Los «esfuerzos por la paz» del Papa Pío XII: ¡Una cruzada del Occidente contra el Oriente!

«Vosotros, cruzados voluntarios de una nueva y noble (!) sociedad, ¡levantad los nuevos estandartes de la renovación moral y cristiana, declarad la guerra a un mundo que se aparta de Dios!»

(Pío XII en su mensaje navideño de 1942)

«Según confirma el delegado Von Krug, el presidente Laval le comunicó a raíz de una conversación de uno de sus colaboradores con el nuncio Valeri, que en los círculos vaticanos se percibe una propensión mayor a conseguir una aproximación entre las potencias del eje y los angloamericanos al objeto de una lucha común contra el bolchevismo»

(Telegrama del embajador alemán

en París el 31 de julio de 1943)

A través de su enviado Myron C. Taylor, quien hasta 1944 estuvo en Roma siete veces en visitas largas y cortas; a través de H. Tittman y del embajador británico ante la sede romana, Osborne, Roosevelt y Churchill intentaron persuadir al papa de la idea de que el enemigo principal no era la Unión Soviética, sino el régimen nazi. Pío XII, en cambio, veía justamente en la URSS atea el mayor de los peligros Para la «Europa cristiana». Cierto es que algunos curiales como el anglófilo cardenal Tisserant se inclinaban hacia el punto de vista de Roosevelt y Churchill, pero la mayoría de los amos del Vaticano compartían la actitud estrictamente antisoviética de su soberano. Ahora bien, el mismo Tardini, secretario de asuntos extraordinarios, que pensaba como Pacelli en esta cuestión, tuvo que confesar que la tesis de Roosevelt, según la cual la «dictadura soviética», tal y como el presidente escribía el 3 de septiembre de 1941 al papa, era «menos peligrosa para la seguridad de otras naciones que la alemana», era correcta «si se examina la cuestión desde una perspectiva política y militar». En definitiva era Hitler quien había desencadenado la guerra y no Stalin. Y era él también quien en dos años había sojuzgado o convertido en satélites a una docena de estados europeos, y no Stalin.

Apremiado de ese modo. Pío manifestó que no favorecería a las potencias del eje y que no proclamaría una cruzada contra el bolchevismo. Eso le resultaba ya de por sí imposible dado que la Unión Soviética luchaba en «la más terrible e intrincada de las guerras», codo a codo con los estados cristianos occidentales. Con todo, confesó sin ambages que no podía «declarar guerra justa» a la librada contra las potencias del eje. La que sí le parecía justa, aunque no le estuviera permitido decirlo, era la guerra de Hitler, cuyas muchas agresiones él nunca condenó. Él seguía, pues, advirtiendo del peligro procedente del Este coincidiendo en todo con lo que hacía Goebbels desde Berlín, pero eso sí: él lo hacía en aras de «la cura de la almas».

También hizo el papa oídos sordos a las razones de Roosevelt que trataba de convencerlo de que las iglesias se llenaban otra vez de fieles en Rusia y de que la tolerancia frente al cristianismo aumentaba. Pues no era eso precisamente lo que podía tranquilizarlo, tratándose de una prueba de la revigorización de la Iglesia Ortodoxa, la gran rival de Roma, a la que justamente se esperaba someter con la ayuda de los fascistas. Las perspectivas de lograrlo empeoraron desde luego bien pronto. De ahí que el papa se esforzara por separar a los USA y a Gran Bretaña de la Unión Soviética para conseguir una avenencia entre las potencias occidentales, una paz de compromiso entre la Alemania hitleriana y los aliados. Mediado ya el año de 1942 no se atrevía a creer en una victoria total del «Tercer Reich». El 13 de junio de 1942 una notificación llegada a la Oficina Central de Seguridad del Reich procedente de Agram indicaba que hasta hacía nocas semanas en el Vaticano imperaba el optimismo respecto a una victoria de las potencias del eje, pero ahora se tenía la opinión contraria. Cuanto más se prolongaba la guerra, tanto mayor era el temor de Roma de que el comunismo obtendría más ventajas. Y tanto más recelaban los rusos de que los americanos, una vez sus ejércitos habían asentado firmemente su pie en Europa, condujesen la guerra hasta el total agotamiento de Rusia, lo cual respondería a los píos deseos de Roma.

Es cierto que la curia tampoco barruntaba nada bueno del anticlericalismo y el neopaganismo de Hitler, pero avizoraba desdichas mucho mayores en caso de una victoria de Stalin, quien ya a finales de aquella carnicería hizo esta observación: «Esta guerra no es como las del pasado: quienquiera que ocupe un territorio impondrá también sobre él su propio sistema social. Cada cual expande su propio sistema social hasta donde sus ejércitos hayan logrado penetrar». Nadie lo sabía mejor que Roma. En el otoño de 1942 Tardini, que hacía poco menos que de ministro de asuntos exteriores, observaba que era ilusorio por parte de los americanos creer que un gobierno comunista victorioso se comportaría después de la guerra «como un manso corderito». «Yo le dije a Taylor: si Stalin gana la guerra será el león devorador de toda Europa…».

La misma percepción dominaba la mente del secretario de estado Maglione, quien el 23 de marzo de 1943 «a titolo personóle e come studioso de storia» declaraba ante al embajador británico Osborne que existía peligro real de una hegemonía rusa en Europa y que ésta sería aún más horrorosa que la alemana. «La Rusia bolchevique ha heredado las ansias expansionistas que siempre abrigaron los zares desde Pedro el Grande… Han. industrializado su enorme país, poseen toda clase de materias primas… Si consiguieran la hegemonía política y económica en Europa, quedaría destruido ese equilibrio al que los ingleses siempre concedieron gran valor, y quizás durante siglos… En el fondo el Imperio Británico debiera desear un bloque de las potencias occidentales suficientemente fuerte para impedir una hegemonía alemana o rusa, la recuperación de Francia, una Italia no debilitada, una España tranquila».

Sólo una parte de los grupos dirigentes de los USA compartía el anticomunismo militante de la curia. Otra parte, con el presidente Roosevelt a la cabeza defendía un resuelto antifascismo. Sin embargo, también estos círculos esperaban o bien el ocaso, o un debilitamiento o cuando menos una transformación de la URSS. En la estrategia había unanimidad, pero no así en la táctica. Hasta el penúltimo año de guerra, el papa se reunió de conferencia en conferencia al objeto de conseguir una paz por separado. La Neue Zürcher Zeitung observaba en el otoño de 1942 una auténtica avalancha de diplomáticos camino del Vaticano, siendo éste como era «el único poder neutral que desempeñará un papel decisivo tras la guerra» También el Journal de Genève observaba en la primavera de 1943 cómo la curia tendía los hilos del futuro. «El estrechamiento del anillo que cerca a Europa ocupa y preocupa a la Santa Sede».

Apenas es censurable que en su mensaje navideño de 1942, en el que Pacelli atacó una vez más «la doctrina destructora del socialismo marxista», resonasen especialmente aquellas palabras que a manera de proclama dirigía a los cruzados contra la URSS, a los italianos, españoles, franceses, belgas, eslovacos, rumanos, croatas y húngaros, todos los cuales luchaban contra la Rusia soviética unidos a la Alemania hitleriana. «¡Vosotros, cruzados voluntarios de una nueva y noble (!) sociedad, elevad los nuevos estandartes de una renovación moral y cristiana. Declarad la guerra a las tinieblas de un mundo que se aleja de Dios!» «No lamentos, ¡acción es el imperativo de esta hora!», fulminaba el papa.

«Henchidos de un sentimiento de cruzada, es misión de la flor y nata de entre los miembros de la cristiandad unirse en el espíritu de la verdad, de la justicia y del amor clamando con una sola voz. “¡Dios lo quiere!”. Dispuestos a servir y a sacrificarse como los antiguos cruzados. Y si entonces se trataba de liberar a la tierra santificada por la palabra viva del Dios encarnado, hoy se trata, permitidme que lo diga así, de una nueva travesía marítima: hay que vencer al mar de los errores del día y la época para salvar la tierra sagrada del espíritu, destinada a servir de fundamento a aquellas normas y límites de validez perenne para configurar un orden social de interna solidez».

Pío XII, en lo formal un perfeccionista fanático, solía escribir él mismo con una máquina blanca (todo era en él blancura y pulcritud), los borradores y los textos en limpio. Es más, él mismo corregía las galeradas. Pero el manuscrito corregido de esta alocución navideña, que hubiera tal vez iluminado más de cerca el curso de sus ideas se ha perdido lamentablemente. Es de presumir que lo hiciera quemar a través de Kaas. Con todo, y a despecho de toda su mistificación: aquella «nueva travesía marítima», ¿no sugiere «la barca de Pedro» surcando el «mar de los errores del día y la época»? ¿Y qué podría ser ese «mar de errores» sino el comunismo (soviético), del que era un deber «liberar la tierra santa del espíritu para que sus normas posean validez perenne»? ¿Y la invocación a los «cruzados» o el grito de «¡Dios lo quiere!»? Durante la recepción de Año Nuevo el embajador Von Bergen observó, hallando con ello la «aprobación explícita» del papa, «que las hordas de Stalin no dejarían de un lado a Roma como hicieron los jinetes de Atila, sino que no respetarían ni San Pedro ni la Ciudad Del Vaticano…».

