«Para que sea fecundo, el martirio de los perseguidos requiere de nuestra fe total, profunda y activa, así como nuestro cristianismo adormecido necesita del testimonio de los mártires…»
(J. P. Dubois, Presidente de la Conferencia
Internacional de Organizaciones Católicas)
«No solamente arrancan de vuestras almas toda luz sobrenatural…, sino que también os privan de la dignidad humana»
(Pío XII)
«Llevados de su desenfreno, los aborrecedores del nombre de Dios recurren a todos los medios y ayudas imaginables. Los libros, las revistas, los periódicos, las emisoras, las asambleas, los encuentros públicos y las conversaciones privadas, las ramas del saber y las artes, todo ha de servirles para hacer mofa generalizada de todas las cosas sagradas… Nos, venerables hermanos, creemos sin embargo que todo ello no sucede sin la intervención y las maquinaciones del enemigo infernal, de quien es propio odiar a Dios y dañar a los hombres»
(Pío XII)
Pío XII no condenó nunca al fascismo ni al nacionalsocialismo mientras sus dirigentes mandaban asesinar a millones de personas. Es más, ¡sus discursos ni siquiera usan el término fascismo! Por lo que respecta a su actitud frente al nacionalsocialismo, el papa, —opina monseñor R. Weiler— «sólo la pudo expresar de nuevo cabalmente en 1945, una vez acabada la guerra». Entonces, por supuesto, eso era algo que cualquiera se podía permitir en Alemania. Y Pío XII, que mientras duró la guerra, se conformó con «insinuaciones indirectas», tanto que apenas es posible imaginárselas más indirectas, se mostró, incluso, dispuesto, el 2 de junio de 1945, a mencionar «el espectro satánico del nacionalsocialismo». En su siguiente alocución navideña juzgó merecidamente castigados a los principales responsables de la guerra… y después volvió a guardar un hermético silencio sobre el tema.
El papa estaba apesadumbrado por la derrota de Alemania e Italia: todavía en 1945 hablaba del «trágico final del perseguidor», a saber, de Hitler. Pío rechazaba cualquier capitulación incondicional porque necesitaba, sobre todo, a los alemanes como carne de cañón. «Esperaba a todas luces un conflicto armado Este-Oeste». De ahí que fuera también la «voz del papa» —se vanaglorian los historiadores de la Iglesia Católica— la primera… «a nivel mundial que clamó por la sensatez y la justicia frente a los vencidos». Y es así también cómo los obispos alemanes repitieron en agosto de 1947 «desde lo más profundo y con toda urgencia su petición… de generosidad y magnanimidad frente a aquellos que solo obedecieron a la presión del nacionalsocialismo, pero no al espíritu de los opresores».
Y mientras los vencedores escenificaron aquel circo de la desnazificación —con miramientos especiales para con los peores matarifes entre los generales alemanes— dando también comienzo, eso sí, a su «reeducation», los monseñores de Roma se ejercitaban en facilitar fugas. Con esa ayuda conspicuos fascistas llegaban en serie al Egipto y a Latinoamérica: muchos generales de las SS y también, con toda seguridad, el coronel de las SS Adolf Eichmann, cuyo despacho centralizaba la deportación de millones de judíos europeos hacia los campos de exterminio masivo. Y asimismo, evidentemente, uno de los mastines más sanguinarios de esta época, A. Pavelic, así como restos de la «División Azul». Y añadamos, fuera de toda duda, a F. Stangí, acusado de 400.000 asesinatos en el campo de exterminio de Treblinca. Su mujer reveló, al declarar como testigo durante el proceso contra aquél, que su fuga al Brasil, a finales de los años cuarenta, había sido organizada por la curia, siendo el obispo Hudal quien le proveyó de documentación falsa y de dinero. Muchos criminales de guerra escaparon, «vía vaticana», hacia el Brasil, donde vivieron después como gente acaudalada.
Pío XII exigió asimismo que se adoptaran medidas de gracia en favor de los criminales de guerra Frank y Greiser, que se ensañaron con Polonia.
H. Frank, hasta el año 1933 abogado estrella del PONSA, en cuyo nombre actuó de defensor en más de 2.400 procesos, se convirtió después en «asesino en grado millonario» como jefe del «General gouvernemant» de Polonia (a la que ciertos círculos gubernamentales berlineses denominaban irónicamente «Reino Franko del Este»), país donde organizó el terror y la deportación. Son incontables los crímenes unidos al nombre de quien el 10 de febrero de 1937 escribió en su diario:
«Confieso mi fe en Alemania. El servicio a Alemania es un servicio a Dios… Somos, en verdad, el instrumento de Dios para el exterminio de los malos. Luchamos en el nombre de Dios contra los judíos y su bolchevismo. ¡Que Dios nos proteja!» Cuando Frank, que solía usar gustoso el término favorito de Hitler, «con gélida frialdad», y que hizo constar en una glosa marginal que gracias a una medida adoptada por él «perecerán 1,2 millones de judíos», vio aproximarse el fiasco final y se convirtió al catolicismo.
A. Greiser, gobernador del Reich en el distrito de Wartheland y Jefe de distrito del PONSA, que practicó con celo especial la «política de germanización» nazi y atribuló de modo especial a los polacos, entre quienes quiso fundar una iglesia católica autocéfala, tuvo aún tiempo de obtener la bendición del papa antes de ahorcarse.
El antiguo obispo nazi de Danzig, K. M. Spiett, descollante en la política de opresión antipolaca y colaborador de la Gestapo, fue condenado tras la guerra a cadena perpetua, pero puesto en libertad en el otoño de 1956. El papa, por su parte, no tuvo empacho en recibirlo en audiencia en 1957 y en hacer pública esa distinción a través de su oficina de prensa.
Y es que ya en 1948, y en referencia al tema «expulsión» (la de los alemanes por parte de polacos y checos) el papa escribió así a los obispos alemanes: «¿Podía legitimarse, en lo económico y en lo político, una medida así a la vista de las necesidades vitales del pueblo alemán y, yendo más allá, de las de toda Europa?… Deseamos y esperamos que cuanto ha sucedido sea reversible… por el bien de los afectados». Y aquel mismo año —pues todo iba en la misma línea— rechazó él una paz a cualquier precio, tildando el pacifismo radical, es decir el único que según Jesús puede ser denominado en puridad pacifismo, no sólo de temerario, sino también de socialmente peligroso.
El papa, en cambio, no calló nunca respecto al comunismo o la URSS, sino que prosiguió, intransigente, con su antigua agitación de preguerra contra el Este. Tanto más cuanto que sus temores ante cualquier tipo de socialismo se habían acrecentado ante el ímpetu con el que el ejército rojo penetraba en Europa. Ahora se veía a sí mismo como obligado, en cuanto «anunciador de la libertad y la justicia», a estigmatizar «todos los errores, todas las formas de idolatría y superstición», y no quería saber nada de guardar silencio «cuando en una nación se separan de Roma, centro de la cristiandad, y usando de la violencia y de la astucia, las iglesias unidas a aquélla; cuando se aprisiona a todos los obispos greco-católicos por negarse a renegar de su fe; cuando se persigue a sacerdotes y a creyentes si no se prestan a separarse de su verdadera madre, la Iglesia… ¿Puede callar el papa cuando un estado transgrede los límites de su competencia y se arroga el poder de suprimir diócesis, de deponer obispos, de derribar organizaciones católicas y reducirlas a una situación por debajo de las condiciones mínimas que permitan una acción pastoral eficaz?»
Al igual que su predecesor. Pío XII declaró incansablemente la guerra al comunismo, exhortando a su propio clero a no mostrarse «temeroso ni vacilante… frente a las maquinaciones del comunismo, tendentes derechamente a arrancar la fe de aquellos a quienes promete bienestar material», tanto menos cuanto que «él ha trazado con suma claridad el camino a seguir respecto a las decisiones pertinentes, camino del que nadie puede desviarse sin faltar a sus deberes».
Mientras el papa mentía a todas luces y ante la faz del mundo al decir que «La Iglesia no se inmiscuye en asuntos puramente políticos o económicos, ni se preocupa tan siquiera por la discusión acerca de si tal o cual forma de gobierno es útil o desventajosa», intervenía en la política mundial lanzando numerosos mensajes radiodifundidos, pronunciando alocuciones, exhortaciones y advertencias, y escribiendo cartas pastorales. Insistía en que era un «deber de conciencia» para él alzar su protesta, en que «tampoco hoy podemos callar».
Despotricaba de forma casi ininterrumpida contra las «máximas del ateísmo mortífero», contra «los partidarios del comunismo ateo», contra «el yugo de los opresores», contra «los sistemas tiránicos», «contra la injusta opresión de la conciencia por parte de los sistemas totalitarios», contra aquellos «que conculcan los derechos de la Santa Iglesia Católica», que «arrastran» al pueblo y especialmente a la juventud «hacia las seducciones del vicio y la corrupción, apartándolos de la pureza de costumbres, de la virtud y de la inocencia con sus errores, con sus calumnias, con toda clase de escarnios»; que «los maltratan con los duros golpes de la impiedad o con las trampas arteras del error». «Los servidores de las cosas santas, incluso los dignatarios eclesiásticos, son expulsados de sus sedes oficiales y enviados al destierro o encerrados en la cárcel». Incesantemente conjuraba el papa «los muros de sus prisiones y el alambre espinoso de sus campos de concentración… en el nombre dulcísimo de Jesús los exhortamos a perseverar con fortaleza de corazón, pese a sus sufrimientos y humillaciones. Con ello rinden un tributo de valor inapreciable a la gran cruzada de la oración…».
Respecto a todo ello, Pacelli, como hicieron casi todos los papas, trazaba un cuadro maniqueo muy del gusto de su grey. «Por donde quiera que desde esta atalaya vaticana lanzamos nuestra mirada sobre el orbe terrestre tenemos, de cierto, motivos de admiración y alegría al ver las filas de los buenos revestidas de un halo de virtud que recuerda, sobre todo por su fortaleza y espíritu de martirio, aquellas épocas venerables de la religión cristiana. Por otra parte, sin embargo, nos embargan la tristeza y el dolor cuando divisamos hasta qué punto de inaudita y hasta ahora casi increíble osadía se ha encumbrado la iniquidad del mal».
Retrospectivamente, el «Santo Padre» destacaba de forma análoga durante la Navidad de 1945 el contraste entre la fiesta de la paz cristiana y la realidad de la guerra (guerra de la que él mismo fue corresponsable cuando era secretario de estado en la medida en que propició el ascenso de Hitler), «entre las emociones de santa alegría, de fraterna unidad en el amor al servicio del Señor, que el retorno de esa fiesta cristiana tan entrañable suscita en los corazones y el triste afán de venganza y represalia que domina el mundo»; entre las suaves notas del «Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus» y «las turbulentas voces del odio en medio del estruendo de una guerra fratricida; entre la esplendorosa luminosidad de Belén… etc.». Pero ya en esta primera alocución navideña, en la que el papa exigió reiteradamente el «retorno a Dios y al orden establecido por Dios» juzgándolo, que ya es decir, de «política sumamente realista y atentísima a los hechos», el papa volvió a lanzar duros ataques contra el comunismo y la URSS. Una paz duradera es imposible «si no se pone término al totalitarismo del estado que convierte a los hombres en meras figuras de su juego, en meros números de sus cálculos económicos».
No, la paz no era motivo de sosiego para Pío. Antes bien, el 2 de junio de 1946, día de su onomástica, anunció tener «hartas veces la impresión de que la paz verdadera, aquella que responde a las exigencias y a los deseos de la conciencia humana y cristiana, no sólo no se aproximaba, sino que se alejaba más y más; no sólo no se consolidaba ni tomaba cuerpo en una realidad que suscitase confianza, sino que, por así decir, se volatilizaba y esfumaba. Cuanto más papel se acumulaba sobre las mesas de las conferencias internacionales, mayores se hacían las dificultades y los obstáculos para llegar a soluciones moralmente aceptables».
La paz y las negociaciones internacionales no alimentaban las esperanzas de Pacelli. Al contrario, cuanto más papel, peor. De ahí que continuase predicando su «insalvable aborrecimiento contra todo despotismo, contra todo intento de imponer por la fuerza la dominación sobre otros pueblos» y que insistiese en que «no me cansaré nunca de repetir esto a nuestros hijos e hijas y a todos aquellos movidos por similares sentimientos: ‘¡Tened confianza! No decaiga vuestro ánimo. Sois numerosos, más numerosos de lo que parece, mientras que otros, con la vana elocuencia y las ínfulas con que se presentan, intentan tan sólo fingir disponer de un ejército del que en realidad carecen. Vosotros sois fuertes, más fuertes que vuestros enemigos…». No, el papa Pacelli no se cansaba de inculcar cabalmente «ese punto de importancia lapidaria: el de que los católicos y todos aquellos que reconocen y adoran un Dios personal; que observan los diez mandamientos, no deben amedrentarse ante nada en el mundo, sino tomar conciencia de su fuerza».
A fin de cuentas los nuevos amigos de Roma apenas hacía un año que habían matado a más de 240.000 personas sumando las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, y el ministro de AA. EE. de los USA había anunciado una política más dura frente a la URSS. La guerra fría acababa de empezar con las primeras diferencias de opinión entre las dos superpotencias y los americanos preparaban ya sus ensayos atómicos en el atolón de Bikini, en el Pacífico.
En la Navidad de 1946, Pío XII volvió a divisar el contraste «entre el mensaje de paz de Belén y… un mundo que tan a menudo se desvía del recto camino de la verdad y la justicia». Es más, se había abierto un nuevo y horrible abismo y el papa parecía sentirse feliz por ello, pues: «Ni los más penosos esfuerzos podrían apenas salvar ese abismo ya que el hombre es, desde luego, muy capaz de destruir, pero no siempre posee por sí mismo la capacidad de reconstruir». Realmente, la esperanza de destrucción, al menos en un cierto sentido, parecía calentar su corazón como lo calentaron en otro tiempo las santas esperanzas que puso antaño en la campaña de Rusia. ¡Oh, qué bella era la guerra! Pío XII entonaba en su loor un canto parecido al de Otto de Habsburgo: la «humanidad» fue entonces «testigo de nuestra maravillosa (!) actividad en todos los ámbitos del despliegue de fuerza militar», y esa «maravillosa actividad» había «exhibido una precisión admirable y una gran circunspección durante sus preparativos y su organización; una rapidez de relámpago y una gran capacidad de improvisación para adaptarse de continuo a las circunstancias y necesidades». Ahora, sin embargo —y el documento papal lo deploraba en cursiva— «Esta continua prolongación en el tiempo de un estado anormal de inseguridad e incertidumbre es el claro síntoma de un mal, triste signo que caracteriza a nuestra época».
Así llegamos al año 1947 y a Georg F. Kennan con su nueva política de contención de la expansión soviética; al Plan Marshall, en el que Molotov no veía otra cosa que una conjuración imperialista para esclavizar Europa; a la caza de supuestos comunistas hasta en el propio gobierno; al presidente Truman con su decreto ejecutivo 9835 y a la CIA. Por lo demás no sobrevino nada nuevo. Y el día de su onomástica, en el verano, el papa se preguntaba con acritud sobre cómo sería el juicio de la historia sobre ese año. «Casi la mitad de él ha transcurrido ya», clamaba, y no había otra cosa que problemas y más problemas junto a la «vergonzosa precariedad de nuestras soluciones… Las heridas abiertas por la guerra no han cicatrizado todavía. Al contrario, muchas de ellas se han agravado… Si miramos las cosas tal cual son realmente, hay que conceder que no es posible, ni con la mejor de las voluntades, crear ya hoy aquella seguridad que tan ardientemente anhela la humanidad. Y si ello es así, que no se adopten aquellas medidas de postguerra y de paz…».
Pero si no se adoptan medidas de postguerra ni de paz, ¿qué medidas adoptar? Claro que, ¿cómo dudarlo?, el «Santo Padre», como todos los papas, estaba por la paz. Pero también, por supuesto, «por la libertad»; por la auténtica libertad, por la católicorromana y ésta, por su parte, sólo prospera «donde reinan el derecho y la ley». Pero en «el ínterin, millones de personas viven bajo la arbitrariedad y la dominación violenta. Nada tienen seguro, ni su hogar, ni su hacienda, ni su libertad, ni su honor. De ahí que se extinga en ellos hasta el último resto de alegría existencial y que se apague en sus corazones hasta el último rayo del ánimo de vivir».
