«… reacio, desde un principio, a la política».
(El teólogo católico G. Schweiger)
«Un “papa típicamente religioso”»
(Los teólogos católicos A. Pranzen y R Baumer)
«… puro como dotado de una naturaleza de Parsifal»
(El obispo A. Hudal, condecorado con el
distintivo en oro del Partido Nacional Socialista)
«La guerra contra Rusia estaba en puertas y Roma abrigaba la esperanza de una misión afortunada en aquel país tras el avance victorioso de las potencias centrales… El Vaticano, especialmente el papa Pío X, es en una buena parte culpable del estallido de la guerra»
(Eduard Winter)
«En vísperas de la I Guerra Mundial, la curia dirigida por este papa aboga por el rápido aplastamiento de Serbia, por parte de Austria-Hungría»
(El historiador Católico F. Heer)
Cuando la vida de León XIII, cuyas declaraciones serían determinantes para la política curial en el siglo XX, se extinguió en pleno verano del año 1903, los grandes grupos de poder europeos intentaron por todos los medios diplomáticos elevar al solio pontificio a uno de sus partidarios. De los 65 cardenales, entre ellos 30 prelados de la curia, aparecieron 63. Faltaban Moran, de Sidney, debido a la distancia y Celesia, de Palermo, por enfermedad. Dos de los papables no vivían ya: Monaco y Parocchi. Candidatos con posibilidades parecían ser asimismo el secretario de estado Rampolla, favorito de la Alianza franco-rusa, el cardenal Gotti, general de los carmelitas y prefecto de «Propaganda Fide», candidato de las potencias centrales, el cardenal decano y camarlengo, Oreglia, de 75 años, el vicedecano Vannutelli, los cardenales Agliardi, Capecelato, Svampa, Pietro y Sarto. Hacía ya mucho tiempo que se habían urdido intrigas según todas las reglas del juego, espirituales y profanas. Ahora, la temperatura del cónclave se hacía febril, los rumores y las difamaciones se propagaban como la peste: que la policía andaba tras un sobrino de Rampolla, que Gotti estaba implicado en un proceso y comprometido por la banca Pacelli, que un hermano de Vannutelli estaba en la cárcel. Otro hermano de este último, Vincenzo, otro purpurado, propagaba frenéticamente la candidatura de aquél, asegurando encarecidamente a todos que no entraba en sus especulaciones la de ser él mismo el secretario de estado. No obstante, como decía alguien cáusticamente, no querían tener «dos papas», y por eso ni siquiera sirvió de nada el que en el transcurso del cónclave una paloma llegase a posarse sobre Serafino Vannutelli.
En el primer escrutinio del 1 de agosto de 1903 Rampolla obtuvo 24 votos, Gotti 17, Sarto 5, Vannutelli 4, Oreglia, Capecelato y Pietro obtuvieron 2 cada uno. A la tarde el número de votos a Rampolla se elevó hasta 29, mientras que los de Gotti descendieron a 16 y pasaron más tarde a ser 9 e incluso sólo 3. El candidato de las potencias centrales, «cardenal Esfinge de Mármol», favorito de Alemania y considerado además como canonizable, se fue hundiendo gradualmente. Y eso que, al parecer, «il santo» se abstuvo escrupulosamente de decir la menor inconveniencia contra nadie para no poner en peligro su elevación al solio.
Bien podría ser, con todo, que la mala suerte de Gotti se hubiese visto fomentada por una parte de sus partidarios. El embajador austríaco ante el Vaticano, conde N. Széczen von Temerin esboza, cuando menos, un cuadro de «nuestros cardenales» que no es de lo más espléndido: El más joven, pastor supremo de Praga, tiene talante tímido. El primado de Hungría se complace en toda clase de extravagancias. El cardenal de Salzburgo era tardo de entendimiento y siempre respondía «Un, uh». El de Viena era ciego y sordo. Ninguno de los dos sabía francés ni italiano. No conocían a nadie «ni saben nada y esperan ostensiblemente que los inspire el Espíritu Santo».
El mismo embajador no lo tenía tampoco nada fácil. «Entre los 39 cardenales (cuento sólo a los italianos), a la mayoría de los cuales no conozco, —anotemos que llevaba ya nada menos que dos años viviendo en Roma— he de averiguar quién es el más digno y hacerle elegir con 5 votos, los de los prelados austro-húngaros, de entre 62». En relación con eso llevaba una vida de desgaste: «diariamente unas tres horas, uniformado además, en la iglesia y aguantando el calorazo. Recibir y hacer incontables visitas. Leer un montón de periódicos estúpidos. Llega a veces un momento en que no sé ya realmente dónde tengo la cabeza…»[26].
El propio Rampolla, sin embargo, que se situó en cabeza y pudo incluso, aumentar el porcentaje de sus votos, fracasó asimismo y eso se lo debió, al menos indirectamente, a un cardenal austríaco.
El secretario de estado de León XIII era el hombre en quien Rusia y Francia fundamentaban sus esperanzas. El ministro francés de asuntos exteriores, Th. Delcassé, el político francés más importante de su época, forjador del entendimiento con Inglaterra y de la Entente de 1904 —«nuestro enemigo más irreconciliable y, si bien se mira, el más inteligente, probablemente de los que tenemos en el mundo», así lo calificaba el canciller del Reich, Von Bülow— había convocado a los príncipes de la iglesia francesa antes de su partida, para, llegado el momento de elegir papa, inclinar el favor del Espíritu Santo hacia un candidato proclive a Francia. Delcassé tan excelentemente informado sobre el colegio cardenalicio que pudo predecir con total exactitud los 24 votos del primer escrutinio parece haber recomendado a los electores de papa presentes en su convocatoria (todos menos 2) votar en bloque a favor de Rampolla, cuya candidatura era también favorecida por el ministro español de asuntos exteriores. En caso de que las posibilidades de la misma se esfumasen debían, eventualmente, votar por Vannutelli.
Atendiendo a consideraciones de política exterior e interior, Austria-Hungría quería impedir a toda costa un papa Rampolla. El cardenal era adversario de la Triple Alianza, favorecía a Francia y a los pueblos eslavos de la monarquía danubiana, al partido cristiano social de Austria y a la democracia en general. Estos dos últimos factores socavaban al estado de los Habsburgo, a los ojos del emperador Francisco José. El regente hizo, por lo tanto, uso de su veto.
El derecho de exclusión en el cónclave, combatido por la curia pero tolerado en la práctica, lo habían aplicado con éxito el emperador austríaco Francisco 11, la penúltima vez, en 1823, y, por última vez, el rey español Fernando VII, el restaurador de la inquisición, en 1830. En Viena mismo se consideraba este recurso como algo odioso, aplicable tan sólo en caso de extrema necesidad. Era, además, un arma de doble filo pues había que contar con que podría ser ignorado por la mayoría de los cardenales. «Pero incluso en el caso más favorable —como escribió el ministro de asuntos exteriores austro-húngaro Conde Goluchowski— de que se tenga en cuenta nuestro veto, ello nos valdrá con seguridad el odio del perjudicado y de sus partidarios así como una vendetta siciliana, una venganza sangrienta», pues, —algo que todos sabían— Rampolla era siciliano.
El ministro de asuntos exteriores parece haber encomendado al cardenal de Viena, Gruscha, la presentación del veto. Pero éste, que había implantado en Austria las asociaciones Kolping de aprendices católicos y deseaba ser allegado de Rampolla al menos en lo que respecta a su actitud «social», se sustrajo a aquel penoso deber alegando sus 83 años de edad. Seguidamente el cardenal de Viena le confió esa misión a Kniaz de Kozielsko Puzyna, obispo de Cracovia, vástago de un antiguo linaje de príncipes lituanos, recalcándole estrictamente «que no se anticipase prematuramente ni pusiera sin necesidad las cartas sobre la mesa». En todo caso había que manejar este asunto con extrema prudencia. Con todo, no fue el ministro de asuntos exteriores ruso el único en enterarse del exclusive que amenazaba a Rampolla —el embajador ruso ante el Vaticano Charikov ya se lo temía en 1898— sino que el periódico «Neue Wiener Tagblatt» («Nuevo Diario Vienes») ventiló en julio y a plena luz del día —estando aún vivo el papa, pero afectado de rápida decrepitud— la exclusión de Rampolla por parte de la monarquía danubiana.
Después de que éste viese aumentado el número de votos a su favor en la sesión del 1 de agosto, a saber, de 24 a 29, el siguiente día de votaciones, un domingo que vio cómo cincuenta mil personas aguardaban expectantes ante el Vaticano contemplar la sfumata y la decisión del Espíritu Santo, el obispo de Cracovia se levantó para lanzar su veto contra «Su Eminencia, Cardenal Rampolla, nomine et auctoritate Suae Majestatis Apostolicae». El polaco —quien contraviniendo los afanes unitarios de Rampolla frente a rutenos y ucranianos, propugnaba no el rito oriental sino el latino y también una política de polonización declarada— no introdujo la exclusión con la fórmula tradicional del «lamento…», «doleo…», sino con la de «Honori mihi duco…», es decir «tengo el honor de…», si bien con voz extremadamente débil. «Che dice», preguntó Rampolla al cardenal Gibbons de Baltimore, sentado a su lado, quien no podía «seguir, pero he oído su nombre». Cuando una segunda lectura de Puzyna tampoco resultó satisfactoria, fue el cardinal F. Caravagni quien expuso finalmente y con toda claridad el veto del emperador austríaco. Rampolla, cuyo rostro normalmente pálido se ensombreció visiblemente, protestó mediante una nota que seguramente llevaba ya preparada: en definitiva el «secreto» había sido ya debatido en el «Neue Wiener Tageblatt». Es más, el mismo Puzyna se lo había notificado con antelación a la víctima. La eliminación de Rampolla estaba, a buen seguro, respaldada no sólo por Viena sino también por Berlín y, más que probablemente, también por el reino de Italia y por un círculo clerical, asimismo, que se había comprometido ya en favor del nuevo estado italiano.
Así, aunque Rampolla reuniese incluso 30 votos en el escrutinio de la tarde, el veto alteró completamente las mayorías. En efecto los votos se iban concentrando aceleradamente a favor del antiguo obispo de Mantua, a la sazón patriarca de Venecia, José Melchor Sarto, quien además se comportó con gran habilidad.
Ya al partir para el cónclave había significado a la condesa Carpegna, quien deseaba que el Espíritu Santo se posase sobre él: «Tiene usted un concepto muy bajo del Espíritu Santo». A su vecino de cónclave, el cardenal Lecot de Burdeos, que le preguntó al comenzar la elección qué diócesis presidía, no le pudo responderle en francés, a raíz de lo cual Lecot le profetizó que no era «papable», pues un papa ha de hablar en francés. Dando gracias a Dios, el modesto Sarto lo confirmó así: «¡Verum est emminentissime Domine. Non sum papabilis. Deo gratias!» Cuando en el primer escrutinio obtuvo 5 votos, lo consideró una mala burla: «volunt jocari super nomen meum» Cuando la segunda votación arrojó el doble de votos para él, opinó: «Espero que mañana nadie se acuerde de mí, hoy se trató, naturalmente, de un error. ¡Ni siquiera me conocen!». Al mismo tiempo cursó instrucciones a Venecia como si su regreso fuese algo obvio. Y cuando sus posibilidades tomaron carácter serio, al reunir 21 y después 24 votos, comenzó ya, pálido, trémulo y cubierto de lágrimas, a conjurar a todos a que prescindieran de él por no estar a la altura de la carga. Estaba dispuesto para ello a besar los pies de todas sus eminencias: «Soy indigno, soy incapaz, olvidadme», exclamó, «mi elección sería la ruina de la Iglesia»[27].
Sarto compareció al séptimo y último escrutinio con el rostro marcado por el llanto tras una noche pasada en vela y en oración. Con todo, tras su elección con 50 de los 62 votos declaró confuso, —recuérdese la conducta de su predecesor— y al borde del desmayo, entre lágrimas y gotas de sudor:
«¡Que pase de mí este cáliz, pero cúmplase la voluntad de Dios!». Como contraposición a León XIII y en recuerdo de Pío IX se denominó Pío X y cuando los cardenales le rindieron los primeros honores mediante el beso en la mejilla, en la mano y en el pie, no le supo tan mal y esbozó ya su primera sonrisa…
Como en el caso de León XIII —el caso de todos los papas— el mundo prorrumpió en júbilo. Sarto, desconocido hasta el punto de que su vecino en el cónclave hubo de preguntarle de qué diócesis era arzobispo, se convirtió de un día para otro en el popular «hombre de Dios». La prensa de todos los partidos expresó su admiración por él, los periódicos, desde Inglaterra hasta España, Rusia y América, ensalzaron sus buenas prendas, la oleada de telegramas y manifestaciones de júbilo parecía no querer cesar.
Pío, «cuya gran energía, resolución e inexorabilidad iban parejas con su bondad, clemencia y mansedumbre» conquistó para sí, como en un arrebato, «todos los ánimos incorruptos» gracias a «su salud física, a la fuerza de sus músculos… a su mano bella y blanca, al color lozano de su rostro de rasgos nobles, casi numismáticos, con sus ojos expresivos, de un azul grisáceo por los que asomaban tanta seriedad, dignidad y resolución como bondad y clemencia», gracias a su «sincera sencillez y bondad de corazón, a su alegre campechanía y amenidad en la conversación», a su «lenguaje popular y su sonora voz así como a los rasgos claros y hermosos de su letra», a su «intelecto abierto al saber y al arte, a su sencillo modo de vestir y su modesto reloj de níquel, al mobiliario, casi mísero, de su dormitorio y su despacho, a su frugal comida», gracias a su «inagotable generosidad», «su actitud sobrenatural y su piedad…» etc, etc.
Se trataba de la misma oleada propagandística, de euforia casi automática, que en el caso de León XIII. Pero mientras que éste, que según el católico J. Fevre era «el papa de los reyes, de los emperadores, de las cortes, de las cancillerías y de los obispos» entró en la historia, grotesca ironía, como «papa de los obreros», a su sucesor se le etiquetó como «papa de la acción pastoral», como «papa de los débiles, de los pobres y de los párrocos». «Renovar todo en Cristo» (instaurare omnia in Christo) era su divisa. «De política no entiendo nada», así parafraseó su proyecto vital. «Nada tengo que ver con la diplomacia. Mi política es aquél» (la mía política ‘e quello), aludiendo a aquél que, según la Biblia, fue crucificado una vez y que en la historia de la Iglesia lo sigue siendo incesantemente.
Pero aun siendo cierto que Pío X no era tan eminentemente político ni curtido en todos los avalares como León XIII, esta «aparición sobrenatural y encarnación ideal del Vicario de Cristo», mencionaba no obstante en su encíclica inaugural que era su «deber» «tomar cumplidamente sobre Nos los cuidados pertinentes a la política», acentuando incluso, —con lo cual seguía claramente las huellas de su predecesor y de la mayoría de los papas desde la Edad Media— que «corresponde a nuestro cargo el guiar a todos y a cada uno, no sólo a los que obedecen, sino también a los que mandan, (!) no sólo en su vida privada, sino también en la pública, tanto en lo social como en lo político». Y ello no es todo: pocos meses después proclamó como misión suya, «en el alto cargo que se nos ha encomendado», trabajar «según el mandato de Dios», a saber, «yo te pongo por encima de los pueblos y los reinos, para que arranques y arrases, edifiques y plantes…» Aquí se hizo alusión, atinadamente, a la otra sentencia con la que el cardenal e historiador Baronio aclaraba otrora a Pablo V «las obligaciones de los papas en virtud de j su cargo»: «Dos son las funciones en el oficio de San Pedro, consisten en apacentar y matar, según las palabras: apacienta mis corderos, y, consecuentemente, mata y come. Pues si el papa ha de enfrentarse a recalcitrantes, tiene el mandato de sacrificarlos, matarlos y comérselos».
Bajo Pablo V comenzó la Guerra de los 30 Años del Siglo XVII; bajo Pío X la Guerra de los 30 años del siglo XX. Pío consideraba la política —escribió el embajador austríaco ante el Vaticano— «como un mal inherente a su dominio universal».
«Dominio universal», lo mismo, pues, que bajo León XIII.
Con todo. Pío X no pensaba proseguir el curso de su antecesor cuya alta diplomacia consideraba «fracasada». Pues si bien durante los últimos años del pontificado de Pecci se había revigorizado de nuevo la tendencia germanófila en la curia y León había, finalmente, traído más alemanes al Vaticano y dispensado alguna que otra vez su favor a las potencias centrales, su propósito era únicamente el de embaucarlos, «espolearlos a que fuesen aún más modosos», mientras que todas sus esperanzas se cifraban en Francia y en la Rusia a ella vinculada. Hasta el último gesto del moribundo señala en esa dirección —su alusión al «penique de hierro para caso de urgencia» depositada en una caja fuerte oculta para todos, a cinco millones de francos franceses, la herencia para su sucesor—. El papa contaba firmemente —y no se engañaba en ello— con una victoria de Francia, respaldada por Rusia. «Los empréstitos a Rusia, concedidos a un alto interés, constituían un respaldo considerable para el franco francés. Así se entiende que León XIII acompañase a Francia en todos sus virajes políticos y que, apoyase, en definitiva al gobierno francés, pese a todas sus declaraciones anticlericales».
Aparte del «penique de hierro», el papa León dejó en todo caso en herencia un patrimonio de unos 60 a 70 millones[28].
