«Ninguna otra religión ha exigido tantos sacrificios de vidas humanas ni ha inmolado a éstas de modo tan oprobioso como la que se vanagloria de haberlos suprimido para siempre»
(El teólogo Bruno Bauer)
El mísero Hijo del Hombre no tenía donde reclinar su cabeza. Desposeído entre los desposeídos, pasó por el mundo como amigo de parias y desheredados, de publícanos y pecadores. Combatió contra el «injusto Mammón» y prorrumpía en imprecaciones contra los adinerados y los ahítos. Llamó loco a quien se jactase de sus tesoros. Enseñaba, incluso, que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que el que un rico entrara en el reino de los Cielos.
Hoy, su «Vicario» vive en el lujoso palacio papal, viaja en papa-móvil y papa-jumbo, cercado de guardaespaldas, reporteros y notabilidades. En pos suya va, sin embargo, una historia milenaria llena de incontables granujerías: desde la pequeña patraña de los milagros y las reliquias, tales como los numerosos prepucios de Jesús, los aún más numerosos dientes del Señor («tan sólo en Francia hay más de 300», según Alonso de Valdés), la leche de la Madre de Dios y las plumas del Espíritu Santo, hasta la Donatio Constantini, la más monstruosa de las falsificaciones de todos los tiempos.
En pos suya va también una explotación colosal que hizo del obispo de Roma, ya en el s. V, el más grande de los terratenientes del Imperio Romano y convirtió a la Iglesia medieval en propietaria de un tercio de todas las tierras europeas. Le sigue asimismo la aniquilación del paganismo, las hogueras de la inquisición, la masacre, de millones de indios y negros, los pogroms que condujeron directamente a las cámaras de gas hitlerianas, que ni tan siquiera son originales pues ya en el s. XVII el obispado de Breslau había instalado hornos crematorios para brujas: no siempre estuvieron contra el progreso.
Tras de él va también —y no en último lugar— una ininterrumpida cadena de guerras atroces, de cruzadas, —a las que Urbano II, con una visión cabal de la situación, convocaba también a los forajidos—, de guerras de religión, guerras civiles y toda clase de contiendas y batallas, con papas guarnecidos de casco, cota de malla y espada, tomando parte activa en ellas. Papas con caja de guerra propia, ejército propio, marina propia y fábrica de armas propia.
León X, un santo, salió en campaña contra los normandos cristianos. Gregorio IX, contra el emperador Federico II, que regresaba a su corte tras una cruzada victoriosa. Urbano VI, que hizo torturar y matar bestialmente a algunos cardenales, luchó en la guerra de sucesión siciliana. Pío V y Sixto V libraron imponentes batallas navales contra turcos y británicos. El primero, un inquisidor, continuó decapitando y quemando siendo ya papa e hizo estrangular al satírico Franco por unos versos relativos al nuevo retrete del Vaticano. Fue canonizado. Sixto V decretó la pena de muerte para casos de homosexualidad, incesto, celestinaje, aborto y adulterio. Julio II «il terribile», hecho cardenal gracias a un tío papal, y papa, gracias al dinero, tenía tres hijas y no hubo año de su pontificado en que no condujese una guerra. Pablo IV, un sádico que trataba a los cardenales a bastonazos, dados de mano propia, y que dio de patadas al prefecto de Roma, avivó vigorosamente las hogueras, encerró a los judíos en ghettos, obligándoles a llevar gorros amarillos y mandó quemar públicamente a 25 de ellos, incluida una mujer. Fue él quien estableció el índice de libros prohibidos, exponiéndose —ya entonces— al ridículo, y a mediados del s. XVI vio su brazo «hundido hasta el codo en sangre». «Sucumben aquí las víctimas, no corderos ni toros, son, algo inaudito, víctimas humanas» (Goethe)
Y todos ellos rapiñaban todo lo rapiñable: castillos y palacios; ciudades y ducados enteros. Robaban todo lo robable: en el s. IV, el patrimonio de los templos; en el s. VI, el patrimonio de los paganos en general. Después la hacienda de millones de judíos expulsados o asesinados; de millones de «herejes» o «brujas» carbonizadas. También exprimían a la propia grey elevando a cada paso los impuestos o creando otros nuevos (tan sólo Urbano VIII ideó nada menos que 10), Mediante arriendos, préstamos a interés (¡prohibidos por el Antiguo y el Nuevo Testamento, así como por los Padres de la Iglesia!). Mediante la esclavitud (que, impuesta como castigo, conoció bajo la Iglesia una nueva expansión, siendo la Roma papal la que la mantuvo en vigor por más tiempo). Mediante bulas, tasas, extorsiones y falsos milagros, dándose a menudo el caso de que Roma recaudaba el dinero amenazando con la excomunión, el interdicto o la espada. El pueblo italiano fue el más expoliado de todos y Roma misma se convirtió en la ciudad más levantisca y mísera de todas las europeas. El número de sus habitantes descendió de unos 2 millones, en la época pagana, a 20.000 escasos, en el s. XIV, Las hambrunas y revueltas, el despotismo y el nepotismo no hallaban nunca fin. En 1.585, primer año del papado de Sixto V, «el papa de hierro», cuyo nombre servía para aterrorizar a los niños, se decía en Roma que habían rodado más cabezas que melones acarreados al mercado.