Era la época de la ruptura del frente por parte de los aliados en El Alamain, de su desembarco en la parte occidental de África del Norte y, sobre todo, de la catástrofe alemana ante Stalingrado. Cuando a principios de febrero el sexto ejército alemán del general mariscal de campo Von Paulus capituló allí, auténtico cambio de signo de la guerra, a la curia se le hacía cada vez más difícil creer en una victoria alemana. Dominaba en ella la idea, escribía Griepenberg de que «las fuerzas de las potencias del eje se agotaban más rápidamente que las de sus adversarios. El tiempo no trabajaba, pues, a favor del eje».

Con todo, Pío XII seguía apoyando a los fascistas a despecho de las primeras grandes derrotas alemanas y aquéllos, temiendo ya su fiasco, se aproximaron aún más a él, como lo indica ya de por sí el traslado de embajadores. En febrero de 1943, el Conde Ciano, yerno de Mussolini, fue nombrado —decisión espectacular— representante de Italia ante la Santa Sede. Y en julio, Diego von Bergen, que había sido allí el embajador alemán desde 1920, fue también substituido por el secretario de estado, E. von Weizsácker, el más estrecho colaborador de Ribbentrop. Antes de que Weizsácker tomara posesión fue recibido por Hitler, quien le dijo:

«En Roma hay tres hombres, el rey, el Duce y el papa. Éste es el más fuerte». Cuando el 5 de julio de 1943 el nuevo embajador entregó sus cartas credenciales, Pío le trasmitió sus saludos y mejores deseos para el Führer y condenó la «fórmula insípida» de los adversarios de Alemania, que hablaba de una «rendición sin condiciones». Acentuó además «su inalterado afecto por Alemania y por el pueblo alemán» así como la comunidad de intereses entre el Vaticano y el Reich «por lo que respecta al modo de combatir el bolchevismo».

La inclinación de la curia hacia las potencias del eje era algo notorio. Ello suscitaba en amplios sectores, y los de USA no figuraban en último lugar, incomprensión, incluso repudio. Y es que Tittman había advertido reiterada pero inútilmente durante el verano de 1942, que la ausencia de toda protesta papal contra las crueldades nazis hacía peligrar el prestigio moral de Roma y socavaba «la confianza en la Iglesia y en la persona del Santo Padre». Y como quiera que la opinión antirromana aumentaba en los USA, la «Catholic Information Society» neoyorquina publicó en 1944, con el imprimatur del arzobispo Spellman, un panfleto titulado ¿Es el Papa un fascista? No se mencionaban en él ni a Franco, ni a Tiso, ni la aniquilación de toda la oposición por parte de Mussolini y de Hitler, sí se escribía en cambio que «el papa fue, sin la menor duda, el único dirigente mundial que en 1939 había hablado de forma firme e impávida contra los dos males, el fascismo y el nacionalsocialismo». Algo que recuerda fatalmente a la táctica católica de embobamiento. Es así como, verbigracia, el jesuita, espiritual y director de congregación L. von Hertling en su historia de la Iglesia en la que dedica ocho páginas al fascismo no informa sobre Mussolini sino respecto a los acuerdos de Letrán y no pierde una palabra sobre sus correrías en Abisinia ni sobre las mil y una glorificaciones de Mussolini por parte de los prelados. Respecto a Franco y la guerra civil no habla más que de los martirios de los religiosos, del «odio a la religión y a los sacerdotes». De la época nazi se habla únicamente del concordato, de la encíclica Mit brennender Sorge («Con ardiente preocupación») afirmando que «al principio algunos (!) católicos saludaron con alegría el movimiento nacionalsocialista» ¡Lo demás es resistencia! ¡Kirchenkampf! ¡Ni una palabra sobre la oleada de cartas pastorales prohitlerianas que va de 1933 a 1945! ¡De los juramentos de fidelidad de los obispos! ¡Al régimen asesino de Pavelic ni siquiera se le menciona!

Es natural que al papa y a la curia les importase un comino la salvación del nazismo, enemigo rabioso de la Iglesia. Además de ello, a los oídos de Roma llegaban noticias «sobre las intenciones del partido», como escribía Von Bergen en febrero de 1942, «de proceder a un ataque general contra la Iglesia tras la conclusión victoriosa de las guerras», algo que «intranquiliza sobremanera» al papa.

No menos alarmantes resultaban para él, un año más tarde, los sondeos secretos de paz entre representantes de Alemania y de la URSS que supuestamente conferenciaron sobre ello en Suiza. Esos contactos se produjeron realmente, y sin que al parecer lo supiera Hitler, ante la insistencia de Ribbentrop. Pero no fue Suiza, sino Suecia el lugar de los mismos y se efectuaron por medio del coronel japonés Uchigawa y la embajadora soviética en Estocolmo. Ahora bien, el Vaticano era el menos interesado en un entendimiento entre la Alemania hitleriana y la Unión Soviética. Cuál era el desenlace de la guerra que él deseaba se desprende claramente de una anotación documental de Tardini con fecha del 5 de septiembre de 1941. El subsecretario de estado vaticano ve en el nacionalsocialismo y en el comunismo dos males, siendo, con todo, el último el peor. Espera por ello que éste resulte aniquilado por la guerra y que aquél, se desprende de lo escrito, resulte, tal vez, debilitado. El por su parte, escribe Tardini, se daría por contento «si el comunismo fuera puesto fuera de combate. Es el peor, pero no el único enemigo de la Iglesia. El nazismo practicaba y sigue practicando una auténtica persecución de la Iglesia. La cruz gamada no es precisamente la de las cruzadas… ¡Yo veo la cruzada, pero no los cruzados!… Si la Santa Sede recordase públicamente los errori e orrori del comunismo, no podría pasar por alto las aberrazioni epersecuzioni del nazismo… Es por ello por lo que yo no aplico ahora la doctrina de la cruzada en el momento presente sino el proverbio de que un diavolo caceta 1’altro. Tanto mejor si el expulsado es el peor…». El papa devolvió la nota con la única objeción de que la situación de la Iglesia en Alemania había empeorado aún más.

Lo que Pío XII se prometía para la Europa de la postguerra eran estados relativamente moderados, corporativistas y adictos a ella como los de la Italia fascista, como España, Portugal, la Francia de Vichy y Austria antes de la anexión hitleriana. Era la catolización del fascismo, una Pax Romana, con la impronta y la guía de la «Roma Eterna». Lo que no deseaba en modo alguno es el repliegue incondicional de las potencias del eje. De ahí que se opusiera al «inconditional surrender» acordado por Roosevelt y Churchill en la conferencia de Casablanca del 20 de junio de 1943. Lo que el papa aguardaba no era la capitulación incondicional de los fascistas sino un «entendimiento pacífico», el restablecimiento de la situación de preguerra con mejoras razonables, es decir, provechosas para el papado. En todo caso, Alemania, quizá liberada del nazismo, debía continuar en su papel de baluarte principal contra el bolchevismo, dejando para ello entre paréntesis la cuestión de la culpabilidad por la guerra así como la de las reparaciones.

Todavía el 16 de abril de 1943, cuando una misión militar húngara dirigida por el presidente del gobierno, Mikios von Kallay, y el jefe del estado mayor del ejército, Szombatelyi, expuso ante Pío XII la desesperada situación en el frente del este y pidió su consejo respecto a la proyectada denuncia de la alianza con la Alemania hitleriana, el papa no lo animó para nada en ese sentido. Igual actitud mantuvo frente a la delegación rumana que viajó de ahí a poco a Roma con análogas intenciones. Pío abogaba más bien, como testimonian sobre esa audiencia los generales húngaros, por el establecimiento de un gran estado católico, semejante a la monarquía danubiana, que se compondría de Austria, Hungría, Croacia, Checoslovaquia y, eventualmente, Baviera y se opondría políticamente a Rusia. Justamente por entonces el editor del Catholic Herald londinense, Conde de la Bedoyére, escribía, siguiendo de seguro instrucciones superiores, en la revista Fortnightiy, que la Iglesia ve cosas que permanecen ocultas para el ciudadano normal inglés o americano. El papa teme una influencia acrecentada del bolchevismo y de la URSS en la Europa de postguerra y eso le lleva a desear antes la derrota de Rusia que la de Alemania. La solución por ella soñada era la de un bloque de gobiernos autoritarios, antisoviéticos, valedores de la Iglesia, a la manera, verbigracia, del régimen de Petain, capaz de preservar a Europa de la anarquía.

