«Roncalli estaba siempre de buen ánimo y se complacía viendo rostros sonrientes a su alrededor. Cuando llegó, p. ej., la noticia de la muerte de Pío XII, toda una serie de altas personalidades venecianas vino a visitar al patriarca para expresar su condolencia. Roncalli aceptó agradecido aquellas manifestaciones de duelo… dio una palmada y dijo: “Ahora ya está bien. Cuando un papa muere, elegimos a otro”»
(C. Pallenberg)
«Guardamos grato recuerdo de Juan XXIII, cuya fecunda actividad respecto al mantenimiento y consolidación de la paz es reconocida universalmente y le ha hecho acreedor del respeto de todos los pueblos amantes de la paz»
(N. Krutschov)
«De vez en cuando organizaba» —el director teatral C. T.— «espectáculos religiosos para diversas sociedades vaticanas, a veces, incluso bajo el patrocinio de las distintas congregaciones… Le pregunté qué opinaba acerca de todo ello, pues me dijo que a raíz de sus puestas en escena en Venecia había tenido ocasión de encontrarse a menudo con el actual Juan XXIII. Su respuesta fue que “La concepción del papel será distinta, pero el papel seguirá siendo el mismo”»
(Tadeus Breza)
Después de la muerte de Pío XII un historiador de los papas y de la Iglesia afirmó que «Durante varios días el mundo entero contuvo el aliento». El mundo sobrevivió a ello, pero bien podría pensarse que el propio Espíritu Santo había sentido grima ante quien había sido hasta ese momento su elegido y que reflexionando sobre este aperçu de Voltaire: «la historia de la Iglesia perturba la digestión», eligió ahora a otro del tipo exactamente opuesto: a Giuseppe Roncalli, el patriarca de Venecia.
Cuando éste apareció por vez primera en la Loggia de la plaza de San Pedro, una señora clamó así: «Un grasso» (un gordo) y se desmayó. Y es que no son pocos los católicos —y los no católicos— que juzgan de los papas por el tipo que tienen (no por el que son). Y aunque un famoso autor escribiera cierta vez: «Quiero hombres obesos en torno mío…», Juan XXIII, un pícnico jovial, tenía que causar un efecto aniquilador en los ánimos dados a la estética (tanto más si se le comparaba con el ascético «aristócrata» Pacelli, el «Angelo bianco» como decía embelesada Roma, aquel hombre semejante a «un rayo de luz», como decía, igualmente embelesado, Reinhold Schneider). Eso pese a que sus obras no tenían, a diferencia de las de su predecesor, nada de aniquiladoras.
Juan parecía ser, en el mejor sentido de la palabra, un hombre humano; una naturaleza bondadosa y no exenta de encanto. Un hombre natural, sin hipocresías ni formalismos, algo que la burocracia curial interpretaba, por supuesto, como ingenuidad. Rompiendo costumbres anteriores gustaba de abandonar su jaula dorada; montaba en tren y hacía pequeñas peregrinaciones: los americanos lo llamaban Johnnie Walker y los romanos Giovanni fuori le mura. «De repente, este papa nuevo, este “papa Giovanni”, para pasmo de las multitudes romanas, se ponía a pasear entre ellas con su sotana blanca y su sombrero de anchas alas, o pasaba inesperadamente, de pie en su coche, haciendo signos de saludo, o aparecía súbitamente donde menos se le esperaba». Hacía 99 años que un papa no pisaba un tren y habían transcurrido siglos sin que un pontífice se alejase tanto de Roma. Se afirmaba incluso que ya mucho antes del final de su breve pontificado este papa habría superado por su popularidad a todos y cada uno de sus predecesores.
Angelo Giuseppe Roncalli había nacido el 25 de noviembre de 1881 como cuarto hijo de una familia de sencillos labradores de Sotto il Monte, en las proximidades de Bérgamo. Allí prestó servicio militar por un año, «un vero purgatorio». Fue consagrado sacerdote en 1904. En la I G. M. sirvió en un principio como soldado sanitario y después como capellán castrense. Después de ello. Benedicto XV le encomendó la centralización, en Roma, de la Obra para la Difusión de la Fe. En 1925 se convirtió en arzobispo titular de Areopoli y en visitador apostólico de Bulgaria: misión algo escabrosa, pues en Sofía el rey era ortodoxo, su mujer, de la casa Saboya, católica, y la educación de sus hijos también católica. En 1934 tuvo lugar su nombramiento como delegado para Turquía y Grecia y, simultáneamente, administrador del vicariado apostólico de Estambul. En 1944, y a instancias de Montini, ascendió a nuncio en París, nunciatura de primer rango. El año 53 era ya cardenal y patriarca de Venecia, cargo que ocupó por espacio de más de cinco años.
En el cónclave se intentaba dar con un papa de transición y compromiso, anciano y de tendencia centrista. Como quiera que ni el joven arzobispo de Génova, cardenal Siri, favorito de las derechas y del pentágono, ni tampoco el armenio Agagianian, favorito de las «izquierdas» y cardenal de la curia, pudieron imponerse, pasaron a primer plano dos príncipes eclesiásticos más bien desconocidos: B. A. Masella, de 79 años, y A. G. Roncalli, de 77, ambos de tendencia centrista, con leve inclinación a la derecha y a la izquierda, respectivamente.
Roncalli, sólo relativamente «papabile», salió sin embargo papa el 28 de octubre de 1958, tras 11 elecciones. Según parece fue decisivo el voto de los cardenales franceses y Roncalli mismo dejó entrever más tarde que la balanza estuvo oscilando por algún tiempo entre él y G. P. Agagianian, un prelado proveniente de una aldea próxima al lugar natalicio de Stalin, pero que desde hacía décadas se había convertido prácticamente en un italiano. A él, a Tisserant, a Siri y a Lercaro se les atribuían las mayores posibilidades.