La Revolución Francesa, saludada por Kant con lágrimas de alegría, no mereció por parte de Pío VI, un conde Braschi, sibarita del boato y la pompa, otra respuesta que la de las rigurosas medidas de excepción y la de acciones policiales. Su papado se inicia con un «Editto sopra gli Ebrei», que recordaba los peores tiempos de los pogroms antijudíos de los papas, pues condujo al bautismo forzoso y al encarcelamiento, incluido el de muchos niños. En su Breve «Quod aliquantum» condenaba los derechos humanos, la libertad de pensamiento y la libertad de expresión hablada o escrita como «monstruosidades» y enseñaba así: «¿Es posible concebir mayor desatino que el de decretar semejante libertad para todos?». «… ¡Una Italia libre!» —exclamaba Byron en 1821— «Desde los tiempos de Augusto no había habido nada semejante».[3]
Pío VII (1800-1823), conde de Chiaramonti, que en 1809 excomulgó a Napoleón, inauguró en 1814, tras regresar de su cautiverio en Francia, un período de tenebrosa reacción. El papa, que tildaba de «canallas y estafadores» a los jefes de la revolución, restableció los antiguos derechos feudales, numerosos tribunales clericales y tribunales de excepción, dando pie a una oleada de denuncias y sentencias terroríficas: apenas iniciado el año de 1815, ya había 737 acusaciones por «herejía».
Bajo el conde della Genga, León XII como papa, (1823-1829) la Inquisición conoció un nuevo florecimiento y el sistema de soplones y denunciantes causó estragos. Los judíos, que padecieron uno tras otro decreto a cual más odioso, retornaron al ghetto. Sin consideración alguna ante las cifras de una mortalidad creciente, el papa prohibió la vacuna contra la viruela, por «atea», ya que mezcla la pus de un animal con la sangre humana. Su legado cardenalicio, Agostino Rivarola, combatía con el encarcelamiento y la ejecución cualquier tentativa en pos de la libertad. En la Romana —todo ello sin un proceso judicial normal y sin asistencia de público— llevó en tan sólo tres meses, a 508 acusados al cadalso, a largas penas de presidio, al destierro o a estricta vigilancia policial. Cuando León XII, a quien todos, «desde el príncipe al mendigo» (Ranke), odiaban, murió poco antes de la noche del martes de carnaval, los romanos dijeron con escarnio:
«Tres males nos ha causado el Santo Padre: el haberse coronado, el haber vivido tanto tiempo y el habernos estropeado el carnaval con su muerte».
Gregorio XVI (1831-1846) debió en buena medida su papado al archirreaccionario Príncipe de Metternicht, cuyo gobierno se apoyaba en la censura y el terror policial. En 1831, cuando la revolución estalló en el Estado de la Iglesia, obligó a la propia soldadesca a luchar contra sus compatriotas, llamando además en su ayuda, y en varias ocasiones, al ejército austríaco. Fue únicamente éste quien salvó al Estado de la Iglesia. Y si las cancillerías de Viena y Roma colaboraban estrechamente contra los italianos, también lo hacían las policías secretas austríaca y papal. Incluso años después, Gregorio XVI decía a Von Bunsen, el legado prusiano: «Si ellos (los súbditos) no quieren obedecer a los sacerdotes, les echaremos al cuello los austríacos»
Cuando su secretario de estado, Bernetti, que parece haber pensado en la posibilidad de ser testigo del final del poder temporal de los papas, tuvo que ceder su puesto —por intrigas de Metternicht— al cardenal Lambruschini, la presión se endureció aún más. Hasta los nuevos conocimientos y los congresos científicos, la luz de gas, los ferrocarriles y los puentes colgantes era reputados por el Estado Pontificio, donde la corrupción y la prevaricación hacían estragos, como expresión de rebeldía: el simple hecho de comer carne los viernes conllevaba la cárcel. Las prisiones se llenaban y los tribunales de guerra papales causaban una implacable desolación por puras nimiedades. La menor iniciativa en pro de la libertad era sofocada brutalmente y menudeaban las sentencias de muerte, si bien es cierto que muchas veces no se aplicaban. También lo es que una condena no era ya considerada como algo afrentoso sino como un honor.
