«Guardémonos de creer que estos esfuerzos pastorales que hoy forman de modo especial parte del programa de la Iglesia y a los que ésta dedica su atención y su desvelo significan un cambio en su enjuiciamiento de determinados errores difundidos en nuestra sociedad y ya condenados por ella, como es el caso del marxismo. Querer sanar una enfermedad contagiosa y mortal no significa que se haya cambiado de opinión sobre ella. Significa, más bien, que no se los quiere combatir únicamente desde la teoría, sino también desde la práctica» «No hay que admirarse de que muchas de las correcciones hechas por Pablo VI en la política eclesiástica de Juan XXIII hallaran el aplauso de Ottaviani y de otros conspicuos cardenales conservadores…, ni de que este papa permaneciese fiel a la, en general, permanente línea del Vaticano en lo que respecta a la política de poder, pese a que a veces intentase imitar la actitud más abierta, más positiva de Juan XXIII respecto al mundo, como si se limitase a darle algunos toques cosméticos, es decir, variando en el estilo y las palabras»
(Hubertus Mynarek)
«La alianza entre el tío Jonathan y el vicario de Cristo prudujo “frutos de especial bendición” cuando el primero se lanzo a la debacle del Vietnam —el golpe de política gangsteril más indecente que haya vivido este siglo después del desencadenamiento de la II G. M. por parte de Hitler y de las atrocidades que acarreó— con justificaciones inventadas a posteriori que, también esta vez, como tantes veces en la historia, había brotado previamente del cerebro de un “hombre de Dios”, en este caso el del cardenal Spellman de Nueva York»
(Helmut Haüsler)
La candidatura papal de Giovanni Battista Montini habría sido tomada muy seriamente en consideración por los cardenales ya en 1958. Ocurría, sin embargo, que el colegio de los purpurados estaba dividido en diversas fracciones después de la muerte de Pío XII: en «pentagonistas» y «antipentagonistas», en «capranicenses» y «lateranenses», es decir, en prelados del colegio aristócrata de Capranica y aquellos provenientes del seminario, más democrático, de Letrán; en «tradicionalistas» y en «reformadores», en italianos y en no italianos, fracciones que se solapaban a menudo entre ellas. Montini —tan influyente, no se olvide, que algunos cardenales se denominaban «montinianos» a diferencia, p, ej., de los «pacellianos»— no era por su parte, cardenal. El papa Pacelli lo había alejado sorprendentemente de la curia —pese a que había sido su discípulo durante muchos años— confinándolo en Milán, sede tradicionalmente cardenalicia, sin concederle jamás el birrete. Es cierto que de jure, por ser obispo, podría llegar a papa. De f acto no era posible. Pues desde el s. XIV, después de la elección de Urbano VI (13781389), sólo quien era previamente cardenal llegaría a ser papa. La elección de un obispo habría equivalido a la confesión, por parte de los purpurados, de que entre ellos no había ningún candidato más idóneo.
Con todo, la elección de Roncalli equivalía también a un éxito de Montini, puesto que aquél, bastante más viejo, había sido largos años subordinado suyo en su calidad de delegado apostólico y de nuncio, figurando entre los «montinianos». De ahí que cuando, poco después de su elección, nombró 23 nuevos cardenales el 23 de diciembre de 1958, fuese Montini el primero en verse favorecido por la púrpura. Cierto que el segundo fue el antagonista de Montini en la secretaría de estado, Tardini, a quien convirtió en su secretario de estado. Pues Pío XII rehuyó también conceder la púrpura a Tardini, razón por la cual éste hizo público todo un catálogo de penosas costumbres del papa Pacelli y ello justamente el primer aniversario de su muerte.
Después de la muerte de Juan XXIII, acaecida el 3 de junio de 1963 a las 7,45 de la mañana, 80 cardenales se reunieron en cónclave el 19 de junio. Sólo faltaban dos de ellos: monseñor C. M. de la Torre, de 89 años y obispo de Quito, por estar enfermo, y el húngaro Mindszenty, que no quiso abandonar la embajada americana en Budapest aunque le habían garantizado libre tránsito para su desplazamiento. Como era habitual el colegio mostraba desunión, dividido en conservadores, alineados tras su principal candidato Siri; moderados, favorables a varios curiales como H. Antoniutti, F. Roberti y C. Confalonieri y un grupo de «progresistas», entre los que figuraban el belga Suenens, el holandés Alfrink, el polaco Wyszinski, el austríaco König y los alemanes Bea, Frings y Dopfner junto a un total de hasta cincuenta cardenales más jóvenes. Su candidato favorito era Montini.
Toda vez que Spellman, uno de los más importantes «papahacientes», no era él mismo «papable» y que Montini, ya antes del cónclave, contaba con el apoyo incondicional de los cinco cardenales americanos y de los dos canadienses, la elección de este último se fue abriendo paso con creciente seguridad. Ya el cuarto escrutinio le dio la mayoría necesaria: uno de los cónclaves más cortos en la historia de la Iglesia. Parece, con todo, que, apretando los dientes y con voz temblorosa y apenas perceptible, pidió para sí y los electores una noche de reflexión. Ahora bien, cuando a la tarde siguiente uno de los conservadores más tenaces, Ottaviani, se pasó al campo de los «progresistas» y con gran sorpresa de todos pronunció un entusiasmado discurso saludando al nuevo papa, éste obtuvo 79 votos, todos menos el suyo. Camino de la loggia, Ottaviani aseguró en un tono suficientemente alto como para que lo oyese todo el que quisiera y con el bronco acento del dialecto romano: «¡Si supieran qué papa tan bonito. Qué bonito es!» y «¡Si supieran lo que yo he dicho!».
G. B. Montini nació en 1897 en Concesio, cerca de Brescia, como vástago de una familia de la clase media alta. Su madre pertenecía, igual que su marido, a una cofradía de peregrinos, a la Orden Tercera Franciscana. Era presidenta de la asociación de mujeres católicas de Brescia y según dicen rezaba el rosario tres veces al día. Giovanni Battista, cuyo primer hábito de ordenado provenía del traje de novia de aquélla, estaba especialmente marcado por su vinculación afectiva con ella. Su padre, Giorgio, era acaudalado, jurista, director de una editorial, escritor y fundador del periódico // citadino di Brescia, presidente de la unión electoral de los católicos italianos y durante algún tiempo diputado del Partito Populare, del cual era cofundador.
Al igual que su padre, el futuro papa quería ser un buen católico y patriota italiano. Él y sus amigos vivieron la I G. M.; era como una tempestad de acero, como una «aurora». «Queremos vivir, queremos triunfar. En las batallas de la patria, en las luchas por la fe». Tras el final de aquel infierno y el desplazamiento de las frontera de Austria más allá del paso del Breñero, Montini exigió apasionadamente la construcción de la primera universidad católica de Austria justamente en Trento, hasta entonces austríaco. «Seguro que en Trento… En Trento, donde hoy se unen las inolvidables tradiciones catolicolatinas con los trofeos de la victoria…». En situaciones difíciles, el joven e hipersensible Montini, se refugiaba, como haría más tarde con cierta frecuencia, en una enfermedad psicosomática aunque su tenacidad diese bastante de sí durante esas fases. Cuando el presidente Tito preguntó en cierta ocasión por la salud de Pablo VI a monseñor Cagna, el nuncio respondió: «Grade. E un malsano di ferro».
Montini, en cuyo pecho convivían varias almas, quiso al principio seguir los mismos pasos de su padre y hacerse periodista o parlamentario. En 1920, no obstante, fue ordenado sacerdote. Después estudió derecho canónico, tras superar con dificultades el examen de promoción, en la Universidad Gregoriana de Roma con el propósito de hacerse profesor. Sin embargo, un amigo de su padre, el subsecretario de estado en el ministerio de trabajo, Longinotti, le posibilitó, por mediación del cardenal Gasparria, el acceso a la Academia Pontificia de Diplomacia, que por entonces seguía llamándose aún Accademia dei Nobili. Después de una breve estancia en la nunciatura de Varsovia (1923), monseñor Pizzardo, a cuyas lecciones había acudido con celo Montini en la academia de la diplomacia papal, se lo trajo a la secretaría de estado, donde desempeñó su actividad como discípulo de los cardenales secretarios de estado Gasparri, Pacelli y Maglione, por espacio de casi tres décadas. En 1937 se convirtió en subsecretario de estado (Sostitoto) y tras la muerte de Maglione en 1944, en el colaborador más estrecho de Pío XII —juntamente con Tardini, el secretario de asuntos extraordinarios—, con quien tenía trato casi diario hasta el año 1954.
