El rearme germano-occidental con la ayuda de la iglesia católica

«Estaremos en el buen camino hacia la recuperación de la zona soviética, siempre y cuando el mundo occidental haya alcanzado el poder necesario. Nuestro objetivo es la liberación… la reordenación del Este europeo»

(K. Adenauer)

«Se trata, sin embargo, de si Europa seguirá siendo cristiana o recaerá en el paganismo»

(K. Adenauer)

«La Iglesia susurra suavemente al oído de Adenauer y éste la escucha atentamente»

(London Times)

«Adenauer tenía muy claro desde el principio que había que sensibilizar a la opinión pública antes de que ésta ahogase por rearme. Ninguna otra institución le apoyó tan decisivamente en ese empeño como la Iglesia Católica y sus organizaciones laicas»

(F. Spotts)

«El conjunto de la cúpula eclesiástica alemana, tanto católica como protestante, se hizo culpable de un genocidio cultural, blasfemo, durante el régimen nazi: Invocando a Cristo inculcó mendazmente a la grey eclesiástica “el deber” de exterminar a todos aquellos que, en legítima defensa, se opusieron violentamente a la expansión del régimen nazi, expansión que única y exclusivamente la “Wehrmacht” hizo posible. En el marco de esa “solidaridad ecuménica” impusieron a Cristo la impronta de un valiosísimo compinche espiritual de los crímenes de estado. Estos sacrílegos corruptores del pueblo y predicadores de la fosa común —que contrajeron una deuda de sangre superior, incluso, a la que pesa sobre los peores verdugos de los campos de concentración— reaparecieron en escena tras el hundimiento del régimen nazi sin haber mudado de convicciones, pero sí con frase: untuosas en los labios, referidas a Dios, a Cristo, a la conciencia y la dignidad y libertad humanas, la eterna cantinela en ellos, convertidos, una vez más, en “legítimos ministros de la palabra” y, lo que es más, cosecharon incluso honores y reconocimiento por su “resistencia ejemplar”»

(El católico Johannes Fleischer)

De la misma manera que el papa anhelaba una Europa occidental poderosa y sobre todo una Alemania fuerte —a él no le resultaba bastante fuerte ni siquiera bajo el régimen nazi— así sucedía ahora con Washington. Pues también a éste le resultaba tan preocupante la visión de un país totalmente depauperado con posibles desórdenes sociales incontrolables como satisfactoria la posibilidad de tenerla como aliada una vez revigorizada. De este modo, la aversión inicial que imposibilitaba cualquier hermanamiento fue dando paso a una colaboración con los alemanes. La actitud de reserva de estos últimos frente a las potencias vencedoras, por su parte, se convirtió —bajo la impresión del bloqueo de Berlín, de la ayuda occidental a esta ciudad y sobre todo a la Alemania Occidental— en un (im)prudente sentimiento de solidaridad con el occidente, tanto más cuanto que Alemania se recuperaba de forma más espectacular que los otros países europeos. Ya en el año 1951 la producción industrial de la R. F. A. era un 312% superior a la del año 1947. Claro está que si Alemania recibió ayuda económica no fue por motivos humanitarios. Como contrapartida se deseaba, y se obtuvo, su ayuda militar. Esto se evidenció ya en 1947, pues apenas un año después de que el gobierno militar de los USA promulgase la «Ley de Desnazificación y Desmilitarización», el Alto Estado Mayor americano consideró necesario rearmar a Alemania. Así está escrito en un documento estrictamente secreto de la Agrupación de Jefes de los Altos Estados Mayores con fecha 9 de abril de 1947: «El poder militar más fuerte de esta zona es, potencialmente, Alemania. Sin la ayuda de este país apenas es concebible que los restantes países de Europa Occidental resistan a los ejércitos de nuestros enemigos ideológicos el tiempo necesario hasta que los USA movilicen y desplieguen sobre el terrenos fuerzas suficientes para infringirles una derrota… La recuperación económica de Alemania es por ello, desde el punto de vista de la seguridad de los USA, una tarea prioritaria».

La élite del generalato alemán, que previamente había enviado a la degollina a millones de soldados en el nombre de Hitler, puso de inmediato sus «experiencias de combate en el Este» a disposición del alto mando americano. Reinhard Gehien, jefe de la sección «Ejércitos Extranjeros en el Frente Este», pudo salvar la casi totalidad del material de su archivo, confeccionado bajo dirección nazi, y años antes de convertirse en presidente de los servicios de inteligencia federales entró al servicio de los americanos acompañado de todo el personal de su unidad. «Se creará un servicio de inteligencia alemán», se dice en el contrato que el general Gehien firmó con el servicio de espionaje de los USA, «que investigue en el Este o continúe el antiguo trabajo en el mismo sentido…».

Continuar el viejo trabajo en el mismo sentido… Eso es justamente lo que hacía el papa. Y para poner en pie su frente anticomunista; para obligar a replegarse a la URSS y aniquilarla totalmente si se presentaba la oportunidad Pío XII necesitaba no sólo a los USA y a las democracias occidentales, sino también, al igual que éstas, a los países del fascismo derrotado y especialmente a Alemania. Después del 45, la política alemana se desarrolló bajo el signo del conflicto ideológico y político Este-Oeste, lo que condujo a la división del país en 1949. El estado occidental, la REA, se hizo con ello tan dependiente del Oeste especialmente de Washington, como el estado oriental, la RDA, lo era de Moscú. Ambos eran criaturas nacidas de la guerra fría y ambas serán presumiblemente víctimas de una caliente.

Los partidos que durante dos décadas llevaron la voz cantante en la RFA fueron la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y su hermano bávaro, la Unión Cristiano-Social (CSU). La primera surgió del viejo Centro Católico; la segunda del Partido Popular Bávaro, católico e íntimamente vinculado a aquél. Ambos partidos renunciaron no obstante a las viejas adscripciones confesionales e integraron a grupos liberales y conservadores del protestantismo alemán.

Presidente del primer partido y canciller alemán era K. Adenauer, que se deshacía en elogios por la superación de las diferencias confesionales en la CDU/CSU y la «creación de un fundamento cristiano para el trabajo en común». «Ese hecho me hizo plenamente feliz, pues la colaboración de ambas confesiones cristianas es algo que se echó lamentablemente de menos a lo largo de los siglos en la historia alemana», y esa colaboración, al decir de Adenauer, aportó no sólo la convicción cristiana de la importancia de la libertad, sino que «nos llevó de forma espontánea al lado de los pueblos libres del occidente en la alianza defensiva (!) de la NATO y frente al agresivo (!) comunismo ruso».

El canciller se granjeó con ello el agradecimiento del cristianismo, especialmente el de la Catholica, que a partir de ahí no se cansaba de ensalzar al «gran hombre de estado», pese a que —o justamente porque— no era otra cosa que el brazo ejecutor de Washington y Roma.

Miembro del Centro desde 1906 y alcalde de Colonia desde el 17, Adenauer había exigido después de la I G. M. la creación de un Estado Libre de Renania, separado de la Prusia (protestante). Felicitó calurosamente a Mussolini por la conclusión de los Acuerdos de Letrán y bajo Hitler encareció los méritos contraídos en forma de favores al PONSA (el partido nazi). Encarcelado en 1944 por la Gestapo, fue puesto bien pronto en libertad. En 1945 fue de nuevo alcalde de Colonia, pero en octubre de aquel mismo año fue depuesto por la autoridad militar inglesa a causa de «su incapacidad».

Los americanos, con cuyo alto comisionado McCloy estaba emparentado Adenauer, supieron desde luego apreciar mejor sus talentos. Como canciller, en todo caso, se convirtió en un funcionario de los aliados occidentales, de manera muy análoga a como W. Ulbricht lo era prácticamente de Moscú. En estrecho contacto con los USA, donde usó para sí —primer estadista occidental en hacerlo— de los servicios de una agencia de publicidad americana bregó por la integración de Alemania Occidental en la Europa Occidental, desperdiciando así cualquier oportunidad de una reunificación alemana. Asunto, por lo demás, que apenas podía preocupar a un hombre que ya en 1919 tomó en consideración la posibilidad de integrar la Renania en Francia, bien directamente bien como «estado colchón».

En un principio, por supuesto, Adenauer se declaró «de acuerdo» con la idea de «que se nos desarme completamente, de que se destruya por completo nuestra industria de guerra… Es más, voy a ir más lejos: creo que la mayoría del pueblo alemán estaría de acuerdo si, al igual que Suiza, nos convirtiéramos en un país neutral a efectos del derecho internacional». Realmente eso hubiera sido lo mejor. No habría constituido ciertamente una garantía de paz y seguridad, pero se habría evitado este delirante jugar con fuego en cuyas víctimas podrían convertirse un día Alemania y Europa. Pero cuando las potencias occidentales sustituyeron la prohibición de confraternizar por la colaboración, Adenauer se convirtió en un servidor celosísimo de sus intereses. Pues por más que en 1949 hubiera proclamado todavía que «No deseo en modo alguno un ejército nuevo. No queremos tomar parte en ninguna guerra después de haber visto tanta sangre derramada en los campos de batalla. Ya hemos tenido suficientes muertos. Se han extinguido demasiadas vidas jóvenes. Piensen Vds. que en Alemania hay 160 mujeres por cada 100 hombres. Permitan, por último, que me refiera al hecho de que un nuevo ejército sólo serviría para reanimar recuerdos militaristas que deben desaparecer de una vez para siempre». Por más que la opinión pública le oyó «poner en claro de una vez por todas que estoy por principio en contra de un rearme de la RFA y consecuentemente contra el levantamiento de un nuevo ejército alemán. Los alemanes han derramado demasiada sangre en las dos últimas guerras mundiales y tienen además un potencial humano demasiado débil para poner en marcha semejante proyecto». Es más, el canciller volvió a proclamar a los cuatro vientos, y ya estamos en 1950, que «sigo siendo estrictamente contrario a la remilitarización de la RFA», o bien: «La puesta en pie de fuerzas militares en Alemania es algo que no deseamos. Hemos tenido ya bastantes guerras».

Pero todo ello eran puras mentiras. Pues mientras amplísimos círculos e influyentes personalidades alemanas abogaban, inmediatamente después de la catástrofe de la II G. M. y por motivos harto comprensibles, por una neutralidad alemana; mientras el alcalde de Berlín occidental, E. Reuter, se dirigía sumamente preocupado al diplomático e historiador americano G. F. Kennan instándole «para que no rearmásemos a los alemanes… bajo ninguna circunstancia y yo le aseguré», escribe Kennan, «que no era esa nuestra intención, pero, según lo vi, no parecía convencido»; mientras otros, y especialmente Martín Niemóller, se lanzaban a una lucha entre heroica y desesperada y hasta Karl Barth aconsejaba «No entrar en el juego» y repartía estocadas contra «el Señor Truman y el papa», contra «América y el papado»; mientras todo eso pasaba, hacía ya tiempo que Adenauer se había decidido por una vía muy distinta: justamente por la que seguían «el Señor Truman y el papa».

En una conferencia celebrada el 17 de agosto de 1950 con los tres altos comisarios, McCloy, Kirkpatrick y Frangois Poncet, el canciller solicitó por lo pronto que «se exhibiera poder militar en la RFA». Después presentó «su segundo ruego», escribe él mismo en sus memorias, «de que se pusiera a la RFA en situación de poner en pie una fuerza de defensa que estuviera en condiciones, para la primavera de 1951, de hacer frente a un eventual ataque por parte de la Milicia Popular del Este. Para ello se requieren armas. Por supuesto que sería mejor que los aliados se hicieran ellos mismos cargo de la protección del territorio alemán a lo largo de la frontera del Elba, pero yo expresé mis dudas de que ello fuera posible. Expuse a los altos comisarios que mi idea sería la de poner en pie una fuerza de defensa alemana en forma de contingentes voluntarios hasta un potencial global de 150.000 hombres… Aduje que Pieck y Ulbricht habían declarado en repetidas ocasiones querer “liberar” la Alemania Occidental. Si estas declaraciones se tomaban en consideración juntamente con los preparativos de la milicia de la zona de ocupación soviética no cabía ya tener dudas acerca de sus intenciones. Frente a todo ello la RFA estaba allí totalmente desamparada sin poseer otra cosa que una enorme responsabilidad, pero sin posibilidades de cumplir con los deberes derivados de ella. La medida concedida por los aliados de reforzar la Policía Rural en unos 10.000 hombres no constituía una solución. La cuestión era urgente… Además de ello me expliqué así: Francia, Inglaterra y los EE UU, sobre ello no cabe la menor duda, lucharon para sí y no para Alemania. Después de todo lo ocurrido, ésta no puede pretender además que sean los otros pueblos quienes la defiendan. Pero teniendo esto bien presente uno cae forzosamente en la cuenta de que aquel que disponga de Alemania Occidental y de su producción de acero decidiría previsiblemente en su favor el desenlace de una III Guerra Mundial».

Así pues en 1950 Adenauer contaba con una III G. M. cuyo desenlace debería el Occidente «decidir previsiblemente en su favor» con la ayuda de una Alemania rearmada: a eso se le suele llamar en nuestro país «responsabilidad de gobierno». Días antes, el 11 de agosto, Churchill había sugerido en Estrasburgo ante el Consejo de Europa la creación de un ejército europeo con participación alemana, respecto a lo cual Adenauer expresó su aquiescencia ante los tres altos comisarios, así como su «disposición a comprometerse en favor de que Alemania aportara algunos contingentes armados al mismo».

Y mientras el Consejo de la Iglesia Evangélica de Alemania condenaba todavía el 27 de agosto de ese mismo año cualquier rearme alemán: «No podemos alzar nuestra voz en favor de una remilitarización de Alemania… la idea de que unos alemanes puedan un día disparar contra otros alemanes, debe seguir siendo algo impensable para nuestra conciencia». Mientras eso ocurría, Adenauer solicitaba el 29 de agosto por escrito del entonces presidente de turno de la Comisión Aliada, McCloy, no sólo el estacionamiento de más tropas aliadas en la RFA sino también la puesta en pie de un ejército europeo con unidades alemanas y, adicionalmente, la creación de una tropa policial de seguridad germanooccidental.

El potencial militar occidental desplegado en Europa no le parecía suficiente al canciller católico. En un escrito acerca del memorándum se dice que solicitó repetidas veces el refuerzo de las tropas de ocupación y que ahora renueva esa petición de la manera más apremiante «pues únicamente el refuerzo de las tropas de ocupación aliadas en Europa Occidental puede evidenciar a los ojos de la población la voluntad de las potencias occidentales de defender a Alemania a la hora de la verdad. En el memorándum he expresado asimismo nuestra voluntad de aportar un contingente alemán en el caso de la puesta en pie de un ejército europeo internacional. A este respecto el memorándum dice textualmente:

“Con ello se pone inequívocamente de manifiesto que el canciller federal rechaza la remilitarización de Alemania en forma de un potencial militar con fuerzas propias”».

Pero ¿de qué sirve que ese canciller (cuyo padre, un suboficial profesional, fue ascendido por méritos de guerra a oficial en 1866) no fuera, tal vez, personalmente un belicista, ni que intentase «neutralizar» o «europeizar» el rearme alemán? ¿Qué ganan los alemanes por el hecho de que ya no morirían por el rey o el emperador, ni por Hitler, ni por Baviera, Prusia o Alemania, sino por Europa? ¿Y si eso que (supuestamente) defienden ni siquiera existe ya después de la conflagración?