Pío XII quería impedir la aniquilación de Alemania por las tropas soviéticas debido a su miedo al comunismo. Bajo si signo de esta estrategia surgieron varios intentos de contacto en Suiza entre el servicio secreto americano, representado por su director, Alian Dulles, y la Alemania nazi, representada por el príncipe de Hohenlohe (Pauls). El propio Papa conjuró a principios de 1943 para que acelerase la conclusión de la guerra para lo cual ofrecía su colaboración, lo cual entrañaba ayudar a Alemania. El presidente, que ya solía dirigirse por escrito a «Su Santidad» con la expresión «my dear old friend», deseaba no obstante ver totalmente aniquilado al nacionalsocialismo. Pero al objeto de impulsar sus planes, incluida naturalmente la esperanza de la unión eclesiástica en Rusia, Pío jugaba a fondo la carta de su mejor amigo, el arzobispo de Nueva York y obispo castrense de los católicos de los USA. Spellman, que en otro tiempo trabajó ya para Cristo con Pacelli en la secretaría de estado, inició a partir de febrero de 1943 una jira de meses de vuelos al servicio del mismo señor, dándose el caso de que atravesara sin el menor esfuerzo, vía Roma, los territorios enemigos. Es bien indicativo que comenzase con Salazar y Franco aunque no asignó a su viaje ningún trasfondo político, sino motivos religiosos. (Ese carácter religioso habría, quizá, que reservarlo sobre todo a las bendiciones que Spellman prodigaba a los bombarderos que lanzaban después su bendita carga sobre las ciudades alemanas, por ejemplo, el 6 de abril de 1943).

Apenas transcurridas dos horas de conversación con el amigo de confianza de Pacelli y Franco intervino ya totalmente de acuerdo con la intención papal. «A la vista del tremendo peligro del bolchevismo, Inglaterra, movida por sentimientos de solidaridad europea, debiera hallar sin tardanza un camino de entendimiento con Alemania», decía el memorándum que el legado británico ante la Santa Sede, Sir Samuel Templewood, envió a Churchill. «Es evidente que de persistir el mismo curso de la guerra el ejército ruso penetrará profundamente en territorio alemán. Si ello sucede, el auténtico peligro para Europa e Inglaterra estribará entonces en que surgirá una Alemania soviética… y que Rusia estará entonces en situación de crear un vastísimo imperio extendido hasta el Pacífico… Es simplemente ridículo creer que el papel de Alemania (contra la Unión Soviética) pueda ser suplido por una liga entre Polonia, Lituania y Checoslovaquia, liga que, por añadidura, se convertirá rápidamente en una federación de estados soviéticos». De acuerdo con ello el ministro de AA. EE. español, Jordana, ofreció en una alocución radiada el 16 de abril de 1943 «su cooperación para concluir una paz». Una paz, naturalmente, entre los aliados occidentales y las potencias del eje.

También desde el prisma teológico urgió Pío XII varias veces en el curso de la guerra para que se unieran los cristianos. Y es que no conviene en absoluto olvidar nunca al sacerdote que había en aquel político, aunque apenas es concebible mayor error que el cometido por quien —cuando Pacelli tomaba posesión de su nunciatura en Múnich— veía en él «en primera línea al sacerdote… que en toda su actividad pondría, de seguro, en primer plano el aspecto puramente religioso».

Con todo. Pío XII, también y cabalmente durante la guerra, avanzó algunas iniciativas «teológicas» para la «acción unitaria». El 23 de junio de 1943, su circular Mystici corporis Christi exhortaba a todos los cristianos a la unidad en «esa sociedad única del cuerpo de Jesucristo». Y tales pensamientos unitarios se conjuraban aún con más fuerza en la encíclica Orientalis Ecclesiae de cus del 9 de abril de 1944, con motivo del 1500 aniversario de la muerte de San Cirilo de Alejandría, de un jerarca tan taimado como brutal, afín al papa por lo que respecta a su veneración entusiasta de la Madona. (En el concilio de Éfeso y tras largas disputas dogmáticas, Cirilo logró imponer en el año 431 el dogma de la maternidad divina de María y ello por medio de escándalos y de ingentes sobornos —la lista de las dádivas se conserva y se puede leer entre los documentos originales del concilio— que el santo doctor de la Iglesia distribuyó entre personas de toda laya como altos funcionarios del estado, la mujer del prefecto pretoriano, eunucos influyentes y sirvientas palaciegas. Algunas de aquellas personas recibió hasta 200 libras de oro, de forma que el patriarca, aun siendo muy acaudalado —también en esto se parecía a Pacelli— tuvo que tomar un préstamo de 1.500 libras de oro —100.000 sólidos áureos— y ni siquiera con ello tuvo suficiente). El papa podía difundir con tanta mayor razón la fama de Cirilo cuanto que éste había contraído extraordinarios méritos como antisemita pues había transformado en iglesias todas las sinagogas del Egipto menos las de Alejandría, a las que destruyó vulnerando rotundamente el edicto imperial. Había saqueado el patrimonio de los judíos expulsando, al parecer, a más de 100.000 de ellos: la primera «solución terminal» en la historia de la Iglesia y más efectiva que la de Hitler por sus efectos seculares.

Mientras la curia aparentaba ser neutral e imparcial, hablando continuamente de paz, no omitía por otro lado nada, que pudiera ayudar a las potencias del eje. Temían, claro, que a los avances de la Rusia soviética seguirían los del comunismo en general y que Italia no sería la última en comprobarlo, pues había ya en ella círculos católicos de izquierda que exigían una democracia cristiana. El 26 de julio de 1943 el partido de los demócratas católicos exigió la creación de una república popular. «En el Vaticano se juzga muy peligrosa la situación en Italia», telegrafiaba Weizsácker pocos días después, el 3 de agosto, a Berlín. «Ya no creen en una victoria de Italia ni, por consiguiente, del eje». El embajador subraya la preocupación de los curiales ante el comunismo, menciona una alocución del papa, pronunciada el 13 de junio ante obreros italianos, así como la difusión de la misma mediante octavillas repartidas en fábricas infiltradas por los comunistas. «Por lo que he oído, el Vaticano disponía de abundante material sobre el auge renovado de la propaganda comunista en todos los estratos de la población, incluso entre los soldados, propaganda que apunta a una toma del: poder por parte del proletariado».

También el subsecretario de estado, Tardini, «expresaba»: una vez más su temor ante una «victoria predominantemente rusa en Europa» y creía que la fuerza de resistencia militar del pueblo ruso «gane para el comunismo las masas obreras de otras naciones» debido a lo cual los alemanes, franceses e italianos «serán presa fácil del comunismo». Tales temores y sus correspondientes reacciones están también confirmadas por otras voces. El embajador alemán en París telegrafiaba así a la Wilhelmstrasse el 31 de julio de 1943: «Según confirma el delegado Von Krug, el presidente Laval le comunicó a raíz de una conversación de uno de sus colaboradores con el nuncio Valeri que en los círculos vaticanos se percibe una propensión mayor a conseguir una aproximación entre las potencias del eje y los angloamericanos al objeto de una lucha común contra el bolchevismo». Y a la pregunta del colaborador del presidente de si el Vaticano considera posible y deseable una colaboración con la Rusia bolchevique, el nuncio «respondió espontáneamente que la cooperación ruso-vaticana ha sido aplazada por 1.000 años. El papa está intranquilo por la victoria eventual de Rusia y se esfuerza por todos los medios en allanar el camino para una paz entre Alemania e Inglaterra».

El 1 de septiembre de 1943 Pío exigió nuevamente de Roosevelt una paz de reconciliación, una paz sin vencedores ni vencidos, paz que sería por ello mismo favorable a Alemania a quien el papa desea continuar viendo como baluarte contra la Unión Soviética. De ahí que enviase entonces al arzobispo Fumini a Londres y al representante de los Caballeros de Colón americanos en Roma, E. Galeozzi, al presidente de los USA con idéntica misión.

Ahora bien, las cosas tomaron un curso muy distinto de lo que el papa creía y esperaba[16].

El hundimiento del fascismo. La política de Roma respecto a judíos y rehenes

«No puedo imaginarme que colapse el frente del Este»

(Pío XII en el otoño de 1943)

«Realmente, la hostilidad al comunismo es el componente más firme de la política exterior vaticana. Todo cuanto sirva para combatir al comunismo es bien acogido por la curia. La alianza angloamericana con la Rusia soviética le resulta odiosa… Lo que más desearía es una coalición entre las potencias occidentales con Alemania»

(Telegrama del embajador alemán ante

el Vaticano con fecha 7 de octubre de 1943)

«Aunque urgido, según es notorio, por solicitudes de múltiple procedencia, el papa no se ha dejado llevar a ninguna manifestación arrebatada contra la deportación de los judíos de Roma…, …también en esta escabrosa cuestión ha hecho lo posible para no perturbar sus relaciones con el gobierno alemán y con las entidades oficiales alemanas situadas en Roma»

(Carta del embajador alemán ante

La Santa Sede del 28 de octubre de 1943)

La política de Pío XII, el consumado «diplómate de l’ancien régime», se centraba, pues, una vez más en la consecución de una paz por separado para contener y, de ser posible, aniquilar a la URSS. Pues este papa, como todo otro papa, «era un decidido hombre de paz, pero no, por supuesto, al precio de cualquier compromiso podrido». Sin renunciar por ello a sus intentos salvíficos profascistas se pasó con toda resolución, en vísperas del desembarco de los angloamericanos en Italia, al bando de estos últimos.

