«Papa polaco, no sé qué pensar de ti… Eres en cualquier caso un pragmático que hace ya tiempo que dejó de preguntarse por la verdad y al que sólo interesa la preservación del edificio doctrinal católico y de la iglesia jerárquica asentada sobre él. Eres un pragmático y por cierto de lo más brutal… Tu estilo de mandar es “oriental”. Ello no tiene nada de asombroso: tú procedes del hemisferio comunista. De él recibió su impronta tu modo de pensar. Sólo el contenido, no la forma, te distingue de ellos. Practicas en tu propia Iglesia lo que criticas en ellos»
(El exjesuita H. Rieser)
«Nunca, desde la muerte de Pío XII, ha estado la política vaticana tan declaradamente al servicio de una potencia occidental como lo está hoy»
(El politólogo A. Tausch)
«Fue bien pronto el teatro lo que le entusiasmó más que casi cualquier otro asunto. Cuando en cierta ocasión enfermó repentinamente el que hacía de bellaco en un drama basado en una fábula, Wojtyla se aprestó a sustituirlo de inmediato. Y no es ya que demostró su versatilidad al representar en una misma función al héroe puro y al villano, sino que también ese segundo papel lo representó sin tener el texto en la mano»
(Ernst Trost)
¿Qué es lo que el mundo, al menos el católico, espera propiamente de un nuevo papa? ¿Por qué fija en él su mirada tan tensa, tan curiosa? ¿Tan expectante y tan cargada, sobre todo, de esperanza? ¿Habla todo ello en favor de su predecesor? ¿No se las promete más felices del nuevo?
En el fondo el aparato de la curia sigue funcionando como si nada, de modo muy similar a lo que pasaba con la monarquía imperial y real de Musil. El sistema romano es capaz de funcionar hasta sin papa. Después del atentado, verbigracia, del 13 de mayo de 1981 contra Juan Pablo II —motivo de tantas especulaciones— cuando el «alma de Roma» hubo de guardar cama durante bastante tiempo, la vida cotidiana funcionó en el Vaticano, escribe Horst Herrmann, teólogo y sociólogo de Münster, «tan bien como siempre… El sistema se mantuvo por su propia inercia». Una comisión cardenalicia celebró sus sesiones. Se nombraron nuevos obispos y al jesuita Teilhard de Chardin se le imputaron «graves errores doctrinales». Es más, algunos colaboradores del papa no tardaron en ofrecer de baratillo una cassette de noventa minutos en la que, comenzando por el «alabado sea Jesucristo» y acabando por las últimas notas del repique de campanas de la catedral de San Pedro, se daban por buenas mil y una informaciones acerca del atentado, de modo que no fue La Stampa de Turín la única en sorprenderse por la rápida comercialización del cruento suceso.
Venga de donde venga, el dinero non olet, como dijo aquel emperador de Roma al referirse al recaudado por usar los mingitorios de Roma.
Cierto es que, de momento, el mundo católico se deja embargar por una euforia casi automática inmediatamente antes y después de cada cónclave. Por lo pronto a casi todos los papas nuevos se les colma con un rebosante anticipo de laureles, resaltando sus excelentes cualidades, sus polifacéticas capacidades y sus —a menudo contradictorios— rasgos de carácter. La prensa mundial ensalzó en León XIII su modestia y su aire altivo, su bondad y su rigor, su suavidad y su inflexibilidad. Adicionalmente se admiraba su sonora voz, su clara mirada y su noble cabeza. Y cuando Pío X inició su pontificado se hallaron elogios similares respecto a su energía y agudeza, inexorabilidad, incluso unida en él, eso sí, a su bondad, a su ternura, a su mansedumbre. Apenas había nada en él que no fuera digno de elogio, desde sus blancas y bellas manos hasta los claros trazos de su escritura y su reloj de níquel, pasando por el vigor de sus músculos y el timbre de su voz.
Y aunque más de un papa apenas si fuese conocido antes de su elección, como era el caso de Pío X, después de ésta experimenta un ascenso fulgurante de la noche a la mañana. Y cuando era ya antes mundialmente famoso, como Pío XII, se repetían en inacabable letanía todos los anteriores elogios. Se volvían a destacar tanto su sonora voz como su aristocrática mano, añadiendo su ascética figura, sus ojos de fulgor diamantino y un sinfín de prendas morales e intelectuales. Y si es bien cierto que este papa fue encumbrado muy por encima de sus inmediatos predecesores, su fama se vio al poco tiempo eclipsada por la de Juan XXIII. En efecto, G. Roncalli, patriarca de Venecia, alcanzó tal popularidad global que su sucesor, el intelectual Pablo VI no pudo ya, desde luego, llegar a igualarlo. De ahí a poco, no obstante, Luciani, Juan Pablo I, el papa de los 33 días, cautivó de inmediato al mundo con su sonrisa.
Tras la elección de Juan Pablo II, con todo, la prensa internacional se sobrepujó a sí misma en el uso de superlativos. Su apoteosis inspiró tantos más floreos laudatorios cuanto que resultaba oportuno acallar los múltiples rumores acerca de la rápida extinción de su antecesor. A. Frossard, futuro interlocutor del papa escribe que ya el mismo día de su toma de posesión «pudimos ver cómo saltaban las lágrimas de los ojos de los altos dignatarios acomodados en los palcos reservados a 1os diplomáticos antes de que aquél hubiera pronunciado su primera palabra». Y el antiguo canciller federal, el socialdemócrata y protestante Helmut Schmidt (que por lo demás regaló un órgano al pobre Vaticano) proclamó incluso que él «se confesaría con un hombre así».
¿Por qué asombrarse de que las masas se alboroten después, no de cólera, ya se entiende, sino de un entusiasmo del que él mismo parece dejarse arrastrar? Llegado a países exóticos, este papa era capaz de presentarse tocado de un sombrero, de aplaudir, cantar y bailar adornado de las plumas de los indios. Exhibe sus poses en desfiles acompañados de serpentinas y lentejuelas de papel, en medio de una lluvia de flores. Sonríe ante la inacabable retahíla de gritos de «Viva el papa» y de estallido de cohetes. En zonas más templadas, se crea para él un ambiente de tonos convenientemente templados. Ese tono lo dan en Alemania, ya desde un primer momento, la parada militar de acogida, las formaciones de honor de las tres armas del ejército federal amén de las de las cofradías de cazadores alemanes. Baviera, p. ej. hizo desfilar nada menos que 35 compañías de cazadores de montaña y tronar salvas de artillería de montaña. Acompañamiento de grandes repiques de campanas; estadistas y ejércitos de reporteros por todas partes. Todo eso tiene un nombre para él: «Viajes pastorales».
Los italianos, desilusionados en un principio («un estraniero», clamaban tras su elección, «un polacco»), lo ensalzaron bien pronto como «papa bravo». El mundo mediático como «Trotamundos», como «mensajero de la paz», como «héroe del pueblo», como «astro de un happening religioso», como «el John Travolta del Espíritu Santo». Pasó a ser un «De Gaulle espiritual», un «John E. Kennedy religioso», un «Adenauer del espíritu», «Ayatollah Wojtyla»; un «genio», por supuesto. En una palabra: «Juan Pablo Superstar» con actuaciones con las que ni él mismo, antiguo actor profano, hubiera podido soñar jamás.
Apenas había abierto la boca y todo eran ya emociones. Apenas pronunciaba la primera palabra y arrebataba los ánimos. Aunque gritara las cosas más manidas, la sempiterna sentencia de «alabado sea Jesucristo», ésta dejaba de ser una simple fórmula litúrgica y se convertía, oh sí, en la «exclamación de ¡Eureka!», pues, «su voz es portadora…».
Es cosa harto conocida: K. Wojtyla se complace en el baño de multitud, en el estruendo de los aplausos, en el resplandor de los focos de la televisión. Él, el pescador de hombres, gusta de extender sus brazos, gesto a manera de marca comercial propia («ese beso a todo el mundo») y que sugiere también una especie de fuerza patriarcal. Y si ya siendo obispo gustaba de ese contacto directo, del cuerpo a cuerpo, considerándolo como «parte esencial de su misión» (Trost), ahora se convirtió en un «papa para palpar», en uno que también palpaba gustoso a los demás, que apretaba tantas manos como podía, «con el pulgar hacia abajo, como un pico hambriento que picotea su pienso», dice Frossard con certera metáfora.
Así dio comienzo un exuberante culto a la personalidad, un culto al papa rayano en la «papolatría». Este optimista electrizante, este hombre enérgico rebosante de energía, se convirtió en figura con la que se identificaban millones y millones de personas, en figura de padre o de líder. Mientras que en el ámbito privado gusta de sumirse en su mutismo, «uno de los obispos más callados de Polonia», al decir del cardenal Konig, corampublico se muestra jovial, incluso afectuoso. Es cierto que no pocas veces se presenta con reconcentrada seriedad, pero en muchas otras irradia su encanto cazurro y vulnera las reglas del protocolo. Besa y alza al aire niños de cualquier peso y tamaño («Dejad que los niños se acerquen a mí»), y de este modo («un gesto popular se convierte también en una auténtico ejercicio deportivo»: el católico E. Trost). Recurre a los medios propagandísticos de todos los dictadores y lo hace de forma aparentemente espontánea aunque por lo general están cuidadosamente seleccionados antes de presentárselos a la cámara. Renuncia al plural mayestático, al pomposo Nos, danza con adolescentes y se zambulle —¡cuándo se oyó semejante cosa de un papa!— en una piscina. Invita a comer por sorpresa y tampoco desdeña un vodka polaco. La mujer del expresidente de los USA, Jimmi Cárter, juntamente con la totalidad de los americanos «fuesen de la confesión que fuesen», quedó «totalmente prendada de él». Y otra americana llegó incluso a exclamar en un suspiro: «wish he would run for President».
K. Wojtyla, hijo de un suboficial polaco, se interesó en principio por la literatura y las actividades teatrales, pero acabó estudiando teología. Aupado tempranamente por sus superiores, llegó a obispo con tan sólo 38 años, en 1958; a arzobispo de Cracovia, en 1964 y a cardenal en 1967. Conocedores de aquella época decían del entonces príncipe eclesiástico de Cracovia «que en el fondo era una orquesta compuesta de un solo hombre», y de su sistema que era «un caos que funcionaba bien».
Durante el II Concilio Vaticano el obispo polaco no se perdió una sola sesión, pero todavía, según parece, sentado en los últimos bancos. Habló, ya es algo, no menos de ocho veces en el pleno y, lo que es más, en la declaración conciliar acerca de la libertad religiosa, «sus ideas» quedaron también plasmadas en el texto en forma de frases marginales o de adjetivos. A partir de los años sesenta, sin embargo, comenzó a hacer sentir su voz en las asambleas episcopales. Se le veía en Roma con cierta frecuencia y también en Viena. Visitó repetidas veces la República Federal, viajó a los USA, a Australia y predicó en el Congreso Eucarístico de Manila. Su notoriedad ascendía de continuo.
Su elevación al solio por parte de la providencia, el 16 de octubre de 1978 no sorprendió en absoluto al cardenal, al contrario que al resto del mundo. «Creo que el escrutinio del cónclave sorprendió a cualquiera menos a mí». Inmediatamente antes de la misma, sin embargo, manifestó a la revista Time, que ya se había referido a él como a uno de los candidatos a papa y deseaba hacerle una foto en color en el Colegio Polaco del Aventino: «No tengáis miedo, que no seré papa», muy en la línea tradicional de todos aquellos deseosos de llegar a serlo.