Aquel papado se vio ya inaugurado por un digno documento literario, la encíclica «Mirari nos», del 15 de agosto de 1832. El papa Gregorio percibía en ella, procedente de todos los confines, el horrible eco de nuevas e inauditas opiniones, enfrentadas abierta e inicuamente a la Iglesia Católica. Y a la par que alaba la censura, por su gran utilidad, y al índice de libros prohibidos, por sus salutíferos efectos, condena «la sucia fuente del indiferentismo», «aquella doctrina absurda y descarriada» «el desvarío de la universal libertad de conciencia», «aquella inútil libertad de opinión que se extiende ampliamente para perdición de la Iglesia y del Estado», «también aquella desvergonzada libertad de prensa, de la que nunca se abominará bastante y que algunos osan fomentar…»
El Católico H. Kühner califica la encíclica papal de Gregorio XVI como «una de las manifestaciones más retrógradas del papado en sí, la primera declaración de guerra del magisterio papal al s. XIX, a la libertad, confundida irreflexivamente con la revolución y la rebelión»
Pero mutatis mutandis, ése fue siempre el parecer de los papas, su concepto del gobierno y su vademécum en el trato con los pueblos. Y lo continuó siendo bajo el sucesor de Gregorio, Pío IX, a quien Dios le concedió ser su vicario por un período más largo que el de ningún otro.
Y así volvería a ser, y de modo inmediato —presunción que no peca de ligera— si lo permitiera el espíritu de la época. Ya mediado el s. XX, el cardenal Segura predicaba, refiriéndose a los protestantes españoles, que el «hereje» no debe gozar del menor amparo jurídico en caso de conflicto con un católico y el cardenal de la curia Ottaviani se manifestó así: «A los ojos de un verdadero católico, la denominada tolerancia está completamente fuera de lugar»[4]
Las ideas básicas responsables de la inquisición medieval siguen vivas y vigentes en el catolicismo actual.
Al igual que su predecesor. Pío IX (1846-1878), que gozó del pontificado más largo de la historia, combatió pronto y agriamente contra todas las tendencias secularizantes y liberalizantes. Persiguió a los judíos y propició con ello el rapto de niños, algo que excitó a toda Europa, y los bautizos forzosos. El estado eclesiástico era, en términos absolutos, un estado-policía, una «clerocracia» con una jurisprudencia doble, según se tratase de delitos de clérigos o de seglares, con Inquisición y reacio a aceptar elecciones libres.
Dos acontecimientos dieron especial significado al pontificado de Pío nono.
Primero fue el Concilio Vaticano I, en el que, preparado y acompañado de idolatría y endiosamiento del papa por parte de los ultramontanos y por escandalosas intrigas, el conde Mastai-Feretti, alias Pío XI, obtuvo pugnazmente el dogma del magisterio infalible de los papas. El dogma está en crasa contradicción con los hechos de su historia, pero aumentó su poder y está, por ello, al abrigo de toda duda. En actitud triunfante, Pío IX apretó su pie sobre la cabeza de uno de los adversarios del dogma, el patriarca grecoortodoxo unificado, cuando se mostró vacilante al besar, en señal de reverencia, la sandalia papal. «Nunca —dijo sarcástico el obispo Maret— mostraron los papas tanto celo por los otros dogmas fundamentales del cristianismo» Ni menos aún, se siente uno tentado a añadir, por las miserias sociales, de los católicos en especial, o por una política educativa digna de tal nombre ¡Todavía entonces, después de casi mil novecientos años de cristianismo había un 70% de analfabetos en el país de los papas!
En 1911, después de 40 años de política antieclesiástica el número de analfabetos entre la población italiana se había reducido en porcentaje nada despreciable y se situaba en un 37%.
No fueron los anticlericales, sino algunos obispos, historiadores de la iglesia y diplomáticos católicos quienes calificaron de necio o de loco a un papa, que, ya años antes del concilio, —«el sínodo de los bandidos» según el arzobispo de París— también había usado, en referencia a sí mismo, de la sentencia de Cristo, ¡«Yo soy el camino, la verdad y la vida»! y que en 1870, con la exhortación de «levántate y anda» dirigida a un tullido, apuntó en su haber una frustrada curación milagrosa. El teólogo suizo Hasler, que hasta no hace muchos años desempeñaba un cargo en el Vaticano, en la Secretaría para la unidad de los Cristianos, pudo por ello dar a todo un capítulo de su monografía en dos volúmenes el siguiente y nada desatinado título: «¿Estaba Pío IX en pleno uso de sus facultades durante la celebración del concilio?». Con todo, mientras que la tardía víctima literaria de Hasler disfrutó del más largo de los papados, él mismo murió a una edad sorprendentemente temprana.
En 1970 aconteció asimismo algo que influyó, entre otras cosas, en la política mundial de las postrimerías del s. XIX y los inicios del s. XX: la extinción del Estado Pontificio.
