pues en su «alocución teológico-pastoral» reputaba «como el mayor logro de nuestro pueblo… el que haya vuelto nuevamente sus ojos hacia el Señor, que haya comprendido que no es posible salir adelante sin él, que hay que contar con él… Que sin refunfuñar ni pestañear, se ha empeñado en pro de una gran causa por la que se sacrifica y eso es algo que le ha sido dado a nuestro pueblo por nuestro Señor.(!) ¡Saluden Vds. a los hombres en campaña, incúlquenles una firme confianza en Dios!».

¡Una firme confianza en Dios: guerra hasta diñarla! Y a lo largo de toda aquella carnicería —efectuada no sólo con el empleo de una fuerza técnica y militar nunca vista hasta entonces, sino también con una inversión altísima de medios pretendidamente culturales, «con una conducción psicológica de la guerra que fascinó entre otros al joven Hitler»— no hubo nadie que clamase de modo tan demencial en pro de la universal matanza y la pertinacia en ella como aquellos que debían saludar a «los hombres en campaña», que calificaron a cada soldado como «instrumento de la providencia», de «los planes del soberano eterno del mundo», que con su charlatanería hicieron creer a las tropas que todo «superior que da las órdenes en cumplimiento de las obligaciones de su cargo —palabras del cardenal Von Bettinger— era un representante de Dios». Por todo lo cual exigían incesantemente obediencia hasta la muerte: «El pagar tributo de bienes y de sangre por el emperador y el Reich no es cuestión a discutir en el cristianismo, es mandato de Dios». «Si obedecemos al estado, obedecemos a Dios, pues Dios ha ordenado la guerra». «¡Camaradas!, ¡preservad estos bienes sacrosantos del glorioso ejército alemán, sed fieles en la obediencia!… ¡Jesús, nuestro comandante en jefe, nos enseña a obedecer!». «¡Obediencia, obediencia ciega!».

De ese modo, la predicación castrense, que nos es disponible en cantidades ingentes, adquirió un carácter que más s que religioso era altamente político o, diríase, altamente criminal, si es que este calificativo resulta adecuado para acciones que causaron la muerte miserable de diez millones de hombres. Y mientras que la «actitud, en el fondo pastoral, del papa» le capacitaba «para ver más allá del griterío cotidiano» «los católicos y sus asociaciones en los distintos países pudieron disponer de amplio margen de acción política» como se dijo, con palabras que apenas encubren el cinismo, de parte eclesiástica.

Ese «griterío cotidiano», sin embargo, que tuvo una influencia determinante, y que por eso mismo es lo que realmente interesa (¡y no las estúpidas sentencias apologéticas «a prion»!), ese «margen de acción política» literalmente tremebundo, eso es lo que hay que conocer para saber con quién nos las habíamos y nos las habernos[61].

El Clero Católico en la I Guerra Mundial

¡Qué bien y qué cortante se puede afilar la espada en la piedra del altar!

(El teólogo católico G. Stipberger

en un sermón pronunciado en la Iglesia

palaciega de San Cayetano de Múnich, 1914)

«¡Si pasamos al ataque irrumpiendo desde las trincheras como si fuesen la gruta de Getsemaní, avanzaremos hasta el Gólgota, allí donde se consuma el sacrificio humano, allí donde se prepara nuestra redención y se paga con la moneda de la fama!». «¡Ah, c’est la minute divine!»

(El abate Sertillanges en la

Iglesia de Magdalena de París. 1915)

«Toda guerra guarda, incluso, una secreta relación con el sangriento drama del Gólgota. Es una continuación, es realmente una pieza en la lucha que condujo nuestro redentor. ¿No hay en ello una razón singular para tratar sagradamente a lo sagrado, es decir, a la guerra?»

(El prior del convento

María Laach de Hammenstade)

«Jesús fue totalmente militarizado. Vino al mundo bajo la forma de la movilización. Su naturaleza humana fue su primer uniforme, su primer bivac, el seno de la Virgen y el segundo fue Belén. Su batalla fue Gólgota, su cuartel general el cielo y el tabernáculo. Sus discursos se convirtieron en ametralladoras, en detonantes del amor de Dios…»

(El católico H. Kühner)

Dos tercios de la totalidad de los católicos de entonces, es decir 188 millones, se vieron directamente envueltos en la guerra. Y fueron precisamente los alemanes sumisos a Roma, sospechosos desde la Kulturkampf a los ojos de la mayoría protestante de infidelidad a la nación, tachados de «enemigos del Reich» y de «ultramontanos» quienes hicieron todo lo posible para demostrar su patriotismo.

El Partido del Centro, católico, era uno «de los que gritaba más fuerte en favor de una “gran Alemania”», exigiendo anexiones en Oriente y Occidente: «Tenemos que modificar a nuestro albedrío las fronteras de Alemania» (El presidente del Centro, P. Spahn). Mantenía la exigencia de «una conducción de la guerra sin contemplaciones» y de una guerra submarina sin restricciones, contando para ello con el apoyo activo de conspicuos representantes de la iglesia como el cardenal Bettinger de Múnich. «Ese partido estaba en la primera línea de los alemanes imperialistas más fanáticos». Es más, en un memorándum de 1916, la fracción parlamentaria del Centro expresaba su deseo, iniciativa sensacional, de subordinar el canciller del Reich bajo el mando militar supremo y de que la dieta imperial aprobase toda ley emanada de este poder. Ese memorándum «fue el primer reconocimiento formal de la dictadura ejercida por el mando militar alemán no sólo en cuestiones militares sino también políticas y significó de hecho la subordinación de la dieta y el gobierno federales bajo esa dictadura». Se trataba, en una palabra, como acentúa el teólogo católico H. Herrmann, «de superar, a toda costa, la disyunción “sumisión a Roma” — “fidelidad al Reich”, disyuntiva realmente mortal para los ciudadanos de confesión católica, aunque tan sólo fuera por librarse del sentimiento de inferioridad». De ahí que «ninguno quisiera, cabalmente, ir a la zaga de nadie en cuanto a sentimientos militaristas»[62].

Esta actitud se veía intensificada por el hecho de que, por una parte, el estado de Guillermo II, al menos formalmente, atendía las aspiraciones de los católicos, y por otra, éstos podrían muy bien haberse sentido apremiados a salir en defensa de sus hermanos de sangre y confesión austro-húngaros enfrentados a eslavos y latinos.

«Como gotas caen las cabezas de los rusos, como copos de nieve las de los franceses. Y nosotros a Dios elevamos nuestras preces ¡que dure ese tiempo aunque nos lluevan chuzos!».

Un religioso católico exigía acabar «a culatazos con la ralea serbia» y abatir «al oso ruso». Y un clérigo regular católico imploraba a la Madre de Dios:

«Salve, Regina, salve, del turco vencedora. A la fiel bayoneta, que se hundió con unción en el pecho enemigo, dale tu bendición y haznos llegar los rayos de tu luz protectora. Grata ofrenda te sea de esta lid la cosecha. El brazo del soldado que tu luz haya visto zapará con su pala por los surcos de Cristo y entonando tus salmos se lanzará a la brecha.»

Pero no bastaba con arder en deseos, siguiendo una inveterada tradición cristiana, de liquidar las vidas de los heterodoxos: las Voces de María Laach —publicación jesuita que durante la guerra, para estar a la altura de los tiempos, fue rebautizada como Voces del tiempo— enfatizaban incluso que: «los católicos nos tomamos muy en serio esta guerra, incluso cuando va dirigida contra los propios correligionarios». De este modo, el catolicismo alemán sentía aquella fiesta sacrificial, que aventaba todos los juicios y prejuicios protestantes «como una auténtica redención».

«Los católicos dieron su “sí” unánime a la guerra» —escribe el teólogo católico Missalla, que analizó los documentos chovinistas de la época emanados de obispos y religiosos seglares y regulares alemanes— «sin toparme con comentarios de signo opuesto en toda la literatura homilética a mi disposición». Pero cuando Missalla intenta excusar a medias a sus colegas como prisioneros de una «concepción religiosa nacional» que parecía casi insuperable, cabe preguntarse por qué el clero, después de 19 siglos de cristianismo, estaba tan imbuido de sentimientos «religioso-nacionales». «No se daban aún, al parecer, las condiciones históricas —opina Missalla— para poder ser tan críticos y tan vigilantes como podemos serlo hoy, después de dos guerras mundiales».

¡Como si los cientos y cientos de guerras anteriores (que en ocasiones duraron decenios) no hubiesen sido suficientes para acendrar la capacidad crítica y la vigilancia! ¡como si no pudiera haber nuevamente suficientes azuzadores clericales tan pronto nos veamos abocados a la próxima guerra mundial! ¡Como si no los hubiese hoy mismo! «Quien, en la actualidad, —después de 1945— discutiese con teólogos católicos, y también evangélicos, sobre la guerra, el desarme y el rearme alemán —escribe F. Heer— podría obtener centenares de veces el mismo testimonio de fe en la guerra: “siempre tiene que haber guerras”; “El Señor castiga a los hombres mediante la guerra”; “Toda guerra es una prueba impuesta por Dios”; Esos teólogos creyentes en la guerra, cuya primera hora estelar sobrevino con la guerra fría, hacia 1950, pueden suscribir la expresión de Hitler: “No habrá paz eterna en el mundo hasta que el último hombre no haya matado al penúltimo, de no ser que Dios nuestro Señor no realice antes un milagro”».

De 1914 a 1918, en todo caso, las proclamas patrióticas de los católicos parecían inacabables y de modo especial las exaltadas arengas de sus sacerdotes, sus apelaciones a la fidelidad, al sacrificio, sus exigencias de dar al César lo que era del César, sus invocaciones «Dios lo quiere» etc. En una sola página remachaba un teólogo cuatro veces: «¡El emperador nos llama, Dios nos llama!» De acuerdo con el parecer católico, «el recto servicio al soberano es servicio a Dios» la lucha por la patria es idéntica a la librada «por Dios: pues Dios llama a obedecer por boca del emperador» y hasta el amor a la patria del combatiente «se torna religión».

Fue el clero quien, a través de una educación sistemática, creó el requisito esencial para esa criminal mortandad perpetrada impertérritamente a lo largo de cuatro años: educación para sancionar la legitimación del emperador y los reyes por la gracia de Dios; para la disciplina y la obediencia, para el «orden». En una palabra, para espíritus vasallos. «Los hombres de iglesia han educado a Alemania y a Austria en el deber y en la acción enérgica» se alaban a sí mismos en la obra de G. Koch titulada «El campo de batalla de Dios». Continuamente han inculcado la fidelidad frente a los poderosos. «Nunca está permitido —enseña un catecismo de amplia difusión en la época finisecular— rebelarse contra el príncipe de su nación, incluso si fuese un tirano. Pues quien se opone a la autoridad, se opone a las órdenes de Dios» (Ep. Rom. 13.1). De modo muy similar argumentan en 1933 los obispos alemanes, declarando al unísono que a los católicos no les resulta difícil registrar satisfechos la nueva y fuerte acentuación de la autoridad en el estado hitleriano ni el someterse a la misma «pues nosotros vemos en toda autoridad humana un destello del poder divino y una participación en la eterna autoridad de Dios» (Ep. Rom. 13. 1 y ss.). ¡Ése es su arte de pactar con cesares y tiranos, con Guillermo II y con Hitler, con los mayores criminales y… sobrevivirles!

«Fueron especialmente los hombres de la iglesia y los maestros quienes se pusieron al servicio de la obra de adoctrinamiento patriótico, ayudando en sus comunidades a la propaganda de los empréstitos de guerra e intentado influenciar a la población con charlas en tono tranquilizador y alentador. La sede episcopal de Limburgo salía el 11 de junio de 1917 al paso de las agitaciones antimonárquicas con una circular al clero. Según sabía de buena fuente, los enemigos de nuestro país intentaban en los últimos tiempos soliviantar al pueblo alemán contra sus soberanos a través de agentes pagados. Su propósito era el de paralizar, sembrando discordias intestinas, la capacidad de resistencia contra sus ataques. El clero debía mantener una atenta vigilancia frente a tales personas y tentativas, salirles resueltamente al paso y denunciarlas ante la autoridad competente, cooperando por lo demás enérgicamente para que el pueblo no sólo preserve su confianza hacia los príncipes que Dios le ha deparado, sino que la acreciente más y más».[63]

Incluso un año antes de que acabase el baño de sangre, en noviembre de 1917, todos los obispos alemanes exultan hablando de nuestros «grandiosos ejércitos» y elevan sus voces para «señalar, a través de las tempestades y la niebla, el camino y la meta» a sus queridos feligreses. ¡Ellos precisamente! Y su «palabra rectora» —una de aquellas frases que «refulgen como el rayo desde su inicio hasta su caída» (¡sobre todo la caída!)— su palabra rectora es aquella que «regula y aglutina (Sí, a tiro limpio) la vida religiosa y civil de los cristianos» «la orden mayestática: “dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”»… «Perseverad en ella, dilectos». Así exclaman y enseñan que cuanto más fieles seamos en el cumplimiento de los deberes religiosos, mejores ciudadanos seremos, «fieles al emperador y al soberano del país». Aseguran servir «a los soberanos por la gracia de Dios» «con fidelidad inquebrantable y abnegada devoción»; servir al «antiguo y sagrado vínculo entre el pueblo y el príncipe» que ahora «ha sido forjado con renovada fuerza» y que, con el pueblo católico, «rechazan todo cuanto equivalga a un ataque contra nuestra dinastía y nuestra constitución monárquica» (¡En 1919 las cosas cambiarían totalmente! ¡Y vuelta a cambiar en 1945!) «Siempre estaremos dispuestos a proteger al trono, como al mismo altar, contra el enemigo exterior y el interior, contra los poderes de la subversión que quieren erigir el soñado estado del futuro sobre las ruinas del orden social vigente»; «estos excitan y aturden así a las masas con sus estridentes consignas de la igualdad de derechos para todos, de la igualdad de todos los estamentos…».

Los obispos alemanes difamaban con ello a aquellas fuerzas decididas a poner a toda costa término a la masacre, mientras que ellos, por su parte, estaban más bien decididos a continuarla a toda costa. ¡Salvo que el precio fuese el de sus propias personas! Sus sacerdotes espoleaban con más ahínco que nadie a las víctimas para la batalla y orgullosamente, se hacían certificar por los mandos militares, que ellos «mediante su acción y sus alocuciones robustecieron el amor patrio de las tropas, cimentando en ellas el propósito de resistir fiel y firmemente hasta el final».

«Dios está con nosotros» —trompetea un teólogo—, y eso es lo que resonaba de innumerables bocas. Un cierto ambiente de cruzada impregnaba a todo el pueblo. Pero ese ambiente lo crearon ellas, las iglesias de ambas confesiones. Y si bien el material homilético de los protestantes relativo a la guerra, debido al papel mucho más importante que entre ellos juega la palabra alcanzaba p. ej., en 1914 una cuantía diez veces superior al de los católicos, a partir de 1915 apenas era el quíntuplo del de éstos. A comienzos de febrero de 1915 el «Semanario homilético» indica 112 títulos católicos con vómitos belicistas de carácter religioso, 62 sermones y 50 libros de guerra y de soldados —«munición espiritual» denomina encomiásticamente a una cosa así la editorial católica Herder.

Y si los rotativos protestantes encargaron a teólogos la redacción de la «Crónica de Guerra», la revista católica Hochland —cuyo editor y fundador Carl Muth (Seudónimo: Veremundus) afirmaba en ella, en 1915, que «Cristo y la guerra son realidades íntegramente complementarias»— la confiaba al general F. Otto. La Hoja Dominical de Hannover, evangélica, se quejaba por entonces de que «los católicos nos están superando en simpatía popular».

Ya los títulos de las andanadas de escritorio católicas son bien elocuentes: «¡A formar para la oración!»; «La cruz y la espada»; «La cruz y la corona»; «La guerra y el púlpito»;

«Dios y la guerra»; «La guerra del Señor»; «La guerra y Cristo»; «La guerra del Príncipe de la Paz»; «La guerra de la luz de la fe»; «El pendón de la cruz en la guerra entre naciones» (nada menos que con 10 volúmenes, él sólo); «La lucha y el triunfo de la cruz»; «La verdad en su prueba de fuego»; «Granos áureos de una época férrea»; «La batalla de Dios»; «Padre, yo te invoco»; «Judit o la fuerza y muerte heroicas»; «El Ave María en la guerra entre naciones»; «El rosario en tiempo de guerra santa», donde p. ej., se puede leer, con la «aprobación eclesiástica» lo siguiente: «Los héroes de guerra Tilly, el Príncipe Eugenio, Andreas Hofer, Radetzky y otros también rezaban fervorosamente su rosario. El Príncipe Eugenio siempre llevaba su rosario junto a su espada. Cuando sus soldados lo veían rezar con celo y parsimonia especial repasando su rosario, solían decir: “pronto tendremos una nueva batalla, el viejo reza tanto…”».

Bajo el título de Chrysologus, los jesuitas editaban su propia revista de guerra.