Hace tiempo que no es ya un secreto el cómo y el porqué Wojtyla ascendió a la sede de las sedes. El «Espíritu Santo» (cuyas plumas y huevos fueron todavía venerados en la Edad Moderna como reliquias: en Maguncia, verbigracia, donde justamente impusieron al entonces cardenal polaco el birrete de Doctor Honoris Causa), ese «Espíritu Santo» se sirvió especialmente para esa elevación de los USA. En concreto cooperaron en ello la CIA, el Opus Dei y la sección americana de los Caballeros de Malta.
Ya vimos en capítulos anteriores cómo los USA cooperaron con el Vaticano en los últimos años de la guerra mundial. Incluso, y no fue la vía menos importante, a través de los servicios secretos. Como enlaces sirvieron ante todo el Opus Dei y la «Orden Soberana de los Caballeros de Malta», de la que eran miembros renombrados políticos e industriales estadounidenses, tales como el exministro de hacienda, W. Simón, el exministro de AA. EE., A. Haig, el embajador americano ante la Santa Sede, W, Wilson, viejo amigo de Reagan y multimillonario, y el jefazo de la CIA, W. Casey. La CIA y la Orden de los Caballeros de Malta (antiguo protector y asesor de la misma había sido el obispo castrense Spellman) habían ayudado a la fuga, una vez acabada la guerra, de no menos de 5.000 forajidos nazis. Bajo un antiguo comisionado de la CIA en el Vaticano, J. Angleton, aquélla había organizado toda una red de espionaje entre la curia. Montini, el futuro Pablo VI, que ya durante la guerra había hecho no pocos favores al OSS, el servicio secreto americano, desde la secretaría de estado, obtuvo después dinero americano en calidad de «subvenciones a proyectos».
Después de la muerte de Pablo VI, la CIA apoyó con predilección al cardenal polaco K. Woytyla porque estaba altamente cotizado en los análisis realizados por la agencia. La elección del patriarca de Venecia, Luciani, como papa, debida especialmente al apoyo de los cardenales italianos agrupados en torno a Benelli desbarató ciertamente el plan. «El Espíritu Santo nos ha guiado», opinó entonces el cardenal holandés Alfrink. Y al cardenal Hume, de Westminster, se le antojaba incluso «que la presencia del Espíritu Santo era tan palpable que casi se le hubiera podido asir con la mano». Y con todo aquella obra de la altísima providencia fue de lo más efímero. Juan Pablo I no era bien visto en el Vaticano. Su emotividad y sinceridad le granjearon la antipatía de los curiales, para algunos de los cuales resultaba peligroso. Pocas semanas después se hizo necesario convocar otro cónclave.
Los favoritos, G. Siri, arzobispo de Génova, muy conservador y de 72 años de edad, y G. Benelli, obispo de Florencia y desterrado en otro tiempo de la curia (al que sólo le faltó un voto para obtener la mayoría de dos tercios) se redujeron mutuamente a la inoperancia. Ahora llegaba realmente la hora de Wojtyla y ello, evidentemente, gracias a la cooperación entre Los Caballeros de Malta, el Opus Dei y la CIA. También el cardenal vienes, König, viejo amigo del polaco, era nombrado a menudo como uno de los artífices del nuevo papa y ello podría ser cierto pues inmediatamente antes del sepelio de Juan Pablo I encomió a Wojtyla al calificarlo de «plenamente idóneo para el papado». Pero es que König era asimismo uno de los patrocinadores del Opus Dei. Los Santos Padres saben, ya desde la antigüedad (caso del papa Zósimo), mostrarse agradecidos por los servicios de quienes obran como auténticos precursores. No resulta por ello asombroso que el papa Wojtyla —que celebró con champán su elevación al solio la misma noche de su elección en compañía de cardenales y monjas, lamentando una vez más, eso sí, la muerte de su antecesor Luciani— favoreciese bien pronto y de modo extraordinario al Opus Dei.
Fundada en 1928 en España y engrandecida durante la dictadura de Franco, en cuya fase final más de la mitad de los ministros eran adeptos suyos, la orden del Opus Dei era tan anticomunista que halló el aplauso del mismo Pío XII, quien la reconoció como instituto secular. Esta liga católica secreta, extendida por casi 100 países, que apoya las dictaduras sudamericanas y jugó un importante papel en el derrocamiento del gobierno de Allende (al que también «desestabilizó» el agente de la CIA y jesuita belga Vekemans con una inestimable suma de millones de dólares) y en el golpe militar de 1976 en Argentina, ascendió ya en 1982 gracias a Wojtyla al rango de «prelatura personal»; a diócesis, por así decir, sin territorio determinado. Wojtyla mostraba así a todas luces su agradecimiento por el hecho de haber llegado a papa con el apoyo del Opus Dei.
También, desde luego, con apoyo especial por parte de los USA. De ahí que Wojtyla, polaco y firme anticomunista, fuera el primer papa en visitar la Casa Blanca, cosa que hizo ya en octubre de 1979, justo al año de su elección. Se entrevistó con el entonces presidente, Jimmi Cárter, y con su consejero de seguridad, Z. Brzezinski, un halcón y «viejo amigo» del nuevo papa. Años más tarde el papa celebraría reuniones con el ministro de AA. EE., Schultz, con el vicepresidente Busch y con el presidente Reagan. El sucesor del pobre Hijo del Hombre no vaciló en ensalzar «los valores morales y espirituales de la moderna América» y las múltiples pruebas «de altruismo, magnanimidad e interés por los demás, por los pobres, por los necesitados, por los oprimidos». El actor Reagan —«All the World’stage» (Shakespeare) asintió con gesto resuelto completando aquel espectáculo ofrecido a la faz del mundo y declaró con resonancias bíblicas «que su país tenía que obrar como el buen samaritano frente a los otros países», prometiendo asimismo hacer todo lo posible para ayudar a la población polaca, pero no, obviamente, «al régimen polaco».
Cuando poco después, en octubre de 1982, los obispos de los USA exigieron en un primer esbozo acerca del armamento y la estrategia nuclear la congelación del potencial atómico y la renuncia a las armas destinadas a un primer ataque nuclear, criticando además acerbamente la «palabrería» acerca de que también se podía «vencer en una guerra atómica», los USA vieron amenazado su prestigio internacional. Por ello intervinieron ante el papa a través del caballero de la Orden de Malta y antiguo vicedirector de la CIA, el general V. Walters y a través del ministro de AA. EE., Schultz. A raíz de ello. Roma impuso rebajar de tal modo la sustancia del documento que hasta las altas esferas americanas hablaron ahora de que éste constituía una aportación muy responsable y que —palabras del ministerio de AA. EE.— aquéllas mostraban su agradecimiento «por el explícito apoyo dado a muchos de los objetivos de largo alcance diseñados por el gobierno». Como quiera que los obispos de los USA no aceptaban plenamente ese texto para su carta pastoral, el papa les cantó las cuarenta con motivo de la visita «ad limina» que aquéllos hicieron a Roma en 1983 y les inculcó la «inadulterada doctrina moral de la Iglesia»: «lucha contra el control “artificial” de natalidad, contra el aborto, contra la homosexualidad, contra las relaciones sexuales prematrimoniales y contra la ordenación sacerdotal de mujeres».
De ahí a poco, el 10 de junio de 1984, los USA restablecieron agradecidos las plenas relaciones diplomáticas con el Vaticano, interrumpidas en 1867. Ahora el multimillonario californiano W. Wilson, viejo amigo de Reagan, se convirtió en el primer embajador americano ante la Santa Sede. Y también agradecido, el Santo Padre, pudo prestar ya a la siguiente primavera ayuda electoral al presidente, que desde hacía tiempo se esforzaba por ganar el voto católico. Ambos se encontraron el 2 de mayo de 1984 en Alaska y acordaron verbalmente un «Plan Reagan-Wojtyla», presentado a todas luces como de lucha contra el hambre y en pro de la paz. Y cuando los obispos de los USA se disponían por entonces a publicar una carta supuestamente «aniquiladora» sobre la política económica, social y de apoyo económico al extranjero de la administración Reagan, el presidente obtuvo del papa que el primer esbozo del escrito «La doctrina social católica y la economía de los USA» no apareciese sino tras la reelección de Reagan. El empeño papal resultó rentable para el presidente: si en 1980 había obtenido tan solo el 47% de los votos católicos, ahora, en noviembre de 1984, obtuvo el 56% de los mismos.
Antes de la lucha electoral el papa había nombrado muy oportunamente arzobispo de Nueva York a John 0’Connor, quien al año siguiente ascendería a cardenal. Era un antiguo capellán de la marina, enemigo encarnizado del aborto, pero propugnador de las armas atómicas. Era asimismo partidario notorio de Reagan y en cierta ocasión respondió así a la pregunta de si hablaba a menudo con el papa: «Su Santidad tiene a veces que esperar porque con el otro aparato estoy hablando con el presidente Reagan». Y R. Reilly, el «oficial que servía de enlace a Reagan con la comunidad católica», constató cierta vez «una alianza natural entre el presidente y el arzobispo por lo que respecta a un número considerable de cuestiones».
Wojtyla y Reagan lucharon codo a codo en el ámbito político e incluso en el moral, sexualidad incluida. Ambos estaban unidos por un intenso interés tanto respecto a Sudamérica como a los países del Este, especialmente la URSS, a la que Reagan, más papista que el papa, tildó ocasionalmente de «centro de todos los males» a la par que veía en Wojtyla, en palabras del periódico vienes Die Presse, «la roca moral de un mundo occidental que ha perdido sus principios». En fin, habían convergido los caminos de dos conservadores empedernidos, ambos fieles a sus principios, de dos custodios de la virtud y, algo que no debe relegarse al último lugar: de dos héroes de la televisión. Y antes que nada: de dos paladines anticomunistas con una manifiesta estrategia sistemática de lucha contra el Kremlin. «Desde mi atalaya», escribió W. Wilson, el embajador de Reagan en el Vaticano, «sólo veo dos conspicuos estadistas que libren una lucha contra el Kremlin: el papa y el presidente». ¿Acaso no recuerda esa loa a la que Pío XI elevó en favor de Hitler como «único jefe de gobierno… que no sólo comparte su propia opinión acerca del comunismo, sino que le ha declarado la lucha con gran valor y de manera inequívoca»?
Juan Pablo II, que era fuera de toda duda otro papa de carácter marcadamente político, procedía del Este sometido al comunismo y, naturalmente, vino al Occidente como adversario del régimen, como comunista antimilitante. A pesar de ello intentaba, o más bien su hábil «ministro de AA. EE.», A. Casaroli, bandearse frente a la superpotencia del Este, practicando el «arte del compromiso», incluso el de una especie de cooperación temporal. De ahí que el Frankfurter Allgemeine comunicara ya el 1 de marzo desde Moscú que «La política exterior del Vaticano bajo Juan Pablo II se ve en lo esencial con buenos ojos por parte de los soviéticos». De hecho, apenas dos meses después de ocupar su cargo, recibió al jefe de la diplomacia soviética, Gromyko, en una audiencia de casi dos horas. Se tenía la esperanza de que la ampliación de tales contactos contribuiría a mejorar la situación de la Iglesia Católica en el bloque oriental, aguardando el día oportuno para hacer misión y operar en ellos con la perspectiva de consolidar, primero el propio poder y llegar, más tarde, a la hegemonía. Ése es el auténtico propósito de Roma, por más que de forma ostentosa aparente abogar por una vida más justa, por la solución de los grandes problemas de la humanidad, por la paz entre los pueblos y, especialmente, por la libertad de religión. Y no es casual que sea este último derecho el que «de entre todos los derechos humanos resulte más apremiante respetar» según el sentir del Vaticano (El católico Hammel).
