JUAN PABLO I
(26 de agosto-28 de septiembre de 1978)

«El tiempo fue demasiado breve para grandes encíclicas y decisiones de gran calado. Los historiadores tendrán poco que contar acerca de las grandes acciones y acontecimientos de este pontificado… Sólo una cosa quedó profundamente grabada en la mente de los hombres que tuvieron el privilegio de encontrarse con él o que pudieron ver su imagen en la pantalla televisiva, algo que perdurará en la historia: su sonrisa»

(Monseñor H. Holzapfel)

Albino Luciani nació el 17 de octubre de 1912 en Forno di Canale (hoy Canale d’Agordo), una aldea al pie de los Dolomitas. Su padre, que iba cada año como «Gastarbeiter»[33] a Suiza, a Alemania e incluso en una ocasión a la Argentina, antes de emplearse como soplador de vidrio en una fábrica de artículos de cristal de Murano, junto a Venecia, habría sido un «socialista y anticlerical empedernido, pero buen cristiano». En 1935, con sólo 23 años, su hijo cantó misa. En 1958 era ya obispo; en 1969, patriarca de Venecia; en 1973, cardenal y el 26 de agosto de 1978, ya el primer día de cónclave y tras el tercer escrutinio, papa.

Al revés que sus predecesores Pacelli, Roncalli y Montini, Luciani, un outside absoluto, no provenía del servicio diplomático, sino de la «cura de almas». Era, decía de sí mismo, «un pobre hombre acostumbrado a emprender cosas modestas y a callar». Como obispo escogió la divisa humilitas para su blasón y según opinaban algunos su doble nombre (por vez primera en la historia de los papas), intentaba simbolizar la unión de las dos políticas practicadas por sus predecesores, Juan y Pablo. Ya el 27 de agosto de 1978, al día siguiente de su elección, leyó en la capilla sixtina su primer mensaje al mundo, su «programa», con el que pretendía dar continuidad al de Pablo VI y seguir como él el camino que Juan XXIII había trazado ya a grandes rasgos:

«Queremos proseguir con la herencia del II Concilio Vaticano, cuyas sabias directrices han de ser aplicadas hasta el final…

Queremos preservar indemne la gran doctrina de la Iglesia en favor de la vida de los sacerdotes y de los creyentes…

Queremos recordar al conjunto de la Iglesia que la primera de sus misiones es la de la evangelización, cuyas líneas maestras resumió nuestro predecesor, Pablo VI, en un notable documento…

Queremos proseguir con los esfuerzos ecuménicos, esfuerzos que constituyen para Nos el legado más precioso de nuestros inmediatos predecesores…

Queremos seguir practicando, con paciencia y perseverancia, el diálogo distendido y constructivo que el difunto Pablo VI convirtió en fundamento y programa de su acción pastoral…

Queremos, finalmente, apoyar todas las iniciativas buenas y loables que puedan fomentar la paz en este mundo agitado…»

Como todos los papas, al menos sobre el papel, Luciani rechazó el capitalismo extremo, aquel que, como exponía ya en 1976 siendo patriarca de Venecia, «es fuente de tantos sufrimientos, injusticias y luchas fratricidas». Pero, naturalmente, el cardenal rechazaba con tanta mayor convicción el marxismo/leninismo e incluso el «compromiso histórico» entre comunistas y cristianodemócratas, acentuando aquel mismo año que «El católico no puede, bajo ninguna circunstancia, dar su voto a los comunistas ni a aquellos socialistas bien conocidos, que les puedan servir de estribo en su ascenso al poder». También como teólogo era este hombre conservador. Propugnaba el celibato, condenaba el divorcio y el aborto, y aunque desaconsejó a Pablo VI que condenase la píldora anticonceptiva, apoyaba sin reservas lo expuesto en la Humanae vitae.

Como papa, desde luego, podía Luciano renunciar a la tiara, al trono y la silla gestatoria y hablar como un cura de aldea. Podía incluso provocar un estallido de carcajadas en el costoso auditorio de Pablo VI, diciendo, p. ej., «yo», en lugar de «nos» o declarando, horribile dictu, que Dios Padre era más bien Dios Madre. Lo que este «papa de los 33 días», hombre cuyas apariciones eran cada vez menos convencionales, outsider siempre sonriente y capaz de hacer sonreír al mundo, no pudo fue llegar siquiera a poner en práctica su programa o influir en la política. Apenas elegido mostró «cierto miedo» y tomó posesión de su cargo «con temor». Declaró «apesadumbrado» que «Nos parece como si hubiéramos puesto el pie sobre las olas, al igual que Pedro, y de puro temor ante la furiosa tormenta clamásemos con él: “¡Señor, sálvame!”».

¡Demasiado tarde! Ya había hecho presa en él una de aquellas muertes súbitas de las que no está en absoluto exenta la historia de los «Santos Padres». ¡Un simple infarto de miocardio, algo muy común en estos tiempos! Imposible, exclamó inmediatamente su secretario en Venecia, que conocía a su patriarca —quien antes de su viaje al cónclave se había sometido a un reconocimiento médico que no le detectó ninguna dolencia cardíaca— como caminante bien entrenado para sus excursiones por los Dolomitas. «Un hombre así no muere de un infarto al corazón». Otros exclamaron ¡Autopsia! Pero la Iglesia se remitió inmediatamente al derecho canónico. Sin tener razón, pues, lo que aquí se interponía como prohibición no era otra cosa que un tabú, la tradición vaticana. Y ni siquiera ésta carecía de excepciones, como lo demuestra la abducción de Pío VIII (en 1830).

