La guerra fría substituye a la guerra caliente

«Dado que con la cruz gamada no hemos adelantado gran cosa, intentaremos ahora llegar al mismo objetivo con la cruz…»

(H. J. Iwand)

«El primer deber de un dirigente religioso consiste en recordarnos que la libertad y la fe son dos caras de la misma moneda. Si queremos ofrecer al hombre un ideal por el que deba luchar (!), debemos mostrarle que sobre todo aquello que le es querido se cierne el peligro y que cuanto le es querido proviene de Dios. Ahí radica la misión del capellán castrense, su misión específica»

(Palabras del presidente de los USA, Eisenhower,

pronunciadas ante sacerdotes castrenses)

«O aceptáis nuestras honrosas propuestas o seréis totalmente destruidos»

(El presidente de los USA, Truman,

durante la guerra de Corea)

«Una de las particularidades de las armas atómicas es la de poder aniquilar grandes aglomeraciones y es forzoso hacer uso de esa particularidad»

(El comité del alto estado mayor de los USA)

La II G. M. contó en todos los frentes y en todos los países beligerantes, incluida la URSS, con la estrechísima colaboración de las iglesias cristianas. En consecuencia, también éstas son culpables de las víctimas causadas. Lo son tanto más cuanto que justificaron y santificaron la guerra en uno y otro bando, fundamentando metafísicamente su necesidad y su significado y exhortando insistentemente a combatientes y a no combatientes a ser fieles y a cumplir concienzudamente con su deber, a empeñar en ello su vida y todas sus fuerzas. Ahora bien, esto no es algo que conmueva en principio a estas iglesias ni desazone a sus dirigentes. Estos están habituados a la culpa, viven de ella. Pero eso no nos exime a nosotros de la tarea de fijar y recordar algunos datos.

Si se incluyen los tres millones de desaparecidos, entre 1939 y 1945 murieron casi 55 millones de personas y 90 millones sufrieron heridas.

Sobre Europa cayeron casi dos millones y medio de toneladas de bombas, debiéndose resaltar que casi 300.000 civiles alemanes fueron liquidados por ellas, otros 750.000 resultaron heridos y siete millones y medio perdieron su vivienda. En total 21 millones de personas perdieron en Europa su vivienda a causa de los bombardeos.

A partir del verano de 1944 fueron más de 30 millones de europeos los que perdieron su patria. De los 17 millones de Alemanes asentados en territorios más allá de la línea Oder/Neise, en Checoslovaquia o en el Sudeste de Europa, 16 millones fueron expulsados o deportados por la fuerza. Tres millones de ellos perdieron su vida en el camino. En total fueron evacuados, encarcelados o expulsados de su vivienda unos 45 millones de personas.

Así testimonia el escrito inculpatorio del Tribunal Internacional Militar: «La política del gobierno y del alto mando alemanes consistió a lo largo de todo el período de ocupación, tanto en el frente occidental como en el oriental, en deportar a aquellos ciudadanos de los países ocupados capaces de prestar algún tipo de servicio, bien hacia Alemania, bien hacia otros países ocupados, y emplearlos como mano de obra esclavizada en obras de defensa, en fábricas y en otras áreas relacionadas con el despliegue militar alemán. En cumplimiento de esta política y con vistas a los objetivos indicados se produjeron deportaciones masivas desde todos los países occidentales u orientales mientras duró su ocupación». De Dinamarca fueron deportadas hacia Alemania 5.200 personas, de Luxemburgo, 6.000, de Bélgica, 100.000, de Holanda, 500.000, de Checoslovaquia, 750.000, todas ellas asignadas a trabajos forzados. Desde Francia se realizaron 750 transportes de deportación en cada uno de los cuales se acarreaba entre 1.500 y 2.500 personas. Hay que destacar sobre todo que la Alemania hitleriana convirtió a casi 5 millones de rusos en obreros forzados.

Por otra parte casi todos los prisioneros alemanes fueron forzados a realizar «trabajos de esclavos», no sólo en los estados del este, sino también y en primer lugar en las naciones occidentales vencedoras, especialmente en Francia. Fueron innumerables los que perdieron en ello su vida, la mayor parte de los cuales, desde luego, en la URSS. Ésta mencionó en 1945 la cifra de 3.980.000 prisioneros alemanes, mientras que una declaración oficial de 1950 sólo admitía tener bajo su custodia a 13.546. «Según los documentos disponibles y las declaraciones juradas de unos 18.000 antiguos internados en campos de trabajos forzados de la URSS, la vida de los soldados alemanes, así como la de los prisioneros políticos, discurría en aquéllos en condiciones similares a la de los esclavos de las canteras en la Antigüedad, a las del trabajo en las galeras medievales o a las de las plantaciones americanas de otros tiempos».

De los casi 6 millones de soldados rusos que cayeron Prisioneros de los alemanes apenas unos cuantos pudieron retornar a su país. Perecieron en campos de concentración, o muertos de hambre, o abatidos al intentar huir o liquidados de muchas otras maneras.

En la misma Rusia, la guerra destruyó parcial o totalmente 1.710 ciudades, más de 70.000 aldeas, 70.000 km. de vías férreas, 4.100 estaciones de ferrocarril, 427 museos (de un total de 992), 40.000 hospitales, 43.000 bibliotecas, 44.000 teatros, clubs o salas de cultura, 84.000 escuelas e institutos de investigación. Ardieron o fueron totalmente demolidos un total de 6 millones de edificios y 25 millones de personas quedaron sin hogar. En total, la URSS sufrió unas pérdidas por daños de guerra evaluadas en 679 mil millones de rublos, aparte de unos 20 millones de personas: la mayor devastación de las conocidas por la historia, eso incluso si los datos aportados por los rusos estuvieran inflados, lo que es improbable, en un 10, un 20 o incluso un 30%. Y qué había declarado Pío XII —y estamos ya en septiembre de 1944— acerca de la «necesidad militar»? Que ésta prima sobre «cualquier otro punto de vista o consideración…»

Esto no constituye, por lo demás, ninguna novedad. Toda la historia del papado demuestra que lo suyo es avanzar aunque sea saltando por encima de cadáveres; que deja en la estacada a quien no le resulta ya útil, sean estados o partidos, como hizo incluso con el «Partito Popolare», un partido católico bajo Mussolini o con el «Centro» católico, nada menos que en favor de Hitler. Cambiar siempre de bando, estar siempre con los vencedores y seguir en lo posible el paso de la potencia más fuerte. Tal es su divisa. A comienzos de siglo, según la evaluación vaticana, las más fuertes eran Francia y Rusia. En 1914, lo eran las potencias centrales. En 1916, los aliados. En 1939, lo era ya la Alemania hitleriana y desde 1945 lo son los USA.

Y éstos, los USA, God’s own country, parecen derechamente predestinados a una alianza con el «Vicario de Cristo». Pues al igual que éste, aquéllos no tienen más pensamiento fijo que el de la paz del mundo, el del bien de las sociedades, el de la justicia. Y es que desde la Declaración de Independencia proclamada por Jefferson todos los hombres «fueron creados iguales y dotados por el creador de determinados derechos inalienables. Entre éstos está el derecho a la vida, a la libertad y a la consecución de la felicidad, “pursuit of happiness”». Sí, sí, lo único que les preocupa en el fondo es el bien común, la prosperidad de todos. Eso es así y basta leer como se debe ciertos pasajes de su constitución, su Bill of Rights y los discursos de sus líderes; basta enfocar e interpretar adecuadamente su historia. Viene a pasar aquí lo mismo que con la Biblia, con los mensajes de los papas y con la historia de la Iglesia. Aquí la religión del amor y de la paz, allí la pax americana.

Los aborígenes de su territorio, legítimos propietarios del mismo, fueron en su mayor parte exterminados por aquellos para quienes su nueva propiedad sería bien pronto algo sagrado. «Fueron liquidados con métodos que más tarde también la gestapo pondría en práctica… mediante la caza del hombre sistemáticamente organizada», destacando una vez más en ello religiosos de fama como Cotton Marther o William Hubbard, quien insultaba a las víctimas de sus batallas calificándolos de «indios bárbaros e infieles», de «desecho de la humanidad», de «inmundicia y heces de la tierra», de «monstruos sin fe», de «miserables cuya religión era puro culto al diablo». Durante más de un siglo, aquellos hombres que prometieron a todos el derecho a la vida, a la libertad y «pursuit of happiness», pagaron 100 dólares por el escalpo de un hombre, 50 por el de una mujer y 25 por los «restantes», es decir por el de los niños.

Para imponer su política de «open door» en beneficio de sus intereses comerciales y financieros, de sus consorcios y monopolios, los USA emprendieron casi de continuo agresiones armadas, expediciones de pillaje y de «castigo», ocupación de territorios extranjeros y conquistas de puntos de apoyo, sobre todo en Sudamérica. Para ello sojuzgaron durante decenios a unos estados e invadieron otros.

Justamente este siglo —en buena medida «su siglo»— lo inauguraron con atrocidades que irritaron al mundo: en las Filipinas, aniquilando tan solo en la isla de Luzón, según datos oficiales, a 600.000 guerrilleros y pacíficos civiles. En los años siguientes lucharon contra Puerto Rico, Colombia, la República Dominicana, Cuba y Honduras. En 1914 masacraron a la población de Vera Cruz y ese mismo año se apoderaron de Haití y la sojuzgaron durante dos decenios. En 1918/19 intervinieron en la URSS. En los años treinta ocuparon Nicaragua y en 1950 penetraron en Corea del Norte. En 1953 pusieron en escena un golpe de estado en Irán. En 1954 intervinieron en Guatemala y en el Líbano. En 1959,en Panamá, por no mencionar más que lo ocurrido durante los decenios del pontificado de Pacelli.

Por supuesto que ni soviéticos ni yankees se echaron atrás a la hora de mantener sus posiciones y unos y otros usaron de la violencia cuando les parecía necesario. Las grandes potencias, ya lo decía Agustín de Hipona, son fieras depredadoras. Lo son en la política exterior y en la interior. Y no sólo las grandes. «Es cuando menos cierto», escribía un grupo de afamados juristas alemanes en 1982 que prevenían, por razones jurídico-constitucionales, contra la instalación de nuevos cohetes atómicos de tierra —prevista en la «Doble decisión» de la OTAN— «que los USA son el único estado que ha desplegado hasta ahora una guerra atómica (contra el Japón) y otra química (contra el Vietnam). Son asimismo el estado que ha sometido al otro bloque de poder a un cerco político-militar. Los USA fueron los primeros en armarse con bombas atómicas, bombas de hidrógeno, bombas de neutrones y armas bacteriológicas. En todos estas técnicas, la URSS no ha hecho otras cosa que seguir su ejemplo armamentista».

Durante los siglos 19 y 20, los USA libraron diez guerras. En algunos casos se trataba únicamente de una guerra «maravillosamente pequeña» (contra España), como escribió el embajador John Hay desde Londres a su amigo TH. Roosevelt, pero en su mayoría fueron guerras largas y de agresión. Eso sí, esos conflictos se desencadenaron siempre para aportar al mundo algo bueno, la felicidad, las bendiciones de los USA, de la «nación elegida», de cuya parte está evidentemente el mismo Dios: «La libertad de los mares» en la guerra contra Inglaterra; la «civilización» en la guerra contra Méjico, el «derribo de tiranos» en la guerra maravillosamente pequeña contra España; la «paz» en general, en ambas guerras mundiales y una vez más «la civilización y la cultura», en la del Vietnam. Sí, es que, en puridad, los americanos no libran guerras en absoluto. Éstas les resultan enojosas, desagradables, cosas de los europeos. Ellos por su parte ejercen meramente como una especie de policía universal; se limitan puramente a desempeñar una especie de «misión asignada por el destino» en interés de todos. Intentan alcanzar sus objetivos tan sólo con medios pacíficos, según la divisa que Roosevelt, premio Nobel en 1906, dio ya a comienzos de siglo: «Hablar amablemente y tener junto a vosotros un buen garrote: es así como uno llega más lejos». Sí, incluso a ganador del premio Nobel.

Otro presidente de los USA, W. Wilson, reclamó repetidamente para aquéllos no sólo el derecho sino también, y ello suena muy bien a los oídos católicos, «el deber» de usar la fuerza para «que la justicia esté vigente y se realicen los derechos humanos… Si los hombres empuñan las armas para liberar a otros hombres…, entonces la guerra es sagrada y bendita. No quiero invocar la paz en tanto existan en el mundo el pecado y el mal». Galardonado también con el Nobel de la paz: en 1919.

A mediados de siglo, el 25 de agosto de 1950, el ministro de marina, Matthews, sorprendía al mundo con un discurso cuya franqueza le costó desde luego el cargo aunque proclamase que «La paz mundial es, irrefutablemente, nuestro objetivo». «Debiéramos mostrarnos dispuestos a la paz y anunciar nuestra intención de pagar cualquier precio, incluso el de una guerra, para forzar la cooperación en pro de la paz».

Aquella claridad era excesiva y opuesta a los usos del lenguaje convenido. Los USA acababan de llevar a la horca a próceres nazis como responsables de una guerra de agresión, proclamándolo así a la faz del mundo, y en consecuencia no podían, ni pueden, lanzarse ellos mismos a una guerra de agresión. Ellos sólo desencadenan guerras defensivas: aunque sea a muchos miles de kilómetros del God’s own country. Aunque sea invadiendo países que ni tengan ni quieran tener nada que ver con ellos. Donde quiera que emerjan cambios revolucionarios, son los USA quienes deciden si hay o no constancia de una especie de guerra subversiva contra su propio sistema social, o incluso contra su territorio, de modo que cuando les conviene —y generalmente les conviene— comienzan a protegerse contra tal «ataque». En los felices viejos tiempos a eso se le denominaba ley del más fuerte, ley de la jungla. En el país del «Dios dólar» a eso se le llama entretanto doctrina de las guerras subversivas o, simplemente, «doctrina Johnson»: algo literalmente fabuloso, una de las invenciones más bellas surgidas al amparo de la estatua de la libertad.

El s. XX debía convertirse en el «siglo americano» y el americano en el «buen samaritano del mundo entero». Así escribía en 1941 un íntimo asesor del gobierno, H. R. Luce —cuya mujer se convirtió de ahí a poco al catolicismo y en embajadora de los USA ante el Vaticano— en un conocido artículo del Life Magazine. Luce exigía en él que por cada dólar invertido en armamento se gastaran cuando menos diez peniques en la alimentación del mundo; que se forzara la producción de alimentos —que después son destruidos a cada paso para mantener los precios— para ofrecer tales dones a la humanidad, «por los cuatro puntos cardinales… y bajo la inspección de un ejército humanitario de los USA», que, «en cumplimiento de los grandes ideales americanos», aquélla viera su vida elevada «desde el nivel de los animales salvajes hasta aquella altura que, según el salmista, apenas se ve superada por el reino de los ángeles». En resumen, aquél debía ser «el primer gran siglo americano»…

Los USA dieron en consecuencia inicio a su gran misión durante este siglo, sobre todo en la I G. M. Pues como nación pacífica que eran no intervinieron sino bastante tarde en la conflagración. Y mientras Europa perdía su hegemonía; mientras se despedazaba a sí misma por dos veces, aquéllos, que hasta la I G. M. habían sido un país deudor, se convertían en una potencia mundial. Su territorio quedó indemne durante las dos grandes masacres en las que ellos tuvieron pérdidas relativamente exiguas, obteniendo en cambio beneficios absolutamente gigantescos. Algo que llegó a irritar incluso a sus aliados. «Es bien injusto», se suspiraba en Francia, «que después de habernos prestado dinero para vestir a nuestros soldados, ahora se nos exija el precio, incluso con recargo, de todos y cada uno de los capotes militares de los que cayeron en batalla». Pero no se trataba sólo de capotes militares.