Ese estado, que había separado el norte y el sur de Italia a lo largo de un milenio largo, siendo causa de incontables guerras y bribonadas, surgió en el s. VIII. En pleno invierno del años 753/4, Esteban II cruzó los Alpes, siendo el primer papa en pisar el país de los francos. Envuelto en saco y cenizas se echó llorando a los pies de Pipinio III suplicándole por los méritos de los santos apóstoles Pedro y Pablo, que le salvase a él y a los romanos de las manos de los longobardos. Los «Santos Padres» habían jugado con aquéllos de forma más sucia que ellos con los «Santos Padres». «Y no se incorporó —informa el cronista franco— hasta que el rey, sus hijos y los notables entre los francos no extendieron hacia él sus manos y lo alzaron del suelo en signo de su apoyo y liberación futuras».
El papa seducía una y otra vez con el cielo y amenazaba con el infierno. Una y otra vez aludía al «estado del bienaventurado Pedro y de la Santa Iglesia de Dios», de un estado que tan sólo existía en una falsificación, si bien se trataba de la mayor de la historia, de la denominada Donatio Constantini.
Según ésta, urdida en el s. IV, el papa Silvestre I había sanado de la peste y bautizado al emperador Constantino I, a quien, realmente, nunca vio en su vida. Éste le recompensó donándole Roma, Italia, e incluso todo el occidente («omnes Italiae seu occidentalium regionum provintias, loca et civitates»). Ese fraude sin parangón, con fecha retrotraída en cuatro siglos, provisto de la firma del emperador y una anotación del mismo en la que aseguraba haber depositado de propia mano el documento en la tumba de San Pedro, fue, salvo que todo induzca a engaño, perpetrado en la mismísima cancillería papal. La falsificación convertía al Santo Padre en «poseedor legítimo de toda Italia y emperador del occidente», invirtiendo de golpe la situación. El emperador romano, a quien el papa debía antes prestar obediencia, quedaba ahora constitucionalmente subordinado al pontífice.
Naturalmente no había nadie en la corte «bárbara» de Pipino capaz de desentrañar la colosal patraña de Roma. Pues el papa Esteban estaba en situación de presentar una carta, valga decir, ¡del mismo San Pedro en persona! Y como quiera que la Iglesia reconoció además la dignidad real de Pipino, que la había usurpado tras encerrar en un claustro —previa tonsura— a su legítimo antecesor, Childerico III, aquél se sometió a los deseos papales y emprendió dos guerras contra los langobardos. De este modo el «Vicario de Cristo» azuzó a cristianos contra cristianos, a católicos contra católicos, instigó la discordia entre dos pueblos germánicos que habían vivido hasta entonces en plena armonía y aseguró, incluso, que Pedro y Dios mismo prometían a los francos el perdón de sus pecados, una recompensa céntuple en la tierra y la vida eterna. Los territorios conquistados, que, en buen derecho, no pertenecían ni al papa ni a Pipino, sino al emperador de Bizancio, se convirtieron en el Estado Pontificio.
Aquella tremenda falsificación, la Donatio Constantini, fue, incluida en el s. XII en el Decretum Gratiani, pieza capital del Corpus Iuris Canonici, el código de la Iglesia Católica, vigente hasta 1918. Y aunque ya en la Edad Media tardía, aquella falsificación —que un Dante tuvo aún por auténtica— fue inobjetablemente desenmascarada como tal, los seminarios y facultades pontificias la hicieron pasar por un documento auténtico hasta mediados del s. XIX. Es más, muchos teólogos de la época la consideraron como algo esencialmente constitutivo del papado, como inherente al dogma. Todavía en la Fiesta del Espíritu Santo de 1862 no menos de 300 obispos reunidos en Roma proclamaron que «el poder temporal de la Santa Sede es necesario y establecido por inequívoca voluntad de la Providencia». Año tras año las dietas católicas alemanas corroboraron también el derecho del papa a regir un Estado Pontificio. Y a mediados del s. XX el antiguo secretario privado de Pío XI, el cardenal de la Curia Carlo Confalonieri, afirmaba todavía que es «Patrimonium Petri el territorio que circunda Roma, que Constantino el Grande donó al Obispo de Roma en el s. IV»[5]
El estado sacerdotal creado mediante el fraude y dos guerras fue considerablemente ensanchado hacia el 1200, estando a su frente el papa más poderoso de la historia, el conde Lotario de Segui, Inocencio III. Este pudo escribir así al rey inglés Juan sin Tierra a quien había rebajado a la condición de feudatario suyo, sujeto al pago de un tributo anual: «Así como en el tabernáculo del Señor la vara acompañaba a las tablas de la ley, así también el pecho del papa abriga el poder de la destrucción y la dulce suavidad de la gracia»