A grandes rasgos, pues, Wojtyla no hizo otra cosa que proseguir la política de Pablo VI frente a la URSS, como se echa de ver por otra parte en su política personal respecto al desempeño de las funciones en los puntos neurálgicos del Vaticano, desde la secretaría de estado, con Casaroli, hasta el cargo de nuncio extraordinario para Europa del Este, con L. Poggi, pasando por el amigo de Castro, el cubano C. Zacchi, a cuyo cargo continuó la formación de la cantera diplomática vaticana. Wojtyla prosiguió asimismo con la «diplomacia de las audiencias» de Pablo VI, quien entre 1965 y 1976 recibió nada menos que cinco veces al ministro soviético de AA. EE., por citar tan sólo a un diplomático de primera fila.
Al desarrollar esta conducta, el papa hacía virtud de la necesidad, impuesta por las circunstancias. Frente a una superpotencia de actitud más bien hostil, el catolicismo aboga siempre por la libertad de religión. Pero cuando él mismo está en situación de superioridad abandona la disposición al compromiso y toda estrategia oportunista en favor de la dura confrontación: tal ha sido su política a lo largo de casi dos milenios. De K. Wojtyla, experto nato en temas del Este y por añadidura un tipo vital, cargado de energía, que al revés que sus predecesores, Pablo VI o Juan XXIII, no venía precedido de la fama de ser propenso a la transacción, a la transigencia o la concesión ocasional, cabía esperar una política así, tanto más cuanto que los USA habían sustituido la política del deshielo, de la distensión de los primeros años setenta, dando de nuevo paso a la confrontación; sobre todo, con R. Reagan.
De ahí que Juan Pablo II desechase bien pronto la contención diplomática practicada hasta entonces, la aparente mayor disposición al diálogo frente a los «enemigos ateos» y, a mayor abundancia, aquella permisividad frente a la «transacción» y pasase a operar en el sentido de la Iglesia triunfante y de la exclusividad de su vicariado.
Esa afirmación sólo puede ser tomada en toda su extensión por lo que respecta a Polonia, país que, para quien en otro tiempo fuera cardenal de Cracovia, constituía desde un principio un complejo caso aparte en sus esfuerzos políticos cara al Este, un ámbito especial frente al que él sentía el impulso de desarrollar una política de fuerza. En ese país la Iglesia era fuerte, más fuerte, como se fue evidenciando pese a ciertos reveses, que la dirección del partido y del estado en Varsovia.
Toda la lucha de la mayoría del pueblo polaco contra el odiado régimen estaba atizada por los obispos. Éstos salían en defensa tanto de la profesión de fe en Dios como de los derechos humanos, si bien el clero católico identifica (en amplia medida) los derechos humanos con los derechos de la Iglesia Católica. Ésta consiguió que se identificara el bien del pueblo polaco con el bien de la Iglesia Católica. En todo caso Polonia siguió siendo «el único país», como concede de forma bastante curiosa el católico Hammel, «en el que los obispos representaban tanto el bien común como el bien de la Iglesia». En los restantes países, eso es lo que claramente implica la frase, el bien de la Iglesia está indiscutiblemente muy por encima del bien común, como es obvio, por lo demás, para todo conocedor de la historia de aquélla.
En Polonia era la Iglesia la que encabezaba la oposición. Era la contraopinión pública y el contrapoder omnipresente. Al totalitarismo del estado y del partido oponía ella el suyo propio. Se emboscaba detrás de Solidarnosc, criatura probablemente inspirada por Wojtyla, y de su dirigente L. Walesa, cuya única capacidad era la de ser una buena marioneta en manos del clero. De aquí que este hombre, que lleva en su solapa la imagen de la «Virgen Negra» de Chestojova y dobla su rodilla al besar la mano del papa, fuera, como correspondía al caso, agasajado por Roma en enero de 1981. La curia lo trató en esa ocasión como si se tratara de un huésped jefe de estado y el teólogo católico W. Hammel escribe incluso que «a ningún seglar se le depararon hasta entonces tales honores en el Vaticano». La dirección comunista, no obstante, impuso la ley marcial en Polonia el 13 de diciembre de 1981 y al año siguiente prohibió «El Sindicato Libre Solidarnosc» cuando L. Walesa iba a bautizar a una hija con el nombre de María Victoria. Aparentemente abandonado por el clero, Walesa desapareció por lo pronto en el anonimato, pero fue presentado de nuevo en el momento oportuno.
El Kremlin reaccionó malhumorado. Sabía naturalmente quién se ocultaba detrás de aquella «Solidaridad», quién la dirigía y la atizaba en realidad. Barruntaba, con razón, lo peor, «medidas contrarrevolucionarias», incluso un levantamiento armado, estando bien claro al respecto que también Roma aprobaba todas las medidas, toda clase de resistencia y el «rumbo reformista» al que apoyaba, incluso, dándole cobertura publicística por medio mundo con un gran bombardeo propagandístico.
La «Literaturnaja Gazeta» de Moscú denunció al papa polaco en 1982 como lacayo del imperialismo americano, como falso apóstol de la paz, como traidor a la política vaticana cara al Este. Previno contra la intervención activa de la Iglesia en Polonia declarando que los tumultos de Danzig, Breslau y Nowa Huta habían comenzado justamente después de la celebración de misas. Y radio Moscú opinaba que muchos polacos «se preguntan hoy si la Iglesia no se sentiría tentada a sustituir a Solidarnosc apareciendo públicamente no sólo como predicadora de la moral, sino como organización política opuesta al orden socialista».
Naturalmente Pablo II no exigía a los polacos la pura y simple desobediencia frente al gobierno de Varsovia. Por supuesto que Roma lo reconocía de jure y se guardaba de hacer llamadas a cualquier tipo de violencia o de revolución. Pero como papa seguía clavando la misma cuña que en sus días de cardenal. Ya en su viaje a Polonia el año 79 había recomendado a la nación católica que buscara un asidero en las «estructuras jerárquicas de la Iglesia». Ya entonces abogó por la «soberanía de la sociedad», por el «derecho a la existencia». Expresó su alegría por la «sed de libertad y de justicia» de su país. En el antiguo campo de concentración de Birkenau exigió para Polonia el «derecho a un lugar propio en el mapa de Europa» exclamando que él «hablaba en nombre de todos aquellos cuyos derechos son despreciados o conculcados dondequiera que sea».
Era incansable en la movilización de la opinión pública en favor de los polacos con quienes se declaraba solidario. Una y otra vez aludía «a los problemas de mi patria». Exigía incesantemente la libertad de religión, los derechos humanos en general. Demandaba para los católicos del Este los mismos derechos que disfrutaban los católicos del Oeste y frente a la vinculación oriental, propagada por el gobierno, recomendaba la vinculación con el Occidente. Está fuera de duda que la resistencia pasiva de los polacos le complacía en alto grado. Es más, en su mensaje para el día mundial de la paz, el 8 de diciembre de 1981, recordó el derecho fundamental que asistía a los cristianos de defenderse a sí mismos. ¡Bueno hubiera sido que hubiera existido siquiera un sólo obispo alemán capaz, bajo Hitler, de atacar así a la dictadura nazi! Nada menos que dos millones de polacos se habrían reunido en Cracovia cuando el papa canonizó al pater Kalinowski y al frater Chmielowski, que en su tiempo habían empuñado las armas contra los zares. Ensalzó su «heroico amor a la patria» y arengó a la nación «¡Por la victoria!».
Hasta la documentación del publicista vienes, E. Trost, elogiada y prologada por el cardenal König, califica aquel peregrinaje papal de «acontecimiento de dimensiones también eminentemente políticas». El discurso en la Plaza de la Victoria de Varsovia «sonaba como una proclamación de guerra. El régimen comunista era retado como nunca hasta entonces, desde el corazón mismo de la capital polaca». El papa propagó «la unidad espiritual de Europa» y lanzó el viejo grito de los cruzados. «Sí, Cristo lo quiere…». Como corolario a este viaje del Santo Padre al «país más católico del mundo», donde «de manera suave, pero desafiante se cantaba “Cristo es el rey”», Trost comenta que «En Polonia, después de esta semana de Pentecostés el rey se llamaba Karol Wojtyla o Juan Pablo II. Con esas masas totalmente entregadas a él (sic) hubiera podido emprender cualquier cosa».
Ni que decir tiene que el hecho de que fuera justamente en Polonia donde clamó por la «reunificación de Europa bajo el signo del cristianismo» era un signo bien meditado. Como lo era el que también hablase de los caminos oriental y occidental acentuando al respecto que «nosotros los polacos hace ya más de mil años que tomamos el camino occidental». Como lo era asimismo el que enseñara a rezar a los polacos que «Las fuerzas del ateísmo —las fuerzas de la muerte— no son más poderosas que las fuerzas de la vida, que la luz de la fe». Y también el que en 1980 fustigara al ateísmo como «peligro principal de nuestra época» y que comparase la situación de los países regidos por ateos con la persecución de los cristianos en la Antigüedad, que por lo demás tampoco fue tan horrible como se pretende hacer creer a todo el mundo.
Pero no sólo en Polonia trompeteaba este papa en favor de la unidad de Europa. Lo hacía continuamente, antes y después de aquel viaje. Poco antes de él, p. ej., lo hizo en Montecassino, monasterio fundado en el s. VI por Benito de Nursia, el «padre de Europa» (Pío XII), el «patrón de Europa» (Pablo VI). Así pues, también el papa Wojtyla les regaló con un sermón sobre el tema «Un programa de vida para toda Europa» (Beisteuem). A finales de 1982 celebró en Compostela (España), gran centro de peregrinaje, una «Festividad de Europa» y ensalzó al continente cristiano, «su cultura, su dinámica, su carácter emprendedor, su capacidad de expansión constructiva en otros continentes, en una palabra, todo cuanto constituye su fama». Y con motivo del jubileo por el 300 aniversario de la liberación de Viena del peligro turco en la vienesa Plaza de los Héroes se celebró, en septiembre de 1983 y a expresa petición del papa, unas «vísperas por Europa», que le dio pie para poner en la picota, una vez más, las «fronteras arbitrarias», conjurar la historia común de Europa «desde el Atlántico hasta los Urales» y recomendar la «propagación de la fe cristiana» como fermento de la unidad.
Está bien claro lo que esta política cara al Este —política inconfundiblemente a la ofensiva si se la compara con la de sus predecesores inmediatos— anhela de inmediato: primero la consolidación del catolicismo romano de acuerdo «con el modelo polaco». En segundo término, una «Europa cristiana unida». Se trata, en palabras del cardenal Hóffner, de «la reevangelización de Europa, incansablemente alentada por el papa». Pues, como dijo también el primado alemán el 4 de mayo de 1987 en Spira, somos nosotros quienes «hemos de abordarla». El ardiente anticomunismo y antisovietismo, el de los dos últimos Píos en especial, halló y sigue hallando su continuación en Juan Pablo II que aspira, una vez más, a debelar sistemáticamente el sistema del Este y su bloque de estados y con ello, no hay duda al respecto, a recuperar la Iglesia Ortodoxa Rusa. E. Scalfari, director de la Repubblica, reconoció bien pronto la actitud archirreaccionaria de Wojtyla a quien recomendó cambiar su nombre por el de Pío XIII.
Aparte de Polonia, la mirada del papa se dirige codiciosa hacia los estados marginales, es decir aquellos que, juntamente con aquélla, son vistos desde tiempo atrás por el Vaticano como el bastión más oriental de la Iglesia Romana, como parapeto y zona de despliegue contra el enemigo. La línea va desde Austria y Hungría a través de Eslovaquia, Ucrania, Bielorrusia y Polonia hasta Lituania, Letonia y Estonia. Como «Antemurale Christianitatis» contra la Rusia ortodoxa zarista o la comunista desempeñaron siempre un papel especial en la política curial (V, Vol. I).