Una comisión científica, la «Comisión de trabajo para la defensa de los intereses alemanes y católicos en la guerra mundial», a la que pertenecían docenas de estudiosos más o menos conocidos, revisaba la prensa para el extranjero. Presidente honorífico de la misma era el primer ministro bávaro y presidente de la fracción del Centro en el Reichstag, conde G. von Hertling, canciller del Reich al final de la guerra. Presidente efectivo era el teólogo moralista y preboste catedralicio de Münster, J. Mausbach, quien durante el primer año de guerra fue asimismo rector de la universidad local. «No es un día nefasto ni una hora aciaga, es un gran día, un día del juicio, un día del Señor» clamaba Mausbach —científicamente— apenas empezada la guerra. Con ayuda de S. Agustín, el antiguo azuzador y delincuente de escritorio en alto grado, justificaba la degollina, resaltaba su «lado consolador, exaltante» pues debe «mejorar y aniquilar la depravación moral de los hombres» según nos alecciona basándose en el más grande de los Padres de la Iglesia Católica, ensalzándonos «la habilidad en la dirección del estado y del ejército» «la obra impresionante de movilización con calma y seguridad imponente» y en no menos grado «los impresionantes acentos religiosos», el «estado de ánimo de cruzada»

«Dios lo quiere» «La necesidad activa, sagrada, que “ejecuta” la voluntad de Dios» «la altura liberadora y entusiástica de la conciencia moral», en una palabra «tanto oro de ley, tanto ardiente entusiasmo por el emperador y la patria». Por todos estos méritos, el papa elevó a Mausbach a «protonotario apostólico» —una de las distinciones honoríficas más altas de la Iglesia— y Münster dio su nombre a una calle. Hay que aullar con los lobos, si las ovejas han de rendirle a uno su homenaje…

Si bien los cuadernos semanales y mensuales de la «comisión de trabajo» dirigida por Mausbach sólo accedieron a la prensa católica extranjera en tirada relativamente modesta de 30.000 ejemplares —en virtud de su carácter científico— grandes organizaciones católicas enviaron al frente de forma gratuita y en cantidades millonarias textos para enardecer los ánimos. Lo hizo de modo especial una «Comisión de trabajo de las asociaciones católicas» compuesta por Caritas, la Sociedad Borromeo, la Asociación Popular para la Alemania Católica, y los Caballeros de Malta. Tan sólo las «Cartas de Campaña» del teólogo de Freiburg, H. Mohr, llegaron, en algo más de medio año, a superar los 600.000 ejemplares. Sus sermones de campaña, «La voz de la Patria», afluyeron, tan sólo en 1915, en una cuantía superior a los 6 millones de ejemplares al denominado campo de Marte.

Los obispos alemanes, desde luego, trabajaron bien a sus ovejitas con más de dos docenas de «cartas pastorales» durante el primer año de guerra. «¡Apacienta mis corderos!». Sí, cierto, sugiere Th. Lessing. «Pero preguntaos de una vez por qué y con qué propósitos se toma el buen pastor los dudados de sus ovejitas. Primero porque las quiere esquilar. En segundo lugar porque se las quiere engullir.»

Por supuesto que los pastores supremos se declararon en 1914 «inocentes respecto al estallido de la guerra. Ésta nos fue impuesta. Podemos dar testimonio de ello ante Dios y ante el mundo».

¿Quién tuvo la culpa? Naturalmente, la otra parte. «Fue justamente Francia la que se anticipó a todo el mundo con la guerra contra Dios». En cambio «Nuestra guerra es justa. Lo es, por Dios, como ninguna otra de la historia». Y pese a todo ello, también el pueblo echó sobre sí una «grave culpa». ¡No políticamente, por Dios!, pero sí en lo religioso, en lo moral: ¡a causa de «la moderna cultura espiritual, anticristiana y carente de religión!» Y acto seguido también por los «excesos de la moda femenina. Ésa es la culpa enorme y máxima de nuestro pueblo y por ende también nuestra».

Este absurdo, craso como un canónigo, según el cual «la moralidad pública de los alemanes», —palabras del obispo M. Faulhaber— se fue «camino de París» y la «imitación simiesca de los cortesanas francesas por parte de la moda femenina» contribuyó a provocar la guerra, se lo insuflaron innumerables charlatanes de púlpito a su grey. Sí, «las salidas de tono de la indumentaria femenina», «la indumentaria liviana y escandalosa de las urbes extranjeras», «el desenfreno y la lascivia de París», de la «Babilonia del Occidente», «los jardines ponzoñosos de la Babel del Sena, de la moderna Sodoma y Gomorra» (¡que irrumpieron también entre los castos germanos!), «los vestidos estrechamente ceñidos… las telas entreabiertas… las blusas traslúcidas y escotadas», en una palabra, el «yugo de la moda extranjera», «moda e impudicia», «la oscura oleada de la inmoralidad francesa» pero también «la imitación simiesca de las extravagancias del arte extranjero», de la «literatura de pacotilla… de París», los «literatos, artistas y periodistas que cobran dinero por corromper el carácter alemán», como reconocía Von Keppler, obispo de Rottenburg, que «apestan Alemania», todo ello es lo que provocó la «venganza de Dios» y cooperó decisivamente al advenimiento de la guerra. Hasta los niños participaron en ello con sus «pecados», con sus pequeñas vanidades, sus imprecaciones: «también vosotros sois culpables de que haya sobrevenido esta guerra maligna y de que hayan de morir tantos inocentes».

En todo caso, la clerecía no encontraba todo aquello tan maligno, pues la guerra aparecía como purificadora, como liberadora de la moda y la impudicia de París, como un misionero de «impetuosa energía». «Hemos cooperado —afirman los “héroes muertos” del obispo Keppler— a liberar Alemania de esta peste…»[64].

Los héroes vivos, en todo casi, corrían por una Alemania apestada hasta entonces por la Babel del Sena, pero ya purificada por los cañones y las fanfarronadas de los voceras curiles, a los burdeles. Y por cierto con tanta frecuencia que las dos mujeres de Monchen-Gladbach, p. ej., que «constituyen todo el personal de la casa pública (calle Gasthaus 2)» —así consta en un escrito de la autoridad militar que aducimos aquí únicamente como documento cultural de la moralidad militar alemana— se quejaban exponiendo «que no están en situación de satisfacer a los numerosos visitantes que desbordan su casa, ante la que continuamente hay buen número de grupos de hambrientos clientes aguardando de pie. Declaran que a la vista de los servicios a que están obligados para con sus parroquianos fijos, belgas y alemanes, no están en situación de conceder a la división más allá de 20 visitas diarias (10 cada una). El establecimiento, por lo demás, no trabaja de noche y guarda estrictamente el descanso dominical. Por otra parte las fuentes de recursos de la ciudad no permiten, por lo que se ve, aumentar el personal. En estas condiciones, en evitación de todo desorden y al objeto también de no exigir de estas mujeres un trabajo que supere sus fuerzas, se adopta la siguiente disposición:

Días de trabajo: todos los días a excepción del domingo.

Rendimiento máximo: cada mujer recibirá a 10 hombres es decir, 20 para dos personas, lo que hace 120 en una semana laboral.

Jornada Laboral: desde las 5,30 de la tarde hasta las 9 h. de la noche. Queda excluida toda visita fuera de esas horas.

Tarifa: 5 marcos por una permanencia de 1/4 de hora incluido el tiempo de entrada y salida del establecimiento».

Pero ¿qué importancia tenía esto comparado con la moda del Sena? Ésta preocupaba profundamente al clero alemán, si bien, por otra parte, éste parecía también de lo más feliz. Se comprende, desde luego, pues sus negocios que nunca acababan de prosperar en la paz, lo hacían por fin en la guerra: ¡antiquísima experiencia!, pues ya en el siglo V el Padre de la Iglesia Theodoreto proclamaba que «la realidad histórica enseña que la guerra nos reporta mayor utilidad que la paz».

De ahí que se registrase triunfantemente el provecho acrecentado que se derivaba de la tribulación y la muerte, la vuelta a la fe en Dios, a los ideales cristianos, la mayor asistencia a las iglesias y la recepción de los sacramentos. Pues «así como el vino se vuelve tanto más fogoso cuanto más arde el sol sobre los racimos, los sentimientos cristianos se hacen tanto más piadosos cuanto más se posan sobre las brasas del sufrimiento». Los apóstoles de la salvación nunca hallan que una desdicha sea suficiente… salvo que les afecte a ellos mismos.

«Nuestros soldados —se dice en una carta pastoral del episcopado alemán, fecha 13 de diciembre de 1914— han percibido de inmediato la llamada a la penitencia entre el estruendo de los gritos de guerra. De ahí que sus primeros pasos fuesen hacia el confesionario». Y el príncipe-obispo de Brixen, Egger, exulta: «esta guerra merece, sin peligro de exageración, el calificativo de religiosa».

Con gozosa satisfacción confirma también el obispo de Bramberg el nuevo despertar de la vida religiosa. Sus párrocos acompañaban, revestidos de todo su ornato y bajo las tremolantes banderas, a las víctimas del matadero hasta las estaciones ferroviarias desde donde las despedían con su bendición. «Alabado sea Dios —exclamaba el arzobispo de Freiburg— pues sois muchísimos los que habéis participado en los oficios religiosos preceptivos». «El pueblo acude en multitud a los oficios ordenados por los obispos» registra el mitrado de Estrasburgo. El obispo de Münster, superior del teólogo Mausbach, ve satisfecho «cómo las iglesias se llenan de orantes en medio de los horrores de la guerra» y el cardenal de Viena Piffl, ve, incluso, cómo «se pone de rodillas… una grey compuesta de millones». Bertram de Breslau, más tarde un bizarro camarada de Hitler, saluda también gozoso «la luminosa exaltación religiosa e interpreta “el retorno a Dios” con fe firme, “como” fruto de la época de guerra». Sí, en «el estrepitoso trajín de la vida de placeres», confiesa un predicador, se despreció y se escarneció a la «autoridad religiosa». En la guerra, en cambio, clama jubiloso el obispo Keppisr (que ordena «luchar victoriosamente por la amada patria o morir gloriosamente por ella») la religión celebra «sus triunfos callados o declarados. Durante ella se toma una noble y amable (!) revancha por el mal trato de que es a menudo objeto en la paz…».

«La religión yacía sumida en el desprecio, reconoce el también obispo castrense alemán. El descreimiento y la inmoralidad alzaban orgullosos sus cabezas. Llegó entonces la guerra, el fuerte brazo de Dios y la religión recuperó gracias a ello sus fueros».

Tales eran la opinión y doctrinas habituales del clero, la quintaesencia de su sabiduría: la guerra se tornaba compañera, revivificadora de la religión. El diluvio asesino daba pábulo a lo bueno, a lo santo, al reino de Dios. «Ahora resurgen las antiguas virtudes femeninas, la seriedad, la piedad y el espíritu heroico hasta el punto de sentirnos asombrados y estremecidos ante madres que envían ¡ocho y hasta diez hijos a los campos de batalla! También el puro sentido femenino alemán se opone ya con más fuerza contra los excesos de la libertad y el placer de vivir, contra la estridencia de la excitación sensual en el vestido y la actitud».

«El mal había llegado, descarado y exuberante, a su culmen; tampoco entre nosotros faltaba la cizaña. Entonces el Señor empuñó Él mismo el férreo arado y sobrearó a fondo, con su propia mano, el campo del hombre. De las trincheras y las heridas, de la sangre y las lágrimas de esta guerra florecerá con nuevo vigor el Reino de Dios sobre la Tierra».

El espléndido acontecimiento de aquel baño de sangre era para estos sacerdotes una sonora «declaración de fe en (!) Dios», una «entrega a Cristo… tan esplendorosa que no tiene par ni siquiera en los primeros tiempos del cristianismo». «Lo que ningún predicador de penitencia ni ninguna misión pudieron obtener, se consigue de golpe en la guerra». Los «templos del señor se ven nuevamente enaltecidos en la guerra… La guerra ha hecho renacer una vida radiante en las sacras naves». «Lo que ni la palabra sacerdotal ni el tañido de la campana consiguen en la paz, estremecer los corazones, lo logra la voz de Dios en el tempestuoso huracán de la guerra», comunica el capellán castrense Poertner «desde el escenario de batalla» a la católica Hochland. «En multitud acuden a la casa de Dios… Cuando, durante esos oficios divinos, veo la profunda emoción religiosa de los corazones varoniles pienso: Oh guerra sagrada…». «De hijos mundanos olvidados de Dios, la guerra ha hecho hijos de Dios que buscan su ayuda», escriben otros clérigos. Ha restablecido «la castidad alemana con la boca de los cañones». «Todo el país se transformó en casa de Dios» exulta el jesuita Zimmermann en su obra «La Guerra, heraldo de la fe». «Se expenden los sacramentos en las estaciones, en los cuarteles, en las hospederías, bajo los árboles, entre matojos… La vida religiosa florece entre nuestras tropas del modo más bello». «Dios con nosotros». Esta exclamación se ha convertido de hecho en «fórmula y divisa del alto mando militar alemán» asegura el jesuita Lippert, quien también ensalza «los espléndidos comienzos de la guerra… como frutos debidos en no pequeña parte» al catolicismo alemán, como resultado de una «acción sacerdotal indeciblemente esforzada» a lo largo de muchos años, que «mantuvo a nuestro pueblo espiritualmente lozano y corporalmente sano». ¿Quién puede admirarse, confiesa un religioso, refiriéndose por lo demás a algo bien evidente, «de que precisamente nuestra Madre Iglesia salude desde lo profundo de su corazón esta gran y férrea escoba?».

Y mientras su maestro y señor, el papa, clamaba por la paz, el clero exhortaba con toda seriedad a los cristianos a sentirse felices de poder vivir «esa gran época», «educadora de hombres», «cultivadora de almas», «de las más nobles virtudes», «guía hacia Dios», «aya severa camino de Cristo», una época en que «toda carne ha visto la salud de Dios», la «época más grandiosa de Alemania», «época sacra», «época de gracia», «época de proximidad de Dios», «el día hecho por Dios», la «guerra que complace a Dios», «La fuerza del Señor y de Hindenburg», a quien la guerra, según propia confesión, sentaba como un baño termal. Sacerdotes y soldados… Sí, una masacre que costó diez millones de vidas humanas, diez millones de heridos y lisiados, millones de afectados por el hambre, era ahora enaltecida por los sacerdotes católicos como «hora de elevar preces por una nueva época», «lucha por Dios y por nuestro pueblo, por la humanidad y por el cristianismo», «verdadero sacramento», «guerra del Señor», un «espectáculo conmovedor para ángeles y hombres». Como verdadera «primavera de la pueblos», «impetuoso huracán pentecostal», «poderosa misión entre los pueblos conducida ahora por la mano misma de Dios nuestro Señor», una «altura liberadora y entusiástica de la conciencia moral». Como revelación divina a través «del trueno de los cañones, la sangre y el hierro», como «guerra de Dios», «santa guerra de Dios», «restauración del reino de Dios», estremecedor «Juicio de Dios, y por cierto, visiblemente, en favor de Alemania», «nupcias de la nación triunfante con su Dios», «glorificación del Padre», «Apología de Jesucristo», «recreación del Espíritu Santo» o como quiera que recen otras impudicias semejantes de la elocuencia sacra, que acucian a pensar en la sentencia de Nietzsche: «No hay razones para responder al sacerdote. La respuesta es el presidio»[65].

Y no fueron, en modo alguno, los clérigos de bajo rango los únicos que se dejaron arrebatar hasta tales florituras estilísticas: los siervos son generalmente puro eco de sus amos. Aquella época de general degollina se le transfiguraba al obispo de Augsburgo en auténticos días de misión, en días de «sacros ejercicios». Y el pastor supremo de Rottenburgo, que tiempo ha, hallaba ya la cultura del siglo «podrida» y necesitada de «urgente rejuvenecimiento», que había exigido una «política de saneamiento y limpieza de las librerías»: «expulsad allende las fronteras a literatos, artistas…», veía ahora florecer no el arte «degenerado» sino el arte de la guerra, veía «renacida en el pueblo alemán la antigua fuerza heroica» y todo en medio de un «entusiasmo desbordante». La «lucha por el imperio alemán» se transformó para él en «lucha por el imperio de Dios».

El obispo de Spira y preboste de campaña, M. von Faulhaber, manifestó ser un intérprete especialmente tocado por la gracia frente a aquella orgía de sangre. Más tarde fue asimismo partidario entusiasta de Hitler.

El otrora profesor de Historia Sagrada de Estrasburgo sabía que en los salmos mesiánicos de la antigua alianza «el mensajero de la salvación (!) se revestía frecuentemente con el atuendo de un general victorioso» que «asciende con resplandecientes armas al carro de la victoria y lanza sus agudas flechas al corazón de sus enemigos». Y el Nuevo Testamento, nos tranquiliza Faulhaber, «anunció ya, con amplia mirada profética, horrorosas batallas entre las naciones, tanto más sangrientas cuanto más tardías». Afirma, incluso, que «El mismo Cristo aparece en uniforme de combatiente», si bien, lamentablemente, sólo «hablando en parábola». Y sólo de esta manera, lamentablemente, pone el evangelio, «el cuádruple libro santo», «la impronta de su aquiescencia al placer marcial de la guerra».

Según esas artes exegéticas, Faulhaber puede recoger el «fruto de la cosecha de la guerra en los graneros del evangelio» y por una parte calificar al ateísmo como «el gran derrotado en esta guerra» por «haber perdido en ella su crédito» y considerar, por otra parte, la hasta entonces mayor masacre de la humanidad como «clamor que nos sacude de la embriaguez de tango de los últimos años de paz», como «guerra santa de las naciones», «forja de campanas del futuro alemán», «reja de arado en la mano de Dios».

Es más, el prelado Faulhaber, que gustaba de narrar edificantes historietas de combatientes heridos, tullidos, apiolados —¡sí, y con gran fruición por su parte!— no sólo pergeña El arte militar alemán ora, sino que hasta tiene la desvergüenza de glorificar «los cañones de la guerra» como «heraldos del clamor de la gracia» y comparar la guerra con «la aparición del Señor entre las zarzas, que nos enseña a quitarnos el calzado en señal de reverencia ante lo sagrado» (Ex. 3,4). «Si los muertos de esta guerra se hubiesen quedado en casa, supongamos que por desprecio (!) del militarismo, no nos veríamos hoy ante el triunfo del orden moral (!) del mundo, sino ante el triunfo de la moral del diablo. En ese caso… la idea de estado francesa, hostil a Dios, hubiese extendido impunemente sus estragos por el mundo. ¡De este modo, en cambio, nuestros soldados mueren como custodios y vindicadores del orden divino del mundo»!

El mismo adulador que fue bajo Hitler, lo era ya el obispo Faulhaber bajo Guillermo II, a quien cantaba como «robusto vástago de pura estirpe alemana», como «férrea figura augusta con áurea conciencia de soberano», «encarnación mayestática del noble talante militar», a quien saludaba como «cabal discípulo del crucificado», «con reverente fidelidad» pues, «la profesión de fe hecha de por vida y en pro de los derechos de la corona del emperador es imitación de Cristo». «Las palabras de Tomás, “vayamos y muramos con él” (Jn 11,16), es la jura de bandera más bella» y el «mayestático “dar al César lo que es del César” es la perpetua directriz de la conciencia cívica, también antes de la marcha sacrificial a los campos de la muerte». Ante el monarca de Múnich este sacerdote ejecuta asimismo su reverencia: «También nuestra vieja fidelidad bávara resulta nuevamente templada en el fuego. Cómo refulgían sus ojos cuando, en misa de campaña, les hablaba de su rey Luis III, a quien aman con firme fidelidad». Y también a su majestad de Viena rinde tributo el prebostazo notificando al mundo cómo dos tiroleses mortalmente heridos por una granada la diñaron profesando así: «moriremos gustosos por nuestro padre, el emperador de Viena».