Triste. Muy triste. De ahí también que el papa aleccionase así, apenas unos días después, en su residencia veraniega de Castelgandolfo, a los miembros de la Legión Americana: «Ciertos enemigos del derecho sólo pueden ser doblegados por la fuerza. La fuerza es un poderoso factor de poder en el supuesto de que se use para un objetivo grande y digno… Una ordenación justa no debe perderse en batallas incruentas» ¿Tal vez en batallas cruentas? ¿Debía la guerra fría dejar paso a una «guerra caliente»? Pío recordó la decisiva derrota de los turcos por la Europa cristiana en Lepanto, así como la aparición de María en Fátima, donde se predijo la victoria sobre Rusia.
Fátima era un centro especial de la lucha anticomunista continuamente atizada por el Vaticano, en estrecha alianza, ciertamente, con los caballeros del Nuevo Mundo. A uno de sus prelados, el obispo de Fargo, en Dakota del Norte, A. Muench, lo constituyó Pío en visitador apostólico de toda Alemania. El episcopado americano lo convirtió en su enlace ante el gobierno militar americano en aquel país. El obispo castrense americano, Spellman, lo nombró vicario general castrense de las fuerzas americanas en Alemania y Austria, pues, «Ahora, al igual que en el periodo de entre guerras, Alemania equivalía al gran dique de contención contra la oleada comunista. Sólo con el pleno apoyo americano podría sobrevivir Alemania. Muench sirvió de vínculo oficial directo entre el Vaticano, la jerarquía americana, la jerarquía alemana y el gobierno militar americano».
Muench era de ascendencia alemana, antisemita, simpatizante del nazismo y amigo del siniestro «sacerdote radiofónico» Coughlin, uno de los más rabiosos clerofascistas de los USA. En 1945, Muench predicó que se tuviera «indulgencia» con los criminales de guerra alemanes. Un año más tarde, el papa lo envió a Alemania. «Judíos en el poder», rezaba una de las primeras anotaciones de su diario por esos días. Muench detestaba a los judíos, a los que veía enemigos del pueblo alemán y enemigos naturales de la Iglesia Católica, e hizo cuanto pudo para desplazarlos del gobierno militar. A este respecto defendía su opinión sin ambages, lo mismo ante el general Clay que ante el presidente Truman y Pío XII, de quien era hechura con un considerable papel a desempeñar. Tomó parte en seis dietas católicas, fundó la diócesis de Essen, se convirtió en 1949 en titular de la nunciatura apostólica y en 1951 en nuncio oficial. Simultáneamente obtuvo la Gran Cruz del Mérito de la República Federal de manos de su presidente.
El papa prosiguió entretanto con sus esfuerzos antisoviéticos condenando tanto la doctrina como la praxis comunista en numerosas manifestaciones. Es cierto que el 25 de febrero de 1946 se ufanaba ante el colegio cardenalicio y ante los representantes del cuerpo diplomático acreditados ante la «Santa Sede» de haber sido neutral durante la guerra y, sobre todo, de no haber predicado la cruzada contra Rusia: algo que debió costarle mucho evitar, pero que imponía la constelación de realidades. Pero súbitamente añadió en tono amenazador dirigido a la URSS: «Pero que nadie cuente con nuestro silencio cuando están en juego la fe y la moral cristianas». Su alocución a los cardenales durante aquel verano prevenía asimismo contra los «falsos profetas, que perturban el derecho civil y el religioso y quieren imponer por la fuerza una cosmovisión anticristiana y atea».
Significativa es asimismo su correspondencia acerca de La «Paz de Truman». El presidente había reconocido ante el papa, en agosto de 1947, que «una paz verdadera» sólo puede basarse en «principios cristianos» y no «en las cadenas de la mentira o en una organización que colectiviza la vida». Por j supuesto que esta paz venía subrayada con la amenaza de la bomba atómica, pues, como declaraba Truman, la disuasión «contra todos los que quieran perturbar el orden divino es f legítima». Es así, por cierto, como se había restaurado la paz y el orden divino en Hiroshima y Nagasaki. Dos días después de que le fuese entregado el escrito de Truman, el papa tiraba ya de la misma cuerda. «Allí donde el estado excluye a Dios», corroboraba él, «el hombre se convierte en esclavo, explotado en aras de los intereses egoístas de un grupo que detenta el poder». Consecuencia: la guerra. La «paz auténtica» está aquí fuera de lugar. ¿Acaso no tiene Winter razón al hablar mordazmente de «Truman y Pío XII como ángeles de la paz con la palma y la bomba atómica»? Eran las alocuciones que Pacelli, un papa millonario, pronunciaba ante obreros las que insistían especialmente en prevenir contra la propaganda comunista, contra la esclavización de los trabajadores por parte del ateísmo marxista, contra el sojuzgamiento de naciones enteras. Primero, estos demonios proclamaban la libertad, pero una vez llegados al poder «explotan al pueblo y elevan el terror a sistema de dominación». Pío había condenado ya en 1943 a los «falsos dirigentes» —¡calificativo que siempre se guardó de usar para referirse a Hitler y a Mussolini!— que pretendían que la salvación podía surgir de un cambio revolucionario, propagadores «de doctrinas falaces» llamadas al «engaño y la decepción», que se valían de «artes trapaceras». Ahora, 31 de octubre de 1948, agitaba en su alocución ante los obreros de la Fiat justamente contra «aquellos renovadores del mundo que pretenden guardar para sí, como en régimen de monopolio, el cuidado de los intereses de los trabajadores, siendo así que, en realidad, Ano hacían otra cosa que traicionar la dignidad de aquéllos», Apiolar su fuerza de trabajo «de modo absolutamente arbitrario» y encelar, al mismo tiempo «al pueblo presentando a su vista la falsa imagen de un futuro lleno de bienestar ilusorio y de riqueza inalcanzable».
A principios de 1949 el papa previno a la jerarquía católica contra toda infiltración comunista. El 12 de febrero de ese mismo año saludó la unificación del occidente bajo la égida del Pacto del Atlántico y el 1 de julio prohibió por decreto cualquier tipo de colaboración con los partidos comunistas. Contra la colaboración entre católicos y fascistas o nazis nunca presentó en su día ninguna objeción de principio. Antes bien, descabalgó al Centro Católico en favor de Hitler y propició con ello su dictadura.
El sedicente decreto anticomunista del 1 de julio de 1949 constituía una iniciativa provocadora que podía generar reacciones imprevisibles en el Este. Según ese decreto resultaba excomulgado quien perteneciese o favoreciese a un partido comunista; quien editase libros, revistas, periódicos u octavillas comunistas o cooperase en su difusión; quien propagase o defendiese las doctrinas comunistas. Todos se convertían con ello en apóstatas y se exponían a la excomunión especial (in modo speciale) del papa. Insertar un anuncio en la prensa comunista conducía a la exclusión de la Iglesia. También, por supuesto, el votar por partidos de ese signo. Era más que evidente que el decreto proseguía la línea radicalmente anticomunista de la encíclica Divini Redemptoris. Incluso monseñor Purdy hacía este comentario: «El decreto quería interponer una muralla china entre católicos y comunistas… y naturalmente fue interpretado como posicionamiento del Vaticano en “la formación de los frentes políticos” y como su compromiso en la guerra fría. Pero hubo, incluso, periódicos que dijeron cosas más duras sobre este papa…».
Después de aquella toma de posición, que coincidía con el rearme alemán, la propaganda curial contra el comunismo y la URSS se intensificó aún más. Pues los USA habían perdido entretanto su monopolio en la posesión de armas atómicas y los rusos habían resuelto «felizmente» la explosión de una bomba atómica en 1949. Del otro bando había que reseñar otro «feliz» acontecimiento con la firma del Tratado del Atlántico Norte el 4 de abril de ese mismo año por parte de los USA, Canadá, Gran Bretaña, Dinamarca, Noruega, Islandia, Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Italia y Portugal. Al año siguiente Truman dio el encargo, el 31 de enero de 1950, de desarrollar la bomba de hidrógeno y el 27 de junio la orden, a sus fuerzas armadas navales y aéreas, de intervenir en Corea. El 30 de noviembre amenazó con el empleo de la bomba atómica en ese país.
Fue aquel un «año santo» en el que unos tres millones de peregrinos trajeron su óbolo a Roma. Pacelli, por su parte, reiteraba insistentemente los ataques contra sus adversarios, contra todos los que socavan la fe verdadera o desdeñan «los métodos tradicionales de la Iglesia Católica», en suma, contra todo tipo de enemigos de «los sagrados derechos de la Iglesia Católica».
Durante la 74 Dieta Católica Alemana, celebrada en 1950 en Passau, que se celebro bajo la divisa de la «Lucha contra el Materialismo», el papa «pasó aquella revista anual a sus tropas» y las arengó así: «Es tarea de los católicos del mundo entero formar un dique contra el materialismo. Esa tarea no carece de esperanzas. Los católicos suman cientos de millones y también constituyen un poder… y con ellos hace causa común, nos atrevemos a afirmar, la mayoría de los hombres que aún está del lado de Dios. Hay naciones que cuentan con cientos de millones de ciudadanos y cuyos pueblos sienten tal veneración ante todo lo que sea religión que hasta muchos católicos sentirían vergüenza ante aquélla». Evidentemente aquello constituía una amenaza con el poder de los USA. Acto seguido, el pontífice, ufano por aquella «revista a sus tropas», exigió —ésa es siempre la panacea papal— lucha y sacrificios: «Ser cristiano exige, pues, de forma apremiante la virtud y el sacrificio. Siempre los exigió y ahora de manera especial, y a veces una virtud y unos sacrificios en grado heroico. Quien emprenda la lucha contra el materialismo no puede arredrarse ni un solo momento ante esa realidad ni ante sus consecuencias».
Incluso su recomendación del rezo del rosario, contenida en su encíclica Ingruentium malorum del 15 de diciembre de 1951, dio pie al papa para llamar la atención del mundo hacia los «crímenes». «Nos referimos al asalto ateo contra la tierna inocencia de los jóvenes. No se guardan miramientos con la edad más inocente, sino que, lamentablemente, se tiene la osadía de arrancarnos inicuamente hasta las flores más bellas del jardín místico de la Iglesia, flores que constituyen la esperanza de la religión y de la sociedad». De ahí que los creyentes «cuando el rosario se deslice por entre vuestros dedos» —perfecta armonía en la mezcla de oraciones y de odios— «no debéis olvidar a los prisioneros y encarcelados, ni a las desdichadas víctimas de los campos de concentración». «Sabéis que entre ellas hay incluso obispos que sólo fueron expulsados de sus diócesis por defender heroicamente los sacrosantos derechos de Dios y de la Iglesia, y también hijos, padres y madres de familias que fueron expulsados de sus hogares y viven ahora en la miseria, en países extraños y bajo un cielo extraño».
En la Navidad del 52 el papa lanzó conjuros similares contra aquellos vastos territorios «donde la presión del poder absoluto doblega las almas y los cuerpos… en los que la Iglesia es la primera que sufre por ello penosas tribulaciones. Sus hijos son víctimas de persecuciones, ya directas, ya indirectas; ya abiertas, ya disimuladas». Ahora bien, tanto más refulgen frente a esa acción diabólica los creyentes cristianos «gracias al celo de su fe, a la fama de sus santos y santas, a la gloria de sus hazañas…, mediante la difusión de su amor al prójimo» etc: la manoseada técnica del cuadro de buenos y malos que induce al propio artista a confesar finalmente que «No idealizamos».
También la Navidad del 53 se convirtió en descarada agitación contra el bloque del Este. Pío decía abogar por la coexistencia entre los hombres, pero no por la coexistencia entre sistemas: eso a pesar de que pocos años antes había encarecido ante la faz del mundo que la Iglesia «no se preocupa siquiera por la discusión acerca de si tal o cual forma de gobierno es útil o desventajosa». Ahora, subrayaba Pacelli, se tiene la esperanza de que la actual coexistencia aproxime a los hombres la paz. Pero esa esperanza debe justificar una coexistencia en la verdad, «un puente entre ambos mundos, puente tendido entre los hombres de uno y otro mundo, pero que no puede abarcar a los distintos regímenes y sistemas sociales. Una de las partes intenta, consciente o inconscientemente, respetar el derecho natural; la otra se ha desprendido completamente de ese fundamento». El papa repudió la opinión según la cual el colectivismo constituía una opción histórica y también concordante con la voluntad de Dios y exhortó a los «millones de personas» que «han conservado de forma más o menos nítida la impronta cristiana… a cooperar en la renovación de los fundamentos para conseguir la unidad de la familia humana».
También en su mensaje navideño del 54 polemizó Pío, largo y tendido, contra la ideología comunista, sin mencionarla expresamente, eso sí. Con el corazón «sangrante» imploraba, no obstante, «asistencia divina y fuerza heroica de resistencia para aquellos de sus hijos e hijas que languidecían, víctimas de la violencia, en cárceles y campos de concentración».
Por esos años el papa hizo de pasada algunas alusiones que causaron sensación al problema de la guerra contemporánea[28].
«… El valor de aceptar los sacrificios impuestos por el armamento atómico incluso bajo la perspectiva, en la actual situación, del aniquilamiento de varios millones de vidas humanas…»
(El jesuita Hirschmann)
«El recurso a una guerra atómica no es en sí absolutamente inmoral». «Pues en primer lugar tenemos la certidumbre de que el mundo no durará eternamente y, en segundo lugar, no somos nosotros los responsables del acabamiento de este mundo»
(El jesuita Gundlach)
El momento en que el papa hizo sus declaraciones acerca del problema de la guerra contemporánea apenas puede ser fruto de la casualidad. El 6 de abril de 1952 los USA habían anunciado la fabricación de una bomba de hidrógeno y el 1 de noviembre explosionaron la primera de ellas sobre el atolón Eniwetik, en el Pacífico. El republicano Eisenhower, que sería elegido presidente de ahí a pocos días, propició ciertamente la caída del perseguidor del cazacomunistas McCarthy: el 2 de diciembre éste desapareció de la escena política tras una censura del senado apoyada por 67 contra 22 votos. A Pesar de ello prosiguió la lucha contra el comunismo, tanto la política interior como en la exterior. El 20 de abril de 1953 se exigió del Partido Comunista que se registrara en el ministerio de justicia, puesto que estaba bajo el control de la URSS. Y el propio Eisenhower autorizó el 24 de agosto de 1954 la Communist Control Act que privaba a los miembros del P. C., a todas las organizaciones comunistas, así como a los sindicatos de obediencia comunista, de numerosos derechos y prorrogativas.
Con ello se conjugaba perfectamente el anticomunismo recrudecido del State Department. Apartándose claramente de la estrategia de Truman, de contención de la expansión rusa, el ministro de AA. EE., J. F. Dulles, introdujo en 1954 la idea de la Massive Retaliation. También el Tratado de los Países del Sudeste Asiático (Seato), firmado el 8 de septiembre de 1954, iba dirigido contra la URSS. Se trataba de un pacto militar que obligaba a los USA, Australia, Gran Bretaña, Francia, Nueva Zelanda, Pakistán, Las Filipinas y Tailandia a intervenir conjuntamente en caso de que uno de los países fuera objeto de agresión. A finales de ese mismo año los USA ponían en servicio el primer submarino atómico, el Nautilus.
Las manifestaciones de Pío XII sobre la guerra contemporánea encajan en ese marco político y fueron emitidas en dos alocuciones pronunciadas ante médicos y en otra pronunciada ante juristas.
Ante los asistentes al VI Congreso Internacional de Derecho Penal, el 3 de octubre de 1953, el papa expuso que entre las realidades que exigían una sanción internacional estaba, en primer lugar, la guerra contemporánea que no fuera estrictamente necesaria para la autodefensa. La comunidad de naciones «tendría que ocuparse de esos criminales sin conciencia, que no se arredran, con tal de realizar sus ambiciosos planes a la hora de desencadenar una guerra total. De ahí que las restantes naciones no tengan más remedio, si quieren proteger lo más valioso de cuanto poseen y no están dispuestos a transigir con la libertad de los malhechores internacionales que se abren paso a empellones, que prepararse para el día en que se vean obligados a defenderse. Ni siquiera en la actualidad se puede privar a un estado de su derecho a preparar su defensa».
Sólo dos días después, el 19 de octubre, Pío aleccionaba en esa misma línea a la Oficina Internacional para la Investigación Médica: «Recientemente hemos expresado nuestro deseo de que toda guerra debiera ser castigada internacionalmente, salvo que sea absolutamente requerida como defensa contra una injusticia grave que afecte a toda la comunidad. Esa exigencia presupone asimismo que esa injusticia no pueda ser evitada por ningún otro medio y que, de no recurrir a esa guerra de defensa, se concedería juego libre a la violencia brutal y a la carencia de escrúpulos en las relaciones internacionales… El argumento desarrollado por Nos se refiere ante todo a las armas ABC, es decir Atómicas, Biológicas y Químicas (Chemical). Por lo que respecta a la cuestión de si el uso de esas armas puede hacerse necesario contra un ataque ABC, confórmense ahora con saber que Nos la hemos planteado como tal. La respuesta debe derivarse de los mismos principios que deciden si la guerra en general es un medio lícito».