Aparte de su actividad como funcionario de la curia, Montini desempeñaba una actividad pastoral para estudiantes y académicos, en relación con la cual los católicos reaccionarios lo consideraban «de izquierdas» y antifascista. ¡Eso a la vez que desde su posición en la secretaría de estado colaboraba en la conclusión del concordato con los fascistas! Pío XI, que lo tenía en gran estima y gozaba de su profunda veneración, lo consideraba también como un instrumento para domesticar a los estudiantes «salvajes», opuestos a la colaboración con Mussolini[31].
En marzo de 1933 Montini abandonó, de manera no totalmente voluntaria, la actividad pastoral para dedicarse plenamente a la diplomacia. Muy reservado e igualmente perseverante en sus propósitos, ambicioso en su fuero interno, fue ascendiendo peldaño tras peldaño en la burocracia vaticana. No solamente se hizo una amplia idea de la colusión de factores políticos, sino que poseía también conocimientos sorprendentemente detallados, algo que también impresionaría más tarde, una vez cabeza de la Iglesia, a muchos de sus visitantes, pero que en él surtían más bien el efecto de dificultarle sus tomas de decisión.
Aunque Montini hizo carrera bajo el secretario de estado y posterior papa Pacelli, éste lo dejó caer al final bajo presión, al parecer, de su familia, dado que el callado pero influyente sostitoto se les habría interpuesto en su camino. La caída de Montini se habría decidido durante una reunión, el 20 de septiembre de 1954, de los príncipes Cario y Marcantonio Pacelli con los cardenales Canali, Spellman y Pizzardo, amén de otras personalidades prominentes de la curia y de la hermana Pascalina, designada a veces como el único hombre del Vaticano. La aquiescencia del papa la habría obtenido a la mañana siguiente el consejero general del Vaticano, Cario Pacelli, su sobrino favorito y persona que podía entrar cuando le apetecía en el despacho privado del tío.
El sostitoto relegado, aunque consagrado arzobispo por el cardenal Tisserant en la catedral de San Pedro, se hizo cargo en Milán de la mayor de las diócesis italianas. Cargo difícil en el que le había precedido el cardenal Ildefonso Schuster, un glorificador de Mussolini, que falleció poco antes. «Es más fácil ser papa en Roma que obispo en Milán», había manifestado ya Pío XI. Al llegar al límite de su diócesis y ante la mirada pasmada de sus acompañantes, Montini cayó de rodillas y besó el suelo. «Hace un gran esfuerzo por dejarse llevar de un arrebato», ironizó un publicista francés. Con todo, el nuevo arzobispo milanos dominó la situación a lo largo de la década siguiente. En la misma diócesis de donde partió el proceso de beatificación de su antecesor, que tanto hizo por los fascistas, pasaba él ahora por ser un «moderno obispo de los trabajadores», casi por «izquierdista» o incluso por «rojo»: aunque no lo fuese ni por asomos, como tampoco lo fue en su tiempo Ketteler, el «obispo de los trabajadores», de Maguncia.
Rezaba sin embargo con mucho énfasis para que «el estruendo de las máquinas se volviera música y el humo de las chimeneas incienso» y se aproximaba con celo «ai lontani», a quienes se habían alejado de la madre Iglesia, los que se habían hecho extraños a la misma, entre los que contaban y en proporción no precisamente minoritaria, los obreros.
Montini contaba, a todas luces, con su seguro ascenso al papado. Estaba, cuando menos, excelentemente preparado para el evento. Aunque en el momento de su elección no diese abasto de puro ocupado, al día siguiente estaba ya promulgando un mensaje programático, brillantemente compuesto, bien formulado, cuajado de citas, en el que calificaba la prosecución del concilio como la «más preclara de sus tareas», no sin dejar entrever que éste no sería únicamente el concilio de Juan XXIII, sino también el de Pablo VI. Adoptó, por cierto, el nombre de Pablo porque, al igual que el apóstol de ese nombre, quería «ser todo para todos», en relación con lo cual intentaba reunir en su persona los dones de aquellos a quienes había servido: Pío XI, Pío XII y Juan XXIII.
Por lo pronto, desde luego actuó como continuador o incluso como partidario de su inmediato antecesor, quien por su parte había sido ya un «montiniano», sólo que Juan había alcanzado ya tan tremenda popularidad global que Pablo adoptó ahora el «giovannismo» con la sola y evidente esperanza de salir adelante con él. De ahí que dondequiera que se presentase la ocasión hacía lo que también haría Juan XXIII, intentando incluso superarlo. Si Rocalli gustaba de las salidas fuera del Vaticano, aunque la primera de las cuales no tuvo lugar sino algunas semanas tras su elección, Montini hacía ahora su primera salida al día siguiente de ser papa y a partir de ahí las repitió varias veces a la semana. De esa manera también él se ganó un epíteto, el de «fiying Paúl», pues no se limitaba como Juan a emprender de vez en cuando una gira en tren, sino que recorría el mundo en «jet»: vuelos espectaculares a la ONU, Nueva York, al Consejo Universal de las Iglesias, Ginebra, a Asia y a África pese a que no cosechase con ello mayores frutos que los recogidos por Juan con sus peregrinajes hacia Loretto o Assisi. Y si éste saludaba cotidianamente a las personas reunidas en la plaza de San Pedro desde la ventana de su dormitorio. Pablo hacía lo mismo, pero desde un piso más bajo para estar aún más cerca del pueblo. Pronto estarían de moda los «papas para tocar desde cerca».
Más esenciales eran, por supuesto, otros puntos de contacto: no solamente la prosecución del concilio, sino también, en su mensaje programático, la marcada orientación hacia la clase obrera, hacia los pobres; la preocupación por los países subdesarrollados y la unidad de los cristianos.
Pero Pablo no era Juan, sino un «vicario» torturado por la duda y escindido en sí mismo, un temperamento algo agriado de] que Tardini, en otro tiempo su más estrecho colaborador, dijo al parecer que «cómo podría reírse éste, si no tiene boca para ello». Era una especie de figura hamletiana, un intelectual que como antiguo sostitoto, no solamente leía las actas que le ponían sobre su mesa sino muchas cosas más, incluidos muchos libros que sus predecesores habían puesto en el índice: era, probablemente, el primer hombre moderno sentado sobre el solio pontificio, un sacerdote que apenas podía ocultar a los ojos del público sus apremios y desgarrones internos y poco apto, por ello, para ganarse las simpatías de las masas. «La gente nota esa sensación de nerviosismo, cansancio y angustia que trasciende de él, que no es un sanguíneo ni tampoco uno de esos santos legendarios que, propiamente, uno sólo se los puede imaginar como fuertes. No parece que él se avergüence de su debilidad y en boca de algunos contemporáneos reflexivos, especialmente en la misma Italia, la afirmación de que el papa había vuelto a llorar no sonaba tan malévola como en labios de sus enemigos en la curia… Como hombre moderno Pablo está más abierto a los miedos que a las esperanzas de esta época. Al mismo tiempo, no obstante, se presenta casi como un creyente ingenuo en el progreso, concede audiencia a astronautas, se entusiasma por los viajes espaciales y da su beneplácito al primer trasplante de corazón al recibir también al astro de la cirugía, Bernard. Quiere más de lo que puede conseguir y, simultáneamente, consigue menos que su predecesor. En comparación con Juan, él ha de enfrentarse a conflictos más graves, a cuyo origen, desde luego, no es ajeno él mismo». Indeciso, timorato y suspicaz, por una parte, y celoso de su autoridad y neoabsolutista, por la otra. Pablo VI —a quien Roma le atribuía, entre otras cosas, una versatilidad gatuna (é un gatto)— no tardó mucho en abandonar el «giovannismo» plegándose en seguida a la vehemente reacción conservadora. Y aunque su cambio desde el «giovannismo» —que tampoco era en el fondo aquello por lo que muchos lo tenían— hacia el semper Idem, le hiciera aparecer —y en muchos casos lo era realmente, igual por lo demás que cualquier persona que piense— como vacilante, en el plano doctrinal sin embargo siguió siendo inflexible. Inflexible era asimismo en las cuestiones disciplinares y morales derivadas de aquel, Y es que si él, o cualquier otro papa, tachasen algo esencial en la cristología, la eucaristía, el pecado original o reconociera, un solo error en todo ello —¡y todo ello no es un simple error, sino algo peor!— todo el edificio dogmático se resquebrajaría de golpe. Había, pues, razones para afirmar que para la Iglesia lo decisivo no era el hombre Montini, sino el papa Montini. «Y aunque Montini sea en gran medida un espíritu que inquiere, su inseguridad desaparece en el mismo momento en que se pone en juego la doctrina católica tradicional. En este punto, él exige la sumisión a la autoridad… Obediencia. El papa no puede por menos de ver que son cada vez más los hombres que rechazan esta autoridad y desechan las tradiciones de esa Iglesia, pero los factores responsables de ello están, para él, sólo en proporción mínima en la propia Iglesia, habiéndose de buscar primordialmente en el modo de pensar de los hombres modernos».
