LEÓN XIII (1878-1903)

«Ego sum Petrus»

León XIII

«Quiero emprender una gran política»

León XIII

«De todo ello se colige fácilmente hasta qué punto es un santo deber de los papas el defender y mantener el domino temporal y sus fundamentos»

León XIII

«La asociación con la más fuerte de las potencias parecía garantizar óptimamente el logro de las pretensiones de dominio por parte del papa y de la Iglesia… Se preveía la guerra mundial para un futuro próximo. El triunfo de Rusia o, en su caso, de la Triple Entente que, con su rica imaginación, veía ya el papa como una realidad debía, cuando menos, —así lo juzgaba él— reconducirlo a Roma como soberano. Como coronación de sus ensueños, León XIII veía ya el sometimiento de la Iglesia Ortodoxa Rusa a su infalible y pastoral magisterio»

Eduard Winter

Al igual que Pío IX, también su sucesor descendía de la nobleza italiana. Nacido en el año 1810, en Carpineto, cerca de Agnani, era el sexto hijo de sus padres. Ya con ocho años Giocchino Pecci cayó en manos de la «Compañía de Jesús». Desapareció junto a su hermano mayor José tras los muros del colegio jesuita de Viterbo, donde el papa mostró ser un «pequeño ángel» a la par que un «tunante de primera». Cuando contaba 14 años se trasladó al colegio jesuita de Roma y estudió teología y derecho en la academia para nobles, pero, al contrario que su hermano, no se hizo jesuita sino sacerdote secular. De gran talento, y ambicioso, se decidió, con el valimiento de influyentes cardenales, por hacer carrera en la curia, y en 1843, pocos años tras su consagración como sacerdote, avanzó hasta el cargo de nuncio en la corte del rey Leopoldo I en Bruselas.

Aquí topó frontalmente con los apasionados liberales del país. El gobierno le acusó de brusquedad, el episcopado de oportunismo y todos de indolencia. De ese modo el único, aunque por cierto no muy ostensible éxito, del futuro papa en la nunciatura de Bélgica —hombre que no desdeñaba las delicias de este mundo, buen jinete y cazador, experto «especialmente en la caza de pájaros»— consistió en engendrar un hijo. Así reza en todo caso el testimonio del consejero espiritual de la embajada, J. Montel von Treuenfest, decano de Rota, un prelado que gozaba de la máxima confianza ante Pío IX y que, por razones documentalmente inconstatables, rehusó la dignidad cardenalicia cuantas veces se la ofrecieron. Los diarios de Montel con la información acerca de la paternidad del Santo Padre Pecci fueron sacados del archivo de Campo Santo Teutónico y no se han podido hallar hasta hoy. Después de tres años, el rey Leopoldo devolvió a Pío IX su representante, tras algunos deslices en el parquet diplomático de Bruselas, provisto de la gran cruz de su orden y de una halagadora carta de recomendación al papa. Los más de treinta años siguientes los pasó Pecci desempeñando el cargo de obispo y cardenal de Perusia. Pese a todo, todavía en el año de su muerte, en 1903, el papa Pecci declaraba con los ojos puestos en el país de su dudoso éxito como nuncio: «Amo a Bélgica y la bendigo».

Pío había nombrado camarlengo al archipastor de los perusinos en 1877. En calidad de tal gestionó los asuntos de la «Santa Sede» a la muerte del papa y también el conclave. En éste se enfrentaban los representantes de tres tendencias en cuanto a la actitud para con el estado italiano del momento: una conciliadora, otra que rechazaba de plano el reconocimiento de la nueva situación y la tercera semiconciliante, pues no deseaba, ciertamente, renunciar a nada, pero tampoco ser intransigente. Esta última es la que encabezaba el conde Pecci, arzobispo cardenal de Perusia.

El hecho de ser camarlengo empeoraba más bien, según enseñaba la experiencia, las perspectivas de Pecci. No obstante, ya por la tarde del primer día de la elección, el 19 de febrero de 1878, recayeron sobre él 26 votos de los 39 cardenales italianos y 25 extranjeros reunidos, con lo que su victoria tomaba ya cuerpo. De acuerdo con una tradición antiquísima, surgida mucho más de una bella apariencia de humildad que de auténtica humildad, Pecci opuso la más vehemente de las resistencias y conjuró al «Sacro Colegio» a desviar de él su atención. Aquella misma noche, sin embargo, se vio ya forzado, digamos que por causa de la fiebre de las candilejas y por el miedo que le producía cierto ruido bajo su cama, a usar tres dormitorios diferentes. Al día siguiente se arrastró a duras penas a la tercera votación y obtuvo —la elección más breve entre todas las papales— los 44 votos que le daban la necesaria mayoría de dos tercios. El elegido estaba profundamente conturbado, al borde del desmayo. Dejó caer la pluma y prorrumpió en llanto. Todos creían que el achacoso anciano no superaría la coronación. Acabaría portando la tiara un cuarto de siglo.

Y la portó, pese a no poseer ya un estado pontificio, con plena seguridad en sí mismo. Cuando su secretario de estado, Jacobini, objetaba algo, solía proclamar: «Yo soy Pedro». Y en 1900, ya nonagenario, manifestó que él era Leo, el león, y su secretario de estado, a la razón el poderoso cardenal, marqués Mariano Rampolla del Tindaro, era el perro que le debía obediencia. Declaró querer practicar «alta política» y la practicó ampliando su Iglesia con 248 arzobispados y proporcionando nuevamente al papado, anteriormente aislado y próximo, en apariencia, al colapso, una autoridad acrecentada. Todo ello gracias tanto a su acción personal como a una sabia diplomacia[8]. En suma: un «Santo Padre» que, salvo a reyes, príncipes dinásticos y cardenales, no concedía a nadie audiencia si no se le arrodillaba previamente.

Ambiciones de gran potencia

«El papa como soberano espiritual del mundo: ésa era la constante visión que León XIII tenía ante sus ojos»

Eduard Winter

El conde Pecci había pugnado ya, como obispo de Perusia y con toda energía, en favor de las aspiraciones papales al señorío y en una carta pastoral de 12 de febrero de 1860 reprobó bruscamente el parecer de que la posición temporal del «Vicario de Cristo» estuviese en contradicción con la espiritual. Llegado el momento, condenó resueltamente «la doctrina herética de quienes afirman sea contrario al derecho divino el que los papas romanos conjunten en una sola mano el poder espiritual y el temporal». Condenó la opinión de que «Es suficiente al papa ejercer la dirección de las almas; el poder temporal le resulta innecesario y complica al espíritu con los cuidados terrenales». Lo que sí contradice más bien al «sano sentido común» es, según el obispo Pecci, «el ver al papado sometido a un poder temporal». Pues «quien ha de cuidarse del fin supremo no puede, racionalmente, subordinarse a aquellos que operan persiguiendo fines inferiores, que sirven como medios (!) al fin supremo».

Una vez papa. León XIII —escogió este nombre por la veneración que profesaba a su modelo, León XII, odiado por todos los romanos, valedor de la Inquisición y de las persecuciones contra los judíos— tenía menos motivos aún para evaluar de otro modo las pretensiones papales que como lo había hecho en su época prepapal. Ahora exigía, más bien, «la soberanía temporal de los papas como medio para ejercer en toda regla el poder apostólico». Trataba de reconquistar la hegemonía «moral» de Roma en su nuevo reino cristiano universal y «usando de todas las artes que le eran propias, de mover a pueblos y soberanos a inclinarse voluntariamente ante la autoridad del primado papal», tanto en el plano espiritual como en el cultural, según la loa del historiador de los papas, el católico Schmidlin. Por cierto que ese historiador reseña a León XIII como el primer papa que «renunció formalmente a cualquier residuo de soberanía medieval» y acentúa de nuevo a reglón seguido que «aquél siguió, inalterablemente, (!) reconociendo a la Iglesia… su posición preeminente y superior dignidad»

En un siglo al que B. Croce llamó «siglo del liberalismo», en el que la democracia conquista espacios cada vez más amplios gracias, sobre todo, a la más importante de las tendencias políticonstitucionales de las postrimerías del siglo, la de la democratización del derecho al voto. León XIII enseña en su encíclica «inmortale Dei» (1885) que «todo poder público proviene de Dios y no del pueblo» (Como es usual «Dios» denota aquí al papa y la Iglesia). En su encíclica «sapientiae Christianae» (1890), que fija las obligaciones capitales del ciudadano cristiano, exige «de la voluntad de todos, la sujeción sin reservas y la obediencia incondicional a la Iglesia y al Obispo de Roma, al igual que a Dios».

León decretó en sus circulares que: «La libertad ilimitada de pensamiento y la publicación de las opiniones de una persona no pertenecen a los derechos de un ciudadano». Calificó de «totalmente injustificada la exigencia, defensa o concesión de libertad irrestricta de pensamiento, de expresión hablada o escrita y de culto a Dios como si se tratara de derechos inherentes a la naturaleza del hombre». Pues, según él, «la justicia y la razón prohíben colocar en pie de igualdad a las distintas religiones, cualesquiera que sea su denominación, y concederles erróneamente los mismos derechos y privilegios».

Este anciano Dios sobre la tierra —según la gaceta de la corte papal, «L’Osservatore Romano» en su número de finales de julio de 1892, era no únicamente «la cabeza política de todos los pueblos cristianos», sino también «la primera potencia política del mundo»— no olvidó nunca los planes romanos de dominio universal. No es casual que tuviese por modelo a Inocencio III, el sacerdote más poderoso de la historia, que en el s. XIII elevó la Iglesia católica al rango de potencia mundial y aspiró a «dirigir no sólo la totalidad de la Iglesia, sino el mundo entero» y que en el año de 1199 declaró ante el legado del rey Felipe: «Según la ley de Dios son ungidos tanto los reyes como los sacerdotes. Ahora bien, son los sacerdotes quienes ungen a los reyes y no éstos a aquéllos. Quien unge es superior al ungido… En la misma medida en que la dignidad del alma sobrepasa a la del cuerpo, sobrepasa también la dignidad del sacerdote a la del rey»

No es casual que el papa Pecci, al igual que su admirado ídolo Inocencio III, se complaciese en llamarse «Vicarius Jesu Christi», administrador del «Regnum Jesu Christi» sobre la tierra —eufemismo teológico para designar la pretensión de dominio universal, por muy utópico que pueda ello parecer en el umbral del s. XX[9]—. Tampoco es casual que los restos mortales de León XIII fuesen trasladados desde San Pedro —por cierto no antes de 1924 y de modo bastante grotesco, a la vista de las ambiciones que abrigó, pues todo se efectuó en el mayor de los secretos, bajo el recuerdo, evidentemente, de los ultrajantes excesos que acompañaron al traslado de su antecesor— a la Basílica de Letrán y enterrados junto al altar mayor y frente a la tumba de Inocencio III, cuyos restos había mandado trasladar el mismo León desde Perusia en 1892. Los actos simbólicos gozan siempre en esta Iglesia de un significado especial.

Ahora bien, lo que para Pecci —a quien no sin razón se sitúa siempre a la cabeza de los papas políticos— estaba en juego no era, en modo alguno, tan sólo la consecución de la dominación cultural sobre el orbe. Él no estaba, ni de lejos, dispuesto «a ver desaparecer para siempre —en palabras de Seppeit y Schweiger, dos historiadores de los papas— en la tumba de la historia» el poder temporal del Vaticano. También exigió la restitución territorial. Y así como Pío IX se rebeló contra la anexión del estado eclesiástico y protestó, poco antes de morir, contra la adopción del título de Rey de Italia por parte de Umberto, asesinado en el 1900; así como el colegio cardenalicio renovó ambas protestas el 19 de febrero de 1878, antes de entrar en el cónclave, también lo hizo León XIII en la encíclica «Inscrutabili Dei», del 21 de abril, poco después de ocupar su cargo.

Mientras que la prensa mundial, incluida al parecer la no católica y la adversa a la Iglesia, alabó inusualmente, aunque señalando en él rasgos de carácter que no siempre armonizaban entre sí, su elección, aludiendo a su modestia y talante egregio, a su jovialidad y alteza, a su bondad de corazón y rigor administrativo, a su temperamento suave e indoblegable, a sus principios eclesiásticos, a la modernidad de su pensamiento, y a otras mil y una excelentes cualidades, sin olvidar ni siquiera su ingeniosa conversación, el tono agradable de su voz, su frente despejada, su dura mirada y su noble cabeza, etc., etc., mientras todo el mundo, digo, lo alababa de antemano esperando de él la concentración en lo estrictamente religioso, tolerancia, reconciliación y renuncia, él alzó al punto sus pretensiones, se lamentó por el secuestro de la libertad papal, del dominio temporal, por la guerra contra Dios y la Iglesia, por la conculcación de la potestad sacerdotal, por la secularización, por la libertad de enseñanza y de prensa, por todos los hipócritas paladines, en general, de las más diversas libertades y por la peste mortal de las convulsiones, continuamente renovadas, de la vida social. Afirmó incluso que la cultura humana se vería, sin las enseñanzas católicas, privada de su propio fundamento, pues la Iglesia había cultivado a los pueblos bárbaros y suprimido la esclavitud. Todo eso pese a que nadie desencadenó tantas y tan grandes guerras como los pueblos cristianos y nadie explotó y exterminó a tantos «pueblos salvajes» como ellos lo hicieron, siendo precisamente la Roma papal no sólo la que amplió la esclavitud, sino también la que, como ya se indicó, la mantuvo en vigor por más tiempo en todas las grandes ciudades occidentales.

La lucha contra la Italia liberal

Mientras la oleada de escritos de pláceme, de oficios religiosos festivos, de homenajes de los príncipes eclesiásticos y de otros próceres, de tropeles de peregrinos venidos de todos los países, desde Francia hasta Polonia, de declaraciones desde Europa hasta Norteamérica, oleada surgida a raíz de la subida de León al solio pontificio, no parecía querer cesar jamás, y mientras circulaban, una y otra vez, los rumores acerca de su renuncia a su pretensión de soberanía temporal, él mismo estaba ya apelando a la ayuda de los poderosos. Y por ayuda entendía él, naturalmente, la prestada contra el reino de Italia.

Por ayuda entendía, naturalmente, la que le prestasen contra el reino italiano y su laicismo liberal, la dirigida contra un estado que por medio de la Ley de Garantías había concedido a su peor enemigo la soberanía y la inviolabilidad. ¡Qué lejos estaba un papa de concederle nunca tal cosa a un adversario!

El conde Pecci, sin embargo, que ya como obispo de los perusianos —quienes en 1848 habían destruido el «castillo-prisión del Santo Padre»— era un oponente acérrimo de la nueva situación, reivindicaba el pleno e irrestricto poder papal, lo que, supuestamente, constituía un pilar de la grandeza de Italia aunque, en realidad, constituyó una causa milenaria de sus lamentables desgarramientos.

Ni siquiera una historia de los papas provista de su imprimatur puede negar la consecuencia con que León XIII prosiguió la actitud irreconciliable de su antecesor, ahondando aún más el abismo, «cómo en sus alocuciones y proclamaciones escritas vuelve de continuo a tocar esa herida, cómo orientó su política global respecto a los demás países y al mundo internacional en base a aquel problema, cómo más de una vez intentó incluso sacrificar por él intereses generales de la Iglesia y del papado». Tal «sucesor de Pedro de actitud tan (supuestamente) irónica», un «papa de la paz» con cierta, digamos, «disposición al acuerdo y contraste de pareceres sobre problemas particulares, se mantuvo implacablemente intransigente en la cuestión de principio de la soberanía».

León, adversario, por principio, del Risorgimento, del afán italiano por la reunificación, no salió nunca del Vaticano, reprobando toda garantía estatal y todo tipo de elecciones. Se sintió «prisionero» y exigió incesantemente la potestad temporal. Desde el principio hasta el final de su pontificado se mostró hostil frente a la nueva Italia. «La política le gusta mucho», notificó el embajador austríaco en el Vaticano, conde Luis Paar… «Se regodeaba en el pensamiento de tener por destino ser artífice de la restauración del dominio temporal del papado. …Yo trato de reconducirlo para que asiente sus pies sobre el suelo de las realidades».