La elevación al solio de J. Sarto, un compromiso en apariencia, se evidenció pronto como un éxito de las potencias centrales y especialmente de Austria-Hungría. Al contrario que Pecci y Rampolla, italianos de la nobleza, Sarto era hijo de un modesto campesino, cartero a la vez, y de una modista. Un hermano suyo era gendarme austríaco y él mismo creció en el norte, en la Venecia austríaca, fronteriza de los eslavos del sur, en oposición a los cuales se educó él, nada menos que durante tres décadas. El antieslavismo fue ya una constante de toda su vida. Sentía, en cambio, gran estima por el viejo emperador Francisco José I, profundamente adicto al Vaticano, a quien una enciclopedia de historia alemana ensalza así: «La edad lo volvía venerable a ojos vistas». El emperador era, según confesión propia «Un fiel hijo de la Iglesia, que me enseñó la devoción en las horas difíciles…» y ya en el Concordato de 1885, este monarca había sacrificado importantes derechos del estado en favor de la iglesia romana. Según el obispo Hudal, veneraba de tal modo al papado que «estaba antes dispuesto a consentir que los intereses de su dinastía sufriesen detrimento en la política exterior que a desconsiderar exigencias justificadas de la curia».
Pío era tanto más propicio a un soberano así cuanto que su tiara la debía únicamente al veto imperial, por lo que el gobierno vienes tenía a gala «haber ayudado a la Iglesia a hallar un soberano tan excelso». Por su parte Pío X manifestó pronto y repetidamente su apego a la monarquía danubiana: durante 32 años había sido «fiel súbdito de Austria» y «no escatimaría esfuerzos» para establecer una relación óptima entre el Vaticano y Austria-Hungría. También al embajador, conde Széczen, le aseguró, apenas se presentó la ocasión, «que siempre concedería la máxima importancia al mantenimiento de relaciones óptimas con Austria-Hungría y que estaría siempre dispuesto a atender nuestros deseos en cuanto fuera posible». Y ya en la audiencia inaugural de Széczen lamentó «las actividades agitatorias del clero eslavo».
El francófilo y eslavófilo Rampolla, en cambio, que había ido enajenándose todas las simpatías de Viena hasta hacerse allí «auténticamente odioso» y que en el cónclave había sido también el principal rival de Sarto, fue inmediatamente depuesto por éste y tras perder su posición dirigente en la secretaría de estado fue encargado, como por escarnio, de dirigir la recién fundada Comisión Bíblica y forzado prácticamente a su retiro en calidad de arcipreste de San Pedro. Vino a ocupar su puesto el secretario del cónclave, Merry del Val, vástago de una familia de diplomáticos que sólo contaba 38 años. Este prelado había desempeñado antes cierta actividad política en Viena y era, fuera de toda duda, un filoaustriaco de origen español, el primer dirigente de la secretaría de estado no italiano. Aparentemente suave, amable y deferente como persona, era con todo, tanto más severo, casi sombrío, en sus principios. Intelectualmente era tan insignificante que los diplomáticos decían chistosamente «Merry del Val non val».
Gracias a su relación de confianza con el papa obtuvo un enorme poder. No era, sin embargo, como a veces se dice, jesuita, aunque sí educado por los jesuitas y tenía tan estrecha relación con el general de éstos que se le acusaba sin ambages de ser un instrumento en manos de la todopoderosa «Compañía de Jesús».
El ascenso de Del Val, a quien Pío X elevó también de inmediato a cardenal —de momento era el único a quien ascendía si descontamos a Callegari, amigo de su infancia— constituía el agradecimiento papal por el «juicioso espíritu que demostró» el secretario del cónclave. Y también frente a otro príncipe de la iglesia mostró Pío una pronta deferencia: su primera audiencia la concedió al cardenal Puzyna, el 7 de agosto de 1903, quien, en nombre de su emperador, había pronunciado el exclusive formal contra Rampolla. En cierta manera, con ello había hecho Papa a Sarto, algo sobre lo cual discutía una semana más tarde —con gran perplejidad del Vaticano— «la prensa de todos los países». Un pintor austríaco, Lippay, pudo realizar uno de los primeros retratos del recién elegido. Pero también algunas canonizaciones y beatificaciones se reputaron como muestras de su favor hacia Austria. El príncipe-arzobispo Kohn von Ólmütz, en cambio, descendiente de la burguesía judía, que resultaba fatal para Viena porque favorecía a los checos y a quien León XIII, sobornado al parecer por sus opulentos regalos, mantuvo en su sede pese a la presión contraria de Viena, fue depuesto por Pío en los primeros meses de su pontificado.
Con razón encarecía el papa que su propósito de prestar «el máximo interés y simpatía» a la política de la monarquía de los Habsburgo no era pura retórica. Ya al final de su primer año de pontificado la curia ofrecía, a ojos de la diplomacia, «un cuadro completamente distinto». «Ha desaparecido el odio contra la Triple Alianza y Austria-Hungría puede afirmar hoy con toda tranquilidad que se le ha devuelto íntegramente la posición que le corresponde en la política de la Iglesia». No obstante, todavía en 1907/8, cuando el embajador austríaco ante el Vaticano consideraba, en discusión puramente «académica» las posibilidades de un futuro cónclave, se sentía atormentado por el miedo al retorno de Rampolla y buscaba los medios «para estorbar una elección eventual de Rampolla». El cardenal, presumía el conde Széczen, no ha desistido aún de ser papa pese a todo. Es cierto que aparece en público lo menos posible, pero asiste a todas las fiestas nacionales de Austria para mostrar ostentosamente que «ahora es persona grata en la misma Viena». El embajador previene y teme. «Nuestro mayor deseo es que Pío goce de una vida lo más larga posible. Ése es el mejor modo de conjurar nuestros temores respecto a una candidatura eventual de Rampolla».
El veto estatal, el exclusive, gracias al cual pudo él mismo ser papa, fue declarado por Pío, apenas medio año después, el 20 de enero de 1904 y con toda solemnidad, como recurso ilícito imponiendo las más graves sanciones canónicas a quienes participasen o comunicasen al colegio cardenalicio, o a cardenales particulares, tal veto[29].
Mientras la curia colaboraba cada vez más estrechamente con Austria-Hungría también se aproximaba al mismo tiempo a la Alemania imperialista de Guillermo II, con lo cual se vino completamente abajo toda la concepción política, cuidadosamente diseñada y ampliamente previsora, de León XIII y de su secretario de estado.
El emperador, cuyos enunciados «Nos adentramos navegando en el Fjord Hardanger. Las nubes encubrían aún las montañas de nuestro entorno, pero después la cortina nebulosa se desgarró y el sol irrumpió con tal majestad que nosotros dimos un taconazo sobre el puente de mando…» descollarían incluso en el ABC de las frases más estúpidas, de E. Jameson, tenía, con sus pretensiones de monarquía absoluta («regis voluntas suprema lex»), una mentalidad tan afín a la de Pío X como a la de su antecesor. Y su diletantismo político (aunque la virtud contraria no resulte mejor, basta leer la historia) encajaba todavía mejor con el de Pío.
En todo caso, el déspota alemán era un cristiano creyente y su «veneración al sol» sobre el puente de mando no era, de seguro, ninguna reminiscencia pagana como lo era en otro tiempo la de aquellos cristianos que todavía en el siglo V caían de rodillas ante el astro naciente rogándole: «Ten piedad de nosotros» sino expresión del concepto bajo el cual las subsume Jameson. Ya en su «prédica a la marina del 29 de julio de 1900 conjuró el emperador al viejo Dios» y «al santo contingente de los orantes» que «intervienen, espada en mano, defendiendo nuestros bienes más sagrados». Una década más tarde declaró: «Sigo mi camino… considerándome un instrumento del Señor». Ante los monjes de Beuron proclamó en su momento: «La corona que porto sólo puede ser garantía de éxito si se funda en la palabra y la persona del Señor. Como símbolo de ello he erigido la cruz en esta iglesia, para demostrar así… que los gobiernos de los príncipes cristianos sólo pueden ser dirigidos bajo el signo del Señor y deben ayudar a fortalecer el sentido religioso congénito en los germanos y a acrecentar el respeto ante el trono y el altar. Ambos se complementan mutuamente y no deben ser separados». A medida que sus pasos avanzaban hacia el 1914, y ese año de modo especial, más vehemencia ponía en asegurar al mundo cuan unido se sentía al «gran Aliado».
Pero Guillermo II no era únicamente un protestante convencido. Su visión de un Dios dispensador de una gracia mística le hacían guardar una actitud plenamente respetuosa, benevolente, incluso, para con la iglesia católica. En 1887 y por vez primera, el congreso católico alemán lanzó un «viva el Emperador» después de los tres «vivas» al papa y desde el acabamiento de la «Kulturkampf» la paz, al menos por cuanto respecta a la política eclesiástica, apenas fue perturbada. Téngase en cuenta que aproximadamente un tercio de los súbditos imperiales eran católicos y si bien las relaciones con la curia misma se deterioraron continuamente, la influencia germano-austríaca, otra vez creciente en el Vaticano, hizo que en los últimos años de vida de León se produjese su amigable encuentro con el emperador. En el transcurso del mismo se asignaron recíprocamente el dominio del orbe.
Por el sucesor filoaustriaco, Pío X, sentía Alemania una estima cada vez mayor. Nadie menos que Guillermo II fue quien recordó posteriormente: «La elevación del patriarca de Venecia al solio pontificio fue saludada por doquier con alegría… El recién elegido mandó que me hiciesen partícipe de su deseo de que yo siguiera cultivando las mismas relaciones de amistad que me habían unido a León XIII».
Al igual que León, Pío X compartía también, naturalmente, la actitud virulentamente antisocialista del emperador, cuyo «nuevo curso» y «régimen personal», tras el derrocamiento de Bismarck, intentaba continuar íntegramente la política represiva frente a la socialdemocracia. Al igual que el «canciller de hierro» que quisiera «aniquilar a los socialistas como a ratas» el emperador, cuyo lenguaje prenunciaba ya en ocasiones el de Hitler, desearía asimismo destruirlos, fusilarlos. A través de un proyecto de golpe de estado que se remontaba hasta Bismarck, Guillermo II quería incluso, en unión con los príncipes y contra lo dispuesto en la constitución, disolver el Reich para, una vez refundado, excluir de facto a la socialdemocracia de las elecciones. El plan fracasó sin embargo por la resistencia del nuevo canciller del Reich, conde von Caprivi. También fracasaron, por rechazo de la Dieta Imperial o de la Cámara de Diputados de Prusia la «Moción contra las actividades subversivas» (1895) y la «Moción sobre los presidios» (1899) con las que también se pretendía combatir drásticamente a la socialdemocracia. En todo caso ésta pudo triplicar el número de sus adherentes hasta 1912.
Pío X odiaba a los socialistas como León XIII, a partir de cuyas encíclicas compiló él, el 18.12.1903, 19 tesis en un Motupropio, a manera de «programa socio-político». Sólo con extremada prudencia podría hablarse bajo Pío X de una «democracia cristiana» en el sentido de León, pues Pío era alguien capaz de exclamar ante el representante ruso en el Vaticano «¡Pero, cómo el pueblo va a ser soberano!». En cambio bendecía toda política social restauradora y como vástago de la pequeña burguesía tenía un alto aprecio de la monarquía y de la nobleza y veneraba, hasta rayar en la ingenuidad, al emperador Francisco José. Ese papa que «vivía de forma paupérrima» pero apoyaba a los otros pobres como verdadero «ángel consolador» hasta el agotamiento, exhortó en cambio a los obreros el 13 de septiembre de 1903, pocas semanas después de su ascenso al solio, a cumplir con sus deberes religiosos, a educar cristianamente a sus hijos y a soportar resignadamente su suerte, siguiendo el ejemplo de Cristo: solución clerical de la cuestión social que se remonta al mismo Pablo quien recomendaba al esclavo que, incluso pudiendo obtener la libertad, se mantuviera tanto más complacidamente en la esclavitud, y el de la primera carta de Pedro que ordenaba a los esclavos soportar los golpes de sus amos por amor a Jesús. A comienzos del siglo II, también el obispo Ignacio les enseñaba «que no deben engreírse, sino que, en honor de Dios, deben acrecentar el celo en sus deberes de esclavos».
La imitación de Pablo, de la sedicente I Carta de Pedro, de San Ignacio y de San Agustín, que no de Jesús, de la comunidad primitiva y de otros Padres de la Iglesia, «comunistas» radicales, es algo común a todos los papas y también a Pío, que exclamó cierta vez en el Vaticano «¡Qué lujo y qué riqueza poseen aquí todas las cosas!»[30]). Ya como patriarca de Venecia había posibilitado en el consejo municipal una política reaccionaria que le mereció el nombre de «el campesino intrigante» por parte de liberales y socialistas. Y donde quiera que acciones «demócrata-cristianas», aunque fuesen dirigidas por católicos y sacerdotes, persiguieran mejorar la suerte de los obreros, hallaban la oposición del papa, salvo que estos grupos estuviesen firmemente controlados por el alto clero. Pues «Incluso si sus doctrinas estuviesen totalmente limpias de errores, constituiría ya una grave transgresión de la disciplina católica el que se sustrajeran tenazmente a la dirección de aquellos que recibieron del cielo la misión de dirigir a individuos y sociedades por el angosto camino de la verdad y del bien». Consecuentemente, el papa polemizaba contra Sillón, (Surcó) fundado por Marc Sangnier, movimiento que unía el catolicismo con el compromiso por la democracia y las reformas sociales. Es cierto que «Sillón» «justificaba antes bellas esperanzas» pero ahora, afirmaba el papa, «no es otra cosa que un mísero afluente de la gran corriente de la apostasía organizada en todos los países al objeto de levantar una iglesia universal, que no tendrá dogmas ni jerarquía, ni reglas para el espíritu ni riendas para las pasiones y que, bajo pretexto de la libertad y de la dignidad humana, impondría en el mundo, si llegara a triunfar, el dominio legal de la violencia y la astucia, la opresión de los débiles y de todos cuantos sufren y trabajan».
Pero en realidad. Pío propugnaba precisamente, como casi todos los papas, el dominio legal de la violencia y la astucia, la opresión de los más débiles, algo que su comportamiento a raíz de la revolución rusa de 1905 demuestra ya por sí solo. Pues incluso en el caso de que tales movimientos —hoy diríamos de la izquierda católica— estuviesen «totalmente limpios de errores» —notable concesión de Pío— «constituirían ya una grave transgresión» al no estar dirigidos por quienes recibieron del cielo esa misión, es decir, porque no resultan útiles, al menos de forma inmediata, a la jerarquía y a su política afecta al gran capitalismo. Los «sillonistas» condenados por el papa a causa de sus ideas exageradas respecto a la libertad y la igualdad, se sometieron de inmediato con Sangnier a su cabeza y fundaron por diócesis los «sillons catholiques», sumisos a los obispos. Con este motivo un cardenal romano halló el comentario más adecuado mientras hablaba con un marianista francés: que si Cristo retornase lo volverían a crucificar «pero esta vez no en Jerusalén, sino en Roma».
En Roma se produjo un espectáculo similar y Pío saboteó asimismo los inicios de una democracia cristiana, representada por la «Lega democrática nazionale» dirigida por el joven sacerdote Murri. Pues el papa argüía ya en diciembre de 1903: En la realización de su programa, la democracia cristiana tiene la estricta obligación de someterse a la autoridad eclesiástica en total sumisión y obediencia hacia los obispos y sus representantes (89). Se estaba, por principio, —explicaba meses más tarde el cardenal secretario de estado— contra «tales religiosos y seglares, notorios por sus nada correctos puntos de vista acerca de la actividad cristiano-social, en cuanto partidarios y divulgadores de fatales innovaciones, por ser poco celosos en la defensa de los propósitos y derechos de la Santa Sede o poco sinceros en el seguimiento de las instrucciones papales». En una tajante encíclica del 28 de julio de 1906, Pío X prohibió a todos los sacerdotes y clérigos novicios la afiliación a la «Lega Democrática Nazionale», fundada por demócrata-cristianos, mientras patrocinaba en cambio, en 1908, el nacimiento de la «Direzione genérale dell’Azione cattolica italiana» como «órgano central del movimiento católico». De ahí que fulminase en 1909 a Murri, que no estaba dispuesto a dejarse tutelar, con excomunión mayor.
De igual modo procedió el papa en Alemania. En 1895 se habían constituido aquí, con la ayuda del Partido del Centro, «sindicatos cristianos» en los que colaboraban obreros católicos y evangélicos. Su objetivo era, claro está, luchar contra los sindicatos socialistas, y las regiones donde tenían más peso eran el Ruhr, el Sarre y Baviera. En la «disputa sindical» sin embargo, los católicos se escindieron en una dirección berlinesa «integral» —favorecida especialmente por el cardenal de Breslau, Von Kopp y por el obispo de Tréveris, Korum, quien en 1891 adquirió notoriedad por la exposición de la «túnica de Tréveris» (V. pág. 58)—, y en otra «progresista» de Colonia. Hasta 1912 el mismo Pío deseaba asociaciones obreras puramente católicas, también y de modo especial en Alemania. Es más, incluso el 27 de mayo de 1914, abogó en el fondo por ese tipo de asociación a raíz de un consistorio público, declarando sin embargo, a la sazón «que las asociaciones obreras mixtas, las alianzas con no-católicos, al objeto de obtener mejoras materiales, son legítimas bajo ciertas y exactamente determinadas condiciones…» Finalmente, no tardaría en producirse aquel acontecimiento por razón del cual, incluso un Guillermo II no reconocía ya partido alguno, sino sólo alemanes…
«Lo único que nos ocupa, es la cuestión social», dijo en 1903 el general de los jesuitas, Louis Martín, en el generalato de su orden al mariscal general de campo alemán, Von Waldersee, quien no solamente ejerció el mando como «mariscal mundial» de las tropas aliadas en la Revuelta de los Boxers, sino que además pertenecía al círculo de íntimos del predicador de la corte de Berlín y fundador del Partido Obrero Cristiano Social, A. Stoecker. El general de los jesuitas Martín blasonaba frente al conde Waldersse con los 5000 obreros que sus «patres» habían arrancado a las filas de los socialistas.