Durante la I G. M. los yankees sufrieron tan sólo el 1% de víctimas y los depósitos en capital de su burguesía aumentaron de 2,5 millones de dólares, en 1914, a 10 millones de dólares en 1918. Su cuota de participación en la producción industrial del mundo aumentó gracias a la guerra en aproximadamente un 10% hasta llegar al 47%. Lenin constató que los «multimillonarios americanos» eran ya en 1918 «los más ricos de todos… y los que se hallaban geográficamente en mayor seguridad». «Cada dólar muestra huellas de sangre —de aquel mar de sangre vertida por los 10 millones de caídos y 20 millones de mutilados…». Por lo que respecta a la II G. M., por cada 50 muertos de la URSS hubo 1 de los USA; 405.000 en total. La cuota de participación de los USA en la producción industrial del mundo, al final de la guerra, alcanzaba ya un 60%. En 1948 poseían todavía más del 71% de las reservas de oro del «mundo libre». Los europeos el 15%.

La guerra fría contra la URSS la iniciaron los USA en 1918, cuando ya abrigaban la intención, como se muestra en el detallado plan que presentaron a la Conferencia sobre la Paz de París en 1919, de «dividir toda Rusia… en grandes territorios naturales, cada uno con su propio sistema económico» y «ninguno de esos territorios debería ser tan autónomo… como para poder constituir un estado fuerte» (Después de la II G. M. los USA quisieron también despedazar Alemania y convertirla en un país agrario sometido a control por un espacio mínimo de 20 años. Tal era el Plan Morgenthau, cuyo título oficial rezaba así: «Program to prevent Germany from starting a World War III»).

Después de la I G. M., la Rusia soviética debía perder: la actual República Socialista de Carelia, el territorio de Murmansk, Estonia, Letonia, Lituania, Ucrania, Crimea, Transcaucasia, Asia Central y Siberia; todo el territorio del Ural hasta el Océano Pacífico. Y mientras el embajador americano en Moscú, D. R. Francis, banquero de profesión, hallaba que cuanto allí sucedía era «repugnante» o «ridículo», según su estado de ánimo, y telegrafiaba a Washington que el final de toda aquella revolución era «cuestión de días» (el mismo juicio que había emitido Jefferson en 1789 cuando era embajador en París); mientras el New York Times profetizaba en 91 ocasiones, entre noviembre de 1917 y el mismo mes de 1919, el ocaso de los soviéticos, los americanos desplegaban, unidos a las tropas de otros aliados, una sangrienta campaña militar en territorio soviético.

Esa campaña se inició inmediatamente después de la Revolución de Octubre y en el transcurso de la misma fueron masacradas centenares de miles de personas. Los hombres de algunas aldeas fueron ahorcados en su totalidad. Esos hechos eran crueles, pero en los USA fueron ocultados en gran medida, pues este estado fue el que prolongó por más tiempo la guerra fría. Y todavía en 1931 el presidente Hoover, padre de la «Política de buena vecindad», anunciaba que su objetivo era la «aniquilación de la URSS». Hubo que esperar a la elección de Roosevelt como presidente para que los USA reconocieran a la Unión Soviética. Fue la última gran potencia y, en suma, uno de los últimos estados en dar ese paso.

Aunque batida por Alemania y librando una lucha en cuatro frentes. Rusia acabó venciendo en 1921 y ello constituyó, según se dice, la más grave de las derrotas de W. Churchill quien ya se había repartido con sus aliados el gigantesco reino. Un cuarto de siglo más tarde Churchill prosiguió la lucha contra los rusos en la medida en que, ya en 1946, aspiraba a una comunidad noratlántica como la que ya existía de hecho durante la guerra.

Ingleses y americanos se sentían ciertamente muy unidos aún a los rusos. Pero junto a esta tendencia prorrusa, marcadamente hostil al fascismo (y otra aislacionista que deseaba aliviar a América de su compromiso en ultramar y trabajaba en pro de una rápida desmovilización) había una tercera tendencia, la anticomunista, motivada tanto ideológicamente como por razones de la política de poder. Fue ésta la que se acabó imponiendo. Y es que ya a lo largo de toda la guerra alemanes y americanos mantuvieron negociaciones secretas con vistas a una eventual acción común contra la URSS: en Vichy, Berna, Estocolmo y también, y no en último lugar, en el Vaticano. Entre esos estados había por cierto muchos que simpatizaban con la Alemania hitleriana.

En su momento, desde luego, los aliados tomaron medidas antisoviéticas de mucha mayor influencia y eficacia. Es bien sabido, verbigracia, que la invasión de Francia, con una cobertura de 11.000 aviones, («Operation Overlord», «Plan Neptuno»: con 5.134 barcos y 2.316 aviones de transporte) fue conscientemente retrasada y sólo se le dio inicio el 6 de junio de 1944, al objeto de que los rusos quedaran «exangües». Hasta el penúltimo año de la guerra, cuando también ellos lanzaron una poderosa ofensiva simultánea al «Overlord», hubieron de hacer frente al grueso, entre el 60 y el 70%, de las tropas de tierra alemanas, mientras que los americanos se enfrentaron a un porcentaje entre el 1 y el 6%.

Incluso cuando los «buenos samaritanos del mundo», en agosto de 1945 y después de recibir las ofertas de paz japonesas, arrojaron sus bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, esa diplomacia atómica apuntaba menos al corazón de los japoneses que al de los rusos, a saber, para disuadirlos de que invadieran Manchuria, tal y como se había estipulado en los acuerdos aliados. Se les lanzaba una señal clara de la superioridad de los ideales americanos, de la humanidad e incluso de la religiosidad americana. Antes de que la bomba fuera arrojada, un curángano pronunció una oración… para proteger al bombardero. «Proseguiremos nuestro camino confiando en ti…». Y «Te rogamos asistas a quienes se arriesgan por las alturas de tu cielo y llevan la batalla al campo de nuestros enemigos…». (Las guerras y los libros de negocios, dice Karl Kraus, se llevan al día con la ayuda de Dios. Y los americanos —al revés que los malvados rusos— son una nación piadosa. Hasta las sesiones del congreso dan habitualmente comienzo con la oración «Con tu bendición, Señor, no debemos arredrarnos ni al tomar decisiones ni a la hora de actuar»). La bomba, que explotó a una temperatura de 50 mil.0, mató —súbita y también retardadamente con horribles dolores— a más de 100.000 personas. Tal vez a unos 300.000.

El presidente de los USA, H. Truman, opinó sin embargo —de regreso a América se enteró de la noticia a través del oficial de servicio en el crucero Augusta— que «Es el acontecimiento más grande de la historia». El 9 de agosto golpeó la segunda bomba Nagasaki. El Japón capituló el 10 de agosto. Muchos americanos gritaron ante la Casa Blanca ¡Queremos ver a Harry! Los neoyorquinos danzaban en la Quinta Avenida y en el Broadway. Dos meses después del gran bombazo Truman declaraba que los USA guardarán para sí su monopolio atómico (!) Ni Inglaterra participaría de él, como deseaba Churchill, ni menos aún pondrían la «bomba», como sugirió Niels Bohr, a disposición de un organismo internacional.

Lo que Truman, un anticomunista militante, deseaba, estaba muy claro: la dirección del mundo por parte de los USA y la destrucción de la totalidad del sistema de estados socialistas. Poco antes de tomar posesión en abril de 1945 exteriorizó ya su deseo de «poner en su sitio a los rusos». Y es que poco después de que Hitler atacara Rusia había reconocido públicamente que «Si vemos que Alemania gana, debemos ayudar a Rusia, pero si vemos que Rusia gana, deberíamos ayudar a Alemania para que de este modo se maten mutuamente hasta donde sea posible».

Lo que para Truman estaba en juego era lo que siempre estuvo y está en juego para los USA, el país del Dios Dólar, (ya Stendhal decía que «el dinero es el Dios de los USA, así como “la gloire” es el Dios de Francia») aunque lo envuelvan siempre en una bella fraseología: los negocios, la «esencia de la libertad de empresa», como dijo francamente en su discurso del 6 de marzo de 1947. «Hay algo por lo que los americanos tienen mayor estima incluso que por la paz. Es la libertad. Libertad de creencias. Libertad de expresión. Libertad de empresa. No debe ser casual el que las dos primeras libertades estén emparentadas con la tercera… Los negocios van mal cuando los mercados son pequeños. Los negocios van bien, cuando aquéllos son grandes» (W. La Feber).

Pero hay más cosas: todavía no había terminado la masacre mundial cuando el alto generalato americano contaba ya con la siguiente. Así, p. ej., el almirante Furer opinaba a finales de 1944 que los americanos «debían estar preparados para enfrentarse cara a cara con el hecho de que aún no se había librado la guerra capaz de acabar con todas las guerras», y el general Arnold declaraba ante el mariscal de aviación británico Portal que «Nuestro próximo enemigo es Rusia». Y ya en el otoño de 1945 el general Eisenhower, comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas en Europa, (sus memorias de guerra aluden a ella con el título de «cruzada» y una vez presidente recalcaba, según R. Niebuhr, «incansablemente», que «hay que tener fe») elaboró un plan de una guerra contra la URSS con el significativo nombre secreto de «Totality»: los USA eran el único país que poseía la bomba atómica.

Por esa misma época un «Comité de inteligencia» dependiente del alto mando de la Unión de Jefes de Estados Mayores recomendaba «Los 20 objetivos más rentables para bombardeos atómicos». En el «Apéndice A», escribía la «recomendación», «se mencionan 20 territorios urbanos de óptima idoneidad para convertirse en objetivos de ataques efectuados con armamento atómico». Seguía después una lista de ciudades (con una estimación del número de habitantes corrrespondiente): Moscú, 4 mill.; Gorki 644 mil.; Kuibyschew, 500 mil; Swerdiowsk, 600 mil; Novosbirsk, 750 mil; Omsk, 514 mil; Saratow, 375 mil; Kasan, 402 mil; Leningrado, 1,25 mill.; Bakú, 809 mil., y otras diez más. «En la elección de esos objetivos», escribía el comité, «hay que aprovechar todas las potencialidades de las bombas y tener presentes aquellas superficies en las que el impacto pueda ser máximo, así como las zonas de gran aglomeración humana y de infraestructuras». «Una de las particularidades más sobresalientes de las bombas atómicas es su capacidad de aniquilar aglomeraciones humanas y es preciso sacar provecho de esa particularidad sin olvidar sus otras cualidades». La «elección» de las antedichas ciudades «garantiza un aprovechamiento óptimo de la potencia de las bombas atómicas».

Cuatro años más tarde, sin embargo, el alto estado mayor de los USA preveía, como lo demuestra un estudio del 11 de mayo de 1949, no la destrucción de 20, sino la de 70 ciudades soviéticas mediante una «ofensiva atómica», en relación con lo cual el estudio contaba con 2,7 mill. de muertos, 4 mill. de heridos y con que «los problemas de alojamiento para los restantes 28 mill. de habitantes de las ciudades-objetivo serían sobremanera difíciles…». Apenas tres decenios más tarde se habían escogido ya, entre el Elba y el Ural, «más de 2.500 objetivos de alta prioridad» para armas atómicas ya estacionadas en Europa occidental, Alemania especialmente, o que lo serán aún.

Cabe constatar a este respecto que ni en 1944, cuando sus generales preparaban ya en primavera la tercera guerra mundial, una lucha a muerte entre «el bien y el mal», ni en 1945, cuando, valiéndose de su monopolio nuclear, preparaban ya esa guerra mundial ulterior, ni tampoco en los años siguientes se sentían seriamente amenazados por la URSS. ¡Al contrario! Se concedía sin ambages que la URSS «no constituye un peligro inmediato»; que su economía y su potencial de fuerza de trabajo «estaban exhaustas» a causa de la guerra y que debido a ello «se concentrará los próximos años en la reconstrucción interna y en la consecución de metas diplomáticas moderadas». Hay documentos gubernamentales de los USA que evidencian, juntamente con las memorias de conocidos políticos, esa convicción. Como dijo Churchill en 1946: «No creo que la Rusia soviética desee la guerra», y en ese mismo sentido telegrafió aquel mismo año desde Moscú, donde era embajador desde el 52, uno de los mejores diplomáticos de la época, el historiador G. F. Kennan. Al revés que la Alemania hitleriana, el poder soviético no incurre en «riesgos innecesarios»; no anda en busca de «aventuras» y es aún, «si se mide con el mundo occidental en su conjunto… considerablemente más débil».

Todavía en 1949 cuando los americanos habían establecido ya más de 400 bases de apoyo, aéreas y navales en todo el mundo y la unión de jefes de los estados mayores, en su plan de guerra denominado «Dropshot» del 19 de diciembre, contaba, o hacía creer que contaba con que en «el transcurso del tiempo» el creciente poderío militar de los soviéticos haga que «la guerra les parezca menos arriesgada desde su perspectiva», todavía entonces, escribían a pesar de ello que «El Kremlin contemplará probablemente una tercera guerra mundial como el más costoso y menos deseable de los métodos para alcanzar su objetivo básico…» Hasta uno de los más siniestros paladines de la guerra fría, J. Foster Dulles, ministro de los USA durante los años cincuenta, aseguraba que: «No conozco ningún funcionario civil o militar en este o en cualquier otro gobierno que estuviera convencido de que el gobierno soviético esté jugando actualmente con intenciones de conquista propias de una agresión militar directa».

Es cierto que la meta final de los amos del Kremlin habría sido la de la revolución mundial, la eliminación del sistema capitalista para dejar paso al sistema alternativo, el sistema social comunistas. Apenas se pueden abrigar dudas serias al respecto. Pero era asimismo evidente que los soviéticos no intentaban alcanzar esa meta mediante la guerra y que los buenos samaritanos del mundo parecían creer, y presumiblemente siguen creyéndolo hoy, que no había otro modo de impedirlo que no fuese el de la guerra. Eso prescindiendo del hecho de que también sus presidentes —Wilson, Coolidge, Truman— fueron quienes elevaron a exigencia la aspiración al liderazgo mundial de los USA.

Justamente desde Truman, en posesión de «la bomba», se vieron capacitados como nunca para ese papel. La Unión Soviética, comunica el enviado especial del presidente Clark M. Clifford en un informe estrictamente confidencial del 24 de septiembre de 1946 «es vulnerable a las armas atómicas, la guerra biológica y los ataques aéreos». Cuatro años más tarde el comité de jefes de estado mayor desmintió la suposición de que la bomba de hidrógenos sólo era valiosa «como arma de represalia». Entendían más bien que el viejo principio de que «la mejor defensa es un ataque» seguía manteniendo su vigencia. Es cierto que el general de los USA Anderson tuvo que coger su sombrero por declarar ante un periodista que «La aviación americana está esperando sin más la orden de bombardear Moscú», pero Truman, que fue quien lo destituyó, mantenía estrechos contactos con el papa y abogaba él mismo por una guerra ofensiva, algo que por supuesto no confió a ningún reportero aunque sí a su diario. Posteriormente y en dos ocasiones como mínimo, relacionadas ambas con la guerra de Corea, tomó en consideración el desencadenamiento de una guerra atómica contra la URSS y la República Popular China. Es necesario, anotó el presidente, presentar un ultimátum con un plazo tope de diez días y «borrar del mapa la totalidad de sus puertos y ciudades» en caso de ser rechazado. «Ello implica una guerra integral. Implica que Moscú, San Petersburgo, Mukden, Vladivostok, Shangai, Port Arthur, Dairén, Odessa, Stalingrado y todos los centros productivos de China y de la URSS tienen que ser arrasados». Y respecto a las negociaciones para un armisticio en Corea, Truman anotó el 18 de mayo de 1952 en su diario que «O aceptáis nuestras honrosas propuestas o seréis completamente destruidos».

En su día también el candidato a la presidencia, Eisenhower, enfatizó ante el senado que arrojaría las bombas atómicas si ello le reportaba ventajas en una guerra defensiva (!). Más tarde quiso realmente ofrecérselas a los franceses contra el pueblo vietnamita declarando ante los capellanes castrenses: «Toda la teoría (de los derechos humanos inalienables) está basada en una fe religiosa, pues sólo una fe religiosa permite llegar a la conclusión (!) de que el hombre es algo más que un mulo… De ahí que la dictadura comunista, y en general cualquier otra dictadura se vea obligada a negar a Dios o a identificarlo de una u otra forma con el poder dominante»: como pasa, sin ir más lejos, en los USA. «El primer deber de un dirigente espiritual consiste en recordamos que la libertad y la fe son dos caras de la misma moneda. Si queremos ofrecer al hombre un ideal por el que deba luchar (!), debemos mostrarle que sobre todo aquello que le es querido se cierne un peligro y que cuanto le es querido proviene de Dios. Ahí radica la misión del capellán castrense, su misión específica». Hitler no pensaba de otra manera.