Claro está que León ensayaba de tanto en tanto —como ocurre desde entonces y cada vez con mayor frecuencia con todos los papas— ceremoniosos gestos de generosidad ante el mundo, con los cuales se deja éste engatusar complacido. El mundo desea que lo engañen. «Mundus vult decipi, yo quiero servirle en ello» como ya dijo Lutero no sin añadir «verum Proverbium». También lo dijo el cardenal Carafa, cuyo tío Pablo IV, «la figura más sanguinaria, probablemente, de toda la historia de los papas» era «la personificación de la hoguera inquisitorial». León quería ciertamente persuadir a Italia, a quien tan entrañablemente quería, de cuan estrechos eran sus vínculos con el papado, de cómo éste constituía su propia gloria y de cuántos bienes deparaba éste a la nación. Deseaba cierta y vivamente el final de aquella «funesta querella», encarecía su disposición a la conciliación. Lo que no quería es ceder él. Era el estado quien debía hacerlo.

León XIII no se limitó a mantener de forma continua y estricta el «non expedit» con el que Pío IX prohibió a todos los católicos italianos participar en las elecciones —prohibición que supuso, obviamente, una sustanciosa ventaja para sus adversarios liberales y de la que sólo a partir de 1905 se hizo un uso más flexible para ser suprimida después de 1918— sino que, ya en su alocución del 28 de marzo y más aún en su encíclica «Inscrutabi Dei», prosiguió con todas las protestas de su antecesor contra la ocupación del Estado de la Iglesia, abogando en lo futuro por un principado papal, por una soberanía realmente territorial con respecto a la cual pensaba que la misma donación de Pipino, basada en un tremebundo fraude, no implicaba el «establecimiento de un derecho nuevo», sino el reconocimiento del ya vigente. Quien abogaba por la reconciliación, tal como el obispo Scalabrini de Piacenza lo hizo en una carta al papa o en su escrito «intransigenti e transigenti», resultaba desautorizado. Un artículo análogo, «Roma e Italia» del obispo Bonomelli de Cremona, fue incluido en el índice. La enervante insistencia en la devolución de Roma y en la represión de todas las «sectas» determinó finalmente un viraje radical en la conducta del gobierno italiano, llevándolo de una actitud conciliadora a una hostilidad sin tapujos. Una reforma penal permitía imponer trabajos forzados de por vida por cualquier tentativa de secesión territorial y amenazar con multas y penas de cárcel a los clérigos que criticasen las leyes del estado. Se suprimió el diezmo y se prohibieron las cuestaciones eclesiásticas. Las hermandades católicas, las fundaciones y las entidades caritativas fueron secularizadas. Se estableció el servicio militar para los clérigos, el matrimonio civil y la escuela laica. Una tras otra se sucedían las leyes de excepción y los accesos de indignada cólera de León, quien lanzó contra Italia el odio del partido católico de Europa entera mientras que la ira popular de su propio país se desataba contra él:

«¡Abajo el papilla! ¡A la horca con el Santo Padre!».

Obviamente, sus partidarios no desperdiciaron tampoco ninguna ocasión para atacar al estado, si bien la investigación histórica actual no puede por menos de reconocer el coraje y la firmeza en sus principios de la pequeña capa de dirigentes liberales italianos. Y es precisamente la ostensible libertad con la que León podía protestar sirviéndose de sus indignadas alocuciones a los cardenales de la curia, a los peregrinos y a los prelados extranjeros lo que privaba a su protesta de fuerza convincente: «La Ley de Garantías se acreditó como una obra de gran inteligencia política».

La Roma clerical vio consternada cómo se celebraban el centenario de Voltaire, los festejos en honor de Garibaldi y de Arnaldo de Brescia, a quien Adriano IV —culpable en gran medida de la conquista de Irlanda y por lo tanto de una desmesurada miseria que dura hasta hoy— mandó quemar en Roma como hereje y rebelde.

Cuando en 1889 se descubrió, incluso, un monumento al dominico Jordano Bruno, uno de los mayores pensadores de la Edad Moderna, quien tras tenebrosos años de encarcelamiento había sido también quemado en Roma, monumento inaugurado el día del Espíritu Santo en el mismo mercado de las flores en que la Iglesia lo había convertido en cenizas, León XIII estuvo orando todo el día ante el «sacramento» para expiar el ultraje, estigmatizó el hecho como supuesto intento de erradicar la fe cristiana y recibió incontables escritos de pésame de todo el mundo[10]. Difficile est satiram non scribere.

El papa, que contraatacaba las medidas estatales con consignas de lucha dadas al clero y a los seglares, con continuas proclamas a los creyentes para que se organizasen y opusieran resistencia, veía a veces como algo imposible su permanencia en Italia. Por tres veces consideró la posibilidad de buscar un «refugio» en Austria, cuya corona y pueblo le eran adictos, pensando con predilección en Trento, con su cielo italiano («Vi troverei ancora il cielo d’Italia»), pero también en Salzburgo. En 1881 expresó el deseo de que viniera a recogerlo su amigo personal, el cardenal Schwarzenberg, o un hermano del emperador Francisco José, prometiendo al monarca el agradecimiento de 200 millones de católicos. En 1888 hizo que el cardenal Rampolla demandase nuevamente, mediante una carta secreta que el nuncio Galimberti leyó en Viena al ministro de Asuntos Exteriores, conde Kálnoky von Kórospatak, la posibilidad de un asilo en Austria. Todavía en 1891 quería Leo escapar hacia allá.

Pero Austria, unida a Italia y Alemania en la Triple Alianza, disuadió una y otra vez al papa de sus planes de marcha, sea mediante cartas del emperador, sea mediante audiencias del embajador. Austria se mostraba, en principio, de acuerdo con aquel traslado, pero hallaba, sin embargo, que el «prisionero» estaba suficientemente protegido por la Ley de Garantías y por el gobierno italiano y que ella misma, Austria, estaba obligada al mantenimiento de buenas relaciones con Italia, a la que, como decía el emperador Francisco José a León en un escrito de su propia mano en 1881, «había que tratar con guantes delicados para evitar que rompa filas por su cuenta». El papa encontró el escrito «reservée, froide, evasive»… «j’en ai été navré» (Me ha herido en lo más vivo. Más triste aún fue la noticia de los festejos que en honor del rey Umberto se organizaron en Viena).

Pues por mucho que el emperador reverenciase al pontífice romano, Italia revestía para él mayor importancia. «Ofrecemos, muy complacidos, un lugar de refugio al representante estatal (!) de Cristo —escribía— sólo que nos cabe esperar que el orbe cristiano no se vea una vez más conturbado por la ausencia del soberano de Roma…». No es sólo que Viena viera como algo imposible el trasplante de la corte papal con sus numerosos Monsignori, sino que el restablecimiento mismo del poder temporal de los papas le parecía además pura ilusión. Después del homenaje a Bruno, León discutió también, en consistorio secreto, una posible fuga hacia Monaco, Malta o España, pero también la católica España reaccionó muy reservadamente. La París republicana, en cambio, mostró una complacencia entusiasta. Y Austria mostró en todas las ocasiones la misma actitud: ofrecía asilo al «Santo Padre» pero le daba claramente a entender que no hiciera uso del ofrecimiento.

En 1891, una interpelación que Zallinger y el príncipe Windisch-Grátz, dirigentes del Partido Popular del Tirol, presentaron ante el parlamento de Viena proponiendo el restablecimiento del dominio territorial de los papas fue desechada como algo carente de toda perspectiva. Después de ello, el plan de abandonar Roma no fue ya nunca más objeto de consideración seria por parte de León. Cabe incluso preguntarse si alguna vez se lo tomó en serio, pese a todas sus solemnes aseveraciones sobre el continuo empeoramiento de su insoportable situación, de su total aislamiento y la necesidad de su marcha. ¡Ubi papa, ibi Ecclesia! «Para poder vivir en Roma con el debido decoro, pensaba León años atrás, el papa tiene que abandonarla y regresar después a ella con la ayuda de los soberanos, quienes debían comprender que su causa y la de Roma son solidarias e idénticas». Tras esas palabras asomaba claramente la pretensión de poder internacional.

Pero los estados de su entorno se mostraron remisos. Y el gobierno italiano había garantizado no sólo la seguridad y la soberanía de León, sino que estaba también resuelto a protegerlo. Es más, por medio de muchos prelados que colaboraban con él, aquel gobierno, que había sido informado por Prusia acerca del proyecto del papa, procuraba impedir el traslado de su residencia hacia el extranjero. Consideraciones de política interna y externa —y las financieras no eran las de menor peso— le determinaban en ese sentido. Crespi, un masón con el grado 33, que fue repetidamente jefe de gobierno y por aquel entonces figura clave, y quizá no únicamente de la política italiana, veía no sólo en la «cuestión romana» sino también en el propio papado (con el que por cierto y pese a todas las diferencias, se sabía muy unido, como Bismarck, en el común combate contra los socialistas) un problema de mera política interior, una «istituzione italiana e gloria riostra». Un punto de vista que pronto compartirían todos los estados limítrofes. A través del cardenal príncipe de Honhenlohe-Schillingsfürst (quien más tarde hubo de abdicar a causa de sus diferencias con la Iglesia, después pasó a ser considerado como posible sucesor del papa y murió luego en Roma en la soledad y en extrema pobreza) hizo saber a León que no se opondría resistencia a su partida, pero que nunca más regresaría de no ser con la fuerza de las armas.

Presumiblemente «el papa diplomático», deseoso de actuar en la «alta política» y de resolver la «cuestión romana» —a cuenta de lo cual descuidó negligentemente el bien del catolicismo internacional en favor de una concepción que no sólo Crispí reputaba de quimérica—, pretendía únicamente, de ahí sus continuos deseos de fuga, recordar una y otra vez a las potencias católicas que tuvieran presente su problema. El conde Revertera-Salandra, embajador austríaco ante el Vaticano, tenía en todo caso la impresión, en sus entrevistas con León y Rampolla, de que sus repetidos proyectos de marcha constituían antes que nada un pretexto para que no se adormeciera la «cuestión romana». De hecho, ningún organismo relevante de la curia pensaba ni remotamente en desplazar al extranjero aquel gigantesco aparato administrativo. Ya en el pasado se solía decir que si los papas abandonan Roma por una puerta es sólo para reentrar por otra.

Una cosa es cierta: toda la política de León estuvo determinada por el intento de recuperar el viejo poder. Un excelente conocedor de aquél, F. Engel-Janosi, enfatiza que «la cuestión romana estuvo en todo momento en el centro de las consideraciones políticas de León XIII». Y este historiador prosigue, no sin cierta ironía: «Mientras aquélla siguiese irresuelta y, a mayor abundancia, mientras Crispí estuviese al frente del gobierno, el papa se veía carente de la necesaria independencia para el desempeño de su misión y se sentía a merced de los poderes de la revolución, uno de cuyos símbolos estaba representado por el rey en el Quirinal».

Pues por muy conciliador que León se complaciese en presentarse ante el mundo, en realidad tan sólo condescendía —al igual que hicieron, en último término, todos los papas— cuando ello le reportaba algún provecho. Precisamente en lo referente a la «cuestión romana» ya no podía, y con el paso del tiempo cada vez menos, «asumir el papel de un soberano destronado en el ámbito de lo temporal», en palabras del obispo Alois Hudal, rector durante muchos años del colegio teutónico de Roma. Y pese a que, o precisamente porque el mundo se tornaba más y más desinteresado a medida que el papa dilataba el problema y hacía subir de tono sus lamentos, éste no se cansaba jamás de recordárselo una y otra vez. El pontífice fustigaba incesantemente la injusticia infligida al papado pese a la gran deuda que la nación, y Roma en especial, había contraído con él por los grandes servicios que supuestamente le prestó. Fustigaba asimismo los atentados, cada vez más graves, contra la fe, la opresión de las órdenes religiosas, la confiscación de los bienes eclesiásticos, en una palabra, «la apoteosis de la revolución italiana y el expolio de la Santa Sede».[11]

Durante el primer decenio de su pontificado el papa procuró, no obstante, resolver el problema, para él primordial, de la «redención de su cautiverio» ganándose el favor de Austria y el Imperio Alemán, la mayor potencia militar de Europa.

La vana esperanza en las potencias centrales

Si bien no faltaban las discrepancias con Austria-Hungría, derivadas de las influencias masónicas y judía y también del josefinismo allí existente, aunque en fase de extinción, josefinismo que trataba de reformar resuelta pero utópicamente la corrupta situación de la Iglesia, el hecho mismo de los continuos deseos de traslado papales, los tomase o no en serio, muestra claramente qué esperanzas abrigaba para alcanzar la meta de sus deseos. El papa hacía valer una y otra vez su influencia sobre la doble monarquía de los Habsburgo, sobre el pueblo, los príncipes de la Iglesia y el emperador. Esa actitud no respondía a un puro sentimiento transitorio, pues encarecía:

«Toda mi esperanza, mi amor, toda mi confianza están puestas en Dios y, tras de él, en su Majestad el Emperador de Austria». Francisco José era afecto al «Vicario de Cristo» pero sin traspasar la frontera de lo políticamente factible. «Su Santidad apela a mis sentimientos religiosos» —escribía— «Le ruego que no dude de que yo no escatimaré esfuerzos para prestar a la Iglesia mi protección en correspondencia con la situación y los medios con que yo pueda contar en cada caso».

El papa, que daría más tarde un vuelco radical a su política, era por lo pronto austriacófilo y adversario decidido de los cardenales francófilos. También sus primeros secretarios de estado, Franchi, que murió el mismo verano de 1878, Nina y Jacobini, fueron catalogados como proclives a Austria por el embajador de este país ante el Vaticano, el conde Paar. Lo era especialmente L. Jacobini, quien antes de dirigir, de 1880 a 1887, la política exterior vaticana había sido durante varios años nuncio papal en Viena, donde el emperador le había entregado su birrete cardenalicio.

Las esperanzas puestas por León en la última gran potencia católica de Europa fracasaron por razones de política interior y exterior. Fue la visita del rey Umberto a Viena, tan deplorada por la curia, la que hizo comprender definitivamente a ésta, si no lo había comprendido ya antes, que el restablecimiento de su dominación temporal se hacía más difícil. León se quejó repetidas veces ante el consejero de la embajada austríaca, el prelado Montel von Treuenfest, de «la actitud indiferente, apática y desinteresada» de la monarquía danubiana respecto a su problema. Antes de la conclusión de la Triple Alianza llegó incluso a exigir de Austria-Hungría una declaración formal en el sentido de que el tratado no implicaba la dejación de los derechos papales a Roma a un estado eclesiástico. De hecho, y por consideración hacia la curia, ni Austria ni Alemania atendieron el deseo italiano de garantía recíproca de integridad territorial, y así se lo aseguró el conde Kálnoky al nuncio cuando éste le interpeló al respecto en Viena. León, no obstante, se dirigió personalmente al emperador, polemizó nuevamente contra Italia y enfatizó que el interés de los estados exigía imperiosamente mantener incólumes los derechos del papado. Pues, como hizo saber una vez más a Austria, «el papa tiene potestad sobre las conciencias y la actitud auténticamente conservadora debe fundamentarse en la religión, sin la cual carece de base y continuidad». ¡El trono y el altar! Pero respecto al trono de Italia, León decretaba: «Su madre es la revolución».

No sólo en Austria, también en el Imperio Alemán, aliado con ella, había cifrado el papa sus esperanzas de satisfacer sus ambiciones. Ésa fue una de las razones, de seguro no la menor, para su empeño en un arreglo amistoso de la «Kulturkampf», cuyo punto culminante coincidió con la muerte de su antecesor, y que él había resuelto zanjar desde un principio.