Lo dicho vale especialmente, inmediatamente después de Polonia, para Lituania, donde el 75% de la población es católica (en Letonia lo son el 10%) y donde la mayoría de los católicos son polacos hasta el punto de que, teóricamente, Vilna esta adscrita al episcopado polaco. Por supuesto que el papa polaco conoce también la situación en la vecina Iglesia lituana, donde la «Crónica de la Iglesia Católica Lituana», la revista clandestina caldea así el ambiente de los seminarios sacerdotales: «Si por cualesquiera circunstancias tenéis relaciones con la KGB, rompedlas a cualquier precio, incluso al de vuestra vida…». El Vaticano no reconoció nunca la anexión de Lituania por parte de la URSS y cuando el papa polaco quiso visitar aquel país con motivo del 500 aniversario de la muerte de S. Casimiro las autoridades soviéticas le negaron, por razones obvias, la entrada. El pontífice declaró, pese a todo, que llegaría el día en que viajaría a Lituania. (Por lo demás él mismo, según declaración propia, tiene antepasados lituanos, probablemente por línea materna. Por la del padre, un suboficial ejemplar, tiene ciertas vinculaciones con el Reino de los Habsburgo, algo que también vale para algunos de sus antecesores en este siglo: para Pío X, Pío XI y Juan XXIII).
El endurecimiento de la política cara al Este se manifestó asimismo frente a Yugoslavia. A saber: cuando en la iglesia de Croacia dio comienzo cierto «Renacimiento de Stepinac» en forma de un culto en favor de aquel primado, reo de grandes crímenes y socio de los ustashas, culto estimulado por el arzobispo de Zagreb, Kuharic, el papa elevó a este último, que ya era presidente de la conferencia episcopal croata, a cardenal el 2 de febrero de 1983. Cuando Wojtyla quiso viajar a Croacia en 1984 a la clausura del jubileo por los 1.300 años de «Cristianismo en Croacia», que culminaba con un Congreso Eucarístico en Marja Bistrica, al objeto de reforzar el nacionalismo croata, el cardenal Kuharic había dispuesto también su visita a un santuario mariano muy venerado, incluso, durante aquellas orgías de sangre que los católicos celebraron en su día sacrificando serbios. Kuharic, en cambio, rechazó por razones obvias una visita papal al antiguo campo de exterminio de Jasenovac, donde en tan solo cuatro meses y bajo el mando de un franciscano fueron decapitadas 40.000 personas. En lugar del papa, a quien se le negó la entrada, fue el cardenal de Viena, König, quien celebró un homenaje a Stepinac en Marja Bistrica. (Viene aquí muy a propósito mencionar la declaración del obispo esloveno Dr. V. Grmic, según la cual la influencia de los ustashas ha aumentado en el Vaticano bajo el pontificado de Juan Pablo II).
Y si en Polonia, Lituania, Yugoslavia los agentes del papa actúan propiciando la subversión o la escisión, también avivan el rescoldo en Eslovaquia, país al que en su día hizo en apariencia independiente un profesor de teología, el Dr. Tiso, aliado de Hitler y del papado. En apariencia, desde luego, pues en realidad, tanto en el plano militar como en el de la política exterior, lo unció al carro de la Alemania nazi. Cabe resaltar en relación con todo ello que Tiso, poco antes de su defección, había prestado juramento de fidelidad al presidente de Checoslovaquia (V. el II Cap. de este volumen).
El desarrollo de los acontecimientos actuales tiene incluso su punto de regocijante comicidad, ya que el actual presidente checoslovaco, que poco antes de tomar posesión de su cargo había afirmado, negro sobre blanco, que «no era ciertamente ni buen cristiano ni buen católico» y ello «por muchos y muy diferentes motivos, entre otros por que no honro a ese Dios como mío, ni entiendo por qué debería honrarlo», se permitió después dar por buenas opiniones muy distintas a las anteriores y requirió nada menos que al papa para que visitara su república (a la que Roma denostó durante tanto tiempo como «República de Husitas»). Havel, quien más tarde, en Marzo de 1991 (primer jefe de estado en hacerlo entre los de los países miembros del Pacto de Varsovia) visitó la sede de la NATO en Bruselas y hubiera querido convertir de inmediato a su país en estado miembro de esta organización, deseaba ahora, exactamente igual que el papa, ver a Europa «regida por aquellos políticos… que se sienten obligados por los valores cristianos». Es más, aplaudió con tanto júbilo a Su Santidad que, según el Frankfurter Allgemeine, «el portavoz del gobierno habló de una “profesión de fe” de Havel respecto Juan Pablo II que algunos interpretaron como “confesión” de un presidente que no se había destacado hasta ahora por su catolicismo». Razón de más para esperar con emoción el próximo desarrollo separatista de Eslovaquia.
Mientras Juan Pablo II hacía en los estados del bloque del Este cuanto estaba en su mano, a la vista de las circunstancias, para movilizar a los dominados contra sus dominadores, en América Latina procedía exactamente a la inversa, pues aquí se ponía con toda resolución de lado de los grandes dominadores capitalistas y contra los dominados.
Es cierto que imitando la praxis oportunista ya desplegada por el apóstol de las gentes también él trataba de ser «todo para todos» y que ante los obreros, o ante los pobres, habla de modo diverso a como lo hace ante otros círculos. En las miserables barriadas, verbigracia, o ante los campesinos indios, llama, sí, la atención sobre su miseria, su explotación, les recuerda que no sólo tienen derecho a la limosna, sino a una ayuda eficaz. Habla ocasionalmente de «una situación a todas luces injusta» e incluso declara que «¡si el bien común así lo exige no hay que arredrarse ni ante la misma expropiación!». En principio este papa es capaz, como en la Sollicitudo rei socialis, denominada «encíclica sobre el desarrollo», de retener como «principio característico de la doctrina social cristiana» que «Los bienes de este mundo están en su origen destinados a todos», pero añade casi a renglón seguido que «El derecho a la propiedad privada es legítimo y necesario».
Pues este papa es en definitiva, como es propio en los de su mismo oficio, un maestro de la doblez. Pronuncia bellas frases como si las produjera en cadena, tales como «¡La Iglesia está al lado de los pobres y es allí donde debe quedarse!» «La Iglesia quiere ser en todo el mundo Iglesia de los pobres» «“Bienaventurados los que son pobres ante Dios”. Eso es lo que la Iglesia desea enseñar y practicar siguiendo el ejemplo de Cristo». «La única lucha en la que la Iglesia quiere servir es la lucha por la verdad y la justicia». «Sólo es justa en sentido social la sociedad que se esfuerza por ser justa siempre». «Haced cuanto esté en vuestro poder para que no se ahonde el abismo que separa al puñado de ricos del gran número de pobres que viven en la miseria».
Todo ello lo hallaremos docenas, mejor dicho, centenares de veces. El papel es muy paciente.
Pero eso sí, tampoco es lícito perjudicar a los «pobres ricos» (va en perjuicio propio): una antiquísima tradición de la clericalla. Sí, claro está, hay que ser «todo para todos» para que el negocio siga floreciendo. De aquí que el papa se permita conceder derechos a los pobres y recordarles también sus deberes; declarar que la propiedad privada va unida a obligaciones sociales, pero acentuar el derecho a la misma; desear una distribución más justa de los bienes, pero no tolerar que se malentienda a Jesús como revolucionario. Pide a los dominadores que hagan más por sus dominados e invoca a María para que preserve a los estados de la subversión. Las tendencias políticas de los cuatro puntos cardinales, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda pueden remitirse, desde hace ya mucho tiempo, a Juan Pablo II. «En Brasil», ironizaba un obispo local, «el que más y el que menos tiene ya su cita papal». Y «Brasil» está en todas partes.
En su instructivo libro Karol Wojtyla. El papa y el político A. Krims considera que un esquema básico de muchos discursos de este «Vicario» consiste en acomodarse, por lo que respecta a la temática escogida, a la mentalidad de su audiencia, en ir al encuentro de sus deseos, en complacerse en el uso de conceptos, según el grupo social que tenga ante sí, que den la impresión de que él se solidariza con ellos. Así, p. ej., en su discurso de Favela Vidigal, una barriada miserable de Río de Janeiro, usó ocho veces la expresión «Iglesia de los pobres», que es en la América Latina uno de los conceptos clave de la «Teología de la Liberación», contra la que de hecho combate el papa. De ahí que él desactive el concepto, lo espiritualice y lo reconvierta funcionalmente.
Por supuesto que el papa aboga por la causa obrera, sobre todo cuando habla ante obreros. En semejantes ocasiones cubre incluso su cabeza con un casco de plástico y recuerda que en otros tiempos él mismo fue a la fábrica. De forma que, como expresa el católico Frossard con un bello desliz estilístico es la primera vez desde que comenzaron a humear las chimeneas fabriles «que la industria química ha contribuido a la gestación de un papa».
Por supuesto que el papa aboga porque los hombres tengan trabajo y salario. Sin ellos no solamente no son apenas susceptibles de explotación, sino que además se tornan peligrosos. Vistas así las cosas, bien podría ser que la proliferante injusticia se convirtiera realmente en un problema para Wojtyla. Por eso apela a los gobiernos y a los responsables para que «dediquen atención preferente al fenómeno de la creciente pobreza». Sabe muy bien que el número de los pobres no disminuye sino que se multiplica «no sólo en los países en vías de desarrollo, sino también, lo que podría parecer escandaloso, en los fuertemente desarrollados». Y esos países son, comenta el sociólogo jesuita y profesor de la Gregoriana, J. Schaching, «en gran parte aquellos que se denominan cristianos».
Pero ¿de qué sirve que el papa (usando de unas contraposiciones conceptuales que, como es notorio, no son de propia cosecha) diga que el «“tener” de unos pocos puede redundar en detrimento del “ser” de muchísimos»? ¿De qué sirve que en este contexto nos topemos con la frase de que «a la vista de los casos de extrema penuria no podemos dar la preferencia a la posesión superabundante de ornatos eclesiásticos y de objetos litúrgicos costosos. Al revés, podría incluso constituir una obligación moral el venderlos para dar comida, bebida, vestido y vivienda a los menesterosos»? Sí, ¿de qué sirve esta bella palabrería toda vez que la Iglesia nunca vendió sus tesoros a lo largo de mil, de mil quinientos años, exceptuado el caso de algunos príncipes eclesiásticos que se enriquecieron a sí mismos y a los suyos por ese procedimiento? Ni un ápice de esos tesoros, de esos bienes fueron a parar nunca a manos de otros, ni en la pía Edad Media, ni en la Moderna. ¡Hasta los propios esclavos de la Iglesia eran inalienables, algo insólito hasta entonces! «Inversiones en piedras en vez de en personas», escribe el antiguo canonista Horst Herrmann en su libro La Iglesia y nuestro dinero, en el que también desenmascara la pía leyenda de Cantas junto con muchas otras acerca de la Iglesia más rica del mundo que paga cuando menos el 80% de sus instituciones sociales con el dinero de los impuestos comunes.
¿De qué sirve también que el papa fustigue la mentalidad consumista de hoy en día, la civilización materialista, el «capitalismo extremo» y «ciertas formas de un “imperialismo” moderno», ciertas decisiones en la «economía y la política», tras de las cuales «se ocultan auténticas formas de idolatría: ante el dinero, la ideología, la clase o la tecnología», puesto que la Iglesia está bien involucrada en todo ello y saca de ahí sustanciosos beneficios? ¿De qué sirve que el papa mencione expresamente dos de las «acciones y comportamientos contrarios a la voluntad de Dios y al bien del prójimo», a saber, la codicia y el afán de poder: «De un lado la exclusiva sed de ganancia, y del otro el afán de poder, con el propósito de imponer así su propia voluntad a los demás», toda vez que ésos son justamente los rasgos que caracterizan la historia de la Iglesia y ello a partir, lo más tardar, de comienzos del s. IV?