De ahí que a pesar de sus simpatías por muchos de los logros más recientes del mundo Pablo deplorase insistentemente la corrupción del mismo, su relativismo, su materialismo. De ahí también que abogase tenazmente en pro de las decisiones del magisterio eclesiástico, por la infalibilidad ex cátedra del papado, por su autocracia. En suma: no cedía ni uno solo de los privilegios conseguidos por la Iglesia por más que algunos fuesen resultado de sangrientas luchas seculares y del uso de arterías. En vez de ello combatió, unido a la curia, contra el principio de colegialidad, apoyado por la mayoría conciliar y en su día por Juan XXIII, y en favor de la minoría conciliar reaccionaria y de la consolidación de la posición del papa. Es así como impuso un «reditus ad domum», un retorno al romanismo y al papismo, trayectoria que se inició ya a finales del otoño de 1963.
Hablar aquí de «vuelco» sería excesivo. Pablo mismo hablaba de «un salto hacia adelante» por parte de la asamblea obispal, pero acentuaba con razón que aquélla no había aportado «nada nuevo en sentido propio», ni por lo que respecta a la libertad de religión o al ecumenismo, ni tampoco respecto a la revelación. Que la Iglesia hubiera avanzado aceleradamente en los cuatro años de concilio era sólo una apariencia, pero hizo, con todo, esta salvedad: «La asamblea no hizo esto para, digamos, decir cosas realmente nuevas, —nova— sino para reenfocar mejor, para resaltar, desarrollar y formular lo que fue siempre el pensamiento de la Iglesia y estaba contenido en el evangelio… Pues aun cuando determinados modos de proceder, de pensar o de sentir, aunque determinadas expresiones sean nuevas, lo son únicamente a fin y efecto de que lo que siempre se aceptó lo siga siendo en mejor grado y medida. Ante todo, para que concuerde mejor con las exigencias de la época actual… El concilio ha abierto nuevos caminos, ha esparcido su semilla e indicado direcciones. La historia nos enseña, no obstante, que las épocas postconciliares son épocas de estancamiento y confusión».
Confusas son, por lo pronto, las propias manifestaciones del papa, quien por una parte, en el mensaje programático lanzado a la faz del mundo al comienzo de su pontificado, resaltó el deber de la Iglesia de interesarse más por la suerte de los obreros, de los pobres, de los desamparados, y por la otra, acabado ya el concilio, recalcaba ante el filósofo J. Guitton que: «Incluso entre los círculos cristianos son muchos los que piensan que la Iglesia se esfuerza por una mejora del mundo. Pero la meta del cristianismo no es la mejora del mundo, del mundo material, perecedero… Vd. sabe bien que a medida que los esfuerzos puramente materiales se aproximan a sus objetivos menos satisfacen la necesidades esenciales de la vida». Dicho con mayor claridad: cuanto peor le vaya a los pueblos, mejor le va a la religión.
Ya la encíclica inaugural de Pablo, la Ecclesiam suam, publicada entre el segundo y el tercer período de sesiones conciliares, el 10 de agosto de 1964, se apartó en buena medida de ciertos conatos de pensamiento crítico y autocrítico aún recientes. El papa podía, en verdad, declarar que «la expresión, consagrada ya para el futuro, de nuestro venerado Juan XXIII de feliz memoria, el “aggiornamento”, es decir la adaptación a las necesidades actuales, es algo que Nos tendremos siempre presente como programa y directriz», pero el mismo concilio sufrió un sensible frenazo, pese a que Pablo dejaba de inmediato «la libertad del estudio y de la palabra …a la alta e inspirada asamblea» para añadir acto seguido que «nos reservamos el momento y el modo y manera de emitir nuestro juicio». Ergo: el concilio puede decir lo que quiera, pero es el papa quien decide. Pese a todo el parloteo acerca del principio de colegialidad, la potestas papal, su poder absoluto, quedó consolidado. Por más que Pablo VI sólo mantuviera la exigencia de que sus funcionarios hicieran una sola genuflexión cuando se aproximaban al solio (antes eran tres) y por más que él no hiciera arrodillarse a sus empleados ante su escritorio, como hacía Pío XII, ni tampoco ponerse de pie, como hacía Juan XXIII, sino que los dejaba estar sentados, en el plano doctrinal era él quien tomaba las decisiones sin que tuviera para que ello que tomar a nadie en consideración. Podía tomar en cuenta la colegialidad de los obispos, pero no estaba obligado a ello. Podía, por el contrario, ejecutar acciones (quosdam actus facere) para las que sus prelados no estaban facultados nullo modo. El Pontifex Romanus tiene la preemenencia en la dirección (ordinare), el fomento y la aprobación de las actividades colegiales (exertitium collegiale) con vistas al bien de la Iglesia (intuitu boni Ecclesiae) según su propio criterio (secundum propriam discretionem). Según la constitución dogmática sobre la Iglesia, «Lumen gentium», «El Sumo Pontífice como pastor supremo de la Iglesia puede ejercer sus plenos poderes (potestas) en todo momento (omni tempore) según le plazca (ad placitum), según lo exija la necesidad de su cargo». Aunque no se hiciera realidad el deseo de uno de los teólogos conciliares, Ward, a saber, el deseo de poder leer cada mañana en la prensa una declaración infalible del papa, el primado de éste, su poder preeminente, perduraba sin merma alguna.
De ahí que el concepto de obediencia volviera a jugar un gran papel y que Pablo VI exigiera de los «cristianos modernos», con mayor insistencia aún que de «los cristianos de ayer» «disposición a la obediencia». Ésta se convirtió, por así decir, en preceptor primordial y los obispos reunidos fueron ahora los primeros en exigir que «el cumplimiento de las normas eclesiásticas y la obediencia frente a los superiores legítimos sea voluntaria y alegre, como es debido en los niños que, siendo libres, obedecen por amor. El espíritu de independencia, de crítica y de rebeldía se compagina mal con el amor que debe animar una vida en comunidad».
Y es que el Estado Vaticano, en el que «la Iglesia Católica a través de su administración central, el papa y la Sede Apostólica, ejercen su misión por la verdad, la justicia y la paz» (Así se puede leer en un recentísimo prospecto de propaganda para turistas), ese estado no ha signado aún, en la segunda mitad del s. XX, la Declaración sobre los Derechos Humanos.
Ni siquiera la libertad de conciencia y de religión concedida por el estado fue reconocida sin restricciones por el concilio, pues la Iglesia Católica la rechazaba en su conjunto porque aquélla conduce a «la fácil corrupción de las costumbres y carácter de los pueblos y a difundir la peste del indiferentismo» (indifferentismi pestem propagare). Es cierto que el II Concilio Vaticano declaró que todos los hombres deberían quedar libres (¡inmunes!) de toda coerción (coercitio) y de cualquier imposición humana (humana potestas) «de modo que en cuestiones humanas nadie pudiera nunca ser coaccionado a obrar contra su conciencia (contra suam conscientiam) ni pública, ni privadamente, ni personal ni colectivamente (aliis consociatus) dentro de los necesarios límites (intra débitos limites)». Decisiva es aquí, sin embargo, la restricción «dentro de los necesarios límites» o, como se dice en ese mismo contexto, «en el presupuesto de que se preserve el justo orden público». Pues los «necesarios límites» y ese «justo orden público» se entienden aquí, naturalmente, en el sentido que les da la Iglesia romana.
Incluso respecto de aquellas importantísimas cuestiones, las que más conciernen a la humanidad, resultó el Segundo Vaticano un completo fiasco, como podía preverse fácilmente. Ni siquiera fue capaz de dar una respuesta satisfactoria, o al menos inequívoca, a problemas tan acuciantes como el control de natalidad o la prevención de la guerra. Claro está que una natalidad alta se necesita, entre otras cosas, para emplearla en las guerras y las guerras se declaran, entre otras cosas, para regular la natalidad.
El Pontifex Maximus guardó silencio mientras duró el concilio acerca del problema del control de natalidad, pero reiteró, sin embargo, que «próximamente» adoptaría una decisión al respecto. La asamblea obispal no condenó los anticonceptivos. El cardenal Suenens, uno de los conciliares con intervenciones más numerosas, pudo impedirla con éxito. «Os invoco, hermanos, a evitar un “nuevo proceso de Galileo”. La Iglesia tiene ya bastante con uno».