Eso tan sólo en Reims y en cuatro años. Aludió asimismo a la amable actitud de Inglaterra frente al catolicismo y especialmente frente a los jesuitas, porque aquélla «obtenía de la orden grandísimas ventajas» en las colonias. Declaró con énfasis «que todo estado que mantenga una actitud amistosa hacia nosotros puede obtener de ahí grandes ventajas». El representante del imperialismo alemán comprendió: «yo sólo conozco un peligro, el socialista». Y en una de las cartas cruzadas al efecto el general de los jesuitas resumía así: «Es importante que en su lucha contra el socialismo, los católicos hagan causa común con todos los elementos conservadores».
Ya el 16 de marzo de 1904 fue anulado el artículo 2 de la ley relativa a los jesuitas, que prohibía a éstos residir en el territorio del Reich. Por mucho que despotricase la prensa protestante y por más que el mismo emperador, en observaciones marginales, llamase a los jesuitas «hijos del infierno» y «asado del diablo» a partir de ahora podían, sin fundar filiales, entrar transitoriamente en el Reich. Eran cada vez más los alemanes que ahora accedían al Vaticano, como la diplomacia rusa registraba preocupada. En 1906, el nuevo general de los jesuitas, T. X. Wernz, era también alemán. Por deseo alemán, Pío nombró en 1907 al general de los dominicos A. Frühwirth como nuncio en Múnich. El papa sintió como algo «sumamente desagradable» el conflicto entre el Centro y el canciller del Reich, Von Bülow y encareció a éste, en la primavera de 1908, que podía contar con su inquebrantada confianza. El canciller, por su parte, aseguraba a Su Santidad que el emperador Guillermo sentía la misma complacencia por todos sus súbditos, incluidos los católicos y que veía en esta paridad un principio fundamental del que nunca se distanciaría. Y la visita de su sucesor, Bethmann Hollweg, en la primavera de 1910 fue considerada como importante por el ministro residente ruso en el Vaticano, N. I. Bulacel, en relación con las relaciones germano-curiales.
Aunque, cierta vez, el papa fuese, ciertamente, demasiado lejos en el celo del combate interconfesional, en 1910, cuando su encíclica sobre S. Carlos Borromeo indignó de tal modo al campo protestante (hasta los círculos protestantes del sur de Hungría y de Croacia), que más bien benefició que perjudicó a ese campo, pronto depuso su actitud y ordenó retirar la encíclica de Alemania, así como el juramento antimodernista. El 6 de julio de 1910 proclamó ante peregrinos alemanes su predilección por Alemania. —¡Al igual que hizo Pío XII en 1939! Más aún—. Pío X imploró en su día para que la bendición divina descendiese ante todo a la casa de los Hohenzollern. —¡Al igual que hizo Pío XII en 1939 respecto a Hitler! Y abogó con gran energía y toda su influencia para que el Centro apoyase al gobierno del Reich—. ¡Otro tanto hizo Pío XII en 1939! Estos píos no estaban únicamente unidos por el nombre.
El príncipe Volkonskij, representante ruso ante la «Santa Sede» subrayó en septiembre de 1911 que los lazos entre la curia y las potencias centrales se hacían cada vez más cordiales a la par que empeoraban las relaciones ruso-vaticanas, contribuyendo de modo especial a lo último la embajada austro-húngara. Poco antes, incluso, del comienzo de la guerra, el 27 de mayo de 1914, Pío X nombró a 14 nuevos cardenales y entre ellos a tres provenientes de las potencias centrales: G. Piffl, de Viena; E. Bettinger, de Múnich y E. Hartmann, de Colonia. Incluso pocos días antes de su muerte —cuando la guerra mundial arrasaba ya todo— Pío X encomiaba a los católicos alemanes como «los mejores del mundo»[31].
Incluso con Italia, el socio de Alemania y Austria-Hungría en la Triple Alianza, mejoraron ahora, sin que hubiese negociaciones previas, las relaciones de la curia. Cierto que el papa amagó algunas discretas protestas, quejándose en base a la conciencia de su cargo y al juramento prestado, por el desacato cometido contra la Iglesia y exigiendo que «ésta disfrute de entera y plena libertad, ya que no puede someterse a ninguna otra potestad». A veces adoptó, incluso, actitudes más ásperas. Pero siendo aún patriarca de Venecia, Sarto había encantado a su Majestad el rey Umberto, con ocasión de su visita y también como papa se mostró casi conciliador, sobre todo si se le compara con su antecesor. Depuso, por ejemplo, al arzobispo de Zara por su propaganda croata, dirigida contra el reino. Permitió al cardenal vicario Respighi la visita eclesiástica al hospital militar, incluso en Roma. Permitió que un prelado bendijese en Spezia la insignia de un buque de guerra y hasta que los obispos del país organizasen oraciones por el triunfo sobre Turquía, pues los vicarios de Cristo hallan acomodo más fácil con el ejército y la guerra que con el socialismo. Precisamente por lo que respecta a Pío X se tiene constancia de su «predilección por el ejército» «una simpatía… especial por lo castrense». Y otro tanto ocurre con Pío XI y Pío XII. En todo caso, la actitud amistosa del papa frente a Italia durante la guerra italo-turca (1911/12) tenía además otro motivo.
Italia intentaba, desde mucho tiempo ha, anexionarse Trípoli, entonces bajo soberanía turca. Puesto que Trípoli domina, juntamente con Sicilia, una zona relativamente estrecha del Mediterráneo, poseía una considerable importancia estratégica. Italia lo consideraba además como zona de despliegue para posteriores expansiones. Pero, sobre todo, este conflicto provocó «la codicia de los reyes de las finanzas italianas» (Lenin). La diplomacia romana había preparado cuidadosamente, desde hacía 30 años, el apresamiento de Trípoli y cuando, en 1911, la crisis de Agadir inmovilizó a las grandes potencias, Italia presentó a los turcos un ultimátum de un cinismo casi insuperable, tan repentino como un rayo caído de un cielo sereno. En él reprochaba a la Sublime Puerta, mantener Trípoli y la Cirenaica en un estado de desorden y de miseria, torpedear las iniciativas italianas en Trípoli. Contenía esta sorprendente declaración: «El gobierno italiano obligado a salvaguardar su dignidad y sus intereses ha decidido proceder a la ocupación militar de Trípoli y la Cirenaica». El documento se elevaba hasta las más altas cimas de la desvergüenza al concluir con una propuesta a Turquía, para que ella misma favoreciese la anexión de su territorio, «impidiendo con medidas pertinentes cualquier tipo de resistencia contra las tropas italianas».
Entre los poderes financieros de Roma, con importantes intereses en Trípoli y, en definitiva, especial participación material en la guerra hay que contar al Banco di Roma. Esta entidad, a cuyo frente estaba E. Pacelli, tío del futuro Pío XII, estaba vinculada al Vaticano. Así se entiende que éste, oficialmente enemistado con Italia, permitiese sin embargo a sus obispos incluso la bendición de las tropas italianas: eso en una pura guerra de agresión y conquista, de las prohibidas por la propia doctrina eclesiástica. Por no hablar del evangelio.
Pues cuando se trata del dinero vaticano, hay no pocas cosas permitidas, o hasta obligadas, que en otro caso serían prohibidas. Por eso Pío X se aproximó también a Italia mediante el relajamiento sucesivo del «Non expedit» de sus dos antecesores, que vetaba estrictamente la participación electoral en un estado surgido de la «Revolución» y de la «Usurpación». Lo hacía, evidentemente, tan sólo para detener al socialismo. Por eso, ya en 1904, la curia había decretado:
«La no participación en las elecciones queda fijada como norma general. La prudencia de los obispos puede permitir excepciones en casos particulares, concediendo la participación electoral allá donde exista peligro de que sea elegido un anticlerical» En la pastoral al episcopado italiano del 11 de junio de 19’05 se dice «Cuando se trate del bien supremo de la sociedad —que se identifica obviamente con el bien supremo del Vaticano— se puede tolerar que en casos particulares hay dispensa de la ley —a saber, de la prohibición de votar— y de modo expreso cuando veáis que la salud de las almas y los supremos intereses de vuestras iglesias estén en juego y solicitéis la dispensa»[32].
Mientras que los contactos curiales mejoraron inmediatamente respecto a Austria, de forma bastante rápida respecto al Imperio Alemán y adoptaron tonos más amables incluso frente a Italia, empeoraron, en cambio, respecto a Rusia e Inglaterra, pero de modo especial respecto a Francia, cuyos cardenales se habían opuesto, desde luego, hasta el último momento a la elección de Sarto y cuya iglesia ya había dejado bastante desolada León XIII. Su tentativa de conseguir una mayor influencia sobre la república mediante la adaptación de los católicos del país a ese régimen, fracasó en términos generales. La cuestión de la soberanía de la iglesia nacional se enfocó ahora con mayor rigor, la legislación anticlerical se recrudeció. Otro tanto ocurrió con la reacción del poco diplomático Pío. Fueron precisamente sus «acciones políticamente torpes» como escriben dos historiadores católicos de los papas, Seppeit y Schwaiger, las que determinaron el «último y decisivo recrudecimiento del conflicto». Cuando en 1904 el presidente Loubet devolvía en Roma la visita que le había hecho el rey de Italia, el papa no recibió al francés, sino que protestó a través de su secretario de estado de modo que, después de algunas querellas más, Francia dio por interrumpidas las relaciones aquel mismo verano y el 7 de julio disolvió unas diez mil escuelas católicas. También confiscó la totalidad del patrimonio de los monasterios franceses, captando así «los millones monacales». Por último, en 1905 fue aprobada por la cámara de diputados (341 contra 233 votos) y por el senado (179 contra 103) y a pesar de la renovada protesta papal y obispal, la ley sobre la total separación de la Iglesia y del Estado.
Mientras que las comunidades protestantes y judías se sometieron y hasta los mismos católicos reaccionaron lealmente, la Iglesia fulminó anatema tras anatema contra la república y Pío X condenó en 1906 la ley del modo más enérgico mediante la encíclica «Vehementer nos» del 11 de febrero de 1906. Es más, ni siquiera se recató en «anular» el decreto por el que Francia separaba implacablemente Iglesia y Estado (Art. I: «La República garantiza la libertad de conciencia. Garantiza la libertad del culto divino público con las siguientes restricciones en bien del orden público…»). «En virtud de la sublime plenitud de poderes que nos ha sido concedida por Dios, desaprobamos y condenamos la ley por la que Francia ha dispuesto la separación de la Iglesia y del Estado porque, en el sentido más profundo, desprecia a Dios (!) y lo reprueba públicamente y ostensiblemente al establecer el principio de que la República no reconoce ninguna forma determinada de culto: porque vulnera el derecho natural, el derecho internacional y la confianza general en los convenios. Porque está en contradicción con la constitución que Dios dio a la Iglesia, con sus derechos esenciales y con la libertad».
Un registro efectuado en la nunciatura de París, centro de la lucha antiestatal, aquel mismo año, la expulsión del encargado de negocios papal, Monseñor Montagnini y la publicación de papeles comprometedores de aquella nunciatura provocaron nuevos ataques del papa, que consagró por entonces a 14 obispos franceses en San Pedro, exhortándolos «no a la alegría, sino a la cruz» y encaminándolos a la «pobreza»: una situación bíblica realmente insólita para un príncipe de la iglesia.
Todas las agitaciones emprendidas por «Sarto, el papa de hierro», para soliviantar al pueblo contra el estado, dejaron frío a aquél. «El pueblo francés asumió en conjunto con sosegada tranquilidad aquella separación» constata incluso una historia de los papas con el imprimatur eclesiástico. «Sólo en casos aislados se produjeron disturbios». El esperado huracán popular no se produjo. Y eso pese a todos los «atentados antirreligiosos» como la retirada del crucifijo de los tribunales, la expulsión del encargado de negocios papal, las trabas a contactos de los prelados con Roma, la orfandad de las sedes obispales; pese a la ley de separación, proscripción masiva de órdenes religiosas, supresión de escuelas católicas, suspensión del sueldo de los párrocos, llamamiento a filas de 5.500 clérigos, confiscación o expropiación de las posesiones eclesiásticas; a pesar de todas las quejas, protestas, incitaciones a la resistencia y a todas las sentencias papales como la de «que Francia únicamente se engrandeció y puede ser salvada si se mantiene firme junto al cielo y el papado» etc.[33].
¡Cuán despreciada ha de ser una iglesia para que se le depare semejante trato! ¡Para que no sólo no se produjese «el esperado huracán» sino que la «gran masa popular» como reconoce la antedicha historia, «especialmente los obreros» «se distancie aún más» de la Iglesia! ¡Aunque pocas cosas haya que beneficien tanto a la Iglesia como la «persecución», que por ello mismo no le resulta especialmente indeseable, sobre todo cuando aquélla afecta más a la sangre y los bienes de las ovejas que a los de los pastores! El anticlericalismo, la actitud liberal de Francia, la separación de Estado e Iglesia hizo, no obstante escuela, acá y acullá, como en Portugal, en 1911, y en Méjico, en 1917.
«Preservar… el orden sagrado»
(Pío X)
Mientras que de Europa a América las ideas liberales y democráticas penetraban cuando menos en las constituciones estatales, el imperio Zarista continuó siendo el baluarte de la reacción.
En el plano de la política exterior, la Rusia de los años noventa, puso en primer plano la política relativa al Lejano Oriente, especialmente la expansión en China, que las altas finanzas de Petersburgo no eran las últimas en respaldar. En todo ello jugaban un gran papel el proyecto del ferrocarril manchuriano a través de territorio chino. Políticos y consorcios bancarios europeos, americanos y rusos porfiaban, consiguientemente, por sobornar en Pekín y en Petersburgo a ministros chinos. El primer ministro ruso, S. Witte, ascendido después a conde por sus méritos, había hecho carrera en una empresa ferroviaria y era un valedor de la red de ferrocarriles. Había previsto por ello un fondo propio para el soborno de dignatarios chinos y, finalmente. China permitió a Rusia la construcción de un ferrocarril a Vladivostok, atravesando Manchuria.
Ello desembocó finalmente en la anexión de Manchuria, completada tras la denominada «Rebelión de los Boxer» del año 1900, obra de una secta secreta y xenófoba, en cuyo transcurso los chinos se sublevaron, —atacando con seguro instinto las sedes diplomáticas y las líneas ferroviarias— contra el censo y contra la división de su país. Guillermo II, henchido de orgullo por su «mariscal del mundo», Waldersee, recomendó en su «discurso de los hunos» ensañarse con los chinos parangonándolos a aquellas hordas asiáticas. El posterior afán expansionista ruso a costa de Corea condujo, sin embargo, a un choque con el Japón. Después de que los rusos mantuvieran quietos a los japoneses por más de un año usando el artificio de las negociaciones, éstos elevaron a cada paso sus exigencias y sin previa declaración de guerra, el 27 de enero de 1904, sus lanchas torpederas atacaron a la flota rusa del Lejano Oriente en Port Arthur. Y ya las primeras batallas perdidas de la guerra ruso-japonesa de 1904/5 —que contribuyó al creciente ascenso del Japón, mientras que a Rusia le costó 200.000 muertos, su flota de guerra, 2.500 millones de rublos y una gran pérdida de prestigio— bastaron para desencadenar la revolución en Rusia.
La guerra, una guerra colonial en las remotas fronteras del imperio, era tan impopular entre el pueblo como entre la tropa. Los campesinos, carentes de bienes o endeudados, acosados por malas cosechas y hambrunas catastróficas, atravesaban el umbral del siglo XX bajo una insoportable miseria. La situación social de los obreros se asemejaba a la de sus homólogos ingleses medio siglo antes. No había medidas de protección en el trabajo, ni para mujeres ni para niños. Estos últimos se mataban trabajando a partir de los 6 años, con jornadas de 13 y 15 horas, incluso en turnos de noche, por salarios de entre 3 y 5 copecas, mientras que el salario de los hombres oscilaba entre 30 y 50 copecas al día. En el distrito gubernamental de Moscú, con empresas, al parecer, especialmente amantes de los niños, casi un tercio de los obreros fabriles tenía menos de 15 años. Cierto que en 1897 la jornada laboral vigente para todos fue rebajada a 11 1/2 horas, pero ello tenía ribetes «de escarnio en medio de aquella miseria obrera» que Pío X quería en verdad mantener como «orden sagrado». Y hubo que esperar a 1912 para que la Duma promulgase una ley de protección en el trabajo de mujeres y niños.
El 9 de junio de 1905, la guardia palaciega abrió fuego contra una manifestación concentrada ante el palacio de invierno. Los manifestantes dejaron cientos de muertos, algunas mujeres y niños incluidos, sobre la plaza. Había encabezado la trágica manifestación el sacerdote ortodoxo Gapón —¡un soplón y provocador de la policía!—. Las huelgas se extendieron después del «domingo sangriento», proliferaron las refriegas callejeras, los actos de violencia de los campesinos, especialmente en la región del Volga, en Estonia y en Letonia. El crucero «Potemkin» izó la bandera roja en Sebastopol. En Moscú cayó el gobernador general, Gran Príncipe S, Alexandrovich; surgió en Petersburgo el primer soviet obrero y Trotzki hizo su aparición para desaparecer luego en el destierro siberiano. Lenin acudió apresuradamente desde Ginebra y huyó a Finlandia. El Zar Nicolás II tuvo que hacer algunas concesiones y se promulgó el «Edicto de la tolerancia», inicio de la época de la monarquía constitucional, aunque de perfil inconfundiblemente criptoabsolutista, en Rusia. En su transcurso, entre 1906 y 1917, se fueron sucediendo 4 dumas. M. Weber habló del «constitucionalismo aparente de Rusia».