«¡Oh dichosa muerte heroica, la del buen soldado católico!», decía exultando también por su parte el obispo Bertram, más tarde cardenal primado de Alemania, sin omitir las palabras de San Pablo: «espectáculo somos, del mundo, de los ángeles y de los hombres» refiriéndolas a estos «buenos soldados» que morían, en verdad, horrorosamente acribillados, traspasados a bayoneta, asfixiados, aplastados, quemados, ahogados y gaseados. ¡Pero ni un solo obispo católico, por más que cantasen las glorias de la muerte del soldado, murió entonces, pese a las excelentes oportunidades disponibles, en el campo de batalla! ¡Como tampoco en la II Guerra Mundial o durante la larga guerra del Vietnam! Incluso el católico Kühner escribe refiriéndose a la criminal colaboración sacerdotal en la I G. M. «que ninguno de estos religiosos incurrió en el más mínimo riesgo personal, limitándose siempre a prestar su ayuda azuzando a la masa hacia la muerte». El «papa de la paz» Benedicto XV, sin embargo, convirtió al preboste de campaña Faulhaber, ya durante la guerra, en arzobispo de Múnich y apenas tres años después en cardenal. Puede que no lo hiciera a causa de sus discursos incendiarios, pero sí, cuando menos, pese ellos, pese a que fuera capaz de justificar la prolongación de la mortandad: «la humildad popular prospera más en una larga guerra que en una breve victoria».

Bien mirada, la guerra resultó también provechosa para la Iglesia en más de un sentido, ¡cómo explicar, si no, su fanático apoyo? La degollina general fomentó su tendencia universalista, su «revolución mundial» por así decir. Pues los combatientes asesinan no sólo por Alemania, sino también por la Catholica. A saber, mediante la guerra —asegura el predicador— gana «en catolicidad, en extensión», de forma que los soldados no tan sólo «luchan por nuestra querida patria alemana… sino asimismo por la Iglesia de Cristo» o como escribe otro, por el nuevo florecimiento del «Reino de Dios» «Y no hay sacrificio suficientemente grande en vidas humanas, en felicidad y en bienes» pagado por esa renovación. Hasta la fiesta del Corpus ha de «estar ahora en consonancia con la guerra, y ser movilización de tropas de la iglesia militante en apoyo de los ejércitos combatientes». Y también el capuchino G. Koch puede decir en tono de efectiva exultación: «¿Qué importancia tiene una procesión de Corpus frente a los despliegues en los frentes, qué representan todos los repiques de campanas y los órganos de misa mayor comparados con el trueno de los cañones y el estampido de los morteros?».

La guerra se convierte ahora cabalmente en el auténtico oficio divino, gracias, naturalmente, a la iglesia católica. «Ella santifica la guerra e invierte en ella las fuerzas de la gracia» enseña el obispo Keppler. Todo ello está en estrecha relación:

«Se reza mucho y se lucha bien… Pero así como los combatientes no deben cejar en su lucha (sic!), pues en otro caso serían cuestionados los éxitos anteriores, tampoco nosotros podemos desmayar en los rezos». La guerra se torna ahora en «oficio solemne sacrificial», el campo de batalla en «tierra santa», el tronar de los cañones se asimila al ronco sonido de las campanas, la iglesia a una estación radiotelegráfica, a un lazareto, a un cobijo colectivo, a una fortaleza. Las preces de la iglesia se tornan «ráfagas de fuego que vierten las ametralladoras con velocidad e intensidad inauditas en su área de dispersión, con efectividad máxima». Se habla de «movilización» de las almas, de la «ametralladora que son tus palabras», del «fulminante del auténtico amor de dios y al prójimo», del «estado mayor de la divina providencia». El zumbido de las balas es sentido como «canto de la misa», el «fuego de la batalla» como segundo bautizo, la guerra misma como tal está «en concordancia con la santa voluntad de Dios». Jesús, «espíritu heroico», es «el secundante bélico más potente»; Dios mismo es el «supremo señor de la guerra», el «conmilitón», «el gran aliado celeste» que, incluso en las profundidades del mar, «garantiza a los submarinos alemanes su puntería». «Dios dirige la guerra», titula un católico su sermón, sí, «Dios, el Señor, dirige la guerra desde el principio hasta el final». El «pisa la uva de sus lagares». Sus ángeles conocen la trayectoria de las balas, de las granadas y los soldados deben rezarles para salvarse cuando oigan aproximarse el zumbido de los proyectiles: «¡de mano de los ángeles, hacia la victoria a través de la lucha!». Pero tampoco en la retaguardia hay nada ante lo que se sienta miedo, estando «con Dios».

El domingo de la Sagrada Familia un sacerdote católico expresó su «preocupación por los prisioneros de guerra»:

«Si incurrimos en peligro a causa de los enemigos o si éstos no resarcen por el costo de la guerra, es legítimo matar a los prisioneros según el derecho internacional»[66].

Admitamos que ésa sea una voz en solitario. Con todo, nadie ha ideologizado la persistente degollina como lo hizo el clero con su reiterada vinculación entre la fe y la lucha, el cristianismo y la guerra, revistiendo la masacre con los ditirambos de la consagración más excelsa, del esplendor metafísico más sublime.

Los predicadores ensalzaron la horrorosa época de mortandad masiva incluso como triunfo de las madres alemanas y se vanagloriaron de que gracias a su lucha contra el descenso de la natalidad habían creado derechamente los requisitos previos a la guerra, a saber posibilitando «que la patria contase con reservas poco menos que inagotables de soldados», algo por lo que «Alemania debería estar perpetuamente agradecida a la Iglesia Católica»; timbre de gloria que también expresaban mediante una cínica perífrasis: «Ahora, la guerra restalla su látigo… y conjura el horrible espectro de la superpoblación». Pues con el mismo fanatismo con el que protegen la vida que germina, la entregan luego, ya nacida y desarrollada, al genocidio, ¡como si su papel fuese acumular carne de cañón en los vientres femeninos! Las mujeres «cristianas», sobre todo de la nobleza, de la burguesía —y no se quedaban atrás las de los círculos obreros— se enorgullecían de haber perdido enseguida varios de sus hijos en los campos de batalla. Esa mentalidad era, sin duda, «componente de la conciencia eclesiástica».

Nadie sino el clero comenzó a «profundizar metafísicamente» en la masacre, estrujando literalmente, y eso en cumplimiento de la voluntad de Dios, hasta las últimas energías de sus dóciles instrumentos. «Sólo la religión puede dar al patriotismo fundamento firme y unción sagrada», se jactaban los sacerdotes. «Sólo un buen cristiano puede ser un buen soldado» porque el soldado «reconoce la llamada de Dios en la llamada del rey y el servicio a Dios en el servicio en el frente». El prólogo a un «Breviario de oraciones para nuestros combatientes» comienza así: «¡combatientes católicos! Este breviario… quiere persuadiros especialmente a que consideréis el servicio en el frente como servicio a Dios». El primer capítulo tiene sin más por título: «Servicio en el frente-servicio a Dios». Más abajo se espolea a todos a obedecer a sus dirigentes como a Dios mismo: «Vosotros, subordinados, obedeced a vuestros superiores con sencillez de corazón, como hizo Cristo. No con servil ostentación, para agradar, sino como siervos de Cristo, cumpliendo de corazón con la voluntad de Dios. Servid de buena voluntad, no a los hombres, sino al Señor» ¡De este modo la orden de cualquier suboficial u oficial se convertía en mandato de Dios! «Mientras que comúnmente se dice “ora et labora”» en un folleto titulado «rosario de la guerra santa» el celo exige que «en adelante» se diga: «ora et pugna» y ensalza «a aquellas fuerzas sobrenaturales, a armas más cortantes que las de los contendientes… Pues únicamente el sentido del deber basado en suelo firme, religioso, en la confianza en Dios, hace prosperar el desprecio a la muerte, fundamento último de todo éxito militar».

De hecho era justamente la fe religiosa, la prestidigitación clerical, inculcada desde la infancia a las víctimas de las degollinas, la que, por encima de cualquier otra cosa, hacía soportar la muerte, la mortificación, el despedazamiento. Bajo el título de «La buena disposición para morir» se enseñaba a aquella embobada carne de cañón a rezar; «Señor y Dios mío, si es voluntad y mandato tuyo el que yo muera, lo acepto gustosamente en mi corazón» (!) «Morir me es forzoso, como a todos los hombres y por ello no conozco momento mejor que el que tú mismo dispongas y señales». «Quiero esperar la muerte con alegría». «Si ésta ha de ser mi última hora, en la que he de verte para mi eterna dicha, mi corazón lo acepta gustoso». «Si te place que yo muera, bendito seas».

Según el jesuita Chr. Pesch «Todos los teólogos coincidirán en que la muerte por la patria, en sentido cristiano… es un acto de heroica virtud que, en un sentido amplio e impropio, puede calificarse de martirio cristiano. Quien muere porque no quiere vulnerar el deber de fidelidad frente a la patria y la jura de bandera que Dios le impuso, tiene realmente el talante de un mártir y puede ser partícipe ante Dios de toda la gloria y merecimiento de un mártir».

«La sólida cimentación del ánimo en un mundo superior» —adoctrina el teólogo moral y antiguo rector de la universidad de Münster, J. Mausbach, más tarde «protononario apostólico»— «… la seguridad de la corona celeste del vencedor, la palabra del Señor, de que quien pierde su vida, en verdad la halla, todo ello debería suscitar en la cristiandad aquel genuino menosprecio de la vida origen del auténtico y moral desprecio de la muerte». «Acogemos con entusiasmo las noticias procedentes del frente» —declara otro católico de especial prominencia, el pallotino y fundador del influyente «Movimiento Schonstatt»[67]. J. Kentenich. «Envidiamos a quienes salen al combate, para poder derramar su sangre por el suelo patrio. Es justo que así sea. El amor a la patria es una excelsa virtud y la muerte por la patria es la más gloriosa y meritoria después del martirio. ¡Arde, llama sagrada!, ¡arde y no te extingas nunca, por el bien de la patria!»

¿Cuál era la realidad de esta «sagrada llama» de este heroísmo? He aquí la opinión del moralista católico J. Ude, caso absolutamente único desde luego que, por causa de su combativo pacifismo, fue sometido a graves sanciones disciplinarias entre ambas guerras, además de ser víctima de persecución policial, con lo que, llegado el caso, podrá oportunamente servir de coartada a su iglesia: «A la intemperie, sobre el fango, revuelto por los impactos, de los campos sacrificiales, (¡por lo común sólo se “sacrifica” al ganado!) yacen amontonados en verdaderas montañas los cuerpos destrozados y desgarrados de los “héroes” caídos. Cientos de miles, millones incluso, se desangraron y lanzaron sus últimos estertores entre horribles dolores, a uno y otro lado del frente, a solas y abandonados, destrozados, envueltos en tierra, mutilados, gaseados. Si todo iba bien eran arrojados en fosas comunes y enterrados como carroña. Otros cientos de miles, millones, de estos “héroes” se pudren insepultos y el hedor de la putrefacción apesta el aire. Otros cientos y cientos de miles de estos “héroes” yacen en el fondo de los mares o fueron pasto de los peces. Otros cientos y cientos de miles de estos “héroes” murieron de hambre, frío o bien en los campos de prisioneros, lejos de la patria, de sus seres queridos…

Otros cientos y cientos de miles de estos “héroes” tan enaltecidos regresaron por su parte a casa miserablemente tullidos, como ruinas horrorosamente laceradas, sin mano, sin pie, muchos de ellos ciegos, con la mandíbula astillada, achacosos y enfermos para toda la vida, testigos vivos “del glorioso triunfo en la batalla”. Otros de estos “héroes” por su parte, contrajeron en campaña la horrible sífilis o la gonorrea en los burdeles establecidos por el alto generalato, contagiando en casa a su mujer y a sus hijos»[68].

La realidad era eso. Ésos fueron los hechos. Todos los que participaron en la guerra lo saben. Con todo, los sacerdotes católicos mentían una y otra vez a las víctimas de las batallas y a las familias en la retaguardia: «La fe es la mejor y más acreditada escuela de héroes…, de la que han surgido muchos millones de mártires». «¡La muerte del combatiente no es una muerte! Le rodea el halo resplandeciente del Tabor, halo de inmortalidad y vida eterna». «La muerte en los campos de Marte refulge con un resplandor de extraña belleza y dignidad, de unción y grandeza… rodeada por el radiante nimbo de la santidad».

Y los embaucados confiesan ellos mismos en su trance de angustia y de muerte: «El santo Dios sabe para qué es bueno esto». «Allí arriba cesa todo dolor, todo irá mejor». «Allí arriba veré de nuevo a mis parientes». «El cielo bien se merece esto». «El campo de batalla nos ha hecho comprender cuánto vale la fe. Es como si se me hubieran caído unas escamas de los ojos. Ahora rezo mucho». «El cañoneo era horroroso. Estábamos sentados, hacinados en la trinchera; de manera automática cogimos el rosario y rezamos juntos. Ahora es cuando comprendo la sentencia: la necesidad enseña a rezar».

Los sacramentos, los «medios de la gracia» eclesiásticos se tornan, especialmente, en recursos primordiales de la fuerza de resistencia de los genocidas y del pueblo. El papel principal corresponde en ello a la «comunión de guerra», «el pan sobrenatural del santísimo sacramento del altar», un «sedante» extraordinariamente adecuado para soportar el peligro de muerte, una «escuela militar del espíritu abnegado del soldado», «un acto patriótico del más alto rango». Esto que convierte a los combatientes en héroes, les lleva a realizar «actos de martirio» y «participa» —como se dice en tono más bien frío— en los «éxitos de esta sangrienta guerra».

Otro cura castrense nos hace partícipes de las confesiones de los soldados: «Cuando se me hace muy duro, pienso en el Salvador crucificado. Así, la calma y la paz retornan en mi ánimo». «Hoy, por primera vez después que me diesen de alta en el lazareto, he vuelto a oír misa de campaña. Ahora me siento de nuevo mejor» «Poco después de ser herido recibí la sagrada comunión. Los dolores se me hicieron después más llevaderos». «Denme, sí, la santa comunión para que pueda soportarlo», me imploraba un herido grave, y un pobre soldado, que había perdido ambos ojos, opinaba tras mis palabras de consuelo: «dentro, en el alma no hay tinieblas, allí todo es claro y luminoso. Hoy he recibido al Señor».

Más de un soldado y oficial nos ha dicho a los sacerdotes después de la confesión: «Ahora ya estoy listo. Venga lo que tenga que venir». «Mi conciencia está ahora limpia. Ahora nada me da miedo». «Ahora he aclarado las cosas con mi Dios. Ahora puedo volver tranquilo al frente». «Me he reconciliado con Dios. Ahora puedo estar tranquilo en la operación. Ya no temo a la muerte».

El prelado Mausbach observa admirado, a cientos de Kilómetros de la línea de tiro, «cómo nuestros valientes soldados avanzan hacia la muerte con ánimo tan sereno y tanto coraje desde el altar del Señor».

Y el capellán castrense Poertner recuerda ya en 1914, en el frente del Este: «Cuántos de aquellos que se arrodillaron ante mí, están ya hoy en el más allá. Sus cuerpos, sin embargo, yacen en tumbas de soldados, junto a Hohenstein, donde en una lucha de cinco días necesitaron ciertamente de la fuerza divina contenida en la sagrada comunión…»

¿Y quién no consiguió estar con el cuerpo en Hohenstein y el resto en el más allá por estar herido? ¡Oh, ese pudo recibir un consuelo auténtico y edificantemente cristiano. En el pequeño volumen «El héroe sangrante» (1914) podía leer:

«Bajo la emoción embriagadora de los asaltos y las victorias nunca habrías vuelto a ti mismo ni al arrepentimiento. Lo que necesitabas era esa herida. Ahora lo comprendes todo, ¿no es verdad? (!) Tu permanencia en el lazareto será la época más bendita de tu vida» «Dios puede haberte privado de la salud de tu cuerpo, de sus miembros, por mil razones amorosas diferentes, derivadas de su sabiduría y su bondad». «Aquellos de entre sus elegidos que gozan de su especial predilección y a quienes desea entregar una corona especialmente bella, a ésos los aflige más que a los demás» Pues «el corazón del cristiano camina sobre rosas, cuando está de lleno bajo la cruz». Es más, se sugiere al herido que está sintiendo «la dicha del sufrimiento» que no desee «sacrificar y perder su miserable situación», sino que «esté más bien dispuesto a sufrir pacientemente tribulaciones aún mayores por el Señor». Más aún: «¡… aunque pudieras recuperar la plena salud y obtener por añadidura todos los bienes y gozos terrenales, si fuese bajo peligro de tu salvación eterna: nunca jamás quieras cambiar tu herencia celeste por un plato de lentejas! ¡Es mil veces mejor entrar en la vida (!) cojo, mutilado o ciego que tener dos pies, dos manos y dos ojos, el mismo mundo, y ser arrojado al fuego eterno!».

Ni siquiera el que tenga que vegetar miserablemente a lo largo de su vida tiene por qué desesperarse. Pues, le tranquiliza el teólogo Mohr con la «aprobación de su eminencia el arzobispo de Freiburg»: «Dios aprieta pero no ahoga. Su consejo llega más lejos que el tuyo. Él es el auxiliador inesperado que pone remedio a todo aprieto. Él repasa toda desdicha colmando sobradamente nuestras propias esperanzas». Y en prosa, pero no exenta de cierto lirismo: «Tullido o ciego, El te llevará por la vida tan ligero como un pajarillo del bosque a través del invierno nevado y escaso de alimentos».