Una comisión de estudios designada por Juan XXIII, compuesta por 60 especialistas (médicos, sociólogos, psicólogos, teólogos, economistas y progenitores) fue disuelta a principios de marzo de 1966 y sustituida por una comisión papal. Compuesta entonces por 7 cardenales y 9 arzobispos, negó finalmente por gran mayoría «que todos los medios anticonceptivos sean en sí mismos ilícitos». Ottaviani, presidente de la comisión, no tenía el menor deseo de presentar a su amo semejante votación por lo que hubo de encargarse de ello el cardenal Dofner, uno de los vicepresidentes. Algunos meses después, sin embargo, el papa decidió en contra de ese veredicto y a favor de la minoría agrupada en torno a Ottaviani.
En la encíclica Humanae vitae del 25 de julio de 1925, Pablo solo concedió que «los esposos tomaran en consideración los días no fértiles» y rechazó expresamente «el uso directo de medios anticonceptivos, como algo siempre ilícito», incluso «aunque se aduzcan razones de peso y honorables en su favor». La obligación de obedecer en este punto viene impuesta, ya es curioso, «no tanto por los argumentos aducidos en su favor como por la luz del Espíritu Santo de la que están dotados en especial los pastores de la Iglesia a la hora de exponer la verdad».
La curia fue tan lejos que el secretario de estado de Pablo, el francés Villot instruyó a todos los nuncios y a los representantes permanentes del Vaticano en la ONU y en las organizaciones de ella dependientes para que sabotearan los programas de control de natalidad de diversos gobiernos. Eso pese a que la regulación consciente de la natalidad es un requisito imprescindible de la conducción de la vida humana y lo contrario constituye ya de por sí un crimen. Tanto más a la vista de los millones de personas que mueren de hambre cada año y de las vertiginosas tasas de crecimiento demográfico de la humanidad. De ahí que esa encíclica suscitase, como pocas en el pasado, agrias protestas en el seno mismo de la Iglesia. «La elevación a los altares del sistema Ogino-Knaus, representada por la compañía de actores del asilo de ancianos de San Pedro de Roma bajo la dirección del papa Pablo VI», ironizaron incluso algunos católicos.
La encíclica causó también la indignación de no pocos teólogos, algunos de los cuales fueron puestos en vía muerta y otros hubieron de resignarse, como el demógrafo y «misionero de los Millhill» A. Mc Cormack, quien de manera tan reiterativa como inútil solía dar un toque de atención en la secretaría de estado acerca del alarmante crecimiento de la población en los países subdesarrollados. O el prelado alemán, P. Adenauer, hijo del canciller federal, que había sido propuesto como presidente del grupo de trabajo «Population» dentro de la comisión pontificia de estudios Iustitia et Pax, pero que no había sido aceptado en las alturas por su actitud respecto a la Humanae vitae y al problema del control de natalidad.
Más lamentable aún, si cabe, parece la declaración conciliar sobre la guerra, aunque concediera, eso sí, que «es escandaloso que tantas guerras del pasado fuesen aceptadas en buena conciencia e incluso con facilidad por personas que se llamaban seguidores de Cristo. ¡Cuán dañoso es el ejemplo dado por Europa al mundo, siendo ella cristiana en cuanto a la mayoría de su población, desencadenando dos guerras mundiales que fueron en un principio guerras europeas! El clero lleva en ello su parte de responsabilidad por no haber trabajado suficientemente en la educación por la paz y haberse dejado arrastrar él mismo, en hartas ocasiones, por ideas nacionalistas» ¡Con la aprobación de todos los papas como hemos mostrado hasta la saciedad! Pero por más que algunos de los oradores de los debates calificaran de anacrónica la teoría sobre la guerra «justa» e «injusta» o, en general, todas las teorías eclesiásticas sobre la guerra, por lo que respecta a esta controversia el concilio no pasó más allá de las apelaciones abstractas, no vinculantes, de vagos consuelos para el futuro, de bellas esperanzas.
En vez de prohibir la guerra exigía únicamente que «preparemos con todas nuestra fuerzas aquel momento en el que mediante acuerdo de todas las naciones toda guerra pueda ser totalmente proscrita (bellum quodlibet omnino interdici possit). Para ello es necesario, desde luego, que se establezca una autoridad mundial reconocida por todos (publica auctoritas universalis) con medios eficaces que garanticen la seguridad, la preservación de la justicia y el respeto a los derechos en favor de todos. Antes de que esa autoridad, digna de todo esfuerzo, pueda ser establecida todos los gremios internacionales del presente deben dedicarse intensamente a buscar medios más adecuados en la consecución de la seguridad de todos».
Ni la guerra ni la carrera de armamentos fueron condenadas por el concilio. Opinó, eso sí, que todos «tenían que cooperar para que la carrera armamentista acabe de una vez. Para que el desarme pueda iniciarse realmente no es necesario obrar en solitario, sino dar en condiciones de igualdad aquellos pasos fijados mediante tratados debiéndose al respecto prever auténticas y eficaces garantías». «La carrera armamentista es un peligro de extraordinaria gravedad para el mundo y una herida insufrible para los pobres. Es de temer, si persiste así, que llegado el día provoque la mortal desdicha para cuya realización prepara ya los medios necesarios».
En suma: se dice lo que todo el mundo sabe ya desde siempre. No se condena nada ni tampoco se prohíbe nada a los católicos. Al contrario: la jura de bandera permanece en vigor y también la acción pastoral castrense y la obligatoriedad del servicio militar. En este importantísimo aspecto todo continuó como antes. Los conflictos bélicos se fueron sucediendo como siempre: entre la India y el Pakistán, entre China y la URSS, entre turcos y griegos, entre Somalia y Etiopía, en el Oriente próximo, la guerra de Biafra, la guerra de Indochina, próxima ya a completar su tercera década etc. Y si se produjera una Tercera Guerra Mundial, ¿acaso no prestaría la Catholica sus servicios de cómplice, conchabándose con cada antagonista como en la primera y en la segunda?
Pablo VI que, como dijo a raíz de su coronación, «consideraba una obligación y un honor el no defraudar las inmensas esperanzas suscitadas por Juan XXIII», intentaba aparentemente proseguir la política hacia el Este iniciada por su predecesor. Es más, se mostraba optimista a la vista de la situación «de los hermanos e hijos» de aquella zona, a quienes él exhortaba «a llevar con especial abnegación la cruz de Cristo a la que seguirán, de ello estamos seguros, los albores espléndidos de su resurrección».
En realidad, la actitud de los comunistas volvió a hacerse más rígida. Es cierto que a la muerte de Roncalli la bandera roja ondeó a media asta en la sede central romana del PCI, pero la prensa comunista, y no sin razón, temía que la curia iniciara ahora una política más reaccionaria, algo que aquélla ya dejó entrever incluso antes de la elección de Montini como papa. El optimismo mostrado por éste, sus muestras de buena voluntad, les quitaba ahora el viento de popa para acusarlos luego, ya iniciado el rumbo contrario, de ser ellos los culpables.
Pues por más que el papa respondiese a un telegrama de felicitación enviado por Krutschov, intercambiara notas con el gobierno soviético a principios de 1964 y diera las gracias a W. Ulbricht por su felicitación de Año Nuevo, él veía a la «Iglesia del silencio» «hablar únicamente a través de sus sufrimientos… que la convertían en una comunidad sometida, humillada en la que los derechos del espíritu resultaban violados por aquellos que tenían el poder en sus manos. Si iniciáramos un diálogo bajo estas circunstancias, no conduciría a nada y no podría ser otra cosa que una “llamada en el desierto”».
Todos los contactos con el Este, cultivados como decía el «ministro de AA. EE.» de Pablo Casaroli, «como si fuesen un movimiento difícilmente irreversible», sólo sirvieron, por lo demás, al objetivo de asegurarse ciertas ventajas para mantener en pie el catolicismo y su práctica. La disposición al diálogo se vio fomentada por la convicción de que no había que contar, a corto plazo, con el hundimiento de los países comunistas. La meta última de la política vaticana cara al Este siguió siendo, naturalmente, la recuperación de la Iglesia Ortodoxa Rusa. El cardenal de Viena, Konig, que en su tiempo operó asimismo tras el telón de acero, preveía ciertamente que el proceso sería penoso y difícil. Según él, no obstante, los comunistas habrían aprendido que no era posible aniquilar a la Iglesia con persecuciones, con las que sólo se conseguía, a lo sumo, reducirla a una existencia en las catacumbas. Tendrían, pues, que hallar los medios y caminos de tolerarla bajo las condiciones más favorables para ellos.