En su día, el propio ministro del interior de Adenauer, Gustav Heinemmann —más tarde presidente de la REA— dimitió en señal de protesta (dos años más tarde abandonaría también la CDU) y se pasó al campo de Niemóller. El rotativo Die Weit anunció no obstante el 11 de octubre de 1950 que «Con ocasión de la dimisión del Dr. Heinemmann, el canciller federal ha dejado meridianamente claro que ni el gobierno federal ha trabajado hasta el momento en ningún plan de armamento ni está dispuesto a entrar en conversaciones acerca de ello… El canciller federal sale con ello resueltamente al paso de rumores, continuamente reavivados, en el sentido de se estén adoptando a hurtadillas preparativos sobre futuras tareas militares». Es más, Adenauer volvió a engañar a los alemanes y al mundo en 1951 al afirmar que «He de declarar taxativamente en nombre del gobierno federal que por parte de éste no se ha emprendido nada que haga necesario el rearme de la República Federal». Tres años más tarde aseguraría sin embargo ante la dieta federal (parlamento) que «¡el rearme alemán es el primer paso hacia el desarme!», afirmación más que reducida ad absurdum después de tres décadas de giro, cada vez más enloquecido, del carrusel armamentista y cuya falsedad ilustrará el futuro de forma aún más drástica…

El embaucamiento del pueblo no era algo inusual en Adenauer, de quien circulaba este dicho: «¡qué me interesan hoy a mí mis habladurías de ayer!». En esa misma línea y para no ahuyentar a los electores, se zafó en el otoño de 1957 de la cuestión de un posible equipamiento nuclear de la RFA tildándola con explícito desdén de «mala maniobra electoral de los socialdemócratas» y asegurando resueltamente que ese problema no sería en todo caso acuciante hasta dentro de dos o tres años, si es que alguna vez llegaba a serlo. En sus Memorias leemos no obstante que «Durante las primeras semanas de 1957 surgió la cuestión de si la Bundeswehr (ejército federal) debiera ser también pertrechada con armamento nuclear en el marco de la NATO. Yo respondí positivamente a esa cuestión, pues si ya desde un comienzo declaráramos que la Bundeswehr no sería equipada con armas nucleares, ello inclinaría la balanza en favor de la URSS y además renunciaríamos de entrada a una baza importante para negociar en la Conferencia sobre el Desarme que se iba a celebrar en Londres». Ante la Dieta Federal, en cambio, Adenauer se manifestaba así el 10 de marzo de 1957: «Quisiera asegurarle una vez más que la RFA no ha exigido armas nucleares de ningún tipo, que está decidida a mantenerse firme en la declaración que hizo en su día, en octubre de 1954, ante la Conferencia de Londres». Y en el transcurso de un mitin electoral celebrado en el Auditorio del Báltico, en Kiel, Adenauer afirmó que «No queremos armas nucleares. Ni siquiera las podríamos pagar. Por lo demás, rechazamos, plenamente conscientes, el equipamiento atómico de la Bundeswehr».

No transcurrieron muchos meses y ya vemos a Adenauer, en marzo de 1958, intentando imponer al parlamento el armamento atómico y exponiendo en aquel debate sobre esta cuestión que «Ahora bien, aclaro a los portavoces del movimiento contrario al equipamiento de nuestra Bundeswehr con armas nucleares, al que acabo de referirme, que no hay otra alternativa que la de la muerte nuclear o la del sometimiento… Señoras y señores, si queremos tener algo que decir en las grandes cuestiones políticas, entonces hemos de estar también dispuestos a tomar sobre nuestros hombros la carga correspondiente». Sabía él, desde luego, que «hay mucha gente… que defienden el punto de vista de que “¡Mejor rojos que muertos!”. La gente está acogotada por el miedo. Dicen para sí: “Preferimos resignarnos a pasar años privados de libertad a ser aniquilados con nuestros hijos y con los hijos de nuestros hijos”».

Pues toda expresión concebida racional y éticamente al mismo tiempo estaba contra el armamento atómico, desde la declaración impresionante de los 18 físicos atómicos hasta el llamamiento de Albert Schweitzer a la opinión pública a finales de abril de 1957.

Cierto que el oportunismo desvergonzado es inherente al quehacer político. De ahí que también los socialdemócratas dieran un quiebro chaquetero en esta cuestión: los mismos socialdemócratas que, bajo la excelente dirección de Kurt Shumacher (gravemente herido en 1914, internado durante diez años en las cárceles y los campos de concentración de Hitler y muerto en 1952) habían rechazado antes apasionadamente cualquier tipo de aportación militar del gobierno federal a no importa qué sistema de defensa, aliándose también y de modo especial en este asunto con el pastor protestante Niemóller.

Tras las elecciones de 1953 el SPD aceptó la remilitarización alemana y en aquel debate parlamentario de 1957 intentó únicamente impedir el armamento atómico. Como participante en el movimiento «Lucha contra la muerte atómica», redacté por encargo de los escritores germanooccidentales una resolución al objeto de prevenir a la opinión pública. Al defender el borrador, sin embargo, F. Erler, el vicepresidente de la fracción parlamentaria del SPD arguyó que mi planteamiento hubiera servido si acaso de base de discusión antes de las últimas elecciones, en 1953. Pero en ellas, el elector había dado su aprobación al rearme. De lo que ahora se trataba era de impedir el armamento atómico. Y el jefe de la oposición socialdemócrata, Ollenhauer, que aspiraba a la segregación de ambos estados alemanes de sus respectivos bloques, me dijo poco después que si no se conseguía «impedir el armamento atómico este mismo año más tarde todo sería en vano». El parlamentario inglés, K. Zillicus, juzgó en su momento que «la desviación de los dirigentes del SPD respecto a sus objetivos políticos anteriores… era la repetición de la sucia tragicomedia desempeñada por la socialdemocracia alemana después de la I G. M…, pero esta vez, a la vista de cuanto ya había sucedido, no podrían escudarse en la excusa de que no sabían lo que hacían, pues ya habían hecho experiencias para extraer sus lecciones».

Adenauer declaraba por su parte que el rearme alemán —impopular incluso en el occidente y justificado por ello con una motivación acentuadamente europeísta— no «se efectuaba por razones militares», sino que «era para él una cuestión de concepción del mundo», dicho con otras palabras: un asunto cristiano, catolicorromano. «Lo que está en juego es si Europa seguirá siendo cristiana o se tornará pagana», se decía en un boletín del gobierno federal del año 1952. El mismo anticomunismo exarcebadamente vigilante, pues, y la misma actitud frente a la URSS que imperaban en la corte papal. Adenauer reiteraba hasta la saciedad que el mundo del Este, «si examinamos las cosas hasta el fondo, es nuestro enemigo mortal»; que «estamos atentísimamente vigilantes frente a él», «que sólo esa proyectada coalición de todas las fuerzas basadas en un fundamento cristiano y democrático nos puede proteger frente al peligro que nos amenaza desde el Este». Bien es cierto que la Unión Soviética hubiera preferido tragarse a toda Alemania a sólo la mitad, por callar de otras hambres aún mayores, pero no al costo de una guerra como bien sabía el mundo.

Pero el canciller alemán quería «proteger del peligro que amenazaba desde el Este» y para ello ansiaba más poder. Pues con un estado totalitario, aleccionaba en 1952 a la «Comunidad de Hombres Católicos» de Bamberg no es posible obviamente hablar como «con un hermano bueno y amable». «Un estado totalitario no entiende más que una cosa: sólo escucha si aquel con el que habla también tiene poder». De ahí que Adenauer, especialmente en los años cincuenta, se imaginara de este modo el desarrollo de los acontecimientos:

Cuando el Occidente sea más fuerte que la URSS entonces habrá llegado la hora de negociar. «El mejor camino para recuperar Alemania del Este es el rearme alemán en el marco de un ejército europeo». «Estaremos en el buen camino hacia la recuperación de la zona soviética siempre y cuando el mundo occidental haya alcanzado el poder necesario». «Nuestra meta es la liberación de nuestros 18 millones de hermanos y hermanas en los territorios del Este. Hasta ahora se ha hablado siempre de la reunificación. Deberíamos más bien hablar de liberación». Más aún: «No se trata sólo de la zona soviética, se trata de la liberación de toda la Europa del Este situada tras el telón de acero». Ante aquella «Comunidad de Hombres Católicos», Adenauer se expresó de forma aún más irrestricta:

«Alemania no será la presa del comunismo ateo, sino la trampa que lo haga caer». Las expresiones de ese tipo menudeaban en los discursos de Adenauer, centrados en su mayoría en el mismo tema medular y de una oratoria «tan simplista», decía el Times londinense en 1957, «que había que juzgarla con una gran dosis de indulgencia».

En otro tiempo los «enemigos seculares» de Alemania fueron los franceses, después lo fueron los rusos. También Adenauer, siguiendo en ello al papa y a Hitler, los declaró «enemigos mortales», iniciando con ello un proceso presumiblemente más peligroso que el iniciado por Von Papen. Después de los rusos los «enemigos seculares» de Europa podrían ser tal vez, opinión de monseñor Fallani, curial de la secretaría de estado vaticana, los americanos.

Los estadísticos calcularon que el vocabulario del anciano canciller no incluía más de 300 palabras, cuyas limitadas combinaciones sólo servían a las distintas variantes de un mismo tema, «el del anticomunismo más obtuso de todo el hemisferio occidental».

De esta manera el católico y cristianodemócrata Adenauer fue eliminando gradualmente todas las restricciones opuestas al armamento e insuflando al mismo tiempo complejos de temor sugeridos por el temible memento del peligro bolchevique. Cosa que no impedía, por otro lado, que se negase obstinadamente a cualquier disengagement, a cualquier modificación del statu quo de Berlín. Un estado de cosas que el mismo Eisenhower calificaba de «anómalo y peligroso». El parlamentario inglés, F. Allaun, exclamó en su día: «¿Qué se oculta tras esa locura? Es la misma política de los años treinta». Y el publicista inglés Sefton Delmer escribía que «En Alemania, algunos ilusos vuelven a practicar el mismo juego arriesgado, aguardando únicamente a que la suerte les sea favorable al tercer intento: abrigan la esperanza de que con el apoyo americano y el nuestro podrán figurar esta vez entre los vencedores».

Adenauer mantenía excelentes relaciones con el ministro de AA. EE. americano, Deán Acheson, hijo de un obispo, relaciones más que justificadas por el hecho de que Acheson trabajaba en favor de la contención del comunismo, de la NATO y de la unificación de Europa. Mejor aún armonizaba el canciller con el sucesor de Acheson, J. F. Dulles, hermano de A. W. Dulles jefe de los servicios de inteligencia americanos en Europa (con sede en Berna) durante la II G. M. y futuro jefe de la CIA. J. F. Dulles no era solamente «el asesor jurídico mejor pagado de las grandes empresas», sino que como ministro de AA. EE. era un «halcón» que intentaba sustituir la política pasiva del «containment» por la activa del «Roll back», por «una cruzada moral y espiritual». «No seremos agresores, pero nosotros y nuestros aliados nos reservamos las más amplias posibilidades de devolver los golpes». En definitiva, también Dulles, que murió de cáncer en 1959, era, como su antecesor en el cargo, hijo de un sacerdote y buen cristiano y como tal apoyaba a sus amigos políticos no sólo por medio de la CIA de su hermano, sino también por medio de la oración.

Aunque el mencionado ministro americano sintiera mucha mayor simpatía por Francia que por Alemania se convirtió en virtud de las comunes preferencias y satanizaciones ideológicas y, sobre todo en virtud de su antimarxismo y antisovietismo, rayanos en el afán misionero, en uno de los mejores amigos de Adenauer: tema central de las conversaciones de ambos era la «defensa frente al comunismo ateo». Pues Dulles estaba convencido, según le dijo a Adenauer, que en el caso de los rusos uno se las había con gente «que habían hecho del engaño su profesión. Esas personas carentes de religión tenían como profesión de fe que el estafado debía adicionalmente pagarles una prima por la estafa». Dulles apoyaba de tal manera a Adenauer que Gustav Heinemman pudo decir mordazmente, tras las elecciones del 53, que «Adenauer había ganado las elecciones de Dulles». Más exacto aún sería decir: «las elecciones de la Iglesia». Pues sin la ayuda del clero, del católico especialmente, Adenauer no hubiera ganado nunca las elecciones; es más, ni siquiera habría llegado a canciller. Pero ¿cómo es que unos obispos que propiciaron de continuo las guerras de Hitler no perdieron toda influencia y toda credibilidad después de 1945? Quien así pregunta desconoce totalmente la siempre versátil, y, pese a todo siempre idéntica naturaleza del cristianismo práctico de toda gran Iglesia, un cristianismo dedicado a la política y sólo a la política, al menos por lo que respecta a esa Iglesia que constituye la más pura encarnación de aquella naturaleza. Pues ahora ya no se presentaba como la fiel compinche del Führer, como implacable azuzadora de sus dóciles adeptos hacia las guerras de éste, sino como antagonista del dictador, como su víctima, casi como cordero propiciatorio: «Cuando A. Hitler, el hombre más fatídico de todos los tiempos», opinaba ahora un teólogo católico, «se proclamó a sí mismo salvador enviado por Dios, Führer de Alemania y de toda Europa, a la par que retiraba el crucifijo de las escuelas arrancaba a Cristo de los corazones de la juventud y del pueblo, hacía torturar y matar a millones de personas en sucesivas Noches de San Bartolomé (!) y en campos de concentración, y fabricar abonos a partir de sus cadáveres… Aquélla fue la rebelión de más trágicas consecuencias contra el mensaje redentor de Cristo, el drama más imponente y terrible de entre los intentos de autorredención prometeico-fáustica surgidos del espíritu de la desmesura, de la hyhris y del alejamiento de Dios en los 2.000 años de vivencia de Cristo».

¡Dos mil años de vivencia cristiana; ruinas y cadáveres: desde la aniquilación del paganismo hasta las cámaras de tortura y las hogueras de la inquisición, del masacramiento por millones de brujas, indios y negros. De embrutecimiento ininterrumpido, de explotación, también de degollinas entre la propia grey, hasta los pogroms que condujeron derechamente a través de los siglos a las cámaras de gas hitlerianas! Pero, eso sí, ahora, después de 1945, escriben que «la semilla ponzoñosa de Hitler no habría brotado jamás si la capa social dirigente se hubiera sentido aún vinculada a los mandamientos y las leyes del cristianismo» ¿¡Como en los 2.000 años anteriores!?

El prelado Neuháusler resumía así esta cuestión en su obra estándar La Cruz y la Cruz Gamada: «La lucha termina y con ella la guerra mundial con sus mil y una armas mortíferas; con su lucha por la cultura; con sus ataques contra Dios, Cristo y la Iglesia; con su idolatrización, esclavización y aniquilación del hombre. El campo esta cubierto de cadáveres y ruinas». Neuháusler omite lo siguiente: Que la «lucha por la cultura» con sus ataques contra Dios, Cristo y la Iglesia fue desplegada por el Reich nazi, estrechamente vinculado a la Iglesia; que fueron justamente los obispos quienes «idolatraron al hombre» hasta el punto de ver en la dominación de Hitler «un reflejo de la dominación divina y una participación en la eterna autoridad de Dios». La «esclavización y aniquilación del hombre» en fábricas y campos de concentración, en las masacres de judíos y en los campos de batalla son cosas que el alto clero nunca repudió, sino que más bien fomentó mediante sus apelaciones, sus cartas pastorales, sus hojas parroquiales, su acción pastoral castrense y sus juras de bandera, con todo lo cual obligaban solemnísimamente a los católicos a participar en la «guerra mundial con sus mi) y una armas mortíferas», cuyo empleo contempló atentamente «con satisfacción». Todo eso lo escamotea el teólogo, sin olvidarse, eso no, de poner en negrilla La Cruz sigue de pie como título triunfal del último capítulo.

Cuál era la situación del episcopado alemán después del desplome total lo muestra el cardenal Faulhaber, el «paladín de la resistencia» más elogiado después del Conde Von Galen, «una especie de duque», dice Neuháusler, «de las grandes mesnadas de los católicos alemanes, que una y otra vez se lanzaron impertérritos a la batalla… contra Hitler y sus satélites».