Roncalli adoptó el nombre de Juan, un nombre que le resultaba «querido por ser el nombre de nuestro padre». Se remitió a las innumerables catedrales de ese nombre, a Juan Bautista, a Juan Evangelista y a una larga serie de papas. (El último papa legítimo con ese nombre, sin embargo, Juan XXII, ejerció en el s. XIV, combatió enconadamente al rey alemán, y era dado a la simonía de altos vuelos, aparte de que llegó a reunir un patrimonio gigantesco recaudando dinero mediante exacciones. A cinco de sus parientes próximos los hizo cardenales. Un antipapa Juan XXII fue depuesto a principios del s. XV por el concilio de Constanza y desapareció por muchos años en una cárcel).
A Roncalli, que no carecía ciertamente de ambiciones, pero no mantenía lazos especialmente estrechos con los poderosos de la curia, el papado le fue deparado «sin que yo hiciera nada por mi parte, absolutamente nada, de verdad». Teniendo ya 77 años en el momento de su elección, pasaba por ser un «papa di passaggio» (transición), por más que se esperasen de él, en el plano diplomático, cosas interesantes a la vista de sus difíciles servicios de casi dos décadas desarrollados especialmente en el oriente, y su hábil manera de tratar con políticos «laicos» durante su nunciatura de París. Pese a ello, era poco conocido, no muy visto en el Vaticano, aunque resultaba agradable, incluso a las derechas curiales, por su obediencia nunca vacilante frente a Pío XII.
El nuevo regente, que nombró como secretario de estado a Tardini, marcadamente conservador, había sido durante la era de los Píos dócil instrumento de sus superiores, a los que se había adaptado de forma espectacular, sin exponerse lo más mínimo.
Ya en 1924, después de la toma del poder por parte de Mussolini, Roncalli aconsejó «no excitarse», sino dejar más bien «que las cosas siguieran su curso». Todavía en 1954, el Duce era para él «el hombre que la providencia puso frente a Pío XI». Con toda seriedad, el cardenal apelaba a los italianos a que «no le negasen su legítima aspiración a la honorabilidad después de su tremenda desdicha», «Tengamos pues respeto por los fragmentos de la vasija rota…». Y es que también a raíz de la entrada de Italia como beligerante en la II G. M. había declarado que «Los católicos no tenemos más que esta opción: obedecer». Y todavía en 1943 opinaba que «Ahora estamos en guerra… No es el momento de buscar a los responsables. Hay que sufrir, callar y cumplir cada cual con su deber… Dejad a los soldados el trabajo de los soldados y la política a los políticos».
Todo ello estaba muy en la consabida línea católica y sin duda tampoco como papa hubiera hablado de otro modo durante una guerra.
Cuando, tras la muerte de De Gasperi, la cuestión de la «apertura a sinistra» comenzó a preocupar a la Italia de Amintore Fanfani, nadie la combatió tan estruendosamente como el patriarca de Venecia. En un largo memorial escrito el 12 de agosto de 1956 agitaba por lo pronto los ánimos contra «cualquier desviación del camino recto», contra «aquellos compromisos peligrosos y pecaminosos con ideologías y estructuras sociales que, en virtud de sus mismos presupuestos básicos, constituyen la antítesis y la eversión de todo orden social y humano como los que el cristianismo trajo al mundo». Al final, y mencionando explícitamente la «apertura a sinistra», confesaba su pesadumbre por la actitud insubordinada de aquellos que querían imponerla pese a la negativa del alto clero, e incluso la del papa: ello equivalía a una participación activa en la «ideología marxista», una seria desviación doctrinal y una flagrante vulneración de la disciplina católica.
También en el plano teológico defendía Roncalli sustancialmente los puntos de vista de sus dos predecesores. En octubre de 1910 saludó de todo corazón la condena del «modernismo», escribiendo así: «Me arrodillo y agradezco al Señor el que en medio de esa turbulencia de los cerebros y las lenguas me haya preservado indemne». Encareció expresamente que: «¡Yo nunca fui modernista!» y todavía en 1958 elogiaba la «sublime doctrina» de Pío X como victoria sobre el «racionalismo» y el «cientifismo». A la «teología seglar» la censuró con la misma acritud y las mismas palabras usadas por Pío XII.
Todo ello no hablaba ciertamente en favor de la tan repetida ruptura radical del papa Roncalli respecto a la tradición piaña. ¿Era, pese a todo, ese innovador, ese reformador grandioso, que no se traslucía por ningún sitio mientras fue nuncio y cardenal?
Su predecesor, Pío XII, personalidad casi indiscutida por entonces en el orbe católico, fue contado entre los grandes papas, entre aquellos próceres ascendidos al solio romano que contribuyeron al «máximo prestigio del mismo». Más aún, su pontificado se consideraba como «punto culminante, esplendoroso y puede que insuperable» de un desarrollo que condujo al Vaticano II. Y con todo, ese «papa de transición» comenzó, pese a lo breve de su pontificado, a eclipsar la gloria de Pacelli: responsable fue el «aperturismo» ante el mundo; especialmente, como es obvio, el II Concilio Vaticano inspirado por él y que «brotó en su espíritu tan de improviso» que le parecía haber sido como «tocado por Dios». «Un cambio histórico», «un acontecimiento pneumático de inabarcable importancia para el futuro, un proyecto al cual unía el papa, por lo demás, la idea de la unidad cristiana, sobre todo por lo que respecta a los cristianos orientales».
Ahora bien, todo ello se ve ya hoy bajo una luz bastante diferente. Muchas, demasiadas, cosas de aquel gran «reinicio» constaban simplemente sobre el papel y otras no se sostienen ni siquiera en los casos que parecen prometedores. Casi todas las medidas realmente adoptadas apenas respondían a otra cosa que a un cálculo oportunista, como aquella «apertura a sinistra» puesta en marcha por Aldo Moro tras un discurso de seis horas en el congreso de la D. C., el 27 de enero de 1962 en Nápoles; aquel «centrosinistra» y aquel «compromesso storico», abiertamente impugnados por cardenales como Siri y Ottaviani. Por lo demás, Roma es muy capaz de ir incluso más lejos cuando la obtención de ventajas así lo exige. Pues, como dice Ignazio Silone, «el día en que así lo exija el interés de la Iglesia, ellos (los obispos), bendecirían un entendimiento clerocomunista». Algo en definitiva que ha sucedido en el bloque del Este y no una única vez.