Así pues, también una guerra con armas ABC, la peor forma de masacrar conocida hasta hoy, está permitida en el caso de que se trate de una defensa contra «criminales sin conciencia», de «malhechores internacionales»: ¡Y éstos son siempre los adversarios del papado, nunca sus cómplices!
Apenas seis meses después, en marzo de 1954, los USA realizaron un ensayo nuclear con una bomba de 12 a 14 megatones, ensayo que causó varios heridos y un muerto en una flota de pescadores japoneses situada a una distancia de entre 120 y 150 kmts. del lugar de la explosión. Apenas un mes después, por Pascua Florida, Pío XII abogaba de nuevo por la proscripción de la guerra con armas ABC, pero haciendo una vez más la salvedad de que el «principio de la justa defensa… debe siempre ser tenido en consideración».
En septiembre de ese año y ante el Congreso Médico Mundial, el papa se preguntó si «la guerra contemporánea, la “guerra total”, y particularmente la guerra con armas ABC, sería lícita en principio. No existe la menor duda, a la vista especialmente de los horrores y los tremendos sufrimientos provocados por la guerra contemporánea, que desencadenarla sin un motivo justo, es decir sin que ello resulte forzoso para evitar una injusticia flagrante, extremadamente grave y no evitable por otros medios, constituiría un crimen que debiera ser penado con las más rigurosas sanciones nacionales e internacionales. Ni siquiera resulta posible plantear la cuestión de la licitud de una guerra con armas ABC, salvo que ésta, en determinadas circunstancias resultase ineludible en la propia defensa».
Todas esas manifestaciones eran tan inequívocas y tremebundas que Pío XII, evidentemente bajo la presión de la opinión pública, calificó en la Navidad de 1955 de «deber moral», lo que no dejó de causar cierta sorpresa, prohibir los ensayos con armas nucleares y la proscripción de ese tipo de armas, algo que la prensa soviética cogió en seguida al vuelo. El papa, no obstante, siguió condenando con la mayor dureza al comunismo, así como la negativa a hacer el servicio militar basada en la objeción de conciencia.
Durante todo ese tiempo la prensa vaticana no cejaba en su agitación. Hacía mofa de Krutschov, un «Moloch sonriente», un «mefistófeles de pie de macho cabrío y olor a azufre». «Krutschov dejaría pequeñito a Holofernes». «¿Hasta cuándo hemos de ver que la reina Elisabeth tienda su mano al ídolo sonriente? Claro que desde los agasajos que le hizo Tito ya tiene alguna experiencia en rebajar la realeza hasta esos niveles». Pero mientras desenmascaraban «toda esa política de la falsa sonrisa» a «ese jefe del terrorismo» moscovita, ellos ocupaban su mente con estos cálculos: «Si los alemanes incrementan sus efectivos, gracias a la incorporación de 50 divisiones más con personal instruido, hoy en la reserva, los rusos deberían, según lo que dicta la experiencia, aprontar un contrapeso adicional de 150 divisiones. Eso quiere decir que necesitarían un incremento de 100 divisiones para mantener su actual superioridad militar. Pero ni siquiera ellos se pueden permitir algo así». Cierto es que la «política por la liberación de la Alemania del Este» es todavía hoy, y lo será por mucho tiempo, parte de una estrategia defensiva. Pero como pasa en la guerra, «esa defensa sólo es posible cuando se despliega con medios ofensivos, con los medios del contraataque».
Por supuesto que ni siquiera todos los católicos se dejaban embaucar como tontos con esas especulaciones. De ahí que en 1956, con motivo de la Dieta Católica de aquel año, a la que acudieron asimismo 28.000 católicos de la RDA, Pío previniera contra la «imagen engañosa de una falsa coexistencia basada en la convicción de un posible compromiso entre las dos concepciones universales, la del catolicismo y la del sistema de los estados comunistas». Y en Navidad el papa habló de la «táctica de la cortina de humo» y de las «engañosas agitaciones», deplorando los contactos con el Este de algunos clérigos y laicos católicos y «todas aquellas maquinaciones insinceras» que se camuflaban con los términos de «conversaciones» o «encuentros». «Ya el simple respeto ante el nombre de cristiano impone acabar con el hecho de que los cristianos se presten a esas tácticas, pues, como dice el apóstol, es incompatible quererse sentar a la mesa del Señor y a la de sus enemigos».
Y es que el Vaticano era el último en desear una coexistencia pacífica con los comunistas y era cabalmente Pío XII quien no dejaba al respecto ni sombra de duda. «Por lo demás, ¿para qué hablar si falta un lenguaje común?, ¿y cómo hallar un lugar de encuentro si nuestros caminos son divergentes, es decir, si uno de los partidos se niega a aceptar la existencia de valores absolutos y los rechaza obstinadamente con lo que, en verdad, imposibilita toda “coexistencia”?». A puro eco de esa declaración sonaban las palabras contenidas en un folleto del ministerio de defensa alemán publicado en 1956, año en que F. J. Straufi se hizo cargo del mismo, según las cuales el concepto de coexistencia no era otra cosa que «un término propagandístico, emanado de la jerga soviética».
Y por más que el papa —y de seguro que a contrapelo— calificase en la Navidad de 1955 de «deber moral» la proscripción de las armas atómicas, al año siguiente manifestaba que «Es indudable que, en las actuales circunstancias, podría darse el caso de que una guerra de defensa (con posibilidades de éxito) y emprendida después de que todo intento de evitarla se hubiera revelado inútil no pudiera ser considerada ilegítima. Tampoco un católico podría alegar objeción de conciencia para negarse al servicio militar en el caso de que un gobierno elegido libremente recurriese, en situación de extrema necesidad y en correspondencia con una política interior y exterior legítimas, a las medidas de defensa que considerase necesarias».
Cuando en enero siguiente una mujer de Colonia expresó el deseo de su hijo de objetar la prestación del servicio militar un funcionario la aleccionó en el sentido de que, después de la alocución del papa, ningún católico podría hacerlo sin exponerse a ser excomulgado.
El mensaje navideño de 1956, poco después de los acontecimientos de Hungría, se convirtió en el más virulento repudio del comunismo de los emitidos por Pacelli, si bien, y en contra de los consejos del jesuita Gundlach, renunció a hablar de una cruzada anticomunista, opinando más bien que «tanto en la hora actual como en otras ocasiones anteriores… hemos desistido de convocar a la cristiandad a una cruzada». No es poca cosa, sin embargo, el que también entonces atizase con gran celo la guerra fría, como había hecho por lo demás en la mayoría de las 19 alocuciones navideñas radiodifundidas por todo el mundo desde 1939 a 1957, que, según elogiaba su sucesor Juan XXIII, eran «otras tantas obras maestras de sabiduría teológica, ascética, jurídica, política y social». «Todas y cada una de ellas resplandecen con la doctrina que tiene a Jesús de Belén como centro. Todas ellas animadas por la poderosa llama del celo pastoral por las almas…».
Lo que los papas entendían por esa poderosa llama del celo pastoral por las almas guardaba cierta afinidad con la poderosa llama de la guerra nuclear. El clero sumiso no lo entendía de otra forma ni debía hacerlo, por lo que se ve.
La creación de ambiente adoptaba por ello maneras tanto más crudas cuanto más bajo era el rango de los azuzadores.
Cuando en 1957 algunos aspirantes ascendieron al grado de Caballeros del Santo Sepulcro, —entre ellos el director general de la Volkswagen— el arzobispo de Padeborn, en otro tiempo predicador castrense de Hitler, clamó que «la orden tenía a su base los ideales de la cruzada, ideales que debían ser ahora realizados de manera moderna».
El Badische Volkszeitung («Diario Popular de Badén»), próximo al obispo de Freiburg, escribía a mediados de los años cincuenta que la creencia en la coexistencia pacífica de ambos sistemas debería revelarse como ilusoria a la larga. «Nunca habló Cristo de que nos traería la paz en la tierra. Lo que él pensaba y siempre expresó claramente, era esa paz “que el mundo no puede dar” y que debe ser obtenida resistiendo “hasta dar la propia sangre” al mal y a la mentira. Hablar de paz puede sonar muy bien y está muy bien intentar conseguirla mediante negociaciones, pero quien piense que también frente a Moscú ha de ser aquélla un objetivo necesario valora erróneamente los sistemas del Este».
Más rabiosas eran aún las manifestaciones de la reacción clerical en boca del pater holandés Werenfried van Straaten, aquel «Padre Tocino» que ya en ocasiones anteriores predijo la victoria de la Madonna de Fátima sobre Moscú sin olvidarse de proferir también estas proféticas palabras: «Naciones enteras serán borradas del mapa en Europa». «Incontables son las veces en que los príncipes de este mundo se conjuraron contra Dios y su Ungido, Herodes, Beria, Caifas, Hitler, Pilatos, Stalin… pero cuando la medida de su maldad estuvo ya colmada fueron barridos como la paja por el viento. Sí, después de Pilatos vino Nerón y después de Stalin, Krutschov… No los llaméis “Mariscal” o “Excelencia” cuando os visiten sonrientes y con los guantes puestos. Pues en esos guantes se oculta la zarpa del estrangulador y tras su sonrisa planea el genocidio. Sus manos están manchadas de la sangre de Jesús. ¡Llamadlos asesinos! Llamad a vuestros niños para que vengan de las esquinas callejeras a acogerse a la casa y echad el cerrojo a vuestras puertas mientras aquéllos estén en la ciudad. Llamadlos asesinos…». El tono es aquí lo único distinto, pero la tendencia es la misma que la de las alocuciones papales. En éstas se decía: «para qué hablar por lo demás…». Aquí se dice: «… echad el cerrojo a vuestras puertas». En aquéllas se hacía propaganda en favor del servicio militar, aquí se profieren amenazas con alusiones ricas en referencias bíblicas: «fueron barridos como la paja por el viento…».
En definitiva ahora contaban con los medios aniquiladores más poderosos de todos los tiempos. Y cuando Adenauer, en marzo de 1958, propugnó el armamento nuclear en el parlamento, la Iglesia saltó al punto a la brecha en apoyo suyo. Y de ahí a poco la declaración conjunta de siete conspicuos teólogos culminaba su exposición en la frase de que el empleo de medios de combate nucleares «no es forzosamente opuesto al orden moral, ni es pecaminoso en todos los casos». No lo es, si se nos permite explicitar su idea, cuando se usan contra los enemigos de la Iglesia. «Presentar ya de antemano todos los tipos de lucha de esa naturaleza como “suicidio de pueblos enteros” o incluso “de toda la humanidad” es hablar de manera poco crítica y simplificadora». El gobierno federal no se descuidó en darle al texto la debida publicidad en su boletín oficial del 7 de mayo.
La bagatelización de la amenazadora quimera nuclear venía incubándose ya desde antes y proliferaba en la prensa eclesiástica. Un engendro literario que llevaba por título «Pánico nuclear, política y estrategia» polemizaba, p. ej., contra «slogans propagandísticos» tales como «guerra atómica, política nuclear y delirio nuclear… que las masas relacionan sin más con la aterradora idea de la inminente aniquilación de su vida por armas basadas en la fisión del átomo. Y al igual que los niños asocian con el dolor la visión de la aguja de inyección o la simple aparición del médico, o incluso la mención de éste, y responden con lloriqueos o pataletas absurdas, también la masa suprime emocionalmente todos los eslabones lógicos intermedios y reacciona a estos términos propagandísticos con actitudes demenciales rayanas en el suicidio político».
Hay que tener una determinada disposición mental y de carácter para establecer una analogía entre la guerra atómica y las agujas de inyección o los médicos y también para considerar que justamente el rechazo de las armas nucleares equivale, o poco menos, a un suicidio político, cuando es su aceptación lo que puede llevarnos rápidamente al suicidio real.
A despecho de todo ello, el teólogo moral Hirschmann, un jesuita, consiguió en 1958 poner al mismo Francisco de Asís como testigo de un infierno nuclear. Pues «el valor de aceptar los sacrificios impuestos por el armamento atómico, incluso bajo la perspectiva, en la actual situación, de una destrucción de varios millones de vidas humanas puede en su fuero interno estar más próximo a la actitud de San Francisco y estar más impregnado de la esencia pura de la teología de la cruz que la actitud intelectual dispuesta a sacrificar precipitadamente los principios del derecho natural a un theologumenon no elaborado a fondo, como es hoy usual en las filas de los vicarios y los teólogos protestantes».
Está bien claro que los teólogos católicos no pueden defender otra concepción que la del papa y a él se remitían también los obispos alemanes cuando, en 1958 calificaban de «deber ineludible» el poner en pie un ejército «al que no puede faltarle nada que resulte imprescindible para una acción valerosa, rápida y decidida en defensa de la patria si ésta es amenazada y agredida injustamente». Aparte de ello, el jesuita Gundlach, profesor (y por un tiempo rector) de la Universidad Gregoriana de Roma hacía constar, a partir de la doctrina de Pío XII acerca de la guerra nuclear que «El recurso a la guerra nuclear no es en sí absolutamente inmoral». Incluso una guerra ofensiva sería, según esta interpretación jesuítica de la doctrina papal acerca de la guerra, perfectamente legítima. El pater, de cuyos colegas de orden ya hemos oído opiniones acerca de la I G. M. y de Hitler (V, vol. I), subraya que el papa está «muy al corriente sobre el alcance de la cuestión y sobre los hechos pertinentes».
También Gundlach, quien con ocasión del conocido debate de Würzburg acerca de la guerra nuclear recabó para sí el mérito de haber presentado de forma auténtica la «doctrina de Pío XII sobre la guerra nuclear», está tan al corriente como su amo acerca del alcance de todo ello. Fue él mismo quien calificó de éticamente lícita la decisión, éticamente muy relevante, de arriesgar «una acción extraordinaria o hasta tremebunda», aunque ésta «pudiera conllevar el ocaso de toda una nación, prueba manifiesta de su incondicional fidelidad a Dios», corroborando que «indudablemente el papa no consideraría inmoral semejante decisión mientras se dé una mínima posibilidad de que con ella se plante eficazmente cara al enemigo». Hay más: aunque aquélla acarrease la ruina del mundo en su totalidad, ello no tendría mayor significación. «Pues», escribe el jesuita, «en primer lugar tenemos la certidumbre de que el mundo no durará eternamente y, en segundo lugar, no somos nosotros los responsables del acabamiento de este mundo. Podríamos, en un caso así, decir que Dios, nuestro Señor, que nos condujo o nos hizo llegar con su providencia a esa situación en la que profesamos nuestra fidelidad hacia Él, asumirá asimismo la responsabilidad».
La opinión católica alabó en buena medida esa exposición, acabada la cual Gundlach respondió así a la pregunta de «¿qué pasa con el sermón de la montaña?»: «El estado ha de ser titular y defensor de la justicia, ¡él no puede obrar según ese sermón! ¡La cuestión de la guerra nuclear no está implicada en la cuestión del sermón de la montaña!» La Correspondencia de Herder juzgaba que «Esa interpretación altamente significativa de la doctrina de Pío XII… era muy indicada para aportar la necesaria claridad a esta importante cuestión».
El discurso de Gundlach irritó con todo a algunos espíritus piadosos y un historiador de Würzburg concluía así su larga réplica al mismo: «Así pues, toda oposición se reduciría a aquella —inútil— alternativa “mejor acabar rojo que muerto”, aquella mentira propagandística, barata pero efectista ante el gran público, que se sacan siempre de la manga para descalificar a los adversarios de la guerra atómica. ¡No! Ningún hombre racional tiene la intención de mirar al comunismo con ojos alelados “como la oveja a su matarife”… esperando pasivamente hasta que le hunda el cuchillo, Al contrario: los adversarios de la guerra nuclear están profundamente convencidos de que sólo una política éticamente intachable puede, muy a la larga y con el grado de certeza atribuible a toda predicción humana, constituir también una política realista y promisora de éxito, si se la desea con auténtica convicción».
Pero eso era justamente lo que el papa no deseaba. De ahí que no mucho antes de su muerte y ante una reunión de capellanes castrenses italianos calificara a la guerra «de ilícita en cualquier caso», para reconocer una vez más que «sin embargo seguirá siendo siempre una triste posibilidad e Italia debe por ello poseer un ejército opuesto claramente a cualquier ataque, pero preparado mental y técnicamente, y también por la cuantía y el tipo de sus armas, para cualquier acción defensiva necesaria y oportuna». Monseñor Purdy comentó así: «Las últimas palabras de Pío fueron, pues, una confirmación patriótica del derecho a defenderse, derecho que no excluye, manifiestamente, el empleo de las armas nucleares». Y el mismo año en que moría el papa, el cardenal Godfrey, uno de los más dóciles al Vaticano, predicaba en la catedral de Westminster que: «Creemos que hasta ahora nadie ha podido probar concluyentemente que no haya ni una sola situación imaginable en la que hasta las potentísimas armas nucleares no puedan hallar lícitamente un objetivo».