Faulhaber deploraba el 21 de marzo de 1946 en su prólogo a la obra de Neuháusler que «Hay algo inquietante en relación con la corta memoria de los hombres. Apenas transcurridos dos o tres años y “ya no pueden acordarse”». Oh sí, el mismo Faulhaber perdió la memoria después de unos meses; incluso de unas semanas. Pues el «León de Múnich», que hoy da nombre a varias calles y plazas, había denostado a la República de Weimar como un «producto del perjurio y de la alta traición», pero a Hitler le escribía calurosamente «De lo profundo del alma: que Dios conserve a nuestro pueblo su Canciller del Reich». En 1934 acreditaba en favor del nuevo régimen que «había eliminado groseras excrecencias en la literatura y en los baños públicos, en el cine, en el teatro y en otros ámbitos de la vida pública… prestando con ello un servicio inestimable a la vida moral del pueblo». En el plebiscito de 1936 Faulhaber disipó juntamente con los otros obispos alemanes las reservas mentales de los creyentes «abriendo camino a un resuelto “Sí”», «para que todos los católicos puedan votar “Sí” con la conciencia tranquila (!)…», de resultas de lo cual, Hitler obtuvo —a un paso de la guerra mundial— casi 44,5 millones de votos de un total de unos 45 (frente a los 17,25 millones que obtuvo en 1933). Faulhaber mandó rezar y repicar las campanas por el «Führer»:

Después del frustrado atentado contra él, en noviembre de 1939, celebró una misa de acción de gracias y a raíz del atentado de Stauffenberg, el 20 de julio de 1944, Faulhaber felicitó a Hitler, personalmente y en nombre de los demás obispos, por haber salido a salvo del mismo y mandó cantar un Tedeum en la Iglesia de Nuestra Señora de Múnich. Pero apenas diez meses después, el 12 de mayo de 1945, Faulhaber se deshacía en improperios contra el régimen de Hitler y concluía que «El nazismo no debe revivir».

Faulhaber, que en 1941 advertía junto a todos sus obispos que «Ya hemos vivido momentos semejantes durante la I G. M. y sabemos por dura y amarga experiencia cuan necesario e importante es que en una situación así cada cual cumpla plena y fielmente con su deber»; este cardenal que el 17 de agosto de 1941, junto a todos los obispos de Baviera, salía en defensa de los derechos de la Iglesia —como era por lo demás usual en las manifestaciones de sus dignatarios—: «Queridos diocesanos, ¡rezad para que los crucifijos no sean retirados de las escuelas!», o que, con lamento rayano en lo cursi, deploraba que «Toda la grey católica tiembla con dolor apenas contenido porque ya no será permitido organizar procesiones rogativas» y otras cosas semejantes; ese cardenal Faulhaber no incluyó en ese escrito ni una sílaba contra la guerra, en apoyo de la cual había hecho tan enérgicas llamadas. Antes bien, el alto mando de la Wehrmacht suscitaba su entusiasmo porque había cursado instrucciones «extraordinariamente reconfortantes y llenas de piedad respecto al sepelio de los caídos en el frente», instrucciones que culminaban en esta exigencia: «Para cada cual una cruz con su nombre y datos personales más directos o bien una cruz común», en una tumba común, añadimos nosotros para aclarar del todo el asunto. «Agradecemos de todo corazón, y de seguro que también lo agradece con nosotros el pueblo entero, a la Wehrmacht la fina sensibilidad cristiana de esa atención…». El cardenal Faulhaber, que también en ese mismo año de 1941 dio su aprobación a la entrega de campanas de los templos para posibilitar la continuación de guerra y la victoria, de lo cual da testimonio su «Declaración homilética sobre la reducción de las campanas», en la que se afirma que «Por nuestra querida patria, sin embargo, queremos hacer también este sacrificio, si ello se hace necesario en aras de un desenlace feliz de la guerra»: este mismo Faulhaber habló en 1945 y al unísono con todo el episcopado bávaro, de aquella «guerra terrible… de la más horrible de las guerras» deplorando ante los corresponsales americanos ¡la incesante propaganda militarista de los nazis!

En el suplemento añadido al boletín oficial número 20 de la archidiócesis de Múnich y Freising, con fecha del 15 de noviembre de 1934 se trata largo y tendido de lo que, desde cierta perspectiva, podría ser el asunto más delicado: «un supuesto sermón del cardenal Faulhaber contra el odio antisemita y racial». La revista Socialdemócrata publicó en agosto de 1934 un sermón de Faulhaber contra el odio antisemita y racial, sermón que, por supuesto, aquél nunca pronunció. Pues, ¿cómo podría Faulhaber haber tenido el coraje de protestar contra los pogroms antijudíos de Hitler, incluso si los hubiera lamentado, cosa más que dudosa? En su prédica de adviento de 1933 se decía literalmente que la aversión contra los judíos de la actualidad no se podía hacer extensiva a los libros judíos precristianos, afirmación que sugiere implícitamente que aquella aversión es legítima. Y es que para el cardenal, como para San Pablo, «la hora final sonaría para los judíos cuando llegase el final de los tiempos».

Faulhaber, pues, formuló su protesta y desmintió. Telegrafió o escribió al ministerio del interior del Reich, al ministerio de propaganda e instrucción del pueblo, a la policía política de Baviera, a la cancillería de estado bávara, a la legación alemana en Praga, a numerosos periódicos alemanes y extranjeros e incluso a personas privadas. Ese gran confesor de su fe proclamó así ante la faz del mundo que nunca predicó contra el odio antisemita o racial, ni lo que se dice una sola frase. «Faulhaber no predicó contra odio racial. Solicito revocación falsa noticia», telegrafió, p. ej., la secretaría arzobispal al Diario Nacional de Basilea. Faulhaber mismo alertó así el 9 de noviembre de 1934 al ministro de asuntos interiores nazi: «Es, no obstante, urgente que se prohíba autoritariamente la venta de este oprobioso artículo de agitación, basado en una mentira marxista, y que la opinión pública conozca cuanto antes lo relativo acerca de esta impúdica mentira. Esto es lo que solicito con toda seriedad y urgencia». Su supuesta defensa de los judíos y contra el odio racial era, pues, calificada por el mismo Faulhaber a finales de 1934 de falsificación marxista, de impúdica mentira o, como dijo también en ese contexto, de «afirmación demencial».

Pero eso no es todo. Cuando en aquel trance de necesidad la Conferencia Mundial Judía, que estaba reunida en Ginebra, «se apoderó de los supuestos sermones en favor del judaísmo» —para usar el lenguaje del cardenal— porque pensaba a todas luces que un cardenal de la Iglesia Católica condenaba los pogroms antijudíos, Faulhaber, dice textualmente su boletín oficial, «interpuso su decidida protesta contra el hecho de que su nombre se mencione siquiera en una conferencia en la que se exige el boicot comercial contra Alemania».

Así pues, el sermón de Faulhaber contra el odio racial era una falsificación. Auténtico era en cambio el sermón en el que el cardenal llamaba en 1933 a Pío XI el mejor y, al principio, el único amigo de los nazis, un sermón que él mismo, gracias le sean dadas, nos ha legado en su boletín archidiocesano. «La mentira personalmente más odiosa contra Su Santidad Pío XI», argumenta aquí Faulhaber en defensa del primer y mejor amigo de la Alemania nazi, «la difundió el primer día de este año un periódico alemán entre sus lectores alemanes: que el papa sería semijudío, ya que su madre habría sido una judía holandesa. Casi veo estallar de indignación a mis oyentes. Una mentira así es especialmente apropiada en Alemania para hacer mofa del prestigio del papa».

Pero ¿acaso lo que para Faulhaber parecía constituir motivo grave de difamación del papa no lo sería a mayor abundancia respecto a Jesucristo, que era judío por entero? O al menos, puesto que según el credo católico Jesús sería «supranacional» por línea paterna, también un semijudío. Según eso último, Jesús sería lo que aquel periódico, el Deutsche Volskschopfung afirmaba «calumniosamente» del Santo Padre: hijo de una judía. ¡Qué peripecia tan clerical y tan impúdicamente ridícula!

Pero por más que Faulhaber calificó en 1934 de mentira impúdica e incluso de «afirmación delirante» su supuesta defensa de los judíos, prohibiendo a la Conferencia Mundial Judía que mencionara siquiera su nombre a la par que ponía en su conocimiento que «él había defendido los textos del Israel Antiguo, pero sin tomar posición respecto a la cuestión judía actual», en la primavera de 1946 se podía leer esto en la prensa alemana acerca de una intervención pública y de una declaración de Faulhaber ante la Comisión para Palestina, organización angloamericana, reunida en sesión en Roma: «como defendió a los judíos desde 1933 fue muy perseguido en el Tercer Reich».

De este modo el «gran anciano» (Baring) sobrevivió, siempre colmado de honores, al rey, al emperador y a Hitler. Fue, ensalza con aplicada devoción C. Amery, un católico de izquierdas, «uno de los obispos más íntegros… plenamente dispuesto a arriesgar su encarcelamiento o su martirio». «Una figura líder en el episcopado alemán», ensalza ahora la Enciclopedia Católica de Herder, «muy abierto a las demandas de su época y firme confesor de su fe…». Realmente nadie lo podría negar, ni su posición dirigente, ni su apertura a las demandas de la época, ni siquiera su firmeza para confesar su fe: antes de Hitler, estaba en contra de él; bajo Hitler, a favor de él; después de Hitler, otra vez en contra. Y si el cardenal hubiera vivido más años a lo largo de la época de Adenauer, es seguro que en las bodas de oro de su obispado nos habría hecho saber en un escrito-homenaje con qué tipo de fusil había hecho su instrucción… (V. más adelante).

Hasta su entierro fue tan grandioso como su vida. «Desde la muerte del príncipe-regente hace 40 años, desde el sepelio de la pareja real hace treinta, Múnich no había vivido unas exequias así. Eran cientos de miles los que se ponían en cola a la espera de poder ver una vez más al difunto cardenal». ¿Por qué esa «grandiosa profesión de veneración y apego, de amor y gratitud?». Porque «el cardenal, como gran pastor de almas, como amonestador impertérrito y confesor, como luchador en pro de los valores supremos de la fe, de la moral y del derecho se convirtió en una autoridad que irradiaba mucho más allá de las filas de los creyentes. También radicaba en el hecho de que el cardenal era un representante perfecto (!) de la alta dignidad que distingue a su cargo… encarnación de la auténtica dignidad, que impone respeto… Realmente se había convertido en una figura prócer».

También los otros próceres imponían respeto, todos ellos rebosantes de dignidad como Faulhaber.

Ahí tenemos, verbigracia, al arzobispo Gróber, el «obispo pardo», quien, siguiendo las reglas al uso, todavía a lo largo de todo el verano del 45 designaba a los aliados como «el enemigo», para asegurar poco después, acabada la guerra, que se había granjeado tales antipatías entre los nazis que éstos habían planeado crucificarlo en el portal de la catedral de Freiburg. Y en una carta pastoral con fecha del 1 de agosto de ese mismo año fustigaba el hecho de que «a hombres encanecidos en los campos de concentración se les hubiera torturado hasta hacerles saltar la sangre y apaleado sádicamente hasta causarles la muerte sólo porque tenían carácter y no querían sacrificar a la locura del Tercer Reich la fidelidad a sus convicciones». Gróber, en cambio, puso de manifiesto su carácter mediante otro escrito pastoral del 21 de septiembre de 1945 en el que remitía a la «opinión mundial» el elogio que el papa hacía «justamente de los obispos alemanes… “que nunca se olvidaron, ni siquiera en los últimos años de guerra, de alzar su voz de manera seria y valerosa”». Sí que la alzaron: ¡por Hitler y por su guerra!

Y no fue el último en hacerlo el mismo Gróber, cuya archidiócesis de Freiburg aportó 1,3 millones de marcos durante los primeros meses de guerra y de quien una «Encuesta sobre las contribuciones extraordinarias de la Iglesia durante los primeros 15 meses de guerra» relativa al arzobispado de Freiburg deja constancia de que «El reverendísimo Sr. Arzobispo ha publicado en el boletín oficial de la archidiócesis, entre el 1 de septiembre de 1939 y el 31 de diciembre de 1940, no menos de 17 cartas pastorales, breves y extensas, exhortando a la abnegación y al arrojo, todas las cuales fueron leídas desde los púlpitos». Y también: «Durante todo el período de guerra, el reverendísimo Sr. Arzobispo ha pronunciado innumerables sermones, discursos y alocuciones con motivo de las grandes festividades y en otras ocasiones como confirmaciones, reuniones de sacerdotes y laicos etc. En todas ellas alentó al fidelísimo cumplimiento del deber frente al estado y frente a la comunidad del pueblo».

Mártires como Gróber, como Faulhaber y como el resto de los prelados —y junto a ellos su guardia de teólogos— no acabarían ni en este siglo, ni siquiera en el venidero, de ‘hacer apologías, de blanquear sus vidas. Y son, sin embargo, gente digna de haberse sentado en el banquillo de los acusados de Nurenberg por haber exhortado incesantemente a luchar y morir por Hitler y su estado con las frases más sacrosantas, «una y otra vez», «con satisfacción» (V. cap. sobre la agresión a Rusia). Y estos «corruptores blasfemos del pueblo», estos «predicadores de la fosa común», como los llama el católico Fleischer, «con tiara y báculo», que en los tiempos del Führer cultivaron «el más burdo embobamiento clerical del pueblo», el peor «envenenamiento de almas» hasta el crudo final; estos mismos personajes se presentaban ahora, el mismo año en que acabó la guerra, con poses de mártir ante las ovejas de su grey, cubiertos de sangre hasta arriba (¡pero no de la suya propia!) y declaraban: «¡Queridos diocesanos!… Los obispos alemanes, como vosotros mismos sabéis, previnieron seriamente desde un principio contra las doctrinas y los caminos extraviados del nacionalsocialismo y llamaron siempre la atención acerca de las desdichadas consecuencias que tenía que acarrear la lucha contra la fe, el cristianismo y la Iglesia…». Los mismos obispos que apoyaron a ese estado nacionalsocialista a lo largo de doce años y que no publicaron ni una sola palabra contra él o contra sus campos de concentración, lo tildaban ahora, siguiendo el ejemplo del papa, de «espectro satánico» y fulminaban contra él desde sus púlpitos el epíteto de «monstruo», censurando el «trato inhumano» que infringían en aquellos campos a personas, en su mayoría inocentes, considerando que «el aborrecimiento y la condena de todo corazón de aquellas fechorías era un deber natural, serio y sagrado». Los mismos pastores que durante años empujaron a millones de las ovejas de su grey al matadero de las batallas ordenadas por Hitler, que las exhortaban por añadidura a hacerlo «todo», a luchar hasta entregar su vida, hasta la última gota de su sangre, se referían ahora a la «horrorosa» guerra, a la «más espantosa de todas las guerras». Es cierto que casi se saltaban por alto los «casi tres millones de caídos» pero escribían tanto más untuosos que «Estremece nuestro corazón el tremendo trance por el que pasan nuestros prisioneros de guerra. La inextinguible nostalgia de la patria corroe día a día lo más profundo de su alma». También compadecían entrañablemente al «gran número de niños huérfanos y abandonados… que la guerra dejó tras de sí» y apelaban a los supervivientes a «ingresar en las filas de las asociaciones asistenciales católicas que se ocupaban de ellos». ¡Organización fabulosa: primero asistencia espiritual castrense a los padres camino del matadero; después asociaciones asistenciales para los niños de los sacrificados!

¡Qué sentida era su compasión! Conocían la miseria. «Son millones los que la guerra dejó sin fortuna ni hacienda. A otros tantos millones la postguerra los expulsó de su patria y de su hogar. Puede que uno de cada tres alemanes esté hoy en la miseria total y de los otros dos tercios muchos apenas tienen lo necesario». «El cuerpo de nuestro pueblo sangra hoy, en verdad, por mil heridas. La penuria de viviendas, la penuria alimenticia, la penuria de carbón y la escasez de todo lo más necesario en la vida cotidiana hacen la vida penosa e insufrible». Así se lamentaban los arzobispos y obispos de Alemania, reunidos ante la tumba de San Bonifacio, en una Carta de consuelo y advertencia (otra vez la misma cantilena) escrita «con la sangre de nuestro corazón» ¡Demasiado conmovedor! Tanto más si —teniendo como tras-fondo sus actividades entre 1933 y 1945— se saborea hasta el fondo el leitmotiv, artificiosamente repetido, de la carta:

«La tribulación es grande, tremendamente grande. La pena es grande, tremendamente grande, para el cuerpo y para el alma… La tribulación es grande, tremendamente grande… La sola ayuda humana fracasaría forzosamente. Desde esta hora oscura miramos hacia Cristo… Queridos diocesanos. La tribulación es grande, tremendamente grande…».