Los curas castrenses de los USA gozan de fama especial. De ahí que cuando los soldados cristianos se reúnen, «las opiniones más penosas… proceden regularmente de voces en representación de los USA». H. D. Bamberg, experto en este campo, destaca «la desvergonzada actividad de los sacerdotes cristianos… empleados como oficiales en el ejército de los USA. Los militares y los teólogos militares resaltan a menudo las “experiencias de Corea” a la hora de hablar de la asistencia pastoral castrense. A saber: sólo con la ayuda de Dios se consigue no ablandarse a la hora de matar y no caer víctimas de la socavación comunista de la moral». Así se entiende que en 1952 la Correspondencia Herder, esa publicación para élites católicas, informe de una sesión en un encuentro pentecostal de 80 capellanes militares de la NATO en Holanda y de que el ministerio de la guerra de los USA le prestó «una atención nada usual»; de que el obispo castrense de los USA, el cardenal Spellman, trasmitió a sus colegas del mando y a los sacerdotales la idea de que «no hay moral verdadera que no esté basada en convicciones religiosas».

Después del verano de 1945 se sentían fuertes. Lo único que hacía falta era hacer cambiar de parecer a las naciones angloamericanas y movilizar a nuevos aliados contra la URSS, preferentemente a la Europa occidental. Justamente aquí ejercía el papa su máxima influencia en la postguerra y de modo muy especial en los estados fascistas derrotados.

El papa tenía asimismo el máximo interés en una guerra adicional contra el Este, guerra hacia la que él y su clero venían empujando desde hacía varios años. Sin embargo, el pueblo americano no estaba en 1945 dispuesto a luchar contra quienes habían sido hasta ahora sus aliados y por quienes sentían además una fuerte simpatía. Era pues necesario modificar el estado de opinión de americanos y británicos, asunto al que dio comienzo Churchill, el auténtico antagonista de Stalin y ya expresidente del gobierno de Gran Bretaña. La derrota electoral de julio de 1945, durante la Conferencia de Postdam y por lo tanto justamente en el momento del mayor de sus triunfos, lo había convertido en persona privada.

Ante Roosevelt —con quien entre la primavera de 1940 y la de 1945 había intercambiado no menos de 1.700 mensajes personales algunos de considerable amplitud— apenas pudo imponer ocasionalmente su opinión, lo cual no estribaba en la superioridad económica de los USA, por más que fuese a ésta y en mayor grado aún a los superiores sacrificios de la Rusia soviética a la que debía su supervivencia. Todavía en octubre de 1944 Churchill pronunció en Moscú un brindis por el «mariscal Stalin» a quien denominó «el gran Stalin». Lo que no impidió que poco después enviara un telegrama a Montgomery (telegrama que sus memorias no mencionan) con la instrucción de armar a los alemanes en caso de que los rusos cruzaran el Elba. Y es que también urgió al presidente de los USA para que no permitiera que la URSS retuviera ni una pulgada de los territorios que ocupaba. Eso pese a que el encuentro entre las tropas americanas y las soviéticas debía tener lugar en ese río, es decir mucho más al este de la línea que se había acordado en Londres.

Obligado a retirarse en la cima de su carrera en favor de un gobierno laborista, Churchill viajó a los USA y atizó allí la guerra fría. Sucedió ello a través de un discurso pronunciado el 5 de marzo de 1946 en el Westminster College de Fulton, una pequeña ciudad de Missouri, patria de Truman, quien acompañó a Churchill hasta allí en viaje por ferrocarril. En su alocución, difundida por cuatro continentes y en más de cuarenta idiomas, el ilustre huésped previno al mundo entero «contra los dos siniestros e incendiarios asesinos… la guerra y la tiranía». No creía ciertamente «que la URSS deseara la guerra. Lo que desea es recoger los frutos de la guerra…» Pero ya eso era suficientemente grave pues había otros que también los deseaban. «Un telón de acero ha caído sobre el continente», exclamó Churchill en aquel discurso seguido con gran expectación.

No fue en esta ocasión, como suele opinarse, cuando se uso por vez primera la expresión «telón de acero» que Churchill ya había usado anteriormente en su telegrama confidencial del 12 de mayo de 1945 a Truman, sino en el diario de Goebbels el ministro de propaganda hitleriano que la empleó a menudo hacia finales de la guerra. Churchill la hizo suya y con ella influyó decisivamente en el clima político mundial de los años siguientes y por supuesto en sintonía con el gobierno de los USA. Y aunque no exigía aún ninguna «cruzada» había sido él mismo quien años atrás había exigido «estrangular al socialismo cuando aún está en mantillas». Y es que el estado de cosas vigente en el occidente era algo tan sagrado para Churchill que no solamente equiparaba, o poco menos, el socialismo al que aspiraba el partido laborista con el comunismo sino que también le parecían equiparables la vida bajo un gobierno laborista y la que se hubiera de soportar bajo la Gestapo nazi.

Se había dado un cambio de frentes. Es más, parecía como si se hubiera puesto fin a la II G. M. únicamente con el propósito de iniciar la tercera.

Junto a Churchill había por entonces otra figura más que también ocupaba el podium del Westminster College en Fulton. Era el nuevo mandatario de los USA, hasta hace poco propietario de un pequeño negocio de artículos de mercería que dio en bancarrota, un hombre al que Churchill calificó de «uno de los presidentes más egregios de los USA», H. S. Truman. Este último, por su parte, expresó su admiración por el orador con grandes aplausos. Al cabo de medio año la actitud mental de la nación según una nueva encuesta del instituto Gallup se había reorientado: en lugar del anterior 55% de americanos deseosos de proseguir la alianza con la URSS, sólo había ya un 46,5%. Pronto fueron únicamente un 38%. Stalin, gran hombre de estado y mastín sediento de sangre a la par —no se pierda de vista que en general mantuvo los acuerdos concluidos con los aliados occidentales y a veces con pedante exactitud aunque ocasionalmente ello lesionase sus intereses en cuanto comunista—, declaró el 13 de marzo de 1946 en la Pravda, una semana después del discurso de Churchill, que de hecho había poca diferencia entre la pretensión hitleriana de conseguir la hegemonía para la raza «aria» o reivindicarla para los «pueblos anglófonos»…

Con todo Churchill prosiguió su gira en pro de la guerra fría. En un discurso pronunciado en Zúrich el 19 de septiembre de 1946 previno contra la servidumbre y exigió una vez más que se estuviera dispuesto a morir antes que doblegarse a la tiranía. Al mismo tiempo propagaba la idea de una especie de «Estados Unidos de Europa», con exclusión de Inglaterra y de la Europa del Este (a kind of United States of Europe). Era evidente que esta nueva Europa, muy en la línea del pensamiento del papa (a quien Churchill después de una audiencia calificó de «máxima figura… entre las que hoy viven en la tierra»), debía convertirse en un frente antisoviético con su eje central en «el pensamiento cristiano-conservador y también en la solidaridad social propios del Occidente». Esa idea de Europa halló, por supuesto, una acogida muy favorable en el congreso de los USA y en la prensa americana y también el pleno apoyo de América.

En su momento, cuando una parte del generalato americano parecía como poseído por el deseo febril de lanzarse contra los rusos, el general Lucius Clay (quien más tarde al igual que muchos de sus colegas acabaría en el sector de la industria, para el que de hecho, como todos los generales, trabajaba ya como soldado), hablaba del «profundo arrepentimiento… porque en vez de haber aplastado a Alemania con Rusia no aplastaron a Rusia con Alemania. Ese arrepentimiento corroe nuestro corazón de americanos y no se lo perdonaremos nunca a Roosevelt». Por esos días, el nuevo presidente Truman, incansable en conjurar al nuevo enemigo, dio la consigna de «¡Al diablo con los rusos!», mientras por otra parte exponía con toda franqueza los planes americanos de expansión mundial en su declaración del 6 de marzo de 1947 —dirigida contra la economía planificada soviética— en el Baylor College de Texas: «El sistema americano sólo puede sobrevivir (en la propia América) si se convierte en el sistema mundial». «Si no actuamos y adoptamos medidas absolutamente decisivas aquélla (la economía planificada) se convertirá en ejemplo para el próximo siglo».

Justo veinte años más tarde otro presidente de los USA, L. B. Johnson, confesaba ante el congreso que «el aumento de los gastos de defensa (!) ha provocado un cambio radical de clima en la opinión (pública)», añadiendo acto seguido que «la escalada de la guerra de Vietnam garantiza de hecho a los hombres de negocios el que, en un futuro previsible, no haya recesión económica de ningún tipo». En tan sólo un año América tenía 164 millonarios más. A todo ello se le denominaba «el cáncer americano», es decir la conquista del mundo mediante la infiltración económica («La General Motors se traga a la Opel») o bien mediante la cruda corrupción y la violencia. Todo ello disimulado con la tapadera de la consigna «¡Al infierno con los rusos!». Y mientras el consejero inoficial del departamento del State Department, el jesuita Edmund Walsh abogaba abiertamente por la diplomacia de las bombas atómicas como único «lenguaje que entiende la URSS», el cardenal Spellman elogiaba a Pío XII como el hombre «que transforma en victoria la derrota»[22].

Los USA como arsenal de armas y fuente de financiación de la iglesia católica

«… En el mundo de las altas finanzas y de la gran industria se estaba en trance de abordar prácticamente los trabajos de reconstrucción y para ello era necesario el concurso de la Iglesia Católica… La Iglesia Católica ha apoyado siempre la política del gobierno americano, tanto si ello se conjugaba con el interés de la Iglesia como si ése no era el caso… Es cierto asimismo que nadie puso tanto celo en la conducción de la guerra fría como los sectores católico-americanos»

(L. L. Mathias)

«Los USA se convirtieron en el arsenal de la Iglesia Católica»

(Avro Manhattan)

El mismo papa que (cuando era secretario de estado) contribuyó a la toma del poder por parte de los fascistas y les prestó su apoyo hasta el final, se alineaba ahora resueltamente del lado de los USA. Europa parecía estar en bancarrota. Su ocaso como potencia mundial, ya iniciado con la I G. M., se había hecho más evidente con la II G. M. y era, presumiblemente, definitivo. Estaba en verdad marcado por el signo de acontecimientos apocalípticos: la mitad del continente tenía de hecho que incluirse en el debate del balance, amén de aceptar un terrible capítulo de pérdidas. De ahí que el Vaticano buscara como contrapeso una nueva base y ésta sólo podía ser el país de los vencedores, el estado más rico y activo del hemisferio occidental, donde el catolicismo había experimentado un continuo florecimiento: razón para que ya los predecesores de Pacelli prestaran creciente atención a este nuevo mundo.

Al principio, los yankees, los protestantes —sus reformadores más conspicuos fueron todavía denostados por un papa del s. XX como «hombres de talante terrenal, moralmente desenfrenados, que no conocían otro Dios que el de su estómago» (quorum Deus venter est)— apenas merecían a Roma una mirada desdeñosa. Incluso un enviado especial de Lincoln que solicitó de la curia el nombramiento de uno o dos cardenales americanos fue despachado como si se tratara de un «limpiador de picaportes» llegado en mal momento y, según se dijo, el secretario de estado había susurrado estas palabras al cardenal que hacía de intérprete: «Ese hombre está loco». Sin embargo sólo un decenio después, en 1875, el arzobispo de Nueva York, John McCloskey ascendió a cardenal.

El número de católicos en los USA no sólo creció ininterrumpidamente sino que lo hizo más rápidamente que el de las otras iglesias y sectas. Hace ya tiempo que el catolicismo es la corporación religiosa más numerosa, compacta y poderosa de los USA, lo cual aumenta su atracción para las masas, pues éstas suelen en general acudir adonde ya hay otras masas.

Si a finales del s. XVIII había tan sólo unos 44.500 católicos con 30 sacerdotes en los USA, un siglo más tarde —poco antes del pontificado de León XIII— su número era de 7 mill. con unos 5.000 sacerdotes. Bajo este papa inteligente y de amplia visión el catolicismo americano alcanzó los 10 mill. con más de 11.000 sacerdotes y 93 prelados. León celebró entusiasmado en cada una de sus encíclicas aquel enorme avance y la inmigración de irlandeses, de europeos del sur y del este, fomentada desde años atrás. Elogió la liberalidad de los creyentes de ultramar y reconoció que la alegría que sintió desde un principio por esta iglesia no se vio nunca empañada, sino que crecía más bien de día en día mientras que los cambios decadentes en los viejos países católicos eran para él motivo de gran pesar.

El gobierno americano tomó, agradecido, constancia del interés papal en la conmemoración secular de la gesta de Colón en 1892 y en la simultánea exposición de Chicago. León XIII alabó la libertad de los USA y en 1893 estableció en ellos una delegación apostólica.

Después de la I G. M. y más aún después de la segunda las conversiones de americanos se incrementaron notablemente y año tras año alcanzaron cifras de 30, 40 y 50 mil conversos. En el último período del pontificado de Pacelli, de 1948 a 1957, la Iglesia Católica creció en América a razón de casi un millón anual. En 1960 se contaban ya 42 millones de católicos frente a 63 millones de protestantes. Mientras el número de creyentes de las iglesias evangélicas se multiplicó por 30 en el último siglo y medio el de católicos lo hizo por 1.720. Mientras que en 1914 había únicamente 14 arzobispos y 84 obispos en 1960 había ya 39 arzobispos y 195 obispos, que entre otras cosas disponían de 98 seminarios sacerdotales, 2.278 universidades y colegios mayores, 1.566 High Schools y 10.177 Primary Schools, aparte de 55 600 sacerdotes. En el verano de 1960, el católico J. E. Kennedy candidato a la presidencia pudo afirmar que: «Mi confesión es una cuestión de amplio interés político… mi confesión y mi juventud hablan en mi favor».

Y de hecho fueron los católicos, (juntamente con la televisión, con aquellos estados del sur que aún eran fieles al partido demócrata y con otras minorías) quienes ayudaron a Kennedy a una victoria extremadamente exigua. En 1964 había ya casi 45 millones de católicos y casi 2.500 High Schools católicas con más de un millón de estudiantes junto a unas 11.000 Primary Schools, con más de 4,5 mill. De escolares. A despecho de todo ello, desde algunos años se percibía una tendencia a la baja en el número de bautizos tras de la cual estaba, sin la menor duda, el uso de contraceptivos artificiales. No es de extrañar por ello que la Iglesia Católica, en especial la de los USA se haya lanzado al ataque contra aquéllos.

Ya era desde luego mucho que hubieran pasado por fin los tiempos en los que la América protestante celebraba anualmente, el 5 de noviembre, el «Día del papa», quemando públicamente la imagen del sumo sacerdote romano. Quizá quedan más cerca días en los que también allí (como ha ocurrido en la España del s. XX) se quemen iglesias protestantes por muy fantástico que ello se les pueda antojar a muchos. Pues todavía en la segunda mitad de este siglo cardenales prominentes negaban a los «herejes» (protestantes de Roma o España) todo derecho a la protección jurídica en caso de conflicto con católicos: «A los ojos de un auténtico católico lo que se da en llamar tolerancia está fuera de lugar». («La persecución de quienes discrepan», dice Heine, es por doquier monopolio del estamento sacerdotal).

Claro está que en los USA la Iglesia muestra otra actitud. Una actitud mucho más liberal que en los países donde no necesita mostrarse así. Así surgió un «catolicismo americano» específico que no sólo intentaba hacer un «Catholic way of life» del «american way of life», sino que lo ha conseguido prácticamente. Y ello contra la resistencia inicial del Vaticano, que sin embargo ya hace muchos años que apoya esa táctica tan rentable, encaminada en todo y por todo a penetrar en el tejido social de los USA y hacer de ellos un país católico.

Esa perspectiva tiene todos los visos de hacerse realidad, tanto más cuanto que siendo aún una minoría —si bien de un peso impresionante— opera de manera prudente, sin desvelar demasiado temprano o con demasiada franqueza su auténtico propósito. En conjunto el catolicismo americano procede con habilidad adaptándose en cuanto sea posible y, sobre todo, adormeciendo a un protestantismo cada vez menos receloso, al que complace con esa liberalidad —estrictamente contraria a su esencia católica— tan deseable en los USA y con el que se congracia —algo que no es lo último en importancia— mediante la agitación radicalmente anticomunista, capitalista. Algo que le permite constatar complacidamente que: «A causa del bien conocido antagonismo de la Iglesia respecto al comunismo, la propaganda anticatólica se ha reducido en el decurso de la guerra fría».