Estos círculos consideran sagrado el derecho a la vida: «uno de los principios básicos», dice Pío XII, «sin el cual toda convivencia humana segura se hace imposible». Sólo en caso de guerra pierde para ellos todo valor la vida. Una vez concebida, sin embargo, ésta lo vale todo, «sean cuales sean las circunstancias en que se halle». «Desde el primer momento de su existencia», sigue diciendo el decimosegundo de los Píos, «debe quedar al abrigo de cualquier agresión directa». El II Vaticano lo corroboró y otro tanto hizo Pablo VI mediante su declaración acerca de la interrupción voluntaria del embarazo del 18 de noviembre de 1974. Claro que si el «embrión no estuviera al abrigo de cualquier agresión directa», ¡¿de dónde sacarían después vidas humanas para realizar la agresión directa en la guerra, durante la cual matar la vida es un deber tan sagrado como lo fuera antes protegerla en el seno materno?! Eso es lo que esta Iglesia entiende por moral desde hace ya milenio y medio[29].
«Ahí lo tenemos, al padrino y padre adoptivo del fascismo, al viejo amigo de los nazis berlineses. Su apariencia es la de un jesuita fanático, que no se arredra ante el asesinato, el crimen o la blasfemia…»
(El autor soviético Pavienco sobre Pío XII)
«¡Liberaos! ¡Romped las cadenas que os ligan al Vaticano!…»
(El patriarca moscovita Alexej)
«Aunque estéis encadenados, esas cadenas hablan ahora de forma más clara y resonante, anunciando a Cristo»
(Pío XII)
«Un heroísmo digno de admiración libera actualmente nuestra patria. Esta lucha por la libertad no conoce par en la historia»
(El cardenal Mindszenty a raíz
del levantamiento húngaro de 1956)
El papa y la curia tenían que sentirse sobremanera decepcionados desde el momento en que la guerra de Hitler, especialmente la de los frentes del Este, les había hecho concebir grandes esperanzas y ahora les dejaba más bien expoliados.
La Iglesia Ortodoxa Rusa no había caído en el seno de la Católica, sino que ahora, al igual que había hecho con los zares, colaboraba lealmente con los soviéticos incluso en la esfera no clerical. Un cambio a peor, por lo que respecta a la Iglesia Católica, tanto más cuanto que el régimen se servía intensamente del clero ortodoxo para sus propios objetivos. Como contrapartida aquél reabrió algunas iglesias y monasterios. En algunas escuelas se impartía enseñanza religiosa para jóvenes a partir de los 18 años y entre 1939 y 1947 el número de sacerdotes había pasado de 6.000 a 30.000. La Iglesia Ortodoxa fue reconocida como «corporación pública», pudiendo hacer resonar de nuevo sus campanas y poseer edificios. Regentaba dos academias teológicas, una en Leningrado y otra (desde el año 1949) en Sagorsk, cerca de Moscú, cada una con una media de entre 200 y 250 estudiantes; también ocho seminarios. En las imprentas del antiguo «movimiento ateo» se imprimían devocionarios. En el Asia Central, y parece que no sin éxito, actuaban misioneros. «Viajeros procedentes de la Unión Soviética cuentan que se han topado con iglesias llenas a reventar, incluso con procesiones; algo que ya es tan sólo un recuerdo en los estados satélites».
El nuevo patriarca Alexej, elegido con gran pompa en 1945, comenzó bien pronto a cuidar intensivamente los contactos con las otras iglesias ortodoxas autocéfalas, un empeño que culminó en la conferencia eclesiástica panortodoxa de julio de 1948 en Moscú y a la que enviaron representantes casi todas aquéllas. Las resoluciones adoptadas estaban en la línea de lo deseado por el Kremlin. Reflejaban ya la guerra fría y culminaron en ataques acerbos contra el papado y el movimiento ecuménico. (Los Datos sobre la Historia de la Unión Soviética, útiles por lo demás, ignoran esta importante conferencia, pero no el congreso de compositores soviéticos: ejemplo típico de cómo se suelen marginar los acontecimientos eclesiásticos en las historias habituales).
Ya en el discurso de apertura, el patriarca Alexej subrayó que no era la Iglesia Ortodoxa la cismática, sino la romana. Era ésta la que debía volver a la ortodoxia, de la que se separó en 1054: algo, por cierto, que ya había reconocido después de concienzudo estudio un teólogo católico, el príncipe Max, hermano del rey de Sajonia. Los distintos padres conciliares atacaron a Pío XII y a la iglesia papista con toda acritud. Denunciaron su falsificación del evangelio, su prurito proselitista, sus intrigas internacionales, su constante afán de pactar con los poderosos e incluso sus incitaciones a la guerra, pues después de haber participado ya en dos catástrofes imperialistas estarían ya ocupándose de atizar la tercera.
«El papado tiene una gran parte de culpa en la preparación de la II G. M.», dijo el arzobispo de Kazan, Hermógenes. «Estuvo aliado a los gobiernos de Mussolini y de Hitler… y actualmente, el Vaticano intenta, por todos los medios y como aliado de Truman, torpedear las intenciones pacíficas de la URSS y dañar a la ONU». El delegado albanés, el obispo de Korca, afirmó que «El papa se ha transformado en un monarca eclesiástico y político y sus actividades sólo pueden ser comparadas con las de Hitler». Una resolución final reprochaba al Vaticano el que durante siglos y «hasta el día de hoy ha intentado convertir a la Iglesia Ortodoxa al catolicismo, bien mediante una unión, bien de forma indirecta, con guerras sangrientas o con violencias de todo género… y ahora atiza de nuevo y laboriosamente una nueva guerra… Todo el mundo cristiano y todos los auténticos creyentes católicos deben comprender en qué abismo los está precipitando el papado actual».
Ahora bien, aunque el papado actual no fuera peor que los anteriores, su política mundial sí que se había hecho más Peligrosa. Por lo demás, en el otro lado actuaban curánganos tan ligados a la URSS como Roma lo estaba a los USA.
Como quiera que el patriarcado de Moscú alentaba el movimiento mundial en pro de la paz y ganaba creciente prestigio en el seno de la Iglesia Ortodoxa —consecuencia del papel cada vez más influyente del Kremlin— los USA ayudaron en 1948/49 al metropolitano Atenágoras, un conocido anticomunista que actuaba entre la comunidad griega en Norteamérica, a escalar posiciones. Bajo la «segura protección de la Casa Blanca» retornó y se convirtió en patriarca ecuménico de Estambul y en antagonista del patriarca moscovita, poniendo en marcha una «campaña por el acercamiento de las iglesias». «La voluntad de Dios y la ayuda de mis amigos han hecho que yo obtenga la actual dignidad», declaró, para proseguir con un discurso «tan crítico frente a Moscú como amistoso frente a Roma». Y aunque esa amabilidad no podía aparecer con demasiada claridad, dada la hostilidad general de los ortodoxos frente a Roma, resultaba, con todo, algo evidente. De ahí que el patriarca de Alejandría escribiera en un mensaje del 15 de agosto de 1951 que «Mgr. Atenágoras desea la paz, pero no lo dirá porque debe su título a la influencia de ciertos círculos americanos. No se ha pronunciado contra el Vaticano y tampoco contra su amigo Truman, quien atiza los ánimos con vistas a una nueva guerra mundial y es amigo de Pío XII».
Por supuesto que todo ello estaba inspirado por el Kremlin, cuya prensa ya había atacado ocasionalmente al Vaticano y a la Iglesia Romana en la fase final de la guerra, calificando al papa de «profascista»: Izvestia en su edición del 1-2-1944. El 10 de mayo de 1945 ese mismo periódico reducía su actividad pública «a razones de puro interés político disimuladas de misericordia». También el periódico moscovita La guerra y la clase obrera acusó el 9 de octubre de 1944 a la Iglesia Católica de ser desde tiempo atrás amiga del fascismo, acusación que repetía la Pravda a finales de ese mismo año y que concordaba, por lo demás, con los hechos.
Durante la guerra fría las invectivas soviéticas fueron en aumento. Bajo el título de La telaraña negra. Pío XII figuraba, en dos grandes artículos de la revista literaria Yvovv Mir, como instigador de la guerra. «Toda la propaganda del papa no tiene otro propósito que el de presentar como inevitable una nueva guerra librada bajo la divisa de “Dios o el comunismo”». Y el escritor ruso Pavienco, recibido por el papa con otros peregrinos acudidos a Roma, anotaba: «Ahí lo tenemos, al padrino y padre adoptivo del fascismo, al viejo amigo de los nazis berlineses. Su apariencia es la de un jesuita fanático que no se arredra ante el asesinato, el crimen o la blasfemia…».
Esas rudas invectivas causaban en Rusia una impresión tanto más fuerte cuanto que, desde hacía ya siglos, ningún potentado extranjero gozaba allí de tal antipatía como el papa. Esa herencia de la época zarista de la Iglesia Oriental, rival de Roma, con todos sus recelos y hostilidad frente al occidente, seguía viva después de la revolución y alimentada además por nuevas fuentes. Pío XII aparecía no sólo como paladín de una tenebrosa superstición, sino también como cabeza rectora del feudalismo, el fascismo y el capitalismo occidentales.
Ahora bien, esa percepción no era exclusiva de los funcionarios moscovitas y de la clerecía que simpatizaba con ellos. Incluso en el círculo muy abierto de la diáspora rusa en París, un hombre de actitud ecuménica como L. Zanders consideraba imposible el retorno a Roma, pues «La Roma del amor cristiano, de la inspiración y de la libertad ya no existe» ¡Como si hubiera existido alguna vez! Y para el arzobispo de Canterbury, Dr. Fischer, Roma era el mayor obstáculo en el camino hacia el Reino de Dios entre los hombres, pues da pábulo a una «política de apartheid eclesiástico… tan rígido y peligroso como el telón de acero político».
Uncidos a los respectivos bloques políticos del Este y del Oeste, el abismo entre cristianos católicos y ortodoxos se ahondó aún más. Pío XII hacía constar que los representantes del «sedicente credo ortodoxo» de 1948 dependían servilmente de los comunistas. Ahora bien, mientras que con A habitual actitud maniquea y con «el corazón conmovido», sólo veía en el propio bando la «heroica firmeza», los «buenos, orlados por el aura de la virtud», «las tumbas todavía recientes de sus mártires», las «cadenas de sus confesores», en el otro, distinguía la «desmesura de una injusta opresión», «un sistema de violencia indisimulada», las «artes del enemigo infernal». Claro que, simultáneamente, veía ante sí a un «pueblo casi inconmensurable en su grandeza»; «la vasta inmensidad de la Rusia de ayer, hoy y mañana»; «la Rusia por la que rezamos y hacemos rezar incesantemente, en la que, sin desmayo y con fervor, ponemos nuestras esperanzas y en cuya restauración espiritual creemos inquebrantablemente».
La conferencia panortodoxa de Moscú así como la colaboración entre Iglesia Ortodoxa y régimen soviético hacían cuando menos más difícil la proclamación propagandística de la absoluta hostilidad del estado soviético frente a la religión. Aparte de ello. Roma no ejercía ya la menor influencia en la URSS. En el interior de sus antiguas fronteras no había ya sino una única parroquia católica, la de San Luis, a la que acudía el cuerpo diplomático y regentada por asuncionistas americanos. En los territorios anexionados por los países satélites, la guerra había acarreado enormes pérdidas para el Vaticano.
En Ucrania (Galitzia), donde tuvo lugar el primer ataque de los rusos, el papado perdió las diócesis de Lvov, Przemyl y Stanisiau, así como la archidiócesis de Munkatsch, con sede en Uzhorod.
El patriarca Alexej animó a los uniatas a integrarse en la Iglesia Ortodoxa Rusa dado que la unidad política de toda Ucrania exigía asimismo el restablecimiento de la unidad eclesiástica. El jerarca moscovita lanzó duros ataques contra el papa y el difunto arzobispo Sheptyckyj, quien, a su juicio, había llevado a sus creyentes a colocarse bajo el yugo de Hitler. Dispensó su bendición «al conjunto de la humanidad progresista y a sus grandes dirigentes que ponían todo su empeño en erradicar el fascismo y asegurar a la humanidad una vida pacífica, libre y celeste». «¡Liberaos! ¡Romped las cadenas que os atan al Vaticano, cuyos errores doctrinales os precipitan en un abismo de tinieblas y de perdición espiritual! Pues ahora os convoca a tomar las armas contra toda la humanidad, anhelante de una vida libre y os granjea así la animadversión del mundo entero. Retornad presurosos al seno de vuestra verdadera madre, la Iglesia Ortodoxa Rusa».
La existencia de uniatas obedientes a Roma era un hecho tan indigesto para el poder soviético como para la ortodoxia rusa. Un «grupo de iniciativa por la reunificación de la Iglesia Griega Católica (uniatas) con la Ortodoxa Rusa» urgía a aquéllos, ya que «habían sido liberados por los rusos bajo la dirección de su incomparable mariscal Stalin», a seguir a éste y a su patriarca. Del otro lado, 300 clérigos uniatas expresaban su preferencia por el papa y dirigieron una carta de protesta al ministro de AA. EE., sin olvidarse, por supuesto, de hacer mención de la «gloriosa victoria de la URSS», ni de asegurar su condición de vasallos fieles del estado soviético y cumplidores de sus deberes en cuanto tales: como antes los habían cumplido con los nazis. Pese a todo, bajo la dirección de G. Kosteinik y en presencia de 216 que abjuraron de «los errores latinos», un sínodo de la iglesia uniata de Ucrania convocado en marzo de 1946 en Lvov —sin obispos— llevó a cabo la ruptura con Roma. Ni que decir tiene que el sínodo contaba con el respaldo masivo de las autoridades soviéticas: sucedía ello exactamente 350 años después de que se llevara a término en 1595 la unión con el papado, obtenida también mediante la presión y la violencia. Aquél perdía así su principal avanzadilla en el Este y cinco millones de creyentes de un solo golpe.
Kosteinik, un significado teólogo de los uniatas, tenía lágrimas en los ojos. Se convirtió en arcipreste y… no tardó en ser asesinado en Lvov, en plena calle, el 20 de septiembre de 1948, dos meses después de haber atacado vehementemente al Vaticano en una conferencia ortodoxa en Moscú, en cuyo transcurso expuso las atrocidades históricas de Roma. También fue asesinado el escritor J. Halan, que había fustigado la antigua unión eclesiástica de los ucranianos. (Algunos años más tarde murió súbitamente, mientras viajaba a Moscú, el abad M. Meinik, que también se había convertido a la ortodoxia y había sido consagrado como obispo. El día anterior, su secretario feneció asimismo en circunstancias muy extrañas).
Por otra parte los soviéticos habían encarcelado el 11 de abril de 1945 a los cinco obispos uniatas y a J. Slipyj, sucesor de Sheptyckyj, a su cabeza, acusados de colaboración con los nazis. Todos ellos fueron condenados a largas penas de prisión o a trabajos forzados, elevándose también a cientos el número de sacerdotes transportados a campos de concentración. Slipyj desapareció con otros prelados en Siberia. La curia no consiguió su liberación hasta diecisiete años después. Hasta finales del pontificado de Pío murieron seis obispos ucranianos.
El papa, desde luego, casi estaba deseoso de mártires. Pues mientras veía elevarse «una nueva y grave tormenta» sobre la iglesia de Ucrania; mientras se quejaba de «la dura represión», de «esta dura tribulación», de «esta grave tormenta», de «todas estas persecuciones y crueldades», su «corazón paternal… se volvía especialmente hacia aquellos creyentes que viven bajo tristes y terribles circunstancias, que se ven dura e inicuamente encadenados, y por supuesto y en primera línea a vosotros, venerables hermanos y obispos del pueblo de Ucrania». Simultáneamente los espoleaba: «No permitáis que decaiga vuestro ánimo». «Debéis aventajar a todos y resistir los embates de la lucha», y alentaba con fervor: «Os conmino enérgicamente en el nombre de Dios: no os dejéis amedrentar por ninguna amenaza, por ninguna pérdida, ni abjuréis de vuestra fe ni de vuestra fidelidad a vuestra madre la Iglesia; ni siquiera bajo la amenaza del destierro o bajo peligro de muerte».