Naturalmente y con mucha antelación se habían tomado las precauciones necesarias para ello y, entre otras cosas, se permitió a los USA establecer allí su central de espionaje. Pues el enviado de Roosevelt, M. C. Taylor, tenía también por tarea «recoger tanta información como fuera posible sobre la oposición antinazi, sobre los sabotajes realizados contra la maquinaria de guerra alemana en los territorios de la Europa ocupada y asimismo sobre el estado anímico de la población civil y la Wehrmacht en el Reich, en Italia y en los países que habían entrado en el pacto tripartita… Ahora bien, el Vaticano estaba notablemente bien informado —sin interrupción y desde el mismo comienzo de la guerra— sobre la situación imperante en el interior de los distintos países europeos, a excepción de la URSS. Los sacerdotes… desde la más pequeña parroquia rural como desde los grandes centros urbanos enviaban a los obispos de sus diócesis informes detallados que acababan por llegar a Roma por una vía o por otra… A excepción de algunos pocos dignatarios de la Iglesia, nadie más sabía cómo Taylor hallaba a su disposición un ingente caudal de informaciones que él trasmitía de inmediato al presidente Roosevelt… No existe hoy la menor duda de que la propaganda americana destinada al extranjero estuvo fuertemente influida por esos conocimientos secretos acerca de la situación interna de los países europeos. Gracias a esos conocimientos nos fue posible adaptar nuestra táctica del modo más favorable para suscitar reacciones psicológicas por medio de las cuales tratábamos de minar la moral de lucha del enemigo».

Las manifestaciones del periodista católico de los USA, Cianfarra, están garantizadas por otras voces. Algunos clérigos conspicuos confirmaron este asunto al jesuita A. Tondi, que trabajó durante mucho tiempo en el Vaticano, «de un modo más exacto y detallado de lo que Cianfarra estaba en situación de saber e informar». La razón de esta ayuda secreta de la dirección eclesiástica es bien clara: sabía que el fascismo estaba en su ocaso. «Era por ello obligado y muy urgente aproximarse al adversario, pero sin anunciarlo abiertamente para evitar no importa qué clase de consecuencias molestas causadas por el gobierno de Mussolini» (Tondi).

Mussolini estaba ya en las últimas. El 18 de mayo de 1943, el New York Times, cuyos informes en todo este asunto pasaban por oficiosos dados sus buenos contactos con la sede arzobispal neoyorquina, escribía lo siguiente: «El Vaticano ha comunicado a los gobiernos británico y americano que el colapso de Italia tendrá consecuencias terribles si el país no se convierte inmediatamente en neutral o bien es ocupado por el camino más rápido por tropas aliadas». El Times apareció con estos grandes titulares: «Mussolini apela al papa».

«Los dirigentes italianos habrían solicitado del Vaticano que haga valer sus buenas relaciones con los aliados»; «El Vaticano comunica que ha prevenido a Londres y a Washington contra los peligros de un colapso de Italia».

El 10 de julio los angloamericanos desembarcaron en Sicilia, algo que la gaceta de la curia silenció por completo. El telegrama de Roosevelt al papa con motivo del «desembarco masivo de tropas americanas y británicas», como decía el texto que el presidente cablegrafió a «Su Santidad», suscitó «poca alegría». Y muy poca alegría pudo suscitar también el derrocamiento del Duce, que había mantenido veinte años de estrechas relaciones con el papa. El 25 de junio fue depuesto de todos sus cargos por el rey, siendo encarcelado a continuación. El fascismo se derrumbó de inmediato. Nadie en Italia salió en defensa de Mussolini o del partido, cuyas dependencias fueron ocupadas o destruidas por doquier incluso ya antes de que el nuevo primer ministro, el antiguo monárquico P. Badoglio, el «Héroe… de la I G. M. y de la conquista de Abisinia» promulgase el decreto de su disolución. Su gobierno, moderadamente apoyado por el Vaticano, colaboró con los aliados occidentales. Simultáneamente, sin embargo, el papa intervino en favor de antiguos fascistas perseguidos e incluso en favor de Mussolini y de veinte de los miembros de su familia. En ese número no entraban, lo que es bien significativo, ni su yerno Ciano ni la esposa de éste, Edda. Ciano, desde principios de 1943 embajador ante La Santa Sede, era (desde hacía poco) enemigo secreto de los alemanes, había intervenido en la fase previa a la conjura contra Mussolini y anudado contactos con los aliados, lo que difícilmente podía hallar la aprobación del papa, quien deseaba tener la exclusiva de los mismos y mantenía una actitud más bien reservada frente al gobierno de Badoglio.

Pío temía un golpe revolucionario comunista tras el colapso del fascismo. Los curiales y otros círculos derechistas compartían ese temor. De ahí que sólo fueran sustituidas algunas figuras del gobierno dejando a los fascistas en sus cargos. Durante dos días pudieron aparecer periódicos comunistas para ser prohibidos de nuevo. Badoglio apeló a los italianos a «guardar su fidelidad al rey y al resto de las instituciones bien aquilatadas». La Iglesia previno contra la revolución y prohibió cualquier tipo de resistencia.

El propio papa se dirigió el 13 de junio de 1943 a los obreros italianos para que se abstuvieran de toda subversión. Departía continuamente con embajadores occidentales y urgía a la Gran Bretaña y a los USA para que propusieran condiciones aceptables, pues en Italia crece «de continuo el peligro comunista». «La prolongación de la guerra», argumentaba Pío, «conlleva el peligro de que la generación joven caiga en brazos del comunismo… Moscú sólo aguarda el momento en que Italia se integre a una liga europea de estados bajo predominio comunista». «La ciudad del Vaticano», se prevenía a Washington, «sería afectada irremisiblemente por todos los graves tumultos que podrían estallar y tal vez se vería envuelta en ellos». De hecho, los comunistas eran una minoría ridículamente exigua en Italia. Su partido, prohibido desde mucho tiempo atrás, contaba con unos pocos millares de miembros. Ahora bien, los comunistas italianos, escribía la curia el 20 de agosto al Ministerio de AA. EE. de los USA (y subrayaba lo que viene en el original) tenían «a su disposición recursos financieros y armas». El comunismo se expandía asimismo en Alemania. Esos «hechos» constituían «un serio aviso del grave peligro de que Europa, apenas concluidas las hostilidades, sea arrollada por el comunismo».

El 3 de septiembre de 1943, el mariscal Badoglio concluyó en Cassible (Sicilia) un acuerdo de armisticio, inicialmente secreto, con las potencias occidentales. Ese mismo día, éstas desembarcaban en Reggio y el 9 de septiembre en Tarento y Salerno. El 13 de octubre Italia declaraba la guerra a Alemania. El 10 de septiembre, Hitler había ordenado ocupar Roma y el mando superior alemán hizo rodear de tropas la ciudad del Vaticano. Sólo entonces comenzaron allí a sentirse de nuevo relativamente bien.

H. Tittman telegrafió el 25 de octubre a su ministerio que los ánimos de la curia estaban «optimistas». Los alemanes habían calmado en buena medida los temores vaticanos y difundían «una sensación de seguridad relativa». Por supuesto que los monsignori se inquietaban por su destino apenas se retirasen los alemanes por quienes tanta y tan perdurable simpatía habían mostrado. «Elementos irresponsables», dijo el papa el 19 de octubre a Tittman, podrían «aprovechar la ausencia de protección policial en la ciudad para cometer actos de violencia». También frente a un responsable de la gestapo habría declarado Pío temer «lo peor» en caso de que los alemanes se marcharan de Roma y del Norte de Italia.

El miedo —una vez más en su historia— a la venganza de los italianos, el miedo ante una URSS victoriosa, ante la expansión del comunismo en Europa, dominaba al Vaticano más que nunca anteriormente. «El hecho es», telegrafiaba Weizsácker el 4 de agosto de 1943 a Berlín, «que la Iglesia se siente hoy inquieta. El comunismo es y seguirá siendo para ella el enemigo acérrimo, en política interior y exterior».

Weizsácker recibía, según telegrafiaba el 3 de septiembre, «continuas pruebas de cuan contrariado estaba el Vaticano por la política angloamericana, a cuyos portavoces se contempla como avanzadillas del bolchevismo». Pío XII condena severamente todo plan que tienda a debilitar Alemania ya que un Reich alemán fuerte resulta totalmente imprescindible para el futuro del catolicismo. «Del protocolo confidencial de una conversación entre un publicista italiano y el papa deduzco que éste, cuando fue preguntado acerca de su opinión sobre el pueblo alemán, respondió: “es un gran pueblo que en su lucha contra el bolchevismo se desangra no sólo por sus amigos, sino también por sus actuales enemigos. No puedo imaginarme que colapse el frente del Este”».

El 23 de septiembre Weizsácker telegrafió a Ribbentrop acerca de la constatación hecha por el cardenal Maglione frente al gobierno italiano: «El destino de Europa depende de la resistencia victoriosa en el frente ruso. El ejército alemán es el único baluardo posible contra el bolchevismo. Si ese baluarte se abriera fenecería la cultura europea». El 7 de octubre comunicaba el embajador que «Es superfluo aducir manifestaciones antibolcheviques. Las escucho día tras día… Realmente, la hostilidad contra el bolchevismo es el componente más firme de la política exterior vaticana. Todo cuanto sirva para combatir al comunismo es bien acogido por la curia. La alianza angloamericana con la URSS le resulta odiosa. La persistencia en esa alianza es obcecada y prolonga la guerra. Lo que más desearía es una coalición de las potencias occidentales con Alemania. Su deseo mínimo es el de una Alemania fuerte y compacta como barrera contra la Rusia soviética».