Así se fueron normalizando, verbigracia, las relaciones entre Roma y Belgrado, donde el 25 de junio de 1966 Casaroli pudo restablecer mediante un acuerdo la autoridad de los obispos sobre los católicos yugoslavos. El Vaticano, en todo caso, se obligó por vez primera a respetar expresamente la legislación de un estado socialista y, lo que es más, a hacer constar en acta —lo que en sí era una obviedad, pero adquiría pleno sentido con el trasfondo de las masacres antiserbias— que desaprueba y condena «cualquier acto de terror político o toda forma similar de violencia criminal» y que está dispuesto «a adoptar las medidas pertinentes» en el caso de que algún sacerdote católico tuviera en ello participación. Esta frase, palabras de Civiltà Cattolica en un comentario oficioso, «no arroja sobre el clero yugoslavo sombra alguna, ni el reproche mirando al pasado, ni la sospecha, mirando al futuro».
Después de que Pablo VI recibiese al primer ministro yugoslavo, M. Spiíjak, el presidente Tito concedió también al papa una visita oficial. Pero mientras este último calificaba de «benéfica» aquella «reaproximación» esperando «posteriores resultados aún más positivos». Tito calló acerca de las relaciones secretas entre Estado e Iglesia. Había comenzado ya la «Primavera Croata» y un movimiento independentista radical se extendía por doquier, movimiento al que, una vez más, no era ajeno el clero.
En 1963 y en 1964 la curia inició también negociaciones con el gobierno húngaro de J. Kadar, en cuyo entorno, se dice, las iglesias se llenaban más que en la ciudad del papa. A mediados de 1964 ambas partes se obligaron a proseguir las conversaciones con la meta de llegar a nuevos compromisos. De mutuo acuerdo fueron nombrados cinco obispos que obtuvieron sedes que llevaban muchos años vacantes y que prestaron de inmediato juramento de fidelidad al pueblo y a la constitución. El 13 de noviembre de 1975 el papa recibió al primer ministro húngaro, Lazar, a raíz de lo cual ofreció «una armonía leal entre Iglesia y Estado». El 9 de junio de 1977 recibió en audiencia al secretario del partido, J. Kadar.
También en Praga, donde se seguía considerando al Vaticano como una máquina de guerra anticomunista y donde la contrapropaganda era más visceral que en cualquier otro país del Este —con la excepción de Albania— se había distendido algo la situación. El arzobispo Beran, en arresto domiciliario desde hacía muchos años, y otros obispos habían salido de los monasterios donde se les confinó. Tres prelados pudieron asistir al concilio, donde Beran pudo declarar, y no para alegría de los «padres», que en su patria «la Iglesia Católica parecía estar pagando ahora por las faltas y pecados contra la libertad de religión cometidos tiempo atrás en su nombre. Por la condena a la hoguera del sacerdote Huss, verbigracia, en el s. XV y por la conversión violenta de una gran parte del pueblo checo a la fe católica en el s. XVII».
Después de la «Primavera de Praga» de 1968 y de la intervención de los estados del Pacto de Varsovia, el Vaticano se mostró tan defraudado como cuando fracasó la rebelión húngara. Con «gran amargura y profunda preocupación», deploró el papa el 22 de agosto, el hecho de que «una vez más parecen ser las armas las que deciden sobre la suerte, la independencia y la dignidad de un pueblo». «Este atentado contra la intangibilidad de un pueblo nos entristece profundamente». También el 1 de septiembre veía el papa «profundamente heridas la independencia y la dignidad nacionales y amenazada la seguridad de otros países», hablaba de la «tribulación policial», pues «a la vida estatal de un pueblo se le ha impuesto… una voluntad ajena a él».
Durante los últimos años del pontificado paulino se produjeron ciertamente nuevos contactos entre Casaroli y Praga, pero ésta no hizo otra cosa que establecer restricciones, pues conceder «libertad de acción» al catolicismo, escribía el ministro de cultura eslovaco, J. Hajek en un artículo programático de 1972, «significaría que aquél podría dar plena expresión a sus formas de pensar antisocial, anticomunista y antinacional». Del otro lado, el papa criticó a finales de 1975, en un mensaje navideño, el hecho de que en Checoslovaquia, en Rumanía y en ciertas zonas de la URSS, «se daban desde hacía años situaciones muy deformadas» esperando «soluciones aceptables», aunque él, desde luego, no llegaría a verlas.
También en Polonia, donde el clero llevaba años siguiendo un sinuoso camino de intrigas, se volvió a endurecer la situación.
A raíz de las celebraciones por el milenio de la cristianización los obispos habían invitado, entre otros estados, a la República Federal, dejando entrever al respecto que ellos defendían las nuevas fronteras polacas, pero que perdonaban a los alemanes su pasada conducta. La prensa polaca reaccionó tanto más irritada cuanto que el cardenal Wyszinski no había aceptado la cesión de los territorios del Este a la URSS y seguiría considerando a los católicos polacos como bastión contra el comunismo.
De ahí que Gomulka declarase el 14 de enero de 1966 ante el pleno del comité central del Frente Nacional que Wyszinski se proponía usar el jubileo por el milenario como «arma contra la República Popular de Polonia». Llama al país «bastión del cristianismo», pero ¿qué es un bastión?… ¿y qué hay al otro lado del bastión? Al otro lado está la Unión Soviética; al otro lado están, en palabras del cardenal, el impío ateísmo y el comunismo. «Nosotros, el bastión, debemos aliar a Polonia con el occidente». Afirmación que daba plenamente en el blanco. Gomulka se permitió dar a su antagonista algo así como unas lecciones de repaso en la asignatura de historia. Acentuó, verbigracia, que «también en el período entre guerras se le impuso a nuestro país el papel de “bastión”, como fortaleza antisoviética, por parte de las clases explotadoras, unidas a la jerarquía eclesiástica. El resultado de todo ello fue que las hordas de la soldadesca hitleriano-fascista con la consigna “Dios está con nosotros” en su correaje y con la bendición de los obispos católicos alemanes invadieron Polonia y causaron un baño de sangre entre el pueblo polaco».
A Wyszinski se le recordó asimismo que la revista Ateneum Kaplanskie, de la que él fue redactor, había escrito en pleno año 1938 —lo cual encajaba perfectamente con la política católica previa al estallido de la II G. M. y a la invasión nazi de la URSS— que «El Tercer Reich actual no constituye meramente un sistema político, sino que ha emprendido la titánica empresa de realizar grandes ideas que deben dar origen al renacimiento de la humanidad… Gracias a ello Alemania es, juntamente con Italia, portavoz de una ideología de alcance antropológico universal. Merced a su resistencia contra el comunismo internacional ha ido fortaleciendo su posición política… Con su actitud anticomunista, el nacionalsocialismo alemán ha contribuido a contener el peligro de una Europa bolchevique. En este sentido ha contraído méritos ante toda la humanidad».
La lucha del año 1966 en torno a la petición de reconciliación hecha por los obispos polacos a los alemanes occidentales se condensó de este modo en la declaración del primer ministro polaco, Cyrankiewicz: «A los genocidas nazis se les ofrece el perdón cristiano, al comunismo, lucha sin miramientos». Pero justamente en Polonia, el Estado y la Iglesia estaban supeditados el uno al otro y no tardó mucho en producirse una aproximación. En 1967 monseñor Casaroli emprendió un viaje de siete semanas por el país y a comienzos de los años setenta entabló negociaciones en Varsovia y durante un discurso de sobremesa, en 1974, dejó constancia de la «real y plena normalización de las relaciones» entre la Iglesia y el Estado.
Cuál era el auténtico estado de cosas se puso prontamente de manifiesto con la lucha emprendida contra el régimen por parte de L. Walesa y de su sindicato, lucha a la que nadie dio tanto apoyo como el catolicismo polaco, sus obispos y su primado, quien de seguro sustentaba la misma concepción que él mismo formuló en 1957 ante sus sacerdotes con estas palabras: «Si Polonia se cristianiza se convertirá en una fuerza moral tan enorme que el comunismo se derrumbará por sí mismo… Polonia mostrará al mundo entero por qué lado hay que atacar al comunismo y el mundo entero le estará agradecido».
La Iglesia prosiguió impertérrita con su vieja política anticomunista y antisoviética: a pesar de los encuentros en la cumbre. En abril de 1966 Pablo VI recibió por vez primera en el Vaticano a un ministro soviético, A. Gromyko, y habló con él durante tres cuartos de hora, tiempo insólitamente largo para una audiencia papal. Ahora bien, L’Osservatore Romano comentó la audiencia con palabras bien significativas: «La audiencia del 27 de abril no significa que el pastor supremo de la Iglesia se muestre menos firme en el ejercicio de su misión apostólica… Las valoraciones políticas y las oscuridades dialécticas no deben minar la convicción de que la posición de la fe católica y la del comunismo ateo son entre sí inamovibles».