Duramente condenados por el tristemente famoso «Syllabus errorum» de 1864 en cuanto afectaba a sus principios políticos, culturales y económicos, los liberales alemanes trataban de batir ante todo al catolicismo, especialmente en el terreno ideológico. Indiferente a estas motivaciones, Bismarck apostaba, en cambio, por la anulación política del partido político, el Partido del Centro. En el transcurso de aquella lucha se convirtió en su adversario principal. Pero ahora lo necesitaba nuevamente contra los socialistas y en ello coincidía con el papa, a quien loaba ante la casa real prusiana:

«Tampoco él tiene ningún contacto con la socialdemocracia». El cardenal Franchi, secretario de estado de León, negó rotundamente a los socialdemócratas, en 1878, el derecho «a ser tratados como partido político». Para el segundo hombre del Vaticano eran simplemente «Malhechores que ponían en peligro el orden y la paz públicos y que socavaban los fundamentos de toda institución vital para el estado».[12]

El papa León opinaba otro tanto. E igualmente Bismarck, que quería «exterminar como ratas» a los socialistas. En el mismo año de 1878 había conseguido imponerse promulgando su ley antisocialista dirigida «contra el peligro público representado por los objetivos de la socialdemocracia» que, aunque contraria a los principios del estado de derecho del Reich, fue prorrogada varias veces hasta el año 1890. Sirvió para imponer más de mil años de cárcel y deportar a unos mil socialistas lejos de su domicilio, pero fracasaron completamente en su objetivo de contener y no digamos aniquilar el movimiento obrero: durante el período de su vigencia la socialdemocracia triplicó por tres el número de sus electores. De tener medio millón escaso de votos (y 12 escaños) en 1877, pasaron a 1,4 millones de votos (y 35 escaños) en 1890, convirtiéndose con ello en el partido alemán más votado.

Si el «canciller de hierro» fracasó con la Ley Antisocialista —la «Ley de la Vergüenza» según sus adversarios— ley que era muy del gusto de León XIII, quien ya de por sí veía con natural agrado su estilo de gobernar autoritario, también fracasó con la «Kulturkampf». Pues aunque, o precisamente porque se empleó a fondo contra el clero, los jesuitas y otras órdenes, ordenando destituir o meter en la cárcel a numerosos obispos y sacerdotes, sufrió también una grave derrota frente al catolicismo, a quien parecía haber ya desbancado. Como responsable de aquella lucha, Bismarck estuvo en 1874 a punto de ser víctima, en la alameda del balneario de Bad Kissingen, de un atentado católico, el intentado por un exalumno de una escuela de religiosos. Además, el centro católico, partido dirigido ciertamente por aristócratas y miembros de la gran burguesía, pero que, en virtud de su carácter confesional abarcaba a todas las capas sociales, dobló durante ese período el número de sus votantes. León tenía buenas razones para proclamar en 1884: «No temo la lucha y si el canciller del Reich la desea, Nos la aceptaremos».

Entretanto, sin embargo, el canciller había restablecido las relaciones diplomáticas con la curia. Mientras por una parte nombraba a Kurd von Schlózer como su embajador ante aquélla, por la otra se habían decretado a partir de 1880 sucesivas cláusulas derogatorias y suspendido la mayor parte de las leyes anticatólicas. Los obispos desterrados, Blum de Limburgo y Brinkmann de Münster, habían sido autorizados a regresar, mientras que el papa, al igual que en toda pugna con el estado, tan sólo hizo algunas concesiones insignificantes, se hizo pagar sus pequeñas contemporizaciones con la estipulación de nuevas libertades y derechos y exigió nuevas revisiones en las leyes.

Bismarck le permitió incluso que zanjase en 1885 el litigio por causa de las Islas Carolinas, que León adjudicó prontamente a España a través de una comisión de cardenales al ampararse ese país en una bula del año 1493(!).

El papa Alejandro VI, padre de nueve hijos habidos con diversas favoritas, había fijado entonces una línea de demarcación que separaba los territorios coloniales de España y Portugal, dando inicio a una degollina sin par. La población de Haití, por ejemplo, se redujo en pocos años, por obra de aquellos devotos veneradores de María que según la bula del papa Borgia debían conducir a los indígenas «a la veneración del Redentor y a la profesión de la fe católica», de 1.100.000 a 1.000. En 1899, Alemania compró las Carolinas y las Marianas pagando a España 17 millones de marcos. Bismarck, con todo, recibió del papa la Orden de Cristo, la más alta condecoración del Vaticano, tras la cual podía atrincherarse frente al Partido del Centro.

Dos leyes apaciguadoras de 1886/87 pusieron término al Kulturkampf. Solamente siguieron en vigor el «artículo del púlpito», la ley relativa a los jesuitas y la inspección estatal de las escuelas. Comenzó a tomar cuerpo una «estrecha alianza» entre Alemania y el papado. Pues ahora, lograda ya la «pacificación religiosa», también el «Vicario de Cristo» se mostraba agradecido en un asunto, en el que, por supuesto, no le costaba mucho serlo sin más, pues sus esperanzas se fundaban, precisamente, en la maquinaria de guerra alemana.

Se trataba del nuevo proyecto legal de Bismarck relativo al ejército. Según ciertas voces, fue el canciller quien rogó al papa que tuviera a bien quebrantar la resistencia del Centro contra el proyecto. Pero según Kurd von Schlózer, el embajador prusiano ante el Vaticano, quien en su momento obtuvo tal influencia, nada casual, ante la curia, que recibió el nombre de «cardenal Schlózer», fue el papa mismo quien había dado esa instrucción sin que Berlín se la hubiese pedido previamente. En todo caso el «papa de la paz» intentó ahora, a través de su secretario de estado Jacobini y del jefe del Centro, L. Windthorst, que este partido votase en la Dieta Imperial a favor de las leyes de excepción de Bismarck: la concesión anticipada de los gastos militares para los siete años siguiente (!). Y todo ello «en interés de la obra de paz religiosa», según las palabras con las que el nuncio Di Pietro transmitía el deseo papal. Windthorst, representante del, valga el pleonasmo, catolicismo político, hombre dotado de una viveza nada común —quien por cierto nunca peregrinó hacia Roma pero aún tuvo tiempo, ya en el umbral de la eternidad, de recibir la suprema bendición— manifestó así su indignación acerca del «Santo Padre»: «Me ha apuñalado por la espalda y a la vista de todo el frente». La mayoría del centro hizo, ciertamente, fracasar el proyecto del septenio y la Dieta tuvo que ser disuelta, pero el papa manifestó nuevamente su deseo en el mismo sentido y en esta ocasión el centro ayudó, con su abstención, a que triunfase el proyecto gubernamental.

Windthorst declaró: «¿Quién no se sentiría satisfecho y orgulloso a la vista de un ejército con el más bello, apuesto y vigoroso de los aspectos?».

Al igual que habían seguido a Prusia en la «Kulturkampf», los otros estados federados en el Reich la siguieron ahora, no sin el apremio de Roma, en la retirada: Würtemberg, Badén, Hessen-Darmstadt. El Barón Lutz, ministro de educación y presidente del gobierno de Baviera, defensor de una iglesia estatal, se mostraba reacio. León XIII protestó a través del «Breve» del 29 de abril de 1880 y azuzó a los suyos a apretar filas en una lucha que se libró en las dietas católicas, en las cámaras y en el consejo del reino hasta que el gobierno cedió y Lutz dimitió «por motivos de salud». Únicamente Mecklenburgo, Braunschweig y Sajonia —pese a ser papista la casa real— opusieron resistencia al asalto de La Catholica, la cual estaba a la ofensiva en casi toda Alemania gracias a sus asociaciones y congregaciones, gracias a sus órdenes, periódicos y revistas, y también, y no en último término, gracias a su política escolar.

Cierto que el catolicismo alemán, solicitado por el trono y el altar, y cuyos frutos fueron cosechados entre 1914 y 1918, tenía «poco de positivo» que ofrecer, según reconoce incluso una historia de los papas publicada con permiso eclesiástico, que señala una «inferioridad cultural de los católicos» y que al hablar de las joyas poéticas pone únicamente en la balanza «Dreizehnlinden» de F. W. Weber, un diputado del Centro, profundamente religioso, cuya primera estrofa reza: «delicioso vagar, un ramo de flores en el sombrero, por el jardín de Dios» y cuya última suspira: «Dios nos ayude a hallar el camino hacia la patria desde la miseria terrena…». Poema que fue otrora, desgraciadamente, un «libro del pueblo» y lectura escolar por muchos años, pero que, desgraciadamente también, no es sino una asombrosa versificación de rima ramplona, tan superficial como imposible de degustar.

Como compensación, la vida religiosa de esta iglesia florecía ubérrima, «triunfo de la supremacía papal y de la revigorización de los sentimientos romanos del catolicismo alemán», a lo cual «hizo una aportación esencial el diplomático papa de la paz». En 1891, dos millones de peregrinos acudieron a ver la túnica sagrada de Tréveris, ensalzada por León como un «medio para despertar la conciencia religiosa» y que el profesor von Sybel desenmascaró como palmaria «patraña». Por lo demás, y pese a la archiconocida modestia del vestuario del Nazareno, hay en Europa, con el beneplácito de la Iglesia, 19 túnicas más, otros tantos «medios para despertar la conciencia religiosa». Y algo más, literalmente increíble: las pesquisas hechas, realizadas en torno a 19 santos, hallaron 136 cuerpos, 121 cabezas y una pasmosa variedad de otros miembros y también, aunque hoy en día ya no se expongan como lo hizo hasta el año 1542 el cardenal de Maguncia, dos plumas y un huevo del Espíritu Santo[13].

La colaboración con Francia

No había transcurrido el primer decenio del pontificado de León cuando su política experimentó un brusco viraje, determinado por motivos de distinta índole.

Por lo pronto, la Triple Alianza de Alemania, Austria e Italia, temida por el papa desde un primer comienzo, fue renovada y ampliada en 1887. La alianza que permitía nuevamente al reino italiano practicar un política de poder en el exterior, en Los Balcanes y en África, lo consolidaba en su interior, a saber, previniendo el que sus aliados retomasen «la cuestión romana» y se conjurasen contra él. Desde la perspectiva italiana era ése, incluso, el objetivo principal del tratado. De ahí que la gran potencia católica, Austria-Hungría, se mostrase dispuesta frente a la curia, —según el conde Kálnoky, que fue ministro de asuntos exteriores durante muchos años y se esforzó por una política de paz mundial— a mantener sólo una benevolente neutralidad, lo cual no granjeó ciertamente a la monarquía de los Habsburgo la simpatía de León XIII. «El Vaticano no nos ama. Tampoco se nos odia. Nos encuentran tibios y son tibios para con nosotros».

El tratado renovado y ampliado en 1887 consolidaba la posición de Italia frente a las pretensiones del papa y reducía las esperanzas de éste. Se añadía además el hecho de que aquel mismo año su antagonista en la política interior, el nuevo presidente del gobierno Crispi, recibió una acogida especialmente cordial por parte de Bismarck en Friedrichsruhe, en su calidad de leal aliado de la Triple Alianza.

También el viaje que el emperador Guillermo II hizo en el otoño de 1888 a Roma lo sintió León como un «golpe contra el papado». El joven monarca fue, ciertamente, saludado con todos los honores en el Vaticano, pero tras su audiencia con el papa regresó directamente al Quirinal y aquella misma noche pronunció un brindis por el rey de Italia, en «la capital de su Majestad». Y el papa no pudo sentir de modo muy diferente la solemne acogida que Berlín brindó al año siguiente al rey italiano.

Si bien pese a las numerosas invitaciones cursadas por el gobierno italiano nunca se llevó a término una visita del emperador Francisco José a Roma, sobre todo para no herir aún más al papa, el Vaticano tomó ya plena conciencia de que nada podía esperar de Alemania o de Austria en pro de la solución de la «cuestión romana». León XIII se sentía, a la sazón, «abbandonato delle Póteme». Censuraba a Bismarck ante el conde Paar, pues cuando menos en lo referente al proyecto militar, al septenario, había prestado al primero un extraordinario servicio «del que yo esperaba poder esperar mucho». Y si para León el canciller era todavía en 1883, cuando iba derogando una tras otra las leyes anticlericales, «un hombre genial, valiente y con fuerza de voluntad, que sabe hacerse obedecer», tan sólo unos pocos años después era calificado por él de «gran revolucionario», expresión que en labios del conde italiano que ocupaba el solio pontificio entrañaba un veredicto aniquilador. Más amarga fue aún la decepción que sintió frente a Austria, de cuyo emperador, la persona en quien había puesto más esperanzas «después de Dios», aguardaba ayuda para resolver la cuestión primordial. A la sazón, el papa exclamaba lo mismo que al recibir la noticia de la conclusión de la Triple Alianza: «Ahora se sienten fuertes, ahora se atreverán a emprender cualquier cosa contra la religión, contra la Iglesia y contra los derechos de la Santa Sede».

Lo que León XIII no obtuvo, ni esperaba ya poder obtener de Alemania y de Austria-Hungría, intentó obtenerlo a partir de ahora poniéndose del lado de los adversarios de aquéllas. Ciertas variaciones de la política mundial, sobre las que el Vaticano puede a veces informarse antes que los demás gracias a sus excelentes contactos, parecían venir en su apoyo.

El duque católico de Norfolk había informado al papa confidencialmente de que el vertiginoso ascenso de Alemania resultaba intolerable para las pretensiones inglesas de dominio mundial, teniendo, por consecuencia, una nueva política de Inglaterra, política que, en el fondo, era en verdad muy antigua, a saber, el constituirse en adversaria del poder continental más fuerte. El nuevo antagonismo germano-inglés, que comenzó entonces a perfilarse gradualmente y a determinar la política europea, mermaba considerablemente la importancia de la Triple Alianza y ponía especialmente en peligro a Italia con sus largas y desprotegidas costas. Además, el imperio mundial británico, con sus gigantescos territorios coloniales, abría un enorme y tranquilo campo de operaciones a la misión universal del Vaticano. Como contrapartida, el papa debía, con ayuda de su clero, secundar a Inglaterra tanto en la opresión de los pueblos colonizados como —lo que constituía una ostensible traición— en la represión del alzamiento nacional de la católica Irlanda. «La administración inglesa y la misión católica unidas en la explotación colonial. Ello significaba para el Empire una tremenda ventaja y para la Iglesia católica y Romana un gran aumento de poder. En ese campo, Alemania no tenía mucho que ofrecer al Vaticano, pues había llegado tarde al reparto del mundo».

El nuevo rumbo de Inglaterra, del que León XIII tuvo muy temprano conocimiento, sólo podía ser pilotado, obviamente, al lado de Francia y Rusia. Y ése fue precisamente el nuevo rumbo del papa, siendo signo exterior del mismo cómo se cubrió el segundo cargo en importancia de la curia.

El cardenal secretario de estado, L. Jacobini, había muerto el 28.2.1887. Como antiguo nuncio en Viena y amigo declarado de Austria y Alemania había obrado, al igual que el propio León XIII, siguiendo el interés de las potencias centrales. Razones múltiples hacían esperar que su sucesor sería L. Galimberti, típico diplomático de la curia, extraordinariamente hábil y, según el obispo Strossmayer de Djakowo, también carente de carácter. Gozaba del favor especial del papa, sobre todo, a raíz de sus comunes esfuerzos en pro de la unión de la iglesia rusa. Mantenía estrechos contactos con Austria y Alemania, con lo que, a juicio de León, había adquirido grandes méritos, pero abogaba también por un modus vivendi con Italia. Sin embargo, en lugar de Galimberti (desplazado a Viena como nuncio, caído más tarde en desgracia ante el papa por su contacto con círculos influyentes de Italia, fue ascendido en apariencia y murió ya en 1895) y después de varios meses ricos en intrigas, fue el marqués M. Rampolla del Tíndaro quien asumió el cargo el 2.6.1887. Según confesión del propio papa, fue ésta la decisión más difícil entre las tomadas por él hasta entonces.