Probablemente lo más duradero del pontificado de Rocalli será la persona misma del papa, la imagen de un pontífice bienpensante, de talante pacífico, que atraía por su irradiación emocional, su distendida naturalidad y su sencillez. Que no ayudó a ninguno de sus parientes a encaramarse a cargos ni dignidades. Un hombre sin demasiadas poses hieráticas; sencillo, bueno y amado por ello. Según su biógrafo L. Elliot, se convirtió así «en el papa de la historia que gozó de más simpatías en todo el mundo y en un tiempo increíblemente breve».
Se tiene, ciertamente, la opinión de que gracias a Juan XXIII y al concilio, cuya apertura él mismo presidió el 11 de octubre de 1962 en San Pedro, —el mayor de la historia de la Iglesia en virtud de sus 2.540 participantes con derecho a voto (y casi mil reporteros)— se dio un auténtico «cambio de clima» en la política de la Catholica, una «reorientación radical». Se afirma que se inició con ello una «nueva antropología», una «nueva era», el encaminamiento de la Iglesia hacia la secularización, hacia la democracia, hacia el mundo moderno, hacia la burguesía, hacia el pluralismo, hacia una «auténtica revolución». El término aggiornamento, acuñado por Juan, que se entendía como quintaesencia de su pontificado, habría puesto en marcha un giro de 180, una «reorientación hasta en los fundamentos», una dinámica propia, incluso, que habría «desbordado la resistencia de una Iglesia clericalizada y curializada durante más de 1.500 años».
Todo ello, pese a los esfuerzos de Rocalli en pro de un mejor entendimiento mutuo, ha sido exagerado hasta extremos ridículos y en labios de la curia no denota otra cosa sino su inveterada táctica de ajustar adecuadamente la conducta, de adaptarse mejor al mundo, un recurso al que siempre acudió la Iglesia para asegurar su supervivencia y su dominación: una carrera horrendamente anacrónica para llegar a la actualidad con la lengua fuera; una persecución tras el tiempo en la que pierde el resuello y que Tucholsky glosa mordazmente. ¡«Nosotros también, nosotros también»!, y no ya como hace siglos: «Nosotros». «¿Socialismo? Nosotros también. ¿Movimiento juvenil? Nosotros también. ¿Deporte? Nosotros también». Y ahora, como Dios manda, ¿Pluralismo? Nosotros también…
A este respecto se concede desde las propias filas cristianas que «La Iglesia no ha tomado parte en la lucha del hombre moderno por su emancipación». «Ha sido sólo por boca de Juan XXIII y a partir del Vaticano II cuando la Iglesia ha acentuado el respeto por la dignidad de todos los hombres, médula de toda emancipación» (G. Hirschauer). Constatación comprometedora por venir ¡dos siglos después de la Revolución Francesa!, así como la vergonzante rehabilitación de Galileo, ¡más de tres siglos después! O la rehabilitación de Juana de Arco, ¡más de cinco siglos después! También la defensa de la dignidad humana viene con siglos de retraso. Todo viene en ella después de eones de clamorosa injusticia, de terror, de asesinatos y homicidios, en parte como concesiones a regañadientes, cuando no oportunistas. ¡Y ahora descubriría su admiración por el mundo! «Su grandeza fue», escribe elogioso un católico sobre el papa Roncalli, «que él hizo suya la ineluctable necesidad de adaptarse (!) convirtiéndola así en libre decisión (!), y en que tenía la suficiente confianza para no prejuzgar futuros desarrollos, dejando que se sometieran a la regularidad de la adaptación (!)».
¡La «ineluctable necesidad de adaptarse»! Muchas cosas apenas o poco tenidas en cuenta por sus predecesores requerían una revisión. Acontecimientos de profundo calado obligaban a una mejora sustancial de la imagen, un «aggiornamento»: las dos guerras mundiales, el hundimiento del colonialismo y de buena parte de las monarquías, la revolución comunista (tanto más cuanto que el comunismo se había hecho más flexible), la tradición antijudaica de la Iglesia, el progreso científico-técnico y la explosión demográfica. De ahí que el propio Vaticano II tuviera, según Juan, por misión el adaptar la Iglesia «a las condiciones de nuestro tiempo».
Pero por más que aquella actitud más flexible tuviera en cuenta las nuevas realidades políticas, las de la distensión subsiguiente a la guerra fría, respondía también al genuino carácter del papa. La pureza de sus sentimientos resultaba sin más muy creíble, así como su dinámica emocional interna, su sincero empeño cuando aquéllos venían a exteriorizarse. Tal fue el caso, verbigracia, cuando en octubre de 1960 citó ante una delegación del «United Jewish Appeal» la frase bíblica «Soy José, vuestro hermano» refiriéndola a sí mismo y a sus visitantes: eso pese a que todavía en 1976 se subrayaba, con razón, que la Iglesia Católica no estaba dispuesta a reconocer el carácter específicamente cristiano del antisemitismo. Y cuando Juan lanzó una iniciativa para el reconocimiento de la frontera Oder-Neisse, hablando incluso de los «territorios readquiridos después de siglos», su actitud se distanciaba claramente de la de su predecesor aunque otros círculos católicos redujesen esas manifestaciones, especialmente chocantes para los políticos de la República Federal Alemana, a bagatelas. Uno se sentía dispuesto a concederle crédito cuando en octubre de 1962 manifestaba ante los observadores de las iglesias orientales separadas de Roma (por más que sus manifestaciones incluyeran un «quizá» significativamente restrictivo) que: «Tengan a bien leer en mi corazón: allí podrían hallar, quizá, más cosas que en mis palabras».
Claro que también hizo pública su exigencia de unidad, de concordia; su invitación a los hermanos separados, dijo en una sesión de la «Federación de las Universidades Católicas», «para que puedan volver al redil común cuya dirección y custodia confió Cristo a San Pedro por orden inquebrantable de su divina voluntad».
Por lo demás, cuando Juan XXIII inició la tímida y tan manoseada «apertura a sinistra» en sustitución del anticomunismo rabioso, capaz de avanzar por encima de millones de cadáveres de su predecesor, lo hizo, por supuesto, sin la menor simpatía ideológica hacia ella.