Pese a la nota poética, la promesa queda algo indeterminada. El jesuita Noppel ofrece cosas más concretas: «Quien haya perdido la luz de sus ojos, hallará en cualquier organización de ciegos moderna una buena y esmerada formación profesional. Quien haya quedado sordo, puede aprender cualquier oficio… La parálisis total apenas se da. Los pacientes de esta clase no pueden hallar empleo. Soportando pacientemente su dolencia pueden dar un buen ejemplo a quienes les rodean… Inválidos con un solo brazo son generalmente buenos caminantes. Se les puede proporcionar un brazo artificial y capacitar para… La pérdida de ambas piernas es algo infrecuente entre los inválidos de guerra que salvaron su vida. En todo caso les quedan muñones apropiados para piernas artificiales…».

El historiador jesuita Duhr, autor de numerosos tratados para insuflar aliento en la I Guerra Mundial, tales como Por la victoria, adelante, («¡Camaradas! Tenemos que vencer…») afirma en su breviario de campaña: «Mediante este juramento, tu servicio militar y de campaña se torna de modo especial servicio a Dios». Y en el tono de los sermones de campaña Duhr llega a la conclusión: «Así pues, podemos legítimamente hacer la guerra. Es más, tenemos que hacerla. Se trata del ser o no ser de nuestra patria». «Ésta es la guerra que place al Señor. Ésta es la sangre que el Señor cuenta gota a gota en el cielo».

Pero era la casi totalidad del clero católico la que agitaba de modo tan criminal como los jesuitas. Lo demuestra por sí sólo la miscelánea Tiempos de bronce, con imprimatur del 1 de junio de 1917. Figuran en ella los cardenales Bertram, Schulte y Faulhaber, que nos saldrán frecuentemente al paso en la época nazi. Aparte de ellos figuran otros 20 obispos alemanes y austríacos, 21 prelados y otros muchos autores. «En esta guerra, por lo tanto —escribe el autor de la edición, el capitular, J. Leicht— el patrón angelical del pueblo alemán, S, Miguel, elevará con nosotros el grito de guerra hacia Dios y luchará al frente de nuestros soldados…»

Ya mostré detalladamente en otro lugar cómo la tropa de vanguardia del Vaticano, los jesuitas, glorificaban la guerra, una guerra, insistimos, que causó 10 millones de muertos, millones de tullidos, y el hambre de otros millones, cuyos «grandiosos éxitos iniciales» atribuían en buena parte a la «indeciblemente esforzada labor pastoral de los sacerdotes». Hasta la misma muerte del soldado que dejaba el pellejo en el más desolado abandono por los intereses de algunos ricachos y supergángsteres les parecía «consoladora y bella» a los «compañeros de aquel Jesús» —ellos escribían a gran distancia de la línea de tiro— las «hipérboles retóricas» de cuyo sermón de la montaña reducían, ellos a la «justa medida» pues como ironiza Brecht:

El soldado ya huele a putrefacto
Por ello acude un cura que en el acto
Vierte sobre él de incienso un buen bidón
Y así perfuma su putrefacción[69].

Mirando al otro bando, el comportamiento del clero francés tampoco dejaba nada que desear, mientras el papa lanzaba sus manidas apelaciones a la paz. Conspicuos representantes del clero francés enaltecían la guerra como cruzada al servicio de la iglesia, dirigida contra la Prusia pagana y luterana. Francia movilizó en esta guerra a 25.000 sacerdotes, religiosos y seminaristas, de los que cayeron 4.806. Según nos sigue encareciendo el jesuita P. Blet, cumplieron su «servicio militar con entusiasmo». Los matarifes propios se le transfiguraban en «soldados de Cristo y María», la trinchera en «Gruta de Getsemaní», el campo de batalla en «Golgotha», el momento de la degollina en «instantes de divinidad». «¡Viva Cristo, que ama a los franceses!».

Desde el púlpito de Notre-Dame, el dominico Sertillanges fulminó, con la aprobación del arzobispo-cardenal, su «no» rotundo al vaniloquio pacifista del papa Benedicto, cuyo propio clero era el último en tomarlo en serlo. Sertillanges se remitía expresamente al «hijo rebelde del evangelio». «Somos hijos que dicen ¡no!, ¡no!…» Hasta los monjes desterrados se apresuraron a volver para atender a la orden de movilización y el ministro del interior, Malvy, salvó para ello el patrimonio de las órdenes que no había sido aún hecho líquido (según la ley de 1905). No es casual que la famosa academia de Sant Cyr recibiese el mote de «la Jesuitiere». Sacerdotes y soldados…

Una miscelánea aparecida en abril de 1915, «La Guerre Allemande et le Catholicisme» editado entre otros por dos cardenales y nueve obispos de Francia y avalada por una introducción del cardenal y arzobispo de París, Amette, fustigaba especialmente las atrocidades de las tropas alemanas y sus vejaciones a las iglesias francesas. En realidad esas atrocidades se fabricaban, desde el comienzo de la guerra en la Maison de la Presse de París, Rué François Premier. Un periodista francés informa posteriormente al respecto: «Desde los subterráneos hasta el quinto piso, recubierto de un techo acristalado, constituía toda la materialización de una compacta propaganda. En los subterráneos estaban las máquinas necesarias para la impresión y la copia. Bajo el techo de cristal trabajaba la sección fotoquimiográfica. Su principal trabajo consistía en la composición de fotografías y en la talla de figuras de madera arrancadas o lenguas arrancadas, con ojos saltados a cuchillo, cabezas hendidas y cerebros al descubierto. Las fotografías así montadas se enviaban a todo el mundo como prueba irrefutable de las atrocidades alemanas, prueba que no dejaba de causar el impacto deseado. En las mismas habitaciones se fabricaban también fotografías falsas de iglesias francesas y belgas bombardeadas, de tumbas y monumentos profanados y de escenarios de la destrucción y la devastación. La composición y pintura de estas escenas corrió a cargo de los mejores pintores de bastidores de la opera parisina… La Maison de la Presse era como un infatigable geyser que vomitaba incesantemente falsos informes de guerra e infundios sobre el frente y las avanzadas, las calumnias más graves, groseras y abyectas acerca de los enemigos, los más pasmosos embustes acerca de las abominaciones que se les atribuían…».

Ya en el período del escándalo Dreyfuss, una de las más inicuas historias calumniosas de la preguerra y cuya puesta al descubierto mermó considerablemente el prestigio del ejército y generó tras de sí ideas de revancha, la derecha católica militante y la derecha militar habían colaborado en la falsificación de material aparentemente inculpatorio contra el capitán Dreyfuss. El católico F. Heer comenta así la mendaz propaganda clero-militar: «La consigna era: “el ejército no puede mentir” así como la iglesia tampoco miente… y si ambos mienten ello sucederá en aras de un pío propósito. Una tradición de al menos milenio y medio de mentiras en la práctica de la “pía mentira” y las campañas de falsificación y calumnia de los católicos integristas de Italia, Francia y Europa Occidental desde el 1871 hasta el 1914 constituían la base de esta propaganda difamatoria, el arma más venenosa de la guerra fría hasta nuestros días: arma mucho más refinada desde el año 1914…». En 1930, A. Ponsonby, miembro de la cámara de los comunes, trae a la memoria: «La delirante campaña de captación desatada por el clero a través de la propaganda de guerra causó tal impresión en el pueblo, que hace superfluo cualquier comentario al respecto».

Formaban parte de los clichés de propaganda franceses e ingleses cosas como «la enfermera mutilada», «el bebé belga sin manos», «el canadiense crucificado», «la fábrica de los cadáveres» (un tópico que imputaba a los alemanes el obtener estearina y aceite, munición, así como piensos para cerdos y gallinas a partir de los cadáveres de sus propios caídos). De este terreno de la «pía» falsificación nacieron también las «pías» oraciones antialemanas: «Ten piedad, sagrado corazón de Jesús, de los habitantes de territorios invadidos, a quienes el bárbaro humilla, mata y quema. Ten piedad del niño, del anciano, de la mujer, del herido, a quien el enemigo mutila y abandona finalmente a la muerte. Del sacerdote, del monje, de la monja, a quienes el alemán fusila».

Presidentes del «Comité Católico de Propaganda Francesa» eran —había comités análogos de protestantes y judíos franceses— el arzobispo de Reims, cardenal Lucon, y el arzobispo de París, cardenal Amette. Jefe de todo ese «trabajo» no era ningún otro sino el sumamente prestigioso rector de la Universidad Católica, monseñor A. Baudrillart, quien, ya en 1914, había calificado a la guerra de «feliz evento» por él largamente esperado, afirmando que Francia «no podía recuperarse de otro modo que a través de una guerra que la limpie y la una». Y así como los sacerdotes alemanes encarecían que «Nuestra guerra es justa. Por Dios que si alguna guerra justa ha habido en la historia, ésa es la nuestra», Baudrillart, en un Panfleto escrito ya en 1914, echaba toda la culpa de la guerra a las potencias centrales en exclusiva y glorificaba a la Entente como paladín de la humanidad y el cristianismo.

Al igual que Baudrillart, que pronto fue nombrado cardenal-arzobispo de París en pago a sus méritos, el clero francés, en su casi totalidad, y de modo especial el alto clero, hacía propaganda en pro de la II Guerra Mundial. El arzobispo de Cambrai escribió en una carta pastoral: «Los soldados franceses tienen una sensación más o menos clara, pero firme y arraigada, de ser los soldados de Cristo y María, los defensores de la fe y de que morir como francés es morir como cristiano». Y el arzobispo de Burdeos vitoreaba la guerra como a «un mensajero enviado por Dios con el propósito del renacimiento religioso, moral y social».

El costo nada despreciable de ese renacimiento ascendió a 1.3 millones de caídos, así como 750.000 tullidos, por no hablar de las horrorosas destrucciones en el norte y este de Francia (362).[70]

El «fulgor de las estrellas de la fe» entusiásticamente elogiado a comienzos de la guerra, se extinguió, por lo demás, rápidamente. Y en 1915, los soldados alemanes estaban hastiados del pathos heroico de los sermones pronunciados en los templos patrios. Y también en los otros países beligerantes retornó la indiferencia después de un breve reavivamiento de la piedad externa por causa del miedo a la muerte. No había propaganda capaz de transfigurar por mucho tiempo la realidad de los campos de batalla. Y aunque fuese justamente el clero de las potencias centrales el que, año tras año, anunciaba el «triunfo de la verdad sobre la mentira» el «triunfo del reino de Dios sobre las tinieblas» delirando acerca de una «lucha» en la que «lo mejor y lo más sano quiere prevalecer sobre lo mórbido y podrido», acerca del testimonio del espíritu y la fuerza del cristianismo, testimonio «que consiguió proporcionar en grado superlativo la alianza germano-austríaca», los tonos se fueron haciendo más apagados sin renunciar, desde luego, a las consignas de resistir a ultranza.

Todavía en noviembre de 1917, en la fiesta de Todos los Santos, los 27 arzobispos y obispos alemanes espoleaban a proseguir la guerra a través de una carta pastoral y enfatizaban su respaldo, como un solo hombre, al trono y al altar, a «nuestros soberanos por la gracia de Dios». Hablaban de su «fidelidad inquebrantable y de su entrega abnegada», hacían votos de «repudiar todo cuanto pueda derivar en ataque a la casa imperial y a nuestra constitución monárquica».

Veinte, veinticinco años más tarde harían análogamente votos de fidelidad en pro de la Alemania nazi. Y al igual que exigirían de Hitler ventajas y poder para su iglesia, ahora hacían otro tanto bajo el emperador y los príncipes: «escuelas católicas para niños católicos», «libertad e independencia… para la Caritas católica», «más libertad para nuestras órdenes religiosas» etc. En contrapartida estaban ya dispuestos, al igual que más tarde bajo Hitler, a mandar a la degollina a otros centenares de miles. Con todo, el catálogo semestral de Hinrich contiene tan solo un sermón de guerra y dos prédicas de campaña para la segunda mitad de 1917.

Resultado de los esfuerzos conjuntos del estado y la iglesia: Alemania tuvo 1.950.000 caídos (en 1870/71 «sólo» 41.210). Austria-Hungría 1.047.000. Además de ello, en los dos últimos años de guerra más de un millón de personas civiles murieron de hambre entre Alemania y Austria. Turquía tuvo 325.000 muertos, Bulgaria 49.000. Del bando enemigo cayeron 1.700.000 rusos, 1.457.000 franceses, 1.010.000 ingleses, 533.000 italianos, 322.000 serbios, 158.000 rumanos, 42.000 belgas, 10.000 griegos y 114.000 americanos.

Sin embargo, cuando la guerra ya estaba perdida, la clericalla alemana, imperturbable vencedora, durante largos años, de la mano de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no se vio en excesivos apuros. Se limitó a constatar: «La causa justa ha sucumbido. La mentira ha triunfado» o bien: «¿qué es lo que ha fallado? La vitalidad y consecuencia de nuestras convicciones religiosas». Y el mismo jesuita que con lengua digna de Goebbels proclamaba el terror total y guerra como cruzada y oficio divino glorificando la muerte de los soldados escribía ahora gélidamente: «… habéis errado, habéis puesto vuestro deber de soldados y ciudadanos al servicio de fantasmas que se os presentaron con engañosa simulación». Una verborrea parecida embaucó a los alemanes después de 1945. El jesuita M. Pribilla que, después de la toma del poder por los nazis, enriqueció la revista de los jesuitas con un vibrante artículo acerca de la «revolución nacional» explicó en el primer número de postguerra de esa misma publicación que el nazismo era una consecuencia de «la falta de carácter de los alemanes», mencionando la culpa de su «dirección intelectual —se olvidaba, desde luego, de la dirección espiritual— que por insensatez, egoísmo y cobardía habían concluido una turbia paz con el partido».

O bien predicaban, como hizo el franciscano H. Schwanitz en el verano de 1919 a raíz de la popular fiesta de San Roque de Bingen, a saber: «Dios lo ha dispuesto todo bien. Si hubiéramos ganado la guerra y nuestros ejércitos hubieran retornado como vencedores a la patria, cada batallón, cada regimiento y cada compañía hubiese celebrado su fiesta. Se habrían celebrado todos los días en que recayesen las grandes batallas y se habían intensificado la impureza, el desenfreno y el afán de diversiones. El militarismo habría celebrado auténticas orgías y se nos habría amordazado. Hubiese azotado nuestro rostro el espíritu de Lutero, el espíritu de aquel hombre que renegó de la iglesia como monje. El papa de aquella religión prusiana ha sido barrido de la superficie y aunque nosotros no lo vivamos ya, llegará en su día el momento en que todo el edificio haya de derrumbarse por sí mismo. ¡Dios lo ha dispuesto todo bien!».

¡Oh sí, y también en tiempos posteriores! Y lo mismo vale decir de su clero. Las armas asesinas otrora bendecidas eran ocultadas a veces con el propósito de volver, quizá, a bendecirlas en su día. Hasta los conventos sirvieron ocasionalmente de escondrijos. Es así como el pater O. Pfáfflin, superior de los benedictinos de Tragoss (Estiria) se ufanaba (destacando su «carácter», su «estatus de antiguo oficial alemán en el frente») el 15 de septiembre de 1938 en una carta al jefe de distrito nazi, J. Bürckel: «En el año de 1922, y después de haber profesado, asumí la dirección local del enlace Baviera-Reich (más tarde: línea ferroviaria de urgencia bajo la dirección del barón Von Epp), y con ello la responsabilidad del parque de artillería oculto en St. Ottilien, y de las ametralladoras, fusiles y munición allí almacenados. Organicé al efecto un servicio de vigilancia propio y colaboré permanentemente con las dependencias militares del ejército en relación con los múltiples y necesarios desplazamientos de estas armas. A causa del aumento del peligro comunista y las dificultades surgidas entonces con Checoslovaquia, el general Von Epp requirió de la abadía superior de St. Ottilien que organizase la instrucción militar (!) del personal apto. El abad mitrado de entonces me encomendó la ejecución de esa tarea. Reuní una tropa de 150 hombres, compuesta por hermanos legos y jóvenes religiosos a quienes instruí, mediante cursos regulares, en el manejo del arma para el servicio en el frente (!). La instrucción se efectuó a la vista de todos para que ejerciese un efecto disuasorio sobre los comunistas, efecto que se obtuvo efectivamente… Junto al general Von Epp colaboré del modo más activo para impedir que se llevase a término el desarme total de Alemania, como exigía la comisión interaliada, ocultando y desplazando por el recinto del monasterio muchas baterías (!), ametralladoras pesadas y ligeras, fusiles y munición, salvaguardándolo todo para el ejército alemán». La benéfica actuación en la viña del Señor halló palabras de elogio incluso por boca del dirigente de las SS del Reich, H. Himmler. Y el prior Optatus Pfáfflin (el nombre le cuadra de maravilla[71] y no menos le cuadra su asociación con Himmler) podía realmente adjuntar al jefe del distrito de Viena, Bürckel, «la fotocopia» de un escrito del que se desprendía que «también después de la toma del poder la actitud nacional de nuestro monasterio merecía reconocimiento especial por parte de las más altas instancias. Las palabras de reconocimiento del jefe de las SS del Reich, Himmler, para con la abadía de St. Ottilien me conciernen tanto más legítimamente cuanto que yo era el dirigente local de las distintas formaciones de St. Ottilien que llevó a cabo la actividad elogiada …Cuando se frustró el golpe militar de Pfriemer, las armas del grupo local de las Unidades de Defensa de Estiria que ya antes habían sido escondidas con conocimiento mío… fueron ocultadas con mayor cuidado aún en dependencias de nuestra institución. Las armas fueron depositadas allá hasta julio de 1934, en que el ejecutivo se enteró del escondrijo. Yo mismo colaboré activamente guardando las armas en sacos, arrastrándolas y transportándolas a otro lugar seguro…».

Eso es lo esencial: ¡que las armas estén en seguridad! Pero los mismos hombres que en 1914, sin tener conciencia cabal de ello, se habían dejado arrastrar a la guerra con la complicidad del Vaticano esperaban ahora ayuda de éste. «Los ojos del orbe cristiano —decía grandilocuente un hombre del Centro, P. Spahn, em 1919— están puestos en Roma con grandes expectativas. Del papado, que permaneció y permanecerá inalterable pese al cambio de los tiempos, esperan amplios sectores de la población salvación, redención, libertad y claridad, hombres de una época tan rica en errores como la nuestra…» (El hijo de este dirigente del Centro, el historiador y político, M. Spahn abandonó el Centro para pasarse al Partido Nacional Alemán en 1924, del cual se pasó, en 1933, a los nazis. De este modo recorrió aproximadamente el camino del mismo Partido del Centro)[72].