Descendiente de una antigua estirpe de la nobleza española asentada en Sicilia, Rampolla había representado con éxito a la curia como nuncio en Madrid. P. Cambon, embajador francés en aquella ciudad, lo describe en una detallada caracterización como trabajador diligente pero carente de ideas. «Lleva a término las instrucciones recibidas con la terquedad y la astucia de un campesino». Ésa era, tal vez, la razón de por qué el papa lo escogió. Pues Rampolla, escribe el representante austríaco, conde de Reverterá, supo «adaptarse de modo tan exacto a la dirección marcada por el propio Santo Padre que no es posible percibir diferencia alguna entre ambas». Sin embargo, aunque León, prescindiendo de sus últimos años, mantuviese firme la batuta en su mano, Rampolla acrecentó paulatinamente su importancia y su poder experimentó un constante aumento. Y al igual que su señor, no sólo era, según propia expresión, adversario irreconciliable de la Casa de Saboya, sino también, en estricta contraposición a Galimberti, proclive hacia el oeste, instrumento declarado en las manos de Francia.

Después de la derrota del segundo imperio en 1871, Francia había proclamado la república. El levantamiento de la comuna de París —seguido con tensa atención por Marx—, que pugnaba por la realización del socialismo, y que fusiló a 480 rehenes, incluido el obispo de París, colapso rápidamente, a lo que, obviamente, también contribuyó la Iglesia. «El Vaticano lanzó sus anatemas contra el espíritu y las doctrinas de la comuna, persiguiendo a sus dirigentes… hasta más allá de su muerte».[14] Los nuevos amos, próceres liberales, hicieron abatir prisioneros, dictar 20.000 penas de muerte y condenar a unos 10.000 comuneros a trabajos forzados, deportación y cárcel, conjurando así el peligro «rojo».

Esencialmente más difícil le resultó a la república, cuyos enemigos más acérrimos estaban situados a la derecha, enfrentarse al peligro «negro». Inspirada en la creencia racionalista en el progreso y en el positivismo de Comte, tomó cuerpo una especie de Kulturkampf a la francesa, en todo caso con resonancias sociales, y de una vehemencia mucho más duradera que la alemana. Surgió una legislación laica con prohibición de rezos públicos, del descanso dominical, de la actividad docente de los monjes en la escuela pública. El crucifijo fue retirado de las escuelas: la política escolar juega en Francia un papel eminente desde Napoleón. Se llegó a entorpecer la comunicación de los obispos con Roma, a la imposición de multas al clero, a la disolución de los jesuitas y de los asuncionistas, a la clausura, en parte violenta, de 261 conventos, etc.

La lucha adoptó formas muy encarnizadas y la Iglesia exhortó a la aniquilación de la república hasta que, con gran asombro de los católicos franceses, ningún otro sino León XIII, el «papa de la paz», dio señales de transigencia, primero indirecta, después públicamente. El llamado Ralliement (adhesión), que apremiaba al catolicismo francés —al que León XIII ensalzaba complacido como «pilar de la iglesia» e «hija mayor»— a un entendimiento con la Tercera República, había sido preparado por Rampolla y el nuncio en París desde 1887, lo que no era casual, contra la resistencia de los conservadores franceses, hijos fieles de la Iglesia, que, en su mayoría, querían no sólo suprimir la república, sino todo parlamentarismo en general y establecer nuevamente la monarquía, el bonapartismo o la unión de ambos.

El hecho de que el cardenal Lavigerie saludase el 12-11-1890 en Argel al estado mayor de la flota francesa del Mediterráneo con un brindis prorrepublicano y acompañamiento de escolares católicos cantando La Marsellesa —de acuerdo, obviamente, con el papa y Rampolla— provocó asombro en todo el mundo. El que eso sucediese en Argel tampoco era casual. El clero de las misiones francesas —a la cabeza de las misiones católicas en todo el mundo— apoyaba siempre el imperialismo francés, incluso bajo gobiernos desafectos al catolicismo. Y viceversa: Francia apoyaba por todos los medios posibles a las misiones católicas en sus colonias.

A mediado de febrero de 1892 el propio papa intentaba, a través de una encíclica en francés, «Au milieu des sollicitudes» (inter múltiples sollicitudines) mover a los católicos más renuentes a la aceptación sin reservas de la república. El alto clero, no obstante, aliado especialmente con la alta nobleza y con círculos del cuerpo de oficiales, se mostró reacio y el catolicismo francés se escindió. Sólo una minoría estaba dispuesta a entender la súbita simpatía del papa por un estado cuyo gobierno y parlamento se tornaban cada vez más anticlericales. En contraposición con esa actitud, León no solamente retiraba su favor a Alemania, que ya lo había perdido a causa de la Kulturkampf, sino también a la católica Austria-Hungría, donde la Iglesia, como hacía notar el primado húngaro cardenal Simor en su última carta al papa, que sentía mucho aprecio por él, sigue disfrutando de más libertad que en cualquier otro lugar de Europa.

¿Por qué, pues, dio León XIII de lado a lo que le era más próximo para cortejar a los enemigos de la Iglesia? «Pero cuando pregunto al cardenal» —informaba el embajador austríaco en el Vaticano, acerca de sus entrevistas con Rampolla— «qué es lo que espera políticamente de Francia, la respuesta reza: nada». Y tres años después Rampolla repite:

«Ni del señor Ribot, ni de quienes puedan relevarle esperamos lo más mínimo». Ello no obstante, la actitud de la curia frente a Austria se mantuvo «fría en general» ¿Por qué? Porque aquélla consideraba débiles a los gobiernos de Viena y Budapest y a partir de ahí se explica cabalmente, concluía el conde Reverterá, «que sientan tan escasa simpatía por la monarquía como escasa es la confianza que sienten hacia nosotros».

A ningún papa le agrada ir al paso de los estados débiles. Quiere estar con los vencedores. El decimotercero de los Leones, perspicaz y de mirada ampliamente previsora, hombre «con un afán constante —escribió en 1894 el representante ruso en el Vaticano A. Petrovic— de jugar un papel activo en la política internacional», atinó de lleno al localizar a los vencedores, ideológica y militarmente, en el otro bando. Ésos eran los únicos motivos de su incomprensible indulgencia cristiana ante la beligerancia antieclesiástica francesa, de su tenaz persistencia en la «amorosa senda de la paz», como se tiene a bien ensalzar por parte católica, frente al rabioso anticlericalismo de la república, y de su imperturbable «política de apaciguamiento», del «Ralliement», en una palabra.

La estrecha connivencia con los monárquicos, que laboraban en pro de un derrocamiento del poder y, ocasionalmente, incluso en pro de una guerra contra Italia y en favor del papa, desacreditaba a los católicos franceses. Ello los situaba forzosamente a la defensiva. Al igual que esperaban la recuperación del estado de la Iglesia, León y Rampolla esperaban asimismo una restauración monárquica. Es cierto que el papado y la Iglesia habían sido aliados de la monarquía y la nobleza por más de un milenio, pero el anciano León percibía claramente que la época feudal, a cuyo abrigo se había hecho tan poderoso el cristianismo, había pasado ya o estaba periclitando. Era la república burguesa, en cambio, la que estaba en ascenso. El oportunismo, que siempre fue la baza principal los papas, constituía también la médula de la política de León.

Ya en su mismo programa de gobierno y en un intento de disipar los prejuicios de la humanidad frente al Reino de Dios sobre la Tierra, León ofrecía el «desinteresado apoyo de la religión» a príncipes católicos y no católicos, «para que pudieran gozar de la benéfica influencia de aquélla, única fuerza que podía sanar todos los males del presente mundo». Lo que, dicho en plata, significa lo siguiente: sólo en alianza con el papa les sería posible sojuzgar duraderamente a sus pueblos. A la sazón, el papa pensaba expresa y especialmente en Italia y Alemania, pero en 1890, cuando ya se distanciaba de las potencias centrales monárquicas y se acercaba a la Francia republicana, escribió en una pastoral a todos los obispos del orbe que la Iglesia no se inmiscuía en la cuestión de la forma de gobierno. No pudo por menos de añadir a su escrito un lamento por el hecho de que los tesoros celestiales, cuya custodia es competencia de la religión verdadera, eran desgraciadamente y cada vez más objeto de olvido y de desprecio. Y en sus manifestaciones acerca de la democracia cristiana, efectuadas en 1901, proclamó con mayor rotundidad todavía la libertad en cuanto a la forma de gobierno. Es más, llegó tan lejos, para expresarlo con palabras del historiador de los papas, Schmidlin, que «deja vislumbrar su preferencia por la soberanía popular o, cuando menos, no la desaprueba». Pues León y la Iglesia «buscaban ante todo, mediante su vinculación al pueblo y a las asociaciones masivas… celebrar sus triunfos y recuperar su influencia en el gobierno del mundo…».

Sólo cuando el estado —en este punto no quiso León dejar el menor margen de duda— no sigue la voluntad de la Iglesia, sino que intenta más bien combatirla y oprimirla, ha de darse, por supuesto, preferencia a la Iglesia, la «sociedad perfecta», y deja de valer el principio de «someteos a toda autoridad». Vale más bien lo contrario: negación de la obediencia, lucha en filas cerradas y bajo la dirección de los obispos y del «Vicario de Cristo».

Lo que el «papa de las encíclicas» esclarece hasta la suficiencia en todos estos «luminosos escritos» es la disposición de La Catholica a acostarse, por expresarlo gráficamente, no únicamente con emperadores y reyes, sino también con cualesquiera otros —con tal que posean la necesaria potencia—, incluidos los vulgares demócratas burgueses. Es natural que la Iglesia romana siguiera simpatizando, siendo como era la mayor terrateniente de Europa, con las tradiciones feudales, con los grandes latifundistas de la nobleza. Natural, también, que los príncipes tuvieran acceso privilegiado a las audiencias del papa y una influencia mucho mayor que otras capas sociales. Y no era menos natural que a raíz de la guerra hispano-norteamericana de 1898 la curia tomase resuelto partido por la hispana monarquía católica y contra la democracia protestante de Norteamérica. Pero eso sí, hoy en día se comportaría con la misma naturalidad, si fuese pensable un conflicto igual, ¡pero tomando el partido inverso![15]

No eran, con todo, motivos puramente ideológicos los que impulsaban a León al Ralliement, a su convergencia con la clase burguesa dominante en Francia, sino también razones más directamente ligadas a la política de poder y otras de índole económica y militar. La joven república francesa, que fue paulatinamente estrechando sus vínculos con Rusia, primero, y, posteriormente, con una Inglaterra a la que le resultaba cada vez más insoportable la acelerada concurrencia del imperialismo alemán, era indudablemente un país en auge. Su primer presidente, A. Thiers, en otro tiempo adversario liberal de Napoleón III y de su política belicista, dirigió los destinos de Francia hasta 1873, cuando los últimos ocupantes alemanes abandonaron el país. Bajo su legislatura había dado ya comienzo el servicio militar obligatorio y la reestructuración del ejército. El obispo de Nancy mandaba ya ese mismo año a su grey elevar preces por el retorno de Alsacia y Lorena al seno de la madre Francia. A ello hay que añadir una nueva política colonial con una expansión por Túnez, el África negra e Indochina, lo que desde luego acarreó para Francia una guerra con China[16].

En esta época del incipiente capitalismo monopolista, cuando la propia curia (que ya en la Edad Media se adelantó a todas las empresas feudales agrarias al pasar de la economía en naturales a la regida por el dinero) procedió a fundar el Banco de Roma en 1880, el papel de los mercados financieros era ya muy notable. Fue justamente por entonces cuando los grandes bancos adquirieron una decisiva influencia en la política mundial, especialmente la Banca Rothschild en París y en Londres. De ahí que Francia e Inglaterra, las dos potencias capitalistas más veteranas, poseyeran cuantiosas inversiones en el extranjero. En 1914 esas inversiones se cifraban en 80.000 millones de francos-oro, en el caso de Inglaterra, y de 45.000 millones, en el de Francia. Las alemanas, en cambio, no superaban los 30.000 millones.

De las inversiones francesas en el extranjero, que se extendían por toda el área mediterránea, incluidas España e Italia, y especialmente Túnez, Egipto y Turquía, nada menos que once mil trescientos millones correspondían a Rusia. No es sólo que la oligarquía financiera francesa hallase un lucrativo campo de operaciones en el gigantesco imperio ruso, con un subsuelo lleno de riquezas, sino que la república halló en él a un aliado. Pues el arte del estadista seguía el compás marcado por el mercado financiero del dinero. Así había ocurrido ya a raíz de la anexión de Túnez. Y ahora París sacaba ventaja desde el punto de vista de la política exterior gracias a la concentración de inversiones en Rusia. Esta última, que pagaba una enorme carga de intereses en rublos de oro por los empréstitos tomados, se hacía a sí misma dependiente del capital francés.

Es así como ya en el año 1887 se perfiló el proyecto de una Triple Entente entre Inglaterra, Francia y Rusia, entente calurosamente apoyada por Rothschild en París y en Londres, deseosos de beneficiarse del flujo de oro ruso y de subsanar las diferencias aún existentes, tanto entre Inglaterra y Rusia, como entre aquélla y Francia. Ahora bien, en caso de guerra, esta agrupación de potencias, que disponía de ingentes recursos dinerarios y fuentes de materias primas, del excelente ejército francés y de la gigantesca flota inglesa, tenía que ser superior a las potencias centrales, teniendo además en cuenta que podía imponer a éstas una guerra en dos frentes.

León previo esta guerra, la gran conflagración, con toda claridad, aunque los frentes definitivos no llegaron a perfilarse sino hacia finales de su pontificado. Ciertamente, León exigía continuamente la paz y condenaba la guerra, proclamando que «la tarea más apremiante y necesaria es la de trabajar para prevenir la guerra». Y «su mayor anhelo» era «el ver a todos los pueblos fraternalmente unidos en una liga por la paz». De hecho esperaba, pese a todo, el estallido inminente de una conflagración mundial respecto a la cual expuso al historiador austríaco Th. Sickel «las consecuencias ineludibles de una reconciliación de Rusia con el Occidente: la cuestión del Oriente hallará pronta solución y, simultáneamente, el Islam será debelado. Rusia dictará la paz en Europa con el apoyo y el consejo de la Iglesia». Al pronunciar estas palabras, León se incorporó desde su solio y anunció con pose profética que «Dios le había mostrado su gracia de múltiples maneras y lo había destinado a ocupar el puesto más alto sobre la tierra(!). Él le suplica le conceda asimismo la gracia de que el cisma llegue a su fin por mediación suya, actuando como instrumento de Dios». Y mirando a Sickel, un protestante arrodillado ante él, que lo contemplaba algo incrédulo, añadió: «Y si esto sucede, vosotros los protestantes seguiréis, simplemente, el ejemplo de Rusia».

Ya la consecución de la Triple Alianza equivalía para León a una señal que anunciaba una guerra contra Francia y Rusia. Aparte de ello, por los años 80, la curia conjeturaba una guerra entre Francia e Italia, un «huracán —vaticinaba el secretario de estado Rampolla— que junto a otras muchas cosas reducirá a un montón de ruinas el reino de Italia y la Triple Alianza». Ya la caída de Bismarck, en 1890, dio pie al papa para esperar en breve una guerra que, según sus cálculos, acabaría con la segura derrota de la Triple Alianza. Muchos diplomáticos informan por entonces que «el Vaticano cifra sus esperanzas en la guerra…».