El papa lanza lamentos, pero no hace la menor contribución para una mejora efectiva de la horrenda situación. Al revés. Su propia Iglesia figura entre las sanguijuelas. Ella consume, como es notorio, un múltiplo de lo que da a los demás, para sustentar su propio aparato. Devora a sus presas con piel y pelo. Con sus almas. Quiere todo el hombre para sí, el dominio total. El statu quo, no cabe duda, le beneficia. Los lamentos del papa son pues, aparentes. Finge hipócritamente. En sus encíclicas, en sus centenares o incluso millares de discursos no hay ni una sola indicación concreta, ni rastros de un modelo económico, social o político. La auténtica miseria para él, el político eclesiástico, no consiste en la devastadora situación política o económica, sino en la atrofia moral, religiosa. La miseria resulta de la «estructura pecaminosa», es el «fruto de muchos pecados». El mundo, sugiere él, sólo puede sanar volviendo a su esencia (católica). Predica el «amor a Dios y al prójimo» o, con Pablo VI, la «civilización del amor». Pero ¿no sabemos ya eso desde hace dos mil años? ¿Y qué resultó de todo ello? ¿Qué resultó justamente cuando la Iglesia era poco menos que omnipotente?
Desde las siniestras masacres cometidas por los españoles y los portugueses, a las que sucumbieron cruelmente millones de indios, América Latina se ha visto explotada, siglo tras siglo, por las iglesias y los conventos. Y mientras el clero se volvía también casi omnipotente e inmensamente rico, languidecían allí las masas de pequeños campesinos, de jornaleros, de obreros, de parados, sumidas en la suciedad y la miseria y todavía hoy causan allí estragos la ignorancia, el analfabetismo, la subalimentación crónica y la carencia de hogar.
Hasta muy entrado el s. XX la Iglesia sirvió en este subcontinente de apoyo ideológico del sistema de explotación de la oligarquía colonial con la que había establecido una especie de simbiosis. Sólo de unos pocos años a esta parte parecía modificarse la situación: desde la II Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de 1968 en Medellín. Los prelados se distanciaron entonces de la tradicional actitud de pasividad, de la orientación fatalista hacia el más allá. Censuraron las «tensiones de clase» y el colonialismo interno, hablaron de la violencia institucionalizada, de las vulneraciones de los derechos fundamentales del hombre, de las condiciones de vida insufribles y declararon que «La miseria de nuestros países es la de una injusticia que clama al cielo».
Por supuesto que no todos los miembros de aquella Iglesia pensaban así. Se daban tendencias antagónicas de modo que junto a los grupos de sacerdotes socialmente comprometidos o de mentalidad abiertamente revolucionaria había eclesiásticos que consideraban «legítima y en sí misma necesaria» aquella desigualdad que clamaba al cielo. Los círculos derechistas, que ya de por sí llevaban la voz cantante en el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), apretaron filas, urgieron una revisión o reinterpretación de los acuerdos de Medellín y combatieron las «tendencias, crecientemente marxistas» y de modo especial la «teología de la liberación». En esa lucha hallaron sobre todo el apoyo de los USA que veían en peligro sus intereses en el subcontinente. Los reaccionarios obtuvieron dinero de la CIA, pero también se beneficiaron del apoyo de muchas iglesias europeas y, factor que no es el menos importante, de influyentes círculos del Vaticano.
Ya Juan Pablo I tuvo ocasión, en su efímero pontificado, de ponerse en guardia contra la infiltración en la Iglesia de la «teología de la liberación». Él denunció inequívocamente como «error» el que «se hiciera coincidir la liberación política, económica y social con la salvación por parte de Cristo o que se confundieran el reino de Dios y el reino de los hombres siguiendo, por así decir, la fórmula ubi Lenin ibi Jerusalem…». Y también Wojtyla combatió a partir de los años setenta la «teología de la liberación» e hizo como papa cuanto pudo por asestarle un golpe definitivo: en estrecha unión, al respecto, con las dictaduras latinoamericanas y con el «País propio de Dios», los USA. Ya antes de poner su pie en suelo mejicano anunciaban allí los grandes titulares: «La teología de la liberación es falsa». Este papa, que hace política a cada paso, se opuso a mezclar a Jesús con la política, a la interpretación de Jesús como «luchador de clase», a la «comprensión de Cristo como político, revolucionario o subversivo».
Y es que de hecho Juan Pablo II está totalmente al lado de la clase dominante, de los príncipes eclesiásticos reaccionarios de todo el mundo, de las sanguijuelas políticas de Latinoamérica y también, y no en último término, de parte de los USA, que allí, como por doquier en la tierra, persiguen sus intereses aunque hayan de pasar por montañas de cadáveres. De ahí que antes de sus viajes a Latinoamérica el papa consulte gustoso a los poderosos del Norte. Antes, p. ej., de emprender su viaje a Brasil conferenció con el presidente Cárter y con su consejero de seguridad, el «viejo amigo» de Wojtyla, Brzezinski. El vicario de Cristo los recibió a ambos en audiencia privada. Antes de su viaje a Nicaragua y a América Central conferenció con el general V. Walters, vicepresidente de la CIA en los años setenta, y asimismo con el vicepresidente Bush y con una delegación del consejo de seguridad de los USA. Por todas partes opera en conjunción con ellos y de modo especial contra los sandinistas. Refiriéndose al papa, Ernesto Cardenal dijo en 1958 que aquél «estaba plenamente de acuerdo con el presidente Reagan, que también quiere destruir la revolución».
La cooperación del papa con los USA no se limita en modo alguno a los contactos diplomáticos, sino que va desde el apoyo publicístico hasta el empleo de tropas, pasando por el apoyo financiero. A veces, el propio State Department elogia las intervenciones públicas de papa como las efectuadas en Guatemala o en El Salvador. Ocasionalmente se ocupan de la propaganda pro papa las grandes agencias de noticias AP y UPI, o bien corporaciones de T. V. latinoamericanas estrechamente vinculadas al capital de los USA, tales como la brasileña «O Globo», una de las más poderosas del mundo entre las privadas y principal financiadora del espectáculo papal en el Brasil. El Congreso de los USA aprobó asimismo el empleo de millones y millones de dólares, supuestamente destinados a la ayuda «humanitaria» pero usados para financiar a la «contra» nicaragüense. Otros dineros dedicados a la intervención de contingentes militares provienen directamente de la CIA o bien del derechista católico y multimillonario Peter Grace, quien a requerimiento del arzobispo de Managua, Obando y Bravo, donó de una sola vez 25 ó 30 millones de dólares supuestamente empleados en la compra de «rosarios», biblias y películas religiosas… «que son armas eficaces en la lucha contra el comunismo».
De acuerdo con todo ello, Juan Pablo II apoya en Latinoamérica a dictaduras como la del jefe de secta y asesino múltiple, Ríos Montt. También promocionó el régimen de Chile, bajo el general Pinochet, a pesar del despotismo de éste y de las incontables vulneraciones de los derechos humanos, contra las que el pontífice alza incesantemente su voz airada cuando suceden en otras partes. En Brasil llamó representantes de la nación y del pueblo a los ministros y militares que ejercían ilegalmente el poder. Es más, en el palacio de J. B. Figueiredo subrayó las «amistosas relaciones oficiales» entre el Vaticano y el gobierno de Brasil, que «nunca se interrumpieron y sí se estrecharon en el transcurso del tiempo». Es cierto que criticó las medidas tendentes al control de natalidad y también el aborto, pero no perdió ni una sílaba para referirse a las torturas o, siquiera, a la persecución de sacerdotes y obispos, siguiendo así la praxis inaugurada por Pío XII frente a los nazis, con la única diferencia de que éstos nunca tocaron un cabello a los obispos. ¡Cómo asombrarse de que el gobierno brasileño declarase después de la partida del papa que estaba plenamente de acuerdo con las palabras del egregio visitante!
Juan Pablo II nunca criticó tampoco la dictadura de Somoza. Incluso cuando este tirano bombardeó a su propio pueblo, el papa no pasó de lanzar apelaciones abstractas a la paz y la reconciliación. Es más, su nuncio G. Montalbo, se hallaba en una fiesta dada por Somoza durante la destrucción de la ciudad de León, fiesta a la que se había negado a ir incluso el embajador norteamericano en Managua. El padre Miguel Scoto, más tarde ministro de AA. EE. de Nicaragua, quien también subrayaba la «amplia coincidencia» entre la política exterior del Vaticano y la de los USA, dijo en cierta ocasión:
«Cuando estábamos siendo bombardeados y todo el mundo tomaba posiciones contra el genocidio somocista, no se oyó una sola palabra procedente del Vaticano. Siento vergüenza por ello». Meses después del derrocamiento de Somoza, el papa nombró a un sobrino del déspota obispo auxiliar de Managua aunque el arzobispo de la ciudad, secundado por todos los obispos del país, protestara explícitamente por ello.
El papa polaco apoya a las dictaduras latinoamericanas con el mismo ardor con el que combate a las del Este. Su conducta al respecto es aleccionadora. Mientras, p. ej., en todos los discursos pronunciados en el Brasil, nada menos que 68, ni una sola vez salió de su boca la palabra «huelga», aunque ello hubiera convenido por diversas razones, dos meses más tarde y a raíz del movimiento huelguístico de Polonia calificó, incluso, el derecho de huelga de «derecho natural». Y si tras el asesinato del sacerdote polaco, J. Popieluszko, habló inmediatamente del «mártir de la fe» anunciando públicamente incluso la posibilidad de su canonización, ignoraba en cambio soberanamente las víctimas sangrientas, aunque católicas, de Sudamérica: «Desde la conferencia episcopal de Medellín (1968) no menos de 900 sacerdotes, entre ellos tres obispos, han sido asesinados en Sudamérica. El papa no los menciona siquiera en sus apelaciones a la justicia» (El padre A. Feid).
Aquí nos topamos con un fenómeno digno de ser tenido en cuenta pues es casi típico en el caso de Juan Pablo II. Lo que no le cuadra, lo aparta asépticamente de su campo visual y lo ignora absolutamente en sus manifestaciones: como si fuera algo inexistente. Algo que no sólo vale para la historia actual, sino también para la pasada y de modo muy especial para la historia de la Iglesia de modo que cabe preguntarse si la conoce siquiera.
De hecho Wojtyla tuvo poco tiempo para las ciencias, digamos incluso, según propia confesión, que «muy pocos años» para el trabajo puramente científico. Más todavía: «Las circunstancias nunca me dejaron mucho tiempo para el estudio». Según vuelve a confesar él mismo nunca estudió la filosofía que se imparte habitualmente en las universidades y la historia de la Iglesia la conoce seguramente a través de un prisma dogmático.
Cuando era obispo de Cracovia y agobiado por mil y una actividades, apenas contaba con dos horas diarias para meditar: entre las 9 y las 11 cuando se retiraba a su capilla. Según declaraciones de su secretario ésa «era la habitación en la que elaboró todos sus trabajos teóricos». Y todo indica que esas reflexiones de capilla han continuado siendo santo de su devoción a lo largo de su vida. «Cuando se trata de cuestiones relacionadas con la fe escribe no pocas veces arrodillado ante el santísimo sacramento. Más o menos como hacía Santo Tomás de Aquino, que reclinaba su cabeza sobre el tabernáculo antes de escribir acerca de la eucaristía» (Frossard). No es asombroso que de todo ello resulte lo que resulta… Por supuesto que una vez papa, Wojtyla, que ya en los tres primeros meses de su pontificado pronunció no menos de trescientas alocuciones, disponía de menos tiempo aún. Bien podría quejarse, al igual que su antecesor Juan Pablo I, de que si hubiera sabido que llegaría a papa habría estudiado más de joven. «Ahora ya soy viejo y ya no tengo tiempo…».