Aquel papa reivindicaba poder decisorio a la hora de elegir al emperador alemán y también derechos imperiales. Engañó asimismo a la humanidad pretendiendo que «Jesús había legado a Pedro no sólo el gobierno de toda la Iglesia, sino de todo el mundo». (Petro non solum universam ecclesiam, sed totum reliquit saeculum gubernandum). Ese mismo papa organizó cruzadas hacia los cuatro puntos cardinales, hizo conquistar Livonia y emprender la cuarta cruzada, una guerra llevada a término con monstruosas sevicias contra la cristiana Constantinopla, pero acompañada por la alborozada esperanza papal de ver reunificadas a las iglesias griega y romana. Una guerra de la que S. Runciman, quizá el mejor historiador de las cruzadas, opina que «no hubo nunca mayor crimen contra la humanidad… constituyendo además un acto de tremenda locura política». Fue también Inocencio quien inició el baño de sangre contra los albigenses en cuyo transcurso el abad Arnaldo-Almerico de Citaux, uno de los caudillos, anunció triunfante a Su Santidad, poco después de que se rindiera la primera ciudad: «Unas 20.000 personas muertas sin respetar para nada edad ni sexo»
Ese papa que en la cruzada de 1211 fue, incluso, capaz de enviar niños a la guerra —algo que únicamente un Hitler volvería a hacer después de él— no se anduvo obviamente con remilgos en sus «recuperaciones» del Estado de la Iglesia, haciendo expulsar a los jefes imperiales e imponiendo a sus rectores.
A raíz de su permanencia en Avignon, en el s. XIV, los papas perdieron ciertamente su territorio, pero éste alcanzó su extensión máxima a principios del s. XV, bajo el «Santo Padre», y padre de tres hijas «naturales». Julio II, quien libró, casi, una batalla por año. A finales del s. XVIII, Napoleón se lanzó sobre Italia. El octogenario Pío VI, a quien se ensalza complacidamente como mártir, conspiró con Austria y Nápoles. Quería, en definitiva, morir en Roma, pero tuvo que escuchar estas palabras: «vous mourrez partout — morir puede usted hacerlo por doquier». Murió en su exilio de la fortaleza de Valence. Parecía haber llegado el final del papado y Bonaparte escribió a París: «Esta vieja máquina se descompone por sí misma». Es cierto que el Congreso de Viena restableció en lo esencial el Estado de la Iglesia, pero éste desapareció definitivamente bajo Pío IX, si bien no conviene, en cuanto respecta a esta institución, precipitarse en pronunciar algo definitivo por más que ese final se remonte ya a hace un siglo y parezca tan definitivo.
Intenso fue el odio que la dominación clerical se granjeó en la Edad Media, cuando se decía que los pastores del pueblo eran en verdad sus lobos y se les atribuían todas las desdichas de la época, las mortandades, las pestilencias y las hambrunas. Cuando en Perusia se llegó a gritar: «¡Muerte a los curas y a los monjes!», en Bolonia «¡Muerte a la Iglesia!» «¡Iglesia!» y en Nápoles: «¡Abajo el papa!». No menos intensa fue la amargura que la funesta restauración, la dominación sacerdotal, produjo en los italianos. Tanto más cuanto que aquélla acontecía y en el s. XIX.
Bajo Pío IX y su cardenal secretario de estado, Giacomo Antonelli, quien respondía con la pena de galeras a todo intento de atentado contra él o el papa, Italia se movía a impulsos cada vez más resueltos del deseo de unidad nacional y de liquidación del Estado Pontificio (de los aproximadamente 40.000 Km2 que le quedaban). Estado que, según T. de Aquino, constituía un bien basado «en la imitación de Dios», pero que, en verdad, «nunca llegó a las prestaciones alcanzadas en otros estados»; al que, incluso por parte católica, se calificó como la «formación estatal más retrógrada y más corrupta del mundo», después de Turquía.
Sólo en los comienzos de su pontificado disfrutó este papa, de talante «liberal», de cierta popularidad que duró hasta el año revolucionario de 1.848 en el que, primeramente, participó en la «guerra santa» contra Austria. En el transcurso de ésta, el clero gritó secundando al pueblo y la nobleza «¡Fuera los bárbaros!». En Viena imperaba la revolución, la monarquía de los Habsburgo libraba una lucha a muerte y, naturalmente, el papa Pío IX se inclinaba a favor de los vencedores presumibles. De ahí que el hombre que, según escribió F. Engels, «adoptaba la posición más reaccionaria de Europa… representante de la ideología fosilizada de la Edad Media, se pusiera a la cabeza de un movimiento liberal». Sus tropas entraron en campaña dirigidas por el general Durando y posteriormente por el rey Carlos Alberto de Piamonte.