Toda la burguesía europea, no obstante, se puso de parte de la Rusia Zarista. Los bancos franceses le concedieron en 1906 un empréstito de 1.000 millones de francos. La Alemania guillermina amenazó con la invasión militar, pero fue el papa quien más lamentó la sublevación de los explotados, tanto más cuanto que temía repercutiera en el resto del mundo.
El «Santo Padre» hizo entonces cuanto pudo para consolidar la autoridad del zarismo. Ya en su escrito del 3 de diciembre de 1905, dirigido a los obispos polacos en Rusia, advertía severamente a los católicos para que mantuviesen la calma y el «orden», es más, para que luchasen por su mantenimiento. Pío quería ante todo ver cómo los obreros, agrupados en las asociaciones obreras católicas, se sustraían a la influencia de «partidos dirigidos por hombres alocados». «Los súbditos están obligados a respetar a sus príncipes y a estarles sometidos, lo mismo que a Dios» exigía «Deben salvaguardar el orden sagrado vigente entre ellos, abstenerse de todos los medios a que trata de incitarles esa secta dañina (los socialistas) y evitar toda insubordinación…» Como quiera que lo que más miedo infundía era la unidad de acción de los obreros polacos y rusos, se intentó alienar a los primeros, en cuanto fuese posible, su conciencia de clase, fundando para ello asociaciones obreras puramente católicas. Así pues, con la ayuda del papa, se inició aquí la misma política ya aplicada en Francia, Italia y Alemania. Los obispos y sacerdotes polacos hicieron los mayores esfuerzos por crear asociaciones obreras católicas bajo tutela clerical y al mismo tiempo activaron la ampliación de las ya existentes en Galitzia, en la Gran Polonia prusiana y en Silesia, para evitar que la chispa revolucionaria saltase a Alemania o Austria.
En su escrito de diciembre de 1905 a los obispos polacos, Pío X no se olvidó de encomiar, como conclusión del mismo, los grandes méritos de Nicolás II por su deferencia para con la iglesia católica, así como por la libertad de conciencia concedida por aquel monarca a todas las confesiones, algo que el papa, por su parte, no concedía ni a los propios creyentes. El zar, sin embargo, que ya dos años antes del «Edicto de la tolerancia» había atendido los deseos de la iglesia católica, relajó bajo la presión revolucionaria las normas relativas a los matrimonios interconfesionales y abolió los castigos todavía vigentes en el código penal ruso para el caso de quienes abandonasen la iglesia ortodoxa e ingresasen en la católica. Es más, en 1906 se constituyó en Moscú una asociación con el objetivo de encaminar la iglesia estatal rusa hacia el papado. Pues a los ojos del gobierno zarista, el clero propio se había mostrado inepto ante la revolución. Los intentos ortodoxos de crear, a ejemplo del occidente, un movimiento obrero «cristiano-social» para batir al socialismo, tomando como modelos ni más ni menos que a León XIII, el «papa de los obreros», a Ketteler, el «obispo de los obreros» y al ultraconservador Stoecker, el predicador de la corte de Berlín, se truncó en sus inicios. El cardenal secretario de estado, Merry del Val, en cambio, podía jactarse de los méritos contrarrevolucionarios del episcopado católico en Rusia.
Hasta el mismo Zar reconoció agradecido las acciones papales en la lucha contra el socialismo y no fueron menores, en este contexto, las alabanzas dirigidas al emperador Guillermo II, al Centro y a las ejemplares organizaciones antisocialistas de los católicos alemanes. No hay que asombrarse por ello de que cierta prudente tendencia hacia el catolicismo romano hiciese mella en la nobleza, en los altos funcionarios y hasta en el clero ortodoxo. El príncipe Bjiosielsky, el hijo de un ministro, Evrainoff, algunos popes y con ellos unos 300.000 uniatas, se convirtieron. El noble Korostovec invitó en 1.906 al obispo católico-romano Chapín para que viniera de los EE. UU. a Rusia.
Pío X, que odiaba todos los anhelos nacional-revolucionarios, y muy especialmente los eslavos, centró ante todo sus esfuerzos en sofocar el ímpetu subversivo de los católicos de Polonia. Al igual que muchos otros papas se alineaba así con el zar ortodoxo y contra los católicos polacos, contra quienes se seguían aplicando las medidas de rusificación. «¡Otra vez estos polacos! —exclamaba Pío—. Son ante todo polacos. Sólo en último lugar son católicos». Por ello también el ministro residente ruso ante el Vaticano podía mostrarse contento con la actitud del papa, quien con motivo de la recepción de Año Nuevo, a finales de 1.905, condenó una vez más la revolución en los más duros términos. K. M. Naryshkin, que había notificado a Petersburgo la «tensa atención» con la que el alto clero romano seguía el desarrollo de la situación rusa desde el «domingo sangriento» destacó un año después toda la autoridad espiritual que el papa y la curia pusieron en el platillo de la balanza para combatir la revolución.
Pío X apoyó con ello enérgicamente a un régimen que no solamente estrujaba de forma que casi no tenía parangón a sus campesino y obreros, sino que perseguía además de forma brutal a los judíos, cuyos enemigos más enconados eran las autoridades y la iglesia ortodoxa.
Los gobiernos de los dos últimos zares. Alejandro III y Nicolás II, habían declarado públicamente que no cesarían de atribular a sus súbditos judíos hasta que un tercio de los mismos muriese, otro tercio emigrase y el resto se convirtiese al cristianismo ortodoxo. Consecuentemente, ya en 1.881 se produjeron pogroms en la pascua, en cuyo transcurso fueron asoladas centenares de casas y de negocios judíos, y no pocas sinagogas en Varsovia, Kiev, Odessa y otras ciudades. Súmese a ello la muerte de centenares de víctimas entre su población, a veces con la colaboración del ejército. Pero bajo el zar Nicolás II, un antisemita especialmente rabioso, apoyado por Pío X, se desencadenaron ya en los primeros años del siglo XX persecuciones que afectaron a 284 ciudades rusas, a raíz de las cuales y ocasionalmente bajo el toque de campanas como señal de ataque, fueron asesinados unos 50.000 judíos.
Si ya antes de que finalizase el siglo XIX habían huido de Rusia, donde vivían dos tercios de la totalidad de los judíos, casi un millón de ellos, a comienzos del siglo XX les siguió casi el doble. Tan sólo entre 1903, inicio de una nueva oleada de pogroms, y 1908 entraron en los U. S. A. unos 500.000 judíos orientales fugitivos. Se comprende perfectamente que fuesen precisamente los atribulados judíos, y especialmente los intelectuales, quienes se incorporaron en mayor medida al movimiento revolucionario en el que accedieron a menudo a posiciones directivas.
Pero siguiendo la doble moral de la curia, Pío X no se limitó a apoyar al Zar, sino que, simultáneamente, intentó aprovecharse de su gobierno, debilitado por la guerra y la revolución, en favor de su antiguo plan para hacerse con la iglesia ortodoxa. A ese efecto se fue montando paulatinamente un gran aparato. En definitiva ya León XIII había enfatizado:
«Entregadnos vuestros candidatos a sacerdotes. Los educaremos durante siete años entre nosotros y hallaréis en ellos a los más fieles paladines contra el socialismo y la revolución, inmunes a todas las influencias, incluida la del movimiento nacional polaco…»[34].
Al comenzar este pontificado los católicos de la Rusia Europea sumaban 4.621.232 con 1.500 sacerdotes de un «nivel muy bajo» como reconocen los mismos católicos. Había unas 1.300 iglesias (sin contar Polonia ni las uniatas). A aquéllas se añadían los 70.000 católicos de la Rusia asiática. El imperio Zarista pagaba por todo ello 1.571.617 rublos. Pero si bien la lucha contra la revolución unió al papa y al zar, la iglesia católica sólo prosperaba con gran lentitud. No sólo tenía contra sí a la «prevalente» ortodoxia, con una dotación estatal de clara preferencia y un recelo secular, sino también la desconfianza del gobierno y de la policía secreta, desconfianza que aumentaba en la misma medida en que se disipaban los terrores de la revolución. Ese sentimiento se basaba en la actitud aún rebelde de los católicos polacos y, aún más, en la cada vez más estrecha colusión del papa con Austria-Hungría y la Alemania imperial, que tenían ambas apetencias expansivas en el Este y el Sudeste, dándose el caso de que sus intereses y los del papa, sobre todo por lo que respecta a la Galitzia y los Balcanes, se condicionaban mutuamente.
Pero el papa operaba en el corazón mismo de Rusia y apenas si es casual que se sirviera para ello de una orden siempre deseosa de ganar para el catolicismo el Este ortodoxo, la de los jesuitas «La más peligrosa de todas las sociedades. La que —palabras de Napoleón— produjo más consecuencias funestas que cualquier otra».
Apenas ascendido Pío al solio pontificio en 1904, año en que Alemania se abrió de nuevo para la compañía, el Jesuita alemán F. von Wiercinski fue infiltrado desde aquí en el imperio ruso. Se le habían expedido dos pasaportes: uno para el viaje a Austria y Rumania, otro para el viaje a Rusia que desde luego no lo documentaba ni como religioso ni como jesuita. En aquel tiempo Rusia prohibía en principio a los jesuitas la residencia y sólo la permitía excepcionalmente y cuando era transitoria. Wiercinski, cuyo físico poseía un atractivo nada común, era persona muy culta y frecuentó los mejores círculos sociales y los salones más exquisitos. Gozó del favor especial de las damas y puso en pie una comunidad católica alemana. Sólo cuando pasados ya unos años se hizo sospechoso al gobierno, un registro domiciliario y los consiguientes interrogatorios evidenciaron su calidad de jesuita y su excelente relación con el papa.
El periódico alemán «Wesser-Zeitung» notificó el 11 de abril de 1911 que 307 mujeres y 331 hombres se habían convertido de la fe ortodoxa al catolicismo. Hablaba de un plan bien meditado, del intento de unir los ortodoxos a Roma así como del hallazgo de un documento del general de los jesuitas, Werz, dirigido a Wiercinski «con el permiso de fundar una congregación religiosa en Moscú… Todo este asunto está causando enorme sensación». El «Hamburger Generalanzeiger» informaba también del intento de Wiercinski, de «atraer no sólo a particulares, sino a comunidades enteras» con el señuelo de la «generosidad»… Se trata de una gran organización católica, con ramificaciones por toda Rusia y centro en Moscú, desde donde su cabeza, Wiercinski, imparte las directivas. Él está en contacto muy asiduo con el Vaticano y también con los estadistas más influyentes de Petersburgo, quienes, probablemente, no tenían hasta ahora la menor idea acerca de «sus intenciones». Después de que Wiercinski fuese expulsado, el diputado, católico del Centro, Erzberger, intentó, a través del embajador alemán en Petersburgo, Conde von Pourtalés, llevar al religioso Dr. Strehier, a dirigir la comunidad eclesiástica alemana de Moscú.
Ya unos años después de la entrada de Wiercinski en Rusia, proyectó Roma la fundación de un obispado propio, para los uniatas ruso-católicos. El zar luchaba contra la revolución y simpatizaba con el catolicismo. Por ello la curia dio en 1906 permiso para usar el ruso en los rezos de la iglesia y en la predicación. Concedió incluso el uso litúrgico de la lengua paleoeslava o glagolítica.
El príncipe Max de Sajonia, hermano del rey sajón y profesor de teología de la universidad de Friburgo (Suiza) pasaba por ser el candidato a obispo con más posibilidades. Siendo descendiente de una casa real se esperaba que a su través mejorarían aún más las relaciones con los círculos proclives al catolicismo en el entorno del zar. No obstante, y tras riguroso estudio, el príncipe Max llegó a la convicción de que no era la iglesia oriental la que se había separado de la romana, sino ésta de aquélla. A la romana correspondía, pues, el adherirse a aquélla y no al revés. Una intelección que no resultó nada beneficiosa para la candidatura del teólogo. Cuando a finales de 1910 sus «Pensées sur la question de l’union des églises», publicados en la revista Rome et l’Orient insinuaron, aunque prudentemente su convicción, Pío citó al autor a Roma y ordenó la destrucción y refutación del artículo. Efectivamente, el príncipe Max retiró a principios de 1911 en un escrito de sumisión, con declaración adjunta, aquellas afirmaciones en la medida en que suscitaban el disgusto papal. Es natural que se diese a conocer al mundo el sometimiento del «querido autor». Es más, aunque el artículo apenas pudo llegar a conocimiento público, por haber sido retirada de la circulación el número de la revista, Pío polemizó en su contra en encíclica especial dirigida a todos los obispos orientales, al final de la cual expresaba la esperanza de que la reunificación de las iglesias orientales con Roma fuese efectiva y lo más temprano posible.
Importancia esencialmente mayor que la del jesuita Von Wiercinski o la del príncipe Max —cuyos escritos han influido al parecer en muchas de las tomas de posición de Roma a partir de Benedicto XV— alcanzó el joven metropolitano uniata. Conde Sheptyckyj, un ucraniano de más que probada fidelidad para con el papa y los Habsburgo.
El pueblo ucraniano estaba escindido en uniatas y ortodoxos, lo cual resultó fatal en su historia. En la frontera ruso-austriaca se fueron colocando en vísperas de la I Guerra Mundial «valiéndose de las iglesias una especie de sistema de minas y contraminas. Surgió una guerrilla subterránea que, en último término, beneficiaba sobre todo al servicio de inteligencia militar de ambas monarquías». Emisarios religiosos de Rusia penetraban en la parte austríaca de Galitzia y hacían propaganda en favor de la integración en el imperio zarista. El papado, en alianza con Astria, fomentaba la latinización de la iglesia uniata a través del rico alto clero polaco y la convertía en un baluarte antirruso. Había que impedir cualquier tipo de unidad entre el pueblo ruso y el ucraniano favoreciendo en cambio la polonización de éste. A este respecto los jesuitas jugaban un papel dirigente.
Esta «misión por Galitzia» ya activada bajo León XIII pese a su eslavofilia y ortodoxofilia, fue, naturalmente, continuada, a mayor abundancia, por Pío X. Pues como escribió en 1868 el príncipe Clodoveo de Hohenlohe-Schillingsfürst, futuro canciller alemán del Reich, el ir contra Rusia valiéndose del papado y de la orden de los jesuitas pertenecía a la «antigua y tradicional política» de los Habsburgo[35].
En primerísima línea del frente se hallaba el conde A. Scheptyckyj, con quien nos toparemos a menudo. Joven y de fanática ambición, descendía de una familia de terratenientes estrictamente católica que, al igual que la restante nobleza conservadora polaca, se oponía al paneslavismo y defendía los intereses de Austria-Hungría. Ya en el siglo XVIII, un León Scheptyckyj había causado furor, como obispo uniata, por un largo proceso contra monjes basilios a causa de unos bienes de la iglesia. Un hermano del conde Sheptyckyj era general polaco. El mismo, educado por los jesuitas, llegó a obispo en 1899 y al año siguiente a metropolitano uniata de Galitzia. En el siglo XX se convirtió en dirigente e ídolo del movimiento ucraniano clerical-nacionalista, en acérrima oposición a Rusia. Era una síntesis clásica de noble latifundista y clérigo despótico, «el tipo humano que dominaba en Ucrania desde hacía siglos y que contribuyó no poco a mantener en la oscuridad y el servilismo a las amplias masas campesinas, que siguieron siendo por mucho tiempo objeto de explotación de los círculos dominantes».
La meta de Sheptyckyj no era, pues, la de una iglesia ruso-católica, sino la de una iglesia católica en una Ucrania regida por Austria. Su base de operaciones era previamente su propia diócesis metropolitana, cinco millones de rutenos aliados con Roma que, según cada situación, tan pronto se inclinaban a Viena como a Moscú. Especialmente a partir de 1907 Sheptyckyj, de cuya actitud recelaban los rusos, desplegó una actividad febril, respaldada en igual medida por el emperador austríaco y por el papa filaustriaco, pues ambos, sentían notoria simpatía por él. Nada tiene, pues, de sorprendente que, como subrayaba el jesuita Ammán, «tuviese a su disposición medios casi ilimitados»
El 17 de febrero de 1908, Pío X convirtió al arzobispo, mediante disposición secreta en comisionado con plenos poderes, que, si bien eran amplios, eran también, forzosamente, vagos. Se trataba del viejo proyecto de conquistar Rusia a partir de Galitzia. El papa tenía in mente un patriarcado ruso-católico cuyos inicios, puesto que el tiempo no estaba maduro para más, debía al menos organizar Monseñor Sheptyckyj. Para ello el «misionero» del «Santo Padre» tuvo que viajar dos veces por Rusia provisto de un pasaporte falso, lo cual hace pensar en otros «misioneros» de Roma, en el jesuita F. von Wiercinski, por ejemplo. El mismo año en el que el departamento de cultos extranjeros impuso la expulsión de Wiercinski, la policía cerró la iglesia uniata inaugurada por Septyckyj en Petersburgo. La revista mensual «Slavo Istim» («Palabra de la verdad»), fundada por él en 1913, desapareció ya en 1914. Su diócesis metropolitana en la Galitzia oriental cobraría con todo especial importancia «en el despliegue de los ejércitos del frente oriental» tras cuyas masacres continuaría él su agitación personal.
El desarrollo de la iglesia ruso-católica sería, sin embargo, bastante precario y reducido en general a los pocos centros del movimiento procatólico de Petersburgo y Moscú. Sus adherentes eran fundamentalmente, lo que no deja de ser significativo, nobles. El pueblo la rechazaba y la desconfianza de la policía secreta, la Ochrana, crecía sin cesar. En 1907 el obispo de Wilna, barón E. Ropp, fue depuesto por Nicolás II. En 1.910 se vetó a los obispos católicos el contacto directo con la curia así como la publicación, sin permiso del gobierno, de decretos papales. En 1913 fue cerrada la capilla eslava de Petersburgo, aunque allí «se hubiesen pronunciado en ruso homilías tan ricas en bendiciones».