Sepa mucho o poco, Juan Pablo II debe de sentir una necesidad imperiosa de mentirse a sí mismo o, lo que es más probable, de mentir al mundo. Su simplista afirmación, en todo caso, de que «La Iglesia posee gracias a la Buena Nueva la verdad sobre los hombres», «la verdad plena acerca del hombre», solo se la podrán creer los más pobres entre los pobres de espíritu y aquellos que no tienen ni idea de la historia de esa Buena Nueva, personas, desgraciadamente, que constituyen sin embargo la mayoría. Sobre todo entre los creyentes. Pero es justamente a éstos a quienes él presenta una Iglesia resplandeciente de pureza de modo que cada vez que habla del pasado sus palabras están llenas de omisiones, de idealizaciones, de bellas pinturas sobre fondo dorado y, no pocas veces, de simples falsedades.
El papa afirma irreflexivamente que «Roma es la sede obispal de Pedro», cuando la totalidad de la teología crítica no abriga ya la menor duda de que Pedro nunca fue obispo de Roma. Ni siquiera su estancia y su muerte en esa ciudad se han podido probar. La lista de obispos romanos de los primeros decenios se basa en la pura arbitrariedad y responde a una falsificación posterior. Y los episcopados de esa lista para los dos primeros siglos son tan inseguros como los de las listas episcopales de Antioquía o Alejandría.
En el mismo comienzo de su escrito apostólico «Mulieris Dignitatem» cita estas frases del «Mensaje final» del II Concilio Vaticano: «Ya llega la hora. Ya ha llegado la hora en la que la vocación de la mujer se despliegue en su plenitud; la hora en que la mujer obtenga en la sociedad una posición que nunca consiguió hasta ahora».
«Ya (!) ha llegado la hora…»: ¡después de dos mil años de esta religión que goza de la exclusiva para dispensar la bienaventuranza!
Este papa que no tuvo empacho en lanzarle a la cara a los nigerianos que su cultura «había privado a las mujeres de ciertos derechos», silencia en esa descalificación apostólica que en Roma y en Germania la mujer gozaba ya de una posición mejor que en el cristianismo. Que ha sido justamente en el cristianismo donde ha sido denostada y oprimida a lo largo de dos milenios. Que en él se la tildaba de naturaleza impura y baja, como fons et caput mali. Que se la excluía de la ordenación sacerdotal y del matrimonio con sacerdotes. Que el cristianismo la discriminó del modo más grave y durante siglos en lo jurídico, en lo económico, en lo social y en lo educacional. Que en virtud de muchos decretos de sus antecesores, la mujer fue, siglo tras siglo, perseguida, torturada y asesinada como bruja. Que tenía que vivir plenamente sometida a la voluntad del marido, quien en base al Corpus juris Canonici estaba autorizado a imponer el ayuno a su mujer, a apalearla, a atarla y a encerrarla. ¡Y ese código eclesiástico estuvo en vigor hasta el año 1918!
Este papa es mendaz hasta el punto de que no admite ni siquiera que exista «cierta desconfianza en la Iglesia… respecto a las mujeres». Es más, asegura que la actitud de su Iglesia no tiene «absolutamente nada que ver con la actitud de la desigualdad, que es totalmente extraña al evangelio y la tradición (!)». Pero en vez de aportar pruebas provenientes de esa larga tradición se salta (después de mencionar apenas al «Cristo» y a la «Madre de Dios» como «prueba» y como «testimonio») dos mil años de continuas y horrorosas difamaciones de la mujer para afirmar a renglón seguido: «En los textos del II Concilio Vaticano hallamos algunos pasajes que muestran cuan grande es la preocupación de la Iglesia por la dignidad de la mujer… en la vida moderna, cuando esa dignidad es rectamente entendida».
El papa quiere hacernos tragar incluso la mentira apologética de que la mujer gozó, ya desde un principio, en el cristianismo de un respeto mayor al que gozaba en otras religiones. Para ello se vale, una vez más, de María: Dios «nació de una mujer»… Se sirve de la fórmula «Mujer-Madre de Dios». Tergiversa, incluso, la vieja antítesis tipológica Eva-María convirtiéndola en paralelismo: ni corto ni perezoso, vuelve del revés la apologética tradicional refiriendo Gen. 3, 15 no sólo a María, sino también a Eva. En realidad, el Dios veterotestamentario amenazó a la mujer, Gen. 3, 16, con «grandes padecimientos» y declaró acerca del hombre «Él será tu amo». Durante más de un milenio, el clero cristiano, recalcó en realidad y del modo más drástico el contraste entre María, la «virginal Madre de Dios», y Eva, el prototipo de mujer, «la puerta, permanentemente abierta, del infierno». María iba siempre asociada a la maternidad divina, a la redención, la salvación, la pureza. Eva, es decir, la mujer, con la seducción, con el pecado, con la muerte. «El movimiento mariano», escribe el católico F. Heer, «y la condena de la mujer, de la carne pecaminosa, del “mundo, como mala mujer”, van estrechamente unidos desde el s. XII hasta el XX». En realidad la cosa se remonta, como mínimo, hasta el s. VII.
El papa subraya en repetidas ocasiones que Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, pero se calla que justamente los teólogos más renombrados de su Iglesia rebajan a la mujer, que Ambrosio, Juan Crisóstomo y Agustín escriben que la mujer no está hecha a imagen de Dios; que es una naturaleza subalterna, la servidora del hombre; que es, como dice Tomás de Aquino —quien todavía en el s. XIX fue elevado a la categoría de principal Doctor de la Iglesia—, físicamente e intelectualmente inferior, como un «hombre atrofiado», «defectuoso», «malogrado». Calla también acerca de su antecesor, Eneas Silvio, (papa con el nombre de Pío II) quien a finales del s. XV enseñaba que «Cuando veas a una mujer imagínate ver al demonio, pues es una especie de infierno». Nunca se habla allí de la «imagen de Dios» y la campaña clerical para ensuciar a la mujer dura hasta bien entrado el s. XX.
Hasta la teóloga Elisabeth Gossmann, Tokio, que se cuenta a sí misma entre las hijas fieles de la Iglesia, explica en su comentario que la manida expresión papal acerca de la dignidad de la mujer «no se corresponde con la auténtica imagen que muchos teólogos de la patrística y de la escolástica, hasta nuestro mismo siglo, se ha hecho de la mujer, ni tampoco con la praxis efectiva de la Iglesia» y que «el papa sólo ha abordado este tema bajo la presión de la moderna sociedad secularizada (!) y de su sensibilidad vital. Añado una vez más: después de dos milenios de desprecio cristiano por la mujer».
Cada vez que Juan Pablo habla del matrimonio, habla también de su «sacramentalidad», o hace al menos alguna alusión a la misma: algo tanto más necesario cuanto que el matrimonio también fue degradado, y de manera especial, en el cristianismo durante mucho tiempo y por muy altas autoridades. Cierto que Jesucristo lo elevó, supuestamente, puesto que él, —otro paralelismo tan antiguo como grotesco— «fue a la cruz por su novia, la Iglesia»; puesto que «él se entrega como redentor de la humanidad a la que une a sí como si fuera su cuerpo». De ese modo, juzga el papa, el Señor revela «la verdad primigenia del matrimonio», «desvela… plenamente» el plan de Dios acerca del mismo.
Esa explicación, propia de débiles mentales, es la que la cristiandad creyente se ha tragado siglo tras siglo sin saber para nada que ya desde la antigüedad afamados teólogos como Justino, Tertuliano, Orígenes, Ambrosio, Jerónimo, Crisóstomo y Agustín rebajaron la dignidad del matrimonio oponiéndole especialmente la superioridad de la virginidad. La masa de los cristianos «laicos» no sabe sencillamente que su Iglesia toleró por mucho tiempo el matrimonio como un mal menor y que la idea del matrimonio como «sacramento» no surgió hasta los siglos XI y XII, ¡nada menos que después de mil años de historia salvífica! No sabe que la Iglesia reconocía el matrimonio sin sacerdote hasta el s. XVI, hasta el Concilio de Trento, concretamente. Un concilio, por otra parte, que amenazaba con la excomunión a todo el que no reconociese como estado superior el de la virginidad o el celibato.
Hoy, sin embargo, Juan Pablo II clama así: «¡Guardad ante todo gran respeto por la dignidad y la gracia del sacramento del matrimonio!». «Los cónyuges deben creer en el poder del sacramento que los santifica». «Dios exhorta a los cónyuges a santificar el matrimonio» ¿Dios?, ¡El papa!
El papa alecciona así a la UNESCO en 1980: «El problema de la cultura estuvo siempre estrechamente unido a la misión de la Iglesia». En realidad el cristianismo significó el comienzo de una horrorosa decadencia de la cultura en comparación con la de los antiguos griegos y romanos. Y es que el cristianismo más antiguo era ya declaradamente hostil a la cultura. No eran la indagación y la ciencia las que constituían el gran ideal cristiano, sino la religión, el hambre, la suciedad y las lágrimas. La obsesiones demoníacas y la superstición proliferaron exuberantes incluso en la mente de los más famosos padres de la Iglesia y también en la de los papas. Hubo en la Antigüedad multitud de obispos analfabetos. Hasta el s. IX o X no podemos estar seguros ni siquiera de que todos los papas supieran leer o escribir. En la católica España había todavía casi dos tercios de analfabetos relativos a comienzos del s. XX. Y es que hasta en el mismo estado pontificio las escuelas eran, por regla general, de baja calidad y el porcentaje de analfabetos uno de los más altos de Europa. Todavía en 1956, había en el país de los papas casi cinco millones y medio de personas que no sabían leer ni escribir.
En Auschwitz, Wojtyla recordó la aniquilación de judíos, el pueblo «cuyos hijos e hijas fueron condenados al exterminio total» ¡Ni una palabra acerca de los siglos y siglos de la historia anterior, llena de sangrientas persecuciones por parte cristiana! Lo más que el papa consigue sacar de sí es una nueva alusión al II Concilio Vaticano que «deplora todos las explosiones de odio, persecuciones y manifestaciones del antisemitismo que se hayan cebado en los judíos, sea cualquiera la época o sean cualesquiera las personas que hayan dado pie a ello». Ni una sola palabra sobre el hecho de que la primera «solución final» de la cuestión judía partió de un gran príncipe de la Iglesia, del patriarca de Alejandría, San Cirilo, y que ello sucedió milenio y medio antes de Hitler. Ni una palabra sobre el hecho de que ya entonces ardieron las sinagogas, incendiadas por los cristianos. Ni una mención del hecho de que justamente algunos de los más célebres padres de la Iglesia eran rabiosos antisemitas. Ni una sílaba sobre el hecho de que todas las horribles humillaciones, discriminaciones, torturas y masacres que empañan la Edad Media y la Edad Moderna cristianas, constituyen un rastro sangriento que conduce directamente a las cámaras de gas nazis, algo que conceden por lo demás hoy muchos teólogos católicos.
En 1976, Wojtyla había clamado ante Pablo VI: «Es espantosa la imagen que presenta la vida en los regímenes totalitarios, donde se priva al hombre del fundamento de su existencia: de la libertad de juzgar y de obrar por sí mismos». Nuestro siglo «progresista» se ha «convertido en una época de nueva esclavitud, de campos de concentración y de hornos crematorios». Una esclavitud nueva: ¡Ja vieja fue la establecida en la Antigüedad y en la Edad Media cristiana! Y no sólo a lo largo de un siglo, sino por más de un milenio. Y en vez de hornos crematorios estaban las hogueras de la inquisición y los hornos crematorios para brujas que mandaron construir algunos obispos. Y el mayor de los campos de concentración croatas estuvo durante cuatro meses bajo el mando, en pleno s. XX, de un franciscano.