Al mismo tiempo, conscientes de su parte de culpa y de su complicidad, abogaban por la «nación sin voz», como decía jactancioso un jesuita, pero «contra la anarquía y la arbitrariedad». Pero, eso sí, durante la guerra hitleriana, en medio de los «horrores de una guerra de seis años», como decían ahora en tono lastimero, con sus «aterradoras experiencias en los frentes» no vieron nunca anarquía ni arbitrariedad: Todo ello sucedía para ellos en el nombre del orden, eso incluso a principios del 45. Ahora, sin embargo, protestaban unánimemente contra las consecuencias de una política belicista que todos ellos apoyaron. Ahora estigmatizaban la «expulsión, llevada a veces a cabo a toda prisa y con indecible dureza, de millones de alemanes del Este, ese desheredamiento de la casa y el terruño», trance «que supera cualquier descripción. La muerte por inanición ha recogido ya abundante cosecha y aún la recogerá más abundante». Ahora querían «asaltar con sus preces al Dios del sumo poder y la suma bondad para que haga posible el retorno de todos aquellos que añoran su vieja patria…».

Sí, ahora querían que todo fuera reversible, en caso necesario, incluso con su poco de violencia. ¿Tal vez, con un poco de «diplomacia nuclear»? ¿Acaso no se había cometido aquí una injusticia? Hasta el «luchador de la resistencia» Von Galen acentuaba en 1946 la parte buena del nacionalsocialismo, cuyos partidarios debían buscar ahora refugio en el seno de la Iglesia Católica. Así habló Von Galen la «Anima» de Roma, dirigida por el obispo Hudal: ¡un portador del distintivo en oro del Partido Nacionalsocialista! (Naturalmente Hudal no pudo ya, una vez perdida la guerra de Hitler, obtener el birrete cardenalicio. Cayó en desgracia. Y cuando tras la muerte del papa la que fue su asidua asistenta nos informa de que «el dramaturgo Hoqcut puso en escena la imagen distorsionada de Pío XII, se habló de que monseñor Hudal le había entregado el material requerido para ello» «¡Como si todo ello no se pudiera hallar por centenares en los archivos y las bibliotecas!».)

Y así como en el país del papa los fascistas siguieron en sus posiciones, también los nazis en el país de los alemanes. Pues también allí eran requeridos para la lucha anticomunista y los obispos se granjeaban grandes simpatías en su entorno por salir en defensa de los antiguos miembros y dirigentes del partido. Y es que ahora, impresionadas por el fiasco, regresaron a la Iglesia muchas personas que la habían abandonado anteriormente: situación que se repite después de cada guerra. Todo eran ruinas y cenizas: La catástrofe, decía un católico, «causaba vértigo: ruinas con rescoldos humeantes que eran al mismo tiempo cementerios masivos, las lúgubres columnas de los millones de fugitivos…». Pero, como decía triunfante el obispo auxiliar Neuháusler, «la cruz se mantenía en pie».

De ese modo había todavía un «agarradero», una «esperanza», y la horrorosa situación era «rica en impulsos pastorales». Todos los alemanes obtuvieron un cuestionario en el que la adscripción religiosa desempeñaba un «papel decisivo». Quien durante la época hitleriana había abandonado la Iglesia, podría ahora, si no quería pasar por incorregible, retornar a ella y refugiarse en la cobertura que ambas confesiones ofrecían generosamente. ¡Gran momento para los oportunistas y cristianos de moda! «Después del desplome total del orden estatal de un sistema totalitario anticristiano», constataba el teólogo K. Forster, «las iglesias eran casi los únicos grupos e instituciones de la vida pública que también habían quedado intactas en su estructura y organización. Esa afirmación valía en medida especial en el caso de la Iglesia Católica… Por todas partes se perfilaba una reorientación mental del pueblo alemán hacia los principios cristianos básicos. Los templos se llenaban. Muchos de los que, movidos por el sistema totalitario, habían renegado de la Iglesia buscaban ahora reingresar en ella. No eran raros los casos en los que personalidades o instituciones eclesiásticas debían asumir responsabilidades frente a amplios sectores de la sociedad civil».

Apenas había actitudes anticlericales y, políticamente, la situación era mucho más favorable para la Iglesia Católica que en 1918. El nuevo partido cristiano llevó más católicos que nunca a los altos puestos de la administración, a los cargos políticos. Y como es natural el clero se aseguró, como siempre en estos casos, de hacer valer sus pretendidos derechos en el estado y en la constitución. «Realmente», certifica el politólogo católico (y ministro de cultura en Baviera) H. Meier, «el momento era muy favorable para semejante empresa». También Forster reconoce de nuevo que «Los católicos tuvieron, sin duda, una fuerte participación en la construcción del estado en las zonas libres de Alemania. Personalidades católicas ocuparon numerosas posiciones directivas y los principios del derecho natural hallaron amplia acogida en la Ley Fundamental de la RFA. La fundación de los partidos de unificación cristiana y la colaboración resultante entre cristianos católicos y evangélicos sacó del ghetto a los católicos políticamente activos en la RFA».

Esa salida del Ghetto tuvo tal éxito que ya en 1948, durante la primera Dieta Católica, celebrada en Maguncia, el padre I. Zeiger hubo de defenderse públicamente contra el reproche de que se estaban aprovechando de la miseria del pueblo alemán. «La Iglesia sobrevive, ciertamente, al desmoronamiento de las obras humanas, pero no prospera sobre las ruinas de los pueblos», aseguró Zeiger en contra de toda evidencia histórica. «El Reino de Cristo no es una planta de ciénaga».

En realidad los ventajistas extrajeron de la «ciénaga» todo lo que pudieron salvar de ella, pues no sólo el clero, también Adenauer tendió su mano protectora sobre los nazis («de antaño»), a quienes, ya durante la República de Weimar, había protegido «durante años». Eso es, al menos, lo que dijo bajo Hitler (V. I Vol.). Después que todo se derrumbó parecía no querer saber ya nada de esos círculos y clamaba así: «¡Tendremos que dedicar la mayor atención a la erradicación del espíritu nacionalsocialista y militarista en Alemania!». Pero poco después el parlamentario inglés K. Zilliacus comprobaba que «El gobierno de Adenauer, como primera disposición, ha posibilitado el que los antiguos nazis se incorporen al funcionariado y obtengan puestos directivos en el actual orden estatal».

Algo que causó asombro incluso en los USA. Ya a finales de 1949 cuatro miembros de la comisión de asuntos exteriores del congreso se expresaron sorprendidos, después de una visita a Alemania, por las «ideas ultranacionalistas de algunas personalidades dirigentes de la Alemania Occidental y por el gran número de antiguos nazis que ocupaban cargos directivos». Un examen de la política de nombramientos del ministerio de AA. EE. realizada por las potencias occidentales en agosto de 1951 dio como resultado que «134 funcionarios y empleados habían pertenecido al PONSA y 138 al ministerio de Ribbentrop, ejecutado como criminal de guerra». Esas cifras sorprendentes —seis años después de la muerte de Hitler— figuran en un libro del corresponsal del Manchester Guardián en Bonn, T. Prittie, libro que, según el comentario de un político inglés, menciona a cada nuevo capítulo «nuevas razones y motivos… para desconfiar de las fuerzas armadas alemanas, de la justicia, de los partidos políticos e incluso del gobierno de la RFA».

El retorno de los nazis fue documentado de forma frecuente y rigurosa. Aquí sólo nos vamos a referir a un caso prototípico: el de un hombre que se incorporó en 1933 al ministerio del interior al ser propuesto al «lugarteniente del Führer» para su ascenso a consejero ministerial por su «descollante participación» en la elaboración de cuatro de las leyes racistas de los nazis. Que tuvo asimismo una «descollante participación» en la extensión hasta Austria de la normativa racista con la consecuencia de 40.000 judíos austríacos cayeran víctimas de la «Solución final». Que una vez vencida Francia veló también por la pureza de la sangre aria de los franceses y se mantuvo en su puesto del ministerio del interior hitleriano a pesar de que otro colega suyo abandonó el suyo por los problemas de conciencia que le creaba la gasificación de judíos. Un hombre que figuraba en el puesto n.º 101 de la lista de criminales compuesta por los aliados y que en su interrogatorio ante el tribunal de Nurenberg confesó ser el inventor de los nombres de pila adicionales para judíos, «Israel» y «Sarah». Que declaró que «Yo sabía que se estaba aplicando sistemáticamente el exterminio de los judíos». Este hombre desapareció después de acabada la guerra en el monasterio dominicano de Walberger (al que pertenecía Pater Welty, uno de los 18 participantes en la conferencia fundacional del nuevo partido cristiano el 17 de junio de 1945 en Colonia y también uno de los teólogos que legitimaron la bomba atómica) y desde aquí fue a parar al antedespacho de Adenauer desde donde, convertido en uno de los hombres más poderosos de Alemania Occidental, promovió durante muchos años la confesionalización de la vida pública propugnada por el cardenal Frings. Un hombre que en sus dictámenes adjuntos a las actas personales nunca se olvidaría de añadir esta anotación: «además es un cristiano practicante». Ese hombre era el secretario de estado, H. Globke, hombre de los nazis, del canciller católico y de la Iglesia Católica, de la que ya era hombre de confianza en el Reich de Hitler.

A la casa de Globke acudía muchas veces como invitado el encargado de negocios de la conferencia obispal de Fulda, el prelado W. Bohier, que por aquellos tiempos encarnaba la actividad política interior y, en mayor grado aún, exterior del catolicismo alemán. Ningún obispo alemán tenía entonces tanta importancia política como él. Con más frecuencia aún que con Globke conferenciaba Bohier con diputados, especialmente con A. Süsterhenn, en su momento una de las «figuras clave» del consejo parlamentario. Ambos departían sobre las «cuestiones ideológicas» del nuevo orden constitucional: derecho paterno a la educación, protección de la familia, libertad de conciencia o religión, impartición regular de la religión según el plan de enseñanza (sector en el que Bohier estaba especializado), cuestiones del concordato del Reich y de los Länder federados, relaciones entre Iglesia y Estado etc.

Este sacerdote, uno de los consejeros políticos más importantes del cardenal Frings, mantenía contactos con las altas esferas de la Iglesia así como con los círculos políticos de máxima influencia. Atendía a tal cúmulo de contactos personales que se le tenía, en ese plano, por un «genio».

Participó en la elaboración de la constitución, fundó una Oficina Católica en Bonn y también una casa club para políticos y científicos. Fue cofundador de la Agencia Católica de Noticias, el Círculo de Trabajo Político de las Asociaciones Católicas etc, a la par que consagraba, al igual que Globke, sus mayores esfuerzos a la política de nombramientos para altos cargos. Apenas acabada la guerra entró en contacto con el episcopado francés, pero sus relaciones con los políticos franceses eran aún mejores, actuando aquí de mediador al servicio de Adenauer, de quien era además consejero. Es más, Bóhier hablaba directamente con Pío XII sobre cuestiones alemanas, es decir a espaldas de la secretaría de estado vaticana, de modo que tras la muerte del papa hubo tensiones entre él, Bóhier y aquella secretaría. En suma, este hombre fue de «la máxima importancia para consolidar las posiciones católicas en el estado y para garantizar la influencia católica en la vida pública». En pago a sus múltiples servicios Pío XII lo nombró prelado doméstico en 1948 y protonotario, en 1952. En 1956 le concedió el tratamiento personal de «Excelencia».

Adenauer mismo, de quien el Times londinense afirmaba que «La Iglesia susurra suavemente al oído de Adenauer y éste la escucha atentamente», se había aconsejado muy bien de los jerarcas católicos antes de entrar en la vida política de la postguerra. Pues, en su opinión, esa vida debía tener una clara impronta cristiana. Estaba convencido desde un principio de que «un partido fundamentado en los principios básicos de la ética cristiana posee la máxima capacidad de pervivencia frente a los vendavales políticos». A ese respecto la pervivencia le interesaba, de seguro, bastante más que la ética cristiana, por más que abordara ese tema de los «principios básicos» con gran frecuencia, pero formulándolos siempre en términos muy abstractos y vacuos, como hacen los papas. Y por supuesto que la capacidad de pervivencia suponía en todo caso esto: tener la mayoría. De ahí que Adenauer, también desde un principio, quisiera fomentar los «comunes ideales cristianos». No los de un partido puramente católico, sino los que «puedan asentarse sobre los principios básicos comunes a ambas confesiones».

Una y otra vez, tanto él como la CDU en fase de reclutamiento, resaltaban por aquellos días «lo cristiano», lo «cristiano-moral». «El fundamento cristiano de la Unión democrática es absolutamente necesario y decisivo. En lugar de la cosmovisión materialista, tal y como la que hemos vivido bajo el nacionalsocialismo, debe entrar en vigor la cristiana. En lugar de los principios básicos resultantes del materialismo, los de la ética cristiana. Estos últimos deben ser determinantes en la reconstrucción del estado y en la limitación de su poder; en los derechos y deberes de la persona individual; en la vida económica y social; en las relaciones mutuas entre los pueblos. Sólo la concepción cristiana del mundo garantiza el derecho, el orden, la medida, la dignidad y la libertad de la persona… Consideramos la alta concepción que de la dignidad humana y del valor de cada persona individual tiene el cristianismo como fundamento y pauta de nuestro trabajo en la vida política, económica y cultural de nuestro pueblo».

Tanto en sus memorias como en sus incontables discursos, Adenauer no se cansa nunca de encarecer la necesidad del «retorno a los fundamentos de la cultura cristianooccidental, cuyo núcleo consiste en su alta concepción de la dignidad humana». ¡Sí, sobre el papel! En la lucha competitiva, en la lucha de clases, en los campos de batalla de la historia universal las cosas tienen un aspecto muy distinto. Pues a esa «alta concepción de la dignidad humana» se la conjuraba, cabalmente, con especial frecuencia cuando se quiere aniquilar a esa persona y toda su dignidad en las guerras desatadas contra no importa qué «poder demoníaco», designado con todos los nombres posibles a lo largo de dos milenios, algunos de ellos, incluso, muy cristianos y hasta católicos, aunque en los días de Adenauer, claro está, sólo lleve uno determinado. Pues toda esa banal palabrería cristiana se apoyaba de hecho «en la convicción de que sólo un gran partido fundamentado en la concepción del mundo cristianooccidental y nutrido por los principios básicos de la ética cristiana podría cumplir con la necesaria misión educadora entre el pueblo alemán, lograr su renacimiento y establecer un sólido dique frente a la dictadura comunista y atea». «Para conjurar el peligro de la expansión comunista es necesario oponerle en Alemania un partido que sustente una concepción del mundo basada en los principios básicos del cristianismo».

De esta manera Adenauer se convirtió en el hombre del papa, quien hasta entonces y a partir de su antigua estancia en Alemania sólo lo conocía como un cínico, en lo cual debiéramos darle la razón. Ahora, sin embargo, podía constatar hasta qué punto las opiniones de este «cínico» en política exterior, especialmente su anticomunismo intransigente, coincidían con las suyas propias. «A partir de ahí puso especialmente sus esperanzas en el jefe de gobierno germanooccidental viendo en él a uno de los pocos políticos occidentales con disposición y capacidad para oponerse al comunismo aunando las fuerzas del occidente».

A ello se añadía el hecho de que Adenauer había incluido de antemano en su «programa» la promoción y la cooperación con las iglesias. El punto 5, verbigracia, reza así «Protección de las iglesias cristianas y de las sociedades religiosas. Desplegarán su actividad libremente. Cooperación de las confesiones cristianas sin merma de su autonomía y vida propias. Cooperación activa entre las iglesias y el estado». El mismo Adenauer observa al respecto: «La leal cooperación entre el estado y las iglesias era una de las exigencias básicas de nuestro programa. La educación estatal debía cultivar cuidadosamente el respeto por las iglesias y éstas el respeto por el estado. Las confesiones cristianas debían cooperar en la vida pública preservando plenamente su carácter y fisonomía particulares».

Todos debían, pues, cooperar y la mayoría cooperó verdaderamente. Y sobre todo cooperó —al igual que hizo bajo Hitler de cuya lucha eran continuadores en este aspecto— contra el socialismo y el comunismo. Nadie lo deseaba tanto como la Iglesia católica, que había iniciado esta batalla incluso antes que Hitler y para cuyos prelados no había nada tan temible como un eventual deslizamiento a la izquierda, una proletarización total de la sociedad. De ahí que dirigieran una carta confidencial a Eisenhower rogándole poder tomar parte en el restablecimiento del orden burgués al lado de los aliados. A despecho de ello, el episcopado se mantuvo en un decente segundo plano en esta «fase de reconstrucción». Es más, aparentemente se retiró de la política dejándola por entero en manos de «seglares» cristianos y católicos, algo que le resultaba bien cómodo puesto que éstos perseguían o tenían que perseguir en lo esencial los mismos objetivos que ellos.