El Vaticano hace sus negocios con la guerra

«Se ha abierto paso la convicción de que el papa fue el hombre que mejor parado resultó en la guerra»

(El cardenal Gasquet en el

congreso católico de Liverpool)

La guerra mundial de 1914/18 tuvo tres resultados de una importancia difícil de sobrestimar: en primer lugar la revolución rusa, que convirtió por vez primera al marxismo en doctrina de estado. Después, el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán como consecuencia directa de la guerra. Finalmente un enorme fortalecimiento del papado, aunque también de los U. S. A.

Después de su mediación en 1917, emprendida por miedo a la revolución, Benedicto no volvió a hacer manifestación ninguna relativa a la paz mientras duró el conflicto. El acuerdo secreto de Londres del 26 de abril de 1915 —dado a conocer por Lenin— lo excluía de antemano de las conversaciones de paz. Los intentos de cambiar esa situación fracasaron. No obstante, el papa aceptó de inmediato la correlación de fuerzas vigente de allí en adelante, juntamente con las nuevas fronteras, a todas luces injustas. El boletín pontificial traía, en noviembre de 1918, esta declaración suya:

«Como sociedad perfecta, la Iglesia tiene como único objetivo la salvación de los hombres de todas las épocas y de todos los países. Del mismo modo que se adapta a las diversas formas de gobierno, acepta sin la menor dificultad las modificaciones legítimas, territoriales o políticas, de los pueblos».

En el supuesto de que aquéllas no se dirijan contra Roma. En ese caso toda injusticia le parece legítima por muy contraria que sea a las realidades etnográficas. Hasta la Deutsche Völksblatt (Gaceta Popular Alemana) de Stuttgart, tendenciosamente clerical, admitía en noviembre de 1918 que «La Santa Sede se ha precipitado excesivamente con el reconocimiento de las modificaciones territoriales y políticas». (¡Ahora bien la Sede Pontificia sí que intervino para que se mantuviesen la integridad de las posesiones latifundistas del asesinado heredero al trono, Francisco Fernando!).

Voluntariamente, Benedicto XV puso de antemano su poder «moral» al servicio del Tratado de Versalles. Como vicario apostólico, manifestó en su momento, que quería hacer valer toda su influencia, para que los católicos de todos los países aceptasen con gusto y se ajustasen fielmente a los principios que debían traer al mundo la paz, el orden y concordia duraderos. Mediante su encíclica Quodjam diu, del 1 de diciembre de 1918, ordenó rezos públicos para el inminente Congreso por la Paz, «para que el grandioso don del cielo obtenga ahora su coronación». Y cuando en Alemania menudearon las protestas. Benedicto se veía en la imposibilidad, según hizo saber, de transmitir a la conferencia la llamada de socorro de los obispos alemanes en pro de condiciones más clementes, porque carecía de medios diplomáticos. Excluido de las negociaciones, el Vaticano se ve reducido a espectador desinteresado en todas las cuestiones políticas pendientes, habiendo cursado instrucciones a sus representantes para que se ocupen exclusivamente de asuntos religiosos.

Por el Tratado de Versalles, Alemania perdía entre otras cosas el 10% de su población, el 13% de su territorio, el 15,7 de su cosecha de cereales, el 25% de la extracción de hulla, el 75% de mineral de hierro y cinc así como el 90% de su flota comercial de alta mar, que en 1914 era la segunda del mundo. Aparte de ello, en el artículo 231, imputaba a Alemania y a sus aliados —psicológicamente era ésta la estipulación más dura— toda la responsabilidad de la guerra y sus consecuencias. Apenas fijadas y suscritas estas condiciones, el papa se apresuró a reconciliar con ellas a los alemanes. Aquel mismo año, sin embargo, escribía al cardenal francés Amette deseándole que la gracia de Dios se derramase sobre todo el mundo, a partir de Francia y que el divino amor ennoblezca y perfeccione lo que la humana sabiduría había iniciado en Versalles.

Y mientras que los historiadores de la Iglesia católicos afirman que «El papa abogó de nuevo en esta ocasión en pro de los principios del derecho y de la humanidad…» —¡como no fuese con su gran verborrea, el instrumento de poder en el que Roma es virtuosa, capaz de embobar al mundo de forma fenomenal!—, mientras los apologetas encomiaban ahora que «Él exigió también justicia para las derrotadas potencias centrales» estadistas y políticos alemanes, y no eran los últimos los católicos, exclamaban: «¿Dónde están los representantes de la Religión, las santas ideas del Cristianismo? ¿No hay ya obispos ni predicadores en los países enemigos, no hay ningún hombre iluminado por Dios que clame en el orbe enemigo: ¡ésta no es una paz propia de la era cristiana!?». «¿Dónde está la inflamada protesta de los mandatarios de las iglesias cristianas contra esta negación consciente del cristianismo?» En la noche de S. Silvestre de 1920, el Augsburger Postzeitung («Correo de Augsburgo») contraatacaba amargamente: «Hasta ahora Roma y Versalles viven objetivamente en paz. La confianza puesta en una protesta del Papa contra el más execrable de los engendros de la historia fue una vacua esperanza».

Y tanto: «El papa necesita a Francia» según había declarado el cardenal secretario de estado Gasparri. Necesitaba, sí, ¡al vencedor! Y ésa fue también la razón de que en mayo de 1919 beatificase a la fundadora de las hermanas de la caridad, a la francesa Luisa de Marillac, y canonizase a otras dos francesas, a Margarita María de Alocoque y a Juana de Arco, la patrona nacional.

La canonización de esta última fue precedida de la confirmación de dos milagros que se le atribuían, dándose el caso de que el obispo de Orleans, Touchet, relacionó a Juana con una orden del día del mariscal Joffre, que se «alzaba hasta las sublimes alturas de la infinitud» y con el «milagro del Mame». A lo cual replicó el papa: «Nos, hallamos tan acertado que el recuerdo de Juana de Arco inflame el corazón de los franceses en amor a la patria que lamentamos no ser franceses más que de corazón. Pero la sinceridad con que lo somos de corazón es tal que hacemos nuestra la alegría que sienten… los franceses de nacimiento» Debido a ello Benedicto «rogaba que dejasen ser partícipe de aquella a quien, sin ser francés, deseaba ser contado entre los amigos de Francia».

Los franceses tenían la sensación y no andaban descaminados, de que la canonización —a la que se impuso una atmósfera tan marcadamente francesa que ni el representante austríaco ni el alemán tomaron parte en ella— señalaba «el triunfo de la victoriosa católica Francia». Al mismo tiempo constituyó un triunfo de la más macabra comicidad. Fue la misma Iglesia la que, a través del obispo de Beauvais, P. Cauchon, y del inquisidor J. le Maetre, había ordenado entregar al «brazo secular» y quemar a Juana de Arco, lo que sucedió el 30 de mayo de 1431, en el mercado antiguo de Rouen: como hereje, devota del diablo, e idólatra; como «sanguinaria y cruel»: un asesinato judicial que ya entonces dio que hablar a toda Europa. Con todo, después que Pío X concediese a la chamuscada novia del diablo «todas las virtudes teologales y cardinales en el grado de heroísmo requerido» y la beatificase en 1909, Benedicto XV pudo canonizarla el 16 de mayo de 1920 en una «emotiva ceremonia». Mucho tiempo atrás Voltaire había escrito ya una epopeya cómica al respecto.

La consagración sobre el Montmartre, el 16 de octubre de 1919, del templo nacional, acabado durante la guerra mundial, se convirtió asimismo en un acto triunfal eclesiástico. Ya en el anuncio de la fiesta, el arzobispo de París dejó constancia de la ayuda de que el «corazón de Jesús» hizo partícipes a los franceses con el «milagro del Mame» el primer viernes de septiembre, a él consagrado. «Las consagraciones de Francia, sus soldados y sus aliados al Corazón de Jesús en las sucesivas fiestas de su advocación, en 1915, 1916 y 1917, con la presencia de la totalidad de todos los obispos de Francia, constituyeron otros tantos pasos hacia la victoria. El día siguiente a la fiesta del Corazón de Jesús de 1918 comenzó la gran ofensiva francesa (!)… El Te Deum cantado en noviembre de 1918 y en junio de 1919, tras la firma de la paz en Montmartre fue el canto triunfal de cuantos en el mundo estaban con Francia». En el mismo acto, el episcopado francés brilló con una presencia al completo. La Entente estaba representada con cien obispos. Benedicto envió como legado al cardenal Vico, prefecto para los ritos, y en una epístola encarecía que consideraba la ceremonia como asunto de su propia casa, anotando exultante que Francia podía agradecer a Dios por el victorioso resultado en la mayor de las guerras de la historia.

La misma intención política inspiró la erección de un monumento triunfal a la Entente, en Lourdes, y de una iglesia del sagrado corazón en Jerusalén.

También el papa tenía razones para agradecer a Dios. También el Vaticano había vencido. Su prestigio se había «acrecentado en todo el mundo durante la guerra». El papa Benedicto había designado a Lutero como el perdedor y el cardenal Gasquet al papa como «el hombre que mejor parado resultó de la guerra». También teólogos y políticos protestantes juzgaban en Alemania que eran el «ultramontanismo romano», «el papado» y el «sumo sacerdote» romano quienes habían hecho propiamente «su agosto» en la guerra[73].

En Italia y en Francia, donde los católicos apenas merecían consideración alguna antes de 1914; donde eran, incluso, tratado como «emigrantes» en el propio país, aquéllos pudieron volver a integrarse plenamente. «Su situación política mejoró considerablemente tras la guerra». Pues no transcurrió mucho tiempo y los italianos, neutrales hasta el año 1915, glorificaron la masacre bajo los ojos del «papa de la paz» y participaron sangrientamente en ella junto a los vencedores.

La industria italiana prosperó cual ninguna otra en la guerra si se la compara con las de los otros países europeos. No fueron pocas las grandes factorías, entre otras la gran empresa automovilística Fiat (gran parte de la cual está en manos de la «Santa Sede»), que decuplicaron su capital fundacional. El más bello fruto de aquella sangría lo pudo cosechar, con todo, el sucesor de Benedicto: la solución de la «cuestión romana» con ayuda de los fascistas (v. cap. sig.).

Al igual que en Italia, también en Francia agitaron millares y millares de clérigos atizando aquel infierno de la guerra, que, como todavía hoy subraya el jesuita Blet, robusteció la alianza entre nacionalismo y catolicismo: «La camaradería que unió al cura y al maestro en el fango de las fronteras y bajo el granizo de fuego de los cañones, dejó huellas duraderas». El día de la desmovilización, muchos participantes regresaron de la guerra con el propósito de mantener aquella «unidad santificada». Oh sí, también aquí es la guerra el padre de todas las cosas —¡de las santificadas, ante todo!

En Francia, que interpretaba de modo muy generoso, si es que las aplicaba en absoluto, las leyes contra el clero todavía vigentes, muchos monjes volvieron a vestir sus hábitos. El clero pudo regentar escuelas y la Compagnie de Jesús, pudo desplegar nuevamente su benefactora actividad a partir de 1919. A pesar de todas las persecuciones fue, durante siglos, la orden más poderosa del país. Dedicada especialmente a la educación así como a misiones en el extranjero, los «compañeros de Jesús» tenían considerable influencia en la aristocracia, la gran burguesía y el ejército. En la Ecole Sainte Géneviene de Versailles, escuela preparatoria para ir a Saint Cyr, los jesuitas enseñaban a millares de militares que obtenían después altos rangos.

Un estadista parisino, P. Laval, visitó entonces al papa, algo que no se había dado nunca en lo que alcanzaba la memoria de los franceses. Después de la ocupación de 1940, Laval participó en el gobierno de Vichy —aliado de Hitler y Roma— siendo posteriormente ejecutado, sin que se le concediese ninguna defensa, por su colaboración con el ocupante. En mayo de 1921, A. Briand, que en otro tiempo había impuesto la separación de estado e iglesia, nombró a Jonnart embajador ante la Santa Sede. Con ello se restablecieron oficialmente las relaciones con la curia a la par que se decidía el nombramiento de Cerreti como nuncio en París. El «ladino Cerreti», palabras del historiador de los papas Schmidlin, explicó a los franceses que su soberano lo había enviado ante todo para la salud de las almas, porque amaba a Francia y quisiera reconducirla a su antiguo rango mundial como hija mayor de la iglesia, algo de lo que «ambas partes obtendrían grandes beneficios mutuos».

El negocio florecía ya en Alsacia-Lorena, región profundamente creyente. El Vaticano hizo saber a través de la jerarquía francesa que habría estado en situación «de procurar, gracias a su nada desconsiderable influencia sobre la católica AIsacia-Lorena, un mejor entendimiento entre las nuevas provincias y la república si el gobierno hubiese dado muestras de mayor comprensión para la situación de los católicos en la república». La comprensión se inició ahora. Las leyes anticlericales fueron derogadas o ignoradas y como contrapartida, la curia refrenó los fuertes impulsos de los separatistas de Alsacia. Allí y en Lorena, la amenaza con el espantajo del bolchevismo condujo a la alianza de los obispos con los banqueros e industriales. Es así como Roma, engatusa a los pueblos, siempre al dictado de sus intereses. Así hizo, por ejemplo con los irlandeses y, una y otra vez en la historia, con los polacos.

Por «deseo» especial del presidente del gobierno, Clemenceau, habían sido relevados los pastores supremos de Estrasburgo, Fritzen, y de Metz, Benzier, pese a que en 1917 el gobierno alemán dejó tranquilamente que los obispos de entonces, aunque nombrados por el gobierno francés, siguieran desempeñando sus cargos. Ahora el papa se declaró inmediatamente de acuerdo con el desentendimiento de los alemanes (tanto como con la deposición de los arzobispos de Praga y Olmütz, fieles a los Habsburgo; con la separación de Eupens y de Malmedy del territorio alemán, creando una diócesis propia con los territorios separados, desvinculada de Colonia y unida a Lieja). El cardenal secretario de estado, Gasparri, citó las palabras de su antecesor, Merry del Val: «Francia es una señora demasiado egregia como para prestarse a entrar en el Vaticano por la escalera de servicio».

El anticlerical Clemenceau —que en otro tiempo (juntamente con Zola y J. Jaurés, pacifista hostil a Roma, paladín de la reconciliación francogermana asesinado en 1914) habría luchado por la revisión del proceso Dreyfuss— cesó, en cualquier caso, en su cargo. Colocaron en su lugar a Deschanel, hombre menos «empecinado». Y ya después de los «primeros acuerdos» con Roma se iniciaron negociaciones «para crear una base jurídica a los valores del patrimonio eclesiástico en Francia». El dinero es lo primero en todas partes.

En la derrotada Alemania, sin embargo, afectada por gravísimas pérdidas territoriales, el catolicismo conoció un auténtico «renacimiento espiritual». Hasta el defensor del papado, Ritter von Lama, opina así, con imprimatur: «En la Alemania monárquica, salvo en contadas excepciones, el desarrollo natural de la Iglesia se vio prácticamente trabado. Gracias a la plenitud de medios de que disponía el estado, aquélla fue mantenida en un estado de malformación y atrofia… La revolución, en la que para nada participaron los católicos, y la constitución de Weimar, quebrantaron ese poder, rompieron las ataduras y demolieron los muros de la prisión de la iglesia de forma que su reconstrucción fue paulatinamente posible…».

No solamente prosperó la vida asociativa católica y se estableció una embajada del Reich Alemán ante la Santa Sede con «el sello de una sincera amistad», embajada que substituía la anterior delegación prusiana, sino que también se estableció una nunciatura en Prusia. ¡Roma estaba presente en Berlín! Inmediatamente después de la firma del Tratado de Versalles el Reichsbote («Correo del Reich») hacía constar: «En medio de tantos golpes del destino como se han abatido sobre nosotros, son los menos quienes se han apercibido con claridad de que el 15 de mayo nos alcanzó uno que hemos de contar entre los peores, a saber, el establecimiento de una nunciatura papal en Berlín». Esta visión y previsión resultaron sobradamente atinadas con el ascenso de Hitler. «¡El poder papal está a la ofensiva. Se inicia una nueva estela de victorias políticas!», prevenía el Reichsbote un años más tarde a raíz del restablecimiento del obispado de Meiken, desaparecido en 1581.

Las nunciaturas de Berlín, Múnich y Varsovia se ocuparon con los mejores diplomáticos del Vaticano, con Ratti y Pacelli, quienes más tarde gobernarían la iglesia universal como papas. Ambos eran anticomunistas hasta el tuétano y centraban sus esfuerzos en abatir el comunismo y a la Unión Soviética por todos los medios a su alcance. Alemania y Polonia, los estados más próximos en el frente europeo contra la Rusia Soviética, revestían al respecto la máxima importancia para la curia. «Alentar en lo posible a estos países a una lucha común y capacitarlos para ello ideológicamente, constituía una de las tácticas más importantes del Vaticano en su lucha contra la Rusia Soviética».

Mientras que legiones de peregrinos acudían nuevamente presurosos hacia el «Santo Padre»; mientras que el arzobispo Schulte aludía así en sus prédicas al destino de este peregrinaje: «Nunca en épocas anteriores volvieron todos los alemanes con tal atención sus miradas hacia Roma, hacia el Vaticano, como lo hacen en los últimos años, miradas henchidas de plena confianza; mientras que los círculos del Centro y clericales apoyaban el golpe de los separatistas del Rin y el estatuto del Sarre, incluido en el Tratado de Versalles, con la consiguiente segregación de este territorio de Alemania, así como el desmembramiento de Prusia». «En el nuevo Reich alemán —azuzaba la gaceta del Centro en Turingia— no hay lugar para la Prusia anterior, cuya composición nada en absoluto tiene de alemana»; mientras pasaba todo eso, el clero obtenía tan desorbitados beneficios de la inflación, grabas al capital extranjero que poseía en Alemania que, por mencionar una sola muestra, desde 1919 hasta 1930, fundó promedialmente doce o trece monasterios al mes, registrando un aumento de unos 2.000 miembros por término medio cada año. Algo que superaba cuanto se había dado hasta entonces y que no volvió ya a repetirse ni después de la II G. M. La situación de las órdenes católicas se hizo cada vez más favorable en la Alemania de entre guerras y su momento culminante recae en la era de Hitler[74].