La Iglesia Rutena de Checoslovaquia sufrió el mismo destino que la de los uniatas en Ucrania. En 1949/50 se unificó con los ortodoxos rusos.
En los países bálticos, en los que durante el año 44 seis millones de cristianos, de los que tres millones eran católicos organizados en tres sedes episcopales, cayeron bajo la dominación soviética, la vida eclesiástica fue, cuando menos, notablemente reducida: en Estonia, por ejemplo, donde, de todos modos, había únicamente unas cuantas parroquias católicas. En Letonia una cuarta parte de la población era católica, pero el número de sacerdotes pasó de 207 en (en 1944) a 143 (en 1967). En Lituania, predominantemente católica, los nuevos amos habían anulado el concordato el 1 de junio de 1940 y habían erradicado a una parte de la población por medio de deportaciones masivas. En 1946 encerraron, y no por vez primera, al obispo de Kaisadorys, T. Matulionis, en una prisión soviética. El número de sacerdotes se redujo a la mitad en 20 años. De los 12 obispos de Lituania (1940), sólo dos seguían ejerciendo su cargo bajo Stalin. Bajo Krutschov sólo seguía en su puesto P. Macélis, el único, por lo demás, en el conjunto de los países bálticos.
Siguiendo el ejemplo de la URSS, también las democracias populares separaron Iglesia y Estado, anularon más tarde o más temprano los concordatos y rompieron las relaciones diplomáticas con Roma. Acá o allá, los gobiernos comunistas concluyeron nuevos acuerdos con el episcopado, pero nunca con Roma. Y los obispos hicieron concesiones que apenas son pensables en el caso de un papa. Es más, en mayor o menor medida, colaboraron en aras de la supervivencia: su vieja táctica. Algunos sacerdotes bendijeron, incluso, las banderas del partido comunista. Por otra parte, los comunistas se sirvieron, o se sirven, del clero para sus propósitos mientras no puedan suprimirlo del todo. Objetivo de una estrategia, que por cierto, también vale a la inversa. A este respecto cabe destacar que sobre el catolicismo se suele ejercer una presión mayor que sobre los otros credos por ser el más peligroso. Es de él de quien menos cabe esperar, cuando menos de inmediato, que dé su aprobación a las radicales medidas de socialización y estatalización.
En principio el Kremlin dio instrucciones para evitar toda clase de disturbios. Los jefes de estado y las autoridades civiles hacían acto de presencia en las ceremonias religiosas y el propio mariscal Voroschilov asistió en Budapest a la basílica de S. Esteban. Apenas iniciada la guerra fría, sin embargo, la mayoría de los gobiernos del Este pasaron a adoptar una actitud de beligerancia o al menos de debilitación rigurosa del catolicismo, opuesto a esos regímenes: mediante la censura de sus escritos y la confiscación de los libros ya existentes; mediante el secuestro de bienes eclesiásticos, la supresión de monasterios, la prohibición de todos los partidos políticos, la estatalización del sistema de enseñanza, la prohibición o control de la enseñanza religiosa etc. También tuvieron lugar procesos contra sacerdotes, encarcelamientos o confinamientos de obispos y sacerdotes, y prácticas de espionaje entre los «insumisos». En cambio se concedía un trato de favor a los clérigos «patriotas». En principio el estado no rechazaba la subvención económica de esta confesión, pero como contrapartida a la misma se exigía su aprobación y apoyo a la propia política social y al estado en general.
Rumanía, gobernada por los comunistas desde el 6 de marzo de 1945, denunció el 17 de julio de 1948 el concordato concluido en 1927 y ratificado dos años más tarde. La Iglesia Ortodoxa, en cambio, se alió con los comunistas después que éstos impusieron la jubilación forzosa de 6.000 clérigos y la abdicación de 13 obispos y metropolitas, eligiendo como patriarca al pope J. Marina, dócil ante el partido. Este voluble dignatario, que habría ordenado una y otra vez a su clero que justificase las medidas de los mandatarios con citas bíblicas adecuadas, consideraba que la doctrina cristiana se avenía bien con los principios básicos de la democracia popular. El 2 de diciembre de 1948 fue disuelta la iglesia uniata, no sin fuerte presión por parte del estado. Millón y medio de católicos retornaron a la ortodoxia: 250 años antes sus ascendientes ortodoxos se habían convertido al catolicismo después de que los Habsburgo ejercieran también por su parte la adecuada presión. Las órdenes religiosas de los uniatas desaparecieron, salvo cinco monasterios. Todas las escuelas e instituciones católicas fueron suprimidas. Los periódicos católicos fueron prohibidos y casi 400 sacerdotes, así como la totalidad de los obispos de rito oriental, encarcelados. Cuatro de los cinco obispos murieron en la cárcel.
El nuncio O’Hará, un americano, fundó de inmediato una iglesia clandestina antes de que él mismo fuera expulsado del país como espía. Consagró en secreto a 20 administradores apostólicos y nombró sustitutos para el caso de que fueran encarcelados. Consagró asimismo a 6 obispos secretos que, seis meses después, dieron con sus huesos en la cárcel, donde cinco de ellos pasaron 18 años. El sexto no sobrevivió. L’Osservatore Romano, la «Pravda» del Vaticano, afirmaba a finales de enero de 1949 (ignorando con tacto su propia historia salvífica): «En la historia de intervenciones brutales, del calvario de la libertad, de los derechos humanos y de la dignidad humana apenas se conocen otros crímenes que puedan igualarlos».
Pío XII, no obstante, que tan obstinadamente calló ante los crímenes nazis —supuestamente para evitar otros aún peores— no calló en modo alguno frente a los regímenes comunistas. Nada de eso. Sus protestas fueron clamorosas y reiteradas. En este sentido, sus prelados, «tan injustamente encarcelados», que «sufrieron de nuevo en sus carnes el destino de la Iglesia primitiva», le servían de eficaz reclamo. De ahí que clamara así apelando a los obispos ucranianos:
«Aunque estéis encadenados, esas cadenas hablan ahora de forma más clara y resonante, anunciando a Cristo». Y consolaba así a los obispos rumanos, cuyas cadenas desearía él «besar»; «Preferid vuestro calvario de deportaciones y cárceles, antes que renegar de vuestra fe o disolver los fuertes lazos que os unen a la Santa Sede».
En Bulgaria, república popular desde octubre de 1946, la Catholica perdió pronto todas sus organizaciones y obispos, aparte de la mayor parte de sus sacerdotes, si bien es cierto que el número de católicos entre los búlgaros apenas llegaba a 57.000.
En su encíclica Orientales Ecclesias, de mediados de diciembre de 1952, el papa deploraba la nueva tempestad que se abatía sobre el Este, «que amenazaba con confundir, pervertir, incluso, con aniquilar de raíz a las florecientes comunidades cristianas; tormenta que intenta erradicar de la “vida pública y privada” todo cuanto es “sagrado” o incluso “divino”, como si fuese fábula y superchería». Las noticias que llegaban a los oídos papales eran cada vez peores, de modo que Pacelli vivía «día y noche» en continua preocupación y su «dolor se hacía cada vez más insufrible y amargo». «Entre las noticias, sobremanera dolorosas, que llegan a nuestros oídos, hay una que nos ha herido en lo más vivo recientemente…: en Bulgaria, donde existía una pequeña, pero floreciente comunidad católica, una terrible tempestad se abatió sobre la Iglesia sumiéndola en profunda tristeza. Siguiendo el consabido sistema inculpatorio, los servidores de la Iglesia fueron acusados de diversos delitos contra el estado. Uno de ello, nuestro venerable hermano E. Bossiikoff, obispo de Nikopolis… fue condenado a muerte». El 25 de septiembre de 1952 otros 26 clérigos fueron condenados a duros castigos bajo la inculpación de propaganda peligrosa para el estado, espionaje o tenencia ilícita de armas.
De los 127 sacerdotes seglares y casi 200 regulares que actuaban en Bulgaria antes del final de la II G. M., apenas quedarían, quince años después, unos cuantos que «atendieran a su ministerio… algunos de ellos disfrazados».
Albania procedió de modo aún más riguroso, para ruina del catolicismo, floreciente en el país después de su ocupación por tropas fascistas. Ahora todos los misioneros y monjas extranjeras fueron expulsados del país. Los obispos, sacerdotes y monjes fueron encarcelados o desterrados y todos los institutos religiosos suprimidos. En 1973 Albania podía gloriarse de haber clausurado su última iglesia y de ser el primer país socialista en aniquilar la religión.
Ya después de la I G. M., en Checoslovaquia se había hecho cargo del poder un grupo de dirigentes hostiles a la Iglesia. El movimiento «¡Rompamos con Roma!», especialmente popular entre los intelectuales checos, empeoró crecientemente las relaciones entre Iglesia y Estado, contribuyendo también a ello la supresión de actividades religiosas en las escuelas, el renacimiento del culto a Hus, los ataques a las imágenes y a los oficios divinos, y la amplia apostasía de sacerdotes. Durante la época de Hitler el catolicismo había experimentado cierta recuperación, pero en 1948 el «golpe de Praga», organizado por los comunistas, lo desbancó del poder. Después del decreto anticomunista promulgado por el papa menudearon las manifestaciones contra el Vaticano y el episcopado. La ley del 14 de octubre de 1949 privó a la Iglesia de todo su patrimonio, convirtiendo a sus sacerdotes en servidores supeditados al sueldo del estado. Tuvieron que prestar juramento de fidelidad al régimen y admitir el control de un órgano estatal competente para asuntos eclesiásticos. Perdieron muchos privilegios y también sus posesiones en tierras. Las escuelas, seminarios, órdenes y asociaciones católicas fueron suprimidas. La prensa y las horas de enseñanza religiosa, reducidas. Finalmente se intentó escindir al clero a través de un movimiento de sacerdotes pacifistas, de carácter procomunista y obediente a una «jerarquía nacional».
Los monasterios fueron objeto de «continuos registros», pues se suponía que bajo «el manto protector de la clausura» se escondían actividades hostiles al estado y emisoras o imprentas clandestinas. «Naturalmente —escribe un autor católico— que hallaron tanto emisoras como imprentas clandestinas. Todo ello era previsible». Sin embargo ese mismo autor escribe que cuando la policía registró la sede arzobispal en busca de «instrumentos reaccionarios», todo aquel revuelo fue en vano, «pues no hallaron nada… ni con la mejor voluntad». En pocos años habrían desaparecido todos los monasterios, incluidos los de monjas. Unos 2.000 monjes y monjas fueron a parar a «monasterios de concentración», bajo vigilancia policial.
En 1950 Checoslovaquia rompió sus relaciones con el Vaticano a cuyo último encargado de negocios se le concedieron tres días para abandonar la república. Casi todos los obispos fueron sucesivamente detenidos y condenados a largas penas de cárcel. Y no le faltaba razón al presidente checo Gottwald cuando calificaba al alto clero de «enemigo del régimen, opuesto a cualquier entendimiento con el gobierno y centro de gravedad de la reacción en el país. Todos los reaccionarios, tanto del interior como del exterior, están en contacto con el alto clero católico y preparan la lucha contra nuestra república democrática».
Tan sólo en dos meses, de julio a septiembre de 1950, el estado checo aprisionó a seis obispos. Otros tres fueron confinados a vivir sin abandonar su «residencia». El arzobispo de Praga, J. Beran estaba ya sometido, desde el 19 de junio de 1949, a arresto domiciliario. En un principio se esforzó por llegar a un compromiso y después de la elección del comunista Gottwald como cuarto presidente de la República Checoslovaca llegó a celebrar una misa de acción de gracias en la catedral de S. Vito a la que asistió el mismo Gottwald: el primer presidente checo en hacerlo. «En el Este», opina W. Daim, «había por doquier sacerdotes y cristianos seglares que sabían evaluar mejor la situación que Pío XII. Consideraban que la política de éste y su valoración del comunismo eran erróneas. No creían ni que el comunismo fuese algo efímero ni en que se produjera una guerra. En los campos de concentración nazis se hallaron a menudo en compañía de comunistas y se sentían solidarios con ellos y con todos sus compañeros de lucha contra el nacionalsocialismo… Tales personas fueron pronto tildadas de traidores en el Vaticano».
Cosa muy distinta pensaba éste del alto clero, pese a que también hubo jerarcas que se reconocieron culpables, como el tristemente famoso Jan Vojtassak, el primer encarcelado entre los obispos católicos a quien el mismo nuncio consideraba un «gran chovinista», pues bajo la férula de Hitler consideraba que tratar humanamente a polacos o a judíos era «casi pecaminoso» y en la época más álgida practicaba un anticomunismo rabioso. Cuando el acaudalado Vojtassak fue sometido en Praga, en 1951, a una «farsa de proceso», en un lugar que, según la ironía involuntaria de un católico, reunía «todo el confort de una cárcel medieval», se dijo que los comunistas lo habían (supuestamente) preparado mediante «amenazas», «golpes de porra», «descargas eléctricas», e incluso mediante una «escenificación bien inculcada»: «Es decir, se le enseñó exactamente la mímica de que había de servirse durante todo el proceso…». Finalmente se le habría «proporcionado una sobredosis de energéticos», pues tienen que haberse dado muchas cosas juntas para hacer que se derrumbe un mártir católico. «Quien tuviera ojos en la frente se daría cuenta de inmediato que todo aquello era teatro, farsa» De ahí que al final de todo el héroe estuviera allí cabizbajo. «El efecto de los energéticos se esfumaba. Tampoco era ya necesario»; 25 años de cárcel para el obispo Voitassak y cadena perpetua para dos prelados compañeros de banquillo.
Pero Roma no se dejaba desalentar. Creó de inmediato una jerarquía clandestina y consagró obispos secretos, entre otros, al jesuita Hlinika, al jesuita Korec y al jesuita Dubovsky. Mientras Hlinika huía a Roma, los otros dos dieron con sus huesos en la cárcel, y por muchos años. Los obispos clandestinos L. Hiad y K. Otcenasec se pasaron en ella más de diez años. Uno de los obispos checoslovacos en la sombra confesó en 1968 a Hansjakob Stehie que: «Desde el año 1945 y especialmente desde el 49 no cesaron de darnos esperanzas de libertad desde el occidente —no sólo “Radio Europa Libre”, sino también Radio Vaticano— sin decirnos, por supuesto, cuándo ni cómo sucedería ello. Mucha gente de aquí creía también lo que machaconamente les repetía la propaganda oficial del partido, que la guerra entre los USA y la Unión Soviética era inevitable y algunos ponían, incluso, sus esperanzas en ella… Del Santo Padre nos llegaban de tanto en tanto llamadas susceptibles de ser interpretadas de esta o de aquella manera…».
El 28 de octubre de 1951 el papa dirigió un mensaje a los católicos checoslovacos. Imploraba a «los santos del cielo» y a «nuestra santísima Señora y Madre del Señor» pidiéndoles protección y ayuda. Exultaba por la «tenaz fidelidad Y el ardiente amor» de las dóciles ovejitas de su grey y fustigaba las «pesadas tribulaciones» impuestas por los rojos, sus «campos de concentración», «su constante vigilancia y control», sus «engañosas acusaciones o burdas calumnias», «todas sus argucias y manejos», especialmente para con la juventud en su «edad más tierna», en su «inocencia», y acababa disculpándose así: «El papa de Roma es presentado como enemigo de vuestro pueblo siendo más bien vuestro padre amoroso. Se llega incluso a afirmar que él está preparando una guerra nueva y peor que las anteriores», siendo así «que no desaprovecha ocasión para fomentar la fraternidad y la paz entre los pueblos».
¡Así que, después de la guerra, volvía a hacer lo mismo que durante la guerra! Al final de su pontificado —palabras de monseñor Giovanetti— 12 de los 19 obispos checoslovacos estarían en prisión, deportados lejos de sus diócesis o impedidos de una u otra manera en el ejercicio de su ministerio. En Bohemia y Moravia sólo habría en libertad un único obispo.
Graves fueron también las pérdidas que el Vaticano sufrió en Yugoslavia, donde hacía muy poco que había desplegado la campaña de exterminio contra los serbios en cuyo transcurso y con ayuda de los ustashas fueron degollados centenares de miles de personas indefensas. Ahora eran las organizaciones y las escuelas católicas las que resultaban aniquiladas. La mayoría de los monasterios fueron disueltos y los sacerdotes que contribuían a escindir al clero obtuvieron un trato de favor. La prensa católica fue suprimida casi en su totalidad y también la enseñanza de la religión en las escuelas. Para el año 49 los católicos habían perdido ya 4.314 iglesias y capillas, y para el 50 casi la mitad de su clero estaba encarcelado. El 13% de sus miembros habrían sido ejecutados; entre ellos 139 franciscanos. El episcopado yugoslavo, totalmente impertérrito mientras duró el baño de sangre contra los ortodoxos en años anteriores escribió ahora en una carta pastoral del 20 de septiembre de 1945 que «Nos duele y conmueve el penoso y horroroso destino de muchos sacerdotes… Según los datos que obran en nuestras manos el número de muertos asciende a 143, mientras 169 son retenidos en cárceles o campos de concentración y 89 han desaparecido. La pérdida total es de 501 víctimas… Eso representa una cifra como no se ha conocido ninguna otra en los últimos siglos de la historia de los estados del Sudeste».