Ni siquiera cuando el 16 de octubre de 1943 se practicaron detenciones masivas en la judería romana, cuando, por así decir, se capturaron 1.259 judíos romanos bajo las propias ventanas del papa y 1.007 de ellos fueron llevados a Auschwitz, se creyó el «Santo Padre» en el deber de protestar. Weizsácker escribía por el contrario a Berlín; «Aunque urgido, según es notorio, por solicitudes de múltiple procedencia, el papa no se ha dejado llevar a ninguna manifestación arrebatada contra la deportación de los judíos de Roma. Aunque debido a ello habrá de contar con que esa actitud sea juzgada con rencor por parte de nuestros adversarios y aprovechada a efectos propagandísticos anticatólicos por parte de círculos protestantes en los países anglosajones, también en esta escabrosa cuestión ha hecho lo posible por no perturbar sus relaciones con el gobierno alemán y con las entidades oficiales alemanas situadas en Roma». En ese momento habían muerto ya gaseados más de tres millones de judíos. El coronel de las SS K. Gerstein, un testigo ocular hondamente conmovido, había querido informar de ello en agosto de 1942 al nuncio papal, Orsenigo, pero fue objeto de un desplante, a raíz de lo cual hizo llegar su informe al obispo Preysing con el ruego de que lo enviara al Vaticano.

¡Con todo, el papa nunca protestó contra la tragedia de las cámaras de gas! Tan sólo en una ocasión hizo una desvaída alusión a las mismas sin tan siquiera mencionar a los judíos. «Pío XII no conocía la realidad de ese asunto», mintió una vez más ya en 1963 su secretario personal Leiber. En realidad estaba, eso es cosa tiempo ha bien sabida, perfectamente informado. En 1964, hasta Civiltà Cattolica concedió que «el papa conocía esos hechos». Pero se calló. En cambio protestó indignado cuando británicos y americanos bombardearon en 1944 Roma a la que los alemanes, como dio a conocer Roosevelt el 14 de marzo, «habían convertido en un centro militar». Dos días antes Pío había condenado ante 150.000 romanos reunidos en la plaza de San Pedro los horrores «de una guerra aérea… que no conoce leyes ni fronteras», pero no había desperdiciado ni una palabra en condenar las acciones militares de los alemanes en Roma. Como, por supuesto, tampoco exigió en absoluto que se retirasen de la ciudad. Y también mantuvo firmemente cerrada su boca a raíz de la masacre perpetrada a finales de mes en las Grutas Ardeatinas.

Hombres de la Resistenza habían cometido a plena luz del día y en medio de la ciudad un atentado contra el regimiento «Bolzano» de las SS que desfilaba por la Via Rasella. 22 soldados murieron instantáneamente y otros 11 sucumbieron horas después a sus heridas. Como reacción, las SS asesinaron al día siguiente a 335 rehenes apresados arbitrariamente, entre ellos 253 católicos y 70 judíos de edades comprendidas entre los 14 y los 75 años, obreros, estudiantes, artistas, empleados, diplomáticos, policías, profesores, abogados, generales, médicos, campesinos, comerciantes, vendedores ambulantes, fabricantes, escolares e incluso un sacerdote católico. Hasta el pelotón de ejecución de las SS tuvo ciertos escrúpulos antes de disparar el tiro en la nuca. Un joven oficial se resistía al principio; un soldado se desmayó. A todo el pelotón se le suministró previamente aguardiente. Durante los diez días siguientes el comando se estuvo emborrachando hasta perder el sentido.

Antes de que se perpetrase la carnicería, entre las 15,30 y las 20 horas, «el papa Pío XII», escribe el americano Robert Katz en una documentación titulada Asesinato en Roma, exhaustiva, tan sobrecogedora como apasionante, «había decidido no involucrarse, conformarse calladamente con la masacre y mantener una actitud de extremada prudencia». L’Osservatore Romano publicó el mismo día de aquella orgía sangrienta un artículo, breve por demás, con el título de Carita Civile. De él estas líneas hacían casi la mitad: «Todos aquellos que tienen por misión salvaguardar el orden público deben velar para que ese orden no sea perturbado por una actitud que conlleve en sí misma la semilla de una serie inabarcable de dolorosos conflictos. Quienes estén en situación de ejercer una influencia eficaz sobre la ciudadanía —en primera línea el clero— tienen el sublime deber de persuadir, de apaciguar y de consolar». Al día siguiente la gaceta doméstica del Vaticano declaraba casi a manera de apostilla del comunicado oficial alemán: «De un lado 32 víctimas. Del otro lado 320 personas hubieron de sacrificarse en sustitución de los culpables (!) que se sustrajeron a su detención. Ayer apelamos con honda preocupación a la sensatez y la calma. Hoy reiteramos la misma exigencia con afecto aún más entrañable y con mayor energía». El diario del papa llamaba en primer lugar «i colpeboli» a los partisanos de Via Rasella dando pie a una controversia que se prolongó por más de dos decenios. «Desde el día del asesinato colectivo en las Grutas Ardeatinas hasta hoy, tanto el Vaticano como sus portavoces semioficiales o inoficiales se aferran al punto de vista de que los partisanos de Via Rasella se habían hecho culpables de un crimen tan grave —si no más grave— que el cometido por los alemanes en las Grutas Ardeatinas» (Katz).

La curia necesitaba a los alemanes y pensaba (¡todavía piensa!) utilizarlos. De ahí que todavía en 1944, Pío XII, durante un verano en que «seguía hora tras hora, atentamente, con pena y temor», la penetración del ejército soviético en Polonia y el establecimiento de un gobierno polaco en Lublin, se opusiera resueltamente contra toda capitulación incondicional. Esa actitud hallaba mayor comprensión en Churchill y en De Gaulle que en Roosevelt, a quien una vez más incitaba a ver una pronta reconciliación con Alemania como imperativo urgente del momento. Si esa reconciliación no se efectuaba en breve, el bolchevismo recogería su sangrienta cosecha.

También en su mensaje navideño de 1944 siguió Pío XII ofreciendo su paz conciliadora. «No hay en todo el mensaje», escribía airada la Pravda el 31 de diciembre, «ni una sola palabra acerca de los crímenes inauditos, sin par en la historia, cometidos por la canalla fascista». El 7 de enero de 1945 el diario moscovita reanudaba su polémica: «Es sabido que los fascistas hitlerianos tienen amigos y valedores. Esos abogados de su depravación intentan ofuscar la mente y los sentimientos de las personas fáciles de influir. Basta contemplar sin más con qué habilidad interpretan distintos diarios americanos el mensaje navideño del papa. Con él se espera evidentemente ganarse los ánimos de los creyentes para una solución “más justa” de los problemas básicos relacionados con la guerra y la paz. A grandes rasgos, el citado mensaje Perpetúa la política tradicional del Vaticano, política que, como ya observó reiteradamente la prensa extranjera, intenta amparar a los fascistas alemanes y absolverlos de su responsabilidad».

Simultáneamente, sin embargo, la curia se inclinaba cada vez más —como hizo en la I G. M.— del lado de los vencedores. Si bien no es verdad, como se ha afirmado, que el Vaticano recibiera a partir de 1940 exclusivamente a personalidades del «Eje», lo que si es cierto es que a medida que menudeaban las derrotas alemanas, saludó también al general americano Clark, al ministro de la guerra americano, Stimson, a W. Churchill y a De Gaulle. Y en un telegrama enviado a Roosevelt el 19 de junio de 1944 el papa subrayaba la estrecha afinidad entre «los ideales de la cristiandad y la democracia americana». También los obispos hicieron de inmediato gestos de servil complacencia dirigidos a los nuevos señores según proseguía el avance de sus tropas. En el occidente, lo que es bien conocido, ante los aliados occidentales. En el este, ante los comunistas. El obispo de Lodz, W. Jasinski, de 73 años y que había sido homenajeado por el papa a raíz de su deportación por los alemanes, izó en la torre de su catedral, sin que nadie le requiriera para ello, la bandera roja el 1 de Mayo de 1945. En la Ucrania Carpática, el obispo católico uniata T. Romscha había saludado ya amigablemente al ejército rojo. Es más, durante las celebraciones por la Revolución de Octubre en 1944 apareció como orador. En 1947, sin embargo, perdió su vida en un accidente «probablemente escenificado». Hasta el más negro de los cuervos, que ya en su día rompió lanzas por el emperador austríaco, después por el alemán y después por Hitler, hasta el arzobispo Septyckij, se puso ahora santamente del lado de Stalin. Los rusos lo respetaron exquisitamente cuando irrumpieron en Polonia y ya el 14 de octubre de 1944 ordenaba a través de una carta pastoral: «Que cada parroquia reúna una suma mínima de 500 rublos para los heridos y enfermos del ejército rojo y la envíe antes del 1 de diciembre al consistorio metropolitano que la hará llegar hasta la Cruz Roja». Todo con coherencia orgánica: de la cruz a la cruz gamada; de ésta a la cruz roja y al frente rojo. Y eso no es todo: aunque como metropolitano de Lemberg había rogado al papa, no hacía muchos años, que exorcizase al demonio soviético y que le concediera permiso para el martirio, pues sería bueno «que alguien hiciera de víctima de aquella invasión», escribía ahora, mediados de octubre de 1944, estas palabras a Stalin:

«El mundo entero inclina la cabeza ante Vd… Tras el avance victorioso desde el Volga hasta el San ha unificado Vd. nuevamente los territorios de la Ucrania occidental con la Gran Ucrania. El cumplimiento de estas aspiraciones y anhelos testamentarios del pueblo ucraniano, que, desde hace siglos, se considera a sí mismo como una nación que quiere vivir bajo un estado unificado, le ha hecho a Vd. acreedor a la gratitud de este pueblo. Este acontecimiento luminoso aviva también en la Iglesia, como en el pueblo entero, la esperanza de que ambos puedan gozar plena libertad para trabajar y desarrollarse en una URSS dirigida por Vd…».