Como en todas partes, el catolicismo intenta allí influir sobre las masas a través de los obreros y de los sindicatos para tutelarlas con la doctrina social católica. Tal es la misión, verbigracia, de la Association of Catholic Trade Unionists de Nueva York, con su periódico editado por «Labour Leader», que organiza sesiones de formación y regenta una escuela nocturna para obreros. También las autoridades diocesanas y los jesuitas fundaron escuelas obreras para impulsar la lucha contra el socialismo, para «reformar» y «democratizar» a los sindicatos.

La prensa católica experimentó un ascenso vertiginoso en los USA desde la I G. M. A partir de ella surgieron auténticas cadenas de periódicos católicos. A mediados de la II G. M., en 1942, la Iglesia Católica poseía en los USA 332 publicaciones orgánicas. Su tirada conjunta era de casi 9 mill. de ejemplares. Entre ellos 7 diarios, 125 semanarios, 127 revistas mensuales, todos ellos dependientes de la sección de prensa de la N. C. W. C. (National Catholic Welfare Conferenc) y controlados por los obispos. Esa sección de prensa transmitía por entonces noticias a 190 distintas ediciones de una amplitud semanal de entre 60 y 70 mil palabras.

Al final de la guerra muchos diarios católicos tenían una tirada de alrededor de un millón de ejemplares, tales como el Catholic Mission, The Young Catholic Messenger, Our Sunday Visitar. Diez millones y medio de católicos compraban 367 publicaciones de la prensa católica. En 1964 ésta disponía de 59 revistas para consumidores con una tirada conjunta de más de 7 mill., más de 50 revistas del mundo económico o profesional y 13 revistas en lenguas extranjeras.

En 1969 disponía de 89 diarios diocesanos locales (tirada conjunta: 4.229.065 ejemplares), con influencia en el conjunto de la vida política y cultural. Semanarios principales: América y The Commonweal, de los jesuitas; el Catholic World, de los paulinos, y la revista Interracial Review, dedicada fundamentalmente a la cuestión racial negra. El conjunto de la prensa católica americana tiene una tirada total de más de 25,5 mill. de ejemplares.

No menos significativa es la influencia de la iglesia romana en la radio. Durante el pontificado de Pacelli había en los USA una «hora de la fe» y «la fe en nuestro tiempo», emitidas en 1950 por no menos de 77 emisoras. Es más, la Fundación Católica para Hombres tenía por entonces un programa, la Hora Católica, emitida por 111 programas con alcance hasta China y el Japón: la mayor organización radiofónica del mundo. Pero también había una Hora del Rosario, que habría sido transmitida por cientos de emisoras varias veces al mes. Las «más importantes estrellas» habrían pronunciado en ellas rezos repetidos por millones de oyentes. Para ello se habrían pagado cuantiosísimos alquileres a estaciones privadas de radio.

La Iglesia Católica ejerce una enorme presión sobre la industria del cine. Ya desde 1930 destacó especialmente en este aspecto la «Legión of Decency» gracias a sus amenazas y a medidas de censura y de boicoteo. Millones de ciudadanos ponían su firma bajo las declaraciones de esta «Legión»:

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… prometo, como miembro de la Legión of Decency no ver ninguna de las películas repudiadas por la Iglesia. Prometo además, para prestar efectividad a esta acción, no acudir a aquellos cines y lugares de esparcimiento que proyecten tales películas». También en 1930 y con asesoramiento de los jesuitas surgió el denominado «Código de Producción», que impartía «consejos» a los productores de cine acerca de lo que debía y lo que no debía ser filmado; de lo que hallaría la aprobación de la Iglesia Católica o se toparía con su anatema. De allí a poco el productor Will Hays quería ver aquel código convertido en hilo conductor de toda la industria del cine: Es más, reconoció ante el Vaticano que «estaba plenamente de acuerdo con los puntos de vista del papa acerca de la moral de las películas modernas».

En 1933, cuando en Alemania se cerró filas contra «La porquería y la escoria», un representante de Pío XI exigió una «campaña unitaria y beligerante… en pro de la depuración del cine, que se ha convertido en un peligro mortal para la moral». A partir de los años cincuenta los controles del catolicismo relativos a la industria cinematográfica se hicieron aún mucho más frecuentes. La «Legión de la decencia» y el episcopado americano colaboraron a menudo en ello. Muchas películas fueron ya condenadas durante o incluso antes de su producción, algo que aún perdura. Otras son posteriormente retenidas, alteradas, sometidas a prueba en nuevas versiones, algo a lo que se prestó incluso una empresa como la «20th Century Fox Company», cuyo presidente Spyros Skouras llegó a disculparse públicamente ante los católicos. La «Loew Company» prohibió la proyección, en 225 cines, de la excelente película de Ch. Chaplin «Monsieur Verdoux» porque la asociación católica de veteranos de guerra protestó contra ella.

Por otra parte los estudios de Holliwood filmaron bajo la influencia eclesiástica una cinta católica tras otra pues la industria cinematográfica de los USA era la principal suministradora para 90.000 salas de cine (1950) dispersas por todo el mundo. Avro Manhattan escribió por entonces: «En nuestros días apenas hay nadie, en el mundo de la cinematografía americana, que se atreva a producir una nueva película sin haber tenido en cuenta, ya en el proyecto, la aprobación o el rechazo de la Iglesia Católica».

La situación en el mundo editorial no era nada diferente pues también aquí se valían los católicos de los mismos métodos. De ahí que la mayor parte de los editores examinen, antes de publicar un libro, qué acogida le depara la Iglesia Católica. Ésta «no solamente puede “paralizar” el efecto de un libro y condenarlo por así decir a muerte, sino pasar también al ataque contra la propia empresa editora, prohibiendo a millares de libreros incluir ese libro u otros de la misma editorial en su surtido». Así se entiende que el editor americano de dos obras tan desenmascaradoras como The Vatican against Europa y Genocide in Satellite Croatia 1941-1945, diese rápidamente en bancarrota, como me contó hace años su autor Edmond Paris (seudónimo de un francés).

Y con todo, por más que la Iglesia Católica influya en la vida política de América, el alto clero —táctica habitual en él por lo demás— se muestra reservado de puertas para afuera y no se expone ni en lo tocante a la cuestión de los negros ni en la cuestión social. Respecto a lo último, ello no le resulta difícil por razones obvias. Por lo que respecta a la «conversión» de los negros —que de por sí no le crea ningún problema— ese clero ve en ella uno de los medios más importantes para la catolización de los USA. En 1945, cuando había únicamente 300.000 negros católicos frente a 5,6 mill. de protestantes, se planificó ya una campaña de misiones entre aquéllos. Pronto se tocó retirada porque se pensó que la situación no estaba aún madura: se temían las críticas de la opinión pública y la resistencia insuperable de los blancos. Pues aun cuando ocasionalmente —¡y con retraso más que suficiente!— algún obispo aislado hubiera censurado en términos más o menos duros la segregación racial; es más, incluso aunque ocasionalmente algunos sacerdotes que predicaban contra ella fueran expulsados del púlpito, la mayoría de los creyentes cristianos no se inmuta por la miseria de los ciudadanos de color. Les deja fríos la indecible pobreza de estos últimos o que los negros tengan las ocupaciones más bajas, más sucias y peor pagadas; o que de los casi un millón de negros del Nueva York de los años cincuenta casi la mitad de las familias tuvieran ingresos anuales inferiores a los 4.000 dólares; o que el salario de los trabajadores negros fuera apenas la mitad del de los blancos mientras su cuota de parados fuera el doble; o que la mortalidad infantil entre los habitantes de los slums fuera nada menos que tres veces más alta que la de los barrios blancos de la clase media blanca y que sus esperanzas de vida, por el contrario, diez años más baja.

Sólo cuando la solidaridad con los negros sea mucho mayor y la disposición a integrarlos dominante, sólo entonces se convertirá la Iglesia Católica en abogada de los ahora discriminados y recogerá los frutos de todo ello. Algo parecido a lo que hace en América Latina, donde ocasionalmente toma partido a través de representantes del bajo clero, por aquellos a los que cabalmente ella oprimió y explotó sangrientamente durante siglos. ¡Tanto más si la victoria de ese partido amenaza con convertirse en realidad!

En Roma, más próxima al menos geográficamente de África que del nuevo mundo la situación bajo el papa Pacelli —el colonialismo pertenecía ya a la historia— era muy otra. Justo por entonces se sometió a revisión el esquema anacrónico de clero blanco para laicos negros. Y cuando en 1957 pusieron la mitra obispal a Monsignore Gantin, joven de 32 años y ordenado sacerdote pocos años atrás, que no era ni pariente de ningún poderoso ni sobrino de ningún papa o cardenal, dos prelados comentaron con amargura: «A cuánto llega hoy cualquiera». «Hoy es suficiente con ser negro». Es más que evidente que de ser predominantemente un país protestante, los USA se convertirán en breve en un país mayoritariamente católico, debiéndose tener en cuenta que el catolicismo de allí se lleva más a la vista en el plano religioso que en Europa y que su entrelazamiento con el Estado es más bien mayor pese a la separación oficial entre Iglesia y Estado. L. L. Mathias, un profundo conocedor del continente, que vivió 11 años en Sudamérica y 10 en los USA resume concisamente: «… En el mundo de las altas finanzas y de la gran industria se estaba en trance de abordar prácticamente los trabajos de reconstrucción y para ello resultaba necesario el concurso de la Iglesia Católica… La Iglesia Católica de los USA ha dado su sanción al american way of Life. Como cualquier americano, aunque sea de origen turco, ella ve en ese american way el camino de la salvación para las demás naciones. El american way of life se ha convertido en un Catholic way of life, al menos respecto a todas las cuestiones sociales y políticas… Que el State Department y la Iglesia Católica persiguen objetivos idénticos en el extranjero, es algo que se ha puesto de manifiesto en innumerables ocasiones. La Iglesia Católica ha apoyado siempre la política del gobierno americano, tanto si ésta se conjugaba con los intereses de la Iglesia como si no era este el caso; bien se tratara de la Francia de De Gaulle o de Vietnam del Sur… Es también cierto que nadie puso tanto celo en la conducción de la guerra fría como los sectores católicos americanos. Es sobre todo a estos sectores a quienes hemos de agradecer el que esa guerra haya adoptado el carácter de cruzada».

Ya en la II G. M., cuando la aplastante mayoría de la jerarquía católica de los USA predicaba el aislacionismo en interés de Hitler, el Vaticano hacía sus preparativos para la guerra fría, la fanática prosecución de la hostilidad anticomunista y antisoviética. ¿Y qué es lo que debía resultar de esa nueva guerra fría si no era otra guerra «caliente»? Recurso para fortalecer el catolicismo en el mundo y muy especialmente, claro está, en América.

Ya mediada la guerra, en los Catholic Principies of Politics, un libro de texto de las universidades católicas publicado con la aprobación papal, se podía leer que sólo hay una religión verdadera y que la Iglesia romana debería aún convertirse en religión del estado a tenor de su doctrina fundamental: «El estado ha de reconocer a la religión verdadera». Manhattan comenta certero: «Con otras palabras, el catolicismo ha de gozar de trato preferente frente a las demás confesiones; es más, el estado está incluso obligado a ayudar a la Iglesia y a suprimir las demás confesiones». Donde quiera que ello le resultó posible en el pasado, la Iglesia obró así. Y mientras en los USA jura por la democracia y defiende en apariencia la «liberalidad» de allí y elogia en general la mayor parte de las cosas que gozan de la estima del país del gran dinero, todo parece indicar que lo que quisiera —y no falta mucho por lo demás para que ello se haga realidad— es convertir a ese país en algo parecido a lo que ya fue realidad en Europa: la España de Franco, el Portugal de Salazar, la Francia de Vichy, la Eslovaquia de Tiso y finalmente, aunque no en último término la Italia fascista, la misma que en otro tiempo distinguió con cuatro altas condecoraciones al obispo Hayes de Nueva York.

No es casual que ya bajo Pío XII, el gran socio de los fascistas, crecieran la influencia y el número de empleados americanos en Roma. Pacelli, que también había cosechado por su parte giras triunfales por los USA —«América se consideraba feliz de haber podido conocer también al cardenal»; «Las universidades se consideraban felices de investirlo como Doctor Honoris Causa»—, supo hacerse una idea cabal de la victoria obtenida por aquel país. Miembros de la curia cruzaron más a menudo el océano y prelados de los USA acudieron al Vaticano. Pues éste y el Nuevo Mundo están unidos por la fe en Dios, especialmente en el «Dios dólar» (Stendhal). La percepción realista de Truman de que «Los negocios van mal si los mercados son pequeños y van bien si son amplios» se corresponde perfectamente con la estrategia misionera de Roma. Y es justamente de los USA de donde ya desde años llega a Roma un desbordante flujo de dinero. («Año tras año al inicio de la cuaresma el mismo Pío pronunciaba por radio una alocución petitoria dirigida a los niños americanos», escribe Monseñor Purdy: como si la fuente principal de lo que desde allí llegaba fuesen los centavos infantiles)[23].

«Sólo una cosa es necesaria…»

«La Iglesia de Cristo sigue el camino que le señaló el divino redentor… No se mezcla en cuestiones puramente económicas…»

(Pío XII)

Realmente, el papado obtiene la mayor parte de su dinero de los USA. Ya hace años y según un destacado conocedor clerical de ese asunto, aquéllos aportan el 35% y la R. F. A. el 18%. La curia ejerce en los USA —donde el alto clero católico disponía ya en 1980 de 212.000 mill. de marcos y donde los pobres «Vicarios de Cristo» tienen hoy depositadas grandes reservas en oro en Fort Knox— una fuerte influencia en la industria del acero, en la USA Steel, en la Sharon Steel, en la Bethlehem Steel, Jons Manville Steel y otras empresas del ramo. La silla pontificia y los jesuitas (autotitulada orden mendicante) poseían o poseen allí numerosas acciones de la General Motors, de la Bendix Aviation, Douglas Airkraft, Worthington Pump, American Telephone and Telegraph Company, Metropolitan Life Insurance Company, Prudential Life etc. También el mayor banco privado del mundo, The Bank of América, se halla prácticamente en manos de los jesuitas, que tienen un 51% de su capital desde el final de la guerra. La Pravda afirmaba el 24 de diciembre de 1947 que el Vaticano había realizado numerosos negocios especulativos con material de guerra americano apoyando con él a numerosas organizaciones antisoviéticas. Sea o no cierto lo anterior, seguro es que Roma realiza grandes negocios con los USA. Que apoya a organizaciones antisoviéticas también lo es.

Aunque la jerarquía eclesiástica americana esté más interesada en papel cotizable, en acciones y obligaciones, que en valores inmuebles, tierras o edificios, sus posesiones fundarías ascienden con todo a 1,1 mill. de hectáreas. Y tampoco en la pobre Sudamérica ni en otras zonas es ella lo que se dice pobre. En Uruguay y Venezuela, verbigracia, posee unas 50.000 hectáreas. En Perú, 70.000. En Colombia, 100.000. En Brasil, 1 millón. En Argentina sus posesiones constituyen incluso el 20% del suelo nacional. Un porcentaje similar se da en Portugal y en España.

En Italia, tanto el Vaticano como los jesuitas y otras entidades religiosas poseían, durante la era de Pío XII, acciones y otros valores en las empresas financieras e industriales más importantes. En muchas sociedades, eléctricas verbigracia, en la Seit Valdarno, La Céntrale, Caffaro, Edison, la Sociedad Romana de Electricidad, la Sociedad Adriática de Electricidad, la Sociedad Eléctrica de Italia del Sur, Sociedad General de Electricidad de Sicilia etc. También en telefónicas, como la Sociedad Telefónica Torinesa, la Sociedad Telefónica del Tirreno etc. Considerable era su participación en las sociedades de seguros tales como —en éstas poseía cuando menos un tercio del capital y de los valores en papel— «Fondiaria Vita» (seguros de vida), «Fondiaria Incendio», en «La Térra», en «Alleanza Securitas Esperia», en el Instituto Nacional de Seguros, en la Sociedad de Seguros para la Protección en el Trabajo, en la Sociedad General de Seguros de Venecia, en la Sociedad de Seguros de Trieste etc.