Número sin embargo que no guarda ninguna proporción relevante con el de ortodoxos asesinados en la época del régimen clerofascista ni aunque le sumemos los otros millares de católicos que también sucumbían ahora. He aquí lo que relata un párroco yugoslavo en un folleto de propaganda católica: «El año de 1945 fue en verdad el peor, el más terrible de la historia de nuestro país en absoluto. Los nuevos poderosos se hallaban entre sí, embriagados por la victoria, y sólo sabían de odios y venganzas, de asesinatos y homicidios. Numerosos sacerdotes y activistas cristianos fueron condenados a muerte en juicios sumarios y ejecutados. Algunos sufrieron crueldades indecibles. Supuestamente por colaborar con los nazis. Pero eso era un mero pretexto. Pretexto muy barato por cierto».
De «punto culminante de la persecución» acusa Giovanetti al proceso contra el arzobispo Stepinac, un acto que sumió también a Pío XII en «profunda tristeza». Y es que Stepinac, al igual que el «Santo Padre», tenía limpia su conciencia, tan limpia que todavía en 1981 el diario Vjesnik de Zagreb puso mordazmente por título «La limpia conciencia de A. Stepinac» a una serie de artículos escrita por quien fuera su principal abogado acusador, J. Blasevic.
Apenas iniciado su discurso de defensa ante el tribunal, el arzobispo encarecía que «A todas las acusaciones que se han alzado contra mí en este lugar sólo me cabe responder lo siguiente: “mi conciencia está perfectamente tranquila” (aunque el público se ría de ello)…». Y es que el asunto era para reírse y Stepinac decía no tener «intención de defenderme». No, lo que hizo es limitarse a conjurar su inocencia, afirmar simplemente que «mi conciencia está libre de toda culpa», que «mi conciencia está limpia», palabras finales de su defensa, y pasar fulminantemente al ataque: «Lo repito por enésima vez ante todos: entre 260 y 370 sacerdotes han sido asesinados por el “movimiento de liberación”. En ningún otro país civilizado habría sido posible castigar a tan gran número de sacerdotes por “faltas” como las que les imputáis». El «punto más doloroso», sin embargo, clamó el acusado como si fuera el acusador, «es el siguiente: ningún obispo, ningún sacerdote está seguro de su vida, ni de día, ni de noche».
Y en ese momento, el prelado comenzó a desvelar implacablemente el martirio del episcopado bajo el régimen de Tito. Él mismo, Stepinac «fue atacado en Zaprezic con piedras y pistolas». En Susak, el obispo Srebenic «fue incomodado por espacio de más de tres horas» en una habitación, mientras los policías y la milicia miraban cruzados de brazos. El obispo Lach fue retenido toda una noche en Koprivnica durante un viaje para dispensar la confirmación. Al obispo Buric le rompieron los cristales de su villa y, según se me ha informado, al obispo Pusic le han lanzado estos días manzanas y huevos podridos. ¡Auténticos mártires de sangre! Pero, protestó Stepinac: «¡No queremos ser esclavos privados de derechos. En este estado lucharemos con todos los medios lícitos en pro de nuestros derechos!».
El arzobispo Stepinac, condenado el 13 de octubre de 1946 a 16 años de trabajos forzados y a la pérdida de la ciudadanía durante otros cinco fue puesto en libertad ya en 1951. En enero de 1953, el papa lo elevó provocativamente a cardenal. A raíz de ello, Tito rompió las relaciones diplomáticas con el Vaticano, «¡siguiendo de este modo los pasos de Stalin y Hitler!».
Quien de esta manera resultaba honrado «por sus extraordinarios méritos», Stepinac, pese a haber recuperado tan pronto su libertad, no se marchó a Roma, como esperaba Tito, sino que se dedicó a hacerse el mártir en su patria. En una carta del 4 de diciembre de 1959 —calificada por los historiadores católicos de «documento histórico»— no sólo encareció al tribunal que él no «había cometido el menor delito contra el estado como tal, ni contra el actual, ni contra el precedente», (lo último se le puede creer sin esfuerzo), sino que tildó su condena de «crimen legal en la persona de un inocente» y aunque, como él mismo reconoce, había médicos, compatriotas y extranjeros que «hacían todo lo posible por prolongar mi vida» —pues los cardenales tienen tan poca prisa en conocer las delicias del paraíso como la que tiene el papa— él se veía ahora, «protegido por la prensa mundial», pero como «un hombre semidifunto», como «inválido» que arrastra sus pies hacia casa apoyándose en un bastón. Además de ello «hace ya cinco años que sufro de la próstata». «No quiero, además, hablar de la enfermedad mortal que padecí hace dos años, cuando los periodistas me daban ya por muerto, ni deseo siquiera pensar en los otros muchos achaques que padezco, como los catarros bronquiales». En suma, «soy un hombre con ambos pies en la tumba y me queda muy poco para caer en ella…». «… un impresionante símbolo humano del afán apostólico de aquélla (la Iglesia)». Pero cuando cientos de miles de serbios caían en la tumba bajo la benevolente tolerancia del arzobispo o, como pasaba a menudo, ni siquiera hallaban una tumba después de sufrir los peores suplicios, entonces Stepinac gozaba de excelente salud.
La «Lucha por la Iglesia» duró aún algunos años en Yugoslavia. En 1950, un sacerdote esloveno fugitivo relató que todavía había unos 280 sacerdotes en las cárceles y esperaban «algún tipo de castigo». En su día Tito manifestó ante una delegación de clérigos eslovenos que «Nosotros hemos roto con Moscú. ¿Por qué vosotros no rompéis con Roma?» Con todo, incluso en la actualidad, a comienzos de los años ochenta, y pese a una notable mejora de los contactos entre el estado y el clero, éste sigue lamentándose de la persecución.
Enormemente aleccionador es el comportamiento de la Iglesia durante el levantamiento húngaro de 1956.
En este país, el catolicismo llevaba un milenio desempeñando fundamentalmente un papel explotador. Y todavía en 1940 y tras la «incorporación» a Alemania de Siebenburgen, bajo la férula del N. Horthy, regente y secuaz de Hitler, no menos de 280.000 personas habían sido deportadas y 30.000 transportadas a la Alemania nazi a realizar trabajos forzados. También se organizaron auténticas cacerías humanas con atrocidades que recordaban a las de Croacia, como la amputación de orejas y narices y el punzamiento de ojos. Y ello no fue todo, también se produjeron persecuciones religiosas, una «larga noche de San Bartolomé» «con crucifixiones y fusilamientos practicados en las puertas de las iglesias», de acuerdo, p. ej., con el discurso del barón horthista Aczel Ede en Simieul Silvaniei: «Dios solamente ayuda a la fuerza bruta y todos nosotros hemos de usar de esa fuerza bruta para matar y exterminar a los valaquios. La religión manda mediante sus diez preceptos: no matéis, no robéis y no deseéis a la mujer del prójimo, pues todo ello constituye pecado. Pero ¿todo eso han de ser pecados? ¡No son pecados! El pecado consistió en no exterminar a esas bandas de rumanos calzados con abarcas. Organizaremos una noche de San Bartolomé y mataremos hasta los niños en el vientre de sus madres».
En concordancia con ello, no sólo fueron totalmente arrasadas 16 iglesias ortodoxas —en las ciudades de Borsec, Biborteni, Bistra, Chapeni, Ditrau, Ocland, Virghis y Racosul de Rus etc.— hasta finales de 1940, sino que también acuchillaron de la manera más atroz a numerosos sacerdotes ortodoxos. En Huedin, comarca de Cluj, martirizaron al arcipreste A. Munteanu durante cuatro horas. «La bestialidad llegó a su culmen cuando el asesino Janos Gyepu le introdujo varias veces un bastón en la boca con tal violencia que le salió por el cogote».
La Iglesia Católica, con cuya ayuda habían sido secularmente esclavizados y estrujados los campesinos húngaros, poseía en el país un millón de yugadas en terrenos. Eso hasta el año 1945. Los comunistas confiscaron esas tierras y también redujeron el patrimonio eclesiástico en el ámbito de los medios de comunicación: de 17 publicaciones diarias y 40 revistas semanales o mensuales pasaron a tener dos semanarios. En 1946 hicieron desaparecer prácticamente unas 4.000 asociaciones católicas, cuyo patrimonio pasó a engrosar las arcas de organizaciones comunistas. El golpe más duro para el clero lo constituyó, sin embargo, la estatalización aquel mismo año de las escuelas libres —3.163 escuelas con un total de 6.000.000 alumnos y alumnas— y la expropiación no indemnizada de sus patrimonios.
La figura central de la iglesia húngara en los años de postguerra fue el cardenal Mindszenty, que en realidad se llamaba Pehm y no alteró su nombre hasta el año 1941. Nacido en 1892, fue ordenado sacerdote en 1915 y durante «el terror de la dominación comunista de 1919» editó el libro ¡Guardaos de la lectura de periódicos! Después y a lo largo de un cuarto de siglo dirigió el diario Zalamegyei Ujsag y escribió en otras publicaciones católicas. Es más, también obsequió a la opinión pública con «valiosos libros». Su obra, La Madre, apareció en dos volúmenes con unas mil páginas en total y por cierto en medio de la guerra nazi (entre el 40 y el 42). Y como «investigador de la historia» resaltó, y no en último lugar, la «lucha por la libertad» de su iglesia y las «duras facciones» de su martirio: todo ello con la consabida y enorme capacidad para falsear los hechos.
Al final de la guerra, Mindszenty ascendió fulgurantemente desde su posición de sencillo párroco de pueblo a cardenal. En 1944 era ya obispo de Veszprem y al año siguiente Pío XII lo elevó al más alto rango entre los dignatarios eclesiásticos de Hungría. Cuando la «ola roja se abatió sobre el país de San Esteban», el nuevo primado principesco se convirtió en el jefe reconocido de la lucha por la dignidad humana, en «el estratega genial de esta cruzada», «puesto, justo en el momento indicado, al frente del catolicismo húngaro».
Es cierto que durante la guerra Mindszenty había despotricado contra el Este: «El infierno no salió nunca a dar la batalla con tanta fuerza». Cuando se acercaron los rusos, sin embargo, no fue el miramiento táctico aplicado por ellos, sino «la misericordia del Señor… la que impidió que me viera aniquilado» ¡Nada de eso! Incluso pudo «beneficiarse de muchas atenciones que los jefes militares le depararon en relación con la vida eclesiástica». Pudo volver a viajar hacia la santa Roma en repetidas ocasiones —esta vez en aviones americanos— y tras la entrada de los soviéticos se adaptó en seguida a la situación. «Democracia y libertad son las consignas de la nueva vida», proclamó. «¡Qué consignas tan bellas!». Y poco después opinaba así: «Ya en nuestra carta pastoral anterior saludábamos también, llenos de confianza, las ideas democráticas… Estamos convencidos de que esos principios pueden crear un mundo hermoso, estamos convencidos de que esos principios aproximan la humanidad a su meta…».
Apenas designado cardenal, sin embargo, protestó «en virtud de las facultades legales que la posición de primado de Hungría me confieren» contra la instauración de una constitución republicana y contra «el plan de abolir la milenaria monarquía húngara». Se opuso resueltamente a las medidas abiertamente anticlericales del gobierno frentepopulista, si bien el 10 de octubre de 1946 encarecía que: «Estamos incondicionalmente dispuestos a la colaboración siempre que se nos garantice el que podamos ejercer nuestra actividad religiosa en libertad». Punto esencial: que ellos sean libres… para tutelar a los demás. ¡Semper ídem!
El 26 de diciembre de 1948, no obstante, el «Stalin húngaro», el jefe del partido M. Rakosi —que más tarde caería en desgracia— mandó encarcelar al cardenal. Y tras apenas dos semanas de cautiverio, Mindszenty confesó su culpa, aunque poniendo los signos c. f. junto a su firma (coactus feci: lo hice coaccionado). Ocho días más tarde, desde luego, hizo entrega de una larga confesión de su puño y letra, supuestamente «tras administrársele estupefacientes». Y, sin embargo, reconoció «voluntariamente» por escrito ante el ministro de justicia que «En lo esencial es verdad que yo soy el autor de las acciones que se me imputan sobre la base del código penal del estado» y aseguro «por libre decisión, libre de coacción, mi disposición a renunciar por un tiempo al desempeño de mi cargo». A la pregunta del presidente del tribunal «¿Ha escrito Vd. esta declaración?», respondió Mindszenty: «Sí, yo la he escrito». El presidente: «¿Fue Vd. apremiado o coaccionado a hacer sus afirmaciones?». Mindszenty:
«No, por favor… Mi punto de vista actual está expresado en el escrito que he dirigido al ministro de justicia». Llevado a los tribunales el 3 de febrero de 1949, el «apóstol del país» fue condenado a cadena perpetua convicto de alta traición, espionaje, tráfico de divisas etc. Pío XII, sin embargo, que todavía en mayo de 1948 loaba a Hungría como «un roble que desafía al tiempo y no puede ser desarraigado» consideraba ahora, expresándose en su estilo propenso al kitsch, que «la causa del príncipe eclesiástico… no fue juzgada bajo la diáfana luz del sol», lamentándose de la «infame osadía» de su encarcelamiento, de la «capciosa astucia de las acusaciones», de las medidas «que volvieron repentinamente tan débil y tan vacilante psíquicamente a un hombre de naturaleza férrea, en pleno vigor de sus fuerzas naturales, hasta el punto de que su conducta frente a la acusación no se volverá contra él sino contra sus acusadores y jueces».
No es casual que el papa quisiera a este respecto «aclarar especialmente lo siguiente: es contrario a toda verdad lo que llegó a afirmarse en el transcurso del proceso: a saber, que todo el asunto que está en juego se reduce en definitiva a que esta sede apostólica habría dado órdenes e instrucciones hostiles a la república húngara y sus dirigentes, inducidas por su voluntad y afán de poder, y que debido a ello toda la responsabilidad recae sobre aquélla. Todos el mundo sabe que la Iglesia Católica no se deja llevar por motivos terrenales». Lo que todo el mundo debería saber es que la verdad es justamente lo contrario. Pues es el mismo papa quien proseguía así: «… tolera cualquier forma de gobierno, mientras no se oponga a los derechos divinos y humanos. Cuando, no obstante, aquél se opone a ellos, los obispos y todos los creyentes deben oponerse por razones de conciencia a las leyes injustas» Con ello concede, en el fondo, lo que aparentemente niega.
Y todavía el 20 de febrero de 1949 agitaba a las masas aglomeradas en la plaza de San Pedro en «esta hora sombría y llena de dolor», fustigando a un «sistema hostil a la religión»; el «atentado contra un príncipe de la Iglesia»; la «condena de un preclaro cardenal de la Santa Iglesia Romana a orillas del Danubio», lo que «no era un caso aislado», sino «una más en la larga cadena de persecuciones» y «perfectamente planificado», en relación con lo cual Pío trajo adrede a la memoria a «los primero mártires de Roma… ejecutados bajo Nerón» y cuyos aventajados alumnos eran ahora «los modernos perseguidores de cristianos». La Congregación Consistorial excomulgó ajustándose al canon 2343 n.º 2 y al canon 2334 n.º 2 a todos aquellos que pusieron su mano sobre Mindszenty o le hubieran impedido el ejercicio de su jurisdicción, declarándoles «deshonrados».
El régimen inició el verano de 1950 la lucha contra los monasterios. Según una versión católica fueron «2.000» los monjes encarcelados y según otra, «9.000». El arzobispo de Kalocsa, J. Grósz, designado por el Vaticano como presidente de la conferencia episcopal, aceptó el 30 de agosto de 1950 un acuerdo por el que el alto clero húngaro apoyaba el régimen comunista de forma similar a como el alemán lo había hecho con el nazi. No sólo condenaba en él cualquier clase de actividad hostil al estado, sino que exigía «con todas sus fuerzas» alentar el plan quinquenal y asimismo la colectivización de la agricultura. «El episcopado reconoce y apoya, de acuerdo con sus deberes ciudadanos, el orden creado por la República Popular Húngara y por su constitución. Declara que, en cumplimiento de las leyes eclesiásticas intervendrá contra cualquier miembro del clero que vulnere el orden legal o perturbe los trabajos de reconstrucción de la República Popular…». «El episcopado convoca a los creyentes para que, como ciudadanos y patriotas, cooperen en la gran obra que lleva a cabo el pueblo húngaro con el gobierno de la República Popular a su cabeza al objeto de realizar el plan quinquenal, elevar el nivel de vida y asegurar la justicia social. El episcopado apela especialmente a los párrocos para que no se opongan a las cooperativas agrícolas… El episcopado apoya el movimiento por la paz».