Fue, de seguro, la última hazaña de ese príncipe de la Iglesia. Dos semanas después moría el arzobispo octogenario Andreas Conde de Sheptyckyj y no como mártir a manos de los soldados soviéticos, sino de sarampión. Y cuando el 5 de noviembre de 1944 lo llevaron, envuelto en crisantemos blancos y acompañado de un pomposo cortejo fúnebre por las calles de Lemberg no solamente le dieron el último adiós centenares de sacerdotes, estudiantes de teología y decenas de millares de fieles, sino también un representante de las autoridades soviéticas, el secretario del partido en Ucrania, Nikita Krutschov.

El sucesor de Sheptyckyj, el arzobispo Slipyj, concluyó, desde luego, rápidamente la recogida de dinero en favor de los soldados del ejército rojo heridos. Y mientras un hermano de Sheptyckyj, juntamente con otros dos clérigos, entregaba en el Kremlin 100.000 rublos (lamentablemente no a Stalin en persona) y el frente ruso avanzaba hasta el río Oder, el nuevo arzobispo, siguiendo fielmente los (últimos) pasos de su antecesor apoyaba al ejército rojo y combatía, bajo los elogios de Moscú, a los partisanos ultraderechistas del movimiento clandestino de Ucrania. Los obispos alemanes, entretanto, batían tambores para la batalla final contra el ejército rojo.

Desde Moscú, sin embargo, el patriarca Alexis apelaba así a los uniatas ucranianos: «Ved, padres e hijos dilectos, adonde os han conducido en estos días históricos vuestros guías espirituales… El Señor ha bendecido claramente las armas de quienes se alzaron contra Hitler… El dedo de Dios señala acusador, ante la faz de todo el mundo, a esos caníbales cuya hora final se aproxima. Pero ¿adónde os han conducido el difunto metropolitano Sheptyckyj y sus más estrechos colaboradores? Os condujo a someteros al yugo de Hitler y os enseñaron a inclinar ante él vuestra cabeza, ¿a dónde os conduce el Vaticano? En su mensaje de Navidad y Año Nuevo el papa habló de fraternidad para con los bandidos fascistas, de misericordia frente a Hitler, el mayor criminal de toda la historia…»[17].

La «imparcialidad» del «Vicario de Cristo» y el espectáculo de las apelaciones pontificias a la paz

«E. Pacelli escogió como blasón la paloma portadora de la rama de olivo de la paz. Fue mensajero de la paz en Múnich y Berlín; exhortador a la paz en Roma, Lourdes, Buenos Aires, Lisieux y Budapest. Pío XII sirvió a la causa de la paz durante los fatídicos meses anteriores a la II G. M. así como en el transcurso de los seis largos años de la conflagración armada. Paz, paz, paz…»

(Wilheim Sandfuchs)

«Y de la cima del abeto colgaba un ángel de rojas mejillas, revestido de papel de plata, que a intervalos regulares abría sus labios y susurraba “paz”»

(Heinrich Boíl, No en Navidad)

Ni siquiera de puertas afuera fue Pío XII capaz de guardar la apariencia de neutralidad o, como prefería decir él mismo posteriormente, de imparcialidad. Pues la «situación política general», escribió al obispo de Berlín, conde Preysing, justamente cuando los ejércitos de Hitler se aproximaban a Moscú, impone «la debida reserva al soberano de la Iglesia Universal en sus manifestaciones públicas». Pero ni aun de eso fue capaz. ¿Pues cómo podría, si no es así, haber exhortado a los ingleses, en un escrito dirigido al arzobispo de Westminster tras el bombardeo de Londres e, Inglaterra con proyectiles de las V 1 y V 2, a mostrarse indulgentes con sus enemigos mientras él protestaba acremente por unas cuantas bombas americanas caídas sobre Roma? ¿Por qué, aparte de ello, ordenó Pío XII, al final de la guerra, que Ludwig Kaas destruyera documentos en una chimenea del Palazzo San Cario, tarea que le ocupó «durante varios días»? ¿Podrían acaso ser documentos en su descargo?

Es más, incluso si el papa hubiera sido estrictamente neutral, realmente imparcial, ¡su clero no lo fue! Menos que nadie lo fueron el episcopado italiano y el alemán, que dieron soporte intensa y persistentemente a los fascistas. ¿Acaso esos obispos no forman parte de la Iglesia, de esa Iglesia de la que Pío decía santurronamente que «no es misión suya intervenir o tomar partido en cuestiones puramente terrenales»? «Ella es una madre y de una madre no se puede exigir tomar partido en favor o en contra de este o aquel de sus hijos».

Pero justamente eso era lo que hacían los prelados por donde quiera que se mirase, mientras su soberano, el consumado «diplómate de l’ancien régime», abundaba en su retórica embaucadora. Todos los obispos alemanes —ellos mismos lo recalcaban a finales de 1941— apoyaron a Hitler de forma «enérgica» y «continuada», cosa que ya hemos documentado suficientemente. Y lo hicieron hasta el final, como se documentará brevemente.

«Con toda la autoridad de nuestro santo ministerio», tal es el tenor de la carta pastoral común para las provincias eclesiásticas de Colonia y Padeborn de marzo de 1942, «apelamos nuevamente a vosotros en el día de hoy: ¡cumplid fidelísimamente en esta época de guerra con vuestros deberes patrióticos! ¡que nadie os supere en espíritu de abnegación ni en disposición al combate! ¡Sed fieles a nuestro pueblo!»

El 10 de abril de 1942 el cardenal Bertram enfatizaba en nombre de los obispos alemanes ante el «Sr. Canciller y Führer supremo» que ellos rezan «por la consecución de otros éxitos triunfales en esta conflagración con la meta de una paz victoriosa que colme de bendiciones a toda Alemania… que la divina providencia proteja y guíe al Führer, al ejército nacional y a la patria».

«Todo cuanto esta época exige en esfuerzos, sangre y lágrimas», afirma el obispo castrense Rarkowski en una carta pastoral de agosto de 1942 —en la que por cierto conjura también a la lucha contra «los bolcheviques infrahumanos»—, «lo que el Führer y comandante supremo os ordena como soldados y lo que la patria espera: tras todo ello está Dios mismo con su voluntad y sus preceptos». A finales de ese mismo año el obispo castrense suplente, Werthmann, que tenía «sus mejores ideas» en navidad, espoleaba, inspirándose blasfemamente en el «¡no temáis!» del mensaje del ángel, a los matarifes católicos a no guardar temor y a «empuñar la espada y golpear con ella con implacable dureza».

Nadie puede, ni de lejos, desear en su interior un desenlace desafortunado de la guerra asegura el cardenal Faulhaber en 1943. «Todo hombre racional sabe que en un caso así todo el orden estatal y eclesiástico sería demolido por el caos ruso».

Todavía en los años de 1944 y 1945 el arzobispo de Bamberg, Kolb, cuyo nombre puso la agradecida ciudad a una calle, predicaba que «cuando combaten ejércitos de soldados, debe haber un ejército de orantes que los secunden en la retaguardia» y exige «asumir ese trance con sereno autodominio… Cristo espera que, siguiendo el ejemplo de su obediencia, aceptemos voluntariamente el dolor y llevemos valerosamente nuestra cruz».

El 22 de enero de 1945, todavía el obispo de Würzburg alienta con esta ardorosa llamada a sus diocesanos: «¡Permaneced, además, firmemente al lado del orden estatal!… Fiel al espíritu de San Bruno, me permito invocaros: ¡cumplid con vuestro deber para con la patria y tanto más en este duro trance! Pensad en la exhortación de San Pablo…». Sométase cada cual a la autoridad, pues toda autoridad viene de Dios… «¡Cargad sobre vosotros todas las calamidades por amor a Dios! Estos sacrificios serán después peldaños en vuestra escala hacia el cielo. Sacrificándoos, obráis vuestra salvación».

