PREFACIO

La fe mueve montañas

La fe vive del creyente y no a la inversa, por mucho que al creyente le guste creerlo así. De que eso sea así se encargan los pocos que realmente viven de la fe; más, desde luego, de la fe de los otros que de la propia, aunque esto sea algo en lo que justamente el creyente no cree.

Cuando yo mismo era aún creyente, un libro de este tipo me hubiese parecido increíble, ¿qué digo?, inicuo, y su autor una especie de demonio. Pues como buen católico creyente no tenía, al igual que la mayoría de los católicos, ni idea de la historia del catolicismo. De este candor ignaro vive el papado desde que existe como tal.

Pero tampoco los no católicos, incluso muchos indiferentes en lo religioso, saben apenas lo que se oculta realmente tras la «historia salvífica». Tampoco ellos pueden creer sin más que la historia de la salud sea tan insalubre ni que la historia de los santos sea sobremanera non sancta. Consideran no ya impúdicamente exacerbada sino totalmente increíble la memorable sentencia de Helbetius: «Cuando se leen sus leyendas de santos hallamos los nombres de miles de criminales canonizados…», aunque sea verdadera en todos sus términos y además de ello verificada una y otra vez desde entonces. Pero la humanidad, dispuesta de por sí a irse al diablo con toda la historia salvífica y todos los santos, no puede ni quiere creer en ella. Y todo un ejército de bien pagados paladines (no todos en sotana) está asiduamente ocupado en no permitir que se le dé crédito; se empeña en envolver la historia en el humo del incienso y sosteniendo gravemente su mirada, llama a eso «ciencia», poniendo tanto más despiadadamente al descubierto bien conocidos «puntos oscuros» del pasado remoto, cuanto mayor es su afán por envolver en nieblas los del más reciente. Actitud coherente con el extraño parecer de que un crimen cometido hace mil años dista mucho de ser tan grave como uno actual y que, en general, más vale dejar correr cosas tan viejas. ¡Pero todo eso no es tan viejo! ¡El pasado es algo que nunca pasa del todo! Y la necia sentencia de que la historia jamás se repite se ve refutada de continuo por una historia que, en el fondo, se repite siempre. Hasta qué punto es ello así se mostrará también en estos «100 Años de historia salvífica».

¡Ésta no es una «historia de papas», un psicograma de personas, sino el escueto diagnóstico de una institución sobre la base de sus últimos cien años de historia! ¡¿Cuándo comprenderá el mundo que lo de menos es quién esté al frente de esta Iglesia?! ¡¿Que siempre nos las habernos con el mismo monstruo, sea cual sea el nombre de su cabeza?! Menos todavía son estas páginas un libro «escrito mientras se está de rodillas», como todavía reconoce para sí un secretario papal y cardenal, casi contemporáneo nuestro, refiriéndose a muchas de sus anotaciones, subyugado por el «encanto» y por «los santísimos eventos, de los que el autor fue testigo».[1] Verá frustradas sus apetencias quien venga a oír gustoso cuán doctos han sido los soberanos de la Iglesia; cuán plenos de sentimiento y afecto paternales; cuán semejantes a los ángeles ordenaban sus vidas; cuán jovial y ascético era su carácter. Frustrado se verá quien desee «pulsar» al Vaticano por dentro para enterarse de que aquéllos preferían el agua como bebida, tal como Pió XI, que allanó el camino a Mussolini, Franco y Hitler. De que el cómplice de este mismo señor, Pío XII, porfiaba con sor Pascalina Lehnert, empleada en la flor de sus 23 años, en apagar primero las luces para ahorrar dinero[2], lo que, entre otras cosas, permitió al «Santo Padre» reunir un patrimonio privado de 80 millones de marcos en oro y valuta (V. Vol II). En esta obra figurará más bien todo cuanto los servidores de la Iglesia minimizan o retocan habitualmente y la mayoría de los otros historiadores, para quienes el papado, de puro respeto hacia su prestigio espiritual, apenas parece muchas veces existir, ignora completamente: su tráfico de intereses, no tanto con los poderes de más allá como con los de este mundo. No hay al respecto ninguna otra iglesia ni religión que luche de forma siquiera parecida en la palestra política y social, tan consciente de sus objetivos y con efectos tan desoladores; frontal o encubiertamente.

Ya sea que los «Vicarios de Cristo» deseen expressis verbis practicar la «alta política» —como en el caso de León XIII— o fuesen supuestamente reacios a ella —como su sucesor Pío X, que contribuyó a arrastrar a las naciones a la I Guerra Mundial— de la política se sirvieron todos ellos. Y en esto no fueron un ápice menos «profanos» que el resto de los políticos o lo fueron, sí, pero tan sólo en el sentido de que, siguiendo bien arraigadas costumbres, siempre embellecen con un tinte trascendente su política, con grandes palabras y gestos, mencionando a cada paso a «Dios», a «Cristo» y a la «salud del alma» cuando en su fuero interno pensaban en sí mismos y en su apetencia de poder. Todo lo cual hace que la historia de la salvación sea más peligrosa, por más hipócrita, que no importa qué otra política. Pues todo, absolutamente todo es política en esta Iglesia y apenas si es posible hacerse suficientemente cargo de ello. Y no sólo —lo que es evidente— los impuestos eclesiásticos, el bautizo de lactantes, la enseñanza de la religión y la cuestión de los matrimonios interconfesionales o bien su doctrina acerca de la propiedad privada y su lucha contra el control de la natalidad. Lo es también incluso aquello que parece estar en las antípodas de lo político: la oración para bendecir la mesa, un acto de confesión, una comunión, el acto por el que cualquier viejecita moja su mano, sea en el Bosque de Baviera, sea en El Perú, en la pila de agua bendita. Todo ello, sumado millones de veces, es, en última instancia, puesto en la balanza del poder sacerdotal y de su ambición de poderío universal.

Habiéndome puesto a la tarea —ya desde hace una década— de escribir una «Historia Criminal del Cristianismo» cuyo primer volumen, que versa sobre su más remota época, verá por fin la luz el año venidero, me decidí súbitamente, a anticiparme con éste, dedicado a la época más reciente. La actividad planetaria del «pontifex maximus» actual me determinó tanto en mi resolución, como el propio temor a que la Historia de la Salvación, al menos en el occidente cristiano, pudiese llegar a su término, antes de que yo mismo diese remate a la «Historia criminal del Cristianismo».

El gran Gianbattista Vico, pesimista y opuesto a cualquier fe en el progreso celebró, al menos, las vivencias del historiador, calificándolas de «un divin Piacere», un placer auténticamente divino. Los sentimientos del autor de estas páginas, escritas de seguro no sine ira, sino cum ira sobrada, no le depararon placer alguno celeste o infernal. Más bien, para decirlo en buen alemán, le provocaban vómitos, lo cual se debe, quizá, menos a la forma que tiene de contemplar la historia que a la forma misma de esa historia que contempla.