Cuando el papa escribe en su encíclica El Redentor del hombre que en la primera mitad de nuestro siglo «se desarrollaron diversos sistemas estatales totalitarios, que como es sabido tuvieron por consecuencia una espantosa guerra…» omite naturalmente que todas las dictaduras fascistas de la época se establecieron con la estrecha colaboración del papa y que eso conlleva que los papas Pío XI y Pío XII sean especialmente culpables de esa «espantosa guerra», su consecuencia, inferencia a la que justamente este libro dedica cientos de páginas.
Juan Pablo II trata de vendemos machaconamente la idea de que la «Santa Sede» se esforzó mediante la conclusión del concordato por «prevenir lo peor». En realidad esa conclusión se efectuó pensando exclusivamente en ella y su Iglesia: su consabida praxis de sacar el máximo provecho, praxis que aun hoy sigue dándole buenos beneficios. El papa Wojtyla no se arredra ni siquiera a la hora de asumir y difundir las mentiras estereotipadas y repetidas a lo largo de este medio siglo acerca de la resistencia de los obispos alemanes contra Hitler: encareciendo, p. ej., las cada vez más intensas prevenciones del episcopado alemán ante los «peligros del nuevo movimiento», «las protestas de los obispos y su intensa información y aleccionamiento de los creyentes», «los valientes sermones y declaraciones de numerosos altos dignatarios» etc. Recordando también, y no en último término, al Obispo confesor, el cardenal C. A. conde Von Galen, cuando de hecho el «confesor» puso su firma bajo todas las cartas pastorales, sin excepción, de los obispos alemanes, y después panalemanes, en apoyo de Hitler y de su guerra. Amén de que él mismo pronunció alocuciones del mismo tenor y autorizó, precisamente en la época de los grandes pogroms antijudíos, la jura de bandera con mención de Hitler. Más tarde Von Galen conceptuó a quienes cayeron en la guerra hitleriana —«Si pudiera, yo os acompañaría al frente…»— poco menos que como mártires y se permitió aludiendo a ellos florilegios retóricos como éstos: «Querían ser donantes de su sangre para que el pueblo, enfermo de senilidad y de otras enfermedades, sanase y floreciese rejuvenecido. Querían abatir al bolchevismo en una nueva cruzada al grito de “¡Dios lo quiere!”, tal y como, hace pocos años, lo recordó elogioso en Sevilla el liberador de España, Franco, en un discurso de impronta cristiana».
Hasta en los países enemigos estaba a menudo el clero, especialmente el alto clero, a favor de Hitler y de su estado: ¡hasta en Polonia! Fue el mismo Wyszynski, a quien Juan Pablo II elogiaba públicamente, todavía en 1979, como «hombre de formato extraordinario», como «piedra angular de toda la Iglesia polaca», como expresión de «la fuerza de los fundamentos que sustentan la Iglesia», fue él mismo, futuro cardenal y primado de Polonia, quien en la revista Ateneum Kaplanskie, de cuya redacción era responsable, ordenó escribir que «El actual Tercer Reich no representa únicamente un sistema político determinado, sino que ha emprendido el intento titánico de realizar grandes ideas aptas para conseguir el renacimiento de la humanidad… Gracias a ello Alemania, juntamente con Italia, se ha convertido en portavoz de una ideología de alcance humano universal. Mediante su resistencia contra el comunismo internacional ha fortalecido su posición política… Mediante su actitud anticomunista, el nacionalsocialismo alemán ha contribuido a contener el peligro bolchevique en Europa. En ese sentido ha contraído grandes méritos ante la humanidad». Como los contraídos por Wyszynski en Polonia.
Como los del papa y su Iglesia ante el mundo entero. ¡Cuánto se complace el papa en recordárnoslo infatigable y tenazmente, con la misma tozudez en el fondo con la que las consignas comunistas de sus adversarios en Polonia herían sus ojos y sus oídos! Y es que unos y otros coinciden en el método. Incluso en el objetivo: tutelar a las masas en beneficio propio. «La Iglesia», asegura el papa, «lucha en todas partes por el hombre, bajo cualquier clase de régimen, en todos los continentes, en todas las órbitas culturales, en todas las civilizaciones». En realidad, la Iglesia no lucha en absoluto «por el hombre». Lucha por sí misma, por el clero, especialmente por el alto clero. Pese a todo, el papa sigue afirmando que «Los hombres nos necesitan; nos necesitan sobremanera». Afirmación no menos falsa: los hombres no necesitan la Iglesia. Pueden vivir muy bien sin ella, como lo demuestran millones de ellos. Son la Iglesia y el clero quienes no pueden vivir sin los hombres. Ésa es, ciertamente, la verdad, pero el papa, como es usual en sus círculos, la pone cabeza abajo.
En ese contexto hemos de incluir también su aserto de que la lucha contra Dios, contra la religión, es siempre, a la vez, «una lucha contra el hombre». «Allí donde no se respetan total e íntegramente las leyes de la vida espiritual, no puede haber una sociedad justa. Esas leyes, no obstante, se resumen en el derecho a la libertad de religión y de conciencia…». Prescindamos ahora del hecho de que las «leyes de la vida espiritual», caso de que semejantes «leyes» existan, se podrían definir también de manera completamente distinta: Wojtyla tiene en su mente únicamente los derechos de la Iglesia Católica y Romana. Pues ésta sólo grita en favor de la libertad de religión y de conciencia cuando ella misma se halla atribulada. Cuando es ella la que atribula, las cosas son ya muy diferentes. ¿Dónde concedió ella misma libertad de religión y de conciencia a los paganos, a los «herejes», a los indios? ¡En las cámaras de tortura!
En el mismo s. XIX hubo aún papas como Gregorio XVI y Pío IX que condenaron como «locura» (deliramentum) o como «ley execrable» (infanda lex) la libertad confesional y de conciencia. Todavía a mediados del s. XX, el cardenal Ottaviani trompetea a los cuatro vientos, refiriéndose a las minorías protestantes de España e Italia, que «A los ojos de un verdadero católico lo que se llama habitualmente tolerancia está fuera de lugar» y no hay que asombrarse de que por aquellos años unos estudiantes católicos, que se consideraban a sí mismos «en el pleno sentido de la palabra, herederos del espíritu de la Inquisición», saqueasen una capilla protestante en Madrid. En 1979 y a raíz del primer «peregrinaje» de Juan Pablo II a Polonia, algunos párrocos católicos secundados por su grey ocuparon violentamente toda una serie de iglesias evangélicas y expulsaron de ellas a los protestantes. Todavía en 1981 se dio otra ocupación de iglesia en Polonia. Los cristianos evangélicos no pertenecen aquí a la nación polaca. Pues los protestantes, desde la perspectiva del espíritu, —mejor sería decir quimera— auténticamente inquisitorial, auténticamente contrarreformador, no pueden ser otra cosa que «material para convertir, o bien para quemar», como decía irónicamente el exjesuita P. Hebblethwaite, quien también afirmaba de sí mismo: «Soy miembro inscrito en la Iglesia, activo, creyente y (según creo) fiel católico». ¡Qué cosas no sucederían en la Rusia ortodoxa si el papado pudiera algún día llevar allí sus misioneros! Un prenuncio de esa posibilidad lo tenemos ya en las cruzadas sangrientas de la Polonia y la Croacia de entre guerras.
Pero la pieza teatral más grotesca, en verdad, que se haya atrevido nunca a representar un «Santo Padre» es la glorificación, con gélido patetismo, de una de las orgías más sanguinarias de la historia universal, la masacre de millones y millones de indios por los católicos españoles y portugueses. Apenas resulta creíble el modo con el que Wojtyla ensalza aquella obra misionera en el marco de la cual los piadosos adoradores de María, de misa y comunión casi diaria, que todo lo perpetraban en el nombre de los más distintos santos, colgaban racimos humanos de las horcas, los asaban a fuego lento, los quemaban vivos; cortaban a muchísimos nativos las manos, las narices, los labios o los pechos; desgarraban a sus víctimas tirando de ellas desde dos caballos o desde dos canoas o las hacían trizas poniéndolas delante de las bocas de los cañones. Y no sólo eso sino que también le abrían el vientre a las embarazadas o estrellaban contra las rocas a los recién nacidos o los arrojaban al agua; o bien alimentaban a sus sanguinarios perros con niños desgarrados en vivo. Obra nobilísima de cristianización que el papa no puede por menos de «contemplar hoy con admiración y gratitud», como «evangelización», como «difusión de la Buena Nueva», como «época de salvación», que él ensalza como algo que «dio inicio a tantas y tan bellas cosas», pues fue «Dios mismo quien inició esta obra buena», en la que «la fe era auténtica» y sus mensajeros obraron «en defensa de la dignidad de los indígenas, como abogados de sus derechos intangibles», para «hacer presente el Reino de Dios», cuando la «Iglesia era la primera instancia que se comprometía por la justicia y los derechos de los hombres en general». «De ahí surgiría más tarde… el primer derecho internacional». En mi obra Opus Diaboli, concretamente en el capítulo Un papa regresa al lugar del crimen confronté esta grandiosa masacre misionera con frases pronunciadas por Juan Pablo II.
Y es justamente este papa el que, siguiendo desde luego la táctica de gritar ¡Al ladrón! cuando uno mismo lo es, nos recuerda, cada vez que se le ofrece la ocasión, cuántos hombres hay que sufren discriminación, opresión y muerte sólo porque son fieles a su fe: sí, justamente porque no querían ser católicorromanos. Pues en el fondo, todo lo demás, no cuenta para este buen papa: y tampoco para los demás. El sólo ve el mal en los otros. Es incansable señalando en esa dirección. «¿Cómo podríamos olvidar el mal que unos hombres han hecho a otros? ¿Los campos de concentración, las torturas, todos los mecanismos de opresión y tortura de todo cuanto es más humano en el hombre?». Nada de eso parece haberse dado nunca en la Iglesia si nos atenemos a la lectura de los miles de alocuciones y declaraciones de Wojtyla. A ese modo de olvidar, de ignorar desvergonzadamente épocas, siglos, hecatombes de hombres inocentes, como si fueran una fruslería, para enlazar de nuevo con la Biblia, incluso con el Génesis, como si nada hubiera ocurrido desde entonces, a todo eso se le denominaba «dispensa por la gracia» concedida por el Santo Padre.
Un papa así no tiene el menor empacho en hablar, una y otra vez, de libertad, uno de los conceptos más frecuentemente manejados por él, como si fuera la cosa más normal del mundo, siempre, eso sí, que no se confunda con «el falso concepto de libertad», es decir, con la «fuerza autónoma de la autoafirmación, en favor del bienestar propio y egoístamente entendido»: frente al bienestar ilimitadamente egoísta de la Iglesia.
Conceptos subordinados del de «libertad», pero que para el papa están en realidad por encima de aquél, son la «libertad de conciencia» y, especialmente, la «libertad de religión», en cuya conculcación ve Wojtyla ¡«incluso peligro de guerra»! En todo caso la libertad de religión y de conciencia son mucho más importantes que, p. ej., el trabajo y el pan, constituyen con mucho «los derechos más elementales del espíritu humano», perteneces a «sus derechos objetivos», a la «dignidad humana». En relación con esto el papa y la curia entienden por libertad de religión no sólo, como especifican los convenios internacionales y las declaraciones de la ONU, el derecho subjetivo de cada cual a hacer libremente profesión de su fe sin que ello le suponga desventaja alguna, sino también el derecho a practicarla públicamente. De ahí que el 2 de octubre de 1979 el papa declarase llamativamente ante la ONU que la «naturaleza social del hombre» exige que «dé expresión externa a los actos religiosos de su intimidad, que establezca lazos religiosos comunitarios y que haga profesión de fe en comunidad con otros». El católico Hammel opina al respecto que el catolicismo —a diferencia de algunas otras religiones para cuya práctica basta ya el marco familiar— necesita «un ámbito más público… para su automanifestación». Pues lo que para él está en juego es su influencia hacia afuera y en la medida de lo posible quiere «catequizar», «evangelizar», es decir, adoctrinar. Quiere expandirse, quiere poder, pues su poder religioso se traduce siempre en poder político y ello es algo que hoy hemos de admitir como obvio. En último término el concepto católico de la libertad de religión se reduce a la libertad para la religión católica y la opresión o, si ello es posible, la erradicación de todas las demás. Y lo que fue moneda corriente en el crepúsculo de la Antigüedad y durante toda la Edad Media, podría volver a circular de nuevo un día no lejano.