Innumerables empresas de la construcción dependían entonces total o parcialmente del clero. La misma firma FÍAT pertenecía en buena parte a la «Santa Sede» o a otros institutos religiosos y también «Alitalia», la mayor empresa aérea del país. Le pertenecían por entero algunas empresas ferroviarias tales como las sociedades anónimas de Ferrocarriles del Sudeste y «Strade Ferrate del Mezzogiorno». También bancos como el Banco de Comercio, el Banco de Roma, el Banco «Santo Spirito», Banco «Scaretti», Banco «Hugo Natali», el Banco Agrícola, el Instituto Central de Crédito, el Instituto de Crédito para las Empresas Públicas, El Instituto de Crédito Romano, la Unión Crediticia para Factorías Públicas etc.

¿Acaso tenía Pío XII, incluso como persona privada, participaciones en el gran capital?

Suposición absurda tal vez para todo el que sepa con qué santa pobreza vivió y murió, como todo auténtico «Vicario de Cristo». Pues no sólo era modesto todo cuanto le rodeaba, casa, vivienda y mobiliario: «todo adusto y sencillo», en palabras de quien fue su asidua acompañante durante decenios. Claro que también él era «frugal y olvidado de sí», modesto, «muy modesto». Pues durante la II G. M. pasaba frío, más parece por propia voluntad que por falta de carbón, más para «dar un buen ejemplo» que por pura necesidad. Buscando alivio sencillamente en un «termo de agua caliente» o en un «cojín eléctrico», el papa «sufría… realmente bajo el frío y tenía las manos heladas», eso aunque todo ello, dice aquella compañera suya, «raye en lo increíble». Como también lo parece la historia del café que llegaba a sacos a Nápoles procedente del Brasil, destinado expresamente para el papa y que éste enviaba después en su totalidad a sus «queridos soldados», pues no «quería beber ya café en absoluto ni ver una taza de esa bebida en su mesa de desayuno», tanto menos cuanto que «justamente en la mesa» era muy «frugal».

Y no sólo con la vivienda, el carbón y el café. Lo era para todo. Ahorraba, se mortificaba, daba casi hasta su última camisa. El pobre Tardini, nada menos que su compañero más asiduo durante casi treinta años, necesitaba por ejemplo una sotana. «Sí, por el nombre de Dios», decía «Su Santidad», pero «¡dele a él la nueva y déjeme a mí la vieja!». El mismo desprendimiento con los zapatos. Siempre los obtenían los más necesitados y mientras el sumo sacerdote zapateaba secamente el suelo con los viejos. «Pero, Santidad, unos zapatos así no los llevan ya ni los pobres; únicamente los vagabundos, le dije yo en cierta ocasión».

También con el fluido eléctrico procedía ahorrativamente porfiando con Pascalina a ver quien apagaba antes la luz cuando ésta ya no era indispensable. Finalmente su «Santidad» lo pagaba todo de su propio bolsillo. «Eran millones», de liras se supone. Por lo demás también todos los regalos personales que se le hacían desaparecían al momento: «Para dos capillas en la periferia de Roma, 50 millones; para una escuela totalmente destruida en X… 25 millones; para la aldea destruida por los bombardeos… 40 millones, etc.» (Lamentablemente Pascalina Lehnert, que ha retenido todo eso en sus memorias personales, Yo tuve el honor de servirle, como si estuviera ya hilando el lino para la futura hagiografía, no menciona ni el municipio de la escuela, ni la aldea bombardeada, como si eso menoscabara el honor…).

Pues bien, todo desaparecía al momento. Y es que ningún papa piensa en sí mismo, en su propio peculio; tampoco por supuesto el decimosegundo de los píos. «No pensaba ni remotamente en ello; todo lo contrario: ni siquiera sabía lo que poseía». Y lo que poseía, fiel seguidor de Cristo como era, lo daba a los pobres. Hasta que uno le avisó: «Vd. lo da todo y no le quedará ni para pagarse el ataúd». Pero en ese momento hasta el «Santo Padre» debió reírse: cuando murió dejaba un patrimonio estrictamente privado de 80 millones de marcos en oro y valuta.

Pobres y modestos como el tío Eugenio eran asimismo sus amados parientes, los tres sobrinos que fueron elevados a sendos principados por recomendación de Mussolini. Eso que ya quedaban muy atrás los tiempos del nepotismo, pues como el teólogo J. Bernhart escribía gustoso, «la eliminación de los antiguos malos usos e injusticias» no se logró hasta el s. XX, a saber, «bajo el intrépido brazo de Pío X». Y como escribía el mismo Bernhart, «la vigilancia de sus sucesores mantiene limpia y sana desde entonces la economía financiera romana, esa criatura desvalida (!) de los viejos tiempos».

Pío XII atajó el nepotismo de antemano. «Ya como cardenal evitaba siempre invitar a la mesa a los suyos» Y «también más tarde, cuando su Eminencia Pacelli convertido en Pío XII había ocupado durante casi 20 el solio pontificio, tendrán sus capacitados y laboriosos sobrinos que rechazar una y otra vez puestos de honor y también muy rentables…». Pero el padre celestial seguía desde luego alimentándolos, como sugiere claramente la siguiente lista de cargos ocupados por los tres príncipes Marcantonio, Carlo (su sobrino predilecto) y Giulio Pacelli, tanto en el Vaticano como en la gran banca y en sociedades de monopolio:

El sobrino Marcantonio

A. Cargos en el Vaticano:

Coronel de los Guardie Nobili

B. Funciones en bancos y monopolios

1. Presidente de la Sociedad Molini e Pastifici Pantanelia. (Capital: 600 mill. de liras)

2. Presidente de Molini Antonio Biondi (Capital: 600 mill. de liras)

3. Consejo de Admon de las sociedades:

a) Genérale Immobiliare

b) SOGENE

c) Saniplástica

d) Manufattura Cerámica Pozzi

e) Ferrosmalto o Lloyd Mediterránea

El sobrino Carlo

A. Cargos en el Vaticano:

Consejero jurídico de tres congregaciones (Ministerios papales y abogado del consistorio)

Miembro de la presidencia de la comisión papal para Cine, TV y Radio. Miembro de varios consejos administrativos

Asesor jurídico de la «Obra papal para la Preservación de la Fe» y de la «Admón. de los bienes de la Santa sede»

Delegado del Vaticano en el Instituto de Derecho Internacional Privado Consejero supremo de la comisión papal para el Estado Ciudad del Vaticano

B. Funciones en bancos y monopolios:

Presidente de la Compagnia di Roma (Sociedad de seguros con un capital de 300 mill. de liras)

Consejo de admón. de la Soc. Editrice G. C. Sansoni (Empresa editorial)

El sobrino Giulio

A. Cargos en el Vaticano:

1. Procurador de la Congregación para la Propaganda de la Fe (Ministerio de propaganda papal)

2. Legado extraordinario de Costa Rica en el Vaticano

3. Coronel de los Guardie Nobili

B. Funciones en bancos y monopolios:

1. Presidente del Instituto Nazionale Medico Farmacológico de Sereno (Capital: 200 mill. de liras)

2. Presidente de la Condil-Tubi (Capital; 50 mill. de liras)

3. Presidente de la Soc. Italiana Mallet (Capital: 60 mill. de liras)

4. Presidente de la Soc. Gestione Esercizio Navi (Cap. 100 mill. de liras)

5. Consejo de admon de las sociedades:

a) Banco di Roma

b) PIBI-GAS

c) Ital-Gas

d) Soc. Esercizio Navi di Sizilia

e) Soc. Esercizio Aeroportuali (Malp)

Los ingresos de los sobrinos papales, involucrados en casi todos los grandes escándalos financieros italianos de la postguerra, ascendieron durante la época de pontificado de Pío XII a unos 120 mill. de marcos alemanes. Por lo demás, este emparentamiento del clan de los Pacelli con el capital monopolista italiano e internacional encajaba muy bien con la política papal, con su anticomunismo, con su filoamericanismo, con el entrelazamiento del Vaticano y los grandes capitales especialmente los de USA.

De un lado inyecciones de dólares y ejércitos; del otro encíclicas y propaganda clerical para todos. Eso era justamente lo que necesitaba el mundo de las altas finanzas y de la gran industria. «Tanto si se quiere hacer política en Europa, como en las Filipinas, en Vietnam o en Latinoamérica, había que echar mano de la Iglesia Católica. Ésta estaba ya presente en todos estos países, antes incluso de que uno pudiera imaginarse que hubiera que ocuparse de ellos»; «Una alianza silenciosa… pero real y efectiva… que no tiene par en la historia de los USA».

Ninguno de los dos socios, cuya relación sólo puede sorprender a los ingenuos, puede abatir por sí solo al «monstruo rojo». La «legitimación moral» del uno le autorizaba a aleccionar primero al mundo acerca del «bien y el mal», antes de que el otro entrase en acción con sus ejércitos y sus bombas atómicas. Éste podía desplegar la tercera guerra mundial y aquél declararla cruzada anticomunista «moralmente justificada». Al acero y al rayo de la guerra vienen a sumarse la bendición y el solemne golpe de hisopo (Heine habla de «meados de la fe») de quien representaba a 400 mill. de católicos, un tercio de Europa y una sexta parte de la tierra, capacitado como poder «espiritual» y «moral» para fanatizar a la humanidad de manera mucho más convincente que América, la gran potencia mundial con espíritu de tendero.

Los USA sabían y saben sobradamente que ya no se puede ganar el mundo con el protestantismo. Está demasiado fragmentado, especialmente en el propio país, y tiene menos empuje menos tablas que su rival católico. También es, tal vez, menos visceralmente radical, menos carente de escrúpulos y menos corrompido. Sus adherentes no son tan ciegamente adictos como los de la Catholica, que pueden y quieren por ello ser más aptos como instrumento político eficaz. Las iglesias protestantes, bien lo saben por allá, están lo que se dice embelesadas por el papel anticomunista ejercido por el Vaticano, codo a codo con los USA, y lo consideran como paladín de vanguardia de la ideología cristiana enfrentada a otra anticristiana. Por eso hacen de su lucha algo propio y pasan por alto, consciente o inconscientemente, que aquél las desplaza y sustituye paulatinamente.

En suma: El fascismo recibió el golpe de gracia en 1945 mientras que su principal socio, especialmente en lo tocante a la política exterior, la Iglesia papal romana, continuó tan viva como siempre. Siguió una vez más su bien probada norma de irse siempre del lado del más fuerte y gracias a ello sus dirigentes se han convertido en los principales aliados del vencedor, que a su vez se ha convertido en lo que debió ser y no fue la Alemania hitleriana: «En un arsenal de armas de la Iglesia Católica».

El cardenal Spellman, Henry Ford II, McCarthy y otros prominentes católicos de los USA

«Los timoratos lamentos y las protestas contra el “mccarthismo” no conseguirán que los americanos desistan de su propósito de desenmascarar a los comunistas»

(El cardenal Spellman)

«Nuestros gobiernos son hoy vuestros criados. Nuestros pueblos serán mañana vuestras víctimas… ¿Creéis que moriremos por McCarthy?»

(J. P. Sartre)

El hombre que rendía magníficos servicios marcando el paso en aquella dirección era el arzobispo de Nueva York, el cardenal F. Spellman. Mantenía las mejores relaciones con el Vaticano, con la Casa Blanca y con las altas finanzas de los USA, poseyendo al mismo tiempo un gusto tan delicado como para tener siempre una figura de cera del papa de turno sentada en un sillón de su habitación. Nombrado en 1940 «Military Vicar of Army ana Navy Chaplains», bajo su férula el número de sacerdotes castrenses católicos creció de unos 60 en el año 1940 a 4.300 en 1945. Spellman trabajaba usando todos los medios, incluso los más objetables, que ya no rayaban sino que entraban dentro del concepto de «fraude piadoso».

Es bien probable que uno de los frutos de su actividad fuera cabalmente el hecho de que durante la guerra mundial más de un millón de americanos se convirtiera al catolicismo. Y es cosa probada que las conversiones de algunos de los americanos más prominentes —que causaron gran sensación— se debieron a la iniciativa personal de Spellman. Tal la del magnate de la industria, Henry Ford II, y la de Clare Boothe Luce, la mujer de Henry Luce, el más conocido de los editores de revistas americanos («Time», «Life», «Fortune»), que acuñó el término propagandístico «siglo americano». Ford y la señora Luce se convirtieron de ahí en adelante en portavoces del cardenal. La esposa de Pord se levantó para rezar antes de una comida a la que asistían más de cien huéspedes, escena que vino en toda la prensa. Él mismo modificó toda su política empresarial, sobre todo frente a sus obreros, y comenzó a conquistar Detroit para la causa católica al igual que su abuelo la había conquistado como industrial.

Al igual que Ford, la señora Luce pertenecía a las personalidades de primera fila como solía decirse en el país. Después de que su hija única muriese en accidente en 1944, la desesperada madre, que nadaba en una ola interminable de felicidad, riqueza y poder, cayó ella misma víctima del catolicismo. El obispo Fulton J. Sheen, famoso como «captador grandioso de almas escogidas» y como «telepredicador genial», feroz anticomunista por añadidura, convirtió a la señora Luce. Llegó a diputada en el congreso y bajo Eisenhower, (un pagano que no se bautizó hasta que no presentó su candidatura a la presidencia de los USA), a embajadora oficial de los USA, e inoficial de Spellman, en Roma.

En la Ciudad Eterna la señora Luce exigía el trato de «Signora Ambasciatore» y de «Madame L’Ambassadeur», lo que en ciertas lenguas tiene resonancias un tanto cómicas. Se mostraba más papista que el papa, incluso delante de éste. Se dice que en cierta audiencia le importunó de tal modo con su insistencia que él interrumpió así sus confesiones «Señora mía, también yo soy católico». Ella endiosaba en verdad a aquel anticomunista rabioso que era Pacelli. Con Juan XXIII guardó silencio y más tarde alabó en el Herald Tribuno a Pablo VI, teniéndolo por lo que realmente no era. «Time», «Life» y «Fortune» siguieron la consigna.

El efecto devastador del catolicismo en los USA se puso asimismo de manifiesto en otras personalidades.

Todo el mundo conoce, p. ej., a McCarthy, el cazador de comunistas. ¿Pero acaso saben muchos que era apoyado por el cardenal Spellman y por el alto clero católico? Es más, ¿quién sabe que era hechura de los jesuitas o más exactamente de E. Waish, viejo conocido nuestro? Éste había ascendido ya a vicepresidente de la universidad de Georgetown, en las proximidades de Washington, regentada por los jesuitas. Inoficialmente era asimismo asesor del State Department, por cuenta del cual viajaba ocasionalmente por el mundo, Alemania incluida, y para el que formaba diplomáticos en un instituto del que era presidente. Waish era ya «una de las personalidades más influyentes de Washington». Y fue él y nadie más quien en el curso de una cena en la capital sugirió a su vecino de mesa, el católico McCarthy, la formación de una comisión del senado para extirpar el comunismo del país. A raíz de ello, éste asumió la presidencia del Committee on Unamerican Activities, poniendo en marcha una caza de brujas que a muchos observadores les traía a la memoria las purgas estalinistas y la inquisición española. Ya la más mínima insinuación de que «no todos los rusos eran caníbales» conllevaría el encarcelamiento por actividad subversiva. McCarthy humillaba a generales y a ministros, difamaba a su sabor, acusaba sin pruebas. Mandaba que en el extranjero, especialmente en Alemania, fuesen depuradas, a través de sus asistentes Cohn y Shine las bibliotecas americanas, a raíz de lo cual se dieron incluso casos de nuevas quemas de libros.

Cierto es que los católicos habían quemado libros desde la antigüedad, mucho antes de que comenzaran a quemar a las personas. Todavía en el s. XX quemaron libros; incluso biblias no autorizadas por ellos, biblias protestantes sobre todo: en 1923 en Roma; en 1932 en Dublin; en 1940 en la España franquista; en 1949 y 1950 en las localidades colombianas de Toribio Cauca y El Aguado Casanare. Y es que todavía en la primera mitad de este siglo, incluso algunas iglesias protestantes fueron reducidas a cenizas en España, y ya en la segunda mitad, en 1955, el arzobispo de Sevilla cardenal Segura lanzó una filípica contra el gobierno español cuya tibieza en la fe deducía él del hecho de que tan sólo en Sevilla hubiera ¡seis oratorios protestantes!