Pero ya antes, incluso, de la fundación de la RFA los obispos declararon en un mensaje pastoral cuáles eran sus auténticas pretensiones. La obra estatal de reconstrucción no estaba, ni mucho menos, consumada. Se hallaba, más bien, ante una nueva fase rica en decisiones. «Queremos velar para que los sillares de carga sean ungidos por el profundo respeto hacia Dios y no sean colocados en la sombra de la lejanía de Aquél. Cada piedra de esa construcción ha de ser labrada y colocada según los planes de la divina edificación… Hemos de saber como cristianos que una nueva configuración de la vida social y económica así como la seguridad del trabajo y del trabajador han de ser asentadas sobre el único fundamento firme que nos es dado: Cristo». Y acto seguido insinuaban sus deseos respecto de la prensa y la radio, del teatro y el cine. Pues «no es indiferente saber cómo se escribe un guión de cine y cómo se representan los papeles en el rodaje. Al cristiano no le puede ser indiferente qué clase de periódicos lee y apoya con su dinero. Sería bueno que la comunidad de oyentes de la radio…», etc. Querían tener voz en la «censura del cine», en la «protección de los jóvenes», en la «escuela confesional» y, por supuesto, en «la educación de vuestros hijos». ¿Había algún ámbito donde no reivindicaran tener voz?

Son siempre insaciables. He aquí lo que importa: que sus deseos sean satisfechos. De ahí que siempre hicieran política a manos llenas y muy especialmente antes de cada elección.

Ya en su mensaje electoral del 14 de agosto de 1949 volvieron a repetir, por lo pronto, cuáles eran sus intereses primordiales: la solución de la cuestión social, la protección de los jóvenes y del pueblo ante la «inmundicia y la bazofia» —véase lo que ellos entendían como tal en la I G. M. (Vol. I)—, instrucción pública, educación religiosa del conjunto de los niños («En este punto habrá que mejorar o ampliar adecuadamente la constitución»), la relación entre el Estado y la Iglesia, especialmente la «desproletarización de las masas». De todo ello depende «el bienestar o la desdicha de nuestro pueblo…». Y por supuesto, también del derecho al voto. «El derecho al voto se convierte en el deber de votar». Y a este respecto se insinuaba claramente por quién había que hacerlo: «Por aquellos hombres y aquellas mujeres… que en su actividad política se dejan guiar por convicciones genuinamente cristianas y por su profunda responsabilidad ante Dios» («Dios» son ellos). Aquellos que «De forma consecuente quieren hacer valer tanto el derecho natural como los principios básicos del cristianismo en el conjunto de la vida de nuestro pueblo». No deberían, a todas luces, ser elegidos aquellos «diputados que sustentan concepciones del mundo socialistas o liberales» porque «no han mostrado ninguna comprensión frente a algunas exigencias esencialmente cristianas». A renglón seguido declaraban que «La Iglesia está al margen de cualquier partido», una arraigada mentira habitual y prácticamente consagrada en el altar. Después dejaban la decisión a la conciencia del elector cristiano exhortando como conclusión: «No olvidéis de que con vuestra decisión tendréis que responder ante Dios, ante vuestros hijos y ante el futuro de vuestro pueblo».

¡Y no olvidéis que también llamaban a votar en las elecciones hitlerianas! ¡Y también a ir a las guerras hitlerianas!

Semejante fue también la tolerancia que demostraron a raíz de las elecciones parlamentarias del 6 de septiembre de 1953. Nuevamente dejaron a la libre decisión del elector cristiano emitir su voto «a partir de su conciencia cristiana», previamente «alertada» por ellos, asegurando además con toda seriedad que «Las elecciones decidirán también si el futuro será cristiano o anticristiano». Y en las elecciones parlamentarias del 15 de septiembre de 1957 se remitieron en lo esencial a esta aserción de Pío XII: «Cada cual ha de votar según el juicio de su propia conciencia. Es claro, no obstante, que la voz de la conciencia ordena a todo católico sincero a dar su voto al candidato o a la lista que ofrezca garantías suficientes para la salvaguarda de los derechos de Dios, de la familia y de la sociedad según la ley de Dios y de la doctrina moral cristiana».

Este sabio consejo de Pacelli —que por lo demás mostraba drásticamente que la conciencia personal de un católico sincero es la propia Iglesia— fue difundido por las organizaciones católicas seglares durante dos décadas antes de cada elección al parlamento federal, a los regionales y a los consejos municipales. Y esto lo entendía hasta la oveja más lerda de la grey, tanto más cuanto que el episcopado y sus siervos veneraban en voz cada vez más alta a su ídolo, celebrado como «gran estadista cristiano». «A lo largo de unos 20 años», escribe F. Spotts en su detalladísima investigación sobre Las Iglesias y la política en la RFA, «la Iglesia Católica y sus organizaciones seglares consiguieron soldar en un bloque a la mayoría de los católicos. Los hicieron incondicionales de la CDU, les impusieron la política del partido, redujeron al silencio a quienes disentían de ello en sus propias filas y libraron una batalla ideológica contra los liberales y los socialdemócratas. La importancia de las consecuencias políticas de esta conducta apenas si puede ser exagerada, sobre todo cuando se piensa en las peores de ellas, en las relativas al rearme alemán, al que Adenauer se determinó inducido por tres factores: la consecución de la “soberanía”, la “seguridad” frente a la “zona soviética” y la consecución de una “Federación Europea”».

Ahora bien, los alemanes, lo cual es harto comprensible, no hallaban ya el menor gusto en dejarse embutir en uniformes militares y menos aún en lo que suele ser su resultado final: en dejarse achicharrar de nuevo con ellos. El mismo Adenauer insiste a menudo (en parte, probablemente, para hacer resaltar en mayor medida su «proeza») en el «derrotismo» de aquellos años, se queja de que desde el hundimiento estrepitoso «se venía difamando el servicio militar», de que una contribución alemana a la defensa europea era algo «paladinamente impopular», «de que la abrumadora (!) mayoría del pueblo mantenía una actitud totalmente (!) negativa respecto a la puesta en pie de un nuevo ejército alemán». «Yo entablé distintas conversaciones con personalidades de todos los círculos populares y quedé estremecido por las dimensiones de la pérdida de capacidad de resistencia interior». Adenauer concede que «pese a todos los esfuerzos del gobierno federal y de los partidos de la coalición» el rearme «para la defensa de Europa era muy impopular en el pueblo alemán», pero que era «absolutamente necesario… que el pueblo alemán, al menos en su clara mayoría, diera su sí a esa contribución defensiva». «Era necesario que pasara algo para que se produjera un cambio psicológico en la mayoría del pueblo».

En esa situación decisiva, en la que ni el gobierno ni los partidos de su coalición, «a pesar de todos sus esfuerzos», conseguían dar un paso adelante; en la que nadie ni nada era capaz de hacer mudar de opinión a la población, la Catholica saltó a la brecha. Así pues, la misma Iglesia que alentó demencialmente la primera guerra mundial y que durante la segunda también azuzó a millones de soldados hacia la muerte, empujó ahora de nuevo a las armas con recursos de toda clase y con todo el peso moral que, por absurdo que sea, poseía y posee. En ese trance crucial, dispensó a Adenauer «su apoyo ilimitado e incondicional desde el principio o incluso desde mucho antes».

Los mismos obispos que promovieron hasta el final la política de Hitler, delictiva a escala universal, se convirtieron de la noche a la mañana en seguidores de los adversarios de aquél. A este respecto no hacían otra cosa, al igual que el papa y los generales alemanes, que proseguir el mismo trabajo y en la misma dirección. Gracias a su influencia se las arreglaron para tutelar una vez más a sus creyentes y uncirlos al carro de los viejos (y falsos) valores. H. D. Bamberg no tiene la menor duda de que «la Iglesia Católica es la máxima culpable de que en Alemania Occidental la liberación del fascismo en 1945 no fuera en absoluto valorada como tal, sino como derrota de la causa propia, que quizá no era tampoco tan mala, por el cerco de los enemigos, especialmente los del Este. La capacidad de “condolencia” por lo sucedido y, no digamos, de confesar la propia culpa, como hizo la Iglesia Evangélica, tenía que ser algo extraño para ella, acostumbrada a estar siempre al lado de los poderosos cuando creía, erróneamente, estar del lado “del derecho” y “del bien”. Mientras que el pueblo católico estaba totalmente paralizado y abierto a cualquier política de aceptación pacífica de la situación surgida por culpa de la guerra de Hitler y a la coexistencia pacífica con todos los estados y todos los sistemas sociales, desde arriba le llegaba la vieja y familiar panacea del orden, del deber, del honor, del Occidente y sus valores, del enemigo, que está en el Este. El que actualmente entre un 65 y un 70% de los puestos directivos de la economía provengan de organizaciones nazis y que la situación sea similar en el generalato; el que se practique una política de rearme y de revancha, hostil a la paz, son hechos que se producen entre otras cosas por los vínculos religiosos de las bases ciudadanas, que en otro caso, lo habrían tal vez impedido. Resultó en todo caso muy favorable para los dominadores de entonces y de hoy el que la guerra de los fascistas nunca fue analizada de forma racional y accesible a la amplia opinión pública, sino que se volatilizó con la apariencia de lo inevitable por fatídico. Basta leer al respecto las alocuciones del arzobispo de Padeborn antes y después de 1945… Uno se pasmará al ver con qué imperturbable seguridad en sí mismo se convierte a los viejos enemigos de los occidentalistas autoritarios e imperialistas en causantes de la guerra: al liberalismo y al socialismo y a todos los que no creen en el Dios cristiano. La fronda de la derecha volvió a reponer rápidamente sus filas tras el año 45 con la misma leyenda, aunque ahora más suavemente sugerida, que se difundió insidiosamente tras la I G. M. la de la “puñalada por la espalda”, y con exigencias, ya no tan suaves, de más tierra y más poder… Los nuevos occidentalistas, que agitaban en el umbral previo a la remilitarización, eran católicos» El presidente de la conferencia episcopal alemana, el cardenal Frings de Colonia, había expresado, apenas acabada la guerra, su anhelo de un occidente de impronta exclusivamente cristiana: léase exclusivamente católicorromana. Ya en 1946 encomiaba a Alemania Occidental como baluarte contra los soviéticos y, en general, contra todas las invasiones eslavas, y en 1948, en la Dieta Católica de Maguncia, propagó la consigna de que «El enemigo está a la izquierda». Ya unas semanas antes de que Adenauer dirigiera su escrito a los gobernadores militares aliados y bastante antes de que su gobierno diera su asentimiento a una contribución alemana a la defensa de Occidente, Frings clamaba en favor de una «conducción de la guerra dirigida contra la injusticia», en pro del restablecimiento del consabido orden divino, incluso si ello requiriese «la fuerza de las armas».

En marzo de 1950 las cuestiones del rearme de Alemania, de su entrada en la NATO y de la lucha contra la objeción de conciencia se convirtieron en tema central de una conferencia que agrupó en Roma a los cardenales Frings, Preysing y Spellman. Y ese mismo año, Frings, miembro de la CDU desde el 1948, fue el primero en exigir públicamente el rearme de los alemanes en una nueva dieta católica, aunque con ello no hacía, por lo demás, otra cosa que atenerse de hecho a lo dicho por Pío XII en su mensaje navideño de 1948: «Un pueblo amenazado por un ataque injustificado… no puede, si quiere obrar cristianamente, mantenerse obstinadamente en una indiferencia pasiva y la solidaridad entre la familia de los pueblos prohíbe aún más a los restantes refugiarse en una neutralidad insensible y permanecer como simples espectadores». Más vale, pues, una guerra sensible que una neutralidad insensible. ¿En el mismo momento en que «amenaza» un ataque injustificado? ¿O incluso cuando uno «se cree» amenazado?

«El papa no deja el menor resquicio a la duda sobre el hecho», dijo Frings en la Dieta Católica de Bochum, «de que permitir que se cometa una injusticia sobre alguien por temor a la guerra constituiría un sentimentalismo repudiable, un humanismo quimérico y extraviado. Según la concepción del papa, pues conducir una guerra dirigida contra la injusticia no solamente es un derecho, sino también un deber de los estados… La paz auténtica sólo puede asentarse sobre el orden divino. Donde quiera que éste sea atacado, los pueblos deben restaurar el orden destruido incluso por la fuerza de las armas».

Semper ídem.

El orden divino está representado por el papado. ¡Lo lleva en su rostro!

Ya al domingo siguiente una carta pastoral del cardenal leída en todas las iglesias de la diócesis de Colonia subrayaba que él había hablado totalmente de acuerdo con la opinión del papa. Frings declaraba también que «la propaganda en favor de una objeción de conciencia ilimitada contra el servicio militar no era compatible con las ideas cristianas y que también caen en error quienes la inculcan a la juventud». Del mismo tenor era un mensaje pastoral en febrero de 1951:

«Ciertamente, quien quiera la paz debe estar dispuesto a la defensa de la paz… dispuesto a cualquier sacrificio». Y en 1952 Frings decía alborozado: «La realización del ideal de una reconstrucción del reino de Carlomagno nunca estuvo tan próxima como lo está ahora».

Diez años antes, el 2 de abril de 1942 y en plena guerra, se había celebrado el 1.200 aniversario del nacimiento de Carlomagno, usando derechamente a éste como baza de signo antisoviético en cuanto «unificador» de los europeos. Y es que ahora, una vez más, se estaba en el trance de movilizar al «Occidente cristiano» contra el «comunismo ateo». Así pues, el primado germanooccidental soñaba con el restablecimiento del imperio carolingio, del Imperium Christianum, como lo denominaba Alcuino a partir del 798, del «Regnum Sanctae Ecclesiae» (Libri Carolini), que abarcaba la actual Francia, Bélgica, Holanda, Alemania Occidental, La Suiza, la mayor parte de Italia, la Marca Hispánica y Córcega: en total 1,2 millones de kilómetros cuadrados. Y vale la pena hacer constar que casi todos los territorios del nordeste y del sur, cientos de miles de kilómetros cuadrados de este «Imperio de la Iglesia», los había conquistado el santo rey en 46 años de gobierno y mediante 50 campañas militares: «siguiendo nuestras exhortaciones», como comentaba el papa Adriano.

También se celebraron «grandes» jubileos de la historia occidental. Tres años más tarde, en 1955, la conmemoración milenaria de la batalla de Lachfeid, librada el 955 contra invasores sedientos de botín, «enemigos del Reino de Dios, “mensajeros del infierno”, paganos que amenazaban inundar el espacio vital cristiano y ponían en peligro la fe cristiana». Y en 1555 se había concluido en Augsburgo una paz entre religiones, una «unión» entre protestantes y católicos, en «una época de apremio latente por parte de los turcos», —ahí tenemos otra amenaza diabólica y anticristiana— «conmemoración… que transporta nuestra imaginación hacia Berlín, pues fue la solidaridad entre los aliados occidentales y los alemanes la que convirtió, ya hace diez años, a esta ciudad en el rompeolas donde se estrelló la marea del Este…». Sería imposible criticar o condenar a los vencedores de los húngaros en el año 955, quienes «juntamente con sus ganados defendieron sus catedrales, por haberlo hecho con el filo de la espada». También los días de la «profesión de fe» de Augsburgo en 1955 se convirtieron, en virtud del «impetuoso testimonio del pueblo reunido», en un «rechazo del derrotismo de las “conciencias vacilantes”». Y el jesuita Gundlach, hombre muy próximo al papa y justificador de la misma guerra atómica, que acudió a toda prisa desde Roma, lanzó este llamamiento al pueblo cristiano; «Europa no se hizo grande por sus masas (sic), sino por la buena conducción de sus masas.»

Ante unos húngaros y unos turcos diabólicos, ante unos soviéticos no menos diabólicos, ¿cómo oponerse a que los occidentales, de angélica inocencia, echen mano de las armas?