A todo esto la persona afectada por aquel fallo cordial yacía allí, mitad contraído, con rasgos de dolor y el puño cerrado, mitad sonriente ante su misma muerte. Y es que en sus últimos días estaba enfrascado, lo que no era muy original pero sí algo obligado por el cargo, en la Imitación de Cristo. Y asimismo, también por imposición del cargo, en distintos textos de próximas alocuciones. Y según otra versión (indiscreta), muy ocupado también en importantes actas personales relativas al nombramiento de obispos. O bien… ¿para qué seguir? Ocupado en una u otra de estas actividades, el Señor lo llamó a su presencia. ¿Cuál sería en verdad esa actividad? ¡Si lo supiéramos! Seguro es, en todo caso, que tenía «la luz encendida». ¡Una actividad, pues, no compatible con la oscuridad! Constaba por lo demás que el secretario John Magee fue el primero en encontrarlo muerto: de mañana y muy temprano. Después, y también a hora muy temprana, la monja Benvenuta, a quien el mismo pontífice se había traído de Venecia: lo cual no quiere decir en modo alguno que ya antes de su muerte hubiera estado en el séptimo cielo, como ocurrió hace pocos años con el obispo Tort de París, que se durmió para siempre en un burdel, o con el cardenal Danielou que lo hizo junto a la danzarina de cabaret Mimi. Todos muertos en acto de servicio, entendámonos, en base a una urgente acción pastoral, a una cantas impostergable, como acentuaban las fuentes eclesiásticas con la seriedad requerida, y nunca tan a propósito como aquí, en asuntos de vida o muerte.

Pero cuando esas cosas ocurrían quien sonreía era ya Juan Pablo II, quien ya había ascendido resplandeciente a espectacular estrella internacional, a «superastro», a «papa del pueblo», a «héroe del pueblo», a «Juan Travolta del Espíritu Santo», en suma, a nuevo sumo sacerdote. No es casual que un F. J. Strauss se congratulase espontáneamente por su elección, con la esperanza de una gestión anticomunista más decidida. Esperanza realmente satisfecha por ese «polaco tan sociable», al que, posiblemente de manera exagerada, se ha calificado como la «figura papal más desagradable» desde Pío IX, pero a quien se puede considerar, sin apenas riesgo de equivocación, como la «más peligrosa» desde entonces. Un gélido misántropo, terco y reaccionario de mente estrecha, pero táctico ladino.

Mientras Juan Pablo II intenta, por una parte, mantener la simpatía de las clases dominantes y por la otra, y de forma simultánea, la de los obreros católicos, va concertando su política con los USA y no sólo por lo que respecta a latinoamérica. Este polaco de inclinaciones filogermanas favorece por doquier, y especialmente en Europa, los intereses de la potencia occidental más poderosa. Y es seguro que su llamada a la «reunificación de toda Europa bajo el signo del cristianismo», lanzada precisamente en Polonia, estaba más que meditada. Como también su alusión, también en Polonia, a los caminos del Occidente y del Oriente, acentuando al respecto que «nosotros los polacos escogimos ya hace mil años el camino occidental». Como lo estaba asimismo la oración recomendada a su país en el sentido de que «las fuerzas del ateísmo —las fuerzas de la muerte— no superarán a las fuerzas de la vida, a la luz de la fe». Bien sopesada estaba también su frase fustigando en 1980 al ateísmo como «peligro principal de nuestro tiempo» y la que comparaba la situación en los países gobernados por ateos con la antigua persecución de los cristianos en la Antigüedad, que por cierto tampoco fue tan terrible como hoy se intenta hacer creer al mundo.

El vehemente anticomunismo y antisovietismo de los dos últimos Píos y de sus seguidores, más o menos fieles a la línea de aquéllos, continúa con él y, en correspondencia con ello también la aspiración a debelar el sistema y el bloque estatal del Este y, en último término, a recuperar la Iglesia Ortodoxa. ¿Lo que se malogró pese a la I y a la II G. M., podría tal vez lograrse con una Tercera?

¿Sería precisamente el papado, centro directivo de una Iglesia que condujo o alentó millares de guerras, grandes y pequeñas, a lo largo de la historia el que se arredraría ante semejante eventualidad?

Pero incluso aunque llegase el día en que una institución así, que ha delinquido durante casi dos mil años, no se limitara meramente, por las causas que fuera, a predicar la paz, sino que la practicara realmente y ello le supusiera sufrir, menguar y devenir impotente por esa causa: a pesar de ello no gozaría de nuestro aprecio, porque impone dogmas falsos. Pero una Iglesia basada en la mentira y el engaño apenas podrá revelarse como éticamente útil. Seguirá siendo, más bien, lo que fue desde la Antigüedad, una Iglesia cuya auténtica denominación prohíbe el código penal: la religión de la buena nueva blandiendo el hacha de la guerra[34].