Hasta Eisenhower se indignó en relación con McCarthy, pero no se atrevió a atacar directamente a este hombre tan despótico que negociaba en persona con los navieros griegos para fortalecer el bloqueo contra la China comunista. La histeria anticomunista llegó al paroxismo; la soplonería y la delación florecieron. Millones de personas vivían oprimidas por la angustia y el terror y no se atrevían siquiera a hablar alto en la calle. Millares y millares de ciudadanos fueron acusados, casi siempre injustamente, de ser comunistas de haberlo sido o de tratarse con ellos, especialmente entre intelectuales, escritores, artistas, actores, directores de cine y, en grado no inferior, entre científicos: entre estos últimos R. Oppenheimer, el «padre de la bomba atómica», por oponerse a la fabricación de la bomba de hidrógeno y haber defendido durante la Guerra Civil Española la causa de la República.

Como víctimas de McCarthy acabaron también sus días Julius y Ethel Rosenberg, que no fueron agraciados por Eisenhower, de modo que como éste escribió posteriormente, «se convirtieron en los primeros americanos que… en época de paz fueron condenados a muerte bajo inculpación de espionaje». «Un linchamiento legal» decía indignado J. P. Sartre, «que mancha de sangre a un pueblo entero… Nosotros, ¿aliados vuestros? ¡No me hagáis reír! Nuestros gobiernos son hoy vuestros criados. Nuestros pueblos serán mañana vuestras víctimas. ¿Creéis que moriremos por McCarthy? ¿Que defenderemos la cultura de McCarthy? ¿La libertad de McCarthy? ¿La justicia de McCarthy?»

El propio Eisenhower padecía la presión del mccarthismo, por él tolerado. En 1950 McCarthy había dado la señal de ataque contra el mismo State Department al que tildaba de escondrijo de comunistas. Incluso políticos de alto rango, que criticaban la política exterior militar, tales como los ministros Stimson, Wallace, Morgenthau y los senadores Pepper, Taft y Taylor, fueron despedidos o marginados.

El fiscal federal, J. Howard McGrath, hallaba en 1950 «muchos comunistas en América… Se hallan en todas partes; en las fábricas, en las oficinas, en las carnicerías, en cualquier esquina, en profesiones autónomas y liberales. Cada uno de ellos es portador del bacilo mortal para la sociedad». En realidad eran los perseguidores, más que sus víctimas, quienes llevaban realmente ese bacilo. «Toda la vida cultural de la sociedad se extinguió. Se puede probar que la ventaja que los rusos tomaron en distintos ámbitos durante los años cincuenta fue debida, en parte, al hecho de que hasta los mismos científicos de los USA perdieron el gusto por su trabajo». El 13 de julio de 1954, el Herald Tribune acusaba al gobierno y en especial al ministerio de justicia, —y la acusación no fue desmentida— de tener «cincuenta o más testigos a sueldo», bajo la denominación de «asistentes», que en caso de necesidad testimoniaban bajo juramento lo que se les pidiera. Uno de ellos fue incluso premiado con una cátedra en la universidad católica de Fordham, Nueva York.

Finalmente, el mismo Truman acabó por declarar públicamente que McCarthy era un calumniador y el presidente Eisenhower lo abandonó a su suerte. En 1954 sufrió un voto de censura por parte del senado, por 67 votos contra sólo 22 a favor. Se entregó a raíz de ello a la bebida y murió tres años después de una dolencia hepática. Sólo una persona seguía prestándole su respaldo: el cardenal Spellman, quien estigmatizó acremente a «las marionetas comunistas, que odian a Dios y a la libertad… que ya ahora aterrorizan a medio mundo, lo someten a tratos inhumanos, lo tiranizan y pretenden abiertamente, con ayuda de traidores de los que muchos viven en nuestra propia patria, esclavizar asimismo a la otra mitad». En octubre de 1953, Spellman pronunció estas palabras amenazadoras: «Los timoratos lamentos y las protestas contra el “mccarthismo” no conseguirán que los americanos desistan de su propósito de desenmascarar a los comunistas y de alejarlos de todas las posiciones desde las que puedan llevar a término sus infames propósitos».

En verdad que aquella caza feroz contra demócratas burgueses de distintas tendencias, especialmente socialistas y comunistas, acoplada con frases propagandísticas cada vez más virulentas acerca de la «liberación de los estados satélites del Este», era en lo fundamental resultado de las feroces agitaciones anticomunistas de la Iglesia Romana. En los USA esa ofensiva se había iniciado ya ampliamente en los años treinta y muy especialmente después que estallase la guerra civil en España, pues la Iglesia Católica se destacó de modo especial impidiendo el envío de armas al gobierno legítimo de la República. Por aquel entonces, el catolicismo norteamericano, valiéndose de la prensa, la radio, el púlpito y la escuela, lanzó «una de las campañas de agitación y calumnias más carentes de escrúpulos que el mundo haya visto jamás», consiguiendo de Roosevelt que los USA no se comprometiera en favor de la República Española. El presidente declaró en 1938 que «levantar el veto a las exportaciones equivaldría a perder todos los votos católicos el próximo otoño». Ya en su momento, cuando la prensa católica americana calificó la guerra civil en España de cruzada para la salvación del cristianismo, negando además que Franco recibiera ayuda de Hitler, la Iglesia había anticipado de hecho el «mccarthismo» obligando a comités especiales de sacerdotes a espiar a los comunistas, y haciendo saber después a sindicalistas, profesores y a otros profesionales católicos que estaban, por su parte, obligados a vigilar toda actividad comunista. Los periódicos eclesiásticos del país, cientos de publicaciones orgánicas con una tirada conjunta que alcanzaba ya millones, estaban repletos de anuncios anticomunistas, de avisos previniendo contra cualquier clase de colaboración con los «rojos». La fundación de la «Agrupación de Sindicalistas Católicos», debe asimismo ser situada en ese contexto. Es más, el alto clero creó, ya en 1937, una organización especial para luchar contra el comunismo, a la que dio su bendición oficial el cardenal Hayes arzobispo de Nueva York a quien el Duce había condecorado varias veces.

Durante la II G. M. sin embargo la Iglesia Católica no tuvo ninguna suerte con sus denodados esfuerzos para que Roosevelt rompiera su alianza con la URSS y se pusiera al lado de los fascistas. Ahora bien, después de la guerra la continuación de esos esfuerzos se vio coronada por el éxito[24].

El «nuevo orden» antisoviético occidental establecido por Washington y Roma

«El final del régimen fascista en Italia y el inminente hundimiento del fascismo en Alemania ilustraban ante la faz del mundo entero el fiasco de 25 años de política vaticana. El cambio de circunstancias exigía una política nueva, métodos nuevos y tácticas nuevas. Ahora se trataba de salvar cuanto fuera salvable»

(Avro Manhattan)

«Sólo pocas personas en Europa sabían de la estrecha unión existente entre esos dos poderes, los USA y la Santa Sede… En todos aquellos casos en los que la unidad de acción parecía justificada, ambos actuaron en común»

(F. CH. Roux)

«… Un riesgo necesario… un riesgo razonable… una de las exigencias de esta hora»

(Pío XII)

«… Sólo sobre la base de los principios cristianos»

(Truman)

Después de la guerra, el Vaticano hizo todo lo posible para impedir que los USA y la URSS siguieran unidas. En nombre de 6.300 jesuitas americanos, A. Cornick, asistente general de la compañía en América, prometió al papa contrarrestar toda cooperación ulterior entre los USA y la Unión Soviética. Y bajo el sucesor de Roosevelt, Truman, un decidido anticomunista, se estableció una connivencia que nadie se habría atrevido a imaginar, ni aun soñando, durante la guerra anterior. Tanto el Vaticano como los USA deseaban la unificación de Europa y Roma necesitaba la simpatía de los americanos para conseguir mayor implantación del catolicismo y simultáneamente acrecentar el flujo de dólares. Necesitaba los ejércitos americanos en Europa y dondequiera que se sintiera o creyera sentirse amenazada por el comunismo, fuera el de la China roja o el de la URSS. Y en nada difería respecto a ello la posición de los USA, que no poseyendo por su parte ninguna ideología en sentido estricto necesitaban del catolicismo. Lo necesitaban especialmente en Europa, donde seguía tutelando en buena medida a las masas y constituía una especie de tercera fuerza junto a los dos gigantescos antagonistas. Es más, el peso de la curia era tanto mayor cuanto que, en virtud de su anticomunismo, atraía ahora hacia sí, al menos políticamente, a diversos estados y círculos sociales de proveniencia evangélica o liberal que la habían combatido hasta el s. XIX. La solicitud cursada en junio de 1946 por sacerdotes protestantes al presidente Truman para que revocase al «representante personal del presidente… ante la Santa Sede» fue aplazada «ad calendas graecas». No está previsto atenderla «ni para éste, ni para el próximo año, ni para una fecha determinada» y no se llevará a efecto «hasta que la paz reine prácticamente en todo el mundo».

En ese momento había más de un millón de soldados americanos dispersos por todos los continentes y en un total de 56 países, situación que no tenía muchos visos de paz. Aparte de ello, el giro imprimido por Truman a la política americana se hizo claramente perceptible en su mensaje al congreso del 12 de marzo de 1947. La denominada «Doctrina Truman», allí expuesta, constituía casi una especie de garantía para el mundo no comunista asegurando que: «I believe that it must be the policy of the United States of support free peoples who are resisting attempted subjugation by armed minorities or by outside pressures. I believe that we must assist free peoples to work out their own destinies in their own ways». En un famoso discurso ante la Universidad de Harvard el ministro de AA. EE., el general G. C. Marshall (según Truman «the greatest living american») anunció el 5 de junio de 1947 que Europa sería reconstruida con fuerte apoyo por parte de los USA. Con las palabras «agreement among the countries of Europe», insinuaba ya la unificación de Europa, en la que muchos veían o ven aún la salud del mundo.

Con todo, el movimiento paneuropeo —ya propugnado por el conde Coudenhove-Kalergi, cuyos pasos siguieron más tarde Aristide Briand, la «Unión Européenne de Féderalistes» (1946), La Unión Europea Occidental, el Congreso de La Haya (1948) y El Consejo de Europa (1949)— implica enormes peligros en la medida en que puede asentar, y a menudo trata de asentar, a la ligera, un gran nacionalismo en substitución de los pequeños nacionalismos; de reemplazar un gran delirio por otro aún mayor. La idea europea goza de mayores simpatías entre las masas que en los círculos intelectuales.

Al papa desde luego le venía como anillo al dedo. Era la expresión de la vieja hambre de poder cristiano-carolingia y se convirtió enseguida en un pilar de la política antisoviética. Y es que ya en 1940, Pío XII abrigaba la esperanza de que una Europa unida fuera «el comienzo de una nueva era mundial» y durante los años cincuenta propagaba con tanta mayor convicción ese «riesgo», «un riesgo necesario», «un riesgo razonable», «una de las exigencias de esta hora, uno de los medios para asegurar la paz en todo el mundo». Pío siguió con ojos complacidos cada uno de los pasos, camino hacia una Europa unificada: la creación de la Montanunion y la Euroatom, p. ej.

También la vieja idea favorita de la curia, la de una federación danubiana que Pacelli había sacado nuevamente a relucir durante la guerra hormigueaba en muchas cabezas. El arzobispo Spellman la propugnaba y también un círculo muy poderoso en los USA, Cuando a finales de 1944 vino de allí hacia Roma fue recibido y bendecido afectuosamente por el papa y La dèrniere heure belga exultaba ya con el proyecto de «un imperio romano central».

Ni que decir tiene que el papa saludó con suma alegría el «Plan Marschall», anunciado por aquél en 1947 y puesto en vigor en 1948, plan que sometía a Europa a un control aún mayor por parte de los USA y la pertrechaba contra la URSS al precio de una cuantiosa ayuda económica: 12.900 millones de dólares en total (3.100 mill. para la Gran Bretaña; 2.600 mill. para Francia; 1.300 mill. para Alemania; 1.000 mill. para Holanda, por nombrar tan sólo a los principales beneficiarios). El papa contemplaba este plan como manando «de la fuente del amor que América siente por los pueblos de Europa» y pedía que «no se paralizase aquella obra… por lo que no cesaremos de apoyarla mediante nuestras oraciones».

El senador Vandenberg (que no podía entender cómo «una persona sana» podía ser comunista) no veía ese plan como efusión amorosa. A juicio suyo, el plan «se ajusta calculadamente a la cruda realidad —nos guste o no nos guste— de que los propios intereses de los USA, nuestra economía y nuestra seguridad nacionales, van indisolublemente unidos a esa metas».

Tampoco es muy verosímil que el propio mariscal Marshall, hombre adusto y de palabra sobria hasta el punto de opinar en cierta ocasión que «no tengo sentimientos personales, salvo aquellos que reservo para el mariscal Marschall», se viera impulsado a su acción por irreprimibles motivos humanitarios. Para P. Nenni, inicialmente colaborador de Mussolini y más tarde socialista, el Plan Marschall era «un instrumento económico de la Doctrina Truman y de la política de Wall Street». Para los comunistas era un «plan para salvar a la empresa privada, es decir al capital monopolista», un «plan de sojuzgamiento», de «aniquilación de Europa», y a este respecto el P. C. de Francia veía en Marshall al nuevo «Führer». Es cierto que a la ley que servía de base para la ayuda americana se la denominaba «el acto menos mezquino de la historia». Pero hay que esperar todavía a ver si no se muestra como el más mezquino; como germen de la mayor de las guerras tenidas hasta ahora; de la aniquilación de Europa y no sólo de ella. Para decirlo con palabras de sus adversarios: como The Martial Plan, «El Plan Marcial».

Su «éxito» fue de inmediato «tan impresionante» que Washington quiso cuando menos realizar un gesto conciliador cara a los rusos y el State Department «abrió la puerta de par en par a Moscú para discutir a fondo con vistas a solventar nuestras diferencias». Ahora bien, cuando el ministro de AA. EE. Molotov, «no cabe duda que por consejo de su amo y señor en el Kremlin», quiso entrar por esa puerta, ésta fue rápidamente cerrada.

Roma en cambio se hizo objeto de las mayores solicitudes. En agosto de 1947, dos meses después del discurso de Marshall en Harvard, el embajador personal de Truman entregó un escrito en el Vaticano en el que el presidente se mostraba dispuesto a poner a disposición del papa, «así como de todas las fuerzas que aspiran a un mundo moral», todo el poder de los USA, para establecer un orden y una paz duraderos, «que sólo son factibles sobre el fundamento de los principios cristianos». Pío XII respondió al presidente que en esa tarea los USA podían contar «con el apoyo, prestado de todo corazón, de la Iglesia del Señor… que protege al individuo contra la dominación despótica… y a los hombres del trabajo contra la opresión», y en ese contexto el papa atacaba enérgicamente a aquellos que «parecen haberse conjurado para aniquilar todo lo bueno que la humanidad ha producido… Por ello, el deber de todos los amigos sinceros de la gran familia humana es agruparse y arrebatar las armas a esas fuerzas».

Por supuesto que, como siempre ocurrió, en el Vaticano había tendencias diversas, pero todas ellas, desde el ala derechista «clerical» hasta la izquierda «evangélica», armonizaban entre sí abrigando una permanente desconfianza cuando no un odio visceral, frente al régimen soviético.

En la ampliación de su frente antisoviético la curia se valió de institutos ya bien acrisolados para ello como el Russicum. También había a su disposición dos colegios polacos, un colegio ruteno, un rumano, un checo, el colegio húngaro-germánico y el húngaro propiamente dicho. Añadamos una fundación nueva: el Colegio de Lituania. La mayoría de ellos, algo que difícilmente podía ser casual, estaba en manos de los jesuitas.