La idea de muchos conciliares era la de aplicar una vez más la consabida condena contra el comunismo. De ahí que el esquema «Cuestiones básicas sobre la acción pastoral», en su capítulo «acerca de la asistencia a los cristianos infectados por el comunismo» (De cura pro christianis communismo infecto) presentase esta exigencia: «peligrosidad del comunismo materialista y ateo y su perniciosa doctrina. Obligación de la Iglesia de oponerse a su doctrina y su actuación… Se debe desplegar una acción eficaz de adoctrinamiento». A este respecto, el esbozo exponía los medios de propaganda y concienciación de creyentes considerados necesarios. Contra ese esquema-decreto se alzó la oposición y uno de los muchos que polemizaron contra ella fue el arzobispo A. Bengsch, residente en Berlín oriental, quien el 4 de mayo de 1962 incluyó esta significativa aportación: «El Art. III acerca de la “Iglesia del silencio” debería ser suprimido en su totalidad, pues no sólo no sirve de ayuda a los obispos y creyentes que viven bajo el dominio comunista, sino que acarreará con toda seguridad nuevas opresiones y dará pie para que los comunistas reabran su lucha contra la Iglesia… La expresión “Iglesia del silencio” sólo es relativamente adecuada respecto a la libertad de publicar y hacer propaganda que se da en otras zonas del orbe. La Iglesia, en efecto, no calla en absoluto, sino que conduce su lucha espiritual hasta nuestros días mediante la predicación y la enseñanza. Y la mejor ayuda que se le podría hacer para hacer más eficaz esa lucha es que la Iglesia de otras naciones guardara silencio acerca de la “Iglesia del silencio”».
Lo que Bengsch pretende —al igual que la totalidad del episcopado— no es una auténtica coexistencia. Lo que quiere es evitar nuevos conflictos. Concede también que la expresión «Iglesia del silencio» apenas si es indicada, puesto que aquélla «conduce su lucha espiritual hasta nuestros días mediante la predicación y la enseñanza». Es más, Bengsch quisiera que esa lucha «fuese más eficaz» gracias a cierta circunspección táctica. Su llamada para que «se guarde silencio acerca de la Iglesia del silencio» no diverge en modo alguno sustancialmente, como se ha dicho hace poco de la política de Pío XII. Su propósito es proseguirla de manera más oculta y tanto más efectiva. De ahí que como conclusión a sus puntualizaciones añada que «las propuestas del esquema no tienen forzosamente que ser hechas públicas en la Iglesia mediante un decreto del concilio. Podrían ser enseñadas por otras vías que no mostrasen tan francamente a los enemigos de la Iglesia los métodos con los que ésta quiere vencer a sus peores adversarios».
Es claro que los adversarios obispales de una discusión anticomunista desplegada con franqueza eran (y son) tan resueltamente enemigos del comunismo como aquellos «220 Padres», que querían ver expresamente condenados «todos sus errores» y a él mismo «como el error principal de la presente época». Su actitud no implica una política básicamente diferente, sino tan sólo más hábil frente al comunismo, del que, p. ej., falta toda mención directa en los textos conciliares, que sólo hablan del materialismo dialéctico o ateo. Pero el problema existía y sigue existiendo y también la lucha de la Iglesia en contra suya. Cierto es que esa lucha se hizo menos virulenta de puertas para afuera y que ello es atribuible a la influencia personal del papa. Su talante pacifista buscaba también la distensión en la política cara al Este; tanto más cuanto que ello redundaba en beneficio de su Iglesia.
El nuevo acento de las apelaciones a la paz lanzadas por Juan a comienzos de los sesenta con las que instaba a todos los estadistas a tomar conciencia de «su tremenda responsabilidad ante la historia y, lo que aún es más importante, ante el juicio de Dios», hicieron que hasta el propio Kremlin aguzara sus oídos. En una entrevista publicada por la Pravda y por Iswestija el 21 de septiembre de 1961, el jefe del partido comunista de la URSS, N. Krutschov (afín, por cierto, a Juan XXIII por sus maneras campesinas) opinaba que «Tal y como muestra la preocupación del papa por la paz en el mundo, el extranjero esta comprendiendo cada vez más que la insensatez y el espíritu aventurero no conducen a nada bueno en la política mundial… En nuestro tiempo y a la vista de los medios sobremanera destructivos destinados a matar no es en modo alguno permisible jugar con el destino de los pueblos. De lo que se trata no es ciertamente del juicio de Dios aludido por el papa. Como comunista y ateo, yo no creo en la providencia divina». Pero, subrayaba Krutschov, «hemos resaltado siempre que nosotros abogamos por una solución pacífica de los litigios internacionales por la vía de la negociación y que estamos siempre dispuestos a sumarnos a la llamada a la negociación en interés de la paz, provenga de donde provenga». ¿Oirán esos avisos del papa católicos celosos como J. Kennedy, K. Adenauer y otros muchos?
Y apenas un mes después, el 25 de noviembre, el embajador ruso ante el Quirinal, Kosirev, trasmitió a Juan XXIII una felicitación de Krutschov con motivo del 80 aniversario de aquél, felicitación que mereció una respuesta inmediata. No es poca cosa que un jefe de estado soviético felicitase por vez primera a un papa en su natalicio y también «Por el éxito de sus vehementes esfuerzos por el fortalecimiento y la consolidación de la paz sobre la tierra y por la solución de los problemas mediante la libre negociación». «Algo se está moviendo en el mundo», opinó en ese momento el anciano pontífice.
«¡Hoy hemos recibido una señal de la divina providencia!» Y el 27 de noviembre hizo llegar su respuesta a la embajada soviética en Roma por medio de M. Cagna, futuro nuncio en Belgrado: «Su Santidad, el papa Juan XXIII, agradece la felicitación y trasmite a su vez a todo el pueblo ruso sus cordiales deseos en pro del desarrollo y la consolidación de la paz universal mediante acuerdos beneficiosos en un espíritu de fraternidad humana. En este sentido eleva él sus ardientes plegarias».