Al día siguiente de firmar el acuerdo, un decreto gubernamental disolvía 53 órdenes católicas. Y ya al año siguiente, en 1951, Grosz resultó condenado a 15 años de presidio (si bien se le dejó en libertad cinco años después). Los obispos que todavía ejercían sus cargos prestaron a raíz de ello un juramento de fidelidad para con la República Popular Húngara, su pueblo y su constitución.
El congreso del Frente Nacional, fundado en 1954, el arzobispo Czapik, nuevo presidente de la conferencia episcopal, encareció que: «Yo concedo mi confianza al frente popular patriótico». Y cuando Czapik murió, en 1956, y el arzobispo Grosz fue puesto en libertad y nuevamente al frente del episcopado, él prometió asimismo: «Quiero ser un hijo fiel y ciudadano obediente de nuestra patria, de la República Popular de Hungría. En ese espíritu quiero yo orientar a los creyentes».
Apenas iniciado el levantamiento de 1956, el alto clero se afanó por recobrar los privilegios de antaño. El cardenal Mindszenty, se convirtió en dirigente intelectual del movimiento, eso después de ocho años de cárcel y de frustrarse varios intentos internacionales en pro de su liberación. Ahora estaba, incluso, dispuesto a ponerse al frente de un gobierno y negociaba como si los rebeldes hubieran vencido ya. Protegido por sus carros de combate volvió a entrar subrepticiamente en su palacio de Budapest entre los días 30 y 31 de octubre de 1956 y difundió desde allí un mensaje radiofónico al pueblo: «Un heroísmo digno de admiración libera en estos momentos nuestra patria. Este combate por la libertad no conoce par en la historia. Nuestra juventud merece los máximos elogios…».
Entre los miles de telegramas llegados de todos los continentes figuraban también 30 líneas del «Santo Padre», a quien la noticia de la liberación de Mindszenty había «colmado de íntima satisfacción». «Todo el mundo católico exulta ahora junto a tu patria». El papa se prometía «el inicio de una época espléndida para la dilecta nación húngara». Y en la noche del 3 de noviembre, cuando los tanques soviéticos estaban ya a 12 kmts. de Budapest, el cardenal apeló así al diputado del parlamento alemán, Príncipe Von Lüwenstein:
«¡Sed fuertes!, ¡estad dispuestos! En otro caso, mañana podríais correr la misma suerte que Hungría. Moscú no se arredra ante ninguna violencia… ¡Sólo un poder más fuerte puede protegernos de él!».
Aquella misma noche, pocas horas antes de que los rusos abrieran fuego sobre la ciudad, el primado exigía «que se restablezca de inmediato la libertad de enseñar la religión y que las instituciones y asociaciones de la Iglesia Católica, incluida la prensa, puedan reanudar su actividad». Exigió que los culpables fuesen llevados a los tribunales y nuevas elecciones, libres de cualquier abuso, proclamando que «Todos y cada uno deben saber en el país que las luchas pasadas no constituyen una revolución, sino una lucha por la libertad… Es la totalidad del pueblo húngaro la que ha barrido al sistema». Claro que al entrar los tanques soviéticos se puso a salvo, y por mucho tiempo, en la embajada americana con la que, de creer a los comunistas, había estado conspirando desde hacía tiempo. El jesuita L. Varga, no obstante, uno de los fundadores del movimiento cristianosocial de Hungría, deseaba ahora que hubiera un «Dante para describir este drama divino-infernal. El arte actual, sin embargo, no parece poder captar ni plasmar las alturas y profundidades de esta tragedia… El monstruo rojo aniquilará todavía a millones de hombres inocentes».
La pesadumbre de la catástrofe húngara incitó al Pío XII a escribir tres encíclicas en diez días, algo no conseguido hasta entonces por ningún papa.
Al principio del levantamiento, el 28 de octubre, convocó al mundo a la oración y expresó su esperanza de que «con la inspiración y la ayuda divinas… y por medio de la intercesión de la santísima Virgen María, el dilecto y sufrido pueblo húngaro, así como los restantes pueblos de Europa, a los que se les han arrebatado sus libertades religiosas y civiles, pueda decidir su propio destino en justicia, en un orden recto, en felicidad y en paz, respetando los derechos de Dios y de Cristo Rey».
El 1 de noviembre, la puesta en libertad de Mindszenty y la del primado polaco Wyszynski le parecieron al papa motivo suficiente para una nueva encíclica, conjeturando una nueva alborada en el Este y esperando «un orden nuevo y pacífico en ambos estados, sobre la base de principios más sanos y de leyes mejores… que preserven también y ante todo los derechos de Dios y de la Iglesia», respecto a lo cual exhortaba «una y otra vez» a los venerables hermanos que «no cesaran de convocar la cruzada de la oración».
Tras el fiasco del 5 de noviembre el papa se dolió por la sangre de los húngaros, «la sangre de los ciudadanos que anhelaban una libertad justa desde lo más profundo de su corazón. Las antiguas instituciones, recientemente restauradas, han sido nuevamente derribadas y destruidas con violencia y al pueblo sangrante se le ha impuesto nuevamente la servidumbre».
Pío XII no lograba hallar calma tras aquel fracaso. El 10 de noviembre confesó una vez más a los creyentes de todo el mundo «el profundo pesar de nuestro corazón paternal a la vista de la horrible injusticia cometida contra el caro pueblo húngaro»; se dolió por «el amargo retroceso», por el hundimiento de la esperanza en el «reino de las tinieblas», por la «vejación de la justicia», y volvió a exigir de forma bastante inequívoca: «volvamos a cerrar filas de modo que todos aquellos, gobiernos y pueblos, que quieran que el mundo camine por la senda del honor y de la dignidad de los hijos de Dios, se agrupen en un sólido pacto público», señalando que «no sería culpa de los hombres honorables» si «a aquel que se aleje de ese camino no le queda otra cosa que el desierto del aislamiento».
El tema Mindszenty ocupó durante varios años a la prensa occidental y, por supuesto, a la de Roma. El autor polaco T. Breza, por entonces diplomático de su país acreditado en la Ciudad Eterna, escribe a finales de 1956 sobre Mindszenty en sus Anotaciones Romanas, obra que merece ser leída por su tono distendido y literariamente exquisito, que «Su conducta durante los acontecimientos de Hungría fue bastante desafortunada y a él le corresponde la culpa de toda una serie de hechos delirantes. Si algo está claro es que añadió gasolina al fuego y que lo hizo con la premeditación de varios días. Ésa es la circunstancia más grave». Y es que hasta uno de los más estrechos colaboradores del papa, que lo fue durante varios años, el jesuita Leiber, juzgaba que Mindszenty tomó iniciativas absolutamente irresponsables, de forma que «se le podría fusilar, sin más, si no fuera por su alta dignidad».
Ese riguroso veredicto ilumina justamente el trasfondo de la valoración que Leiber hacía de la situación política general. Él era, efectivamente, de los pocos curiales que no creía en el desplome del comunismo, sino en su expansión, si no universal, sí al menos tan amplia que la Iglesia habría de hallar con él un arreglo menos distanciado. Leiber consideraba, en cambio, —y es algo que expuso en ciertas conversaciones— que el capitalismo de los USA o de Inglaterra, estaba condenado «al ocaso, pues no posee nada que pueda suscitar entusiasmo, nada que pueda sentirse como justo o verdadero… En este sentido, la situación del comunismo es más afortunada. Cuando habla de una justicia social realizable por medios concretos, hasta las personas más sencillas lo entienden con facilidad y hasta los que no son tan ingenuos sienten que, grosso modo —y a veces incluso de modo no tan general— hay en todo ello una gran verdad».
Ahora bien, no fue el primado húngaro el único en echar gasolina al fuego durante el levantamiento de Budapest. También el Vaticano se apresuró a enviar allí a monseñor Rodhein, un francés, «con dinero para las primeras y más urgentes necesidades de la Iglesia húngara». Y pocos días después siguió sus pasos un segundo monseñor, F. Baldelli, presidente de la Pontificia Opera di Assistenza, prelado doméstico de Pío XII y aiutante di studio de la congregación consistorial, quien, por cierto, tenía en ella como colega al antiguo obispo castrense polaco, Gawlina. Pero Baldelli no pudo ya entrar en Hungría, mientras que Rodhain sí que tuvo acceso a Mindszenty y por cierto antes de las fatídicas apariciones en público de este último. Con todo, no sería correcto afirmar, opina prudentemente Breza, que fue la curia quien las ordenó. «Lo confuso de la situación y la celeridad con que se precipitaron los acontecimientos desempeñaron también su papel. No es menos cierto, pese a ello, que sobre el Vaticano recaen en este punto sombras de sospecha tan oscuras como las que afectan a la emigración derechista húngara y a la emisora de Múnich Free Europe.»
Por supuesto que la lucha por los derechos de la Iglesia se condujo en todos los países comunistas de acuerdo con la curia. Donde más la acompañaba el éxito es en Polonia, pues el estalinismo era aquí más débil, el comunismo algo más liberal y el catolicismo muy fuerte desde mucho atrás: en los períodos de interregno el primado se convertía en regente y con ello en la máxima autoridad política. Durante la época entre guerras, la Iglesia acrecentó aún más su autoridad y en tan sólo dos decenios el número de obispos pasó de 23 a 51. Después de 1945 edificó, en pocos años, 29 iglesias nuevas y reconstruyó otras 699. «El gobierno polaco se pronuncia por el principio fundamental de la libertad de religión», declaró en 1946 el comunista B. Bierut, que ascendería en breve a la presidencia de la república. Es más, Bierut habló del respeto inquebrantable hacia los sentimientos religiosos y hacia el culto litúrgico.
En realidad el nuevo gobierno había denunciado ya el concordato del 12 de septiembre de 1945 «pues la sede apostólica lo había roto unilateralmente al tomar decisiones jurisdicionales que vulneraban sus estipulaciones» como decía, con razón, el decreto ministerial del gobierno de Varsovia. Y de ahí a poco, el régimen intentó estrechar el ámbito de influencia del catolicismo, especialmente en la educación, en la acción pastoral entre los jóvenes y en la publicística. La situación empeoró en 1948 después de que el papa hiciera una declaración de simpatía para con los católicos alemanes que perdieron casa y hacienda a consecuencia de las anexiones polacas, declaración que causó consternación en el gobierno polaco. La consecuencia fue una serie de encarcelamientos y de procesos penales contra el clero. Después del Decreto contra el Comunismo promulgado por el papa el 1 de julio de 1949, la lucha se recrudeció. El estado se incautó de todos los registros de bautismo de las parroquias y de todos los hospitales eclesiásticos. Sobrevino enseguida la expropiación de las editoriales e imprentas católicas; la prohibición de los dos semanarios católicos de gran tirada y la imposición de una especie de censura previa a todas las publicaciones católicas, amén de algunas restricciones al derecho de reunión etc.
En un escrito dirigido a los obispos polacos, Pío recuerda en primer lugar los grandes padecimientos de su pueblo durante la guerra, la tremenda sangría humana etc, en un estilo de sensiblera artificiosidad: «Todavía resuenan en mis oídos los sollozos de las madres y de las esposas que lloran a sus caros difuntos, caídos en la guerra. Oigo los solitarios lamentos de los ancianos y los enfermos, privados en hartas ocasiones de toda asistencia; los gemidos de los huérfanos, desamparados en su abandono; las quejas de los heridos y el estertor de los agonizantes». ¿Siente realmente algo quien escribe de ese modo? Parecía, o poco menos, que nada había mejorado. «Hace ahora ya cuatro años que acabó la guerra», cavilaba el papa, «pero la Iglesia Católica no ha recuperado aún la libertad a la que siempre y en todas partes tiene derecho inalienable… Lamentablemente el tiempo de la desolación no ha terminado todavía. Hay muchas cosas que entorpecen, y además de forma creciente, el desarrollo exterior de la vida católica en vuestro país». Y con todo, los golpes principales estaban aún por venir. Lo hicieron el año 1950, año en el que, concretamente en enero, fueron confiscados los bienes de Caritas y después, en marzo, todas las propiedades de la Iglesia. Sumemos a ello el encarcelamiento del obispo de Kulm, Kowalski.
El primado polaco era, tras la muerte de Hlond, S. Wyszynski, de 47 años, «ni político, ni diplomático», como se apresuró a decir él mismo, contra todo lo que se evidenció enseguida, en su primera carta pastoral en 1946.
Con Wyszinski a la cabeza, la jerarquía polaca negoció con los comunistas un acuerdo de 19 puntos llamado oficialmente «Entendimiento» (Porozumienie), pero al que los obispos designaron prontamente como «Declaración general», documento muy singular que ambas partes signaron el 14 de abril de 1950. El episcopado prometía en él apoyar al gobierno en la reconstrucción del país; reconocer oficialmente la autoridad del gobierno y su soberanía en todos los ámbitos, ‘salvo el estrictamente religioso, si bien el estado tendría la última palabra incluso en el ámbito jurisdiccional de la Iglesia «cuando un asunto afecte a intereses polacos». Los obispos prometían asimismo combatir a los enemigos del gobierno y aceptaban el sistema de cooperativas agrarias, pues en el Art. 6 se decía que «Partiendo del principio de la misión de la Iglesia puede llevarse a término en los distintos sistemas sociales y económicos establecidos por los poderes temporales, el episcopado instruirá al clero para que no se oponga a que se establezca en las aldeas el sistema de cooperativas, puesto que todo sistema cooperativo se apoya en el fondo sobre los fundamentos éticos de la naturaleza humana, tendente a la solidaridad social voluntaria, y tiene como meta el bien común». Y mediante el Art. 7 prometían que «Fiel a sus principios, la Iglesia condenará cualquier iniciativa antiestatal y se opondrá sobre todo a que se abuse de los sentimientos religiosos para ponerlos al servicio de objetivos contrarios al estado».
El episcopado polaco se comportaba así frente a los comunistas de forma análoga a como el alemán lo había hecho frente a los nazis. Como contrapartida el gobierno garantizaba la libertad de conciencia, el libre ejercicio de la religión, el derecho a la asistencia espiritual castrense, la libre actividad de las órdenes religiosas etc., pero a menudo no cumplió correctamente con las ya de por sí exiguas promesas o anuló las concesiones hechas en un principio.
De ahí que también en Polonia se sucedieran con cierta frecuencia los enfrentamientos. «El furor de la lucha continúa», decía con ardoroso celo Pío XII dirigiéndose a su episcopado polaco. «Todavía tendréis que resistir violentos ataques del enemigo.
Pero vuestra Madre vela por vosotros… Ella, la poderosa Señora y vencedora sobre las potencias infernales, os conducirá a victorias espléndidas». De inmediato, desde luego, no había muchos visos de ello. En el verano de 1952 fueron clausurados todos los seminarios de adolescentes, regentados por las órdenes religiosas o las congregaciones. En otoño fueron encarcelados varios prelados es más, según suposiciones eclesiásticas, a finales de 1952 fueron arrestados unos mil sacerdotes.
Al año siguiente, el obispo de Kielze, Kaczmarek, que llevaba ya bastante tiempo en prisión preventiva, fue sometido a una farsa de proceso acusado de alta traición. Lo fulminaron con 12 años de cárcel, si bien fue puesto en libertad después de tres. En 1953 fueron encerrados o expulsados otros obispos y al mismo S. Wyszynski, arzobispo de Gnesen y Varsovia lo enclaustraron en un «confortable monasterio» sin condena alguna, aunque sin someterlo a ningún maltrato. El obispo de Lodz, M. Keplacz, elevado a presidente de la asamblea episcopal en «ausencia» del primado, prestó en diciembre un juramento de fidelidad a la República Popular (juramento que Roma consideró «objetivamente inválido») y prometió con toda vehemencia dedicar sus esfuerzos a la defensa y ampliación del poder de aquélla. Y es que hubo también periódicos católicos que colaboraron sin reservas con el régimen comunista mientras L’Osservatore Romano deploraba a menudo aquella «mixtura católico-marxista».