Bajo Pío XII, el jesuita A. Wetter, uno de los directores del Russicum y autor marcadamente antimarxista, dirigió durante bastantes años la mayor parte de las acciones secretas en los países socialistas. Los agentes vaticanos, cuya filtración perseguía el bloque del Este recelosamente, viajaban al respecto de forma totalmente legal, con visados y pasaportes, aduciendo razones comerciales o culturales, o bien como turistas, entrando así en Polonia, Hungría, Checoslovaquia etc. Su auténtica misión en ellos consistía sin embargo en establecer contactos con personas que después colaboraban a su vez con otras fuerzas en el interior de sus países, fuerzas dispuestas al sabotaje psicológico o material.

¿Qué pretendía con ello el Vaticano? El jesuita Alighiero Tondi, durante muchos años profesor y director del Instituto de Formación Religiosa Superior en la Universidad Pontificia, opinó en su momento que al menos desde la perspectiva actual no hay visos de que se persiguieran en general objetivos inmediatos. «En cambio la Santa Sede y la jerarquía eclesiástica del occidente querían alimentar en la población de los países socialistas la propensión a la crítica y a la insatisfacción, suscitar la “admiración” por los acontecimientos en los países capitalistas, la “nostalgia” por el pasado y otros sentimientos de este tipo. De este modo se intentaba influenciar a las personas con vistas a que, en el momento indicado, se dejasen dirigir por el Vaticano. Todo ello no excluye que éste eche mano de medios violentos tan pronto como se le presente una ocasión favorable. Piénsese, p. ej., en la conspiración del cardenal Mindszenty en Hungría (el proceso que acabó con la condena de Mindszenty tuvo lugar el 8 de febrero de 1949) o en la terrible contrarrevolución húngara de 1956 en la que los jesuitas jugaron un papel de suma importancia. Algunos de ellos (Balogh, Mocsy etc) venían preparando desde hacía tiempo un levantamiento armado».

El Colegio Pontificio para Rusia regentado por los jesuitas dispuso, al menos por cierto tiempo, de una oficina en Múnich, Róntgen Strasse 5, pues Alemania, en el tema «Iglesia», es un «auténtico nido de espías». En manos de los jesuitas se hallaban asimismo, durante el pontificado de Pío XII, los centros de acción contra la República Popular China, así como los centros de la actividad curial en el Lejano Oriente. Cuando en cierta ocasión Tondi exigió de monseñor P. Barbieri aclaraciones sobre esos métodos especiales de misionar el curial respondió así: «No tiene por qué irritarse acerca de ello. Que el Vaticano estimule los actos de sabotaje contra los países socialistas es la cosa más natural del mundo, pues en ellos se persigue a la religión. Se trata de enemigos de Cristo».

También el programa de Radio Vaticano, administrada por los jesuitas, fue ampliado para la lucha anticomunista. En los años cincuenta se emitía por medio de 24 canales de onda corta y dos de onda media en todas las lenguas importantes de alcance universal, desde el árabe hasta el chino, concediendo naturalmente la preferencia a los países satélites de Moscú: cinco emisiones en croata a la semana; cuatro en esloveno; tres en ucraniano, rumano y albanés; dos en búlgaro y en letón y una en bielorruso. Aparte de ello cada día se emitían dos programas en checo, en eslovaco y en húngaro, y cada domingo se transmitían servicios divinos según la liturgia oriental con sermones en las lenguas correspondientes.

Otras numerosísimas organizaciones eclesiásticas se pusieron asimismo al servicio de esta política y lo hicieron de forma tanto más efectiva cuanto que, como suele pasar después de cada guerra, cuando la miseria abruma a la humanidad, también ahora, en una situación similar a la subsiguiente a la I G. M., el catolicismo prosperaba y avanzaba impetuoso; política y organizativamente. Y el propio país de Pío XII no se quedaba atrás, pues justamente en él la Acción Católica se convirtió en «una cantera de cuadros de la Democrazia Cristiana». El número de miembros inscritos varones pasó de 150.866, en 1946, a 285.455. Las mujeres inscritas aumentaron de 369.015 a 597.394 durante ese mismo período. Es más, el número de miembros de la Juventud Femenina Católica experimentó un alza vertiginosa pasando, también en esos años, de 884.992 a 1.215.977. Hasta el Manual de Historia de la Iglesia, de talante clerical, concede que «El auge religioso venía determinado por la lucha política».

Análogo florecimiento conoció la Iglesia en España y Portugal. El régimen franquista, estrechamente unido al catolicismo romano tras la sangrienta guerra civil de tres años favoreció especialmente a este último reforzando la autoridad eclesiástica y fomentando la ampliación o nueva creación de instituciones clericales; reforzando asimismo su influencia sobre la escuela, el mundo editorial y el de la prensa. Hasta los círculos católicos conceden al respecto que la iglesia española «no había tenido hasta entonces tantas posibilidades… para formar una nueva sociedad», es más, que la actividad de la propaganda católica «no tenía parangón en la historia de la iglesia española».

Todo ello le era deparado gracias a un hombre que, como loaba una voz católica, hacía ya mucho tiempo que no gobernaba sino que «imperaba… no en virtud del juego de las fuerzas parlamentarias ni tampoco como resultado de una guerra civil habitual, sino —así es esta España— por designio de Dios». Un rebelde alrededor de cuya cabeza, visible en las monedas de cuño clásico, figuraba la leyenda «Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios» «¿Totalitarismo? Si así se le quiere llamar, es, en el caso español, el imperativo total del decálogo y del derecho natural católico. Ése es el marco intangible del régimen español».

Todo eso llegó a su culminación mediante el concordato del 27 de agosto de 1953 que reportaba a la Santa Sede tantas y tan enormes ventajas como ningún otro de los firmados en esos tiempos, a excepción quizá del que se concluyó en 1954 con la República Dominicana, concebido a semejanza del español.

El concordato español discriminaba extremadamente a las restantes confesiones, casi condenadas a la clandestinidad, mientras que la católica mantenía su status de «única religión de la nación española» (Art. I). La jurisdicción autónoma competente para el clero quedaba reconocida, (Art. XVI), así como la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas de todo tipo (Art. XXVII). El Estado se comprometía a hacer grandes sacrificios económicos en favor de la Iglesia, (Art. XIX), etc. Hasta en las filas clericales se reconocía que «Se hace difícil pensar en la obtención de ventajas de mayor alcance en favor de la Iglesia Católica o en una colaboración más estrecha entre el Estado y ella». Una consecuencia del concordato fue, desde luego, la irritación por parte sobre todo del mundo protestante, así como el aislamiento cultural, económico y político de España, hasta el punto de que Roma, para contrarrestar la creciente crítica comenzó a negociar una revisión del contrato bajo Pablo VI.

También en los países del Benelux creció la importancia del catolicismo. En Bélgica se destacaban por su activismo el movimiento litúrgico, el movimiento por la renovación bíblica, y las sedicentes obras apostólicas, así como la «Legión de María» y los «grupos de barriada». El número de sacerdotes y de monjes aumentó de 4.759 (1940) a 10.070 (1960). En Holanda, donde el catolicismo rebrotó con «vitalidad tropical» en el s. XX, los católicos formaban parte del gobierno, constituyendo el mayor de los partidos, y el 90% de los obreros católicos estaban integrados en un sindicato católico. En Luxemburgo, el partido católico que ya estaba en el poder desde el año 1919, mantuvo su posición dirigente y los clérigos desempeñaban al respecto un papel importante.

De este modo fueron justamente los partidos cristianos los que se convirtieron en el instrumento preferido del Vaticano en Europa y no iban muy descaminados en el Este cuando afirmaban que aquéllos estaban dirigidos indirectamente por el Vaticano. En mayor o menos medida se regían, —y se siguen rigiendo— por las directrices de la doctrina social de este último, aunque rompan las barreras confesionales y obtengan un amplio respaldo por parte de los campesinos, los empresarios y la prensa. Tanto más cuanto que se presentaban como «partidos populares», como partidos del «centro», intentando integrarlo todo, desde los círculos de carácter sindicalista hasta la gran burguesía liberal. En Italia los democristianos se convirtieron rápidamente en el movimiento más fuerte. En Alemania, donde el protestantismo perdió su hegemonía al perderse los territorios del Este, el sur católico aumento su peso específico. También Francia contaba con un influyente partido católico.

En toda la Europa occidental, pues, el timón del gobierno recayó en manos de hombres de la Iglesia Católica, reaccionaria y favorable al gran capital: en Bélgica los profesores de la universidad jesuítica de Lovaina, Zeeland, Eyskens, Janssen y Cappe. En Holanda, los dirigentes del católico Partido Popular, Beel, De Quay etc. En Francia, el exalumno de la escuela de los jesuitas en Turín, G. Bidault, y De Gaulle, también exalumno de los jesuitas. En Italia, el hombre de confianza del alto clero, De Gasperi. En Alemania, el católico Adenauer. Por todas partes eran «hombres de la Iglesia» los que, según escribía la revista revanchista, Anales de los alemanes de Yugoslavia, «se convirtieron en núcleo de aglutinamiento y de cristalización de la novísima época de nuestra historia… La ayuda vino de la Iglesia y de sus órganos… En todas parte había un hombre de la Iglesia en el lugar central».

Pío XII recibió a los dirigentes de esos partidos el 27 de febrero de 1947 para armonizar sus posiciones con vistas a la reunión confidencial, prevista para comienzos de marzo en Lucerna. Tan sólo unas semanas después daba la bienvenida a los dirigentes de los sindicatos cristianos en Europa, que en Holanda y en Bélgica eran más fuertes que los socialistas y también en Francia y en Italia, aunque en estos países fueran por detrás de los comunistas. También los jefazos sindicales tascaron el freno impuesto por Pío acomodándose al rumbo antisoviético marcado por los americanos.

Desde un principio la atención del papa se centró especialmente en Italia, que en 1942 y más aún en 1943, se vio sacudida por grandes huelgas obreras en el norte, huelgas con carácter de protesta social y política al mismo tiempo. Cuando los alemanes seguían aún la lucha, el Vaticano y las potencias occidentales impidieron conjuntamente la toma del poder por parte de las fuerzas revolucionarias. Pues así como la curia había colaborado hasta ahora con los fascistas, ahora lo hacía con los aliados occidentales, cuya administración militar prohibió en los territorios conquistados las manifestaciones políticas y la fundación de partidos antifascistas. Es más, aliados e Iglesia pusieron unidos el veto a la expulsión de los fascistas de los cargos públicos.

Y es que en ese momento los mismos USA temían que los comunistas tomaran el poder e intentaban, según propia confesión, «crear y mantener en este país clave una situación… ventajosa para nosotros». De ahí que ya en octubre de 1944 facilitaran el ingreso de Italia en el F. M. I. y en el Banco Mundial, y que en 1945 firmaran un acuerdo de cooperación económica. En septiembre de 1946 renunciaron a todo género de reparaciones económicas y al mes siguiente declararon que resarcirían al estado por todos los costos generados por la ocupación americana.

Por otra parte los servicios de inteligencia americanos —en especial la recién creada CIA, que actuaba ocasionalmente en alianza con los sindicatos— impidieron, invirtiendo buenas sumas de dinero, que los sindicatos italianos, o los franceses, cayeran totalmente en manos comunistas. «No queremos», confesaba años después la embajadora de los USA en el Vaticano, la católica C. Booth-Luce, «que el partido comunista… se haga con el control del movimiento sindical. Para prevenirlo, hemos realizado un excelente trabajo con el apoyo de la AFL». (La American Federation of Labor, centraba especialmente sus ataques en dirección antisoviética). Apenas, por lo demás, se había concluido el tratado de paz —que preveía el desarme casi total de Italia— cuando la Army americana y las fuerzas militares italianas iniciaban su colaboración.

La curia, no obstante, llevada del pánico ante cualquier vuelco de la situación, comenzó a intervenir de forma abierta en política, condenando al socialismo y al comunismo con un celo tanto mayor cuanto que desde la desaparición de Mussolini sólo veía a su alrededor el «peligro rojo». El fascismo desde luego nunca fue objeto de condena de ningún papa. Al contrario, Pío XI había testimoniado «con perpetuo agradecimiento» en favor de aquél, refiriéndose «a cuanto ha sucedido en Italia en beneficio de la religión, si bien las ventajas que de ello se derivan para el partido y el régimen, en nada ceden a aquel beneficio y quizá lo superen». En cambio ese mismo papa había enseñado en su Quadragesimo anno que «es imposible ser al mismo tiempo un buen católico y auténtico socialista», y en su Divini Redemptoris había escrito que «Aparte de ello, el comunismo priva al hombre de su libertad, del fundamento espiritual de su conducta moral. Priva de toda dignidad a la personalidad del hombre y también de todo freno moral a la rebelión de los instintos ciegos».

¡Cosas que no hace en modo alguno el catolicismo! Pronto se echó en olvido que éste había apoyado a un Mussolini, a un Hitler y a un Pavelic. Y es que ahora había sucedido algo temible: había surgido «un Vacuum», ¡algo horripilante! Dos poderes de orden, dos aliados de la Iglesia Romana, el fascismo y el nazismo, se habían extinguido. Ahora se sentía literalmente la amenaza del «enemigo maligno», justamente aquel a quien el poder clerofascista quería darle la puntilla. Ahora temían que los comunistas, juntamente con el socialista P. Nenni (vicepresidente del gobierno en 1945/46 y ministro de AA. EE. en 1946/47) pudieran salirse con la suya. Tanto más cuanto que el P. C. I. fue tan lejos como para declararse partido «cristiano» y afirmar que el comunismo quería trasladar el espíritu del evangelio al plano social. (En otros países se creó cierta irritación a causa de los rumores sobre el comienzo de un conchabaje entre la curia y el Kremlin y en la República Socialista de Checoslovaquia llegaron a crear una Acción Católica embridada por el estado comunista).

Pero no eran el papa y los cardenales los únicos que agitaban contra la izquierda. Lo hacían también los obispos y los párrocos, la prensa y la radio papales; y lo hacían preferentemente contra la izquierda católica. Cuando un grupo de «comunistas católicos», más tarde denominados «Partido Cristiano de Izquierdas», abogó por reformas sociales radicales, pese a mantenerse solidarios con la Iglesia sus dirigentes fueron condenados de inmediato. «Un católico no puede ser comunista» declaró amenazador el cardenal Salotti, prefecto de la Congregación para los Ritos, mientras la secretaría de estado ordenaba a sus miembros disolver el partido. Radio Vaticano pudo declarar sarcástica en enero de 1946 que: «Ha desaparecido… otro partido. Se había dado el monstruoso nombre de “Izquierda cristiana”, proponiéndose acercar el mundo a Dios a través de la lucha de clases… Se habían llamado apóstoles de Cristo, pero hablaban y actuaban como partidarios de Marx».

La «Democracia Cristiana» (D. C.) en cambio obtuvo el favor de la curia a despecho de ciertas diferencias. Era su propio producto y su primer dirigente, figura decisiva en la política italiana de esa época, A. de Gasperi, era asimismo un hombre del Vaticano —uno de los típicos dottori o professori, con gafas y mal trajeado, seco y pesado como sus libros o los de su maestro Sturzo—: «El aburrimiento personificado, una mezcla de profesor universitario de provincias y de honorable miembro de una liga masculina católica».

Oriundo del Tirol del Sur, De Gasperi estudió en Viena. Había sido admirador del Partido del Centro e inició su propia carrera política en el parlamento austrohúngaro. De 1911 a 1918 fue diputado de la monarquía danubiana y, ya desde muy joven miembro de la Acción Católica. Ciudadano italiano desde el año 1918, obtuvo rápidamente una posición dirigente en el Partito Popolare y después de la dimisión de Sturzo en 1924 se convirtió en su secretario general hasta que un año después, él mismo se vio obligado a dimitir. A partir de 1929 se ganaba la sopa boba como empleado de la Biblioteca Vaticana. Derrocado Mussolini entró a formar parte del Comité Antifascista y en 1944 se encaramó a la secretaría general de la D. C. Y es que al hundirse el fascismo, la resistencia «partió a menudo de dirigentes de la Acción Católica». Así lo afirma al menos monseñor Purdy, quien también escribe casi a renglón seguido que durante la era fascista la Acción Católica «se convirtió realmente en un sector esencial del chovinismo profascista». La misma actitud repugnante que en Alemania: primero contra el fascismo; después a favor del fascismo y finalmente de nuevo contra el fascismo: el principio de supervivencia católico.