Ante tal evento. León, tempranamente informado sobre la peripecia de la política mundial quería estar, naturalmente, al lado de los vencedores, que no podían ser otros, a su juicio, que Francia, Rusia e Inglaterra. Después de ello, en todo caso, la correlación de fuerzas en Italia podría muy bien sufrir una revisión en su favor y los acontecimientos le «sacarían, presumiblemente, de la prisión del Vaticano». Francia y Rusia habían suscitado continuamente tales esperanzas, y ninguna otra conducta era tan apropiada para ganarse la voluntad de León. «El actual papa es, antes que nada, diplomático y político —resumía en 1889 el representante ruso ante el Vaticano, A. Petrovic—. Desde hace once años todo su afán está puesto en estas dos metas: devolver al papado su antiguo prestigio internacional, su influencia en el curso de los acontecimientos europeos, y recuperar para él el rango histórico que poseía en Italia, sin ceder lo más mínimo en sus pretensiones al poder temporal». La autoridad temporal era para León requisito previo a la soberanía espiritual sobre el orbe, el vicariado de Jesucristo, que él soñaba con implantar sobre todos los pueblos.

Pero el cambio de frente del papa tenía ya de inmediato una ventaja: que podía combatir abiertamente a Italia sin tener ya ningún género de consideraciones con las potencias centrales. Se sentía traicionado por ellas. Y si hasta entonces había encarecido en Berlín las grandes ventajas de una alianza con la «Santa Sede», ahora hacía otro tanto en París. Ya a finales de 1887 deseaba ver a los conservadores franceses al lado de la república e hizo saber a su embajador, conde Lefebvre de Behaine, su afecto especial por la nación francesa, «sa fille privilegiée». También el secretario de estado, Rampolla, remitía a los intereses comunes. «La cuestión romana otorga a Francia un gran poder», decía el cardenal. Y añadía: «contra Italia». Lefebvre no puso en duda el deseo de la curia de «mantener con Francia las mejores relaciones». Y llevaba razón. «Estoy sorprendido —notificó ya en 1.887— del tono caluroso con el que el cardenal Rampolla habla de la necesidad de que Francia conceda pleno crédito a la palabra de León XIII y se haga consciente de las ventajas que nosotros podemos obtener de la situación de un acuerdo cordial —d’une entente cordiale— con el Vaticano».

Sorprendido estaba también, lógicamente, el contrincante austríaco de Lefebvre, conde Revertera-Salandra. Como a católico estrictamente creyente, no le resultaba nada fácil desconfiar del mismo «Santo Padre», tanto menos cuanto que éste, de puertas para afuera, mantenía, como era usual en él, una actitud de cierta neutralidad. Más aún, cuanto más se apoyaba en Francia, tanto más guardaba la apariencia de estar por encima de todos los partidos. Es así como el crédulo conde imputaba toda la culpa al malvado secretario de estado y éste, discreto, abnegado, «un superhombre» —escribe el posterior representante austríaco ante el Vaticano, el príncipe de Schönburg-Hartenstein— «de rasgos broncíneos y ojo empañado», el hombre idóneo para, en caso necesario, parar los golpes dirigidos a su amo asumiendo él solo la entera responsabilidad. Ello pese a que, aun siendo influyente, no pasaba de ser portavoz del papa, siendo éste el auténtico agente impulsor.

Hubo, incluso, acalorados enfrentamientos entre Rampolla y Reverterá, como el producido a raíz misma de la primera audiencia tras la toma de posesión por parte del último y sobre el que él informó indignado a la Ballhausplatz. Si bien el embajador califica al cardenal de «piadoso y severo consigo mismo» lo tilda a renglón seguido de «desconfiado, insincero», lastrado de «todos los defectos del temperamento siciliano». «Precisamente este papa —comunica Reverterá— necesitaría en sus años de ancianidad un secretario de estado mejor». «Hay veces en que uno podría sulfurarse con Rampolla. Mis informes sólo dan una imagen débil de cuanto habla y hace». Una y otra vez se queja de la actitud inamistosa de Rampolla y cree reconocer cada vez mejor su influencia sobre León: «Hemos de tener muchos infortunios, si no se obstaculiza el curso que las cosas vienen siguiendo hacia ese lado». En realidad, el papa pudo decir, en 1900, en un arrebato de sinceridad que él, «Leo» es el león y Rampolla el perro que le debe obediencia.

Finalmente, Reverterá fracasó ante Rampolla y tuvo que dejar su cargo, pero su sucesor, el conde Széczen von Temerin, usó de tonos aún más agrios. Ya a las pocas semanas de su toma de posesión comparó al cardenal secretario de estado con un perro gruñón, «un chien hargneux», y opinaba que «Es realmente desalentador tener que gestionar asuntos aquí…». A juicio de Széczen estos «politicastros» jugaban con el plan de una «Austria-Hungría remodelada» que «se integre en la alianza franco-rusa, en la que, naturalmente, no podría jugar ningún papel decisivo en lo político, aunque en lo militar siguiera representando un poder respetable…». Según Széczen «las veleidades» del cardenal Rampolla «tienen por objetivo: la ruptura, por parte de la monarquía danubiana, de la alianza con Alemania».

Es claro que también Berlín recelaba por ello de la política de Rampolla. El embajador alemán Von Schlózer, un confidente de Bismarck, a quien otrora llamaron «cardenal Schlózer» a causa de su influencia en Roma, perdió completamente, a partir de 1887, su posición dominante. El 30 de marzo de 1890 informó a su gobierno de que en círculos jesuitas se propugnaba de nuevo el viejo principio de que «hay que atizar en Europa el fuego de la guerra, porque el restablecimiento del poder temporal del papa sólo es posible a través de una guerra general». En ese caso, las esperanzas estaban puestas en la alianza ruso-francesa.

Un año más tarde, el 23 de junio de 1891, Von Schlózer recibió de París el siguiente despacho que, reproducía un «intimissime du ministere»: «Esperamos impacientes la renovación de la Triple Alianza (Imperio Alemán, Austria-Hungría e Italia), entonces se concluirá la alianza (de Francia) con Rusia. Contamos firmemente con León XIII y, en caso de su defunción, también con su sucesor… Cuándo estallará la guerra es algo que no sabemos, pero aliados con Rusia y con el poder moral del papado todo parece indicar que podremos salir de esta lucha como vencedores. Si Italia permanece fiel a sus aliados, reinstauraremos al papa en su posición independiente. El emperador alemán no obtendrá éxito alguno en Londres. Para ventaja nuestra se mantendrá fiel a la Triple Alianza. Aceptamos complacidos la política del papa, pues la patria está por encima de la República. Los gobiernos cambian, la patria permanece. Tenga la seguridad de que nosotros (Francia), no atacaremos. De eso se ocupará otra potencia».

Puesto que Italia no «permaneció fiel» tampoco el papa obtuvo después el estado de la Iglesia.

Hasta qué punto Alemania temía y debía temer a la sazón al Vaticano se desprende asimismo del informe del embajador alemán en París con fecha de 21-3 de 1891, que no solamente deja constancia de la reconciliación de León con la República, sino incluso su apoyo a la misma «contra la Alemania protestante», como apostilló al respecto Guillermo II[17]. Y después de la I Guerra Mundial, Benedicto XV confirmó también que ésta era una guerra perdida por Lulero.

En sus afanes en pro de la soberanía papal y de dominio espiritual sobre el orbe, León XIII no jugaba solamente la carta de Francia, sino también, y con mayor intensidad, la de la Rusia zarista, cuya vinculación con aquélla se estrechaba paulatinamente. Prestaba más confianza a una influencia determinante de las fuerzas restauradoras del más reaccionario de los estados europeos sobre las crecientes tendencias anticlericales y socialistas de la república francesa que a la que antaño ejercieron las de la conservadora Alemania. Aparte de ello, creía que el futuro pertenecía a Rusia y a los pueblos eslavos. Y no era la última de sus esperanzas la de recuperar, con la ayuda de los zares, la iglesia ortodoxa rusa, visión con la que la curia soñó secularmente y factor de la máxima influencia sobre su política exterior, más allá, incluso, de las guerras mundiales.

El supremo anhelo de Roma

«Puesto que tú tienes ante tu pueblo el poder de hacer cuanto quieras, ¡ordénale que reconozca al Vicario de Cristo!»

(Breve de Pablo VI al Zar

impostor Demetrio en 1606)

Por lo que respecta a la cristianización de Rusia en el siglo X, la iglesia greco-ortodoxa de Bizancio le ganó al papado la delantera. Posteriormente también la Roma papal intentó asentar firmemente su pie en Oriente, obtener una unión de las iglesias y someter a Rusia. Se valió para ello de iniciativas militares y diplomáticas, de las cruzadas, de la Orden Teutónica y de los ejércitos suecos, de amenazas feroces, de añagazas y de un gigantesco fraude. Es comprensible que esas apetencias papales se hiciesen tanto más intensas cuanto que las pérdidas causadas por la Reforma eran ingentes y se esperaba que, de ser satisfechas, ello tendría un efecto retroactivo favorable sobre el protestantismo. La iglesia rusa, no obstante, se alió en el siglo XVI con los zares y ha desafiado con éxito todos los intentos de someterla a la supremacía papal.

Por dos veces, sin embargo, ambas en la Edad Moderna, pareció estar próximo a su cumplimiento el supremo anhelo de Roma.

La primera vez a principios del siglo XVII, cuando un aventurero se hizo pasar —dando inicio a una farsa casi increíble— por el «buen zar» Demetrio, el más joven de los hijos de Iván IV, supuestamente asesinado por el zar Boris Godunov. Quién era aquel hombre no se puede determinar inequívocamente. Es verosímil que fuese Gregorio Otrepev, Hryszka, como lo denomina la crónica contemporánea de los jesuitas, monje fugado del monasterio. Los jesuitas eran quienes mejor lo tenían que saber, pues era de sus círculos de donde provenía «la iniciativa y el constante fomento del plan de penetrar en el Kremlin a través de un dócil pretendiente al trono».

El voivoda de Sandomir, G. Mniszek, pudo introducir, ya en 1604, a su protegido, el Pseudo-Demetrio, en la corte real de Cracovia, no sin haber iniciado antes en el secreto al nuncio papal Raugoni —a partir de entonces especial valedor del falso Demetrio— y al cardenal B. Maciejowski, obispo de Cracovia. A sabiendas del cardenal, el párroco de Sambor, Pomaski, y el jesuita Lawicki, que pronto sería intermediario permanente entre el pretendiente al trono y el Vaticano, hicieron católico-romano a Demetrio, algo que motivó el agradecimiento del papa al cardenal de Cracovia, expresado así, en agosto de 1605: «Lo que tú haces nos complace sobremanera».

Entretanto, el falso Demetrio, que ya había dirigido un sumiso escrito de vasallaje a Clemente VIII, el predecesor de Pablo, apelando a su ayuda para obtener «su reino» había penetrado en Moscú con un ejército bajo la máscara del «buen zar» y se sentaba ya en el trono de los zares como supuesto hijo de Iván IV. Dos jesuitas, entre ellos su perpetuo «ángel de la guarda», Lawicki, le acompañaron en su campaña militar. Ellos se cuidaron de que el falso zar no se desviase del camino que había jurado seguir y que Roma y la camarilla clero-feudal polaca le habían prescrito. Los jesuitas estaban asimismo dispuestos a ayudarle materialmente… Para ellos, como para el papa, por encargo del cual obraban, ningún precio era demasiado alto con tal de hacer católica a Rusia.

El «Santo Padre» Pablo V —durante cuyo pontificado estalló la Guerra de los Treinta Años (en cuya financiación participó, pero pagando a la causa católica, pese a estar ésta abrumada por las deudas, sumas mucho más reducidas que las pagadas a su estirpe de los Borgese)— felicitó el verano de 1605 «cordialmente a su querido hijo Demetrio, Señor de Rusia» por la recuperación de su trono, y a continuación envió toda una serie de breves a Moscú sin olvidarse nunca de recordar a su criatura, «el zar», a qué «gracia milagrosa» debía dicho trono. Y el breve del 10 de abril de 1606, dirigido al falso Demetrio, tratado siempre, naturalmente, como legítimo soberano, permite ver con diáfana claridad el motivo de aquella patraña de gran calado. El papa le apremia allí efectivamente: «Puesto que tú tienes ante tu pueblo el poder de hacer cuanto quieras, ¡ordénale que reconozca al Vicario de Cristo! Bendecimos tus píos propósitos con apostólica autoridad».

Con este motivo, Pablo V denominaba a quien no era sino su procurador en Moscú un «segundo Constantino». Y realmente aquello era un fraude que no estaba muy por debajo del relativo a la falsificación de (el primer) Constantino, aunque fuesen muy distintas las circunstancias que lo generaron. Y no hablemos del destino de ambos fraudes, pues la nueva empresa con la que se creía ni más ni menos que poder sojuzgar a toda Rusia se vino abajo con celeridad vertiginosa, y por cierto que el afán de darle aún mayor consistencia no fue la menos importante de las causas de aquel final.

Deseoso de consolidar el trono y el futuro de la iglesia católica y romana, el cardenal de Cracovia había elegido como «zarina» a su pariente Marina Mniszka y bendecido realmente el santo matrimonio, sin que faltase un escrito de felicitación del «Santo Padre» al novio, a la novia y al padrino. Pero los modales de Marina y de su numeroso séquito, importado desde su patria y codicioso de botín, suscitaron tal furia popular en Moscú que a mediados de mayo de 1606, apenas catorce días tras su coronación, el zar yacía en el arroyo, pasto de los perros. Junto a él yacían las esperanzas rusas del papado.

Casi exactamente doscientos años después, no obstante, los rusos, «nuestros hijos especialmente añorados» (desideratissimi filii) parecían estar nuevamente a punto de retornar al seno de la iglesia católica y de nuevo con la enérgica cooperación de los jesuitas, aunque esta vez —estamos en el umbral del siglo XIX— no con una patraña como la que fracasó en el umbral del siglo XVII.

Las nuevas (y viejas) esperanzas de Roma estaban esta vez vinculadas a un zar auténtico, Pablo I. Habiendo tomado contacto con los jesuitas en Polock, la sede central de la orden en Rusia, donde éstos le agasajaron en su calidad de Gran Príncipe con una pomposa ceremonia de recepción, fuegos artificiales incluidos, Pablo tuvo al año siguiente algunos encuentros no menos agradables con el papa Pío VI en Roma. La cosa llegó finalmente tan lejos que Pablo I, como emperador ortodoxo ruso, se convirtió en 1798 en Gran Maestre de la soberana Orden de los Caballeros de Malta, orden católico-romana, algo que le halagó extraordinariamente: la cruz de Malta llegó entonces a figurar incluso en el blasón estatal de la Rusia zarista y en las monedas. Y eso no fue todo. Bajo el nuevo papa Pío VII aquel zar no católico avanzó al puesto de soberano protector de toda la iglesia católica y romana. ¡Acontecimiento único en su género!

El zar tenía dos motivos para ir de la mano del papado (en cuanto a los motivos de este último, todo estaba muy claro). Uno de los motivos era Malta, sede de la orden antedicha, hasta que Napoleón la ocupó en 1798, camino de su campaña contra El Egipto. Pues Malta poseía para Rusia un elevado valor estratégico a causa de las crecientes exportaciones de cereal hacia el Mediterráneo, que partían de Odessa y atravesaban Los Dardanelos. También lo tenía en términos absolutos por razones del dominio en el Mediterráneo oriental. El segundo motivo era el afán del zar, fanático paladín de la restauración en Europa, por sofocar el menor movimiento revolucionario en Rusia. A este respecto se apoyaba, especialmente, en la orden de los jesuitas, pues si, bien ésta era, por una parte, un peligroso enemigo de Rusia, también era asimismo un bastión de la contrarrevolución europea. «Para contener la oleada de ateísmo, ilustración y jacobinismo en mi imperio no veo otro remedio que el confiar a los jesuitas la educación de la juventud. Se ha de comenzar por la infancia. Se ha de comenzar el edificio a partir de los fundamentos o en otro caso todo se derrumbará y no habrá ni religión ni gobierno»

En alianza con Austria, Inglaterra y Turquía, Pablo I envió la flota rusa al Mediterráneo para que luchase por Malta y también tropas rusas desde Nápoles a Roma para plantar allí cruces en sustitución de los árboles de la libertad y restablecer el dominio del papa. El zar declaró ya ante el jesuita G. Gruber, a cuyo influjo estaba cada vez más sujeto: «En el fondo de mi corazón soy ya católico», y al comenzar el año de 1801 comunicó a Pío VII cuánto deseaba la unión de ambas iglesias y cuán grande era su interés por ver al papa en cuanto «obispo supremo de la cristiandad» como soberano de la iglesia ortodoxa. Presumiblemente fue tan sólo el asesinato del zar, ocurrido en la noche del 11 al 12 de marzo de 1801 en San Petersburgo, lo que impidió el sometimiento de la iglesia ortodoxa rusa a la católica.