Sobre muchos círculos católicos aquel intercambio de notas causó un efecto fatal. Incluso el diario oficioso del Vaticano, L’Osservatore Romano, no informó de ello sino semanas después cargando el acento sobre los pasajes más anodinos. También la revista jesuita Civiltà Cattolica quitó hierro al hecho en enero de 1962, juzgándolo como pura expresión de la «tradicional cortesía de la Santa Sede» y como determinado «por el afán de hacer llegar mensajes acerca de la paz y de la justicia a todas las personalidades conspicuas». También la agencia católica alemana KNA polemizó aquel mismo mes desde Bonn contra «las burdas maniobras confundentes del Kremlin».
Durante el otoño siguiente, sin embargo, el papa envió a Moscú al holandés J. Willenbrands, el más íntimo colaborador del cardenal Bea en el recién fundado «Secretariado para el fomento de la unidad entre los cristianos», para que durante su estancia de una semana facilitara la participación de una delegación de la Iglesia Ortodoxa Rusa en el concilio. Se desecharon toda clase de reservas políticas y teológicas con el resultado del envío de dos representantes de la ortodoxia como observadores oficiales del concilio: hacia ya mucho tiempo que no se daba un contacto directo de este tipo entre las dos iglesias.
La crisis de Cuba vino a coincidir con el inicio del congreso.
Cuando se instalaron en la isla cohetes soviéticos con alcance hasta los USA, éstos se mostraron decididos a lanzar un golpe preventivo originándose una tensión sumamente amenazadora a nivel mundial. Juan XXIII no quiso, con todo, ni postergar el concilio, como se le apremió, ni atizar en modo alguno la histeria belicista. Prefirió más bien dirigirse en su discurso inaugural del 11 de octubre contra «los profetas de mal agüero, que siempre anuncian desgracias como si el mundo estuviera a punto de acabar» y el 24 de octubre mandó entregar una apelación en las embajadas soviética y americana en las que imploraba a sus gobernantes «a no permanecer mudos ante los clamores del mundo en favor de la paz», a que reanudaran sus negociaciones y a favorecer el diálogo a todos los niveles y en todo momento.
Incluso la URSS aceptó esto de un Roncalli y Krutschov que dio paso a una época de relativa distensión tras la crisis de Cuba afirmo que «Este mensaje fue el único rayo de esperanza» y también que «Lo que el papa ha hecho por la paz… pasará a la historia».
La última frase la pronunció frente a N. Cousins, amigo de Kennedy y editor de la Saturday Review, persona sin confesión y pacifista de izquierdas, quien replicó opinando que el que una revista soviética escribiera sobre el papa afirmando que éste había vuelto la espalda al occidente y al anticomunismo era tergiversación. Krutschov: «Lo sé… no puedo convertir al papa. Yo mismo era religioso en mi juventud, Stalin estuvo, incluso, en un seminario… Aquello contra lo que nosotros luchamos no era la religión como tal, sino un estado de cosas en el que había mucho de política… y otras cosas… muy complicado. Los popes no eran servidores de Dios sino gendarmes de los zares… Ahora respetamos la Iglesia y tenemos una oficina gubernamental especial para ella. Considero esencial asegurarle al papa que tengo muy claro que él no quiere que su Iglesia sea usada en provecho de la política».
Juan opinaba personalmente que su intervención en la crisis de Cuba determinó el regreso de los barcos soviéticos o contribuyó en gran medida al mismo y ya por entonces se atribuyó al poder milagroso del papa la «salvación de la paz mundial».
Por lo demás ni el papa había vuelto su espalda al occidente ni tampoco al anticomunismo. Tampoco la recepción concedida el 7 de marzo de 1963 a A. Adchubey, yerno de Krutschov, y a su mujer alteró las cosas en ese punto por más que ese hecho provocase grandes titulares en la prensa mundial y obligara al cardenal Ottaviani a decir suspirando:
«Hoy nos amenaza el mayor de los peligros. ¿Qué podría convencer hoy más a los italianos de que ya no existe un peligro comunista que esta audiencia del papa en favor de Adchubey…?» Cierto que ésta habría sido impensable bajo Pío XII y que Adchubey pudo con razón calificar de «histórica» la primera audiencia papal concedida a un soviético prominente. Pero cuando calificó a Krutschov de reformador del comunismo y a Juan de renovador del mundo católico y preguntó si su «Santidad» no consideraba oportuno entablar relaciones diplomáticas con la URSS el papa contestó: «Dios en la plenitud de su poder necesitó siete días para crear el mundo. Nos, mucho menos poderosos, no podemos precipitar las cosas, debemos proceder cautelosamente (dolcemente andare), preparando los espíritus. En este momento un paso así sería mal entendido». Ya antes de la llegada de Adchubey se hizo todo lo posible para que no se diera a la audiencia carácter oficial. Después de la misma el locutor de Radio Vaticano aseguró que el leopardo comunista no puede desprenderse de sus manchas. Lo demostraban algunas de sus manifestaciones como que los ucranianos «recibieron lo que merecían» y que Pío XII había «bendecido la cruz gamada». La que, ostensiblemente, más «escandalizó» a la Roma de pías maneras fue que el yerno de Krutschov apareciera en el club de prensa «venido directamente de empinar el (Trinkgelage) codo con sus fieles camaradas».
Hasta qué punto Juan XXIII se mantuvo apegado al tradicional anticomunismo de la curia se desprende de toda una serie de manifestaciones así como de algunas decisiones en el ejercicio de su cargo.
Es cierto que en la homilía pronunciada con motivo de la fiesta de la conversión de S. Pablo en 1959 el papa anunció que «se impondría una gran circunspección» y que se «abstendría de exigir datos más exactos acerca de las tendencias cosmovisionales, de los lugares y de las personas». Con todo aludía a ellos de forma inequívoca al señalar hacia «territorios amplios y lejanos, bien conocidos de todos… de Europa y de Asia» sobre los que se cernía un «peligro catastrófico», cuyo horizonte veía él «enrojecido por la sangre a causa del sacrificio de la libertad que se exigía a innumerables personas», y también cuando se quejaba de los informes «que llegan de continuo a nuestros oídos… que revelan permanentemente tribulaciones angustiosas, actos de violencia y aniquilación de la persona humana».