La D. C., fundada en 1943, no era otra cosa que la reedición del Partido Católico de Sturzo, una creación del Vaticano. En una octavilla programática del 26 de julio de 1943, de la que se difundió un millón de ejemplares, la D. C. propugnaba una federación de estados europeos y la intangibilidad de los Acuerdos de Letrán, acuerdos que los papas obtuvieron gracias al fascismo. Y si bien el nuevo viejo partido católico se declaraba en favor de la República, después no hizo nada para sustituir al anterior personal de la administración monárquico-fascista sino que aceptó gustosamente su perduración; igual que hicieron las Alemanias del Este y del Oeste con los funcionarios y generales de Hitler.

El abanico de matices en el interior de la D. C. abarcaba desde personas como La Pira, del ala izquierda, hasta G. Pella, presidente del Gobierno del 53 al 54, del ala derecha, ala apoyada por lo demás por toda una gama de fuerzas derechistas. Era pues un conglomerado de los círculos más diversos, lo que la hacía muy fuerte numéricamente y algo nebulosa ideológicamente, teniendo que oscilar de la derecha a la izquierda, pasar por su «apertura» y plantearse finalmente la cuestión del «compromiso histórico» con la competencia comunista. «La consunción en el poder y por el poder es algo que este partido tiene en común con su homólogo alemán, así como el desteñido de las ideas cristianas de que se nutre, único factor de integración en una época de secularización creciente. El conservadurismo programático sólo se ha mantenido, tanto en uno como en otro partido, únicamente en un sector de sus partidarios. El tipo de “partido popular” que ambos representan como ninguna otra fuerza democratacristiana, está en peligro continuo de sustituir un conjunto de principios firmes por un mero pragmatismo para el que el juego por el mantenimiento del poder se convierte en asunto primordial».

Durante sus años de primer ministro, de 1945 a 1953, De Gasperi había basado su gobierno, taimadamente, en la espúrea alianza entre los grandes partidos de masas, el católico y el social-comunista, pero ya en 1946 se mostró como un antimarxista militante. Eso tenía que agradecérselo al Vaticano que a partir de entonces ordenó a todos los católicos italianos participar activamente en la vida política, exigiéndoles a través del clero que cumplieran con el deber de votar y que dieran su voto a la D. C. Ello estaba flagrantemente en contra del famoso Art. 43, ap. 2 de los Acuerdos de Letrán que prohibían taxativamente a los sacerdotes cualquier participación política de tipo partidario. Ahora, desde luego, L’Osservatore Romano consideraba que semejante prohibición, contenida asimismo en la Ley Electoral (Art. 66) promulgada en 1946, era «ofensiva, opuesta al juego limpio, injusta e inútil». Y el mismo Pío XII declaró por entonces que «El clero debe guiar a los seglares en asuntos civiles, los cuales implican asimismo cuestiones de moral y de fe». No hay para ellos más principio que el de la pura conveniencia.

El 2 de junio de 1946 los italianos suprimieron la monarquía mediante un referéndum. La D. C. obtuvo el 35,2% de los votos (207 escaños). Socialistas y comunistas obtuvieron en conjunto el 39,7% (219 escaños), con porcentajes parecidos unos y otros. El PCI, era mucho más moderado, p. ej., que su homólogo francés: ¡aceptó incluso los Acuerdos de Letrán contenidos en la nueva constitución! A pesar de ello, la curia ejerció una enorme presión sobre los cristiano-demócratas para separarlos de la coalición con las izquierdas.

Aquel mismo año los USA cubrieron con casi 600 millones de dólares las cuatro quintas partes del déficit de la balanza comercial italiana. Pero aquella suma no era ni con mucho suficiente. Para conseguir más, De Gasperi viajó el 3 de enero a Washington donde lo obligaron insistentemente a tomar posiciones frente al inicio de la guerra fría. Allí acordó, muy en la línea de la estrategia vaticana, una estrecha colaboración política y económica con los USA. ¡Tras su regreso constituyó en mayo su cuarto gabinete excluyendo de él por primera vez a socialistas y comunistas!

La suerte decisiva debía jugarse en las elecciones del 18 de abril de 1948 en las que habían de enfrentarse los dos grandes bloques: la unión de socialistas y comunistas frente a la D. C. Era la primera vez que los comunistas aspiraban al poder en el marco de la legalidad. Los prelados, desde luego, los difamaron presentándolos como simple apéndice del despotismo estalinista y pese a la expresa prohibición del concordato hacían política convirtiendo en deber de conciencia la participación en las elecciones y la votación de candidatos católicos. Los USA cuyos representantes oficiales intervenían en la política italiana de manera aún más descarada que sus servicios secretos amenazaron con suspender su ayuda oficial si el P. C. I. obtenía la victoria.

De este modo, la D. C. que condujo su batalla electoral con el simple lema de «Libertad democrática o dictadura comunista», obtuvo el 48,7% de los votos y De Gasperi pudo constituir un gabinete centroderecha, mientras que el bloque socialcomunista, contra toda expectativa, sólo obtuvo un 30% de los votos. Tras aquel triunfo de la D. C., el Vaticano pudo controlar la vida política en toda Italia.

Quien por entonces podía sin embargo sentirse como auténtico vencedor era uno de los católicos más influyentes de Italia, la «eminencia gris» de aquellos años, un hombre para quien el reaccionario y profundamente creyente De Gasperi resultaba demasiado progresista: Luigi Gedda, llamado también el Salazar de Italia.

En el país de Su Santidad, Gedda estaba al frente de la Azione Cattolica, con más de dos millones de miembros. Esa organización desempeñaba desde hacía ya bastante tiempo un papel importante en la vida política de la Iglesia, urgiendo con creciente insistencia en pro de la «cristianización del mundo» o, para decirlo con otras palabras, practicando, de forma nada encubierta, una política clerical. La política por supuesto que deseaba el Vaticano, bien en forma de manifestaciones puritanas de lo más irrisorio (como el recubrir con hojas de parra de plástico las horribles desnudeces del gran estadio de Mussolini), bien mediante la intervención rica en consecuencias en las contiendas electorales. Donde quiera que se presentaba la oportunidad, el «apostolado seglar», que Pío XI y Pío XII habían subordinado expresamente al «apostolado jerárquico», intervenía del modo más grosero en política, influyendo fuertemente en las organizaciones juveniles, en los sindicatos no comunistas y en la D. C. También la imponente victoria democristiana obtenida en 1948 fue obra de la Azione Cattolica de Gedda a través de los «Comitati Civici», fundados por toda Italia para agitar eficazmente contra los comunistas.

Según Pío XII, la Acción Católica no debía, ciertamente, «envenenar la lucha de partidos», pero tampoco «abandonar el campo a los indignos e incapaces… para que condujesen los asuntos públicos». Muy oportunamente el papa felicitó a los miembros de la A. C. «porque os oponéis al intento de limitar la acción de la Iglesia a los denominados “asuntos puramente religiosos”». «Allá donde la Iglesia queda confinada a la sacristía, ello sucede como resultado de la violencia. Pero incluso allí, debe ella hacer cuanto esté en su mano para extender su influencia hacia el exterior».

Justamente esa «influencia hacia el exterior» es la prenda más preciada del Vaticano. Ahora bien, normalmente la recubre con el respetable manto de la religión o bien opera desde bastidores. Incluso allí donde el papa tiene el máximo poder, en Italia, lo hace sentir de ese modo velado e intenta atajar de antemano cualquier desarrollo de los hechos que pueda redundar en su desventaja. «Desde la época de Galileo el Vaticano no considera ya necesario romper ningún tipo de resistencia en Italia. Pues en realidad no espera a que esa resistencia se consolide y arraigue. Interviene cuando los hechos están aún en su gestación».

De ahí, p. ej., que el sedicente Santo Oficio prohibiese a los católicos, mediante su siniestro decreto del 1 de julio de 1949, cualquier clase de cooperación con el partido comunista bajo amenaza de serios correctivos canónicos, incluida, en su caso, la excomunión. Una vez promulgado el decreto, discutido en todo el mundo pero concebido primordialmente a la vista de la situación interior de Italia, la décima parte de los miembros del P. C. I. abandonaros sus filas y los cristianodemócratas mantuvieron la mayoría. Aquel mismo año Italia se convirtió en el único país de entre los vencidos que ingresó en el Tratado Noratlántico, firmado el 4 y el 8 de abril en Washington. En ese tratado, los USA, el Canadá y las «partes europeas» en él representadas declaraban que «un ataque armado contra una o varias de sus partes, en Europa o en América del Norte, sería considerado como un ataque contra todas» y se comprometían a apoyarla solidariamente (Art. 5). El socialista P. Nenni acusó entonces al democristiano De Gasperi de que estaba causando mayores desgracias que las causadas en otro tiempo por Mussolini cuando firmó el «pacto de acero». Y en Francia, Sartre diría ácidamente un poco más tarde: «Nuestros gobiernos son hoy vuestros criados. Nuestros pueblos serán mañana vuestras víctimas…».

En 1950 Gedda organizó una «cruzada» por el «gran retorno» de los comunistas italianos al seno de la Iglesia. Después organizó el «Plan S» para alejar a los obreros de los sindicatos comunistas. Finalmente en 1952 la «Operación Sturzo», a raíz de las elecciones municipales en Roma, inicio de una serie de tentativas de formar un único gran frente anticomunista, una «unió sacra», desde la D. C. hasta los partidos de la extrema derecha, incluido el neofascista M. S. I. Lo que más hubiera deseado un católico «totalitario» como Gedda, o el papa que lo alentaba, era, naturalmente, mandar al diablo la república e instaurar en su lugar una dictadura de hechura, verbigracia, portuguesa, ya que no era posible el fascismo puro y duro. Con todo, esos experimentos extremistas fueron neutralizados por otros católicos de pensamiento más moderado y pragmático; también por la D. C., que no deseaba fomentar el anticlericalismo de las izquierdas democráticas.

Gedda y sus seguidores, entre los que se contaba al jesuita y predicador radiofónico Lombardi —ambos juntos, se decía, «daban más o menos como resultado un Billy Graham italiano»—, no desistieron de ninguna tentativa posible. María, la hija de De Gasperi, informa así de la «Operación Sturzo»:

«El 19 de abril por la mañana el padre jesuita Lombardi llegó a Castelgandolfo para hablar con mi madre. Durante más de hora y media estuvo mezclando halagos y amenazas insistiendo en que la D. C. debía ampliar su frente mediante una lista unitaria que incluyese incluso a la extrema derecha. Profirió frases como estas: “El papa preferiría ver a Stalin y a los cosacos sobre la Plaza de San Pedro que tener que pasar por el trago de ver su capital ganada electoralmente por los comunistas. ¡Antes que eso el martirio!” …’Sea Vd. prudente’, prosiguió, y lo que sigue aludía a mi padre, “Si las elecciones acaban mal exigiremos su dimisión”».

Un mes más tarde Pío XII denegó incluso a De Gasperi una audiencia que él solicitó con motivo del treinta aniversario de su boda. El presidente de la Azione Cattolica, L. Gedda, prosiguió en cambio con su lucha antisocialista y anticomunista a lo largo del pontificado de Pacelli. En 1956, dice una fuente bien informada, estaba ocupado con la elaboración de un «Plan de “Ejercicios de Odio” especiales, aplicable por turnos».

Tras la pérdida de la mayoría absoluta en las elecciones de 1953 dio comienzo —con gran resistencia por parte del Vaticano, de la derecha democristiana y de los liberales— la «apertura a sinistra» y el problema de los gobiernos de coalición, característico de la política italiana a partir de entonces. A despecho de ello el país de fisonomía marcada por la penuria, continuó siendo un «aliado ejemplar de los USA» y los democratacristianos viajaron una y otra vez a Washington, a la sede del «Dios dólar». En 1951 De Gasperi volvió a pedir ante el congreso americano nuevas ayudas económicas y en 1956 el presidente Gronchi, un cristianodemócrata «izquierdista» tempranamente comprometido con movimientos católicos, se presentó con el mismo ruego ante los congresistas. En marzo de ese año, la dirección política italiana —dirigida a su vez por los USA y por el Vaticano— aceptó la instalación de rampas de lanzamientos de misiles en Italia. (Se procedió «a la instalación de nuestros cohetes “Júpiter”», decía Eisenhower y casi resulta al respecto sorprendente que aquellos diplomáticos de la bomba atómica y místicos nucleares, que también establecieron cohetes «Poseidón» al servicio de la buena causa, no instalaran también cohetes de «Nuestra Señora de Fátima» o de la «Santísima Trinidad». ¿No está el momento ya más que maduro para ello? Ya hay en todo caso un submarino atómico pertrechado de armamento nuclear con el significativo nombre de «Corpus Christi»).

En términos generales en Italia se hacía lo que el Vaticano deseaba, pues en este país más que en ningún otro el estado está al servicio de los sacerdotes. «El poder secular, el prefecto y el primer ministro son buenos en la medida en resulten gratos a la Iglesia. Si no es ese el caso, ésta no tiene más que dar una palmada para cambiarlo todo. El amo es ella».

También en Francia fomentó la Iglesia la gestación de un frente anticomunista y antisoviético. Ya en el verano de 1944 y en conversación con el general De Gaulle —a quien el Régimen de Vichy tan calurosamente felicitado y bendecido por el papa había condenado a muerte en 1940— expresó Pío XII su deseo de una «agrupación de todos los países de influencia católica», mencionando al respecto a Italia, España, Portugal, Francia, Bélgica y Alemania. Análogamente la curia intentó granjearse el apoyo de los obispos franceses para el plan de una «Unión de los países cristianos de Europa» en apoyo de De Gaulle y «bajo la dirección de Roncalli». Y es que tanto el Plan Schuman como el de De Gaulle, preveían la «Defensa de la Europa cristiana contra el comunismo».

Ahora bien, la situación del alto clero en Francia no tenía nada de envidiable. Sin ser filogermano, se había declarado de forma casi unánime favorable al régimen de Pétain, colaborador de Hitler. El mismo arzobispo de París, el cardenal Suhard (al igual que otros grandes dignatarios como el cardenal Baudrillart o el primado de Túnez, Gounod) se había comportado de manera declaradamente pronazi comprometiéndose gravemente a través de su periódico Soutanes de France. Ahora estaba sometido a arresto domiciliario, mientras que el tristemente famoso obispo de Arras estaba detenido con otros obispos y el nuncio papal, Valeri, fuera del país tras ser expulsado.

A despecho de todo ello. De Gaulle, un buen católico que acudía semanalmente a su misa como varios otros miembros de su gabinete, fue urgido por el Vaticano para «que no persiguiera a la Iglesia en esta hora de tan grave responsabilidad, ni desmoralizara del modo que fuese a sus dignatarios con imputaciones precipitadas». Y él se mostró dócil pese a numerosas protestas y especialmente las de la Résistence que había pagado un alto tributo de sangre bajo los clerofascistas. Ni un solo cardenal u obispo fue llevado ante los tribunales. El proceso contra la revista católica La Croix entró en un sopor definitivo. Los príncipes de la Iglesia más incriminados se envolvieron en su silencio. Los menos comprometidos llevaron la voz cantante. Una campaña sistemática resaltó a grandes tintas la participación de la Iglesia en la resistencia. Esa participación es real. Católicos del pueblo llano y miembros del bajo clero fueron encarcelados, torturados y asesinados por ello: y fanáticamente combatidos y denostados por la prensa pía y de modo especial por la ultracatólica Action Française. Ahora servían para que la jerarquía se soleara con el halo de la persecución ya superada. Lo mismo que había pasado en Italia y Alemania. Y los mismos prelados como el cardenal Suhard, el cardenal Gerlier y otros, que habían llamado en su día a los católicos para que apoyaran a Pétain, exigían ahora el apoyo a De Gaulle. Y mientras éste anulaba numerosas leyes promulgadas por aquél dejaba en cambio en vigor aquellas que habían deparado a la Iglesia enormes privilegios: también en la Italia y en la Alemania de la postguerra continuaron vigentes los acuerdos de Letrán y el concordato firmado con Hitler, respectivamente.

Por lo demás la mayor parte de los magnates de la industria se comportó de forma análoga al episcopado. Habían hecho sus negocios con el régimen de Vichy, pero ahora necesitaban a De Gaulle: y éste los necesitaba a ellos[25].