También el versátil cardenal Faulhaber —verdadero prototipo en su especie— hizo una vez más su aparición. A fin de cuentas había sido obispo castrense en la I G. M. y en calidad de tal había provisto a sus «conmilitones del frente de munición homilética» «apoyado del modo más caluroso por los dignísimos episcopados alemán y austríaco». Él había calificado de «moral demoníaca» el carácter de la democracia occidental y de «legiones del Señor» y de «custodios y vengadores del orden divino» a los soldados alemanes. Lo que el profeta dijo de Cristo: «La fidelidad será el ceñidor de sus lomos», lo citó parejamente con la canción militar «¡Que nuestra enseña ondee en lo alto y que nuestras filas se aprieten en su torno!». Este pastor de almas mandó publicar en 1936, en plena dictadura hitleriana, un escrito conmemorando el 25 jubileo de su obispado, escrito de unas 100 páginas de las que 24 están dedicadas a su época de soldado y en las que no sólo deja puntual constancia de todos sus ascensos a partir de su rango de cabo, sino que también nos informa acerca de la marca de fusil con la que hizo su instrucción el futuro príncipe de la Iglesia, pues el «tiempo de servicio con la casaca militar del ejército real… era una escuela para la vida». En definitiva, Faulhaber había mandado a la muerte, con sus cartas pastorales, a los católicos tanto en la primera como en la segunda guerra mundial y por ello, en los comienzos del rearme alemán, Faulhaber se podía permitir elogiar sus propias experiencia de combate, un rico venero de sabiduría y vivencias, (plasmado especialmente en su Espada del espíritu. Sermones de batalla en la guerra mundial) del modo más obvio y elocuente ante los soldados del ejército federal…

Como consecuencia de ello, él mismo fue coreado jubilosamente como «nuevo Moisés», como «archiobispo» inolvidable, como «León de Múnich», como «valeroso cardenal Fualhaber», como «ángel de los alemanes»: «Al igual que Pío XII, el papa prodigioso, el cardenal Faulhaber aparece a la altura del ideal de obispo: ¡incluso en edad avanzada está abierto a la vida juvenil como un muchacho! Vox temporis vox Dei: impertérrito ante el paso del tiempo, sin alejarse ni un paso de lo eterno, sin dejarse arrebatar por la seducción de los proyectos temporales y, sin embargo, próximo y abierto a su época. Receptivo, en todo momento, no sólo a la buena tradición, sino también a la innovación que la mejore».

El arzobispo Jáger de Padeborn, otrora capellán de división del «Führer», había desvariado en su momento hablando de la protección de la cristiandad y manifestando, incluso, su simpatía por la ultrajante designación nazi referida a los eslavos, los «infrahumanos», hasta el punto de que en 1942 no tuvo empacho en afirmar que a causa de su hostilidad para con Dios y su odio a Cristo los rusos habían degenerado hasta ponerse, casi, al nivel de los animales. El 27 de marzo de 1946 Jáger declaró (juntamente con sus colegas de las provincias eclesiásticas de Padeborn y Colonia) que el «Reich nacionalsocialista había impuesto una dominación arbitraria que conculcaba los derechos de la persona individual. Nosotros (!) abrigábamos la esperanza de que después del hundimiento del nacionalsocialismo… se aplicaría un correctivo severo a todos aquellos culpables de los crímenes que, en proporciones aterradoras, fueron perpetrados en las personas de miembros de otras naciones». Crímenes que el mismo Jáger apoyó por cierto. No obstante lo cual, en 1957 exigió nuevamente el «cumplimiento… actualizado de los ideales de las cruzadas». En 1962 celebró la «caballerosidad de los soldados», «su ánimo imperturbable»… y en 1965 obtuvo el birrete cardenalicio. (Correg).

Y así como Frings, Faulhaber, Jáger, así como sus antecesores exigieron, en defensa de la amada patria, algunos ya en la época del Kaiser, y todos ellos en la del Führer, dar hasta la última gota de sangre (de los demás), ahora, en 1953, una carta doctrinal del episcopado alemán establecía que el estado «de exigir de sus ciudadanos que presten su contribución en defensa de su existencia, incluso hasta dar su vida si aquél se halla amenazado por un atacante injusto». Y en 1954, para la Conferencia Episcopal de Fulda «el rearme de la patria alemana… era una exigencia necesaria para todo cristiano, pues hay que defender el occidente cristiano contra el peligro del bolchevismo, contra ideologías diabólicas que quieren destruir el cristianismo y la Iglesia por todos los medios…».

Todo se volvía a repetir como siempre, como en 1933: los pastores llamaban y las ovejas obedecían. Tiene razón F. Spott al afirmar que «la jerarquía católica se anticipó un buen trecho a los restantes grupos de la sociedad alemana en la recomendación del rearme». Al mismo tiempo prohibieron a todas las «sociedades pacifistas» católicas, nacionales o extranjeras, defender por principio la objeción de conciencia para el caso de una «guerra de defensa».

También para los moralistas católicos había sonado la hora grande. El teólogo de Würzburg, Fleckenstein, advertía, justamente en unas sesiones de la sociedad Pax Christi que «La objeción de conciencia absoluta es incompatible con la doctrina de la Iglesia Católica y además, pecado». Su colega de Múnich Monzel aleccionaba que «¡La voluntad de querer seguir vivo a toda costa es un principio anticristiano e inmoral!» El profesor de Ética W. Schöllgen, quien en 1936 sacó a relucir al filósofo oficial de la Iglesia, Tomás de Aquino, en defensa de la teoría de la herencia nazi, puso ahora brillantemente al descubierto el carácter legendario del amor cristiano a los enemigos, dio una zurra ideológica a los «pacifistas radicales» y convocó a tomar las armas con sana jovialidad. En su obra ¿No contéis conmigo? ¿No contéis con nosotros? (1951) escribió Schöllgen que «El espíritu no es fuerte a partir de sí mismo, sino que sólo puede vivir cuando se rodea de un muro de poder y de violencia (!)». Una auténtica declaración de bancarrota del cristianismo de la Gran Iglesia. El teólogo M. Laros, que en 1940 prohibió a la carne de cañón católica hacer cábalas acerca de la guerra «justa» o «injusta», pues «lo que el momento exige es que cada cual haga lo mejor confiando en la buena causa de su pueblo», deseaba nuevamente «sentimientos de comunidad étnica» y nada de «escapismos cobardes».

En 1950/51, cuando tan sólo «una pequeña minoría radical» clamaba por el rearme, la mayoría del clero católico estaba ya a favor de éste. En 1952 la Liga de la Juventud Católica de Alemania, con un millón de miembros, apadrinó una nueva criatura, la «Comisión de Defensa»: era la única entidad «con base en las masas» que llamaba urgentemente al rearme. El 11 de noviembre de 1953, esa liga juvenil católica entregó a la Oficina Blank, precursora del futuro ministerio de defensa una «Memoria» sobre la «estructura interna» de las nuevas fuerzas armadas alemanas. Todo ello pese a que el conjunto de la juventud estaba, por lo demás, en clara oposición al rearme y las organizaciones juveniles no católicas o bien lo rechazaban, o bien lo ignoraban. Cuando algunos jóvenes se negaban a simpatizar con los intereses de las potencias occidentales o del gobierno de Adenauer eran objeto de denuncias, de desprecio o de irrisión.

Apenas unos años después, el Fahrmann («El barquero»), la revista de la Liga de la Juventud Católica, podía ya alabar la nueva instrucción militar recién creada: «Esa formación y el entero servicio militar son tareas duras, pero convenientes y justas. En definitiva es la defensa de nuestra patria lo que estamos construyendo. ¿O acaso habrían de ser los americanos o los jóvenes de otros países los que nos siguieran protegiendo año tras año sin que nosotros hiciéramos nada por nuestra parte?». Cuando la revista incluyó ocasionalmente una aportación crítica con el servicio militar, un párroco católico protestaba así: «A los jóvenes católicos no les aprovechan para nada las mamarrachadas, indignas de comentario, propias de intelectuales de izquierdas. En esta época marcada por las amenazas de los rojos resulta más que nunca necesario que los católicos hagamos todo lo posible para educar a los jóvenes en pro de una actitud constructiva frente al estado y sus instituciones. El Fahrmann también debe contribuir a ello».

Pero la liga juvenil católica no era la única en salir en defensa del nuevo ejército alemán. También el «Movimiento E Obrero Católico», el «Movimiento de Hombres Católicos» y el «Comité Central de los Católicos Alemanes» optaron por él, de modo que, bien pronto, las organizaciones católicas se vieron invadidas por una auténtica oleada de escritos propagandísticos cristianos en favor del ejército. Incluso encuentros asamblearios de carácter estrictamente religioso fueron usados, sin el menor escrúpulo, como plataformas en pro del rearme. Pues, como escribía mordazmente el 28 de febrero de 1952 el corresponsal de Le Monde en Bonn «Temas centrales de estas asambleas eclesiásticas, guiadas por el Espíritu Santo, en las distintas diócesis eran, verbigracia, “Cristo y el servicio militar”, “El derecho a la defensa de la patria” etc.».

Aquel mismo año, en la venerable ciudad de Maguncia, Otto de Habsburgo, a quien el Vaticano había reservado tan grandes misiones, abogó por «América y la integración europea». El preclaro orador se podía dispensar ya a priori de hablar del «glorioso pasado», pues incluso en las últimas décadas «nuestro continente había dado al mundo un ejemplo de vitalidad que habitualmente sólo se encuentra en los jóvenes», «incontables pruebas de heroísmo, de coraje, de virilidad individual y colectiva. El heroísmo de los soldados alemanes durante las dos guerras ha suscitado el respeto de amigos y enemigos y ello es especialmente cierto cuando pensamos en aquellos que hace diez años y pese a los errores catastróficos de la inepta cúpula de dirigentes, empujaron al gigante ruso hasta más allá del Volga y dieron después al mundo un ejemplo único de cumplimiento del deber, más allá de toda esperanza, en las trágicas batallas de repliegue. Francia ha dado a la epopeya heroica de Europa los nombres de Verdún y Bir Hakeim… España nos muestra el drama de una guerra civil… digna de las mayores hazañas de la historia, y todo ello por ideas, por ideales religiosos. Austria, después de una lucha desigual e inolvidable contra Rusia en la I G. M. obtiene de nuevo en un segundo frente las grandes victorias de Folgaria y Caporetto… Podría continuar la lista hasta el infinito, pero ¿para qué? Ello nos demuestra que un continente fiel a su heroica tradición… no está en peligro de ser víctima de una decadencia mórbida y deshonrosa».

¡Qué aspectos! ¡Qué ejemplos de «vitalidad», de «cumplimiento del deber», de las «mayores hazañas de la historia»! Pero la revista que publicaba el discurso de Otto, Nuevo Occidente, —al servicio de las «grandes tareas» que se había planteado la «Acción Occidental»— había escrito ya previamente, como es comprensible en un artículo cuyo autor se presentaba sustituyendo su nombre por un triple asterisco, ***, que «A juzgar por todas las manifestaciones procedentes de los USA, esta guerra mundial será con seguridad una guerra librada también con armas atómicas, desde el aire y también desde la tierra. Pero con la misma certeza se puede asegurar que no será una guerra librada con simples apretones de botón como se permitió soñar (!) por algún tiempo una humanidad occidental ya fatigada por el servicio militar general y obligatorio. No serán unos cuantos ingenieros preparados para ello los que aniquilen al enemigo por un simple apretón en un botón de mando. Habrá que movilizar una vez más a masas humanas que tendrán que luchar por la victoria por tierra, mar y aire. Será una guerra de la que nadie podrá eximirse, ni un sólo hogar, ni un sólo taller, ni un sólo laboratorio, ninguna cátedra y ninguna mesa de redacción: será una guerra total» Y el articulista anónimo escribe a renglón seguido: «Una guerra total es, sin embargo, una guerra de desgaste, es decir, una guerra larga en la que las disposiciones en hombres y material parecen inagotables. En último término, una guerra así es una “guerra de todo el pueblo”».

Qué prometedor suena todo ello. Casi arrebatador. Como si fuera un texto de Goebbels: ¡con quien esta gente me compara a mí a veces! Pero para que nadie comenzase a temblar antes de tiempo Nuevo Occidente había traído otra aportación tranquilizadora con el título de El átomo y el miedo: «Hay millones de hombres que preferirían exponerse a la explosión de una bomba atómica a estar en manos de un médico de una prisión soviética. Tras la explosión atómica la muerte viene enseguida a redimirnos. El médico soviético, en cambio, hace que su víctima “viva” con los nervios destrozados y el cerebro enfermo». Hago simplemente constar que ¡hay más de uno que tiene el cerebro enfermo y nunca cayó en manos de un médico soviético!, y también que esa muerte no viene siempre tan veloz a «redimirnos»…

Otto de Habsburgo, no obstante, aleccionaba también en esos momentos a la capital, como invitado de la «Liga de Federalistas Alemanes», como «representante de la Augusta Casa de Austria», así como «una de las víctimas más antiguas» de la legión de refugiados y de los «expulsados de su patria», rodeado por la créme de Bonn, aleccionaba que «Los Estados Unidos de Europa son la solución absolutamente necesaria para el futuro» y que Europa sólo puede ser entendida a través del prisma cristiano; que había que oponer una idea plena de vigor a la dinámica del comunismo, una idea que no fuera necesario importar. «Para nuestros hermanos oprimidos en el Este, esa idea cristiana, el programa de una renovación cristiana, es la última ancla de su esperanza». «Pero también aquí, en tierra libre, es esa concepción cristiano-occidental la única capaz de crear una comunidad a partir de la cual pueda nuestro continente, en un momento dado, erguirse revestido de nueva grandeza y dignidad».

Mientras sofocaban cualquier oposición católica al rearme, mientras denigraban públicamente a católicos influyentes como W. Dirks, H. Wessel y K. Fassbinder; mientras difamaban gravemente y combatían al historiador y escritor R. Schneider, perseguido bajo Hitler y acusado entonces de alta traición, toda la publicística eclesiástica tenía que prestar obediencia a los prelados y a otros amigos adeptos al ruido de sables y la prensa católica se sumaba al coro de los que pedían armas a gritos. Los artículos de ese tenor brotaban como las setas del bosque: «La política de neutralidad, un asunto muy cuestionable». «Política y estrategia en la guerra total». «¿Es cristiana la no violencia?». «Disposición a la defensa». «Rasgos básicos de la nueva disposición alemana a la defensa». «Heroísmo y deber de estado». «Servicio militar y conciencia». «Libertad y uniforme». «Queremos defender Europa». «La cristiandad y Europa». «La maldición de las conferencias». «Los flancos débiles del gigante» (Referido a Moscú y sus satélites). «Piratas rojos del Báltico». «El absceso canceroso» etc. etc.

El presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, Frings, había enviado ya, en 1950, a la redacción de los periódicos católicos los «Principios cristianos sobre la guerra y el servicio militar» redactados por su Comité Diocesano. El propio Diario Eclesiástico del cardenal constataba en un artículo titulado El espíritu castrense desde la perspectiva cristiana, aparecido el 6 de junio de 1952 (y en el que generosamente, «desde nuestra perspectiva cristiana» se concedía el perdón a las mismas SS hitlerianas), que «Sí, ya es hora de que aprendamos a conocer desde una perspectiva correcta al soldado y al espíritu castrense en general. Ser o haber sido soldado no constituye, ni por asomos, nada infamante. En otro caso es seguro que San Sebastián nunca hubiera accedido a nuestra Iglesia. Quien luchó de buena fe por su país y por su patria no tiene por qué avergonzarse». Es que la clericalla ya se encarga de que la gente luche y la palme «de buena fe». No le faltaba razón a la Correspondencia Herder cuando en 1952 afirmaba refiriéndose a la Iglesia:

«En todas las guerras de la historia más reciente supo reforzar la conciencia del deber de los soldados de todos los ejércitos (!)». Una frase que aniquila al elogiado.