Invadieron el territorio austríaco sin que el «Vicario de Cristo» hubiese declarado directamente la guerra a la gran potencia católica. La situación era aún demasiado insegura para ello.
Con todo, los romanos asaltaron el 21 de marzo de 1848 el Palazzo Venezia, la embajada de Austria e invocando al papa arrancaron y quemaron los blasones austríacos. El 30 de marzo. Pío XI creía reconocer ya en todos estos acontecimientos revolucionarios, en estas «mirabili mutazioni», en el «viento de tempestad que descuaja y despedaza cedros y robles», la voz de Dios. El embajador austríaco ante la Santa Sede, Conde Lützow, en cambio, vio en el papa, con gran sorpresa, a un enemigo radical de Austria, se sintió «en tierra enemiga» y ya en mayo tuvo que exigir sus credenciales y partir de allí.
En julio, no obstante, el mariscal de campo, conde Radetsky, consiguió una victoria decisiva junto a Custozza y el «Santo Padre» se volvió a inclinar, naturalmente, a favor de los austríacos. Cierto es que ahora se le rebelaron sus propios feligreses, quienes, en noviembre, asesinaron en medio de un júbilo general, a su ministro Pelegrino Rossi, atacaron a la guardia suiza, la desarmaron y obligaron al papa a huir a Gaeta.
Pío XI invocó la ayuda de media Europa y no sólo penetraron en su estado soldados franceses, españoles y napolitanos, sino también austríacos contra quienes la pasada primavera había lanzado una guerra. Es más, los temblorosos prelados cifraban precisamente sus esperanzas en Austria, que, bajo el mando de Radetzky, pudo inscribir pronto nuevas victorias en sus banderas. «Me han esperado como al mesías», pudo notificar desde Gaeta el nuevo representante austríaco, conde Moritz Estherházy, para añadir mordazmente: «Sólo de nosotros —de Austria— esperan la salvación». Pío XI acogió, literalmente, al legado, «con los brazos abiertos», hasta el punto de que también a éste «le pareció muy llamativo y extraño este repentino cambio de parecer». Y el primer ministro, el príncipe Schwarzenberg, recordó divertido aquellos días «en que Pío IX declaraba preferir estar encarcelado en el castillo de Santángelo o retirado en un convento —un paralelismo digno de ser notado por provenir de la boca de un papa— a tener que ver cómo un soldado extranjero, un austríaco por añadidura, pone su pie en suelo italiano. El papa parece caer hoy en el otro extremo, deseoso como está de ver cómo los soldados extranjeros, austríacos sobre todo, pululan por su estado»
El 30 de junio y tras una dura batalla de varias semanas fue reconquistada Roma, que había proclamado entretanto la república. Lamentablemente, no lo fue por los monárquicos austríacos, sino por los republicanos franceses que ya habían ocupado la ciudad en 1799 y en 1809. Ahora era el año 1849. «El número 9 no trae nada bueno a la Santa Sede», cavilaba supersticiosamente el papa ante el conde Estherházy, quien registraba ahora una llamativa predilección de Su Santidad, si no por Francia, si al menos por los franceses, respecto a lo cual Pío nono tenía, desde luego, una declaración convincente: «¿En manos de quién me hallo hoy? En las de los franceses…». Sólo un pequeño, pero elocuente ejemplo de cuál es la base sobre la que se fundamenta la Santa Sede, sobre la cual se ha fundamentado y se fundamentará siempre, a saber, no una roca, sino una política de vaivén que, salvo que se la mire a través de nubes de incienso, produce más bien arcadas que arrebatos de alegría; política cuyo supremo principio es el de oportunismo y cuyo objetivo último es el de poder.
Gracias a las tropas de Francia, Austria, España y Nápoles, el gobierno papal fue restablecido en el verano de 1849. Sin embargo, cuando diez años más tarde se retiraron los austríacos, la revolución volvió a estallar en el podrido estado cardenalicio y hubo un griterío general exigiendo la independencia de Italia. Pío IX reclutó entonces un ejército de mercenarios compuestos de 20.000 franceses, austríacos, belgas y suizos que saquearon Perusia, pero fueron derrotados en Castelfidardo. En el plebiscito celebrado en el otoño de 1.860 en las hasta entonces provincias papales de Umbría y Marca, 230.000 personas votaron contra la dominación del «Santo Padre» y sólo 1.600 a favor de la misma.