Como consecuencia de todo lo anterior, la misión desempeña un gran papel para Juan Pablo II. Según su enfoque de la situación todos los cristianos son «misioneros». Su deber es convertir «a todos los hombres» en discípulos de Cristo. Todos han de ser partícipes del cristianismo. La antropología cristiana desempeña para este papa un papel central. Una antropología integral hasta el punto de poder enseñar que el desarrollo hacia la perfección «de la totalidad del hombre y de la totalidad de los hombres» (!) camino de Dios y de Cristo «constituye un íntimo deber», con lo cual se limita, por lo demás, a repetir lo que ya subrayaba su antecesor Pablo VI en la Populorum progressio en 1967: «La incorporación en el Cristo vivificante» es «el objetivo y el sentido último del desarrollo humano» ¡Si algo hay que podamos llamar totalitario sería cabalmente ese credo! Y es que necesitan ese totalitarismo, pues ese credo es en lo esencial insostenible y se derrumbaría sin aquél. Algo que ocurrirá en su día.
Con la misma frecuencia, como mínimo, con la que este papa habla de libertad, de libertad de conciencia y de religión, habla también de «derechos humanos» y de «dignidad humana», él, cabeza de una Iglesia a la que ensalza como «experta en humanidad», pero que siglo tras siglo se negó a conceder ni una sola de esas libertades; que luchó contra ellas con las cámaras de tortura y las hogueras; con orgías de sangre y fraudes; que tiene sobre su conciencia más crímenes que cualquier otra iglesia del mundo: desde el exterminio de paganos, judíos e indios hasta los más turbios negocios financieros (marcados recientemente por los asesinatos de los banqueros mañosos Caivi y Sindona), pasando por las conversiones forzadas, las cruzadas, la inquisición, el despotismo, la colonización etc., etc. Ahora bien, el papa no desperdicia una sílaba sobre todo ello, ni de comprensión ni de arrepentimiento. Todo son omisiones, idealizaciones, pintura sobre fondo dorado. El mismo dejó en su cargo al banquero del Vaticano Marcinkus pese a estar gravemente incriminado. Incluso lo ascendió. «No es posible dirigir la Iglesia con Ave Marías» (Marcinkus): una punzada, probablemente, contra la devoción mariana del papa.
Wojtyla que ya en su blasón episcopal de Cracovia llevaba la «M» de María, la hizo figurar también en su blasón papal. Inmediatamente mandó también que colocaran en sus estancias papales una imagen de la Virgen Negra de Chestojova. Es más, desde su época del seminario, tenía la costumbre (mariana), que siguió cultivando como obispo y cardenal, de señalar, para su paginación posterior, los papeles que emborronaba con anotaciones hechas cuando asistía a conferencias o charlas no con números, sino con las palabras del «Ave María». No, no es que fuera una superstición ni cualquier tipo de aprensión mágica, como podrían pensar racionalistas superficiales. Ello tendría que ver, seguramente, con lo «carismático», con lo «espiritual», cosas que el papa tenía en alta estima. Lo que podría estar en juego aquí es «aquella sensibilidad pastoral para… todo cuanto proviene del “espíritu”», como lo formula él mismo en su escrito del 16 de abril de 1987 a los sacerdotes. Tal vez, incluso, una forma de expresión de aquella «teología espiritual o sapiencial que supera el proceso de la argumentación científica y del saber particular y contempla las claves últimas en Dios como fundamento y sentido de todo saber», como dijo también a raíz de la inauguración del seminario sacerdotal de Augsburg.
K. Wojtyla perdió a su hermana mayor seis años antes de que él naciera. A los nueve años perdió a su madre, a la que echó de menos de forma cada vez más dolorosa. Con veinte años, confesó él mismo, perdió a todas las personas «que yo amaba». Es posible que la falta de «toda presencia femenina» en su casa condicionase su «idealización de la Madre de Dios» (Hebblethwaite). Como mínimo debió contribuir a ello unida a otros factores. Con «Ave Marías», desde luego, —aquí hay que darle la razón a Marcinkus— no se puede dirigir la Iglesia. El culto a María es, con todo, una realidad altamente explosiva en el caso de muchos papas. No hay más que fijarse en Pío XII. Pues María no sólo es la casta, la pura, la reina del rosario y del mes de mayo, sino también la diosa cristiana de la sangre y de las batallas, cuyos templos, «María de la Victoria», están diseminados por todo el occidente. Y el papa, al igual que otros estrategas marianos, ha incluido a la Madonna en sus cálculos estratégicos.
En mi obra Opus Diaboli dediqué ya todo un capítulo a esa dinámica «mariana» y a sus estragos históricos y la monografía que H. Herrmann dedica a K. Wojtyla con el título de El santo bufón subraya con razón que desde Pío XII hasta hoy ningún papa ha sido tan mariano como Juan Pablo II, que suele culminar sus viajes a los más diversos países con visitas a los grandes lugares de peregrinación mariana como Knock, en Irlanda, Loreto, en Italia, Guadalupe, en Méjico y Jasna Góra, en Polonia. Su veneración mariana, dice Herrmann, es asimismo «expresión de una especie de teología política», pues también para él es María «una vencedora» y siempre ha conjurado la «dominación de la Madre», su «dominación cada vez más urgente…».
Si el papa dejó en su cargo al arzobispo Marcinkus, también hizo lo propio con otros prelados de fama nada impoluta (a los que su inmediato antecesor habría depuesto probablemente), por ejemplo, al amigo de Marcinkus, J. J. Cody, arzobispo de Chicago, quien entre otras cosas dilapidó grandes cantidades de dinero de la Iglesia en beneficio de una amiga a la que se trajo por cierto a Roma con ocasión de su nombramiento como cardenal. A despecho de todos sus escándalos el papa lo dejó en su sede —¿le asustaba, le sirvió de aviso el destino corrido por Luciani?— donde Cody feneció, según parece, pronunciando estas memorables palabras: «Yo podría perdonar a mis enemigos, pero Dios no lo hará».
Al hecho de mantener en sus puestos a prelados de triste fama vino a sumarse una serie de «aterradores nombramientos obispales» por parte de Wojtyla, nombramientos que condujeron ocasionalmente a que, en algunas de sus visitas papales, como la efectuada el 11 de mayo de 1985 en Den Broch, «las calles estuvieran tan vacías como si se tratara de una ciudad muerta».
En términos generales hace ya tiempo que los católicos se resignaron, protestaron o se mostraron decepcionados. Pues en última instancia, ¿en qué consiste la modernidad conservadora de K. Wojtyla? ¿En qué consiste el modelo polaco de una vinculación creadora con la tradición, esa especie de «conservadurismo progresista»? En enfervorizar con arengas a nuevas legiones de sacerdotes, en continuos llamamientos a la misión y la evangelización; en formar grupos de monaguillos y grupitos de lectores; en cursillos sobre el matrimonio, si es posible dirigidos por psicólogos y pedagogos, de seguro más papistas que el papa; en una permanente acción «pastoral»; en una catequización total, fuertemente vinculada a los sacramentos; en la lucha por erigir nuevas iglesias, nuevas parroquias: «en otro tiempo la Iglesia polaca fue rica» (Trost). Lo «nuevo» consiste en acciones «oasis», en acciones «oasis» siempre renovadas para las cuales llevan a los jóvenes —siguiendo la consigna nazi de que «quien tiene a la juventud, tiene el futuro» y, por lo demás, siguiendo también una conocida praxis nazi— a montañas, lagos y bosques y enseñarles allí lo que por otra parte escuchan de continuo en las Iglesias. En suma: las viejas aguas, más que pasadas, vertidas en odres aparentemente nuevos. Hasta qué punto es heroico el cariz que adopta todo ello lo muestra la descripción de un ascenso a la cumbre del Tatra realizada bajo una tromba de agua: el cardenal, en traje de montañero, un altar de campaña bajo dos paraguas «y 600 jóvenes resistiendo las inclemencias del tiempo». ¡Héroes, héroes!
Éstas son las experiencias, los recuerdos que Wojtyla se trajo consigo a Roma. «Todo ello me acompaña a la sede de San Pedro… Tengo ante mis ojos y en mi corazón el panorama de Cracovia, del Beskida y del Tatra. Yo ofrendo este paisaje ardientemente querido y todo el país de Polonia, y muy especialmente a sus hombres, al Señor…». En lo que atañe a ofrendas humanas los príncipes eclesiásticos, especialmente los papas, han sido siempre muy generosos. ¡Hecha «por Dios», no hay ofrenda suficientemente grande!
Claro que a veces el estruendo de los aplausos decae y la juventud no siempre está de verdad por la labor. Por otra parte son cada vez más numerosos los sectores de creyentes a los que no agradan ni la «pastoral familiar» de Juan Pablo II, ni su teología moral. Ni tampoco «su concepción falsa del matrimonio», ni su lucha contra los medios anticonceptivos, la esterilización o el aborto, al que siempre suele referirse en unidad de analogía con el empleo de armas nucleares, como preludio de una guerra atómica. Ni tampoco su lucha contra la homosexualidad y la concupiscencia o su campaña en pro del celibato. Es más, muchos católicos refunfuñan, se quejan, exigen a gritos cierto alivio de la carga y más liberalidad. ¿Por qué, propiamente? Quien quiera ser católico que apechugue con todas las consecuencias.
Pero eso es justamente lo que muchos no desean: los tibios, que ni quieren ser plena e íntegramente católicos ni tampoco dejar de serlo del todo. De ahí que se mantengan al acecho del próximo cónclave e incurran incluso en nuevos éxtasis, en estado febril… Pero ¡¿a santo de qué?! El próximo exigirá de ellos básicamente lo mismo: el primado de Roma, la infalibilidad del papa, el dogma de la Trinidad, la filiación divina de Jesús o los dogmas marianos. Lo que ya está definido, definido queda. Cualquier alteración convertiría al papa en un «hereje». La continuidad es un factor esencial de la política vaticana, cristiana o religiosa en general. Es justamente la credibilidad ante los propios creyentes la que así lo exige desde antiguo. Las modificaciones sólo pueden afectar a lo periférico. Las modificaciones de más entidad, el cambio radical en lo dogmático y en lo moral, seguirán vedados. En todo lo fundamental vale el principio de semper idem.
Ergo los creyentes del futuro habrán de apechugar en las cuestiones básicas con lo mismo que se les impuso a los creyentes del pasado. Por supuesto que cada Santo Padre se dirigirá a los distintos orbes de una manera ligeramente distinta, según su temperamento, su extracción social, su formación y las circunstancias del momento, pero en el fondo todo seguirá igual. Hay que tutelar a las masas para poderlas estrujar. Que se las tutele de forma un poco más conservadora, neoconservadora o un poco más pseudoliberal, en nada modifica el asunto. «¡La concepción del papel será distinta, pero el papel seguirá siendo el mismo!», como decía un director teatral después que el patriarca de Venecia, Roncalli, fuera elegido papa (Juan XXIII). Es difícil decirlo de modo más certero. Cada nuevo papa desempeña su papel de manera algo distinta, pero todos desempeñan el mismo papel: y de momento una parle del mundo les acompaña también en la escena[35].