Con su gacetilla de amplísima difusión, Mann in der Zeit («El hombre en su época»), que más tarde adoptó el título de Weltbild («Imagen del mundo») y que en ediciones regionales incluía un suplemento para soldados, los obispos cultivaban profusamente las actitudes marciales declarando que los enemigos del rearme eran egoístas y «avanzaban inexorablemente hacia la anarquía». Ese diario, en cambio, defendía incluso a los combatientes, por desgracia vencidos, de Hitler: «¿Qué por quiénes lucharon? Yo sólo tenía en mi mente a mi mujer y a mis hijos y en las otras trincheras la desenfrenada soldadesca del Este. Y veía también nuestras espléndidas catedrales…». ¡Que también fueron erigidas a menudo gracias a la destrucción implacable de vidas humanas! «Yo pensaba en esa cultura en la que Dios me concedió la gracia de nacer. Todo eso es lo que yo veía en mi imaginación, la patria, la iglesia de mi parroquia y la tumba de mis padres… El honor de los soldados no consiste en quitar la vida a los demás, sino en que él está dispuesto a dar la suya por los demás». Bien dicho: no sólo dispuesto a asesinar, sino también a hacerse asesinar.

El honor… no hay estamento que reivindique tanto para sí ese término como el castrense, del que, sin embargo, se escribió que «El ejército es una fuente de la que emana podredumbre para inundar todo el mundo» o incluso que «Los cuarteles son bubones pestilentes en el cuerpo del pueblo y universidades de la criminalidad». Concedamos que el autor de la primera frase está ya desacreditado por su propia profesión (pues hay profesiones que nadie puede ejercer de forma inocente): el papa Juan XXIII. Pero es que también el autor de la segunda sentencia es un clérigo, el jesuita Alfred Delp, nada menos que representante de un «humanismo teológico» y, sobre todo, un auténtico paladín de la resistencia y ejecutado como tal el 2 de febrero de 1945 en Berlín.

Pater debe haberse revuelto en su tumba cuando pocos años después F. J. Strauss puso su nombre justamente a un cuartel. También cuando la Ketteler Wacht, la gaceta del Movimiento Obrero Católico, contemplaba el «resurgimiento del estamento militar… como un servicio prestado por Cristo» e incluso como «un factor educativo de importancia». Pues «la obediencia del soldado se muestra en el riguroso cumplimiento de lo ordenado sin que se haya de preguntar por qué ni para qué ello es así». No hay duda, al menos en ese sentido, ése fue desde siempre un acrisolado sistema de educación entre católicos.

No habían transcurrido ni siquiera diez años de la muerte de Delp cuando su hermano de orden, G. von Waldburg demostraba ya hasta qué extremos eran compatibles La política y el sermón de la montaña, pues así se llamaba el engendro doctrinal del que es autor. Es cierto que el sermón de la montaña vale para «todos los hombres» y en «todas las situaciones de la vida». Pero a veces, opina Von Waldberg remitiéndose a Santo Tomás de Aquino, «el bien común, o incluso el bien de aquellos contra quienes combatimos, impone obrar de otro modo». Nos consta por lo demás que e] mismo Jesús «no puso la otra mejilla cuando lo golpearon durante su proceso», es decir que el predicador de la prédica de la montaña lleva así ad absurdum su propio sermón. (¡Ahí radica la fuerza de todos los predicadores!).

Aparte de ello no es posible trasponer sin más a la política las exigencias que Jesús plantea a las relaciones interpersonales. Von Waldburg S. J. presenta, no faltaba más, toda clase de reservas «contra cualquier clase de guerra y tanto más contra la moderna», acentúa «la obligación moral que concierne a todo cristiano de hacer todo cuanto esté en su mano para prevenir la guerra». «Por supuesto, el cristiano luchará hasta el límite de lo posible en favor de la paz y contra la guerra, pero la cuestión planteada es la de si en ningún caso le es lícito empuñar las armas» Cuestión superflua, como es obvio, ¡pues no ha habido ni una sola guerra en Europa sin que los cristianos no hayan empuñado las armas, sin papa u obispo que no las haya bendecido y no haya justificado la degollina! Ahora bien, eso sí, siempre en armonía con el sermón de la montaña y con Jesús. ¿O acaso la sentencia de que si alguien quiere arrebatarte el sayo debes darle también el manto significa, «traspuesta a la política, que si alguien quiere la línea Oder/Neisse hay que darle por añadidura Berlín?» ¿No fue el propio Cristo quien curó al criado de un capitán romano? Y, ¿no fue Pedro, el primer «papa», quien bautizó a un oficial romano? ¿No fue San Sebastian comandante de la guardia personal del emperador? Von Waldburg nos quiere hacer tragar incluso el fraude grosero de la leyenda de la «legión de la Tebaida», según la cual 6.600 cristianos sufrieron en Suiza el martirio: algo que afirmó por vez primera el obispo Eucherius de Lugdunum (casi siglo y medio después de los supuestos hechos) y a lo que hoy apenas da crédito algún que otro teólogo católico. Es más, incluso «la figura de la Doncella de Orleans» serviría para legitimar las grandes degollinas cristianas. Pues «qué duda cabe: Jeanne d’Arc había sido predestinada por Dios de forma sobrenatural para luchar con la espada en pro del orden y la justicia terrenales. Vivió y murió por ese ideal y por ello fue canonizada». Y por ello mismo también quemada en la pira.

Ya es algo, sin embargo, que a través de una exégesis bíblica que clama al cielo, a través de imaginarias legiones de mártires, de una víctima de las piras inquisitoriales y, finalmente, de la conducción de la guerra con armas nucleares lleguemos a la cuestión propia y primordialmente planteada:

¿Puede un político cristiano conducir una guerra por la Iglesia? Respuesta: «Le es lícito y debe hacerlo para proteger a la Iglesia de modo que ésta pueda ejercer su misión religiosa en libertad…». A fin de cuentas el mismo Pío XII «considera la bolchevización de Europa un mal tan grande que sería muy legítimo oponerse a ello con las armas».

Para las grandes iglesias, el pacifismo es, en puridad, incompatible con el cristianismo. Matar, degollar, aniquilar masivamente seres humanos en la guerra no lo es. Al contrario. Para los apóstoles de la Buena Nueva todo eso es parte del mensaje de Jesús, del amor a los enemigos, del sermón de la montaña, del evangelio en su conjunto. Y toda vez que todo ello se viene poniendo cabeza abajo desde hace ya mil quinientos años; toda vez que fue grotescamente tergiversado en la primera guerra mundial, ahora se volvía a tergiversar con toda naturalidad después de los horrores de la segunda. Para el cristiano germanooccidental y experto en asuntos de la defensa, G. Krauss, un pacifista volvía a ser simplemente un «canalla», «indigno de que el sol salga para él» y los amplios círculos de simpatizantes con el pacifismo entre los sectores cristianos y de la intelectualidad burguesa «no denotaban, desde luego, la mayor parte de las veces otra cosa que un pensamiento semiformado». De ahí que aquel especialista en cuestiones militares escribiera en 1952 en el Wehrwissenschaftliche Rundschau («Gaceta Científíco-militar») que —conjurando manidos lugares comunes de la teología moral como los del «destino» y los «gritos» de «millones de mujeres inocentes que cayeron en las manos de los lujuriosos soviéticos» (como si los alemanes no hubieran violado a mujeres rusas, francesas e italianas: yo mismo fui testigo de ello)— «En la Biblia se dice “Buscad primero el Reino de Dios. El resto se os dará por añadidura”. En la política podemos decir: empuñad primero las armas, el resto se os dará por añadidura, incluso el honor». ¡E incluso la sepultura colectiva! «Dejemos que los paganos rechacen el rearme. Nosotros mismos obremos como cristianos».

La Iglesia Católica tuvo una participación mucho más decisiva que la Evangélica en la creación de aquel clima, preñado de malos presagios, posterior a 1945 que condujo a que Adenauer ganara las elecciones, a posibilitar el rearme y a desperdiciar la oportunidad de la neutralidad. El Consejo Central de la Iglesia Evangélica Alemana decretó todavía el 27 de agosto de 1950 que «No podemos avenirnos a la remilitarización de Alemania» Incluso en 1957 rechazaba esta institución «todas las armas de destrucción masiva y cualquier intento de justificarlas para no importa qué propósitos». Incluso en fechas más tardías se remitieron a esas declaraciones.

También había desde luego protestantes entre los adalides de la política de fuerza tales como el preboste de Kiel, H. Asmussen, autor de un breviario para seglares, Ejercitación en el Cristianismo. En 1952 se quejaba ya Asmussen de que durante los cinco primeros años que siguieron a 1945 los aliados enseñaron a los alemanes a repudiar el servicio militar, especialmente el alemán. Eso sobrepasaba lo que psicológicamente podía exigirse de un pueblo, especialmente de su juventud, y constituía «simplemente una crueldad anímica». Tanto más cuanto que los procesos de Nurenberg contra los criminales de guerra «habían expandido una turbia niebla» en la que el pueblo alemán no podía llegar a emitir «un juicio claro sobre sí mismo». A fin de cuentas también existía la policía y «ante Dios» no existe una diferencia de principio entre la policía y el ejército. Por otra parte, la guerra continúa en la paz, en el libre comercio, p. ej., que no promueve, sino que pone en cuestión la vida humana. «La competencia… causa heridas, pone fuera de acción, mata. Eso es así aunque quienes compiten ni siquiera lleguen a percatarse de ello. Desde esa perspectiva la guerra es una forma especial de la vida comunitaria sobre la tierra». Vistas las cosas bajo «esa luz», la «condena de los soldados en el nombre de Dios» aparece tan absurda como natural y obvio el «“sí” cristiano a la existencia y a la profesión del soldado», algo que «sólo puede ignorar la actitud visionaria» (Schwrmtum), el «visionarismo de cualquier tipo» frente al que hay que poner a resguardo «el espíritu castrense».

Eso es lo que hace también el preboste Asmussen. Redactando su breviario para seglares, Ejercitación en el Cristianismo puede permitirse celebrar el surgimiento del ejército prusiano, su importancia para «los ejércitos del mundo», su ethos, del que eran partícipes «príncipes de distintas confesiones, de la reforma y de la contrarreforma. A partir de esas raíces brotaron tallos, crecieron árboles que dieron frutos de los que hemos vivido estos últimos 400 años». Es cierto que «personas portadoras del uniforme alemán» se hicieron responsables de actos vergonzosos, pero «la genuina conducción de la guerra por parte de Hitler conllevó también el que en ese mismo ejército en el que sucedieron tales atrocidades se diese también el orden en medida tan modélica que no es usual hallarla en la historia de la guerra», pues había «unidades de ejércitos enteras en las que imperaba una disciplina ejemplar». Cierto que estamos al final de dos guerras perdidas, pero no las perdieron únicamente los soldados, sino todos nosotros. Si hubiéramos de concluir de ello que «¡Nunca más soldado!», entonces también «convendría decir:» «¡Nunca más maestro de escuela, pastor, político, eclesiástico, comerciante o profesor!». Algo que no va muy descaminado en la medida en que fueron cabalmente los maestros, el clero, la industria los que prepararon y apoyaron de forma decisiva la política de fuerza, el espíritu belicista, y la guerra. «Hemos sido descuajados de nuestro pasado por la fuerza… pero podemos realizar nuestra expiación haciendo el bien».

Vulnerando conscientemente la pertinente resolución sinodal, el presidente del consejo de la Iglesia Evangélica Alemana, Dibelius, y el director de la cancillería para asuntos eclesiásticos, Brunotte, firmaron el 22 de febrero de 1957 el acuerdo para la acción pastoral castrense con lo que también del lado evangélico quedaba bendecida la política de rearme en Alemania Occidental. Y de allí a poco la «Oficina Eclesiástica para la Bundeswehr», directamente subordinada al ministerio de defensa, daba su respuesta a la cuestión de cuándo es lícito matar: «Matar es a veces una acción necesaria y lícita (!) en virtud de la naturaleza del estado». Es más, la Iglesia Evangélica ofreció al gobierno de la RDA la posibilidad de pertrechar también con capellanes al Ejército Nacional del Pueblo, tanto en las unidades de tierra como en las de la marina —en ese caso una y otra parte habrían matado de forma necesaria y lícita— pero el ministro de defensa, Stoph, declinó el ofrecimiento en nombre del gobierno de la RDA.

Y eso no es todo. En 1958 el que fue miembro activo de la iglesia evangélica resistente, la «Iglesia Confesora», obispo comarcal y presidente durante largos años del consejo de la Iglesia Evangélica Alemana, el Dr. Otto Dibelius, afirmó en la Conferencia Mundial de las Iglesias (evangélicas) en Evanstone que, desde el punto de vista cristiano, la bomba de hidrógeno no era nada tan malo pues nuestra aspiración es la vida eterna y el millón de muertos que aquélla podría causar eventualmente la alcanzarían antes. Ello es muy lógico en el marco del embobamiento cristiano del mundo, aunque tampoco fuese muy original: ya el Doctor de la Iglesia, Agustín, no tenía nada que objetar contra las guerras pues en ellas mueren hombres que de todos modos habrían de morir en su momento.

¿Para qué existe una religión de la Buena Nueva?, ¿un movimiento ecuménico? También el teólogo de Hamburgo, Thielicke, era capaz de encarecer desde lo profundo de su corazón evangélico-cristiano que «(Como cristiano) tengo que amar, entre otras cosas, envuelto en mi coraza y con ayuda de la violencia. ¡Los cristianos que prestan su servicio militar bajo los ojos de Cristo siempre entendieron que su oficio de matar lo ejercían en nombre del amor!». Y su colega Künnet de Eriangen llegó a exclamar en abril de 1958 ante el sínodo de Berlín: «¡Hasta las mismas bombas atómicas pueden ponerse al servicio del amor al prójimo!».

En este punto —si bien no es el único— y desde los mismos días de la Reforma, protestantes y católicos eran concordes. Lo suyo era, a ese respecto, aullar con los lobos y eso desde la Guerra de los 30 Años.

Los tratados de Yalita, Londres y Postdam habían prohibido la reorganización del ejército alemán, pero ya a finales de los años cincuenta había de nuevo unos cien generales y almirantes a cargo de la Bundeswehr. De ellos, 71 habían sido ya oficiales de Estado Mayor a las órdenes de Hitler o bien colaboradores del Alto Mando de la Wehrmacht. Cuarenta y cinco de ellos tenían ya el grado de general bajo Hitler. Siete de ellos, como mínimo, habían sido condenados como criminales de guerra o figuraban cuando menos en la lista de criminales de guerra compuesta por los aliados. «Cada uno de nosotros», testimonió en su día el mariscal de campo Keitel, antiguo jefe del Alto Mando de la Wehrmacht, «trabajó por los mismos objetivos desde su propio puesto y en el marco de las funciones que se le encomendaron. Cada uno de nosotros, en el caso de que la guerra hubiera acabado victoriosamente, habría declarado alegre y gozosamente, que también él podría reivindicar una parte de ese acontecimiento… Declaro que todos nosotros aceptamos agradecidos los objetivos asignados por él (Hitler) a la Wehrmacht… que hicimos cuanto era posible por reforzar el armamento y la Wehrmacht… Y es el caso que el estamento de los generales, reservado cuando no renuente en un principio, simpatizó con Hitler después de unos años».

Keitel fue ejecutado a raíz de su condena en Nurenberg. De no ser así, tal vez habría ocupado el puesto de A. Heusinger, quien en 1940 dirigía la sección operativa del Alto Mando del ejército, y en el año 1952 la sección militar de la Oficina Blank; quien, en 1957 fue nombrado inspector general de la Bundeswehr germanooccidental y después presidente de la Comisión Militar Permanente de la NATO. «Si los americanos desean que construyamos un ejército fuerte», le dijo Heusinger a McCloy, «entonces es absolutamente necesario tener a nuestra disposición a los mejores generales de Hitler». El 15 de octubre de 1955 Heusinger expresaba con el descaro propio de un oficial nazi: «Atacar en cada momento en que se nos presente la ocasión, ése es el método de lucha que el Occidente debe oponer al Este».

Eso es los que los círculos clericales designaban con el nombre de «seguridad militar» o de «defensa». En todo caso para ello era necesaria la[26].