A medida que se aproximaba 1914, los rusos se volvían más y más prudentes. Dos memorándums de agravios de autoría papal acerca de la situación de la iglesia católico-romana en el imperio del zar buscaban derechamente la ruptura de las relaciones, algo que el ministro de asuntos exteriores Sazonov, que había sido otrora y durante muchos años representante ruso ante el Vaticano, quería impedir a toda costa. «En vistas de una posible conflagración ruso-austriaca —argumentaba frente al Zar— los polacos comienzan a prepararse, con la solícita ayuda de Austria, a nutrir las filas del ejército austro-húngaro y a crearnos simultáneamente nuevas dificultades en nuestra gobernación del territorio. Inflaman la resistencia popular para cuando estalle la guerra».
En los últimos años de preguerra, los rusos persiguieron también con irritación a todos los movimientos unitarios apoyados por Austria en los Balcanes, Albania, Rumania y Bulgaria. Y mientras que en lo concerniente a la unión de las iglesias Pío X ponía en primer plano, por cuanto se refería a Rusia, el ritual autónomo de las iglesias orientales, por lo que atañía a los eslavos del sur de la monarquía austro-húngara, propugnaba enérgicamente la latinización, totalmente de acuerdo en ello con los círculos aquí dominantes, y cierta restricción de la liturgia eclesiástica eslava, de escritura glagolítica.i Actitud de doblez que no escapaba, naturalmente, a los ojos de la diplomacia rusa.
En general y de forma tanto más intensa según se aproximaba la guerra, el papa se inclinaba hacia las potencias centrales y se mostraba cada vez más rusófobo. Si bien, al igual que otras potencias occidentales, había apoyado decididamente al zar durante la revolución, ahora se desahogaba en amargas invectivas contra el emperador infiel e hipócrita, así como contra la sarta de mentiras y el juego de intrigas de la diplomacia moscovita. La cosa llegó tan lejos como para declarar al ministro residente ruso ante el Vaticano «con toda seriedad y solemnidad» que no podía aceptar ya las felicitaciones del representante de una potencia, que, a pesar de toda la paciencia y tolerancia que él había mostrado por su parte, no había cumplido ni una sola de las promesas hechas a él y a los católicos rusos. Cuando el representante ruso respondió asustado que eso no era verdad, el papa se levantó y señaló iracundo la puerta a Nelidov, tras lo cual éste salió «con mortal palidez y paso vacilante»[36].
«La guerra llevaba ya unos años preparándose seria y afanosamente. El ejército llevaba ya años en permanente estado de guerra. Uno de los preparativos más importantes fue, con todo el congreso eucaristico de Viena»
(El obispo auxiliar austríaco Waitz von
Salzburgo y posterior príncipe-arzobispo)
El Vaticano trataba con toda su energía de conquistar los Balcanes de la mano de los Habsburgo y ello tanto antes de la I Guerra Mundial como, y de forma más resuelta, durante la misma. Hacía ya más de un siglo que competían en este terreno las grandes potencias de Rusia y Austria-Hungría, deseosas ambas de convertirse en herederas del imperio turco. Fue eso, en último término, lo que hizo de la Europa del sudeste el foco central de la crisis.
Ya en 1.878, tras de la guerra ruso-turca, Austria ocupó las provincias turcas de Bosnia y Herzegovina. Acto seguido se comenzó a crear allí una jerarquía católico-romana y a amenazar a la iglesia ortodoxa serbia, cuyo protector era Rusia. Dos años después el prelado romano Pressuti exigió en un escrito programático, que también Pío X recomendó calurosamente, «Il pápato et la civilita degli slavi meridionali», hasta la misma disolución de Turquía para seguir acrecentando, con el soporte de los Habsburgo, la influencia católica. Por otro lado, el clero ortodoxo serbio, con quien se identificaba la mayoría de los habitantes de allí, continuó tanto más resueltamente su política panserbia en Bosnia y Herzegovina a la par que estigmatizaba «el altivo edificio del papado como obstáculo principal para la unión de las iglesias oriental y occidental».
Monseñor Pressuti había exigido en su escrito el establecimiento de un arzobispo y de dos obispados sufragáneos para los territorios ocupados. Y entonces se fundó efectivamente el arzobispado de Sarajevo así como los obispados de Banjaluca y de Mostar. En Travnik se creó un seminario propio, dirigido por los jesuitas cuyo patrocinio asumió el mismo emperador Francisco José. La totalidad del territorio fue puesta, sin embargo, bajo la autoridad de la «Propaganda Fide» aquella congregación ya repetidamente mencionada y a la que Gregorio XV dio vida en 1622 —el mismo Gregorio que canonizó aquel mismo año al fundador de los jesuitas y que al siguiente dio un nuevo y terrorífico impulso a la persecución de brujas— con el decidido propósito de convertir al catolicismo al mundo entero. Dirigida por un cardenal a quien por su gran influencia se suele denominar el «papa rojo», «Propaganda Fide» no es ni más ni menos que el ministerio de propaganda papal, en todo caso «el ministerio de información y la oficina de propaganda más antiguo, poderoso e imponente… que jamás haya existido», una institución en comparación con la cual las organizaciones de propaganda de otros estados son, como se ha dicho atinadamente, «juego de niños». Algunos decenios después de que la «Propaganda Fide» responsable de todo el sistema de misiones católicas, actuase en los nuevos obispados de los eslavos del sur, se produjeron en ellos las más espantosas matanzas de «herejes» del siglo XX, orgías de exterminio tan horripilantes que ni las peores entre las medievales las podrían eclipsar.
Una vez ocupadas Bosnia y Herzegovina, esos territorios siguieron, pero sólo nominalmente, bajo soberanía turca. A raíz, sin embargo, de la revolución de los «Jóvenes turcos» que, en 1908, restableció la constitución de 1876 y consideró ambas provincias como regidas y administradas todavía por la Sublime Puerta, Austria consideró amenazado su derecho de ocupación y se anexionó el 5 de octubre de 1908 Bosnia y Herzegovina. Serbia, cuya anexión constituía «un antiguo problema para los círculos feudal-clericales y militares de Austria», reaccionó al punto exigiendo de Rusia la guerra. El imperio Zarista, con todo, se resentía aún de las consecuencias de la revolución y más aún de su derrota ante el Japón. Además, la diplomacia austríaca lo desconcertó con un hábil regate y Alemania lo chantajeó (a medias), pues ya entonces estaba dispuesta —es decir lo estaban el emperador, el canciller, el alto estado mayor— a ir incondicionalmente a la guerra al lado de Austria y asestar un golpe a Rusia en caso de que la primera invadiese Serbia.
Poco antes de la anexión de Bosnia y Herzegovina, el encargado de negocios alemán en Viena, conde Brockdorff-Rantzau, había notificado que los más interesados en aquélla eran la iglesia católica y los militares metidos en política. Aludía así a los círculos en torno al sucesor en la corona, Francisco Fernando, cuya mujer, mantenía estrechos contactos con Pío X. En diciembre de 1908, poco después de la anexión, Austria contestó a las protestas de Serbia con preparativos de guerra. Fue especialmente el jefe del estado mayor, Conrad von Hotzendorf, que en enero de 1909 volvió a preconizar la guerra preventiva frente al conde Aehrental, ministro de asuntos exteriores, quien subrayó «que se imponía un desenlace militar del conflicto con Serbia, pues en un período de 2 a 4 años. Rusia e Italia estarían en situación de apoyarla —vaticinio que resultó justo— de modo que entonces podríamos incurrir en una guerra simultánea contra Rusia, Italia y los Balcanes, algo que se ha de evitar en cualesquiera circunstancias» En sus memorias asevera asimismo Conrad que «En los años 1908/9 vio llegado el momento de ajustarle las cuentas a Serbia».
Pese a que Austria provocó una crisis mundial con la «crisis bosniaca» arrastrando ya entonces a la humanidad, con el respaldo de Alemania, hasta el borde de una guerra mundial, Pío X aprobó la anexión. Y después de la misma —«Yo me he sentido designado a extender los derechos de mi corona a Bosnia y Herzegovina» declaraba lacónicamente Francisco José en un manifiesto— el cardenal secretario de estado, Merry del Val reconoció abiertamente que la jerarquía católica aspiraba en ambas provincias a conseguir «sistemáticamente» la unión de la iglesia ortodoxa serbia con la romana. Cuando, como consecuencia de ello, creció la resistencia yugoslavo-granserbia, el Vaticano y el emperador estrecharon aún más su colaboración, pues sus intereses coincidían aquí plenamente y, como expuso el jefe de sección del ministerio de asuntos exteriores, K. Mérey con Kapos-Mére: «es sabido que nada une tanto como tener un enemigo común». Pero la anexión de los dos territorios sudeslavos constituía cabalmente «la incorporación por parte de la monarquía danubiana de la masa crítica de dinamita política cuya explosión le llevaría en 1918 a su propia ruina»
Por supuesto que aquel primer tanteo, animado por el espíritu imperialista y respaldado por el Vaticano, dio la señal para nuevas agresiones en los Balcanes. Apenas apresadas Bosnia y Herzegovina, los ojos del papa y los del emperador se fijaron firmemente en Albania. Austria obtuvo el patronazgo sobre su iglesia católica a la que hizo afluir sumas dinerarias considerables a través del ministerio de asuntos exteriores. Hasta la Italia liberal favorecía pecuniariamente, con muy distinta intención, desde luego, a los católicos albaneses, mientras que Moscú y Belgrado financiaban al episcopado ortodoxo, sin que este último quisiera, no obstante, adquirir grandes compromisos políticos para con ambos.
La «misión» católica trabajaba usando todos los medios. El protonotario apostólico N. Kacciorri, por ejemplo, «un sincero patriota albanés», al decir de la Ballhausplatz, metió armas de contrabando destinadas al arzobispo de Durazzo, P. Bianchi, a raíz de la sublevación antiturca del verano de 1910. Kacciorri fue condenado en primera instancia a cuatro años de cárcel, en segunda instancia a dos años. En 1911, sin embargo, el embajador austríaco en Constantinopla obtuvo una amnistía para el monseñor contrabandista y Bianchi solicitó de Roma que lo hiciese su coadjutor. El 21 de abril de 1913 la «archicofradía del arcángel San Miguel» compuesta por señores feudales exigió vehementemente en Austria, a través del conde Resseguier, una guerra a favor de la minoría católica de Albania, en vías de extinción. «En este pequeño escenario se libró, también en el ámbito de la política eclesiástica, una lucha por el poder que todos los informes de la embajada austrohúngara ante la Santa Sede juzgaron como preludio de la guerra mundial» Así lo reconoce hasta el mismo Obispo Hudal, quien, naturalmente, condenaba en toda la línea «el trabajo de zapa nacionalista en el sur, dirigido simultáneamente contra Viena y contra Roma»[37].
Pero el trabajo de zapa internacional era cosa de otros. En 1912, cuando el occidente cristiano se hallaba en plena expansión política y religiosa y los estados balcánicos aprovecharon la guerra turco-italiana —es decir, el pérfido asalto italiano de los puertos de Tripolitania— para atacar las posesiones europeas de la Sublime Puerta, o sea, Albania, Macedonia y Tracia, año en que Turquía fue forzada a concluir la paz con Italia y perdió también de inmediato la totalidad de sus territorios europeos en favor de los estados balcánicos, el obispo Sereggi de Skutari exigía en el congreso eucarístico de Viena una «cruzada» de Austria contra Albania (Ya se verá que también los congresos eucarísticos —que comenzaron justamente a prosperar bajo Pío X— de Budapest, en 1938, un año antes del comienzo de la II Guerra Mundial, y de Múnich en 1960, en el punto culminante de la guerra fría, se convocaron con el carácter de grandes manifestaciones contra el Este y el comunismo).
El congreso eucarístico celebrado en Viena en 1912 trascurrió bajo el patrocinio del emperador Francisco José. Su anciana majestad apostólica, acompañada de toda la corte, iba en procesión detrás del legado pontificio, el cardenal holandés Van Rossum, que portaba «el santísimo». La embajada austríaca ante el Vaticano también estaba representada y un jesuita habló acerca «La relación entre la santa eucaristía y la casa de los Habsburgo». En plena guerra mundial se pudo leer después: «La guerra llevaba ya años preparándose seria y afanosamente. El ejército llevaba ya años en permanente estado de guerra. Uno de los preparativos más importantes fue, con todo, el congreso eucarístico de Viena».
Los creyentes se verían tentados a desconfiar de tales afirmaciones si no proviniesen de boca del obispo auxiliar Weitz, más tarde príncipe-arzobispo de Salzburgo.
Sólo unos meses antes de este congreso eucarístico, representantes del clero conservador y de la alta nobleza austríaca habían fundado la «Unión Católica» en un esfuerzo evidente por sofocar las aspiraciones de liberación nacional de los pueblos de la monarquía danubiana.
El cardenal de Viena, Nagel, que gozaba de gran estima en el Vaticano, exigió abiertamente en su momento un «reino eslavo católico». Se trata, escribía, «de aprovechar la primera ocasión para asentar, por vez primera y sobre amplia base, el pie en el mundo de los eslavos, la raza incuestionablemente en ascenso». De acuerdo con ello los medios de comunicación clericales azuzaban los ánimos de forma cada vez más descarada. En opinión de la «Österreichs Katholisches Sonntagsblatt (Hoja dominical católica de Austria»), que con su enorme tirada marcaba la pauta entre los periódicos eclesiásticos de la monarquía, «la guerra europea que tanto tiempo se lleva esperando» apenas se puede demorar ya. Comentario hecho el mes de octubre de 1912 con el trasfondo de la crisis de los Balcanes, pues «Aunque las grandes potencias se prodiguen en declaraciones como ¡qué miseria! ¡cuánta matanza! ¡sería la ruina económica! etc. ¿No habremos de pasar por ello hoy o mañana? ¿Bajo los valores emocionales (!) de semejante guerra se derrumbará también el liberalismo moderno? No le va mal a Europa el que toda su situación sea convulsionada hasta sus cimientos». El órgano del clero católico apelaba ya al «emperador católico de europa»: «Si Austria se ve obligada a desplegar sus banderas, portará como es su deber la espada, pues Habsburgo y las tradiciones de su pueblo así lo exigen. Y si en la vorágine de tantas coyunturas que se precipitan o fermentan el papa y los intereses de la Iglesia necesitan de un fuerte brazo y de una palabra poderosa, es seguro que también el emperador católico de Europa sabrá mostrarse como hijo de la Iglesia».
Así escribía en octubre de 1912 el periódico eclesiástico que llevaba la voz cantante. Y ya en noviembre y en diciembre la primera guerra balcánica amenazaba extenderse a toda Europa, pues el «partido belicista» austríaco (el ministro de asuntos exteriores Berchtold y el jefe de estado mayor Conrad von Hótzendorf) estaba resuelto a impedir violentamente la expansión territorial de Serbia. En el verano de 1913 estalló la segunda guerra balcánica entre Serbia, Montenegro y Grecia, por una parte, y Bulgaria, a quien Austria-Hungría había apremiado por todos los medios en ese sentido, por la otra. Cuando Bulgaria resultó completamente derrotada a las pocas semanas, la monarquía danubiana estaba de nuevo «totalmente decidida a inmiscuirse de lleno en la guerra» si no fuese porque el gobierno alemán se negó a secundarla.
Hasta qué punto era estrecha la alianza entre Austria-Hungría y Pío X, precisamente en el umbral de la I Guerra Mundial, —pues «es sabido que nada une tanto como tener un enemigo común»— es algo que ilustra la lluvia de distinciones que se abatió sobre el Vaticano en febrero de 1914. Pues aparte del influyente cardenal V. Vannutelli y del temido Gaetano de Ley, cuyo poder apenas si conoce par en la historia de la curia, uno de los confidentes más íntimos del papa, «vraiment l’homme fort du Pontifical», como dice E. Poulat, otros 26 curiales fueron condecorados por Viena. La dinastía imperial mostraba así su agradecimiento para con los prelados romanos por sus favores a la política depredatoria en los Balcanes, en Bosnia, Herzegovina y Albania, donde la curia perseguía por doquier, simultáneamente, sus propios intereses. «Mantengan ustedes bajo cualquier circunstancia su protectorado sobre Albania» conjuraba en agosto de 1913 el antiguo nuncio en Múnich y Viena, cardenal A. Agliardi, al embajador austríaco en el Vaticano, «pues es una joya en la corona de su emperador y una suerte para la iglesia católica a la que reporta infinitas ventajas»[38].
Incomprablemente más grandes que estas ventajas debían ser las que, por múltiples conceptos, podía obtener el papado a partir de la guerra mundial a la que ahora apuntaba a tiro fijo.