Por lo que afecta al menos a los inicios de su pontificado, Juan XXIII atacó a los estados comunistas con dureza no inferior a la de su predecesor.
Ya en su primer mensaje del 29 de octubre de 1958 —redactado la misma noche que siguió a su elección como papa— anunciado urbi et orbi, Roncalli fustigaba a aquellos estados «en los que se truncan y conculcan los sagrados derechos de la Iglesia, en los que se deporta o se alejan de su magisterio a los obispos o bien se les impide el libre ejercicio de su cargo, que por derecho les corresponde». Habló de las «persecuciones inhumanas… que no solamente socavan la paz y el bienestar de aquellos pueblos, sino que están además en abierta contradicción con la cultura y la moral actuales y con lo que han sido desde siempre derechos inobjetables del hombre».
También en el primer consistorio convocado por el nuevo papa estigmatizó éste la penosa situación de la Iglesia Católica en la China comunista, las (supuestamente) falsas acusaciones contra muchos arzobispos y obispos, su encarcelamiento, la expulsión de sus diócesis, su exilio. Por una parte lamentaba las «mortificaciones físicas y espirituales», «las penas, tribulaciones y sufrimientos de los confesores de su fe», por la otra, sólo veía «la furia de los perseguidores», «¡triste y fatídico espectáculo, en verdad!».
Y cuando en su mensaje navideño de 1958 expresó su anhelo de unidad y de paz constató que «en ciertas partes del mundo no hallaba oídos para esa invitación. Allí donde se sofocan o se extinguen los más sagrados conceptos de la civilización cristiana; donde se subvierte el orden espiritual y divino, y donde se ha conseguido debilitar a las fuerzas sobrenaturales, allí es forzoso, por triste que ello sea, es donde hay que ubicar el “initium malorum”, cuyos testimonios son entretanto de común conocimiento. Aunque se quiera ser cortés en el enjuiciamiento, en la disculpa, en la compasión en relación con lo grave de una situación materialista y atea impuesta sobre algunas naciones, que aún la sufren y suspiran bajo ella, es innegable que allí se da una esclavitud del individuo y de las masas, una esclavitud de la acción».
La coexistencia ideológica con el temido enemigo tampoco era concebible para este papa. Incluso recalcaba la nada pía opinión de que «La actitud vigilante contra el comunismo ateo, tal como se enseña y se practica, no debe adormecerse en aras de una paz aparente».
En una audiencia general del 20 de septiembre de 1961, Juan volvió sus palabras contra el régimen revolucionario de Cuba y en 1962 exigió de la totalidad del episcopado latinoamericano que se apartara de «enseñanzas y prejuicios engañosos que sólo redundan en perjuicio del bienestar y de la libertad de los pueblos así como en daño de la bienaventuranza eterna de las almas». Una vez más pues: ¡Lucha contra el comunismo!
La auténtica actitud del papa se desprende asimismo de su conducta frente a los sacerdotes obreros franceses, frente a la «Misión de París», como se designaban oficialmente los grupos de sacerdotes obreros en Francia. El cardenal Suhard había apoyado este experimento y también Roncalli cuando era nuncio en París. Más aún, siendo patriarca de Venecia todavía se comprometió en favor suyo. Como papa, sin embargo, prohibió este movimiento e hizo ocasionalmente la observación de que el trabajo en la fábrica expone paulatinamente a los religiosos al peligro de sucumbir a la influencia del medio. «El “sacerdote obrero” no solamente vive en un ambiente materialista que puede resultar fatal para su actitud religiosa e incluso para su castidad, sino que, casi sin querer, adopta las formas de pensar de sus camaradas de trabajo en los planos social y sindical y se suma a sus reivindicaciones: una involucración problemática y que puede inducirlos a tomar parte en la lucha de clases. Eso es algo no permisible para un sacerdote».
Tras esa concepción se oculta, pues, el miedo al «comunismo», al que en lo esencial Juan apenas juzgó con ojos más favorables que Pío XII. Guardó, eso sí, más miramientos que éste último en el uso de ese término. Éste no aparece en los textos conciliares, ni tampoco en las conocidas encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris. Ahora bien, así como aquellos textos abordan el tema cuando hablan de los derechos humanos y de ateísmo, también las encíclicas aluden a él con claridad. La Mater et Magistra, verbigracia, (15 de mayo de 1961), defiende la religión contra los negadores de Dios y lamenta su hostilidad así como su imagen, supuestamente simplificada y tosca, del hombre. Por lo demás, la encíclica se iniciaba con términos altisonantes: «La Iglesia Católica es la madre y maestra de los pueblos» y apenas va algo más allá del conservadurismo empedernido de sus dos predecesores: de León XIII, con su Rerum Novarum (1891) y de Pío XI, con su Quadragesimo anno (1931). Pues por más que algunos círculos de izquierdas se sintieran impresionados por algunos giros retóricos, Juan seguía manteniendo la línea tradicional de emitir enunciados generales vanilocuentes, apelaciones a la justicia, a la humanidad, al amor al prójimo. Alecciona al mundo mostrando que la cuestión social no se limita a la cuestión obrera, sino que abarca la de todos los estamentos sociales y que en el futuro habría de prestarse más atención las discriminaciones económicas: Exige de los católicos que profundicen en la doctrina social de la Iglesia.
Tampoco la Pacem in Terris, mencionada gustosamente como testamento de Juan XXIII, aporta apenas nuevas directrices. Es cierto, con todo, que se busca el diálogo con los comunistas en la lucha por la paz hasta el punto de que el diario del gobierno soviético, Iswestija citó largos pasajes al respecto y Radio Praga ensalzó la encíclica como «el primer documento del Vaticano… en contemplar directamente el problema de la paz y la guerra». Por el otro bando, sin embargo, el New York Times hablaba de «los sueños utópicos del papa acerca de un desarme universal» y el Daily News la veía más próxima de la posición soviética que de la americana.