El mismo papa escribió así, en 1953, al episcopado: «Una vez más, elevemos nuestras quejas a Dios, se abate sobre la pía Polonia, siempre firme en su fe, un maligno poder. En la espesa tiniebla que se cierne sobre vuestro país, vuestras virtudes resplandecen como las estrellas…». «A la vista de tantos y tan infames atentados, los polacos prefieren resistir los peores padecimientos antes que resignarse a una vergonzosa sumisión. No penséis jamás que hechos tan destacados son inoperantes o inefectivos. Tal vez sus benéficas consecuencias tarden aún en llegar, pero entonces se revelarán de la forma más gloriosa». Siguiendo la vieja tradición encendía así los ánimos de los polacos: «Permaneced firmes, valerosos e impertérritos, en la lucha por el Señor», «daos cuenta de que fuimos convocados a alistarnos en las legiones que luchan por el Dios vivo…». Y entre andanada y andanada incluía alguna exhortación al amor para con los enemigos: «Que vuestro amor a los enemigos no se enfríe por graves que sean las injusticias».
Entretanto, el estado había internado en las cárceles a muchos obispos y sacerdotes mientras situaba en posiciones claves a quienes colaboraban. El número de conventos de frailes y monjas se redujo en un 40 y en un 45% respectivamente. El de sacerdotes diocesanos, de 8.624 a 2.247, entre 1945 y 1953. También se dio, naturalmente, un intento de escindir al clero. La «Iglesia del pueblo» y los «sacerdotes del pueblo» fueron, en manos de otros estados del Este, un instrumento para aniquilar la Iglesia mediante la Iglesia. Los «discípulos de Moscú» se habrían «perfeccionado diabólicamente» en esa línea.
Cuando en octubre de 1956, no obstante, el moderado Gomulka salió de la prisión para hacerse cargo del poder, puso en libertad al cardenal Wyszynski y a los otros religiosos encarcelados y concluyó un nuevo acuerdo con la Iglesia el 7 de diciembre de aquel mismo año, acuerdo que, esta vez sí, fue respetado y no resultaba nada desfavorable para la misma. Víctima de nueva irritación, el papa no lo reconocería ni más ni menos que al anterior (el cardenal polaco hubo por entonces de esperar varios días hasta ser recibido en audiencia por Pío). El nombramiento de obispos y sacerdotes no dependía ya de la aquiescencia del gobierno. La religión fue permitida como asignatura optativa en las escuelas básicas y medias, y los catequistas pagados por el estado, el cual, se reservaba por otra parte, tanto la supervisión como la inspección de los programas de enseñanza y de los libros de texto.
Como contrapartida a estas y otras deferencias, los obispos se declararon solidarios con los intereses de la Polonia Popular. Un comunicado del 7 de diciembre hace constar que «Los representantes del episcopado manifestaron que en la vida pública había tenido lugar cambios tendentes a la consolidación de la legalidad, la justicia, la coexistencia pacífica, el desarrollo de una moral social y la persecución judicial de las injusticias. Declararon que el gobierno y las autoridades del estado hallarán la total comprensión de la jerarquía y del clero de la Iglesia.
Los representantes del episcopado desean prestar su total apoyo a las tareas gubernamentales en cuanto tienden al fortalecimiento y el desarrollo de la Polonia Popular, a la conjunción de los esfuerzos de todos los ciudadanos hacia una colaboración armónica en beneficio del país, al riguroso mantenimiento de las leyes de la República Popular de Polonia y al cumplimiento por parte de todos los ciudadanos de sus deberes frente al estado».
T. Breza califico en su día aquel acuerdo de acontecimiento importante, que no era una ruptura con, pero sí una desviación de la norma anterior y entrevió la posibilidad de que «en un punto de la tierra se posibilitara la convivencia normal entre los católicos y un estado comunista». Otro polaco opinaba que «Hasta ahora la Iglesia convivió en nuestro país con el estado sobre la base de la fidelidad y la fe. Ahora contrae con él matrimonio con todas las de la ley». Y cierto chiste que circulaba por entonces caracterizaba la situación de forma parecida. Gomulka pregunta a Wyszynski: «Tengo dificultades con Moscú, ¿no podrías lanzar contra mí una excomunión?». El cardenal replica: «Yo tengo dificultades con Roma, ¿no podrías encerrarme durante catorce días?».
De lo que se trata en el fondo es de erosionarse mutuamente desde dentro. Cada una de las partes considera la colaboración como puramente transitoria y no como un asunto serio. Cada parte quisiera uncir a la otra a su carro y utilizarla en su provecho. Cierto es que los obispos polacos son también a menudo patriotas polacos. Pero incluso si, como dice Nichols, ser católico y polaco significa ser patriota por partida doble, los obispos son antes que nada criaturas de la Santa Sede, la cual sólo desea compromisos con tal de no perderlo todo, pero aprovecha golosamente la menor ocasión (¡Lech Valesa!) para debilitar al odiado socio, a la espera de poderse arrojar contra el malvado enemigo y aplastarlo con la ayuda de Dios y la del Occidente. De ahí que el Vaticano no se sintiera especialmente feliz con aquella liaison, pues no se ajustaba a la línea de la guerra fría apoyada por el papa, quien, toda vez que Polonia y la Alemania del Este habían pasado a la órbita soviética, jugaba la carta germanooccidental como jugó en su día la de la Alemania hitleriana.
Pío XII había calificado ya de imprudente la expulsión de millones de alemanes de los territorio del Oder/Neisse, expresando incluso el deseo de que «se hiciera reversible lo sucedido, en la medida en que ello fuera posible». Por esa razón tampoco designó como obispos regulares a los cinco administradores nombrados para estos territorios por el cardenal Hlond, negativa que no sólo contrarió ásperamente al gobierno, sino también a los propios obispos polacos. En el Art. 3 de su «Entendimiento» del 14 de abril de 1950, todos habían calificado a los antiguos territorios alemanes allende el Oder/Neisse como «parte inseparable de la República», apelando a la «Sede Apostólica… para que transforme en sedes episcopales ordinarias las administraciones eclesiásticas, dotadas ahora con los derechos de obispos residentes».
Pero Pacelli no pensaba en ceder al apremio de los comunistas polacos ni, tal vez, al de los obispos polacos. No estaba dispuesto a reconocer de iure como polacos los territorios situados al este del Oder/Neisse, ya que, según la tradición vaticana, las fronteras de las diócesis sólo quedaban definitivamente fijadas tras los acuerdos de paz. Bajo Hitler, no obstante, sí que había integrado el papa en diócesis alemanas zonas del denominado Distrito de Warthe, subordinándolas a obispos alemanes. Después de una visita a Roma de cuatro semanas por parte del cardenal Wyszynski, Pío únicamente se avino a nombrar obispos titulares a los cinco administradores apostólicos anteriormente mencionados.
Y realmente no puede decirse que fueran «deslices estilísticos de la publicística estalinista» lo que se vertía en la Pravda el 17 de junio de 1951: «el papa vuelve a actuar a través de sus agentes dobles. Su política frente a Polonia está únicamente determinada desde la perspectiva de los imperialistas americanos, que aspiran al dominio mundial… El Vaticano se declara enérgicamente por el rearme y por el retorno de un régimen fascista a la Alemania Occidental… Respondiendo a los deseos de Pío XII, el episcopado no ha dado su asentimiento al tratado entre Polonia y la RDA, por el que se reconoce la frontera Oder/Neisse. El viaje de Wyszynski no ha servido de nada al respecto… La camarilla que dirige la Iglesia Católica en Polonia sigue en todo y por todo la línea del Vaticano, enemigo de la paz y de la democracia…».
Consta que Pío XII no reconoció nunca como parte integrante de Polonia los territorios antedichos, recalcando continuamente que eran alemanes. También en el Anuario Pontificio figuran como posesiones del Reich alemán. Y es que ni a Polonia la reconoció como tal, ni tampoco a su gobierno o a su régimen, sino sólo al gobierno exiliado en Londres, que estaba acreditado ante él con un embajador de antes de la guerra.
La lucha más sorda en el bloque del Este era la que enfrentaba a la República Democrática Alemana (RDA) y al Vaticano. Quizá por el hecho mismo de que en este país la Iglesia Romana era mucho más insignificante que la Evangélica, pues aquélla sólo constituía un 1% de la población frente al 81% de ésta. Es cierto que el estado de la RDA, que había reconocido la frontera Oder/Neisse así como los Acuerdos de Postdam y la deuda alemana de guerra, intentaba relegar a la Catholica al plano puramente religioso, restringir su influencia en la educación de los jóvenes y toda actividad formativa católica. Intentaba asimismo recortar la influencia de la prensa católica y de Caritas, limitar el derecho de reunión, suprimir los usos sociales del catolicismo etc. No se cometieron al respecto excesos de ningún género. Sólo hubo casos aislados de encarcelamientos de sacerdotes: por «distribuir libros de oraciones occidentales», por «instigación al sabotaje» y «malos tratos a niños». Daim escribe: «En el Berlín del Este escuché un sermón contra la presión atea en las empresas. Bajo Hitler, el predicador habría ido a un campo de concentración». Pero si la Catholica prestó en su día apoyo masivo al Führer, ahora, en cambio, no hacía ningún género de concesiones a la RDA. Ocurría más bien que sus reglas de conducta le venían dadas, por lo general, desde la REA. A despecho de ello, a la revista agitatoria La Cruz bajo la Hoz y el Martillo no le resultaba nada fácil exponer evidencias de persecuciones religiosas en el estado de la RDA. De ahí que tenga que llenar sus páginas incluyendo hasta poemas de «lírica» anticlerical anónima y llegue a afirmar que la vida religiosa es en aquella Alemania algo más viva que en ésta, pero «¿por cuánto tiempo todavía?».
Como en otros países del bloque Este, el Vaticano hubo de encajar fuertes pérdidas en La China, el país más poblado de la tierra, que mantenía relaciones diplomáticas con el Vaticano desde 1943.
Después de la II G. M. había aproximadamente 4 millones de católicos para una población de 463 millones de chinos. Durante mucho tiempo habían estado dirigidos por príncipes eclesiásticos extranjeros. Sólo a partir de 1926 se consagraron también obispos chinos. Pese a ello, en la jerarquía establecida por Pío XII en 1946 —105 diócesis y 39 prefecturas apostólicas— tan solo figuraban, en 1949, 27 nativos. Pero justamente ese año toda aquella jerarquía se desplomó al ser proclamada la República Popular de signo comunista. Con el decreto gubernamental del 23 de junio de 1950, relativo a la represión de «actividades contrarrevolucionarias», el régimen dio comienzo a una áspera lucha contra Roma y expulsó a los misioneros del país.
En 1951, el decreto fue recrudecido. Se aplicaron las consabidas medidas contra la Iglesia papista frente a la cual se creo, en la conferencia nacional de 1957 en Pekín, una organización rival: la «Unión de los patriotas católicos de China». La conferencia adoptó la resolución de que «todos los sacerdotes sigan el camino del socialismo… y cooperen a la paz bajo la dirección del Partido Comunista de China. Puesto que el Vaticano se ha convertido en instrumento de la agresión por el apoyo prestado al imperialismo americano, todos los sacerdotes patriotas deben rechazar estrictamente cualquier clase de relación política o económica con aquél».
La autoridad estatal para asuntos religiosos promocionó ahora «cursos de formación» y exigió del clero que reeducase al pueblo en sentido comunista. Simultáneamente se produjo una oleada de encarcelamientos. Es más, la «Unión de los patriotas católicos de China» provocó, incluso, un auténtico cisma respecto a Roma, cosa desconocida en el resto de los países bajo régimen comunista. Desde la primavera de 1958 se habrían producido 14 consagraciones irregulares de obispos, los cuales declararon al respecto que «inculcarían el deber, a sacerdotes y creyentes, de participar activamente en la construcción del socialismo bajo la dirección del Partido Comunista de China». De ahí que el papa estigmatizase en su encíclica ad apostolorum principis del 29 de junio de 1958 los «abusos», las «distintas medidas de coerción y medios de violencia», aquellos «engañosos cursos de formación y reeducación de obligada asistencia para sacerdotes, miembros masculinos y femeninos de las órdenes religiosas, alumnos de los seminarios, creyentes de todas las capas sociales y de todas las edades, cursos que por medio de interminables lecciones y discusiones llevadas hasta el agotamiento de los participantes y repetidas durante semanas y meses, ejercen una presión destinada a romper todos los vínculos anteriores: un procedimiento que a menudo ya no contiene en sí nada de humano».
Aquel mismo año, de los 24 obispos chinos «legítimos», 8 o 9 estarían en la cárcel y 11 en sus residencias bajo arresto domiciliario.
Aquél fue también el año en que murió Pacelli: pese a todos los expertos en medicina. Ahora bien, según Pascalina Lehnert, su «carrera con la muerte» había comenzado ya a finales del 53 con un hipo prácticamente incontenible que fue su tormento a partir de ahí; con vómitos continuos; con una continua sensación de malestar. Acudió a él media docena de médicos… y, finalmente, también el Señor, el 1 de diciembre de 1954, que se anunció mediante «una voz». Cuando Pascalina servía el desayuno al día siguiente el «Santo Padre yacía en su cama con sus ojos brillantes y abiertos de par en par». Ella se aproximó al pie de la cama y preguntó asombrada: «“Santidad, ¿qué pasa? —¡Do ve sta Leí adesso, é estato il Nostro Signore”!, fue la respuesta—. “¿Che Signore, padre Santo?” pregunté yo —“¡Nuestro Salvador, Jesucristo!”—. Yo miré y miré en el rostro transfigurado del Santo Padre esperando una nueva palabra, pero no hubo ninguna más. Entonces me arrodillé —donde, como acababa de decir Pío XII, había estado el Señor— y besé el suelo con la esperanza de que todavía podría percibir algo. Pero todo siguió en silencio…».
Pues sí, no sólo se le apareció la Madonna en el cielo, sino que ahora también se le aparecía el Señor en el dormitorio: los dos milagros necesarios para una canonización.
Y ahora, por supuesto, el «estado de Pío XII experimentó una mejoría vertiginosa»; hasta octubre de 1958, cuando, en su residencia de Castelgandolfo pronunció sus últimas palabras (un asunto afectado siempre de cierta precariedad). «¿Le molestaría, Pater Leiber, que me diera la comunión?», dijo Pacelli con la cortesía que solía usar cuando hablaba con sus empleados domésticos más veteranos a su servicio. Pío XII, no obstante, cayó desmayado y partió de este mundo hasta el nuevo amanecer sin el santo viático.
«¡Ahora está contemplando a Dios!», exclamó en un arrebato su asidua asistenta, que nos informa además de que «En ese momento monseñor Tardini entonó en voz alta, casi jubilosa: “¡Magníficat anima mea Dominum!” Todos lo acompañamos y rezamos unidos. —Y después: “¡Salve Regina…!”, “¡Sub tuum praesidium!” Luego todos se aproximaron a su lecho de muerte y besaron por última vez las manos, todavía enfebrecidas, del gran retornado a casa. Nadie lloraba».
Algunos miembros de la guardia nobiliaria sufrieron indisposiciones durante el velatorio, pues el otoño era aún muy cálido y el intento del médico de cabecera papal, Galeazzi-Lisi, un doctor mediocre descubierto por el mismo Pío XII, de conservar el cadáver según un método especial había fracasado lamentablemente pese a que ese método, en virtud de su origen paleocristiano, era en otro tiempo, muy del gusto de «Santidad». Apenas instalada la capilla ardiente en la basílica de San Pedro, se hicieron perceptibles señales evidentes de descomposición y dos cadetes de la guardia nobiliaria palaciega fueron víctimas de un desmayo.
Alarmado a las cuatro de la madrugada, el Dr. Galeazzi-Lisi, que nunca pudo sanar al papa cuando enfermaba de gravedad, («siempre lo salvaban otros») permaneció por lo demás imperturbable. Acorralado en una conferencia de prensa por periodistas duchos en medicina, se zafó brillantemente de las situaciones más dramáticas encadenando argumentos y sin revelar ni un ápice del secreto de su técnica embalsamatoria. «Hacía auténticos malabarismos con datos históricos, místicos y teológicos; se defendía remitiéndose a los ritos fúnebres paleocristianos y apenas si se arriesgó a hacer digresiones en el ámbito de la medicina o de la química. Al hilo de citas evangélicas demostró que Cristo había sido embalsamado de una manera que se asemejaba a las “prácticas del ruso Worobiev, de cuyas experiencias se vale actualmente el Kremlin”».
De este modo Cristo, su vicario en la tierra, Pío XII, y el Kremlin entraron a su manera en contacto.
Con el pontificado de Pío XII acaba —por el momento— la época de las guerras mundiales y con ello el ámbito propio de este libro. El apéndice que sigue añade, no obstante, un breve panorama de los pontificados siguientes y de las líneas maestras de su política[30].