A finales de 1967 el papa recibió por vez primera al jefe de estado de un país comunista, a N. Podgorny, presidente del Soviet Supremo y condecorado con la orden de «Héroe de la Unión Soviética». Ambas personalidades aseguraron hallarse «muy felices» con este encuentro. Pablo expresó incluso su esperanza «de un nuevo encuentro» y Podgorny batió palmas, la manera rusa de asentir. La «Pravda» del Vaticano, desde luego, calificó aquella entrevista de mero «encuentro», no de visita oficial, y no trajo ningún texto de los parlamentos sino una única frase de la entrevista.
El papa siguió conferenciando, en todo caso, con Gromyko, con quien se topó por vez primera en Washington en 1965. El papa había hablado el 4 de octubre ante la asamblea plenaria de la ONU y también con el presidente Johnson. En la entrevista con Gromyko apretó la mano de éste durante un buen rato. El 12 de noviembre de 1970 el papa volvió a recibir al ministro soviético de AA. EE. en el Vaticano para una «conversazione», comentada así por L’Osservatore Romano: «La suposición de que el encuentro con un ministro soviético significa concluir un compromiso con el materialismo ateo equivaldría a suponer un ánimo vacilante en lo moral y en lo espiritual, algo muy contrario a la naturaleza de la Santa Sede». En febrero de 1971 Casaroli viajó a Moscú a firmar el Tratado de no Proliferación de las Armas Nucleares y el 21 de febrero de 1974 el papa volvió a conceder una audiencia a Gromyko.
Todo ello suscita la impresión de que Pablo se esforzó en mayor medida aún que Juan por hallar contactos con el Este. Pero si ya la política de este último no era lo que aparentaba, menos aún lo era la de aquél. El 12 de septiembre de 1965, un año después de la consecución del Agreement con Hungría y apenas otro antes de que se lograra el modus vivendi con Yugoslavia, el papa predicó en la basílica subterránea situada junto a la entrada de las catacumbas de Domitila acerca de aquellas iglesias que «siguen hoy viviendo en las catacumbas», en los regímenes ateos y totalitarios, bajo el poder de perseguidores que al igual que en los primeros siglos «quieren imponer sus “verdades” y sofocar todo pensamiento que disienta del suyo por medio de la violencia física y con el peso de todo un aparato de leyes, sentencias judiciales y medidas administrativas». Expresiones por cierto que describían exactamente la praxis secular de su propia Iglesia. Puso en la picota a aquellos gobiernos que se esforzaban por paralizar la vida católica, por monopolizar la educación, por imponer a los hombres «il verbo marxista» y expresó la significativa opinión de que la Santa Sede «renuncia a hacer oír con más frecuencia y claridad las voces de protesta y queja justificadas, no porque se desentendiera o ignorara el auténtico estado de cosas, sino por consideraciones de resignación cristiana y en evitación de males mayores».
Pues evidentemente la simpatía que Pablo VI sentía por el marxismo era tan escasa como la de su antiguo profesor y maestro Pío XII. Antes bien, lo que hizo fue proseguir con el anticomunismo tradicional de la Iglesia, aunque de manera aparentemente menos estricta. Ya en su primera encíclica, la Ecclesiam suam —al igual que sus predecesores, como el texto asegura explícitamente— se sentía obligado a «condenar los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia, sistemas que aparecen a menudo encarnados en regímenes económicos, sociales y políticos, especialmente los de signo comunista».
También en Sudamérica se hallaba, y se halla la Iglesia, especialmente el alto clero, en lucha perpetua contra el socialismo.
Hace ya siglos que este continente es casi exclusivamente católico. En Panamá, verbigracia, lo son el 85% de sus habitantes. En Uruguay más del 90%; en Argentina el 95%. En Colombia y en Méjico incluso el 97%. En total un tercio de la población católica mundial vive en Latinoamérica.
La agudización de la miseria, la depauperación de las masas, es allí también notoria desde hace mucho tiempo. Y es que hace ya siglos que el catolicismo ha coadyuvado allí al surgimiento y a la justificación de todas las penurias. Sólo en tiempos recentísimos hay pequeños círculos clericales que luchan contra ello, grupos aislados de sacerdotes que quieren socializar los medios de producción e introducir el marxismo: incluso con violencia si es necesario. Los sacerdotes guatemaltecos, Arturo y Tomás Melville, p. ej., dos hermanos convictos de mantener contacto con la guerrilla, proclamaron la revolución armada. «Comenzamos», dice una carta del 20 de enero de 1968, «a hacerles ver a los indios que nadie, salvo ellos mismos, defenderán sus derechos. Si el gobierno y los estratos dominantes emplean las armas para mantener a los indios en la pobreza, también a ellos les asiste la razón de tomar las armas en su mano para defender el derecho a ser hombres que Dios les concedió. Nosotros y todos nuestros partidarios fuimos tenidos por comunistas y nuestros superiores religiosos y el embajador americano nos exigieron abandonar el país. Así lo hicimos. Pero he de decir que yo soy un comunista en el mismo sentido en que lo era Cristo. Lo que yo he hecho, lo hice y lo continuaré haciendo en seguimiento de la doctrina de Cristo y no de la de Marx o de Lenin».
Un grupo de clérigos de Golconda, en Colombia, se reunió por vez primera en 1968, proclamó «deber de conciencia su actividad política y exigió instaurar una sociedad socialista en lugar del neocapitalismo colonialista, sociedad que hiciera imposible la explotación del hombre por el hombre».
Algunos sacerdotes argentinos declararon asimismo en una sesión celebrada en Córdoba el 3/4 de octubre de 1970 que «Es de todos conocido —y por supuesto también de nuestros obispos— que aunque la solución del colectivismo estatal entrañe peligros, la situación real que oprime a nuestros pueblos es de naturaleza capitalista: el sistema empresarial latinoamericano».
En Chile —donde en el otoño de 1970 tomó posesión de su cargo Allende, el primer presidente marxista de América Latina, y continuó en él hasta que, tres años más tarde, una junta militar dirigida por Pinochet lo empujó a la muerte con la ayuda de los USA— ochenta sacerdotes constituyeron en 1971 un «Secretariado sacerdotal de los cristianos por el socialismo» y reconocieron trabajar conjuntamente con los marxistas. Apenas un trimestre después, de este «grupo de los ochenta» surgió el «grupo de los doscientos» y de él, a su vez, un movimiento que se extendió desde América a Europa, el de «Cristianos por el Socialismo».
Estas agrupaciones sacerdotales inspiradas por el socialismo acusaban a su propia Iglesia de complicidad con el capitalismo y acentuaban, como hicieron, p. ej., 75 sacerdotes venezolanos en el verano de 1969, que esa Iglesia no estaba al servicio de las víctimas de la miseria, sino de los poderosos y los ricos; que no impulsaba la evangelización de los pobres, sino que la situación dominante constituía una bofetada al espíritu del evangelio. «Si no participamos a partir de ahora en el proceso de liberación, lo demás no servirá de nada».
Fueron 800 los sacerdotes que invocaron a la asamblea obispal de Medellín para que dieran al pueblo el derecho a defenderse de los abusos del poder y a escoger entre un amplio abanico de medios. «La Iglesia, que no se opone a la violencia de los opresores, provoca con ello la contraviolencia legítima de los oprimidos».
Al lado de estos pobres entre los pobres hay actualmente muchos clérigos latinoamericanos en lucha contra sus propios superiores: éstos no sólo simpatizan con los potentados bien establecidos, sino que son ellos mismos explotadores. «En Latinoamérica los obispos viven en palacios, controlan la prensa, representan a los políticos que explotan al pueblo y usan el patrimonio dinerario obtenido a través de sus iglesias para abastecer sobradamente a sus “pobres” favoritos o bien para otros objetivos políticos o eclesiáticos más que dudosos. Durante mi estancia en la América Latina los religiosos de cualquier rango ocupaban la mayor parte de su tiempo en organizar colectas. Si reunían, p. ej., 10.000 dólares, retenían por lo pronto para sí 4.000. Para el propósito que había motivado la colecta apenas quedaban al final 2.000» «Lo medios económicos que fluyen a las comunidades religiosas de Latinoamérica se transfieren en forma de grandes sumas a la Península Ibérica y al Vaticano. Si la gente tuviera la más mínima idea acerca de la riqueza de los obispos o de las comunidades religiosas, nadie dotado de un mínimo de razón haría el menor donativo para ningún tipo de colecta».