En la encíclica se resaltaba, no obstante, el concepto cristiano de autoridad por comparación con el comunista y sólo se reconocía aquella autoridad que viene de Dios, rechazando toda limitación de la libertad, todo abuso de poder. Pues «dado que todos los hombres poseen la misma dignidad natural ninguna persona puede obligar a otra a que le preste su asentimiento interno. Sólo Dios (!) puede hacer eso… De ahí que los representantes del estado que no consideren su autoridad como dependiente de Dios y partícipe de la misma no tengan tampoco derecho a obligar en conciencia a las demás personas». Eso era muy claro y en último término equivalía a permitirlo todo contra una autoridad injusta.
La famosa encíclica Pacem in terris quería tener en cuenta «los signos del tiempo», la nueva situación del obrero, de la mujer, la crítica al colonialismo y al imperialismo, los derechos fundamentales del hombre: actos de adaptación, en la totalidad y en el detalle, a desarrollos objetivos a cuya zaga se iba, intentando más bien nolens que volens, darles alcance. Y es que su exordio, su punto culminante, su conclusión y las mismas consideraciones acerca de la paz muestran que sólo se trata de una paz basada en el «orden divino», en la «libertad» compatible con el mismo, es decir en el orden suyo, en su libertad. El siguiente pasaje sólo puede interpretarse del modo antedicho: «La paz en la tierra, íntimo anhelo de todos los hombres en las diversas épocas sólo puede fundamentarse y garantizada cuando se observa a conciencia el orden establecido por Dios». «La paz será meramente una palabra vacía si no se desarrolla insertándose en aquel orden articulado… que se fundamente en la verdad, se alce sobre las directrices de la justicia, esté impregnado de amor vivo y se desarrolle en libertad». Todo ello lo podrían haber dicho también Pío XI y Pío XII, que dijeron cosas muy similares. Eso lo confirma también la Pacem in terris: «En el campo de las relaciones internacionales queremos unir nuestra propia autoridad a la perenne doctrina de nuestros predecesores». L’Osservatore Romano desmentía resueltamente que la encíclica «coquetease con el comunismo» o exigiese el diálogo con él.
El diario papal —del que la Pravda afirmaba con toda razón que está siempre dispuesto a ponerse al lado de cualquier gobierno que se apoye en las bayonetas americanas— seguía atizando sin más el anticomunismo y el antisovietismo y prevenía contra cualquier acuerdo con las autoridades comunistas. Pues quien rechaza la moral y la religión niega también la vinculación emanada de un tratado. «Los tratados se convierten en declaraciones solemnes pero sobre papel mojado… Peor todavía. Como los tratados pierden su carácter vinculante, también el desarme se hace difícil, por no decir utópico. Si el comunismo ofrece un armisticio ello sólo puede significar que necesita un respiro y no que esté realmente dispuesto a hacer concesiones. Ésa es la razón por la que los comunistas ofrecen o aceptan compromisos» Ello es probable. ¿Acaso son o fueron muy distintas las cosas en la política mundial y en la de la propia Iglesia?
La reacción de la prensa comunista fue como cabía esperar. La Pravda lanzó ocasionalmente furibundos dicterios contra la curia. La Komsomoiskaja Pravda comentaba jocosamente que «El Vaticano de la modernidad se parece a un cadáver aún caliente. Sea cualquiera la camisa que se le ponga y cualesquiera que sean los conjuros que se le echen, no hay forma de devolverlo a la vida». El diario ucraniano Radianska Ukraina escribía bajo los titulares Hienas ensotanadas que «Cuando se leen las encíclicas, éstas parecen llevar miel en su boca. Hasta tal punto es santurrón el lenguaje escogido por los papas para hablar de igualdad, fraternidad y concordia social. Pero bajo sus arteras y seductoras palabras se oculta el veneno. El Vaticano conduce una guerra encarnizada contra el socialismo y el comunismo y quisiera poner un dogal en torno al cuello de los pueblos. Bendice los cuchillos y las ametralladoras de las bandas reaccionarias; imparte también su bendición a los atizadores de la guerra y encubre sus tenebrosa maquinaciones con la cruz y con oraciones enternecedoras». Y si bien es cierto que esa prensa usó también en ocasiones de tonos muy diferentes para referirse a la curia y al catolicismo durante el pontificado de Juan, ello ocurrió raras veces y no sin añadir comentarios recelosos con el tenor dominante de que de la Iglesia romana no pueden provenir sino proyectos engañabobos.
En el fondo, Juan negaba a los estados comunistas el derecho a la autoridad mientras atribuía a «su Iglesia el derecho y el deber… de ejercer su autoridad sobre sus hijos» —las hijas no parecen merecer ni siquiera una mención— «interviniendo en sus asuntos externos cada vez que se requiera su juicio sobre la aplicación práctica de su doctrina».
El prelado Purdy, sin embargo, que dedica páginas enteras a exponer la coincidencias entre las diplomacias de Roncalli y Pacelli, ve la «revolución» de Juan XXIII en la evitación de cualquier «sentimentalismo de cruzada» y ensalza el tono, radicalmente distinto, un tono encarnado ejemplarmente por la carta pastoral de la jerarquía italiana con motivo del aniversario de la muerte del papa. Después de explicar en ella que «desearían gustosamente que se les entendiera», pero «sin ánimo de ofender a nadie», formulan estas reflexiones:
«Hablamos del comunismo ateo, de sus falsas doctrinas, de su sistema antirreligioso y por ende opuesto a los derechos humanos. Y quisiéramos, con sincero respeto y profundo amor invitar a que aquellos que se dejan atenazar por el delirio materialista a reflexionar y aceptar el término que usamos: es un delirio».