Austria-Hungría, desde luego, se había derrumbado. Vanas fueron las esperanzas que el emperador Carlos puso en una Confederación Danubiana de estados independientes. El 29 de octubre de 1918, Agram y Praga proclamaron la República. El Vaticano sentía un resquemor de desconfianza respecto a Checoslovaquia, donde los partidos socialistas asumían responsabilidades de gobierno. Temía la irrupción del comunismo en la Europa Central con graves consecuencias para la iglesia.

En la nueva Austria, los socialdemócratas compartían el poder con los socialcristianos después de que el emperador renunciase, el 11 de noviembre de 1918, a «cualquier participación en los asuntos del estado». Ya al día siguiente, la Asamblea Nacional Provisional declaró que la Austria alemana era una república democrática y «parte integrante de la República Alemana». Roma aspiraba entonces a una estrecha asociación entre Austria y Baviera, dos países católicos, lo cual reforzaría el frente contra la Rusia soviética. Facciones derechistas aunadas en Baviera, la «Organización Escherich» y la «Organización Kanzier», mantenían contactos con milicias patrióticas de defensa del Tirol, Salzburgo y Estiria. El legado checoslovaco ante la Santa Sede, K. Krofta, resumía el 13 de marzo de 1920 el plan de la curia para Europa:

«Adaptación al espíritu democrático en el Oeste, apoyo de la reacción monárquica en el Europa Central y colonización espiritual de la Europa del Este, y todo ello con una diplomacia secreta magistral».

El futuro de Austria, reducida a sus territorios germanoparlantes, tuvo un sombrío inicio. La integración en Alemania, que respondía a un deseo general (refrendada en 1921 con un 98,8% de los votos en el Tirol y con el 99,3% en Salzburgo) fue vetada por las potencias vencedoras (que siempre hallaban palabras de elogio para el derecho de autodeterminación de los pueblos). El suministro de alimentos y la economía, así como el deterioro de su moneda adoptaron formas catastróficas. La coalición socialdemócrata-socialcristiana, lastrada desde el primer momento por diferencias ideológicas se rompió pronto. Los conservadores esperaban «un barrido rápido de los cascotes de la revolución». Su ejecución corrió a cargo del prelado Dr. I. Seipel, cabeza dirigente de los socialcristianos entre 1918 y 1932, hijo de un cochero y portero de teatro, profesor de teología moral en Salzburgo y Viena y ministro de asuntos sociales en el último gobierno imperial. En 1920, el ambicioso sacerdote se convirtió en jefe de la sección parlamentaria de su partido. En 1921 en jefe de partido, en 1928 en vicepresidente de la Sociedad de Naciones. Apoyado por una coalición de socialcristianos y pangermanos, Seipel fue canciller de 1922 a 1924 y de 1926 a 1929, pero ejerció también tal dominio en el período intermedio sobre el sucesor a quien él mismo aupó al cargo, el socialcristiano R. Ramek, que se hablaba del «gobierno por mandato telefónico».

El clérigo católico gobernaba, naturalmente, según el interés del Vaticano. Como autor de libros tales como Las enseñanzas económico-morales de los Padres de la Iglesia, La cuestión social y el trabajo social, este teólogo abogaba por un estado estamental cristiano. Ante un asunto cualquiera, la primera y la última de sus preguntas rezaba: ¿resulta beneficioso para la Iglesia? Cierto que el «saneamiento Seipel» acabó con la inflación, pero no con el elevado desempleo. La miseria económica continuó siendo grande. Se produjo una larga serie de quiebras bancarias que comprometieron también a políticos socialcristianos: el ministro de asuntos exteriores Mataja, dimitió; el de finanzas, Ahrer, emigró a Cuba. Seipel se esforzó por agrupar a todos los sectores «burgueses» contra las «izquierdas». La polarización entre «austromarxistas» y «antimarxistas» condujo, sin embargo, al surgimiento de «milicias de defensa» de los partidos políticos, de «ejércitos privados» paramilitares. Las armas depositadas en grandes alijos —incluso en monasterios— después de la desmovilización jugaron al respecto un papel fatal en el período entre guerras. El prelado Seipel se apoyó en el movimiento de milicias patrióticas, creadas por él mismo, con la ayuda de bancos y fabricantes, para la lucha contra el marxismo. Su organizador, W. Pabst, participante en el golpe de estado de Kapp y en el asesinato de Rosa Luxemburgo, se tuteaba con Seipel. El movimiento con cuya ala más radical, la milicia patriótica estiria —que pronto se uniría a Hitler— se identificaba especialmente Seipel, agrupaba las «derechas» desde los monárquicos hasta los simpatizantes del nazismo, pasando por los socialcristianos. Además de ser promovido por la industria austríaca, el movimiento lo era también por la Italia fascista. Se confesaba como «antimarxista» y favorable al «principio de caudillaje». Finalmente, a través del «voto de Korneuburg», se declaró abiertamente fascista. En la concepción política del sacerdote-canciller, el movimiento «tenía una función equiparable» al de un «brazo secular» en la lucha contra las izquierdas.

Seipel no retrocedía ante ningún medio útil contra los «enemigos de Jesús» ni ante la misma guerra civil. «Si vemos avanzar a los enemigos de Jesús —dijo en su discurso en honor de S. Canicio el 17 de octubre de 1927— en columnas mejor armadas y mejor organizadas, debemos emprender cuanto sea necesario para superar las deficiencias del propio armamento y de la propia organización. El verdadero amor al pueblo ha de traducirse en nuestra resolución de no esquivar la lucha decisiva en el pueblo y por el pueblo».

De ahí que se produjeran continuamente choques armados con muertos y heridos, a menudo, entre personas totalmente ajenas al enfrentamiento. Después de que abatieran a un inválido de guerra y a un niño de ocho años y de que los asesinos fuesen sin embargo absueltos, el pueblo enfurecido incendió el palacio de justicia en Viena. El prelado Seipel, por su parte, ordenó abrir el fuego: 89 muertos quedaron tendidos sobre la plaza. El número de heridos supera con creces la cifra de mil. A raíz de ello fueron miles las personas, contando sólo la capital, que causaron baja en la Iglesia, pero el estado cristiano estamental pudo sobrevivir y entrar en los años treinta hasta entregarse en manos de los nazis. Ya desde sus inicios, el partido nazi contó con la actividad de católicos practicantes: Seyss-Inquart, más tarde gobernador del Reich para Austria, designado como ministro de asuntos exteriores en el testamento de Hitler y finalmente ejecutado como criminal de guerra, había sido miembro de la C. V., es decir, de la federación de las asociaciones estudiantiles católicas «de distintivo»[75], federación fuertemente antisemita. Era también el caso de Ebner, más tarde jefe de la Gestapo de Viena. El jefe nazi del distrito de la Baja Austria, Jury procedía asimismo de los círculos católicos, y también G. Schmidt, miembro del gobierno de Seyss-Inquart[76].

El prelado Seipel urgió por su parte, de forma incansable y hasta su muerte, a sus amigos alemanes del Centro a avenirse con Hitler, y el 26 de septiembre de 1930 confesó en el diario Aftonbladet de Estocolmo: «Soy buen conocedor del mundo y departí mucho tiempo y de modo especial con los jóvenes. No conozco a Hitler, pero estoy convencido de que él y muchos jóvenes que se declaran por él son hombres animados por un ideal». ¡Compárese con las manifestaciones del Kaas, el dirigente del Centro y prelado del Vaticano! (V. cap. sig.).

En Hungría y bajo la dirección de Bela Kun, que después caería como víctima de las «purgas» de Stalin en la U. R. S. S., surgió el 21 de marzo de 1919 una república soviética anticlerical de corta vida —sólo duró 133 días— que trató de realizar las ideas de los bolcheviques. Después de ello, sin embargo, comenzó allí a hacer estragos el «terror blanco» conducido por antiguos oficiales, y dirigido sin distinción contra comunistas, socialdemócratas y judíos, terror que se hizo proverbial en toda Europa y se convirtió en una gran bendición para el catolicismo. Contra los judíos, minoría de un seis por ciento a la que ya se había perseguido bajo el imperio, en las postrimerías del s. XIX, se hacía valer, aparte de los viejos motivos del odio cristiano, el hecho de que Béla Kun y muchos dirigentes del régimen soviético eran judíos. Con ello se intentaba equiparar judaísmo y bolchevismo, algo que Hitler hacía también una y otra vez.

M. Horthy, el último comandante en jefe de la marina de guerra austrohúngara, quien, al estallar la revolución, había organizado el «ejército nacional» contrarrevolucionario, es decir hordas de oficiales y cuerpos francos dedicados al asesinato y al pillaje, se convirtió el 1 de marzo de 1920 en regente y creador de otro y muy cristiano estado. La miseria social era la usual de estos casos. Al filo del siglo, menos de 1 % de propietarios, grandes latifundistas, poseían casi la mitad de la tierra cultivable de Hungría y la otra mitad se la dividían entre el otro 99%. Esa crasa desproporción empeoró aún más en la nueva Hungría, territorialmente reducida.

Por grande que fuese la penuria social en un país que estableció contactos preferentes con la Italia fascista, con la que en 1927 concluyó un tratado de amistad antes de unir su suerte a la Alemania hitleriana, el catolicismo experimentó en él un auge grandioso.

Apenas descabezada la república soviética de Béla Kun, Benedicto XV se apresuró a reconocer la Hungría de Horthy, reconocimiento ya anunciada en su manuscrito del 14 de septiembre de 1919, que iba dirigido al cardenal Czernoch von Gran. Y el 3 de octubre de 1920, Horthy pudo saludar ya al nuncio papal, Schioppa, en Budapest. Éste se destapó, sin embargo, como gran admirador de Carlos de Habsburgo, quien, ya al año siguiente, osó por dos veces recuperar su trono húngaro hasta que fue batido en la batalla de Budaors y hecho prisionero por el regente. Poco después, el 1 de abril de 1922, murió en Madeira[77].

El catolicismo floreció, pese a los frustrados intentos de restauración de los Habsburgo, al asociarse también estrechamente al nuevo régimen, socio de Mussolini y de Hitler. Hasta el Manual de historia de la iglesia concede que Horthy «abrigaba un afecto especial por la Iglesia Católica». «Entre el estado y la iglesia se estableció una excelente relación que posibilitó a aquélla el pleno despliegue de sus esfuerzos renovadores. Los gobiernos vieron en la iglesia a un aliado de confianza y se ocuparon no sólo de su construcción, sino también de su prosperidad… Este grandioso renacimiento católico iba de la mano del auge de las órdenes religiosas, del surgimiento de una considerable prensa católica, de la renovación integral de la intelectualidad y el sistema de escuelas católicas, así como de la constitución de importantes asociaciones y organizaciones».

También en Portugal sacó la Iglesia buen partido de la situación. Si bien un golpe revolucionario había llevado aquí, antes de la guerra, a la separación de la iglesia y estado y a la plena libertad de conciencia, suprimiendo la confesionalidad católica del estado y confiscando los bienes del clero, el 17 de diciembre de 1917, con Sidonio Paes, el poder volvía a las manos de un buen católico. Y aunque el general fuese asesinado 12 meses después, el clero —al que el papa puso por las nubes por su «celo pastoral»— pudo, sin embargo, fomentar en los años siguientes las escuelas, la prensa y las asociaciones católicas, así como los seminarios, todo ello con una moneda languideciente, con un aumento enorme del costo de la vida y pese a la persistente pobreza del país. En los primeros decenio y medio del siglo, Portugal vio sucederse unos 40 gobiernos y unos veinte golpes de estado. Los atentados se producían en serie. La miseria, causada al unísono por los poderosos y por la iglesia, se hacía permanente. Su propia situación, sin embargo, mejoró aún más bajo los dictadores General Carmona y el financiero Oliveira Salazar, un «asceta entregado a Dios y a los guarismos». Cofundador del partido católico, antiliberal, antisocialista, adversario de la democria parlamentaria, enemigo, asimismo, de los movimientos de liberación de Angola y Mozambique, Salazar se orientaba por las encíclicas papales «Rerum Novarum» y «Quadragesimo anno». Abogaba por un estado cristiano autoritario que vejaba a sus adversarios pérfida y cruelmente.

También en Bélgica, Holanda y Suiza experimentó el catolicismo una gran revitalización. Continuamente surgían nuevas iglesias, monasterios, escuelas y asociaciones católicas, así como nuevos vínculos diplomáticos. En Bélgica, el patriotismo mostrado por el cardenal Mercier durante la guerra incrementó adicionalmente el prestigio de la iglesia. En Holanda se constituyó en 1926 el que sería, por mucho tiempo, mayor y más compacto de los partidos neerlandeses, el Partido Estatal Católico-Romano. Suiza, que había roto sus relaciones con el Vaticano en el siglo XIX, realizó en la guerra unos primeros tanteos para restablecerlas y en 1920 Roma designó nuncio para Berna. En Luxemburgo, donde la gran duquesa María Adelaida renunció a la corona (en favor de su hermana Carlota) e ingresó en un monasterio, el partido católico, en el que los hombres de hábito eran a menudo quienes llevaban la voz cantante, obtuvo en 1919 la mayoría absoluta y se mantuvo siempre en cabeza hasta hoy.

En el norte y el este se constituyeron incluso nuevos estados como consecuencia de la guerra: Irlanda y Polonia, de los que nos ocuparemos enseguida. Pero también en el Báltico ampliaron su influencia los católicos. Pues el «ladino Cerreti» (Schmidlin), el representante secreto del papa en las negociaciones de paz de París, había establecido múltiples contactos que reportaron al Vaticano muchas ventajas y, especialmente, también en los nuevos estados del este europeo. En Estonia se creó una delegación apostólica. Con Letonia, en otro tiempo «Terra Mariana», donde ya en 1918 se restableció el obispado de Riga, se concluyó en 1922 un concordato. Con Lituania en 1927. Y también aquí prosperó la causa católica, la formación de sacerdotes, la prensa eclesiástica, la vida monacal masculina y femenina. Hasta en la protestante Noruega se desarrolló el catolicismo «favorable y pujantemente». Hasta en Finlandia se inició un «proceso de acercamiento»[78].

Cuando en Irlanda del Norte, donde la sangrienta contienda es tan vieja como la propia y discutida hechura del estado —de 1920 a 1923 había causado ya 300 muertos—, se estableció el «Estado Libre de Irlanda» y el Dáil Éireann aprobó, por 64 contra 57 votos, el acuerdo entre Dublín y Londres, L’Osservatore Romano lo celebró como uno de los eventos más importantes y felices de la historia contemporánea. El mismo papa alabó al «heroico pueblo irlandés» como valiente defensor, en todo momento, de la verdad católica. En realidad, el Vaticano había mostrado recientemente su empeño en sofocar el radical impulso autonomista de los irlandeses para favorecer a los poderosos británicos que colaboraban con ellos en las misiones. La buena fe de los irlandeses, sin embargo, no les permitió barruntar nada de ello.

En 1929, el Estado Libre entabló relaciones diplomáticas plenas con la «Santa Sede», con nuncio apostólico en Dublín y embajador irlandés en Roma. Y cuando Egmon de Valera se convirtió, en 1932, en primer ministro, cargo en el que se mantuvo por mucho tiempo salvo algunas interrupciones, equiparó los términos de «irlandés» y «católico». Fueron prohibidas tanto la venta como la importación de medios anticonceptivos e incluso los bailes públicos. Es más, el Estado Libre permitió a la iglesia un control sobre las escuelas de los 26 condados como ningún otro país del mundo lo concedió jamás. En las escuelas católicas era habitualmente el cura quien hacía de director.

En Polonia, donde las legiones polacas habían declarado la guerra al gobierno bolchevique en enero de 1918 y ocuparon a continuación Mogilev, guarnición donde se asentaba el alto mando del ejército ruso; en Polonia, donde el Consejo de regencia proclamó en otoño la «Polonia Independiente Unificada» fue Benedicto XV el primero en ejercer de congratulante. Pues el consejo de regencia y el papa compartían esta consigna: quien no quiera una Polonia socialista tiene que luchar por una católica. La curia necesitaba a Polonia como estado-tapón contra el Este cismático y rojo. De aquí que también en Alemania el vaticanista Erzberger, confidente de Eugenio Pacelli, exigiese a cada paso el reforzamiento de Polonia y el «aplastamiento» de la Rusia soviética. Tenía en su contra al entonces ministro de Asuntos exteriores, conde Brockdorff-Rantzau, quien, siguiendo la trayectoria de Bismarck, abogaba por una ampliación de los contactos con Rusia, pero no estaba dispuesto a continuar asumiendo la responsabilidad si «ese pedazo de bruto de Erzberger» (a quien el ministro también calificaba de «públicamente peligroso como un bicho de plaga») se entromete a «estropearme mis asuntos». No obstante, Erzberger —detrás del cual estaba Pacelli— no sólo obtuvo la conclusión, el 6 de abril de 1919, del tratado germano-polaco de Grodno sobre Lituania (en que se acentuaba el frente antisoviético común), sino que impuso asimismo la continuación de la permanencia de tropas alemanas en el frente del Este (contra la expresa voluntad de las mismas), según se estipulaba después en las condiciones del armisticio de las potencias occidentales. Y al papado, que en todas partes estaba al acecho de hombres fuertes, debieron parecerle de maravilla las acciones bélicas de Pilsudski, quien a este efecto se alió con el atamán ucraniano S. Petijura, hombre asimismo próximo al Vaticano.

Polonia, cuya preferencia por Roma quedaba ya anclada en la constitución de 1921, concluyó el 10 de febrero de 1925 «en nombre de la Santísima e Indivisible Trinidad» un concordato: vigente hasta 1945, año en que lo denunció la «República Popular de Polonia». «La casi totalidad de los 27 artículos resultaban altamente ventajosos para la iglesia». El acuerdo le concedía plenas libertades y a la curia influencia. A los arzobispados tradicionales de Gnesen-Posen, Lemberg y Varsovia vinieron a sumarse dos nuevos, Vilna y Cracovia. La enseñanza religiosa se hizo obligatoria en todas las escuelas públicas. En los dos decenios posteriores a la guerra el número de obispos polacos pasó de 23 a 51, el de sacerdotes aumentó en un 43%, el de religiosos regulares en un 62%, los monasterios llegaron a ser 2.027.