Y el obispo militar castrense, que año tras año azuzó a los católicos a ir a la muerte participando en uno de los crímenes más monstruosos de la historia universal, capaz de escribir en una carta pastoral de 1942 que: «Como soldados aguerridos seguiréis avanzando por el camino triunfal con orgullosa confianza en el Führer y comandante supremo de las fuerzas armadas»; que en 1943 presentaba a su carne de cañón como modelo el camino hacia el sacrificio de Cristo, exigiendo «¡que lata en vuestro pecho de soldados valerosos un corazón intrépido y resuelto cuando el Führer y comandante supremo os imponga nuevos sacrificios en aras de la victoria final!… ¡que la contemplación de Cristo abra vuestras mentes, vuestros ojos y vuestros oídos!»; un hombre así fue capaz, todavía en 1944, de comparar en otra carta pastoral la lucha de los soldados hitlerianos con la pasión de Cristo y permitirse estas florituras retóricas: «El sacrificio fue desde siempre el adelantado de la luz y de la vida… Bajo el signo del sacrificio, nuestra época dará a luz nuevas y grandes empresas… A la luz de estos momentos se distinguen los hombres grandes de los mezquinos, los espíritus heroicos de los viles… Durante los días y semanas venideras vuestros sacerdotes castrenses, en el frente y en la guarnición, se habrán de esforzar como nunca en aparecer ante vosotros como predicadores de la doctrina de Cristo y como “administradores de los secretos divinos”. Os habrán de ofrecer por doquier la posibilidad de elevaros siguiendo el sublime ejemplo de Cristo…». Y todavía en 1945 el suplente de Rarkowski, Werthmann, arengaba así a las tropas de Hitler: «¡Adelante, soldados cristianos, por el camino hacia la victoria!».

«Aparte del obispo Preysing de Berlín, que nunca secundó las guerras de Hitler», resume G. Lewy, «hasta el último minuto de la guerra, todos los obispos alemanes exhortaron a sus feligreses a cumplir con su deber patriótico»; «los exhortaron hasta el amargo final de la contienda a derramar su sangre por Dios y por la patria. Se ha afirmado que los obispos quisieron ahorrar a los creyentes el martirio que les habría sobrevenido inexorablemente en caso de negarse a prestar su servicio militar en esta guerra injusta. Si esta afirmación fuera cierta lo único que cabe decir es que tampoco esa táctica tuvo ningún éxito. Pues, expresado con las palabras de G. Zahn, “de hecho los obispos alemanes exhortaron a sus fieles a ir al martirio: pero era un martirio por el pueblo y por la patria, ni tampoco por los valores religiosos de la ética católica tradicional relativa a la guerra”».

Pero incluso en esta condena del episcopado alemán por parte de los dos investigadores americanos se deslizan dos errores: la exculpación, no pertinente, del obispo Preysing, —pues también él firmó sin reservas, junto a sus cofrades, las cartas pastorales comunes en las que se aprobaban las guerras de Hitler— y la alusión a esa ética católica relativa a la guerra, cuya impertinencia queda sin más probada por el comportamiento del clero en la 1 G. M. y a mayor abundancia por toda la historia de la Iglesia desde la Antigüedad. Y es que la madre Iglesia ha seguido desde siempre la provechosa costumbre de declarar justas aquellas guerras que le resultaban útiles, incluidas muchas injustas, o bien, para no malquistarse con ninguno de los contendientes, de animar a las heroicas ovejas de cada bando a ir al matadero. La cuestión de lo «justo» o lo «injusto», a la que sus moralistas dedican ampulosas discusiones en la paz, con las que llenan a veces imponentes mamotretos, esa cuestión pasa a ser súbitamente vitanda cuando empieza la guerra. Ahora, justamente cuando esas exposiciones debieran tener aplicación, no se permite ni tan siquiera reflexionar sobre ello y menos aún extraer consecuencias.

«En caso de guerra», subraya en 1935 el arzobispo de Freiburg, Gróber, miembro patrocinador de las SS, «los teólogos católicos» no dejan nunca al arbitrio de «la persona individual afectada de miopías y cambiantes estados de ánimo la discusión de la licitud o ilicitud de aquélla». Antes bien, «la decisión última queda reservada a la autoridad legítima».

Para ellos, la autoridad legítima durante la II G. M. era en Alemania Hitler. De ahí que en 1940 un católico prominente diera esta respuesta, típica de un teólogo moral, a una cuestión parcial de su folleto Was ist zu tun (¿Qué debe uno hacer?): «Carece ahora de sentido ponerse a meditar sobre las cuestiones relativas a la guerra justa y sembrarlo todo de peros y contras. Hoy no es en absoluto posible emitir un juicio científico sobre las causas y motivos de la guerra, pues no nos son dadas aún las condiciones para el mismo. Ello sólo será posible más tarde, cuando nos sean accesibles los documentos de uno y otro bando. Lo que ahora se impone a cada cual es actuar, hacer lo mejor posible, teniendo fe en la causa de su pueblo».

En época posterior sin embargo se hacen declaraciones como las del teólogo moral Stelzenberger, en otro tiempo capellán de una división hitleriana y hoy nuevamente activo en la asistencia espiritual castrense de la Bundeswehr: «A posteriori se dice que las guerras del Tercer Reich eran puras guerras de agresión y por ello mismo inmorales e injustas. Hoy es fácil hacer esa declaración, pero ¿quién podía dar una prueba clara de ello el 1-9-1939, el 105-1940 o el 22-6-1941? La responsabilidad la tenía única y exclusivamente la dirección política del Reich. La jura de bandera de la Wehrmacht se servía de una fórmula religiosa. Su tenor contiene un deber supremamente moral, es decir, vinculante para con Dios. La jura de bandera vincula a un soldado a lo largo de toda su vida y no admite ningún tipo de reservas. También el juramento de bandera de 1939 a 1945 imponía su sagrado cumplimiento. Denigrar la jura de bandera equivale a manchar el honor de los héroes caídos».

Pero en el fondo lo que está en juego no es el honor de los que son su carne de cañón: se trata de su propio honor, de la transfiguración en positivo de la actividad criminal de todos aquellos que, sirviéndose de sagrados y vanilocuentes embustes, empujan a los demás a matar en masa, a dejarse matar en masa, sin tener para nada en cuenta los papeluchos de teología moral que escriben en época de paz. Y es que su «científica» garrulería acerca de las guerras «justas» e «injustas», a la hora de la verdad se evidencia como pura charlatanería, como devaneo de clericalla tan hipócrita como los discursos sobre la paz —que brotan con reiteración casi automática— de un papa que, tomó, sí, posesión de su cargo en medio de declaraciones retóricas sobre la paz, eligiendo como divisa de su pontificado que «La paz es obra de la justicia», que proclamaba ya el 12 de abril de 1939 que su gran objetivo era la salvación de la paz: Un papa, sí, que también el 20 de abril —cumpleaños del Führer—, animó para que en todas las iglesias del mundo se rezase por la preservación de la paz —eso prescindiendo del hecho de que su propio blasón mostraba la paloma con el ramo de olivo en el pico— pero que por otra parte y por medio de su clero castrense imponía de antemano a todos los creyentes (y a los no creyentes) el deber de dejarse escabechar en masa, deber reforzado por un «sagrado juramento». Pues Pío XII había ciertamente «exhortado a menudo a la paz», como dice el Diccionario de Teología y de la Iglesia, pero «como sobrio realista que era, no estaba a favor de una paz “a cualquier precio”». Sin ambigüedades: no a favor de una paz en desventaja de la Iglesia. O atendiendo a lo que ello implica: sí a favor de una guerra en provecho de aquélla.

Nadie cuestiona aquel sublime griterío pacifista. En el libro de Giovanetti, El Vaticano y la guerra, la paz juega un papel más destacado, incluso, que en la sátira de H. Boíl, No en Navidad.

A manera de epígrafe introductorio de aquel libro, el mismo Pío XII escribió, (ya estamos en 1943), unas palabras fustigando la «necedad de las acusaciones de que el propio papa ha deseado la guerra», de que «no ha hecho nada por la paz», y profetizando la vergüenza para quienes «se esfuercen por echar sobre el papado la responsabilidad de la sangre vertida». Casi a renglón seguido, monseñor Bruno Würstenberg, uno de los compinches alemanes de Pacelli, encarece al comienzo de su prefacio que tal vez no ha habido a lo largo de toda la historia ningún papa tan entregado a la causa de la paz como su jefe. Y después, —la puesta en escena es ya de Giovanetti— la figura de Pío XII, aunque «tan sólo iluminada por algunos rayos de luz», se torna cada vez más esclarecida, más noble, más insigne. Las invocaciones a la paz se siguen unas a otras. «Paz» es la palabra dominante, bien en labios del autor o en las numerosas citas del papa, quien con sus designios en pro de la paz, escribe Giovanetti, seguía la huellas de los antecesores a quienes él prestó sus servicios: Pío X, Benedicto XV y Pío XI. Pacelli mismo los califica a todos ellos de «Heraldos de la paz», «reavivando incansablemente el ejemplo de Benedicto XV y por cierto de forma tanto más amplia y vehemente cuanto más se aproximaba, grave y sombría, la tragedia». Pues no dejó desaprovechada la menor ocasión para acentuar que «de nuestro amor paternal son partícipes todos nuestros hijos e hijas». Él, que, insiste Giovanetti, «imitando a nuestro divino redentor… no desaprovechó cualquier oportunidad para defender la paz, para prevenir a gobernantes y gobernados de los peligros de la guerra, para proponer principios idóneos en evitación de conflictos, para limitar y paliar las desoladoras consecuencias de los mismos». En fin, como dice el autor:

«Alguien que lanzó sin pausa apelaciones y exhortaciones públicas clamando “Paz, Paz, Paz”, y cuya última palabra pública —algo bien sospechoso— parece haber sido la de “paz”».