El papado prosiguió con esos intentos de integración y conquista a lo largo de los siglos XIX y XX. También el antecesor inmediato de León, Pío IX, había pedido en 1848 y 1868 a los obispos ortodoxos que retornasen al seno de Roma obteniendo por respuesta una áspera negativa. Los ortodoxos no dudaban ciertamente —dice con cierta mordacidad en 1850 el diplomático ruso Tuteff— de la posible «salvación» que ofrece el occidente, pero era precisamente la Iglesia la realidad frente a la cual abrigaban recelos milenarios. Pues aquélla no se había limitado a enviar al Oriente todo «un ejército de obispos y misioneros» sino que también había enviado ejércitos de tipo bien diferente, sin que, pese a todo, la ortodoxia perdiese «una sola pulgada de terreno».

La guerra de Crimea, en la que Rusia, enfrentada durante tres años a Turquía, Francia e Inglaterra, resultó vencida en 1856, con la consiguiente pérdida de su hegemonía en Europa, suscitó nuevas esperanzas en los católicos. El jesuita ruso P. Gagarin, quien al comienzo de esta guerra achacaba únicamente a la malevolencia de la jerarquía ortodoxa el hecho de que hubiesen fracasado todos los intentos del papa por «extinguir el cisma oriental», publicó ya al concluirse la paz un folleto, que llevaba este provocativo título: «¿Se hará católica Rusia?». Y cuando Pío IX creó en 1862 una comisión cardenalicia para ablandar a los ortodoxos con la ayuda de las iglesias uniatas (que apenas se diferencian de la romana en el rito y algunos detalles secundarios), Gagarin redactó el comentario «El futuro de la Iglesia Uniata Griega».

Fue sobre todo el padre E. d’Alzon, fundador de los asuncionistas quien, juntamente con Monseñor Brunoni, delegado del papa en Constantinopla, intentó en su momento, empleando mucho dinero y todo un aparato apostólico, penetrar en Rusia desde Turquía. «De todos los adversarios del imperio turco —escribía— Rusia es indudablemente el más peligroso, ya que día tras día y en nombre de la iglesia ortodoxa emprende nuevas iniciativas dirigidas contra Constantinopla. Si fuese posible interponer entre esta ciudad y Rusia una zona con población católica, con el tiempo desaparecerían todos los pretextos para una usurpación. La Sublime Puerta podría tener la esperanza de ver prolongada su existencia. Estas simples observaciones bastan para mostrar cuán grande es el interés de los estadistas turcos en fomentar el desarrollo del catolicismo en su territorio, prescindiendo de cuál sea la propia religión».

Con el acceso de León XIII al solio pontificio el fundador de los asuncionistas veía llegada una vez más la hora de derribar «la falsa cruz». Ahora quería inaugurar su «cruzada católica» desde Sofía, donde los resurreccionistas austríacos y polacos habían efectuado ya trabajos preliminares, rumbo hacia Odessa. Pues, como aseguraba triunfante el 2 de mayo de 1879, «Al estado ruso no le queda ya mucho tiempo de vida. Tengo la impresión de que el coloso ruso estará a punto de caer entre convulsiones, una vez haya caducado el tiempo del poder turco en Europa, algo que no puede tardar mucho en suceder. Tenemos que estar preparados para ese momento. Los nihilistas habrán consumado su obra destructiva y sobre el suelo arrasado por los vendavales de la revolución erguiremos la verdadera cruz»[18]

Esta política secular de Roma frente a Rusia, apenas esbozada en lo que precede, política hecha a menudo contra, a veces con los rusos, no pocas veces implacablemente a costa de los polacos, la población predominante entre los católicos de Rusia, fue la que prosiguió aplicando León XIII, un hombre eminentemente político en su modo de pensar. Así como bajo el pontificado de su predecesor Pío IX, cuya declaración de infalibilidad resultó chocante tanto para ortodoxos como para católicos, la unión de las iglesias parecía más lejana que nunca, ahora parecían abrirse nuevas posibilidades. Y es por eso por lo que justamente ahora, y especialmente tras su ruptura con las potencias centrales, vemos al Vaticano enderezar abiertamente su rumbo no sólo hacia Francia, sino, más derechamente aún, hacia Rusia.

León XIII fomenta la alianza ruso-francesa

El papa, cuyo pontificado se inició en medio de una de las crisis del Oriente, la guerra ruso-turca, dirigió a su secretario de estado Nina, en 1887, el mismo año de su elección, una carta programática hondamente preocupada por las «preclaras iglesias orientales» a las que «deseaba de nuevo y definitivamente una vida fructífera revestida de la antigua gloria». Y cuando, todavía a finales de ese mismo año, se deshizo en improperios contra las «sectas bárbaras de los socialistas, comunistas o nihilistas» se granjeó incluso la simpatía del gobierno zarista. Su encíclica fue leída y explicada públicamente incluso en las iglesias ortodoxas rusas.

León XIII perseguía el mismo objetivo que el agresivo padre d’Alzon, pero lo hacía de otro modo. Usaba el señuelo de los tonos más amables y no exigía ya «el retorno al rebaño abandonado», sino la reconciliación «de los hermanos separados». El papa se apoyaba en el Zar, quien, como representante autoritario de los creyentes, era omnipotente en la iglesia ortodoxa. Ya no se podía resolver el problema, es obvio, como en los tiempos del falso Demetrio. Pero ¿por qué no intentar resolverlo como en tiempos de Pablo I? Si se conseguía poner la gigantesca Rusia a los pies de Roma, nada podría ya detener a ésta en su camino hacia el dominio espiritual sobre el orbe. Y no solamente habrían de seguir sus pasos los protestantes, como creía León, sino también China, La India y el Próximo Oriente.

Los zares habían reconocido, tiempo ha, cuan valiosa era la alianza de los papas en la lucha contra todas las corrientes subversivas. Y si en su día se ofreció a la clase burguesa, ya dominante en Francia, para frenar el ascenso del proletariado, León no desaprovechaba por otra parte la ocasión de ensalzar una y otra vez la fuerza antirrevolucionaria de la iglesia romana, loándola como salvaguardia del orden vigente. Algo que en el Oriente se sabía apreciar en su justo valor y tanto más en un decenio en el que, en 1872, aparecía en ruso el primer volumen de la obra maestra de Marx, «El Capital», y se comenzaba a organizar, en 1878, el Partido Socialdemócrata Ruso y en el que fracasaron todos los intentos de dominar la situación revolucionaria.

Aparte de ello, León podía ofrecer —y no anduvo nada remiso en el uso de esa posibilidad— el amansamiento de millones de católicos polacos, quienes, por cierto y mostrando precisamente un estrecho apego a la Roma papal, buscaban por su parte apoyo contra Rusia. No obstante, del mismo modo que Pío XII traicionaría a esta nación polaca en 1939, antes de la invasión alemana de la misma, entregándola a sangre fría a la Alemania nazi, también León XIII estaba dispuesto a la traición, resuelto a quebrantar la resistencia de los polacos contra el régimen del zar, sacrificando su libertad a su propio objetivo, el mismo que se propusieron sus sucesores. Si algo había que resultase de la conveniencia del gobierno zarista, empeñado continuamente en unificar el imperio y en rusificar a todas las etnias y creencias ajenas a él, era precisamente que tascasen el freno a los polacos. Y es que éstos, durante el siglo XIX y por dos veces, habían hecho tambalearse al estado zarista con grandes levantamientos. León prometió realmente que impondría a los obispos y religiosos católicos de Polonia el deber de sometimiento incondicional al zarismo, acentuando que usaría «siempre de su ascendiente para insuflar a los polacos obediencia frente a las leyes y fidelidad para con su soberano».

El 20 de febrero de 1878, apenas hecho papa, León notificó su elevación al solio pontificio a Alejandro II, nieto del zar Pablo y de la reina Luisa de Prusia, intentando ganarse su favor para con los católicos de su imperio, prometiéndole a cambio la absoluta fidelidad de aquéllos como súbditos suyos. Aquel mismo año en que la situación revolucionaria amenazaba peligrosísimamente al zar, el papa se granjeó su simpatía mediante la encíclica «Quod apostolici numeris», que condenaba duramente toda idea subversiva y muy especialmente el socialismo y el comunismo. Y cuando el 12 de abril de 1880 León felicitó calurosamente al zar en el jubileo por sus 25 años de reinado, le recomendó una vez más el poder antirrevolucionario del papado; es más, halagó ese mismo año a los pueblos eslavos haciendo de Cirilo y Metodio, los llamados apóstoles de los eslavos, santos de toda la iglesia romana. (Mil años antes el obispo Ermanrico de Passan había propinado a Metodio una tunda de latigazos y el obispado de Múnich, que detestaba todo lo eslavo, había castigado, incluso, al futuro santo imponiéndole de Idos años y medio a tres años de prisión).

Puesto en apuros por sus antagonistas en la política interior, el zar Alejandro II reaccionó naturalmente con toda complacencia ante la aproximación de un papa que profesaba la misma aversión que él frente al anarquismo, el socialismo y el comunismo. Comunicó a León su deseo de reanudar las relaciones diplomáticas, y en la primavera de 1881 diplomáticos rusos hicieron acto de presencia en el Vaticano acompañados por no menos de tres grandes duques que —como informó malhumorado el embajador austríaco a Viena— «porfiaban en amabilidades frente al papa».

Pero Alejandro II, tras escapar en 1879 a un atentado en el ferrocarril y a otro perpetrado con explosivos en el palacio de invierno —ambos organizados por la joven Wera Figner, hija de un general y nieta de un ministro de cultura—, cayó el 1 de marzo de 1881 en San Petersburgo víctima de un atentado con bomba cometido en plena calle. Su hijo y sucesor Alejandro III, el «zar gigante», estaba bajo la poderosísima influencia de su preceptor K. Petrovic Pobedonoscev, quien como Alto Procurador del Santo Sínodo ejercía un poder tan ilimitado sobre la iglesia rusa que se llegó a hablar de una «era Pobedonoscev». Y éste era enemigo jurado del Vaticano. Nada le parecía tan peligroso como la unión con la iglesia romana y consideraba la preservación de la fe ortodoxa ante cualquier tipo de ataques «como el deber histórico primordial y necesidad vital de Rusia».

En 1893, en una carta abierta a la revista inglesa «Review of Reviews», escribía «que el pueblo ruso no aceptaría nunca someterse al yugo de la autoridad papal, pues la libertad de nuestra iglesia es para nosotros lo más caro de este mundo. Que nuestra fe es incompatible con la posición de poder de un vicario de Cristo sobre la tierra. Que las restantes diferencias dogmáticas, preceptos rituales y usos no son importantes, pero que la diferencia anterior constituiría siempre un obstáculo insalvable para una fusión de las iglesias que exigiría de nuestra parte la renuncia a nuestra peculiaridad espiritual. La fe del Zar ruso es indivisiblemente la misma de su pueblo. Pero en cuanto atañe a cuestiones de religión, su actitud frente a la iglesia es la de un hijo para con su madre…».

La iglesia ortodoxa rusa estaba, en el plano ideológico, profundamente identificada con el zarismo y veía en el Vaticano, con toda razón, su más peligroso rival. Prescindiendo de su enemistad hacia el papa, Pobedonoscev y León XIII estaban hechos el uno para el otro. También aquél era un consumado jurista y su pensamiento no era menos nostálgico de la restauración que el de León, un supuesto liberal, que, en los estudios de filosofía, recomendaba a Santo Tomás de Aquino como modelo. Es más: en su época prepapal era él quien había hecho a Pío IX una primera sugerencia para el «Syllabus», escrito que irritó a todo el mundo y que además de condenar el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo y el indiferentismo, hacía otro tanto con las sociedades bíblicas, el socialismo, el comunismo y todo un repertorio de otros «errores», debiendo cada católico imponerse el deber de prestar su aquiescencia a decisiones tan antiliberales. Pobedonoscev ponía apasionadamente todo su empeño en cimentar el régimen zarista, reprobaba todas las innovaciones progresistas, condenaba la soberanía popular, el parlamentarismo y la democracia tildándolas de grandes mentiras de la época. Combatía las iglesias y sectas «heréticas» y cuando tuvo que marcharse a raíz de la revolución de 1905, protestó (en vano) contra la implantación de las libertades ciudadanas y contra el Edicto de Tolerancia de Nicolás II. «La situación se ha tornado insoportable» escribió. «Incluso en la iglesia aparecieron los lobos que no respetan a las ovejas»[19].

Pese a la tremenda influencia que Pobedonoscev ejercía sin duda sobre Alejandro III, a finales de 1882 se concluyó un acuerdo ruso-vaticano a raíz del cual pudieron ser cubiertas de nuevo la mayoría de las sedes obispales vacantes de Rusia. Sin embargo, cuando al año siguiente León XIII solicitó, aunque de forma muy prudente, apoyo para los uniatas rusos, el gobierno entendió aquello como una intromisión en los asuntos internos de Rusia y rompió, pese a todas las disculpas, rayanas en lo indigno, todas las relaciones diplomáticas con el Vaticano.

Pero las protestas en el reino de Polonia, totalmente sometido a Rusia, crecían de continuo y lo mismo pasaba con los sentimientos revolucionarios de los polacos de la misma Rusia, que actuaban como un estímulo para otras fuerzas en rebelión y viceversa. Por ello, el zar Alejandro III creyó no poder prescindir de la alianza con el papa ni de la influencia de éste sobre los polacos católicos. De ahí que se procediese a reanudar las relaciones diplomáticas, tal como el papa había solicitado del zar mediante una carta escrita en enero de 1888.

El gobierno zarista envió uno de sus más descollantes agentes al Vaticano, A. Petrovic Izvoiskij. También posteriormente envió allí a sus mejores hombres y no de otro modo se comportó el gobierno soviético. Izvoiskij debía limitarse, por lo pronto, a escuchar cuanto expusiera la otra parte e informar acerca de ello. El ministro de asuntos exteriores Giers creía que la «astucia de la curia» era capaz de cualquier maldad y exhortó a su hombre en Roma a extremar la prudencia, «pues se verá frente a frente con negociadores muy versados, más hábiles que sinceros». En definitiva hay, incluso, un refrán ruso que reza así: no hay nada que inspire tanto temor a Rusia como el papa de Roma y el Kan de los tártaros de Crimea.