Al morir Benedicto XV en 1922, el prestigio de la curia se había incrementado notablemente respecto al año de 1914: el número de representantes diplomáticos ante ella se había más que doblado, la Catholica había experimentado también un rápido desarrollo en ultramar, especialmente en Latinoamérica y los U. S. A. pero también en Canadá y hasta en Australia, donde se obtuvo «un alto nivel de la vida religiosa… a partir del auge de la acción pastoral castrense y del sistema educativo».

Es cierto que la guerra también generó algunas consecuencias negativas para la iglesia, pero el golpe más contundente del siglo le sobrevino en el Este[79].

Rusia y el Vaticano después de la Revolución

«Benedicto XV consideraba a las comunidades uniatas como puestos avanzados del catolicismo. Bielorrusia y Ucrania eran para él peldaños desde los que la Iglesia romana debía avanzar para recuperar aquella parte del mundo eslavo conquistada por el cisma»

(J. Hajjar)

«Los círculos bien informados creen en general que pronto sonará la hora de la gracia para Rusia»

(Pater C. Friedrich 1921 en un escrito

dirigido al general de su orden desde Roma)

Cuando el Zar se vio forzado a ceder en 1917, derrumbándose así una monarquía que perduró más de 1.000 años, sólo halló el respaldo de muy pocos clérigos ortodoxos. La mayor parte de los jerarcas calló. Su comportamiento, como suele ocurrir en tales casos, fue totalmente pasivo, penosamente preocupado por no comprometerse. El arzobispo Arsenyj de Novgorod exclamó, según parece, ante sus popes:

«¡Ya no hay zar. Ya no hay iglesia!… ¡Haced lo que queráis!». El bajo clero se alborotó en más de una ocasión contra sus propios y odiados obispos «con furia terrible» mientras que enviaba telegramas de felicitación a los dirigentes de la revolución de febrero.

Pero por desavenida que estuviese la clerecía, toda ella, con excepciones mínimas, seguía alentando la guerra, que los nuevos poderosos prosiguieron resueltamente. Una de sus conspicuas cabezas, Milyukov, declaró el 18 de marzo a los embajadores de la Entente que «el gobierno se considera a sí mismo provisional y tiene como propósito primordial el continuar la guerra junto a sus aliados». Tan sólo dos días antes, B. Law había reconocido en la cámara de los comunes:

«Representa un auténtico alivio para nosotros el que este movimiento no tenga por meta la paz». Los ortodoxos, no obstante, tenían el máximo interés, por miedo a una auténtica revolución, en restablecer la disciplina castrense entre los «combatientes, amantes de Cristo». Naturalmente «en el nombre de Cristo…» Nada menos que 5.000 curas castrenses intentaron mantener vivo el entusiasmo asesino. Los popes —semper idem— colaboraban con los oficiales y con los bonzos del armamento, recorrían el frente, organizaban horas de devoción y procesiones en apoyo de la tropa, distribuían octavillas con versículos bíblicos adecuados: «No he venido a traer la paz, sino la espada». «Quien no tenga espada que venda su capa y se compre una». Un soldado del tercer ejército se precipitó hacia un predicador del frente gritando: «¡Si quieres luchar, toma el fusil y vete a la trinchera, pues nosotros nos vamos a casa!».

Los bolcheviques, sin embargo, que en 1.918 fundaron la «República Soviética Federativa» (convertida en la U. R. S. S. en 1922) eran para los eclesiásticos ortodoxos traidores a la patria, peones de la causa alemana y enemigos de Cristo. «Es indiscutible que la iglesia rusa combatió al régimen soviético en 1.918 como a un enemigo mortal y que intentó derrocarlo. Los soviets endurecieron más aún las medidas contra la Iglesia, pero no hicieron el menor intento de suprimirla a ella o a la religión. Si se puede emitir un juicio en base a los objetivos perseguidos originalmente por los contendientes, la iglesia había perdido y los soviets vencido…» Los nuevos señores dispusieron —con la firma de Le-nin— en el «Decreto del Consejo del Pueblo» de enero de 1918 la separación de estado e iglesia y declararon «propiedad nacional» los bienes de esta última (Art. 13)

La ortodoxia rusa, que ya había perdido su más fuerte apoyo al ser derrocado el zar, sintió temblar sus fundamentos todavía más a causa de la expropiación (socialización) de todos sus bienes raíces. Hasta los edificios de las iglesias y los objetos de culto pasaron a ser propiedad estatal. Las comunidades podían disponer, desde luego, de todo ello, pero sólo mientras hiciesen uso leal respecto al poder. También fueron anulados los impuestos eclesiásticos obligatorios y la escuela fue separada de la iglesia.

El gobierno garantizó la tolerancia de todas las religiones y la libertad de conciencia, si bien dio paso, en realidad, a una persecución sin contemplaciones: Primero contra la iglesia estatal, a la que se asestó el golpe más duro. Ésta, por su parte, se lanzó a la carga contra un decreto de separación que hasta el periódico «Vida Nueva» de tendencia muy izquierdista y editado por M. Gorki, reputaba excesivamente riguroso. La oposición iba desde los ayunos de tres días y las procesiones hasta el apaleamiento y la resistencia abierta. Según una publicación soviética, entre febrero y mayo de 1918 murieron 687 personas en tumultos religiosos. Pese a todo, el pueblo se mantuvo bastante tranquilo en general y el gobierno evitó un choque con la Iglesia[80].

La revolución bolchevique tuvo realmente consecuencias catastróficas para la otrora tan poderosa ortodoxia. Después de la estrecha vinculación secular con el estado, éste se separaba de ella repentinamente. El clero ruso perdió sus privilegios y varios centenares de monasterios fueron clausurados. Y al más acerbo de los enfrentamientos ideológicos vino a sumarse la propia escisión, pues distintos jerarcas se envolvieron en luchas intestinas, llegando algunos a mantener contacto con los católicos. Numerosos obispos, teólogos y creyentes se exilaron.

En los agitados días de la revolución de octubre, un concilio panrruso había elegido el 4 de noviembre de 1917 al arzobispo de Vilna, Tychón (1865-1925), mediante sorteo entre la terna propuesta, como patriarca de Moscú y de toda Rusia. Más de 200 años después de la muerte del patriarca Adrián (1700) había de nuevo un patriarca a la cabeza de la iglesia ortodoxa rusa. En 1918, Tychón bendijo al zar cautivo, fustigó su asesinato como «el peor de todos los crímenes» y celebró exequias y misa de difuntos en su honor.

Y mientras el arzobispo barón Ropp y el Vaticano desplegaban una táctica cautelosa, el patriarca estigmatizaba vehementemente el sistema soviético: «¡Volved en vosotros, locos! ¡Poned fin a vuestros baños de sangre! Lo que hacéis es obra de Satán…». Pero ya en 1919 intentó el mismo Tychón hallar un acomodo con los «locos» si bien fue encarcelado y depuesto en 1922. Se le acusó de resistencia contra el poder público, de alborotar a la población, de connivencia con los guardias blancos, con sacerdotes exiliados y con representantes de potencias extranjeras. También, de agitación para derrocar al gobierno soviético, y apenas si es posible que todo ello fuese inventado. En términos generales, las acciones contrarrevolucionarias del clero ortodoxo están bien documentadas.

Sin embargo, después de trece meses de cárcel —cuando la «Iglesia Viva» fundada por entonces y en un principio favorecida por el estado, amenazaba provocar un cisma— el patriarca Tychón fue a arrastrarse ante la cruz o, más bien, ante la hoz y el martillo. El 16 de junio de 1923 arrancó de sí una declaración de arrepentimiento y lealtad sin reservas. «Impulsado por mi conciencia de sacerdote —afirmaba—… que a partir de ahora no soy enemigo del poder soviético. Me distancio definitiva y resueltamente de la contrarrevolución de los guardias blancos monárquicos, tanto de los extranjeros como de los del interior». El 28 de junio de 1923 prometió reconocer la constitución soviética y obedecer a los nuevos señores, pudiendo acto seguido reasumir sus funciones, si bien murió de allí a poco. Hasta el comienzo de la II Guerra Mundial la supervivencia de la iglesia ortodoxa parecía dudosa. Después, también ella sacó provecho de la guerra. Además, y contra lo dispuesto oficialmente, nunca estuvo de hecho separada del estado, ni lo está hasta hoy: sigue fielmente la estela marcada por la política soviética en cuestiones religiosas.

El papado, en cambio, trató a sangre fría, de sacar partido de los tiempos turbulentos que atravesaba su gran rival en el Este.

A causa del surgimiento de Polonia y las repúblicas bálticas: Estonia, Letonia y Lituania, el número de católicos uniatas y romanos de la U. R. S. S. se redujo de 15 a 1,6 millones. Pero mientras que el gobierno lanzaba su golpe principal contra la iglesia estatal ortodoxa, parecía, al principio, favorecer la Católica, lo cual tenía que reforzar sus esperanzas. Así, en 1918 el profesor Trzeciak, un polaco de Rusia, notificaba al Diario Popular de Colonia que se había tomado incluso en consideración la posibilidad de un obispado católico-romano para Siberia. «La situación sólo cambió por el hecho de que se suspendió el pago de dotaciones a todas las iglesias. Ahora bien, la conducta de los bolcheviques frente a la iglesia católica muestra no sólo tolerancia sino, si se puede decir así, cierta preferencia en comparación con la actitud frente al clero ortodoxo… Se explica ello por el hecho de que los bolcheviques ven en el clero latino víctimas del gobierno Zarista, mientras que tienen al clero ortodoxo por reaccionario». A pesar de los sacrificios pecuniarios se «da, sin embargo, la posibilidad de un despliegue libre en la actividad del clero». Con todo, pocos años después todos los obispos católicos estaban ya encarcelados, proscritos o fusilados. La mayor parte de sus 4.234 iglesias y 1.978 capillas fueron clausuradas o profanadas. Los seminarios fueron disueltos en su totalidad.

El triunfo del comunismo constituyó un fuerte trauma para Roma, pero no perdió en absoluto los nervios. Se consoló con el hecho de que «la iglesia ortodoxa no poseía ya ninguna prerrogativa y la católica no estaba ya sometida a ninguna discriminación legal». En ocasiones sentía cabalmente la destrucción del zarismo como «obra de la divina providencia» tanto más cuanto que abrigaba la esperanza de que el bolchevismo «anárquico» no podía sostenerse por mucho tiempo y de que sería ella quien cosecharía los frutos. Por ello, el barón Monti, íntimo amigo del papa, aseveraba que Su Santidad opinaba que «una vez pasada la ola de persecuciones religiosas, hasta los crímenes y el derramamiento de sangre ayudarían en su día a extender la fe católica».

Bien mirado, el momento le parecía al Vaticano más propicio para la unión de las iglesias. Lysakovskij, representante ante la Santa Sede del gobierno contrarrevolucionario de Koltchak —que en 1918/19 dominó durante algún tiempo la parte oriental del imperio— notificó el 23 de junio de 1919 incluso «de la simpatía que el papa abriga para con Rusia…». Esa simpatía apuntaba desde luego a la contrarrevolución. Así Lyskovskij escribió confidencialmente el 14 de octubre de 1919 al ministro de asuntos exteriores del gobierno Koltchak, S. D. Sazonov: «La Santa Sede sigue mirando con simpatía a la Rusia (de los guardias blancos) y apoya la lucha contra el bolchevismo, a quien combate por encima de todo». En su Motu propio Bonum sana, del 25 de julio de 1920, el papa condenó expresamente el bolchevismo y previno contra la realización «de una república universal basada en el principio de la perfecta igualdad entre los hombres y en la comunidad de bienes, república en la que hubiesen desaparecido las diferencias entre las naciones y en las que no se reconociese ya autoridad alguna del padre sobre los hijos, del estado sobre los ciudadanos ni la de Dios sobre la sociedad de los hombres». Benedicto XV estaba sin embargo, suficientemente curtido como para realizar sus negocios incluso con comunistas que nadaban en sangre. El entonces ministro de asuntos exteriores, conde Sforza —que dimitió cuando Mussolini tomó el poder y se convirtió en uno de los enemigos más encarnizados del fascismo— testimonió, y no fue el único en hacerlo, que Della Chiesa «no se inmutaba por nada» y hasta el historiador Von Sickel, admirador del papado catalogaba a Benedicto como «tipo de prelado curial que no retrocede ante nada». Recordamos el rumor que circulaba por el Vaticano y que le atribuía el envenenamiento de Tarnassi.

Poco después del final de la dominación Zarista, el papa fundó una «Sección para asuntos del Oriente» y un «Instituto Oriental» que eran, naturalmente, instrumentos para la difusión del catolicismo en el Este. El 10 de marzo de 1919, en consistorio secreto. Benedicto proveyó con nuevos obispos, o creó en su caso, un total de 10 sedes. Otros tantos bastiones católicos contra la Unión Soviética.

Simultáneamente, Roma no perdía de vista a la iglesia ortodoxa. Y no sólo a la rusa. Hasta en la Grecia ortodoxa se comenzó a ver a un serio rival cuando a comienzos de los años veinte no se podían excluir ni la conquista de Constantinopla por los griegos ni tampoco el firme asentamiento de éstos en el antiguo centro de la cristiandad oriental. De ahí que el Vaticano, aunque no sólo él, sugiriese con determinación que Francia apoyase a Turquía, a la que finalmente envió, desde Siria, cañones, munición y asesores militares. Fue ésta una de las razones principales de por qué una Turquía, mahometana en su casi totalidad, pudiese expulsar bajo Mustafá Kemal (Ataturk) a los cristianos griegos del Asia menor en 1921/22. La intervención vaticana tuvo lugar pese a que también la Rusia soviética suministró armas a los turcos e incluso firmó con ellos, el 16 de marzo de 1921, en Moscú, un «Tratado de amistad y fraternidad» tras reiteradas intervenciones de Lenin y Stalin.

La agradecida Turquía, en la que el Islam fue religión oficial hasta 1928, erigió a Benedicto XV, estando éste aún en vida, un gran monumento en Constantinopla, dedicado al bienhechor de los pueblos que prestó su auxilio sin hacer acepción de raza o religión. La apologética católica relaciona, es claro, este hecho con las «medidas de socorro» durante la guerra mundial «sin tener para nada en cuenta la pertenencia religiosa, nacional o étnica». Y es que, oficialmente, apenas será posible otra declaración al respecto. Pero ¿quién más erigió un monumento en favor de Benedicto agradeciéndole sus oficios de «buen samaritano», equivalentes a una gota de agua sobre una roca ardiente, pero válidos a efectos de una persistente propaganda? ¿Acaso la Alemania cristiana?

¿La católica Austria? ¡No! Nadie más ¡Sólo la Turquía mahometana! A ésta le iba en ello la expulsión de los griegos (cristianos) de Asia Menor mientras que le importaba un bledo la Caritas papal.

Júzguese como se quiera. Hay, por lo demás, otra hazaña de «los infieles» que sitúa la urgencia de Roma para que le fuesen entregadas armas a Turquía y el alto honor de que esta última hizo objeto al papa, en la luz más rutilante de la historia de la redención. Me refiero al genocidio perpetrado contra los armenios. ¡Pues en 1895/96, en 1909 y en 1914/15 los turcos mataron primero a unos 200.000 y luego a unos 600.000 armenios cristianos, en masacres o por hambre, aparte de arrastrar a sus harenes a unas 100.000 mujeres y muchachitas armenias!

Pronto mantuvo la curia vínculos diplomáticos con los denominados estados marginales, Polonia, Lituania, Letonia y Estonia, y finalmente, también con Finlandia. La política vaticana aspiraba a formar un bloque de poder católico como muro de contención contra la convulsionada Rusia, «antemurale Christianitatis», muro que iría desde Lituania hasta Hungría y Austria pasando por Polonia, Bielorrusia y Ucrania, que, bajo el atamán Petijura, envió incluso representante propio a la Santa Sede. A este respecto, los esfuerzos de Benedicto se compaginaban del modo más estrecho con los de U. S. A., cuya hegemonía monetaria y económica había impresionado ya poderosamente al Vaticano[81].

Desde luego América financiaba también y antes que nada las misiones protestantes para la «desintegración de la Rusia ortodoxa». El deseo de los evangélicos de pescar en aguas revueltas no era menor que el del papa. Un observador, McCullagh, que en 1923 visitó en Varsovia el «estado mayor» de una gran organización protestante para la «conquista espiritual de Rusia» con «cuarteles de mando» en Berlín y «cuartel general» en Londres, pensaba incluso que el éxito de estos misioneros significaría «la caída de los hierodiáconos, hieromonjes, arciprestes, archimandritas, metropolitanos y patriarcas, así como el éxito de la revolución de 1917 significó la caída de los señores de cámara, consejeros de estado, “junkers”, damas de la corte, grandes príncipes y zares».

Para establecer contacto con los soviets. Benedicto XV envió, ya en la primavera de 1918, al prefecto de la Biblioteca vaticana, A. Ratti, que 4 años después sería papa él mismo, en viaje de información hacia el Este europeo. Lo nombró «Visitatore apostólico per la Polonia». Sólo después de arduas negociaciones pudo conseguir el nuncio Pacelli el nombramiento de Ratti. El futuro papa, con el que Pacelli, el papa siguiente, estaba en estrecho contacto y cuyos primeros pasos sobre la escena diplomática dirigió él mismo, debía en cuanto visitador apostólico, tener también competencias para los estados bálticos y toda Rusia, aunque esta última le cerró las puertas pese a su vivo interés.

A la llegada de Ratti a Polonia, a finales de mayo de 1818, el país estaba aún ocupado por las potencias centrales, si bien el consejo de regencia ejercía ya como tal. En este gremio, que preparaba una Polonia independiente, la iglesia romana tenía una influencia decisiva. La cabeza propiamente rectora del consejo era el arzobispo de Varsovia, Alkakowski, prelado y simultáneamente secretario de la regencia.