Cuando, llegado el momento, el conde Camilo Cavour, el Bismarck italiano, dio, poco antes de su muerte súbita, la consigna de Roma capitule al Risorgimento, creciente movimiento en pro de la unidad, y ofreció al papa un extenso repertorio de privilegios de amplio alcance, proponiendo la fórmula libera chiesa in libero stato como solución de la «cuestión romana», Pío IX se mostró inflexible. Al igual que toda una serie de sus sucesores, se aferró rígidamente, no al derecho sino al entuerto ancestral del papado, al Estado Pontificio. Hubo incluso muchos católicos que apoyaron a Covour y pidieron al papa que renunciase «para regalar la libertad a la Iglesia, la independencia a la Santa Sede y la paz al mundo sin robar su capital al nuevo reino», en palabras de Rodo Passaghia, privado por ello de su cátedra y perseguido hasta que huyó a Perusia. Al «Vicario de Cristo» sólo le quedaba ya Roma y el denominado Patrimonium Petri. Eso si prescindimos del hecho de que su Iglesia poseía la friolera de una quinta parte, cuando menos, de la superficie cultivada de toda Italia.
Retirado el cuerpo expedicionario francés, en 1866, la rebelión volvió a estallar de inmediato librándose varias batallas entre el ejército papal y los voluntarios de Garibaldi, quien pronunciaba tenantes discursos contra El Vaticano y arengaba en Florencia «a la guerra santa contra el vampiro de Italia». «¡Hay que extirpar de Italia la úlcera cancerosa del papado. Guardaos de las víboras en traje sacerdotal, de los representantes del diablo, del anticristo de Roma!». Pero nuevamente desembarcaron dos divisiones francesas, soldados de Napoleón II, quien vacilaba constantemente sin saber a qué parte apoyar. Gracias a su ayuda, el ejército papal, ya más que diezmado, pudo vencer el 3 de noviembre de 1867[6].
Claro que cuando los franceses fueron retirados a causa de la guerra francoprusiana de 1870/71, Roma cayó definitivamente y el Estado Pontificio se disolvió íntegramente en el estado nacional italiano. Después de ver rechazadas todas sus propuestas, el nuevo gobierno ocupó con sus tropas la ciudad el 20 de septiembre y después de un bombardeo de varias horas el castillo de Santángelo izó la bandera blanca. Todos saludaron entusiasmados el hundimiento de la dominación sacerdotal. Pío mismo tuvo que ser protegido de la ira popular por las tropas italianas. En el plebiscito del 2 de octubre, 133.681 electores se decidieron por la integración en el Reino de Italia, que ya existía desde hacía 15 años. Tan solo 1.507 votaron en contra.
Pío XI, no obstante, excomulgó el 1 de noviembre de 1870 a todos los autores y participantes en la «usurpación de Roma» se consideró un «prisionero» un «pobre anciano» y así dio comienzo una hostilidad de casi 60 años entre el Vaticano y el estado. Hostilidad que fue tan lejos que la iglesia amenazó con la condena eterna a todos los que apoyasen a ese estado y los papas se negaron —hasta la I G. M.— a recibir a los políticos católicos que visitasen al rey italiano. Sólo medio siglo después de que fuese eliminado el Estado Pontificio permitió Benedicto XV que las audiencias de príncipes no católicos tuviesen el mismo protocolo que las de los católicos. También los potentados fieles a la ortodoxia podían, desde ese momento, rendir visita al papa tras una audiencia con el rey, pero no debían hacerlo desde el Quirinal, sede del monarca, ni tampoco desde otros edificios del estado italiano, sino desde la sede oficial de su representante ante la «Santa Sede» o, al menos, si no tenían representación diplomática, desde una institución religiosa de su país o, en el peor de los casos, desde la residencia de su legación ante el Quirinal. De este modo todo jefe de estado tenía que acceder al papa desde su propio territorio, como si en Roma no hubiese ningún soberano más. Es así como una entidad que predica humildad a todo el mundo miraba celosa y mezquinamente por su honor, presuntuosa hasta el límite de lo grotesco.
El gobierno italiano solventó generosamente mediante la ley de Garantías del 13 de marzo de 1871, —que decretaba la separación de la Iglesia y del Estado— el status del papa. Lo declaró «sagrado e intangible» le garantizó la preeminencia entre todos los soberanos católicos, le permitió una guardia personal, el usufructo, libre de impuestos, de los edificios y jardines vaticanos, del Laterano y también de la villa de Castelgandolfo, incluyendo los museos, bibliotecas y colecciones del recinto. Se le garantizaba plena libertad en el desempeño de su cargo, otorgando a los diplomáticos ante la Santa Sede todos los privilegios usuales y prohibiendo a los funcionarios italianos el acceso a los palacios papales. Finalmente, y como indemnización por la pérdida de los ingresos procedentes del Estado Pontificio, se le asignaba una dotación anual, libre de impuestos, de 3.225.000 liras. Pío IX, que no aceptó la Ley de Garantías por ser un acto unilateral, rechazó la dotación a partir del primer pago. Las donaciones que en muestra de afecto le llegaban de los creyentes que lamentaban su situación de «prisionero» le salían más a cuenta…
Con la supresión del Estado de la Iglesia y la ocupación de Roma, convertida de nuevo y por primera vez después de la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476, en capital de Italia; con este «crimen» palabras de Pío, nació la «cuestión romana» cuya solución requería —según palabras del primer ministro italiano F. Crispi— del mayor estadista de todos los tiempos. El papado no pudo hallarlo hasta el advenimiento del fascismo.