Pero en esa ocasión, León XIII, que abrigaba esperanzas respecto a la catolización de Rusia y el restablecimiento de su soberanía temporal en Italia, tenía propósitos absolutamente sinceros y por ello fomentaba con toda energía la aproximación ruso-francesa, al mismo tiempo que se hacía consolar por las potencias centrales a causa de su destino en medio del reino italiano. Austria-Hungría estaba completamente in albis respecto al cambio de rumbo de la curia. Pero el papa también simulaba frente al gobierno de Berlín. El diplomático F. von Holstein, llamado la «eminencia gris», informa acerca de la visita que el joven emperador cursó a León XIII en octubre de 1888: «El papa fue a por todo: restablecimiento del poder temporal. Debiéramos secundarle en ese propósito mediante una alianza con Rusia, Austria y España contra Italia y Francia… A Herbert (v. Bismarck) le dijo el papa que si Alemania no tomaba ninguna disposición para el restablecimiento de su poder temporal, se vería obligado de traiter 1’Allemagne avec hostilité. Herbert tenía la impresión de que detrás de cualquiera de los tapices había un miembro del partido de los jesuitas vigilando si el papa exponía debidamente la lección. Yo olvidé además que el papa había dicho al emperador que, de ser satisfechas las peticiones de la curia, ésta influiría para que los 15 millones de católicos alemanes cumpliesen sus obligaciones para con el gobierno». (Pocos años antes el papa había afirmado que no podía influir políticamente sobre los católicos alemanes ni por lo tanto impedir la actitud hostil hacia el gobierno del Partido del Centro).

Es posible ciertamente que León XIII tuviese entonces e incluso más tarde una actitud a veces vacilante. Seguro es que seguía una táctica sinuosa y que obviamente habría estado en principio de acuerdo con alcanzar el dominio espiritual sobre el mundo al lado de no importa qué potencia, incluida la Alemania guillermina. Es natural que el papa tuviese en común con el emperador —que lo admiraba y acudió a su lado repetidas veces— un mismo estilo autoritario de regir así como el odio a los socialistas, a quienes Guillermo II quería aplastar. Éste era un hombre capaz de exclamar, como hizo en 1891 en Postdam con ocasión de la jura de bandera de los reclutas: «Dadas las actuales maquinaciones socialistas, bien podría pasar que yo os ordene abatir a tiros a vuestros propios parientes y hermanos, incluso a vuestros propios padres —¡que Dios no lo quiera!— pero incluso en un caso así tenéis que seguir mis órdenes sin rechistar». El prelado Wilpert, a quien una entrada solemne del emperador en la estancia del papa le trajo a la memoria el cuento de las mil y una noches, cuenta cómo ambos se atribuyeron mutuamente el dominio del mundo. León XIII solicitó de Guillermo que asumiese «el papel de Carlomagno», a lo que éste replicó:

«Santidad, Vos sois la herencia del imperio. Sois el imperator». El papa pudo decir a Guillermo II, incluso en la primavera de 1903, pocas semanas antes de su muerte, que el Imperio debía ser la espada de la Iglesia. No obstante, y aunque en esa ocasión se hubiese fortalecido la corriente filogermana en el Vaticano, la política de León XIII era, a partir de los ochenta, prorrusa y proeslava en gran medida.

Izvoiskij fue recibido cordialmente por Rampolla en marzo de 1888 y también por el papa, que ya lo esperaba «con impaciencia» y que, contra todas las reglas del protocolo, le hizo comparecer ante él apenas llegado. León vaticinó amplias ventajas para Rusia gracias a su asociación más estrecha con el Vaticano y su supuesta fuerza moral. El papa echó nuevamente mano de todos los viejos argumentos y de modo especial aludió a su política contrarrevolucionaria, a su lucha por el mantenimiento del «orden» y contra el socialismo, sin olvidar su poder sobre los buenos creyentes polacos, algo que no era lo menos importante. No vaciló en abusar sin el menor escrúpulo de la confianza de aquéllos afirmando estar dispuesto a demostrar «que su influencia sobre los obispos está siempre en armonía con los intereses del poder estatal ruso». No es casual que fuese entonces cuando Polonia estableciese en Roma una agencia propia para poder estar más al acecho de las negociaciones ruso-vaticanas. Y tampoco es casual que León hablase ante peregrinos polacos, cuyas alocuciones eran sometidas a una rígida censura previa, de su «inconmovible apego» a la nación polaca. Ahora bien, al mismo tiempo exigía de aquélla fidelidad a la Rusia zarista. El papa que esperaba de Rusia la decisión sobre la guerra o la paz y con cuya ayuda y la de Francia esperaba asimismo la recuperación de su poder temporal, fue «a por todas» ya en esta primera entrevista con Izvoiskij[20].

Pero el cardenal secretario de estado Rampolla se atrevió a ir incluso más lejos, pues en el cambio de impresiones que tuvo acto seguido con el negociador ruso le prometió, según notificó éste, nada menos que lo siguiente: «a saber, la curia, en caso de que entable buenas relaciones con nosotros, sería nuestra aliada en lo que respecta a la obtención de nuestros objetivos en Europa y especialmente en la península balcánica». Izvoiskij añadió, escéptico, a semejante notificación:

«Sólo me gustaría saber cómo». La amabilidad cada día mayor de los personajes de la curia suscitaba, y algo de razón había en ello, la desconfianza de San Petersburgo, pues el cardenal Rampolla, usando de su probada doblez, mantenía una actitud diametralmente opuesta frente al embajador austro-húngaro, ¡precisamente la que cuadraba con la política de poder de la monarquía danubiana! Tampoco se le escapó a Izvoiskij, que el mismo papa cuando «abordaba cuestiones en las que subsistían contradicciones básicas entre la iglesia romana y el poder estatal se refugiaba tras expresiones sumamente nebulosas y ambiguas».

Mientras que la pía Austria no concibió en un principio la menor sospecha, Bismarck barruntó la traición apenas el «secretario de la legación» hizo su aparición en el Vaticano, pues él estaba ya ventilando la cuestión «de si la curia podría ser políticamente tan torpe de dejar en la estacada a las potencias centroeuropeas, las únicas cuya subsistencia protege a los eslavos católicos de una asimilación forzada por parte de la iglesia ortodoxa rusa, por el plato de lentejas de algunas concesiones aparentes por parte de los gobiernos occidentales».

A Bismarck le resultaba sobremanera fácil apercibirse de que la naturaleza del papado era «en todo momento la de un poder político». «Un papa puede aplicar la vieja política de modo más pacífico, el otro de modo más rudo y autoritario. En su fondo y en su esencia se tratará siempre de la misma». Es más, en un discurso pronunciado el 28 de febrero de 1885 ante la Dieta Imperial llegó a clamar «Al final los jesuitas acabarán siendo los dirigentes de los socialdemócratas».

Paulatinamente Izvoiskij se fue convenciendo de la seriedad de las negociaciones vaticanas, descubriendo «el alcance práctico… de nuestros asuntos con el papa». Sin perder de vista nunca su gran objetivo, León y Rampolla estaban dispuestos a hacer grandes concesiones y sobre todo a sacrificar una y otra vez y sin el menor escrúpulo la libertad de Polonia. Respecto a ello se remitían orgullosos al éxito obtenido con los católicos irlandeses cuya voluntad de resistencia contra Inglaterra había otrora quebrantado asimismo el Vaticano mediante el rechazo del «plan of campaigne». En la «Kulturkampf contra la Iglesia polaca» el papa se puso inequívocamente al lado de los adversarios de aquélla. Mandó incluso elaborar conjuntamente con Izvoiskij el mensaje a los prelados de nueva nominación en Rusia, acerca de lo cual el editor y comentador E. A. Adamow observa lo siguiente: «De este modo, los obispos polacos se convirtieron, por voluntad del Santo Padre, en agentes policiales de la autocracia rusa, no obstante lo cual, la curia interpeló al gobierno zarista inquiriendo si el ministerio del interior consideraba necesario añadir algo más a esta exhortación obispal».

León XIII esperaba que la guerra mundial estallaría en breve y quería ver defendidas por las potencias más fuertes sus pretensiones de dominio, es decir, por Rusia y sus aliados, pues al respecto había previsto ya la constitución de la Triple Entente. «He podido deducir de sus palabras —informaba Izvoiskij a finales de 1888— que su despecho para con Alemania y la Triple Alianza está muy lejos de haberse apaciguado. Por otra parte, no cree que la actual situación de paz armada se prolongue por tiempo indefinido y prevé graves alteraciones en un futuro próximo. Su deseo es que el día de la crisis vea unidos por un sincero acuerdo a Rusia y la Santa Sede, lo cual, en su opinión, nos ofrecería importantes ventajas a la hora de asegurar nuestras fronteras. El papado, a su vez, se aseguraría la garantía del apoyo moral del poder imperial, tanto más cuanto que, a su juicio, el zar está llamado a jugar el papel de señor de la guerra y de la paz».

Con esa perspectiva, León XIII alentaba con celo casi desmedido la alianza ruso-francesa, que avanzaba a grandes pasos. El nuncio papal en París y posterior cardenal secretario de estado D. Ferrata, se atribuía sin ambages el mérito de forjador de la alianza. Otro tanto hacía «L’Osservatore Romano», la gacetilla palaciega del papa, con afirmaciones tan hiperbólicas como la denominación de «Triple Alianza Vaticana». No obstante, León XIII hizo cuanto estaba en su mano para la consecución del pacto y siguió de forma auténticamente febril las diversas situaciones de aquella aproximación: en julio de 1891, la visita de la flota francesa a Kronstadt, donde el zar Alejandro III, a bordo de un barco francés, rindió por vez primera honores a la Marsellesa. Después, el acuerdo ruso-francés del 11 de agosto de 1891, el convenio de los respectivos estados generales del 18 de agosto de 1892, la visita de la flota rusa a Toulon en octubre de 1893, finalmente el convenio militar definitivo del 24 de enero de 1894, que ya en las postrimerías del siglo XX puso frente a frente a los dos gigantescos bloques militares que también se enfrentarían en 1914[21].

En el umbral mismo del siglo de las guerras mundiales, el nuevo embajador ruso ante el Vaticano, N. V. Charykov tenía la impresión de que éste deseaba más la obtención de sus derechos de soberanía en Roma que el mantenimiento de la paz mundial. Pues Rampolla apostó hasta el último momento por la alianza ruso-francesa, ya que también él contaba firmemente con una victoria de Rusia y Francia sobre las potencias centrales. El botín del Vaticano debería ser ante todo el sometimiento de la iglesia ortodoxa rusa bajo el primado jurisdiccional del papa. «El Vaticano —manifestaba Rampolla frente al legado plenipotenciario ruso Charykov— debe estar al lado de los pueblos eslavos, no sólo porque el triunfo pertenecerá a esta agrupación de potencias, sino porque es ahí donde reside el potencial decisivo para la iglesia católico-romana. El triunfo de los pueblos eslavos acarreará el triunfo de la iglesia católica si los eslavos ortodoxos, especialmente los rusos, reconocen la autoridad exclusiva del papa en la Iglesia».

Pero la espera de Roma continúa aún en nuestros días. Y prescindiendo de la alianza ruso-francesa, que ciertamente hizo historia —historia de catástrofes— León XIII, que indudablemente era avisado y perspicaz, fracasó casi en toda la línea con su política. La unión, tan ardientemente anhelada, entre la iglesia católica y la ortodoxa bajo la supremacía papal quedó tan lejos de convertirse en realidad como el restablecimiento de su poder temporal. En Francia el «Ralliement» tuvo un éxito mediano, mientras que el laicismo anticlerical lo tuvo total. No fue el centro moderado quien triunfó, como deseaba hasta el último momento el papa francófilo, sino el llamado radicalsocialismo, defensor, desde luego, del orden capitalista. Es más, al final, la iglesia católica perdió en Francia su patrimonio y una parte de su clero, trance del que le salvó, ciertamente, su propia muerte. El nombramiento de Isvoiskij como delegado ruso plenipotenciario ante la Santa Sede se consiguió por cierto en 1894, pero no sin que tres meses antes León exhortase una vez más y con gran ahínco a los obispos polacos para que inculcasen a los católicos la obediencia política frente al régimen del zar. Los esfuerzos imperturbables de Roma por conseguir una nunciatura en Petersburgo, se frustraron por completo pues Pobedonoscev se percató claramente de que aquélla tendría por objeto, ante todo, someter la iglesia rusa a la romana[22].

En un sentido, al menos, León XIII obtuvo un «éxito» cuyos efectos se hacen notar aún. Y también esta empresa estaba al servicio de los planes de la política mundial del papa y, no en último término, a su continua solicitación de la voluntad del zar.

La encíclica de los trabajadores

«Que el hombre viva en la opulencia o sufra bajo la penuria es algo irrelevante para la eterna bienaventuranza»

León XIII

La revolución industrial del siglo XIX había generado una miseria monstruosa. Hombres, mujeres y niños arruinaban sus vidas desde las cinco de la mañana hasta las ocho o las nueve de la noche por un salario perruno. Niños de tres y cuatro años trabajaban ya en la fabricación de encajes. Los de cuatro o cinco se arrastraban, desnudos o semidesnudos, sujetos a cadenas, por las galerías, demasiado angostas y calientes, de las minas. Chicos de nueve o diez años se mataban trabajando en jornadas que no pocas veces duraban 24 y hasta 26 horas seguidas. Se les atraillaba de noche a las fábricas y se les mantenía despiertos a latigazos. Los muertos llenaban las cunetas y acababan sepultados en hoyos o fangales.

A mediados del siglo XIX el promedio de edad de los trabajadores franceses es de 21 años; el de los de Liverpool, de 15. En 1846, más de un millón de irlandeses pasan hambre y emigran otros 2 millones. En Alemania emigraron 100.000, y a partir de 1849, más de 250.000 anualmente.

Las víctimas de aquella mortificación se revuelven por toda la Europa cristiana y en todas partes se les acribilla a tiros, se les recluye en presidio o se les obliga a emigrar. En toda Europa la religión secunda a la policía y ésta a aquélla. El 8 de mayo, Víctor Hugo, antiguo ultrarrealista y cristiano, clama así en el parlamento: «Poneos pues, de pie, católicos, sacerdotes, obispos, hombres de religión, vosotros que os sentáis en esta Asamblea Nacional y a quienes veo en torno a mí ¡Alzaos! ¡Ésa es vuestra obligación! ¿Qué hacéis ahí en vuestros bancos?». Única reacción: carcajadas.

Ninguna iglesia y ningún papa se alzó en nombre de los oprimidos. El clero y los papas figuraban en las filas de los opresores desde hacía milenio y medio y los obreros comenzaron a organizarse contra ellos. En 1863, F. Lasalle organizó la Asociación General de los Obreros Alemanes. En 1864 surge en Londres y bajo la dirección de Marx la Asociación Internacional de los Trabajadores. En 1869 Bebel y Liebknecht fundaron en Eisenach el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores Alemanes. En Francia, tras el aplastamiento de la Comuna, los antiguos comuneros reemprendieron la acción. En Rusia actuaban narodniki, nihilistas y anarquistas. Y a partir de ese momento, inquietos y amenazados por las masas obreras sublevadas, algunos cristianos comenzaron a descubrir y a lamentar la miseria de aquéllas e intentaron, de manera más bien farisaica en general, hacerse con las riendas de las fuerzas revolucionarias.

Así por ejemplo y ya una generación antes de León XIII, el Barón Ketteler, el «obispo de los obreros» de Maguncia, escribió como pionero de la política social católica tales simplezas que uno no sabría bien si calificarlas de imbéciles o de embusteras: «En el fondo y en puridad el conjunto del género humano es una gran asociación en que todos se ayudan mutuamente». A este respecto el barón-obispo casi nunca omitía esta mención: «Cristo ha dicho: “Siempre tendréis pobres con vosotros”. Y así es, siempre contaremos entre nosotros a pobres, a muchos pobres, y la inmensa mayoría del género humano tendrá que ganarse el pan con penas y trabajos y con pocas excepciones quedará excluida de los goces materiales de la vida». Este hombre, que en 1870 rechazó hasta el último momento el dogma de la infalibilidad papal para acabar sometiéndose a él finalmente, fue decisivo para las doctrinas sociales de León.