Ahora se trataba de fortalecer Polonia al máximo convirtiéndola de nuevo en antemural de la cristiandad. «El Vaticano —notificaba el legado bávaro, barón Ritter— no escatimará concesiones para, una vez disuelta la monarquía austro-húngara, preservar en Polonia un nuevo respaldo para la iglesia católica y un bastión contra las tendencias anticatólicas del Este, y Polonia intentará de seguro servirse de la ayuda de la iglesia para reforzar su posición hegemónica frente a los estados marginales rusos».

A. Ratti, doctor en tres disciplinas, había conducido su vida como estudioso, carecía de experiencia diplomática y después de tomar posesión de su cargo el 29 de agosto de 1918 escribió a su señor: «Mi mayor alegría consistiría en derramar mi sangre por Rusia». De hecho, Ratti, no huyó ni siquiera cuando el ejército rojo estaba a la vista de Varsovia, bien sea que lo retuviesen «los tentáculos del monstruo ateo y comunista» u otras zarpitas más suaves. A principios de febrero de 1918 medió en el envío de un telegrama proveniente de Roma en el que el papa ruega «encarecidamente al señor Lenin» que ponga «inmediatamente» en libertad al arzobispo de Mogilev, monseñor barón Ropp (desde 1917 metropolitano de toda Rusia). El «señor Lenin» que en noviembre de 1918 prevenía todavía a sus camaradas para «que procediesen con extraordinaria prudencia en la lucha contra los prejuicios religiosos» telegrafió inmediatamente de vuelta, tras pedir información a la policía de Petrogrado, «que el arzobispo Ropp no estuvo nunca encarcelado. Se trataba más bien de su sobrino E. R. Ropp».

En su primer contacto con el jefe comunista, el papa se dejó efectivamente engañar por un mero rumor. Pero el 19 de abril sí que fue encarcelado el arzobispo, quien solía denominar gustosamente al gobierno soviético «emisarios del diablo» y no podía ser casual que eso sucediese el día en que el jefe de estado polaco atacó Vilna. Las autoridades soviéticas acusaron a Ropp de colaborar con Polonia pero se limitaron a imponerle un arresto domiciliario en una rectoría de Moscú. Desde ella podía mantener correspondencia con su sustituto en Rusia, el arzobispo J. Cieplak, y asimismo con el nuncio Ratti, que también tenía competencias sobre la iglesia católico-romana de Rusia. Y apenas recuperó su libertad, el 17 de noviembre de 1919 —fue el comisario de exteriores, Chicherin, quien posibilitó al mismo nuncio esa salida— se encaminó hacia Varsovia. En la estación se le tributó —como L’Osservatore Romano contaba exultante— una acogida «auténticamente triunfal» ¡no sólo por parte del nuncio y los obispos polacos, sino también de la del obispo castrense de Polonia y hasta de la del comandante de la plaza! La gaceta vaticana, que describe el recorrido de Ropp por la calle flanqueado por una doble fila de personas llorando de emoción (y con impremeditada comicidad hace referencia a la «blanca barba» del príncipe eclesiástico, que tuvo que dejarse crecer «según costumbre de los bolcheviques», pues «gustan de barbas largas y de cabello largo, sin rapar») pretende hacer creer al mundo que el arzobispo Ropp debía ser fusilado en la noche del 20 al 21 de mayo, aunque la citada «crónica» de su propia archidiócesis, que fija todo detalle de su período de encarcelamiento, nada sabe de ese asunto.

Entretanto, el cardenal secretario de estado, Gasparri, había telegrafiado nuevamente al señor Lenin, en francés, basándose esta vez en «fuentes serias», «que sus partidarios persiguen a los servidores de Dios y especialmente a los que pertenecen a la religión rusa que se denomina (!) ortodoxa. El Santo Padre Benedicto XV le suplica emita órdenes severas para que sean respetados los religiosos de todas las creencias».

El comisario de exteriores Chicherin, descendiente de antiquísima nobleza rusa, que se deleitaba con la música y la literatura, respondió telegrafiando asimismo en francés, con una texto verboso y mordaz que quizá delataba más bien la pluma de Lenin que «las fuentes serias, que usted menciona, le extravían», que «en nuestro país no sucede nada de eso que acontecía regularmente con los ortodoxos allá donde dominaba la iglesia católica». Informaba acerca de «supercherías desenmascaradas con las que el clero embauca a las masas populares». Que se habían mostrado a la luz del día «reliquias religiosas supuestamente indestructibles» y que las «tumbas doradas y cuajadas de piedras preciosas no contenían otra cosa que huesos podridos y cubiertos de polvo, guata, tela e incluso medias femeninas». En su despacho, el comisario del pueblo para asuntos exteriores lamentaba, en cambio, «que Ud. no haya cursado protesta alguna contra las innumerables crueldades perpetradas por los enemigos del pueblo ruso: por los checoslovacos, por los gobiernos de Koltchak, Denikin y Petijura, por los partidos que gobiernan actualmente Polonia, que cuentan con arzobispos católicos entre sus dirigentes y torturan cruelmente a los luchadores por la causa del pueblo que caen en sus manos e incluso mandaron asesinar a los miembros de nuestra legación de la cruz roja en Polonia. La voz de la humanidad por la que lucha nuestra revolución no es respetada por aquellos que se consideran sus partidarios. De su boca no ha salido ni una palabra en favor de aquella voz».

El Vaticano, sin embargo, no tenía ningún interés en tensar las relaciones con los soviéticos, ya que éstos perseguían a los ortodoxos y Roma concibió una vez más esperanzas desmedidas de poder heredar el «cadáver descongelado» de la iglesia rusa.

Había, con todo, dos tendencias católicas entregadas a una febril lucha interna al borde de lo grotesco, lucha determinada por sus distintas posiciones nacionales y que giraba en torno a la naturaleza de su misión. El arzobispo Ropp y su vicario en Rusia, el arzobispo J. Cieplak, abanderados de los intereses polacos, propagaban con el máximo celo el rito latino y querían conceder tan sólo una posición marginal al de la iglesia oriental. Cieplak comenzó ya, a escondidas, con la catequesis ilegal para niños, así como con la formación de sacerdotes. Pero el ambicioso arzobispo de Lemberg, conde Septyckyj y su exarca L. Feodorov, nombrado protonotario papal por Benedicto el 1 de marzo de 1921, deseaban eliminar la influencia polaca y una iglesia católica puramente rusa.

Basándose en los plenos poderes que le había concedido Pío X, Septyckyj había nombrado, después de la revolución, al sacerdote Feodorov, quien antes de la guerra había estudiado en Italia con nombre falso, como exarca suyo para toda Rusia, empresa que estaba desde luego condenada a un fracaso total. Feodorov que intentaba influir tanto a Lenin como al papa, acabó en cárceles y en la deportación a Siberia Septyckyj, él mismo, cuyos planes para Rusia no se veían precisamente favorecidos por la concesión de la Orden de Leopoldo, austríaca, juntamente con la condecoración de guerra de manos del emperador Carlos, contactó con el jefe de gobierno de Ucrania, el atamán Petijura, uno de cuyos íntimos era el jesuita belga Boom. Después de que Lemberg fuese ocupada por los polacos Septyckyj tuvo que abandonar Ucrania ante las presiones polacas. Fue a Roma vía Viena y después emprendió un viaje por el mundo, aunque por encargo del papa, para promover la causa de la unión, imprimiéndole, naturalmente, una tendencia anticomunista[82].

El arzobispo de Varsovia, Kakowski, auténtica cabeza rectora del consejo de regencia entronizado desde el otoño de 1917, operaba en Polonia según los designios del Vaticano y, por descontado, contra la Unión Soviética. A principios de 1920, Benedicto XV envió al asistente general de los Misioneros del Sagrado Corazón, Pater Genocchi, como visitador apostólico a la parte de Ucrania ocupada por los polacos. El dominico Moriondo fue enviado a Georgia revestido de la misma función antes del triunfo de la revolución bolchevique, para explorar las posibilidades de expansión del catolicismo al sur del Caucase y en Crimea, donde mantenían misiones jesuitas napolitanos. El visitador apostólico De Guébriant agitaba en Siberia proveniente de China y el nuncio Micara intentaba influir en el Este desde Praga. No obstante lo cual, todas estas tentativas unificadoras se vieron frustradas.

Otro tanto se puede decir por lo que respecta a los intentos emprendidos por la fuerza de las armas.

El ataque de gran envergadura de las legiones de Pilsudski, bendecidas por el nuncio papal, ataque efectuado con el acuerdo del gobierno anticomunista de la República Popular de Ucrania encabezado por el atamán Petijura, e iniciado el 25 de abril, fracasó asimismo. J. Pilsudski, a quien Polonia confió en noviembre de 1918 los poderes militares y políticos supremos, era el hombre más indicado para el nuncio Ratti y la «Santa Sede». Pilsudski preconizaba la expansión de Polonia hacia el Este y por cierto en amistoso entendimiento con Alemania. Lo mismo deseaba el mariscal francés Foch, un católico, quien en las negociaciones del armisticio había exigido enérgicamente una Polonia «como barrera contra la ofensiva bolchevique», debiendo apoyarle en ello el ejército alemán. Y eso mismo es lo que propugnaba Erzberger, el confidente de Pacelli.

El ataque de Pilsudski hizo concebir grandes esperanzas en un principio tanto más cuanto que, por no hacer acto de presencia el ejército rojo, tuvo gran penetración y permitió ocupar Kiew ya el 7 de mayo. Sin embargo, no se produjo el esperado levantamiento de los ucranianos contra los bolcheviques y la contraofensiva rusa que se inició de allí a pocos días (con J. Stalin como comisario político del ejército de caballería de Budiennyj arrolló a los polacos. Kiew hubo de ser abandonado el 10 de junio. El 4 de julio se inició la ofensiva rusa en el frente occidental y el 14 de julio cayó Vilna mientras que el 28 lo hacía ya Bialystok).

El 7/8 de julio, los obispos polacos exigieron en proclamas incendiarias dirigidas a las tropas y a la población la batalla decisiva contra la Unión Soviética y el 16 de julio apelaron a los obispos del mundo: si Polonia sucumbe ante el bolchevismo, también Europa e incluso el mundo entero se vería en peligro. Y el mismo Benedicto XV escribió el 5 de agosto de 1920 al vicario cardenal de Roma, Pompili: «A partir de ahora no es sola la existencia nacional de Polonia lo que está en peligro, sino que toda Europa está amenazada por los horrores de nuevas guerras». Cuando Polonia inició el ataque, cuando sus legiones avanzaron atacando hasta Kiew el papa no vio peligros ni amenazas en ningún sitio. Cuando, sin embargo, se volvieron las tornas, cuando Pilsudski hubo de enviar, el 10 de julio, una petición a los aliados y el 22 de julio incluso una petición de armisticio a la Rusia soviética, en ese momento el «Vicario de Cristo» y sus prelados vieron a Europa y al mundo en peligro.

En la segunda mitad de agosto, no obstante, la batalla de Varsovia, hiperbólicamente exaltada como «la decimooctava batalla decisiva de la historia» y «milagro de Vístula» menos, desde luego, por las preces públicas ordenadas por Benedicto que por la ayuda francesa al alto mando polaco. El mariscal católico Foch había exigido una Polonia fuerte de modo que el jefe de su estado mayor, general Weygand —futuro ministro de defensa del gobierno de Petain que colaboró con Hitler— asesoró a Pilsudski en la reorganización de su ejército. El nuncio Ratti, no era únicamente un admirador del mariscal Pilsudski, sino también, como solía contar gustoso, ya hecho papa, al embajador francés ante el Vaticano Ch. Roux, amigo del general Weygand. Sacerdotes y soldados… Ratti y el arzobispo de Varsovia Kakowski lloraron, según cuenta el último, lágrimas de alegría «cuando, tras la milagrosa liberación, entonamos juntos el Tedeum» y el «Santo Padre» felicitó el 8 de septiembre de 1920 al pueblo polaco por su victoria sobre la Rusia soviética, aunque la guerra terminase con derrota polaca.

Durante todos esos años, el papa, pese a todo, prosiguió imperturbable su programa. «Benedicto XV —resume un observador de su pontificado— consideraba las comunidades uniatas como puestos avanzados del catolicismo. Bielorrusia y Ucrania eran para él peldaños desde los que la iglesia debía avanzar para recuperar aquella parte del mundo eslavo conquistado por el cisma. Con vistas a Ucrania envió los mejores diplomáticos del Vaticano a Polonia». El 10 de agosto de 1919 recordó una vez más en una alocución su interés por el Este y también ordenó en su momento estudiar las condiciones bajo las que sería posible conseguir una unión de las iglesias, «en el caso de que toda una comunidad disidente solicitase el regreso a la unidad católica» posibilidad con la que se contaba entonces, según ponen de manifiesto memorándums confidenciales. El embajador alemán ante el Vaticano, D. von Bergen que contaba en la curia con el apoyo especial del prelado J. Steinmann, recomendó ya la «participación de círculos financieros con fuertes recursos en capital en la empresa misionera católica». Y las esperanzas se habían inflado tanto en Roma que el representante de la «Sociedad de la divina palabra» en la ciudad, Pater C. Friedriech requirió urgentemente el 21 de diciembre de 1921 al general de su orden para que pusiera a disposición monjes que fuesen como misioneros. «Los círculos bien informados creen en general que pronto sonará la hora de la gracia para Rusia. Algunos quieren creer, incluso, que quizá podría darse hasta una conversión masiva al catolicismo…»[83].

La desconfianza de los ortodoxos era comprensible. «Se intentaba sacar partido de nuestra desdicha en interés del papa» se lamenta el teólogo N. N. Glubokovskij desde el exilio. Los temores de los ortodoxos que el comisionado de los U. S. A. en Riga notifica al Departamento de Estado en el verano de 1922 eran en verdad alarmantes. Según él, los soviéticos habían propuesto en noviembre de 1921 al Vaticano a través de un hombre de confianza destacar una misión en Moscú para sondear las posibilidades de una «religions exploitation of Russia by the Román Catholic Church» a raíz de lo cual Roma envió también al jesuita americano Waish. (Más tarde le ordenó regresar a instancias del gobierno soviético que halló a Waish «insincero, intrigante, con actitudes de yankee» y, literalmente, le cortó el grifo, es decir, lo dejo sin agua y sin corriente). El 29 de mayo de 1922, el comisionado de los U. S. A. notifica que los bolcheviques proyectan escindir y debilitar a la iglesia ortodoxa rusa mediante un acuerdo con los jesuitas. El Vaticano por su parte espera, mediante esa escisión, someter a su dominio a la iglesia ortodoxa.

Una proclama del sínodo de Karlowitz después del encarcelamiento de los patriarcas asevera asimismo que el papa ha sellado un acuerdo con los bolcheviques y «se esfuerza por aprovechar, en favor de los interesados objetivos del catolicismo militante, las persecuciones y la gloria de la iglesia ortodoxa rusa».

No es casual, en modo alguno, que el patriarca Tichon incluya a los católicos, incluso en su testamento, entre los «enemigos de la Santa Ortodoxia». Y su sucesor, Sergij, pensaba otro tanto. Tan sólo unos años después recordó la «experiencia histórica» de los ortodoxos, que, «después de librarse de los cruzados católicos, sintieron como auténtica fiesta hasta la misma imposición del yugo turco». Pero Benedicto XV había muerto entretanto. Feneció con imprevista brusquedad el 22 de enero de 1922: «de forma totalmente inesperada», «contraído en sí mismo por los dolores» y de forma «desconcertantemente rápida», «como segado antes de recoger la cosecha» —opinaba el cardenal Mercier de Bélgica—, «como un artista en medio de su obra». Battistini, el «medido de cámara» declamaba como un comediante de farsa: «¡Tómame a mí, Señor, pero salva al papa!». Es comprensible que surgiera el rumor de su envenenamiento, al igual que, según los mentideros del Vaticano, él mismo había envenenado a un rival. «Queremos ofrecer gustosamente nuestra vida por la paz del mundo» fueron, supuestamente, sus últimas palabras. También su antecesor Pío X, junto al que, según su deseo, fue sepultado, dijo presuntamente en su última hora: «Ofrendaría gustoso mi vida si con ello pudiera rescatar la paz en Europa»: después de hacer cuanto estuvo en su mano para precipitar juntamente con otros el mundo en el caos. Inventar tan nobles sentencias resulta fácil: para edificación de los hijos y de los hijos de los hijos y destinadas a generaciones de estudiosos de la historia. Realmente nada se pierde con pronunciarlas. Los bobos las creerán siempre y esta especie no escasea.

Dicho sea de paso: a los papas de los últimos años les gustaba vivir y ser longevos. León XIII alcanzó los 93 años, Pío X los 79, Pío XI 82, Juan XIII 82, Pablo VI 81. Incluyendo incluso a los dos soberanos de la iglesia muertos en edades más jóvenes, Benedicto XV, que «expiró entregando su alma pura con un gesto de amor inagotable en su rostro» y Juan Pablo I, que murió, apenas iniciado su pontificado, de formas confusamente múltiples, salta a la vista que la esperanza de vida de los «Santos Padres» es considerablemente más alta que la nuestra. Se impone la conclusión: ni el cargo conlleva un desgaste excesivo, ni tampoco es excesivo el anhelo de sus titulares por ir rápidamente al cielo. Sospecha que toma más cuerpo al considerar la estupenda actividad de sus médicos de cámara. También algunas «últimas palabras» de índole muy distinta. Recordemos verbigracia, la concluyente profesión de fe de Pío X: «Hágase la voluntad de Dios… pero creo que aquí acaba todo» o la frase de León XIII inmediatamente antes de reunirse con Cristo:

«La catástrofe se avecina…».

Es de constatar que los papas tienen bastantes menos miramientos con las vidas de los demás —sobre todo si se trata de las de las ovejas de su grey— que con las propias: Esto es algo que también ilustra, y de modo conmovedor, el pontificado del sucesor de Benedicto que aprobó, y con no poco calor, la invasión depredadora de Abisinia y la guerra civil española; que concluyó concordatos con asesinos monstruosos como Mussolini y Hitler; que, en general, colaboró para llevar al poder a toda la flor y nata de los bandidos fascistas y a la humanidad a la segunda guerra mundial.