Ese juicio —que recuerda las palabras pronunciadas por un miembro de la curia de Pablo VI para tranquilizar a un soldado suizo de la guardia papal que se quejaba del despilfarro del Vaticano: «Si tú supieras lo que yo sé, ya habrías recogido tus bártulos»— ese juicio proviene de labios del sacerdote católico G. Ferrari, uno de mis colaboradores, quien tenía la impresión de que la Iglesia Católica era «La mayor y más sucia empresa de negocios del mundo». Tenía amistad con los cardenales Confalonieri, Tisserant y Bea, aparte de conocer a otros cincuenta más y era asimismo enemigo íntimo del cardenal Samoré. Después de varios «intentos de asesinato» (palabras del mismo Ferrari, que también mencionaba por su nombre a varios obispos como miembros de la «banda asesina») este sacerdote apareció muerto en un compartimento vacío del tren rápido Ginebra-París el 3 de julio de 1980.
¿Fue Ferrari víctima del «vaticanismo»? Como, según él, lo fueron los sacerdotes latinoamericanos Camilo Torres y Oscar Romero, de quien Ferrari escribió poco antes de su propia muerte: «El crimen más reciente del Vaticano fue el asesinato de mi amigo, el arzobispo Oscar Romero, en San Salvador». Y en aquella, por así decir, penúltima página de su vida añadió lo siguiente: «Tengo, pues, los mismos enemigos que Romero». Por «vaticanismo» entendía Ferrari «El artero y depuradísimo resultado de una experiencia de casi dos mil años de crímenes», «crímenes en el nombre de Dios» y veía cómo ese «vaticanismo» desempeñaba un papel descollante en la política mundial, en Irlanda, p. ej., y en el Líbano; en Biafra, en Vietnam y también, y no en último lugar, en Latinoamérica, que, desde la atalaya católica desde donde mira Ferrari, tiene dos capitales, Washington, D. C. y el Vaticano: el «Washikanismo».
Está muy claro de parte de quién está el episcopado sudamericano en esa conflagración total para hacerse con el continente y a quién ve él como a su «mortal enemigo», al comunismo, como bien reconoce una carta pastoral de los obispos de Cuba del 7 de agosto de 1960. Y al año siguiente, cuando Fidel Castro acusó al clero «falangista» de haber participado en la fracasa invasión de los USA en la Bahía de Cochinos —el cardenal Spellman había dado su expresa aprobación a la misma— el arzobispo de Santiago de Cuba confesó asimismo que «En este momento ha pasado para nosotros la hora del temor, si es que jamás hubo siquiera lugar para ello. Combatimos al comunismo… Es una lucha a vida o muerte, entre Cristo y el anticristo».
En este mismo sentido desplegaban también su agitación los obispos de Colombia, Argentina, Chile y los de otros países sudamericanos, prohibiendo asimismo a sus sacerdotes y monjes que se sumaran a los grupos revolucionarios y al movimiento de «Cristianos por el Socialismo» y calificando el avance del comunismo de peligro máximo para la religión y el país. Incluso cuando ocasionalmente, en situaciones especialmente críticas, expresaban el deseo de ver los bienes distribuidos entre todos los estratos sociales, no por ello dejaban de reconocer simultáneamente, en la teoría y en la práctica, el derecho a la propiedad privada, condenando cualquier clase de violencia o calificando de nuevos errores las exigencias radicales de los grupos subversivos, como hicieron en el verano de 1972 los obispos del Uruguay.
¿Y el papa?
No deja de ser tragicómico el tenor de esta carta abierta que le dirigieron dos sindicatos cristianos en nombre de cinco millones de obreros latinoamericanos: «Y ahora, hermano Pablo vamos a hablar de la revolución, pues es eso lo que llevamos en nuestro corazón y lo que exige la realidad de Latinoamérica».
Pero aunque el «hermano Pablo» apenas desperdiciaba ocasión para lanzar con unción sus lamentos por las desgracias del mundo —tan sólo en su viaje al Lejano Oriente pronunció 55 alocuciones— guardó en términos generales un silencio férreo acerca de los gobiernos asesinos y torturadores de la América Latina. ¿Acaso debía él, justamente él, solidarizarse con los socialistas y enfrentarse a capitalistas y superricos? Él, es decir, el soberano de una Iglesia con participaciones en las industrias de medio mundo, tanto en pequeñas como en grandes empresas, que extrae sustanciosos beneficios tanto de la venta de espacios para tumbas como de la fabricación de licores en los monasterios; tanto de los sufragios para almas vivas y muertas como del alquiler de hoteles y albergues; tanto de la posesión de jardines de la infancia como de asilos de ancianos; tanto de sus empresas de construcción como de sus agencias de seguros; tanto de sus acciones en la compañía Alitalia como de las especulaciones en la bolsa etc. etc. Eso sin olvidar la posesión de muchos millones de hectáreas, más de las que pueda poseer una persona privada o cualquier otra institución en el mundo occidental. Él, soberano de una Iglesia cuyos obispos viven en su mayoría en palacios, cuyos nuncios, y especialmente los de los países más pobres del tercer mundo, se ejercitan en el seguimiento de Jesús disponiendo de «una servidumbre que recuerda a la de un déspota oriental», cuyos «paires», como los jesuitas de la universidad pontificia —que han hecho voto de pobreza— cuestan «más que actores de cine», afirmación refrendada nada menos que por P. Dezza, rector de la misma, y confirmada por otro jesuita: «Y así es, de hecho».
¿Y cuál era su propio estilo de vida, la de un hombre que pese a los consejos en sentido contrario de la Comisión Teológica Pontificia, se hace llamar aún «Vicario de Cristo», o acepta, incluso, la designación usada por Santa Catalina de Siena, la de «Dulce Jesús sobre la Tierra», cuyo retrato como papa, realizado a raíz del jubileo por sus 50 años de sacerdote e impreso en una nueva serie de sellos del Vaticano, alcanzaba más valor, ya es significativo, que las imágenes de Cristo? ¿Cómo vivía el «seguidor» de un hombre cuyos discípulos debían predicar el evangelio sin llevar dinero en el cinto y sólo, según Marcos, con un bastón de viaje y sandalias (según Mateo y Lucas, incluso sin eso)?
Es cierto que de los 500 coches registrados en el Vaticano (SCV, Stato della Cittá del Vaticano, matrícula que los romanos interpretan jocosamente como «Se Christo vedesse»; «si Cristo lo viera», y responden leyendo al revés, VCS, «Vi cacciarebbe súbito»: «Os expulsaría al momento») sólo tres estaban a disposición del pobre papa, entre ellos un modesto mercedes 600 de fabricación especial, montado especialmente para «Su Santidad» y regalado por intermedio del banquero Abs, pobre «Caballero de la Orden del Santo Sepulcro».
La vivienda privada del papa, las estancias nobles del Vaticano, no contaba más que 13 habitaciones y sólo disponía de un sirviente masculino y de cuatro femeninos (monjas). Y si bien este pontífice, siempre quejoso de lo vacío de sus arcas, siempre atento a llamar la atención del mundo sobre «nuestra santa pobreza y la escasez de nuestros recursos», se lanzó a una vertiginosa carrera de construcciones «en el cielo, sobre la tierra y bajo la tierra», como decía un chiste monacal en Roma; si bien ordenó una inacabable serie de reparaciones en sus fincas urbanas, desde Roma hasta Damasco, añadiendo o reformando lavabos, calefacciones, sistemas de aire acondicionado, ascensores etc, todo ello sucedía propiamente «ad maiorem Dei gloriam». Razón demás para que en plena «cittá dei barraccatti», aquel barrio de miserables slums, se invirtiera un buen caudal en construir una terraza ajardinada sobre el palacio apostólico, desde la que el pobre papa, solazándose un poco después de su siesta, in splendid isolation, podía gozar de una bellísima vista sobre la ciudad antigua, sobre la llanura extendida hasta el mar o hacia las estribaciones de los Abruzzos con su residencia veraniega Castelgandolfo.
Sólo a la gloria del Salvador servía también, verbigracia, la nueva lonja de audiencias de Pablo, una mezcla de «Show-hall, cancha deportiva y palacio de congresos de partido», con 6.300 asientos y una gran plaza de acceso, construido todo ello por Pierluigi Nervi con un dispendio de 6.000 millones; según otros de 13.000 millones de liras. Por una suma tan alta en todo caso que hasta el hombre más poderoso de la secretaría de estado paulina, el arzobispo Benelli, más tarde cardenal y conocido por el apodo de «el toro de Pistoia», la hallaba penosamente desorbitada. Y es que hasta ese mismo Benelli constataba que hasta en Latinoamérica y en África (en la que justamente el llamado «Terror de África», el sanguinario Amín recibió a Pablo VI en solemne audiencia) «Los ricos se han hecho más ricos y los pobres más pobres».