Pues la afirmación del primer ministro británico Lloyd Georg de que la Europa de 1914 «resbaló hacia la guerra» hace ya tiempo que se mostró insostenible. Es seguro que la desconfianza mutua entre las grandes potencias, el miedo de cada una de ellas ante una guerra de ataque desencadenada por las otras y la creencia de los estadistas de influencia decisiva en la inevitabilidad de la guerra se habían intensificado sin cesar y paralelamente lo hizo el armamento —el camino más infaliblemente seguro hacia la guerra, camino del que hoy ya hemos recorrido, presumiblemente, un gran trecho hacia la tercera guerra mundial—. Austria-Hungría había aumentado el número de sus tropas en 85.000 hombres, su artillería en un 60%. Rusia había elevado de 1,2 millones a 1,42 millones de hombres su potencial militar en época de paz. Alemania había iniciado el aumento de las tropas de su ejército de tierra, que hasta 1915 debían engrosar en 136.000 hombres. Francia había prolongado a 3 años el servicio de las tropas en activo y adelantado el llamamiento a filas de los 21 a los 20 años. Inglaterra había mandado su flota mediterránea al Báltico y organizado un ejército expedicionario para la guerra en el continente. En mayor o menor grado, todas las partes beligerantes compartieron la responsabilidad en el advenimiento de la catástrofe: Francia por sus ideas de revancha, al objeto de recuperar Alsacia y Lorena. Inglaterra por su envidia ante la producción industrial alemana, que tan sólo era superada por la americana; ante el comercio alemán, cuadruplicado desde 1870, y ante la flota alemana. Ésta aumentaba sin cesar y resultó ser una grandiosa inversión fallida que en la fase final devoraba la mitad del presupuesto de defensa. Rusia por la ampliación de su posición hegemónica en el ámbito eslavo-ortodoxo. Italia por sus apetencias de territorio austríaco en el Tirol del Sur, Trieste y Dalmacia.
La mayor de las culpas ha de imputarse, sin embargo, a la industria internacional del armamento. Así, la Sociedad de Naciones constató en 1921:
«Las empresas de armamento han robustecido la política de guerra persuadiendo a sus propios países a cultivar tal política y a elevar su armamento.
En el propio país y en el extranjero esas empresas trataron de sobornar a funcionarios del gobierno.
Los fabricantes de armas divulgaron falsas noticias acerca de los programas militares y navales de distintos países para elevar los gastos en armamento.
Mediante el control de la prensa propia y extranjera, tales empresas trataron de influir en la opinión pública.
Las empresas de armamento organizaron redes armamentistas internacionales que fomentaron la porfía armamentista sirviéndose de unas naciones como bazas contra las otras.
Se organizaron trusts internacionales que elevaron los precios del armamento».
En mayor grado que los otros estados, Alemania se sentía desde luego frustrada en sus ambiciones de poderío universal. Y en verdad que no fue casual el que las potencias centrales buscasen en el Sudeste el motivo para un «ajuste de cuentas» esperado años ha. Dos grandes potencias llevaban ya mucho tiempo rivalizando en esta zona, y junto a ellas había otras disputándose mutuamente la influencia. Pero era aquí también donde secularmente rivalizaron dos poderosas confesiones, bien como aliadas, bien como adversarias de aquéllas. «En ninguna parte de Europa —dice atinadamente el obispo Hudal— estaban religión e iglesia tan entremezcladas con la política como en los Balcanes y la Europa del Este». Las dos guerras balcánicas, en particular, que transformaron drásticamente la Europa del Sudeste, habían agravado peligrosamente la situación ya en los años de 1912 y 1913. Tanto más cuanto que Serbia, enemigo de Austria-Hungría desde, como mínimo, la «crisis bosniaca» de 1908, resultó indiscutiblemente vencedora, pudiendo aumentar considerablemente tanto su población como su territorio. En cada una de estas guerras, sin embargo, el brazo de la monarquía católica danubiana, tan estrechamente aliada con el papa, estaba a punto de asestar el golpe contra los serbios ortodoxos cuando fue detenido en el último momento. Eso aunque fuese precisamente Pío X, que ya al iniciar su pontificado lamentaba las «actividades agitadoras» del clero eslavo, quien «quería ver castigados a los serbios por todos sus delitos».
El atentado contra el sucesor al trono austríaco, Francisco Fernando, y su esposa constituía, sin la menor duda, un motivo excelente para ello. Transcurridas unas maniobras militares en Bosnia, ambos fueron enviados, en aquel domingo espléndido del 28 de junio de 1914, a Sarajevo como a un paseo «por una avenida flanqueada por terroristas bomba en mano»; palabras del embajador alemán en Londres. Las armas de los alentadores procedían del depósito de munición serbio y los aduaneros serbios habían posibilitado la transgresión de la frontera. La prensa serbia glorificó, por último, la acción. Austria consideró, por todo ello, que el gobierno serbio era responsable indirecto. Pero no tenía razón en ello. Tanto por motivos de política interna como externa, el atentado encajaba muy mal en los propósitos del primer ministro serbio, N. Pasic. Tenía ciertamente idea del plan, pero no, al parecer, una idea exacta y en todo caso no estaba en situación de impedirlo. Incluso los expertos austríacos encargados de las pesquisas confirmaron «no sólo que la Serbia oficial no sabía nada del atentado, sino que los mismos que lo prepararon lo hicieron a escondidas de ella».
Hay que preguntarse como mínimo si tampoco el papa —que una y otra vez había vaticinado la guerra para 1914— sabía nada de un complot en el que reconoció inmediatamente la «chispa» detonante (¡Ecco la cintilla!). Pues, misteriosamente, también sabía ya de antemano, que el sucesor del emperador Francisco José no sería el heredero Francisco Fernando, sino el Archiduque Carlos (!). En efecto, después que éste, el futuro emperador, se prometiese con Zita, la madre de ésta fue recibida en audiencia por Pío, de quien suplicó una bendición para el novio. El papa respondió así al respecto: «Bendigo a aquel que será el primer sucesor del emperador Francisco José» con «gran sobresalto de la archiduquesa» (pues el primer sucesor del emperador sería Francisco Fernando, todavía en vida y asesinado después en Sarajevo). «Pero el papa, clarividente, repitió su bendición con las mismas palabras». Esta información fue trasmitida en 1935 en una conferencia y el autor de la misma es una vez más, el príncipe-arzobispo Waitz, persona, por lo visto, bien informada acerca de la participación de su iglesia en los preparativos de guerra y que, al menos, no pudo guardar estos secretos en su corazón como el libro de los 7 sellos[39].
Muchas cosas relacionadas con este atentado siguen sin esclarecerse y posiblemente no lo sean nunca. Se sabe sin embargo desde hace mucho que aquél no conmovió especialmente a la monarquía danubiana. El sucesor al trono, de convicciones reformistas y políticamente próximo al partido cristiano-social, buscaba en política exterior la paz con Rusia y el restablecimiento de la alianza de los tres emperadores. Resultaba por ello incómodo y no sólo para los nacionalistas yugoeslavos. «Como supuesto soberano —opinaba con cierta razón el estudiante de Belgrado y tirador de pistola Princip al declarar en su proceso— hubiera realizado ciertas ideas y reformas que se interponían en nuestro camino». Francisco Fernando, desabrido, displicente, en las antípodas de la popularidad, no contaba tampoco con el afecto de sus compatriotas: ni con el de los social-demócratas, ni con el de los húngaros, ni con el del ministerio de asuntos exteriores, ni con el de la corte, ni siquiera con el del mismo emperador, que nunca pudo digerir en su fuero interno su matrimonio morganático con la condesa Sofía Chotek de Bohemia. Es significativa la primera manifestación del monarca ante el asesinato: «¡Qué horror! ¡El Todopoderoso no admite retos…! Un poder superior ha restablecido nuevamente aquel orden que yo, lamentablemente, no fui capaz de mantener». Pero, por lo visto, tampoco el primer ministro húngaro, conde Tisza, parecía excesivamente agobiado por la pena al exclamar tras el atentado: «Dios, nuestro Señor, lo ha querido así y todo cuanto el Señor disponga merece nuestro agradecimiento».
Pío X pudo haber tenido sentimientos parecidos. Es cierto que alabó el talante religioso del archiduque en cuyo manifiesto, preparado para la ascensión al trono, figuraba ya la frase: «La verdadera dicha sólo puede asentarse sobre el sentimiento de la piedad. Salvaguardarlo y aumentarlo en nuestros pueblos es deber de nuestra conciencia». La curia no era, desde luego, especialmente afecta a un sucesor al trono que buscaba la paz con Rusia. «¡Roma no puede estar causándome continuos enojos y echando a perder mi futuro político!», escribió en 1913. Y su allegado y confesor, el benedictino conde A. Galen, declaró rotundamente que «el gobierno del papa es tan incapaz como el del emperador» y enfatizó respecto al secretario de estado, Merry del Val, que «el cardenal no ha cumplido ni una (subrayado en el original) de sus promesas». Así pues no era sentimiento de duelo lo que dominaba en Viena, ni en el estamento feudal, ni en el burgués; ni el día que acribillaron a Francisco Fernando, ni al siguiente. En el Prater continuó el alegre ajetreo. La música resonaba por todas partes. Y las pompas fúnebres, un «sepelio de tercera clase», las dispuso el gran mayordomo de la corte, el príncipe Montenuovo, siguiendo un ceremonial que resultaba francamente ofensivo para la memoria de la pareja asesinada.
Oficialmente, todos mostraban indignación. En su fuero interno estaban más bien aliviados por la eliminación de un archiduque a quien no eran afectos. El viejo emperador, que no era por su parte belicista, esperaba hasta el último momento, poder evitar un conflicto militar y otro tanto el presidente del gobierno húngaro Tisza. Los disparos de Sarajevo, los primeros de la I Guerra Mundial, no tenían por qué tener, en modo alguno, esa consecuencia automática, pero en Austria había fuerzas influyentes que querían la guerra.
Entre éstas —y se sabe muy bien quién estaba tras ella— la prensa católica de lengua alemana. Pues el periódico puntero entre la prensa eclesiástica del país llevaba ya dos años estallando de impaciencia a la espera de la gran masacre internacional. También pertenecía a éstas el ministro de asuntos exteriores y presidente del gabinete conjunto, conde Berchtold, católico creyente, y auténtico jefe del «partido belicista». Y contemos por último, aunque no fuese el menos influyente, el jefe del estado mayor, C. von Hotzendorf, que llevaba ya años instigando a la guerra. En todo caso, ni él mismo quería, ni podía, iniciar «solo» el camino hacia ella, juzgando que la «gran decisión» término usado a raíz de una audiencia con Francisco José el 5 de julio, dependía de la «respuesta» de Berlín, «opinión universalmente compartida».
Ahora bien, Austria-Hungría había querido entrar en guerra ya en 1913 a causa de las ciudades albanesas fronterizas, Dibra y Diakowa, pero fue contenida por Alemania. Ahora, el asesinato del heredero al trono, aparecía como razón mucho más plausible para un ataque y al mismo tiempo como ocasión mucho más favorable para ampliar la posición de gran potencia de Alemania. Al igual que en Austria y en Rusia, en Alemania eran sobretodo los militares quienes exigían más resueltamente la guerra. La dirección política, por cierto tiempo aún titubeante e indecisa, cedió a aquel apremio, llevada especialmente por la esperanza de «un conflicto local». Entre los dirigentes, el mismo «canciller de la guerra» Von Bethmann Hollweg, había sido originalmente adversario, como mínimo, de una guerra preventiva, e incluso «anglófilo».
La decisión estaba en manos del emperador, «señor supremo de la guerra», hombre de vanidad rayana en la tontería, timorato en el fondo, pero de fanfarrona elocuencia y sujeto a varias ataduras. Ante todo no podía entrar en la guerra sin la aquiescencia de la dieta imperial. Y por mucho que el monarca hiciese burla de la constitución y del parlamento, en su conducta práctica era, con todo, constitucional. Hasta los socialdemócratas alemanes cerraron filas para aprobar, el 4 de agosto de 1914, los créditos de guerra entregando así a las masas obreras al matadero, algo que Lenin, y más aún Trotzki, registró consternado. Pues también los socialdemócratas de Austria aullarían bien pronto con los lobos, al igual que hicieron todas las «izquierdas» de los países enfrentados, a todos los cuales fustigó Rosa Luxemburgo en su obra La crisis de la socialdemocracia, escrita en la «Prisión de mujeres del Reino de Prusia». R. Luxemburgo fustigaba en ella a toda la sociedad burguesa, a la que veía chapotear, deshonrada y atropellada, en el fango y la sangre. «Ése es su modo de ser. Su verdadero rostro no aparece cuando, repulida y modosa, finge amar la ética, el orden, la paz y el estado de derecho. Aquél aparece al desnudo como bestia carnicera, como aquelarre de la anarquía, con aliento pestífero contra la cultura y la humanidad». Y es de presumir que es así como la hemos de ver de nuevo en breve, muriendo en toda Europa. Únicamente en Serbia y en Rusia negó la socialdemocracia su aprobación a los créditos de guerra[40].
A requerimiento de Francisco José y del ministerio de asuntos exteriores, Guillermo II prometió a Viena «el pleno apoyo de Alemania» incluso en el caso de graves complicaciones europeas. El canciller del Reich hizo una declaración en términos parecidos, quien instruyó además a su embajador en Viena, Von Tschirsky, en el sentido de que el emperador Francisco José «podía confiar plenamente en que S. M… estaría firmemente al lado de Austria-Hungría». Con ello, el gobierno del Reich había extendido a su aliado «una plenipotencia en blanco», según la expresión tantas veces citada del encargado de negocios bávaro en Berlín, Von Schoen.
Alemania quería la guerra. «La impresión de que queríamos la guerra a toda costa iba tomando gradualmente cuerpo», testimonia el príncipe Lichnowsky, el último embajador alemán en Londres antes de la conflagración, «Los encarecidos ruegos y las resueltas declaraciones de Sassanov, seguidamente los telegramas del Zar en tono de auténtica humildad, las repetidas propuestas de Sir E. Grey, las advertencias del marqués de S. Giuliano, mis apremiantes consejos, de nada sirvió todo ello. Berlín se mantuvo en sus trece: ¡Serbia debía ser masacrada!». El ministro británico de asuntos exteriores realizó en la última semana de julio de 1914, ocho intentos de mediación. Cambón y Sassanov, tres cada uno en nombre de Francia y Rusia respectivamente. El Zar Nicolás II telegrafió así al emperador alemán: «En este momento tan grave te ruego encarecidamente que me ayudes… Para prevenir una desgracia como la que representaría una guerra europea, te ruego en nombre de nuestra vieja amistad que hagas todo cuanto esté en tu mano para disuadir a tu aliado de que vaya demasiado lejos».
El 23 de julio, Viena había presentado a Serbia un ultimátum de plazo muy corto, cuya arrogante dureza le costó a Austria buena parte de las simpatías que se había granjeado en Europa tras el atentado. El gobierno servio respondió puntualmente y se mostró también dispuesto a aceptar la mayor parte de las exigencias. Se negaba, sin embargo a reconocer ni siquiera una responsabilidad indirecta en el complot asesino.
El redactor del ultimátum, el consejero de la legación, Von Musulin, calificó la réplica serbia como «el más brillante ejemplo de habilidad diplomática» por él conocido y al leerla tenía la sensación de «estar viviendo un día nefasto de primer orden para la monarquía». Hasta Guillermo II escribió al final de la nota serbia «Un espléndido logro para un plazo de 48 horas. Es más de lo que se podía esperar… pero con ello se disipa todo motivo de guerra».
Pero Austria-Hungría, en posesión de la «plenipotencia en blanco» alemana, estaba ya resuelta a todo, incluida la guerra, que declaró a Serbia incluso antes de la movilización rusa y que muchos exigían ya apasionadamente incluso antes de recibir la respuesta servia. La exigía, entre otros, el futuro vicealcalde de Viena E. K. Winter en el semanario católico «Grossösterreich»:
«Hace ya seis años que aguardamos la descarga definitiva de todas las abrumadoras tensiones que se hacen sentir de modo estrechamente mortificante en toda nuestra política. Y como sabemos que la Gran Austria, la Gran Austria feliz que pueda satisfacer a todos sus pueblos no puede nacer sino de una guerra, queremos consecuentemente esa guerra. Queremos la guerra porque nuestra más íntima convicción nos dice que nuestro ideal sólo puede ser alcanzado de forma radical y repentina, a través de una guerra: el ideal de la Gran Austria fuerte en la que florezca, bajo el espléndido sol de un futuro grande y gozoso, la concepción estatal austríaca, la idea misionera austríaca de llevar la libertad y la cultura a los pueblos balcánicos.
Por dos veces nos puso el destino la espada en nuestro puño y las dos veces la enfundamos en la vaina. Por tercera y última vez nos sonríe la redención. Una vez más tenemos la oportunidad de recordar cuál es nuestra tarea histórica: la de obtener la hegemonía en los Balcanes. Una vez más el designio divino nos señala el camino que hemos de seguir, si no queremos que el aluvión de los acontecimientos venideros nos barra del escenario de la vida como si Austria jamás hubiese existido.
¡Se trata de ser o no ser! Si queremos sobrevivir como un estado grande, vigoroso, portador de cultura y fiel a su misión histórica en los Balcanes y en la Rusia Occidental, en nombre del catolicismo y la cultura europea, tenemos en ese caso que echar mano de la espada… Rogamos, no obstante, a Dios que esta vez no consigan (a saber: los círculos más conciliadores y reacios a la guerra) ya prevalecer. Y Dios, del cual somos instrumentos en la tierra, nos escuchará».
Así se expresaba el antedicho semanario apoyado por los círculos de la alta aristocracia y por los obispos. Y así como en el Imperio Alemán «las charangas más estridentes» provenían de los ambientes más clericales, también aquí la prensa ultramontana exigía descaradamente «la última ratio, los cañones».
El encargado de negocios alemán en Viena, príncipe G. StoIberg-Wernigerode, notificó por entonces a Berlín que el ministro de asuntos exteriores, conde Berchtold, había respondido así a su pregunta de qué sucedería en caso de que Serbia aceptase todas las exigencias de Austria: «Él descarta que ningún gobierno, ni siquiera el serbio, pueda deglutir tales exigencias, pero que si tal fuese el caso, Austria no tiene más remedio que, seguir irritando a Serbia, incluso después de esa aceptación, hasta que le dio pie a invadirla con sus tropas».[41]
Eso era, exactamente, lo que deseaba el Vaticano.
«El papa aprueba que Austria proceda con dureza contra Servia. El cardenal secretario de estado espera de Austria que se mantenga firme esta vez…»
El barón Ritter al gobierno bávaro.