También del lado evangélico se le anticiparon al papa algunos compañeros de convicción. Por ejemplo, el predicador de la corte de Berlín A. Stoecker, un antisemita frenético y dirigente de los ultraconservadores, quien «por medio de una profunda conversión, de la restauración del sentido profundo de la cosmovisión cristiana, del vivo respeto a los fundamentos morales y religiosos de nuestro pueblo»… «quería reparar los daños causados» Por ello este teólogo protestante, altamente reaccionario, llegó, incluso, a fundar el Partido Obrero Cristiano-Social. Pues no conocía «ninguna designación más indicada que ésta para caracterizar y resolver los enigmas de la cuestión social. “Cristiano” significa la fe en un Dios trino, en el orden divino del mundo, la paz y la alegría en el Espíritu Santo. Incluye en sí todas las virtudes que necesita el pueblo en su vida laboral y todas las obligaciones que patrones y obreros han de cumplir. “Social” significa comunitario-fraternal y nos prescribe la divisa: uno para todos y todos para uno…».

Fue así como de pronto el mundo vio al «clero con la lengua fuera» y acaeció lo que K. Tucholsky glosó así: «Jadeando y sin aliento van en pos del tiempo, tratando de que nadie se les escape: “¡También nosotros, también nosotros!”, dicen y no, como siglos ha, simplemente: “nosotros”. ¿Socialismo? Nosotros también. ¿Movimientos juveniles? Nosotros también. ¿Deporte? Nosotros también. Estas iglesias no crean nada, se limitan a transformar lo que otros han creado y desarrollado en elementos que les puedan resultar útiles».

Décadas después de Marx y Engels, en una época en que A. Bebel llamó a la Iglesia «el mayor de los centros de idiotización» y K. Kautsky «La maquinaria de explotación más gigantesca que el mundo haya visto jamás», el alto clero se acordó súbitamente, no por compasión o justicia, sino por puro instinto de conservación, de la miseria de las masas obreras y los príncipes de la iglesia aparecieron en escena como «apóstoles sociales». El cardenal Manning intervino en el levantamiento de los estibadores de Londres. El cardenal Gibbons de Baltimore se puso de parte de los «Knights of Labour», los «caballeros del trabajo», a quienes un decreto vaticano había condenado todavía en los tardíos años ochenta y otro decreto posterior toleraba a condición, desde luego, de que limpiasen sus estatutos de veleidades social-comunistas en relación con la propiedad privada y el derecho de adquisición. La Iglesia, declaró el cardenal de la democracia estadounidense, tiene ahora que amar y ganarse al pueblo, pues en la nueva era no tiene ya nada que ver con los príncipes sino con las masas. Incluso Guillermo II encargó entonces a Bismarck que convocase un congreso internacional para la mejora de las condiciones laborales con la cooperación del clero y solicitó del papa que enviase a un delegado propio, cosa que le impidió hacer, sin embargo, «la predominante influencia de las tendencias retrógradas en la curia».

Finalmente, sin embargo, le fue permitido también a León XIII proclamar el «¡id a los obreros! ¡id a los pobres!» y encarecer a su clero: «Cuan importante es realmente estar entre el pueblo y trabajar por su bienestar». Y de forma muy análoga a las promesas impertinentes y carentes de compromiso que usaron, por ejemplo, el predicador de la corte Stoecker o el «obispo de los obreros» de Maguncia, Barón Ketteler —alabado por León como su «gran precursor e iniciador»— el «papa de los obreros» resolvió también la cuestión social en su encíclica «Rerum Novarum» del 15 de mayo de 1891. Los católicos no se cansaban ni se cansan nunca de alabar este escrito maravilloso, elaborado sobre todo por el general de los dominicos Zigliara y por los secretarios papales Boccali y Volpini, llamándolo «grande», «caracterizador de una época», «clásico», la encíclica «en la que más trabajó y a la que concedió, al parecer, la máxima importancia», «la más maravillosa a causa de la amplitud de sus miras y la fertilidad de sus principios y la más fecunda por sus consecuencias».

En el fondo, el principal alarde de habilidad de León, consistía verdaderamente, dicho con palabras del historiador de los papas Castella, en penetrar «de inmediato en el núcleo del problema examinando el malestar social general que socavaba todo el orden establecido. Pero en lugar de hacer una larga descripción de ese malestar, como hacen los socialistas para excitar los ánimos, aborda en seguida la cuestión de los remedios». Pues el malestar consiste, naturalmente, en esto: en la desaparición de la fe. ¡Como si no supiese que en la época del florecimiento de la fe cristiana, en la bienaventurada Edad Media, un campesino católico costaba a veces casi tres veces menos que un caballo! ¡Y que en aquellos tiempos se entonaba una canción que enseñaba al caballero cristiano a tratar así al campesino cristiano!:

Con la mano bien firme / le sujetas el cuello
y a golpe de cuchillo / le cortas el resuello.
Le quitas sus caballos / y el último doblón.
Estrujar al villano / alegra el corazón.

Pues bien, el mal estaba en la desaparición de la fe y el remedio no podía ser otro que la fe cristiana. Sólo revitalizando la religión, concluye el escrito de León, es posible sanar las lacras y cuanta más libertad se deja a la Iglesia, más fructíferamente cooperará con los estados[23].

En realidad era precisamente la célebre cooperación la que había conducido a aquellas lacras, a la miseria colectiva y por cierto no sólo a partir del siglo XIX. En realidad León XIII estaba tan poco interesado en la eliminación de esa miseria como lo estaba el predicador de la corte imperial de Berlín. En realidad. León, que «tan profunda comprensión de la penuria de los obreros» parecía mostrar, era todo menos amigo de éstos, pues desde su primer año de pontificado no había hecho otra cosa —equiparándose en eso a su antecesor— que predicar contra «la secta del socialismo» «esa plaga letal». Y si bien exigía en su encíclica una cierta solicitud por los obreros, como previsión social, descanso dominical, salario justo, limosnas y cosas parecidas, lo que en verdad buscaba era únicamente amortiguar las repercusiones del creciente desempleo, la creciente agitación revolucionaria del proletariado. En realidad él partía «ante todo del orden inalterable, establecido de una vez para siempre, de las cosas…, según el cual, en la sociedad civil, es imposible, en definitiva, la igualación entre el de arriba y el de abajo, entre ricos y pobres. Bien pueden los socialistas intentar la realización de tales sueños, pero es inútil luchar contra el orden natural». «La soñada igualdad equivaldría en realidad a una igualdad indistinta de la misma miseria y degradación para todos» «Que el hombre viva en la opulencia o el disfrute de otras cosas que se llaman bienes materiales o que sufra bajo la penuria, es algo irrelevante para la eterna bienaventuranza». Decisivo para León es tan sólo una igualdad: ¡la igualdad esencial de los hombres ante su divino Señor!

Es perfectamente comprensible que también bajo este «Vicario» menudeasen las manifestaciones contra el papado y que los romanos, como tantas veces en la Edad Media, gritasen también ahora ¡morte al papa!, lo cual tenía también otros motivos. No obstante, las citas anteriores demuestran que para León XIII, al igual que para San Agustín —ése era uno de sus consejos básicos— los pobres debían «permanecer bajo el yugo, duro y eternamente inalterable de su baja condición», persiguiendo el ideal de una «laboriosa pobreza» (laboriosa paupertas).

Y es que en los posicionamientos «sociales» de los de León y también en los de sus sucesores hay siempre expresiones de sentido muy general o totalmente vacuas con las cuales engatusan los «Santos Padres» a las masas (sus propios funcionarios al servicio de la curia figuran entre los peor pagados del mundo) para ventaja de los poderosos. También León encuentra que entre obreros y patronos cada cual tiene sus deberes y sus derechos, que no hay capital sin trabajo, ni trabajo sin capital, que ricos y pobres tienen profunda necesidad los unos de los otros. Es más, no se recata en declarar, a la vista de la clamorosa injusticia del mundo, que la naturaleza «ha establecido un orden armónico en las relaciones recíprocas entre la clase poseedora de bienes y la desposeída, es decir, los trabajadores».

«Así como en el cuerpo los distintos miembros cooperan a una disposición ordenada —se habla entonces de simetría— también la naturaleza ha dispuesto de tal modo la vida del estado, que aquellas dos clases puedan cooperar en concordia y determinar, en mutua complementación, una situación de equilibrio en la sociedad. Cada una de ellas está totalmente supeditada a la otra. El capital al trabajo y el trabajo al capital. De la concordia resultan la belleza y el orden del mundo. Del continuo enfrentamiento resultan, en cambio, la brutalidad y la confusión».

La «Encíclica obrera» del «papa de los trabajadores» impresionó, al parecer, a todos, católicos y no católicos, a propietarios e indigentes, a patronos y obreros. Se produjo un diluvio de felicitaciones. El «Times» inglés la encontró clara y lógica; el «Guardián», muy afecto a la alta jerarquía eclesiástica, ensalzaba el que el anciano dirigente de una iglesia universal hubiese llegado a la misma conclusión que el emperador Guillermo II. Hasta los no católicos, afirmaba, se remitían en revistas, libros, parlamentos y tribunales al escrito de León. Incluso en opinión de la revista socialista «Vörwarts» («Adelante»), habría «resuelto el papa con ello la cuestión social». Pero cuando el arzobispo Goossens quiso saber si, y en qué medida, peca un empresario que remunera insuficientemente a sus obreros, el Santo Padre no quiso «manifestarse acerca de estas escabrosas cuestiones» y remitió a Goossens al cardenal Zigliara.

Los fabricantes y sus empleados acudieron ahora en tropel a alinearse con León, pues, como dijo el católico Hans Maier, «los trabajadores católicos debían ser puestos en situación de afrontar la lucha contra los partidos socialistas y de vencer en la misma». Así comenzó, de hecho, la guerra organizada de la Iglesia contra el comunismo, el socialismo y la socialdemocracia. Fue la obra de alumbramiento de la «Démocratie chrétienne» que «emergió en el horizonte de la Iglesia y de la sociedad… como una aurora preñada de promesas».

Hasta qué punto era rígidamente conservadora la «encíclica social», que tuvo para los católicos el mismo significado «que había tenido para los socialistas el “Manifiesto Comunista” de K. Marx», es realmente algo que se puede colegir del hecho de que Guillermo II —dispuesto, llegado el caso, a ordenar a sus soldados que abatiesen a tiros incluso a sus propios hermanos y padres ante «las maquinaciones socialistas»— confesó «estar plenamente de acuerdo con el papa» en la cuestión obrera, y de que éste envió un ejemplar de la encíclica a Alejandro III, con quien tan solícito era buscando su favor. Bien sabía él que sus principios sociales serían también, y de modo especial, aceptables para el zar.

Y seguro que lo eran asimismo para los restantes «hermanos separados». La jerarquía ortodoxa no había hecho a lo largo del siglo XIX nada, naturalmente, que fuese más allá que los papas en la solución de la cuestión social: por las mismas razones, obviamente. ¡Pues hasta la revolución de 1917 la iglesia rusa poseía un tercio de las tierras! ¡Según una estadística oficial del Santo Sínodo, disponía en 1914 de más de 54.174 iglesias y 25.593 capillas. El número de sus monasterios casi se había doblado entre 1865 y 1914. Recibía una subvención anual que ascendía nada menos que a 62.920.835 rublos y los patriarcas metropolitanos percibían, al parecer, sueldos de 200.000 rublos en el imperio zarista!

Viviendo aún León XIII, Lenin exponía en números al mundo, a la vista de casi tres millones de libretas de ahorro, cuan lucrativo resultaba ser pope ruso. Según él, las libretas de los funcionarios civiles arrojaban un saldo medio de 202 rublos, el de los oficiales militares era de 219 rublos, el de los comerciantes 222 rublos, el de los propietarios de tierras 268 rublos y el de los religiosos 333 rublos, el más elevado. «A la vista de todo ello —resumía Lenin— la preocupación por la salud de las almas de la comunidad no constituye un negocio desventajoso»[24]. Y en otro pasaje llamaba a la religión «una especie de aguardiente espiritual en el que los esclavos del capital anegan su rostro humano y sus aspiraciones a una vida medianamente digna».

Está claro, en todo caso, por qué los sumos sacerdotes de Roma tenían siempre en gran estima a Rusia, tan retrógrada y tan rica, en la que, por lo demás, proliferaban —como en el propio estado— los pobres y los analfabetos y por qué esperaban también, precisamente en el siglo XIX (¡hasta en nuestros días siguen, de seguro, esperándolo!) poder heredar «el cadáver, en proceso de deshielo», de la iglesia oriental. Esta expresión fue acuñada por el contrarrevolucionario católico, J. de Maistre, admirado por muchos papas, para quien Dios se ponía siempre de parte de los batallones más fuertes y la guerra era algo divino. Hombre que, delirando por la sangre, escribía que «la totalidad de la tierra… no era otra cosa que un inmenso altar sobre el que ha de sacrificarse todo cuanto vive, sin fin y sin medida, sin vacilación, hasta la consumación de todas las cosas, hasta la erradicación del mal, hasta la muerte de la muerte».

La católico-romanización de Rusia era un objetivo básico de León XIII, un plan que él persiguió tan incesantemente como la recuperación de su soberanía. En 1885, una comisión cardenalicia estudió un amplio proyecto sobre «los medios adecuados para favorecer el retomo de los cismáticos griegos a la Iglesia Católica». En 1894 el mismo tema fue considerado en una «conferencia en la cumbre» en el Vaticano, a la que León invitó a los patriarcas católicos orientales y en 1895 creó una comisión cardenalicia permanente para la reconciliación con los separados.

Dada la influencia determinante del emperador ruso sobre la iglesia rusa, el papa confiaba, al igual que sus predecesores, en hacerse con los codiciados fieles mediante un ukas (decreto) imperial. Por ello, el propagandista de la «democracia cristiana» no desaprovechaba ocasión para cortejar a los déspotas de San Petersburgo, les encomiaba el sentido restaurador, la fuerza contrarrevolucionaria de la iglesia romana, el papado como baluarte contra toda revolución y sobre todo, una y otra vez, su ayuda decisiva en la pacificación de la Polonia rusa. Después del atentado de los anarquistas contra Alejandro II, en marzo de 1881, León transmitió al zar Alejandro III su condolencia personal. Y cuando el hijo y sucesor de éste le anunció su subida al trono, él le concedió la orden de Cristo, la más alta condecoración papal, raramente otorgada a potentados no católicos. Pues León veía en el débil regente nuevas posibilidades para la consecución de su gran objetivo, la «conversióne della Russia» según se expresaba el cardenal secretario de estado Rampolla mientras encargaba a Vera Berlín, una rusa convertida por él, «preparare il terreno ad un ritorno del mondo russo all’unita cattolica».

Pero todos los esfuerzos y aproximaciones rastreras fueron en vano. Pese, o quizá precisamente a causa de su ambiciosa política hacia el Este, la unión de las iglesias se hizo más remota que nunca bajo su pontificado.

León XIII, de quien se había temido que no sobreviviría a su coronación, quien luchando contra el desmayo pronunció, él mismo, este oráculo: «¡Esto me fulminará en pocos días!», «¡es la muerte y no la dignidad papal lo que se me concede!», este León alcanzó la edad de 93 años, 4 meses y 19 días y todavía poseía el humor, o quizá suficiente cinismo, para replicar a un visitante que le deseaba cien años de vida: «No debemos poner fronteras a la divina providencia».

El 18 de julio de 1903 el embajador austríaco en el Vaticano, conde Széczen, comunicó que el papa había otorgado hacía dos días al cardenal Rampolla amplísimos poderes de forma que «pudiera firmar todos cuantos documentos le están, en otras circunstancias, reservados al papa». El 20 de julio Széczen notificaba que León XIII «se había extinguido como en un suave sueño, sin dolor», a las 4 de la madrugada. La noticia de la defunción llegó a Viena a las 7,30 de la noche. Treinta minutos más tarde, el ministro de asuntos exteriores austro-húngaro, conde Goluchowski, telegrafiaba a Széczen: «Máximo secreto. Descifre usted mismo, por favor. El miembro del sacro colegio contra quien debiera usarse el derecho de veto, eventualmente y en caso extremadamente necesario, es el cardenal Rampolla»[25].