¿Podía realmente semejante papa, cuyo banquero (responsable del Instituto para las Obras de la Religión), el obispo americano Marcinkus, el «Cowboy de la curia romana», aparecía desde hacía años en titulares de la prensa mundial y puesto en relación con negocios fabulosos, con quiebras fabulosas; con estafadores fabulosos; con la mafia; con asesinatos, con homicidios y suicidios? ¿Podía precisamente un papa así, de quien se escribió que «tal vez poseía más bienes que Pacelli», aquel «Santo Padre» que fue a reunirse con Jesucristo tras reunir un patrimonio privado de 80 millones de DM, podía en verdad Pablo saltar a las barricadas en pro del socialismo o, digamos, de la «Teología de la Liberación»?
Montini era, sí, capaz de clamar durante su viaje a Sudamérica y ante cientos de miles de jornaleros que «Conocemos vuestras condiciones de vida» y «Oímos el clamor que brota de vuestros sufrimientos y de los de la mayor parte de la humanidad». O bien «Creemos poder comprender muy bien vuestra impaciencia». Ahora bien, la solución de «aquella opresiva y, según los lugares, agobiadora situación» no podía ser revolucionaria ni violenta, en opinión de Pablo. No era la ira lo que debería transformarla sino más bien el «progreso ordenado». Él exigía desconfiar de la violencia de la revolución, pues la violencia «no es evangélica, ni cristiana y la subversión, engañosa e ineficaz en sí misma».
De puertas para afuera, Pablo aparecía como un afable mediador intermediario en los asuntos internacionales, como uno de los muchos nobles «papas de la paz». Se decía, y no sin razón, que la mayor parte de sus discursos iba dedicada al tema de la paz. Acerca de esos intentos de educar en pro de la paz internacional él mismo se manifestaba así: «Sea cual sea su resultado político, al menos mantendrán siempre su valor moral».
También las llamadas a la paz de Pablo durante la guerra del Vietnam mantendrán su valor moral.
No podemos dedicar aquí, lamentablemente, más espacio para aludir siquiera a las circunstancias que originaron esta guerra, auténtica y siniestra campaña de conquista puesta en escena por puras ansias de ganancia económica y de poder. Una guerra desencadenada por la potencia militar más poderosa de la tierra —sin declaración de guerra, aplicando un terror metódico, lanzando Napalm y experimentando toda clase de armas con vistas a las futuras carnicerías— contra un país de campesinos situado en la Transindia, a miles de millas de distancia, y que aquella potencia ni siquiera fue capaz de ganar.
No podemos tampoco centrar nuestro interés en el papel de la familia Diem, católica y vietnamita: el de Ngo Dinh Diem, quien desde 1950 hasta 1953 fue hermano lego en un convento católico de los USA antes de que, gracias a las recomendaciones de los círculos eclesiásticos y políticos norteamericanos, accediese en 1954 a la presidencia del gobierno y un año después a la del estado, desde las cuales situó a su propia familia en todas las posiciones claves a la par que ejercía un poder tan dictatorial como anticomunista. Ni podemos atender al papel de su hermano, el arzobispo de Hue, monseñor Fierre Ngo Dinh Thuc, que se puso a salvo en Roma tras el asesinato del presidente. Ni al de su cuñada, la militante Ngo Dinh Nhu («El poder es maravilloso», «El poder ilimitado es maravilloso hasta la perfección»), bajo cuya dirección estalló en 1963 una auténtica guerra de religión en el curso de la cual ella se sentía encantada por «cada monje budista que se tostaba» y se puso al frente de un ejército de mujeres reclutado por ella con el deseo de causar «diez veces más estragos» entre los seguidores de Buda.
Una persona al menos ha de ser aquí destacada por su «responsabilidad fundamental en la guerra del Vietnam»: se trata del obispo castrense americano, Spellman, ya repetidamente mencionado. Pues, como escribía Nueva Política a principios de 1967 «No hay ningún otro hombre en el mundo entero ni en toda América que haya hecho más para que se hiciese realidad la situación que se vive actualmente en ese desgraciado país». Fue él quien descubrió a Diem. Fue él quien, en época temprana, a saber en 1954, se lo «vendió» al entonces senador J. F. Kennedy, de modo que éste prevendría después contra cualquier transigencia en Vietnam. Fue él quien, juntamente con Dulles, impidió entre otras cosas las elecciones libres previstas en el acuerdo de Ginebra, y fue él, finalmente, quien indujo a Kennedy tras ascender éste a la presidencia a intervenir activamente en Vietnam mediante el envío de tropas.
El cardenal Spellman, que «unía de forma casi perfecta en su persona el talante empedernidamente mercantilista del auténtico yankee, con las untuosas maneras de un prominente eclesiástico romano de muchas tablas», «siempre dispuesto a acudir en ayuda de la Iglesia, cueste lo que cueste, con el poder político del estado, y a acudir en ayuda de este último con el poder moral de aquélla»; ese cardenal Spellman, cuyo aspecto nadie caracterizó de forma más acabada y al mismo tiempo escueta que H. Haüsler: «Aparte de cierta campechanía de parroquiano de cervecería, su rostro de pulimentada bola de billar no irradiaba otra cosa que una infinita vaciedad», estuvo tan implicado en el desastre de Vietnam, desde el principio hasta el final, que bien se le podría denominar el «criminal de guerra n.º 1».
Así como el alto clero celebró la I y II G. M., también Spellman celebró el infierno de Vietnam como «lucha santa», como «cruzada» y a la soldadesca americana como «soldados de Cristo». Ensalzó su actuación que convirtió territorios extensos en «campos muertos» para décadas o para siempre, calificando estos hechos de hazañas e instigando al arrasamiento total de Hanoi. «Mientras miles y miles de jóvenes, torturados por su conciencia, desfilaban delante de la Casa Blanca y, exponiéndose a ser perseguidos, desahogaban su ira contra la criminal empresa de la guerra vietnamita; mientras las personalidades responsables de todo el mundo alzaban su voz contra la carnicería, Spellman rezaba a la vista de esa humanidad atormentada por la victoria de los asesinos». Es más, a veces pronunciaba tales soflamas que hasta el mismo gobierno de los USA, que ya es decir, consideraba que iba demasiado lejos.
Durante una misa en una base aérea próxima a Saigón Spellman llegó a decir, era cabalmente la Navidad de 1966, que «La guerra de Vietnam es en mi opinión una guerra en defensa de la civilización. Una cosa está clara: nosotros no la hemos querido; nos ha sido impuesta. No podemos retroceder ante la tiranía. Como han dicho nuestro presidente y nuestro ministro de AA. EE., una guerra no se puede ganar a medias. También por esa razón rezamos para que el valor y la entrega de nuestros soldados no hayan sido en vano; para que se obtenga una victoria rápida, esa victoria que imploramos con todas nuestras fuerzas, en Vietnam y en todo el mundo restante (!). Cualquier solución que no sea la victoria es inimaginable… Tenemos que vencer para preservar lo que llamamos civilización».
Puesto que el papa Pablo VI era tan elocuente en sus llamadas a la paz durante la guerra de Vietnam, durante todo su pontificado: tan elocuente como Benedicto XV durante la I G. M. o Pío XII en la II G. M; tan elocuente como el ángel de Navidad de Boíl (V. Cap. «La Imparcialidad del Vicario…») Roma no podía por menos de emitir una declaración al respecto. De ahí que un alto representante del Vaticano manifestara: «El papa opina que no es tanto la victoria de una de las partes como una paz negociada lo que puede acabar con la guerra. Eso lo ha resaltado ya con toda claridad en innumerables apelaciones a los beligerantes». El portavoz de la curia acentuó que eso no representa una censura al cardenal. Es, antes bien, «comprensible que el superior espiritual castrense tenga que decir a los soldados de su nación que han de cumplir con su deber… ésa es una tarea que se diferencia nítidamente de las cuestiones de carácter más amplio, propias de la política eclesiástica general, para las que sólo el papa es competente».
Así son las cosas: así fueron siempre en el curso de este siglo de historia salvífica: el papa convoca a la paz; su clero a la degollina. Y el conjunto de todo ello se designa a sí mismo y pasa además por ser la conciencia moral de la humanidad. Ante esta hipocresía sanguinaria en grado sumo fracasa cualquier apología. Todo clamor por la paz se convierte en farsa; toda sonrisa papal en ademán siniestro[32].