El papa Pío X que, digámoslo así de una vez, había previsto al parecer la temprana muerte del sucesor al trono austríaco, también había vaticinado repetidamente, y atinado cabalmente, el año la conflagración mundial, «Il guerrone». «La guerra che viene» era en sus labios una expresión casi estereotipada. Y en 1910/11, durante la guerra de Trípoli que tan ventajosa resultó para el Banco di Roma dirigido por Ernesto Pacelli, Pío hablaba de ello mientras su secretario de estado le iba presentando los despachos con las noticias de la campaña. Y cuando en 1912, en los comienzos de la primera guerra balcánica, el cardenal le dijo que su presentimiento se iba cumpliendo, el papa le corrigió señalando que no se había referido a esa guerra, sino a la que traería el año de 1914: «Viene il guerrone, Eminenza, le cose vanno male; non passeremo il 1914». Sus palabras de despedida del legado brasileño en mayo de 1914: «Feliz usted que no verá la gran guerra que estallará en breve».
¿Pero se sentía el mismo papa desgraciado por esa razón? Él desconfiaba de todos los pueblos eslavos y temía que todos y cada uno se integrarían en Rusia, a la que poco antes del comienzo de la catástrofe, definió ante L. von Pastor como «el mayor enemigo de la Iglesia». «Sonó tutti quanta barbari», exclamó en 1913 cuando la conversación recayó sobre los eslavos, expresión que no se compagina mal con aquellos versos ripiosos que resonaban fanfarrones desde los vehículos de transporte, que rodaron poco después hacia el frente:
Los serbios son todos criminales |
Y su país un pozo de basura |
Los rusos, más o menos, son iguales |
Y sólo a palo limpio tienen cura. |
o bien esta espiritual muestra del arte métrica:
Jayán de Estiria, a esa ralea serbia, |
a culatazos, tunde en la pelea |
y dale, estirio, al oso ruso plomo |
que le traspase limpiamente el lomo |
En 1913 el papa aleccionaba así al embajador de Viena ante la Santa Sede y fiel oveja de la grey católica: «Lo mejor que Austria-Hungría podía haber hecho es castigar a los servios por todos sus delitos». Al representante ruso ante la curia, Nelidov, le explicó Pío en 1914 que el gobierno ruso llevaba ya mucho tiempo engañando a la iglesia católica y quebrantando continuamente su palabra, a raíz de lo cual Nelidov, a quien el papa cortó toda palabra de respuesta, no volvió a poner el pie en el Vaticano. En otra ocasión, Pío subrayó «que la culpa de la guerra europea se había de imputar incuestionablemente a Rusia».
Aparte de si el pontífice, que ya desde su juventud era eslavófobo, veía la esperada guerra como una especie de conflicto de razas —tal como el emperador alemán, Bethmann-Hollweg, Moltke, etc.— como ideología de «la lucha final entre eslavos y germanos», o no era tal el caso, de cualquier forma quería ver «castigados» a los eslavos. Su inquietud por la monarquía católica en lucha contra los «bárbaros» ortodoxos era aún mayor que la del monarca, de cuya naturaleza, inclinada a las concesiones, se quejaba.
Encajaba a la perfección con estos reiterados deseos papales de castigo aquel famoso telegrama enviado a Múnich el 26 de julio de 1914 por el legado bávaro ante la Santa Sede, Von Ritter, del que hay ciertamente diversas versiones, ya que el mismo Ritter, «de evidente fidelidad católica» quiso corregirse a sí mismo, ¡el 5 de mayo de 1919!
El telegrama aireado en el proceso a Fechenbach en München era —según el escrito del consejero de la audiencia Freymuth, escrito basado en las actas— de este tenor: «El Barón Ritter al gobierno de Baviera. El papa aprueba que Austria proceda con dureza contra Servia. El Cardenal Secretario de Estado espera de Austria que se mantenga firme esta vez. Se pregunta cómo sería Austria capaz de conducir la guerra si ni siquiera estuviera resuelta a aplicar con las armas un correctivo a un gobierno extranjero, responsable del asesinato del archiduque y que, a la vista de la actual situación en Austria, pone en peligro la futura existencia de la misma. En sus declaraciones se evidencia el miedo de la curia romana ante el paneslavismo. Fdo Ritter». (A Fechenbach, secretario del presidente del gobierno bávaro K. Eisner, asesinado en 1919, lo condenaron en 1926 a diez años de prisión en una fortaleza por airear el texto del telegrama, interesadamente extraviado, ya que como documento acerca de la responsabilidad del Vaticano en la guerra suscitó una gran expectación.)
Pero cuando se estaba ya, literalmente, en vísperas de la guerra, Pío X no abogaba por la paz, sino que lamentaba el que Austria-Hungría no hubiese dado ya antes pasos tan ultimativos.
El pensamiento de «un papa que dejaba por doquier una impresión de santidad» halló su expresión en un informe del legado austríaco, conde Moritz Pálify, a su ministro de asuntos exteriores acerca de una conversación con el cardenal secretario de estado, Merry del Val, el 27 de julio de 1914, el conde Pálify acentuaba a ese respecto que «frente a ciertas “Combinaciones de la prensa…” no carecía de interés el conocer la verdadera forma de pensar de la curia» y prosigue después:
Cuando hace dos días visité al cardenal secretario de estado, él enseguida desvió, naturalmente, la conversación hacia las grandes cuestiones y problemas que ocupan actualmente Europa. Pero las observaciones de su eminencia no causaban la sensación de un espíritu especial de mansedumbre o conciliación. Las notas dirigidas a Serbia, que él calificó de extremadamente duras, hallaron pese a todo su aprobación sin reservas y al mismo tiempo expresó, indirectamente, la esperanza de que la monarquía sabría imponerse. Desde luego, el cardenal opinó que era una lástima no haber «achantado» ya antes a Serbia, pues entonces hubiese sido viable el hacerlo sin suscitar una tan amplia gama de posibilidades imponderables como es hoy el caso. Esa manifestación responde también a la forma de pensar del papa, pues en el transcurso de los últimos años Su Santidad ha expresado varias veces su pesar de que Austria-Hungría haya desaprovechado las posibilidades de «corregir disciplinariamente» a su peligroso vecino danubiano. Cabría preguntarse cómo se explica el que la iglesia católica se muestre tan belicista en una época en que está dirigida por un soberano de santa rectitud realmente imbuido de ideas apostólicas. La respuesta es muy sencilla. El papa y la curia ven en Serbia una enfermedad corrosiva que va penetrando paulatinamente hasta el tuétano vital de la monarquía y que la disgregaría con el tiempo. Austria-Hungría es y sigue siendo, pese a todos los demás experimentos emprendidos gustosamente por la curia en otra dirección en los últimos decenios, el mayor baluarte de la fe que la Iglesia conserva en nuestra época. Derribar ese baluarte significaría para la Iglesia perder su punto de apoyo más poderoso y ver caer a su paladín más vigoroso en su lucha contra los ortodoxos. Del mismo modo, pues, que a Austria se le impone como un imperativo directo de su propio instinto de vida el alejar de su organismo esa gangrena, en caso necesario con violencia, también para la Iglesia Católica constituye un imperativo indirecto el hacer o dar por bueno todo cuando conduzca a esa meta. Visto bajo esa perspectiva es posible hallar un nexo de acuerdo entre «convicciones apostólicas y espíritu belicista»[42].
El asombro del creyente católico ante esa mezcla de espíritu de santidad y de militarismo, por lo demás algo inveterado en la iglesia, lo comenta el historiador soviético Adamow con la frase de que el papado no solamente presta su «fuerza moral» al probable vencedor sino que la considera incluso «como capital muerto si no se invierte en guerras sólidas que prometan un crecimiento satisfactorio de su poder».
La secretaría de estado desmintió ciertamente el 20 de agosto el comunicado del conde Pálify del 29 de julio de 1914. Lo hizo pues el día mismo en que moría Pío X, y en todo caso no la declaró falsa sino «tendenciosa». Pero un desmentido y a mayor abundancia uno de ese tipo, dice con sarcasmo John Perse, es, de acuerdo con las reglas de juego de la alta política, la confesión a medias de una tontería completa o bien, según John B. Priestiey, la confirmación negativa de una noticia que hasta entonces no era sino mero rumor.
El informe del encargado de negocios austríaco tiene en todo caso el mismo tono que el del bávaro Von Ritter o el del ruso De Bok, quien en julio de 1914 notificaba a su ministro de asuntos exteriores acerca de la disposición anímica del Vaticano: «impera el odio contra Serbia por la pérdida del archiduque sucesor al trono y de su mujer, la duquesa de Hohenberg, a quien el papa tenía un apego especial y en la que había puesto grandes esperanzas. El papa ve en Austria-Hungría la salvaguarda del catolicismo y está por ello de su parte».
Hasta el obispo católico A. Hudal, que vivió durante mucho tiempo en Roma, llega a esta conclusión tras examinar las actas de la embajada austríaca ante el Vaticano: «Los informes de la embajada muestran que los círculos vaticanos consideraban la guerra contra Serbia en el plano religioso como un ajuste de cuentas contra el cisma. Fomentado éste cultural y económicamente por la iglesia rusa, había ganado fuertes posiciones entre los pueblos balcánicos contra las que el catolicismo se mostró impotente. El retorno de ortodoxos de nacionalidad eslava o rumana a la iglesia católica era escasísimo en todos los estados balcánicos, apenas digno de mención».
Con razón se insistía a la vista de las distintas documentaciones, bávaras, austríacas o rusas, en que ¡estas declaraciones vaticanas acerca de las vacilaciones y dubitaciones de los gobiernos tuvieron forzosamente un efecto alentador de la guerra si es que no incitaron a la misma! El tajante ultimátum austríaco —que «Belgrado no podía admitir»…— fue «aprobado sin reservas» por el Vaticano. Es más, el papa y el cardenal secretario de estado esperaban que «Austria se mantendría firme esta vez…» Pero si el papa imparte esta dispensa… lo hizo de acuerdo con los intereses de la fe, pues en este caso se trataba de una guerra cuya meta era la de «disgregar y sojuzgar pueblos» para «elevar e implantar» en su lugar a otros que fuesen sumisos al papa de Roma…
Todo esto lo había dado a conocer Pío X, este papa «típicamente» religioso, esa alma pura «de Parsifal», ya al inicio de su pontificado. Y está fuera de toda duda que él y su secretario de estado expresaron ante el legado austríaco, el 27 de julio de 1914, su deseo de guerra contra Serbia, y no por vez primera, evidentemente. Y ya al día siguiente Austria declaraba la guerra a Serbia.
«¡Pobres criaturas, pobres criaturas!, exclamó, al parecer, consternado, una y otra vez» el soberano de la Iglesia a medida que se iban sucediendo las movilizaciones y declaraciones de guerra. «De su afligido pecho» se escapó un grito de desesperación. «¡Esa guerra, ay, esa guerra, lo presiento, ha de costarme la vida!». Y el siguiente: «¡Daría con gusto mi vida para detener ese terrible azote!». Pío afirmó con énfasis querer morir «por los soldados en el campo de batalla». Con todo, sus últimas palabras —dejando aparte algunas jaculatorias— son una extraña profesión de fe en boca de un papa: «¡Cúmplase la voluntad de Dios, a la cual me entrego plenamente, pero creo que todo acaba aquí!». De todos modos también León XIII agonizante opinó poco antes de su ida hacia el Señor: «La catástrofe se avecina…».
Pío X sufría, desde 1.899, de una angina pectoris. Desde 1908, de gota, a lo que vino a sumarse una dolencia renal, en 1911, y una fuerte gripe y una persistente bronquitis, en 1913. Muchos contaban ya entonces, en 1899, con su muerte también sobre la base de la «sorprendente coincidencia del número 9 en todos sus avatares anteriores». El 2 de junio de 1914 pudo cumplir aún sus 80 años pero el 20 de agosto, poco después de la media noche, sucumbió a una pulmonía. «Nunca vi a nadie marcharse tan transfigurado de este mundo» contó el doctor Marchiafava. Durante ese tiempo y mientras el periódico suizo Schildwache am Jura (El Centinela del Jura) elogiaba al papa, que podía «figurar dignamente al lado de los grandes pontífices» como «padre de los pueblos y custodio de su felicidad» día tras día, entre seis y siete mil soldados eran apiolados muriendo a menudo peor que si fueran ganado.
Merry del Val y otros curiales propalaron entonces que el estallido de la guerra le había partido el corazón al papa:
R. Peyrefitte supuso que sí, pero de alegría. Se le calificó de «primera víctima y mártir de la guerra». Ya en vida le habían granjeado «fama de santidad» por la «milagrosa respuesta a sus preces», desde la que curó el forúnculo del cónsul belga que acudió a él a ruegos de su esposa, hasta la de «los paralíticos, un hombre y una muchacha, cuyos miembros atrofiados se reanimaron al tocarlos el Santo Padre…» a lo que se podrían añadir muchas cosas más y peores. Pronto fue, pues, venerado como «santo» y su tumba, en San Pedro, asediada por los devotos. Finalmente, «bajo el eco de los aplausos del episcopado mundial», en 1923_se inició el proceso de beatificación.
Pero mientras que este papa se había engrandecido, su querida Austria se había, ciertamente empequeñecido y otro tanto había ocurrido con la amada Alemania. En 1951 —entre tanto Alemania, con ayuda papal, se había engrandecido mucho nuevamente para acabar siendo mucho más pequeña— Pío XII el célebre socio de los fascistas, beatificó a Pío X y el 29 de mayo de 1954 lo canonizó haciendo de él el septuagesimoctavo papa santo. ¿Y bien? «Cuando se leen sus leyendas de santos —escribe sarcástico Helvetius— hallamos los nombres de millares de delincuentes canonizados…» Pues no hay santo que sea inocuo, ni siquiera los de madera.
Poco antes de morir Pío X impartió todavía a los obispos alemanes plenos poderes «toties quoties» (tantas veces cuantas sean necesarias) respecto a los soldados y la prensa alemana —y en ello le asistía alguna razón— difundió por todo el mundo su versión de «Bellum justissimum» de Austria. Pues cuando se le pidió al papa que mediase en interés de la paz, expresó esta opinión ante su secretario privado: «El único monarca al que podría ofrecer mis buenos servicios es el rey y emperador Francisco José, pues a lo largo de toda su vida se sometió fiel y lealmente a la Iglesia. Pero precisamente ante él no puedo intervenir, pues la guerra que Austria-Hungría está haciendo es sobremanera justa…»[43].
Ahora bien, el papa, que, precisamente durante las guerras de los Balcanes «manifestó en varias ocasiones su pesar por el hecho de que Austria-Hungría hubiese desaprovechado la ocasión de “aplicar un correctivo” a su peligroso vecino del Danubio» —de hecho costó mucho el disuadir a Austria de su intervención— no solamente azuzaba a la guerra contra Serbia, y con ello, nolens volens, también a la guerra mundial. Más intolerante y obsesionado por el poder que ninguno de sus antecesores, también dio la señal de caza para acosar al propio clero.
Pues la afirmación de León XIII de que «todo cuanto en los asuntos humanos sea de uno u otro modo santificado… está sometido a la competencia y la disciplina de la Iglesia» halló también la aprobación de su sucesor que reivindicaba también el privilegio de dirigir la conducta de todos los hombres «tanto en la vida pública como en la privada, en el ámbito de la doctrina social y de la política, así como en el de la religión, en sentido más estricto… según los principios básicos del recto pensamiento y de la recta conducta». Pues exigía incluso que la potestad del estado y el derecho se ajustasen a la potestad de la iglesia y al derecho divino, que es simple y naturalmente, el de los papas. Y hasta en el mismo siglo XX resulta difícil sobrestimar el afán totalitario de éstos, por mucho que lo enmascaren.
Pensar libremente resultaba siempre sospechoso para Pío X. No es casual que ya como patriarca de Venecia combatiese contra «los modernos errores de la libertad de pensamiento, conciencia, expresión, culto y prensa». Ni lo era tampoco el que, una vez el papa convirtiese a clérigos declaradamente antiliberales en sus más estrechos colaboradores, como el secretario de estado Merry del Val, los cardenales De Lai, y Vives y Tuto o el vicesecretario de estado Benigni. Tampoco es casual que recelase también del catolicismo reformador surgido contemporáneamente al cambio de siglo, del que eran partidarios el novelista A. Fogazzaro, en Italia, el filósofo de la religión, Barón von Hügel, en Inglaterra y los teólogos alemanes F. X. Kraus, A. Erhardt y, sobre todo, el apologista A. Schell de Würzburgo, quien bajo los desenfrenados ataques de sus adversarios, se condenó finalmente a sí mismo al silencio, «herido en lo profundo» y murió ya en 1906, «todavía en la flor de la edad».
Con ira realmente santa atacó en verdad el papa un fenómeno teológico más o menos estrechamente vinculado al catolicismo reformador, al que dio una continuidad más radical, el denominado modernismo en el que pretendía ver una especie de revolución en lo religioso, al igual que el socialismo lo era en lo político. Y así como él, enemigo jurado de todas las innovaciones, (como obispo llegó a prohibir estrictamente a su clero el ir en bici) combatía impertérrito el socialismo, apenas desaprovechaba tampoco la menor oportunidad de estigmatizar, de palabra o por escrito, la «peste» modernista, el «desvergonzado ultraje de lo sagrado» o, como también denostaba, aquel «delirio».