Acción pastoral castrense en la Bundeswehr

«… que no estamos en el mundo por mor de la buena vida, sino por mor de una buena muerte»

(El obispo militar suplente bajo Hitler

y vicario general de la Bundeswehr, Werthmann)

«… que Dios exige, incluso, más de nosotros de lo que nos exigió Hitler»

Antes, incluso, de que se hubiera decidido el rearme alemán, la «Oficina Blank» se dirigió ya a las iglesias. La «meritoria sugerencia» en ese sentido provenía, según F. J. Strauss, del canciller Adenauer. Durante el mandato de éste, la Iglesia Católica podía, sin más, remitirse al Art. 27 del concordato firmado con el Reich en 1933, tan favorable para el papa que, naturalmente, aquélla exigía prolongar su vigencia: eso pese a que ninguno de los grandes tratados en política exterior firmados por Hitler tuviera aún vigor. Un veredicto del tribunal constitucional emitido el 26 de marzo de 1957 aseguró la permanencia en vigor de aquel concordato.

Incluso quien había sido bajo Hitler obispo castrense suplente, Werthmann, quien según confesión propia suplió en ambas guerras mundiales a su jefe, por enfermedad de éste, y fue por lo tanto el clérigo militar de más rango en Alemania estaba de nuevo disponible. Bajo el Führer, Werthmann había sentido ya «la proximidad de Dios… en la impresionante sinfonía de las acciones de guerra», como era de esperar en un clerizonte uniformado, pues junto a las víctimas católicas de aquella degollina «oyó aletear a la eternidad». De ahí que estuviera, una vez más, dispuesto a «cooperar en el fortalecimiento del alma, perenne y gloriosa, del soldado alemán». A partir de 1952, Werthmann tuvo parte decisiva en la planificación de la acción pastoral castrense para la Bundeswehr. En 1956 se convirtió en vicario general de su primer obispo castrense, el cardenal Wendel, y hasta el año 1962 dirigió, en su calidad de vicario general la Oficina Episcopal Militar, mascullando las mismas frases altisonantes de cuando trabajaba para las tropas de Hitler. Si entonces enseñaba que no había que lamentarse por los soldados caídos, sino por «aquellos que envejecen y encanecen olvidando lo más grande: ¡el cumplimiento del deber!», ahora remachaba a los soldados de Adenauer que «no estamos en el mundo por mor de la buena vida, sino por mor de una buena muerte». «Ni tu mejor amigo puede aconsejarte tan bien como lo hace la muerte».

Por sus grandes méritos, y en plena guerra mundial, Pío XII había nombrado ya a Wererthmann prelado doméstico en 1942. Juan XXIII le concedió en 1958 la dignidad de protonotario apostólico. Bonn lo condecoró con la Gran Cruz al Mérito de la REA y la Gaceta de San Enrique, el órgano oficial del obispo de Bamberg, E. M. Kredel, actualmente obispo militar castrense de la Bundeswehr, ensalzó a raíz de la muerte de Werthmann en 1980 los grandes servicios de éste, «uno de los sacerdotes de mayor perfil en la archidiócesis», a la acción pastoral castrense en la que «estuvo activo, en un puesto directivo, durante más de 20 años», también «junto a la tropa en tiempos de guerra… con la confianza puesta en Dios, con valor y diplomacia… en bunkers y en trincheras…».

El discípulo de Werthmann monseñor L. Steger, decano castrense («Cuando los altares se tambalean se tambalean también los tronos») y autor de la obra pionera Gnade und Sieg im Rosenkram («Gracia y victoria rezando el rosario»), ve en ella a un Occidente amenazado «como nunca hasta ahora en la historia», por supuesto a causa del «azote del bolchevismo», «del mismo demonio». «Oh Tú, nuestro Salvador, ayúdame a ser un cruzado moderno». El espíritu de cruzada volvía a ser, como en 1914 y 1941, una baza de triunfo. A los sacerdotes castrenses católicos se les dio en su día la instrucción de ser «indulgentes» a la hora de juzgar a la mayoría de los partidarios de Hitler (en definitiva la casi totalidad de los generales lo era). De hecho, un buen conocedor de los escritos emanados de la acción pastoral castrense afirma que según éstos la mayor culpa de Hitler radicaba en haber perdido la guerra.

El teólogo moral J. Stelzenberger, hasta hacía muy poco capellán de división nazi, inculcaba de nuevo machaconamente la idea del «supremo compromiso moral derivado de la jura de bandera». «La jura de bandera vincula al soldado de por vida y excluye cualquier reserva mental». También la jura de bandera prestada durante los años del 39 al 45 debía ser «respetada sagradamente». Stelzenberger incluyó, sin la menor fricción, un borrador de conferencia elaborado en 1941, cuando era capellán de la Wehrmacht, en un mamotreto nuevo con textos relativos a la acción pastoral militar: «Prediquemos a nuestros soldados sobre la dicha de ser llamados hijos de Dios y, sobre todo, de serlos de verdad (1 Jn 3, 1). Antes de su entrada en combate hablémosles de la celeste confianza basada sobre la fe en Cristo. A nadie le sorprenderá la muerte sin que Cristo lo consuele y lo espere… Eso infunde valor y una alegre perspectiva… Ése es el refuerzo auténticamente religioso de la moral combativa de la Wehrmacht. Ésa es nuestra misión profesional genuina, como alemanes y como religiosos».

En consonancia con esa genuina misión profesional, en un libro de cantos militares muy usado por los católicos se escribe que «Formo parte de un orden marcial, necesario para cualquier misión… El deber que yo cumplo me está impuesto por Dios… Yo debo obedecer… Por encima de todo está la Ley de Dios…». Y el lema que sirve de introducción Y guía en el «Libro católico de cantos y rezos para la Bundeswehr» Alemana dice textualmente: «El deber que yo cumplo me es impuesto por Dios… He de mostrarme digno combatiente suyo… Desde mi bautizo soy soldado de Cristo: tengo que obedecer más a Dios que a los hombres. Lucho por el honor de Dios».

El punto de mira de la acción pastoral castrense no está, como se pretende hacer creer, en garantizar el derecho de los soldados a «ejercer sin cortapisas» su religión: ése es un argumento aparente que sirve para disimular las implicaciones políticas. Es cierto que no hay ningún otro lugar en que tan gran número de jóvenes caigan en las garras de las religiones como es el caso en la Bundeswehr y que allí se les adoctrina también teológicamente, pero lo que realmente se fomenta no non metas religiosas, sino más bien militares. El primer obispo castrense católico, el cardenal Wendel, calificó en 1958 la acción pastoral —lo cual, por cierto, constituye en este país una vulneración crasa y múltiple de la constitución— de «guía intimísima», que, unida a la «guía íntima», tiene como misión el propugnar la disposición al sacrificio y prevenir contra la «ofuscación del pensamiento».

Ocurre, en verdad, que son ellos quienes más lo ofuscan tratando, entre otras cosas, de ocultar de puertas afuera cuál es la auténtica tarea de esa acción pastoral. La Liga de la Juventud Católica Alemana, verbigracia, exigía en 1953 que el estado debía poner también a disposición textos bíblicos y libros de oraciones en cómodos «formatos de bolsillo», en buen «papel de imprenta fino» y con «iniciales» para un «hallazgo fácil de las verdades de fe». Que debía celebrar misas incluso en las maniobras y los supuestos de combate y mandar construir iglesias y capillas. Y efectivamente, no fue sólo el estado quien presupuestó en 1962 10,3 millones de marcos para los 200 capellanes castrenses y para el personal de las oficinas militares de la Iglesia (cantidad que ya en 1969 había aumentado a 17,2 millones de marcos), sino que la misma Bundeswehr gastó millones de marcos en la construcción de iglesias, de forma que una parte del propio presupuesto de defensa se invirtió en levantar iglesias militares: en 1965 había ya 67 católicas y 54 protestantes. Y es que, como ya decía Napoleón, «no hay hombres que se entiendan mejor que los sacerdotes y los soldados». (La pía pregunta del antiguo obispo de Münster y hoy primado de Alemania, el cardenal Hoffner: «¿acaso, pongamos por ejemplo, la catedral de Xanten no es para nosotros tan valiosa como unos cuantos carros de combate o unos aviones?», sólo servía para echar tierra a los ojos).

Un «afán especial» del trabajo práctico en el campo de la acción pastoral castrense de la postguerra fue el cultivar el contacto directo con los soldados, para lo cual se establecieron, entre otras cosas, horas de consulta regulares, círculos de trabajo compuestos de soldados y, sobre todo, la enseñanza de la moral. Los contenidos de ésta los fija el ministerio de defensa de acuerdo con ambas autoridades eclesiásticas responsables de la acción pastoral y se imparte en todas las armas, en todos los centros de servicio militar y en todas las escuelas de la Bundeswehr. Los temas son: la familia, la fidelidad, la camaradería, la bravura, el valor, el reforzamiento del sentido del deber, la disposición a la defensa y al sacrificio etc.

Según una expresión de Werthmann, esta enseñanza moral sirve a la «formación del carácter del soldado y a la cimentación ética de la concepción militar del deber». En una clase de moral un antiguo capellán de prisiones explica cómo el suicidio constituye pecado mortal, mientras que el 5.º mandamiento no tiene vigencia frente a los rusos («comunistas de mierda») y con el mismo estaría dispuesto a ignorar las ordenanzas eclesiásticas si una vez más estuviera en juego la grandeza de Alemania. «No sé lo que la normativa impone a los sacerdotes en caso de guerra, pero yo consideraría, por todos los diablos, que mi deber es el de acudir al frente empuñando el fusil». Durante esa misma clase, ese mismo capellán que, dotado de un sueldo por el consejo superior del estado, ha de ser, según lo exige la Instructio vaticana «Sollemne semper existiti» del 23 de abril de 1951 relativa a la acción pastoral castrense, ha de ser un «digno servidor de Cristo», un «fiel administrador de los misterios divinos y fiel colaborador de Dios», además, ese mismo sacerdote afirma que «Todo depende de lo que se trata de defender. Tenemos el deber de preservar nuestra propiedad privada y la misión de aumentarla». En caso necesario, de seguro, también con la violencia que es lícito usar en aras de los valores que encarnan la patria, la familia y la religión. «¡Defender todo ello con las armas es deber sagrado de todos y cada uno de los cristianos!» (¡1,7% de los alemanes occidentales posee el 70% de los bienes productivos!).

Parte integrante de la acción pastoral castrense constituyen asimismo los «días de recogimiento». Pasan, incluso, por ser una innovación digna de tenerse en cuenta y los soldados participantes gozan para ello de un permiso especial.

Hacia el año 1960 el 10% de los soldados de la Bundeswehr tomaron parte en ejercicios espirituales. Hasta qué punto el apego a las tradiciones más recientes está también presente en ellos lo ilustra un pater director de aquéllos presentado a la tropa por el arcipreste castrense Bittorf. El pater se mostraba ufano de la cruz de hierro de primera ganada a las órdenes de Hitler y recordaba vivamente cómo barrieron a los rusos de los Cárpatos: «Un tiro, un hombre, ésa era la regla vigente entre nosotros». Un oficial que en su día también se batió «hasta la última gota de sangre» estableció un paralelismo entre «el sacrificio hasta la muerte» y la crucifixión de Cristo. Y tanto, pues bien sabe el pater director que «Dios exige, incluso, más de nosotros de lo que nos exigió Hitler». Eso es cierto: «Dios» va más lejos que Hitler.

Hasta qué punto deseaba el Vaticano la «política de fuerza», el rearme alemán, es algo que también sabemos de labios del antiguo ministro de defensa F. J. Strauss. Éste —que también cooperó con el obispo castrense de los USA Spellman y fue a Lourdes en peregrinación acompañado por el obispo castrense de la Bundeswehr, Wendel (Lourdes se convirtió en centro internacional de «encuentros de soldados de la NATO» y bien pronto en «punto culminante de propaganda de la cruzada occidental»)— nos informa de cómo el papa le conjuró en varias ocasiones poniendo sus brazos en alto para que prosiguiera y no modificara su «política de seguridad». Y cuando Adenauer mismo manifestaba que su gobierno no «podía adoptar una actitud amistosa frente al gobierno de la URSS»; cuando echaba en saco roto, una tras otra, todas las notas soviéticas; cuando, en 1953, aseguraba que Alemania no abandonaría la «comunidad de defensa europea ni siquiera en el caso de que los rusos ofrecieran elecciones libres en la zona soviética y la reunificación alemana… ni aun en el caso de una oferta que fuera todavía más lejos» mostraba con ello una actitud intransigente, la de una política que demonizaba cualquier entendimiento con Moscú, actitud que se correspondía exactamente con los deseos de Roma, adonde él acudía una y otra vez, y que en ningún caso habría sido posible sin la colaboración de la Iglesia Católica. «Apenas es realmente imaginable cómo podría Adenauer haber emprendido con éxito su política interior o exterior si no hubiera estado seguro del apoyo automático, seguro y sin reservas, de los católicos»; «el episcopado apoyaba la política de Adenauer con auténtica convicción».

Todo ello se compaginaba perfectamente con el rumbo de la curia: la integración occidental, la reconciliación, especialmente con Francia tendente a una especie de restauración del reino carolingio, utopía con la que los círculos eclesiásticos estaban especialmente encariñados. La remilitarización y la enemistad irreconciliable con el Este. Que ello implicara desperdiciar cualquier oportunidad para una reconciliación le venía a Roma como anillo al dedo. Hasta qué punto en efecto, la división alemana se compaginaba cabalmente con la concepción vaticana lo muestra de forma contundente un informe enviado por el embajador francés ante la Santa Sede, el conde W. d’Ormesson, a su ministro de AA. EE., R. Schuman, después de una conversación con Tardini, el futuro cardenal secretario de estado bajo Juan XXIII. D’Ormesson subraya efectivamente, el 19 de noviembre de 1948, «que el Vaticano sigue teniendo plena conciencia del enorme peligro que para Alemania y para la paz significaría una unión alemana total» Tardini ha calificado de bárbaras a las poblaciones prusianas, «que no han aprendido ni comprendido nada… en las regiones del Oeste y del Sur de Alemania, donde el cristianismo penetró de manera más profunda» —entendámonos: donde los católicos son mayoría— «el espíritu no es el mismo. Hay que trabajar con estos sectores de población y con sus componentes cristianos».

De esta forma, tampoco en la postguerra cejaban el papa y la curia para nada en su rigurosa política anticomunista. Pío XII quiso hacerse con el Este a través de la II G. M., pero lo perdió por completo juntamente con otros países que no sólo no estaban regidos por gobiernos comunistas, sino más bien anticomunistas. Eran unos 60 millones los católicos que vinieron a caer entonces en la órbita del poder comunista.

Mientras los esfuerzos y temores vaticanos iban en aumento, la URSS, cuyo poder se extendía ahora hasta el Elba y casi hasta el Meno, apenas veía en la Iglesia Católica, pese a su rígido centralismo, su influencia internacional y su experiencia milenaria para bandearse a través de todos los contratiempos y virajes de la política, el «mayor de los obstáculos» en la expansión de su propia ideología, pero sí uno considerable. Y Moscú tenía que contar con ello. Tanto más cuanto que en sus estados satélites había ahora un gran número de católicos.

Por otra parte, no era únicamente el Este el que contemplaba con la máxima desconfianza el plan de una comunidad de defensa europea y el rearme alemán. También en el Occidente —donde el arzobispo católico Chavasse de Rochester veía en una guerra atómica un mal menor en comparación con el comunismo: «¡No hay diferencia entre el arco y la flecha y la bomba de hidrógeno!»— se alzaron muchas voces que temían el renacimiento del militarismo alemán, ese militarismo que, con ayuda de la curia, había precipitado ya por dos veces al mundo en las mayores guerras de la historia. E. Herriot, miembro de la Académie Française y tres veces presidente del gobierno (desde cuya posición propugnó el reconocimiento de la URSS, la retirada de la Cuenca del Ruhr y, en este caso inútilmente, la ruptura de las relaciones con el Vaticano), reprochó, como presidente de la asamblea nacional (1947-54), a la Santa Sede sin ambages que, a través de los círculos eclesiásticos y de los democristianos, alentaba la puesta en pie de unas fuerzas armadas de ámbito europeo y la hegemonía alemana. Y en 1952, cuando la curia favorecía febrilmente la admisión de Alemania Occidental en la ONU, L’Osservatore Romano exigía los Estados Unidos de Europa, propuestos por De Gasperi, y un ejército común para el Occidente, la revista Zeit de Hamburgo trajo un artículo con el significativo título De Clausewitz a Pío XII. «El papa cree», se decía en él, que una victoria sobre la URSS vendría seguida «por el triunfo del cristianismo»[27].