Pío XI no abandonó la «Ciudad Eterna» ni el 20 de septiembre de 1870, ni tampoco después de que el gobierno se trasladara desde Florencia a Roma, pese a que grupos influyentes, entre los que supuestamente figuraban los jesuitas, le apremiaban a hacerlo. Abrigaba grandes y particulares esperanzas respecto a Alemania, la potencia militar más fuerte de Europa y reciente vencedora sobre Francia. El Vaticano tiene desde siempre debilidad por los vencedores, por más que en Berlín fuese el protestante Bismarck y la fracción liberal y anticatólica de la Dieta Imperial quienes llevaban la voz cantante. Pío esperaba en 1871 una intervención del Reich Alemán en favor del restablecimiento del Estado Pontificio, de la soberanía del papado y de su independencia temporal. Es más, el partido católico del centro, sumiso a Roma y recién surgido, propugnaba una intervención militar, una «cruzada allende los Alpes». Alemania debía convertirse en la potencia protectora del Vaticano en substitución del derruido imperio de Napoleón III. El hecho de que aquélla rehusase fue una de las causas de la «Kulturkampf» entonces iniciada, aunque ésta se viese sobre todo condicionada por la definición, en 1870, del dogma de la infalibilidad papal, así como por los esfuerzos de Bismarck y del ministro de educación de Prusia, Falk, un liberal a quien los católicos combatieron especialmente, por contener la influencia eclesiástica en la política.
En la «Kulturkampf» nombre debido a un liberal decidido y un sabio de fama mundial, R. Wirchow, el «Artículo sobre el púlpito» se convirtió en ley del Reich en 1871. Según él, ningún clérigo podía tratar asuntos de estado «de tal modo que ponga en peligro el orden público». La Ley de Inspección Escolar de 1872 substituyó la inspección eclesiástica por la estatal. La ley relativa a los jesuitas, promulgada ese mismo año, atajaba rigurosamente cualquier actividad de la «Compañía» y órdenes afines sobre suelo alemán. Otros decretos similares, desde las leyes de mayo de 1873, pasando por la ley relativa a expatriación, la relativa al establecimiento de la obligatoriedad del matrimonio civil, hasta la ley de la «cesta de pan» y de los conventos, de 1875, sirvieron asimismo para poner límite a la política de poder del clero.
Pío IX halló que la situación alemana era aún peor que la italiana. Y como quiera que los intentos de Bismarck para atraer a su campo a Austria-Hungría en la cuestión de la Kulturkampf no fueron del todo infructuosos —en 1879 concluyó con ella la Doble Alianza, que se fue convirtiendo paulatinamente en el único fundamento de la política alemana hasta la 1.a Guerra Mundial— el papa puso sus esperanzas en Francia. Ésta había sido debilitada y era además republicana, pero el papa confiaba en un restablecimiento de la monarquía en París: «dans un avenir plus ou moins éloigné». Esos sueños se veían favorecidos por las tensiones entre el reino de Italia y la república de Francia y por cierta vaticanofilia del gobierno Thiers-Favre, que, barruntando ya una alianza germano-italiana, tenía interés en el debilitamiento de Italia y, consecuentemente, en la «cuestión romana».
Pío IX no fue, en cambio, capaz de asociar también a Austria-Hungría en el complot. El conde Gyula Andrássy el Viejo, ministro de asuntos exteriores de la monarquía danubiana a partir de 1871, desechó bruscamente la Entente entre Viena y París, objetivo del papa. En una anotación marginal, destinada al emperador, Andrássy hacía constar que «quien daba ahora el consejo de ir juntamente con Francia era el mismo Pío IX que en 1848, unido a Carlos Alberto, alzó la bandera de la revolución poniendo con su propia mano la primera piedra de esa Italia cuya existencia lamenta ahora». El conde Andrássy no se olvidó tampoco al respecto de indicar a su majestad que había sido el «legado papal quien había ayudado a librar la batalla de Mohacs» al rey de Hungría Luis II, quien perdió en ella la corona y la vida.
Así estaban las cosas cuando Pío IX, después de un pontificado de 32 años, murió el 7 de febrero de 1878 de forma casi inesperada, pese a su elevada edad, y tan amado por los romanos que éstos, tres años después, con motivo del traslado de sus restos desde San Pedro a la iglesia de San Lorenzo fuori le mura, intentaron lanzar el sarcófago desde el puente del Tiber frente al castillo de Santángelo. Todo ello en medio de los excesos más ultrajantes[7].