Se denomina modernistas a todos aquellos que, a comienzos de siglo, intentaron injertar en el catolicismo toda clase de «modernidades» de las que buena parte se remontaban al siglo XVIII: un poco de agnosticismo kantiano, un poco de la teología del sentimiento y la inmanencia de Schieiermacher y también la aplicación de la idea de la evolución a la historia de la teología. Un cierto relativismo respecto a las teorías, que ya estaban, por otra parte, más que relativizadas por la historia, una interpretación bíblica y una exégesis del dogma algo más generosas. Se diría también que —como ocurre con toda teología «progresista»— en él se daba también, por oportunismo, un acomodamiento servil al espíritu de la época (V. K. Tucholsky, pág. 96), que debía hacer más llevadera, a ellos y al mundo, la comprensión de la fe.
Como cabeza de sus adversarios, los integristas, los custodios conservadores del santo grial y defensores de la super-restauración papal, Pío X desplegó una lucha literalmente aniquiladora contra los (supuestos) innovadores. Los inculpó por lo pronto de «enseñar errores monstruosos bajo formas engañosas», les acusó de estar lanzando un ataque «que no era un herejía, pero sí substancia y veneno de todas las herejías». El 3 de julio de 1907 intervino contra ellos mediante el decreto «Lamentabili sane exitu», el nuevo «Syllabus» en el que anatematizaba 65 proposiciones, recogidas bastante al azar, de la exégesis y la historia del dogma. El 8 de septiembre de aquel mismo año, su encíclica «Pascendi dominici gregis» debía «arrancar la máscara» a aquellos «enemigos de la Iglesia… peores que cualquiera otra clase de enemigos». Pero los modernistas pusieron en evidencia al «Santo Padre» y no sólo por su fanatismo, sino también por falsas afirmaciones, pues en su orgía de condenaciones pintaba un cuadro del movimiento que, como escribió medio siglo más tarde el teólogo católico Schwaiger, «de ser así, no correspondía a lo que defendía ninguno de los modernistas, supuesto o real».
Pese a todo, el anatema papal se abatió sobre todas las cabezas rectoras del movimiento: el famoso exegeta francés A. Loisy, de quien Pío exigía la total sumisión, usando para ello la tristemente famosa sentencia de la época merovingia, «quema lo que has adorado y adora lo que has quemado», así como el inglés convertido G. Tyrrell, jesuita y teólogo moralista que, nada de bromas, abogaba por un «catolicismo liberal», que había exultado: «La palabra católico es música para mis oídos» y que después quiso grabar su testamento en epitafio: «he defendido los principios católicos contra las herejías vaticanas». Entre las víctimas de la «Santa Sede» figuraba en Italia el profesor de historia de la iglesia en Roma, E. Buonaiuti, unido por lazos de amistad al que fuera durante muchos años secretario de estado, el cardenal Gasparri, y compañero de estudios de Juan XXIII (Cuando este papa sintió una vez ganas de ver su propia ficha en el «Santo Oficio» en la antigua Institución inquisitorial, halló una sentida carta de apoyo que el entonces delegado apostólico en Turquía, había enviado a Buonaiuti: «Oh —dijo el papa Juan— esta carta les cayó en la red»). Muchos profesores perdieron su venia legendi, algunos sobre la base, incluso, de denuncias sin fundamento. Algunos libros quedaron incluidos en el índex. Sospechas, condenas, difamaciones y espionaje estaban a la orden del día. A los adversarios se les inculpaba de herejía protestante, de filosemitas, de masones y, como en toda «depuración» practicada en nombre de la fe, ésta fue abusivamente empleada para otros objetivos siniestros, estrechando, por ejemplo, el cerco al modernismo político. Incluso después de aniquilado el movimiento prosiguieron las denuncias y soplonerías. Los integristas temían a la sazón al «semimodernismo» considerado como aún «más taimado y seductor»[44].
También en el siglo XX se confirmó y tenía que seguir confirmándose lo que el teólogo D. F. Strauss escribió en el siglo XIX: «El cristianismo como tal no ha ido más allá de las cruzadas y la persecución de herejes. No ha llegado siquiera a la tolerancia por más que ésta estribe meramente en el reverso del amor universal entre los hombres».
Los integristas que trataban de aniquilar a sus víctimas hasta en el último de sus escondrijos, renovando aquel bien probado procedimiento de la santificada Edad Media, que no permite defensa alguna del acusado mientras que su condena está decidida de antemano, sistema procesal que también es propio de las (otras) dictaduras modernas. Surgió así una «gestapo curial regular» dirigida por un hombre regordete, de mirada acechadora y en perpetuo movimiento, el subsecretario de estado U. Benigni, dotado de carisma olfativo respecto a herejes y que sería más tarde agente de Musolini. En honor de su valedor, el papa, monseñor Benigni —que, por lo demás, «siempre estaba exigiendo dinero»— bautizó como «Sodalitium Pianum» («Liga piaña secreta») a la organización fundada en 1909 y subordinada a la congregación consistorial de G. de Lai. Cada uno de sus aproximadamente mil miembros recibió un nombre secreto y Benigni, que signaba con doce firmas diferentes, recibía anualmente un escrito de felicitación y elogio de Su Santidad. Ésta se anunciaba con los nombres cifrados de Michel, Michaelis, Baronin Mechelet, Lady Micheline y «su entorno personal iba componiéndose de modo cada vez más exclusivo de consejeros y auxiliares de este tipo».
Protectores y colaboradores de la camarilla del Vaticano eran, aparte del ya mencionado cardenal De Lai, el cardenal Billot y el cardenal secretario de estado Merry del Val (Miss Romey, Monsieur George). De la filtración de cartas de contrabando hasta las manos de Su Santidad se encargaban a menudo sus inofensivas «hermanas» Rosa, Ana y María. Ejercían de enlaces entre la central vaticana y el mundo exterior el monje arrepentido Brumer, los sacerdotes (que dejaron después la sotana) Schopen y Kaufmann, la condesa Schaffgotsch (Madre Gertrudis), el barón Matthies, los exjesuitas Barbies y Gaudeau, el hermano lazarista Maignen, el abate Thompson, el abate Boulín, en cuya vivienda se alojaba Benigni, etc. Aparte de ello prestaban sus servicios a la liga secreta un despacho de consultas, una «Agence Internationale Roma» (A. I. R.) y diversos boletines como el Borromeo Paulus, Rome et le monde, los Cahiers catholiques romains, también una serie de periódicos y revistas eclesiásticas integristas de Milán, Viena, Berlín, Bruselas, Friburgo, Gante, París etc, tales como Petrus-Blátter (la gacetilla de Pedro), Wahrheit und Klarheit (verdad y claridad), Gral (Grial), Maasbode (El Mensajero del Mosa), Correspondence Catholique, Foi Catholique, Critique du Liberalisme, Unita Catholica, Penna Azzurra (Pluma azul), etc., que lanzaron tal diluvio de injurias, incluso sobre altos dirigentes de la iglesia, que muchos de ellos desistieron desesperados. Y todo ello, según expone una obra con autorización eclesiástica, «bajo los auspicios del papa y de la curia, con ayuda vaticana, en el interior del orbe católico». «La historia —aleccionaba el fundador de la “liga piaña secreta” y antiguo profesor de historia de la iglesia en Perusia y Roma, al modernista e historiador de la iglesia Buonaiuti— es un continuo y desesperado intento por vomitar (un continuo e disperato conato di vomito) y semejante humanidad necesita antes que nada de la inquisición».
¿Quién dudaría de que fue la legislación estatal la que impidió a estos cazadores romanos de herejes restaurar aquellos tiempos llenos de fe, cuando un papa como Pío V, un santo cuya fiesta se sigue celebrando el 5 de mayo, podía decir en el siglo XVI, en medio de descuartizamientos y ahorcamientos cotidianos, que estaría más dispuesto a dejar libre a un asesino con cien crímenes en su conciencia que a un hereje pertinaz? ¿Cuando todavía en el siglo XVII el cardenal Belarmino llamaba «remedio» (Remedium) y «acto bienhechor» (Beneficium) a las matanzas de herejes, celebradas como actos de fe y sacrificio ritual, como fiestas de la nobleza, del pueblo y de la iglesia? Todavía en la segunda edición de su libro «De Stabilitate et Progressu Dogmatis» de 1910 defendía A. Lépecier, profesor del seminario papal de propaganda, el derecho de la iglesia romana a asesinar herejes. «Él mero hecho de que la Iglesia, en virtud de su propia potestad, juzgó a herejes y los entregó para que se les aplicase la pena de muerte demuestra que posee en verdad el derecho de matar a tales hombres como traidores a Dios y enemigos de la sociedad civil» enseñaba Lépecier con la aprobación de León X, quien, según los historiadores de los papas Franzen y Báumer trataba tan sólo de evitar «que la Iglesia se acomodase al espíritu moderno de forma no cristiana».
Por otra parte hasta algunos historiadores católicos constatan: «Si bien la liga secreta no era una invención del propio papa, éste la aprobó plenamente y la apoyó con hechos asumiendo con ello una responsabilidad primordial en el envenenamiento de la atmósfera de la iglesia y la sociedad». O bien: «El que este juego pudiese prolongarse por tanto tiempo y haciendo uso de medios tan dudosos es algo que no está al margen de la culpabilidad de León X». Con todo, un teólogo que se queja de que «si bien no se le puede imputar a Pío la responsabilidad de ser el autor principal, a él le atañe, no obstante, como mínimo el de una gravísima complicidad en este desdichado complot mundial» es capaz de celebrar, pocas páginas después, la conducta del papa que «protegió a la Iglesia con diques insuperables, evitando que hiciera concesiones al espíritu moderno» como «proeza inestimable que le asegurará un lugar destacadísimo en la historia de los papas y de la Iglesia».
Y ese mismo católico, capaz de juicios tan típicamente esquizofrénicos, considera que la «gravísima complicidad del papa» o, lo que es igual, «su inestimable proeza» «se ve cuando menos atenuada… por haber sido objeto de engaño y abuso de la perfidia y las intrigas de miembros de la curia, irresponsables y de miras estrechas». Pero, por lo pronto, fue él mismo quien los escogió como sus más estrechos colaboradores y, por lo demás, siempre que no se puede mentir rotundamente afirmando que el «Santo Padre» no sabía nada, se echa mano de una excusa así…
Como quiera que no hay nada que suscite más temores en el Vaticano —y en toda potestad autoritaria— que la «herejía» y la ilustración crítica, pues es un enemigo irreconciliable, en su doctrina y en su práctica, de toda libertad, interna y externa —todavía en 1832 Gregorio XVI condenaba como «locura» (Deliramentum) la libertad de conciencia, y Pío IX, proclamador de la infalibilidad papal, se adscribió «de todo corazón» a ese juicio, y hasta el supuesto «liberal» León XIII, declara, «que nadie está autorizado a fomentar, propugnar y conceder la libertad de pensamiento, de prensa, de enseñanza, ni tampoco la libertad indiscriminada de religión como si esas libertades constituyesen otros tantos derechos que el hombre poseyese por naturaleza», es más, hasta el mismo Pablo VI invocó al mundo para que no confunda «la recta libertad de conciencia… con una falsa libertad de pensamiento»— como quiera, pues, que el papado odia y ha de odiar la auténtica libertad y por «recta libertad de conciencia» no puede ni quiere entender otra cosa que la sujeción del hombre, y por libertad de aquél, no otra cosa sino «la falsa libertad de pensamiento» Pío X pudo imponer a su clero, en 1910, el juramento antimodernista así como el juramento de los exégetas.
Es cierto que Jesús había prohibido el juramento, incluido el hecho «por el cielo». Su prohibición era total. Pero sus vicarios olvidaron también este mandamiento suyo como hicieron con casi todos los demás. Y no les resultaba ya suficiente el sujetar a sus teólogos a la servidumbre de los dogmas y de los «nihil obstat» requeridos para publicar, sino que los atenazaron también —ejemplo vergonzoso de su temor y su temblor, de su modo de aterrorizar las almas, de su avidez de poder— mediante toda una gama de juramentos, como el juramento del obispo, el del cardenal o el mencionado antimodernista. Éste debía erradicar la nueva «herejía» obligando a quien lo prestaba a sujetarse a las opiniones papales de 1910, a saber, acogiendo y aceptando «firmemente», como se dice en el texto introductorio del juramento, «todas y cada una de las proposiciones (!), decididas, propuestas y declaradas por el infalible magisterio (!) de la Iglesia y de modo especial los componentes esenciales de su doctrina que se opongan directamente a los errores del presente». F. Leist, que analizó pormenorizadamente este juramento, resumió así su opinión: «El juramento es insostenible. Si se mantuviera en estos términos, impediría toda discusión e investigación… Tenemos ante nosotros un juramento que —prescindiendo de la coacción propia del momento previo a la ordenación— es inmoral en sí mismo».
El juramento antimodernista fue suprimido mucho tiempo ha, pero tampoco hoy, y estamos en 1982, disfruta la teología católica de libertad alguna para una auténtica crítica. La sola idea de algo semejante resulta demencial. A esta gente a quienes, con serio cinismo, se sigue llamando «científicos» e «investigadores» y a quienes se permite enseñar en las universidades, se les puede aplicar ahora si acaso lo que, refiriéndose a la teología protestante de entonces, decía el protestante Bruno Bauer (que ejerció una poderosa influencia tanto sobre Marx y Engels como sobre Nietzsche) antes de ser definitivamente anatematizado por aquélla (y antes de su carrera como comerciante en legumbres): «El prisionero está autorizado a pasear por su prisión, pero no a abandonarla».
Quien prestaba el juramento de los exégetas, cuya permanente actualidad documentan alocuciones de Pío XII y Pablo VI, prometía «guardar fiel y sinceramente los principios (Principia) y decretos ya publicados o que se hayan de publicar por parte de la sede apostólica o de la comisión bíblica, considerándolos como directiva y norma suprema y mantenerlos incólumes, sin atacarlos doctrinalmente, ni de palabra ni por escrito». Este juramento por el que los doctores in sacra Scriptura tenían que hacer voto de mantener, incluso, aquello que no conocían aún en absoluto imposibilitaba cualquier estudio puramente científico de la biblia o la patrística, pues todo lo sujetaba a las decisiones de la comisión bíblica papal, comisión que reprueba casi todos los resultados garantizados por la teología histórico-crítica. «¿Qué exige el cumplimiento del juramento?» —pregunta Leist para contestar lapidariamante— «Quien lo presta jura la privación de libertad para su propia investigación. Jura que investigará supeditado a lo que se le indique». El añadido «integre sincereque (integra y sinceramente) encarece expresamente que no se limitará a una obediencia externa, es decir a no decir ni escribir públicamente cuanto transgreda las normas de la comisión, sino a ajustar también su conciencia de lo verdadero a los decretos de las autoridades romanas… La exigencia de semejante juramento es tan inmoral como su prestación». Parece increíble, pero fueron muy pocos los teólogos que se sustrajeron al juramento: la consecuencia fue la de innumerables conflictos de conciencia y tragedias anímicas. Cómo pensaba Pío X sobre los protestantes, y no era sólo cuestión de pensar, en un tiempo en que la simple palabra de «modernista» venía, casi, a significar «hereje» es algo que un mundo de aguzados oídos pudo saber el 29 de mayo de 1910 gracias a su encíclica «Editae saepe». Dedicada a la memoria del contrarreformador cardenal C. Borromeo, el escrito no sólo calificaba al protestantismo de inicio de la revolución, sino también de «enemigos soberbios y rebeldes a la cruz de Cristo» a las cabezas dirigentes de la Reforma, de «hombres de sentido terrenal, presas del desenfreno moral, cuyo Dios es su estómago» (quorum Deus venter ist), lo cual no resultaba muy original dicho por San Pío, pues ya San Pablo había denostado así a los cristianos judíos, los primeros seguidores de Jesús. El papa difamó de tal modo a los príncipes de la época de la Reforma que hasta el rey católico Jorge de Sajonia se quejó ante él con un escrito de su propia mano por los dicterios dirigidos a sus antepasados. En una palabra: enfrentamientos en la prensa, protestas, acciones parlamentarias y diplomáticas, pues el gobierno prusiano elevó una protesta oficial. Pero todavía años después al secretario de estado, Merry del Val, se le escapó, hablando con un diplomático austríaco, una observación, que, según ese mismo diplomático opinaba, diplomáticamente, ¡casi habría de entenderse de este modo: «mejor un mahometano que un protestante». Con todo, en 1910 ese secretario declaraba que estaba muy lejos del ánimo de la curia ofender al pueblo alemán y que las frases objetadas habían sido tergiversadas hacia un sentido opuesto a las intenciones del papa. Es más. Pío no permitió que su epístola se hiciese pública en el imperio alemán, ni en los púlpitos, ni en las cartas pastorales de 1os obispos ni en los boletines oficiales de los obispados. Por intervención de la legación prusiana anuló, incluso, el juramento antimodernista para toda Alemania y restringió considerablemente en Austria —ante la protesta de la embajada austríaca— su prohibición de leer periódicos políticos en los seminarios, medida que afectaba a todos los de la monarquía danubiana.
Por Alemania, cuya maquinaria bélica le resultaba de seguro imponente, y por Austria, que debía iniciar, e inició, una guerra que nadie ensalzó tan exaltadamente como el clero, San Pío hizo cabalmente cuanto le fue posible hasta que, finalmente, murió incluso, «por los soldados de los campos de batalla…» Trono y altar… hasta bien adentrado el siglo XX y seguro que hasta más adelante también. Pues es bien posible que ambos no dejen vivir más allá de ahí a pueblos enteros, pero es, en cambio, bien seguro que a ambos sí se les dejará sobrevivir hasta más allá. Le viene a uno a la memoria la sentencia de V. Hugo quien, no estando siquiera bautizado, condenaba desde luego a la Iglesia con una dureza aún mayor que la usada por Goethe o Schiller (¿cuándo se habla de ello en las escuelas alemanas?): «Un rey quiere decir: hacer la guerra. Un Dios quiere decir, noche. La libertad, la vida y la fe sólo prosperan sobre las ruinas del dogma!»[45].