Hallamos el mismo comunismo de siempre, pero en una envoltura más refinada: la doctrina es falsa, opuesta a los derechos humanos, delirante en su totalidad. Lo que sí es real: el Espíritu Santo, la virginidad de María, la transformación de agua en vino… verbigracia… Son, en cambio, compatibles con los derechos humanos: el comportamiento del clero en la I G. M., su agitación prohitleriana en la II G. M. o la liquidación, p. ej., de centenares de miles de serbios…
Es claro, sin embargo, que Juan XXIII no lo tenía nada fácil con su línea, que no era nueva aunque sí más moderada. Cierto que los cardenales «progresistas» como Bea, Alfrink, Feltin y otros estaba de su parte, pero no lo estaban, en cambio, ni los «conservadores» ni los «liberales». Había más bien numerosos grupos que intentaban desbaratar los propósitos papales. Hablaban del «débil» o del «bueno» de Juan, de su desesperante o «peligroso» diletantismo, de su coqueteo con los rusos, que conducía a la Iglesia al abismo. El cardenal de Bolonia, Lercaro, previno en Chicago contra los soviéticos a raíz del viaje de Krutschov a América. Y uno de los miembros más influyentes de la curia y director del «Santo Oficio», Ottaviani, llegó a predicar contra el viaje del presidente del estado, Gronchi, a la URSS, planeado para comienzos de 1960. Habló de los «anticristos» rusos y calificó de imperdonable el que un político cristiano estreche la mano de «un asesino». A raíz de ello hubo que aplazar aquel viaje. De Ottaviani, que por ese tiempo despotricó también en un sermón antisoviético contra aquellos que «creían vaciar el cielo por medio de las hazañas espaciales», circulaba la expresión de que esperaba todavía poder morir católico.
Ottaviani veía cómo todo lo malo provenía de la URSS y todo lo bueno, en cambio, de los USA. «Permítanme que les diga», manifestó durante una visita a ese país al comienzo del verano de 1959 y en referencia al caudal monetario que surgía de allí para desembocar en Roma, «que su actitud me trae a la memoria el papel que desempeñaron los emperadores en la Edad Media y más tarde los reyes de Francia. Son Vds., en puridad, los pilares y protectores de la Iglesia Católica y sin embargo no se aprovechan de ello para someternos a presiones o para hacerse, incluso, con el poder. Nunca en la historia se concedió tanta ayuda con tal desprendimiento. Es cierto que su país todavía no ha dado un solo santo, pero tampoco han surgido de él herejes» ¿Quién hubiera pensado que un hombre tan rígido podría pronunciar una frase tan inteligente como la expresada en esa conclusión? Lástima que no proceda de él, pues se la robó a Fontane, en cuyo Stechiin la cortante (Markig) señora de una fundación caritativa dice que «En este país no hemos tenido ningún santo, pero tampoco se ha dado entre nosotros el caso de que alguien haya sido quemado a causa de su fe».
«Contra la Iglesia se ha puesto en marcha la más vergonzosa de las conspiraciones» afirmaba un escrito publicado en Madrid por el Centro Europeo de Documentación. ¿Y quién se ocultaba tras el complot que el concilio quería, supuestamente, llevar a cabo? Los «altos poderes del comunismo», la «masonería» y, dicho con vergonzosa perífrasis, «el judaísmo internacional». «Se abrigaba la esperanza», decía el prólogo de la edición austríaca del panfleto, «de que una propaganda cuidadosamente elaborada en connivencia con el Kremlin ablandaría la resistencia de los defensores de la Santa Iglesia a favor del rumbo hacia una coexistencia pacífica con el comunismo ateo. Se trataría de debilitar las fuerzas de resistencia de la Iglesia y del mundo libre contando para ello con el apoyo del dictador rojo». Estos «cómplices del Kremlin» tienen su escondrijo entre «el alto clero» y sus compinches en «las más altas esferas del Vaticano». Y es que el papa y sus colaboradores, el cardenal Bea en especial, tendrían la intención de «transformar a la santa Iglesia en un satélite al servicio del comunismo y de la masonería; en una sinagoga de satán».
El mismo Juan XXIII apeló en un mensaje dirigido al Congreso Eucarístico Internacional de Múnich de 1960 a «permanecer unánimemente unidos e implorar a Dios, nuestro Señor, para que el sedicente materialismo que mina la vida moral de la humanidad, ceda ante una visión más elevada». El cardenal Spellman (que por aquellos días celebró una solemne misa pontifical, «bajo el tronar de los cañones», en los terrenos de maniobras militares de Grafenwóhr sin olvidarse de llamar «mis queridos amigos» a los soldados) convirtió, incluso, aquel encuentro internacional del catolicismo en una convocatoria de cruzada contra la Unión Soviética. Y el ministro de defensa, Strauss, dijo en su momento, cuando viajaba en helicóptero a lo largo del «telón de acero» en compañía de Spellman que «Sabemos que tras el telón de acero el poder está en manos de hombres para quienes la responsabilidad ante Dios no desempeña ningún papel. Para eso estamos los soldados, para impedir que ese poder sea usado contra nosotros, para hacer que ese poder pase nuevamente de las manos ateas a las cristianas».
También la Conferencia de ayuda a los sacerdotes del Esty, que celebró sus sesiones en Königstein del Taunus centró su atención en «el terror de los tiranos rojos». El «Padre Tocino» volvió a sufrir bajo los tormentos «de nuestros hermanos perseguidos tras el telón de acero». El jesuita Leppich inició un viaje de agitación a través de Sudamérica partiendo, no era casual, desde Fátima, un centro de la propaganda antibolchevique de la Iglesia, y en adviento de 1960 conjuró a la «estrella de Belén» como símbolo a oponer a la estrella roja soviética.
El concilio suprimió la distinción entre guerras «justas» e «injustas», condenando la guerra en general, pero para justificar después, nuevamente, el equilibrio militar. En un esquema inicial se condenó, ciertamente, la posesión de armas ABC (atómicas, bacteriológicas o químicas), pero ese esquema fue invalidado en el último minuto gracias a la intervención de un grupo encabezado por el cardenal Spellman.
Por más que Rocalli no alterase muchas cosas esenciales —de hecho casi nada y los años venideros lo irán corroborando— su personalidad se distinguía de modo tan reconfortante de la de su predecesor que su muerte afecto en lo profundo incluso a círculos no católicos, incluso no cristianos. «Tengo miedo de una nueva guerra», habría manifestado Juan XXIII poco antes de su despedida de este mundo. Eso nos testimonia su secretario privado Cappovilla. Inventado o no, la frase suena creíble.