Y es que Pío fue un pacifista tan imponente que la entera Iglesia Católica, y en especial la mejor pagada, lo elogia en todo el mundo como «Hombre de la paz». Tanto que para el cardenal Samoré era un valeroso «servidor de la paz», un «defensor de la paz contra las fuerzas de la guerra», un «maestro de la paz verdadera sobre la base del orden y la justicia»: «En los veinte volúmenes que contienen sus actas y discursos el tema de la paz es el más recurrente». Tanto que el cardenal Tardini testimonia que la palabra «paz» fue la que brotó más a menudo de sus labios y que también G. B. Montini, substituto del secretario de estado, alaba «los caminos» de su preclara política, «cuya única y exclusiva aspiración era la de dispensar el bien», «siempre magnánima, afanosa, universal y, ante todo, paternal…»

¿Lo era realmente aquella ensordecedora palabrería pacifista, aquella pretendida neutralidad tantas veces citada, la imparcialidad de la «Santa Sede»? De hecho así es. Lo fue ya durante la I G. M. bajo Benedicto XV. Y lo volvería a ser en una III G. M. pues las condiciones para ello siguen vigentes.

¿Y en la II G. M.? En esta ocasión, Pío XII, el hombre que clamaba una y otra vez por la paz, respondió a la cuestión del deber de obediencia frente a Hitler que el «Führer» era el soberano legal de los alemanes —¡algo de lo que Pacelli no era totalmente inocente!— y que peca todo aquel que le niega la obediencia (!). Simultáneamente Pacelli concedió a los obispos franceses el derecho de apoyar todas las medidas en defensa de su patria. ¡Contra los alemanes, por supuesto! Y el 6 de agosto de 1940 Pío XII expresó su admiración por los católicos alemanes que luchaban «fieles hasta la muerte» por sus «camaradas de etnia». ¡Contra los franceses, naturalmente! Es más, en su alocución radiada el 1 de septiembre de 1944, cuando media Europa estaba cubierta de escombros y cenizas y millones de europeos (y no sólo ellos) yacían en fosas comunes, se refirió a la «necesidad militar» para decir que ésta «es prioritaria respecto a cualquier otro miramiento o consideración».

Ahora bien, el hecho de que el propio papa urgiese a obedecer a Hitler durante la guerra; de que durante seis años exhortase a través de sus obispos a los católicos alemanes a masacrar y a dejarse masacrar, ese hecho es tanto más aborrecible cuanto que Pío mismo había previsto con mucha antelación el fiasco alemán. Pues el 2 de junio de 1945 confesó, por no decir fanfarroneó, que «Hacía ya mucho tiempo que habíamos previsto ese hundimiento (del pueblo alemán). Y creemos que hay pocos que hayan seguido con tan viva atención la evolución y la caída en la inevitable catástrofe». ¡Así pues, aunque había previsto la debacle, hizo que su clero azuzase a los alemanes hasta la muerte por espacio de seis años y siguió con viva emoción el camino que los conducía al precipicio! Realmente, ¿no echamos de menos a uno (¡o a más de uno!) entre los condenados a la horca en Nurenberg? Lo que sigue facilita la respuesta a esta cuestión[18].

Fiestas de la matanza en Croacia o «el reino de Dios»

«La receta antiortodoxa del dirigente ustasha y poglavnik (jefe de estado) de Croacia, Ante Pavelic, recuerda las guerras de religión de sangrienta memoria: “Un tercio deberá convertirse al catolicismo; otro tercio, abandonar el país. ¡El tercio restante tiene que morir!”. El último punto del programa se llevó a la práctica… Según los informes llegados a mis manos evalúo en unos 750.000 el número de los que fueron liquidados indefensos»

(El legado especial del ministerio

Alemán de AA. EE., H. Neubacher)

«Ya no constituye pecado matar a un niño de siete años cuando transgrede la legislación de los ustashas. Aunque yo lleve ropa sacerdotal, muchas veces he de echar mano de la ametralladora»

(El sacerdote católico Dionis Juricev)

«Matar a todos los serbios en el tiempo más corto posible. Ése es nuestro programa»

(El padre franciscano y gobernador civil, Simic)

«Pues es prácticamente imposible imaginarse una expedición de castigo de los siniestros cuadros ustashas donde no haya un sacerdote; donde no haya, sobretodo, un franciscano que los guíe y los azuce»

(Carlo Falconi)

«… Pero es muy fácil reconocer la “mano de Dios en esta obra”»

(El primado de Croacia, arzobispo Stepinac)

«¡Vivan los croatas!»

(El papa Pío XII)

La catolización de los Balcanes constituye, al igual que la acción misionera en Rusia, un antiguo objetivo de Roma. A finales del s. XIX y a principios del XX se intentó su consecución de modo cada vez más enérgico. Primero con el apoyo de los Habsburgo, después con el apoyo adicional de la Alemania guillermina y finalmente con la ayuda de Mussolini y de Hitler.

La lucha se desplegó en el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, llamado Reino de Yugoslavia desde el año 1929 y en el que vivían 5,5 mill. de ciudadanos ortodoxos, 4,7 mill. de católicos y 1,3 mill. de musulmanes. Aquí se desfogaron violentamente viejas rivalidades étnicas y religiosas, especialmente entre serbios ortodoxos (pravoslavos) y croatas católicos. A ese respecto, estos últimos servían para Roma de estratégica cabeza de puente, pues, como decía jactanciosa la Deutsche Presse de Praga que daba el tono en aquellos tiempos, la Iglesia romana mantenía una continua ofensiva contra el cristianismo ortodoxo. Por una parte estaba, eso sí, dispuesta «a unirse con la iglesia ortodoxa, mientras ésta fuera de buena fe». Por otra, sin embargo, no estaba dispuesta a una «confraternización confusa y peligrosa… a costa de la Iglesia Católica».

Antes de la II G. M., la Iglesia Católica disfrutaba de plena igualdad de derechos en Yugoslavia. Su prensa, sus escuelas y sus colegios florecían. Lo mismo sus hospitales y asociaciones. En suma, pese a no haber concordato alguno, disfrutaba como concede el mismo A. Koroshek dirigente de los católicos croatas, «plena libertad de acción».

El concordato, casi ultimado en 1935 tras penosas negociaciones, disponía entre otras cosas que se abolieran aquellas disposiciones del reino que le fueran contrarias (Art. 35) y que todos los asuntos no negociados en el concordato se trataran según el derecho canónico católico (Art. 37. Apart. 1). La totalidad de los grupos religiosos, incluidos muchos católicos croatas, pero en especial el de los ortodoxos serbios, rechazaron por ello aquel concordato. De ahí que después de que fuera aprobado por la Skupshtina, la cámara de diputados, el 23 de julio de 1937, el santo sínodo de la Iglesia Ortodoxa excomulgase a todos los ministros ortodoxos y a aquellos miembros del parlamento que votaron en su favor, obligando al gobierno a dejar las cosas como estaban anteriormente.

Con todo, hasta el Manual de Historia de la Iglesia admite que «La vida de la Iglesia florecía. El auge se hacía notar de modo especial en la prensa, en el sistema escolar y asociativo, en la acción pastoral y en las órdenes religiosas». Más aún, todavía el 4 de enero de 1941 Civiltà Cattolica toma esta cita del órgano de prensa del arzobispado de Sarajevo, Katholicki Tjednik: «En el banato croata se atienden los deseos de la Iglesia y se respetan nuestras tradiciones cristiano-católicas… No existe la más mínima prevención ni sombra de desconfianza… Las relaciones con la Iglesia son, no ya correctas sino amistosas… Al clero pastoral, tanto si ejercen su ministerio como si están jubilados se les ha aumentado el sueldo. Muchos institutos católicos se han beneficiado de subvenciones».

A despecho de ello, los 19 obispos católicos de Yugoslavia estaban indignados y en octubre de 1937 declararon que «En cualquier caso el episcopado sabrá defender los derechos de la Iglesia Católica y de los seis millones de católicos de este estado y ha adoptado las medidas necesarias en pro de la reparación de todas las injusticias». Especialmente dolidos estaban Pío XI y su Secretario de Estado, Pacelli, que había participado en la elaboración del concordato y a quien la fortuna había mimado con el éxito a la hora de concluir otros acuerdos. Por ello, en un discurso ante el consistorio en diciembre de 1937 amenazó sin ambages: «Llegará el día (no, a él no le agrada decirlo así, pero tiene un concepto muy claro al respecto) en que no serán pocos los que lamenten seriamente haber desdeñado la obra magnánima y generosa que el Vicarius Christi les ofreció».

Evidentemente Pacelli sabía muy bien de qué hablaba. Su amenaza no era humo de pajas. En 1941 esa amenaza se cumplió en proporciones que casi superan á las peores masacres de la Edad Media cristiana.

Los cómplices fascistas del papa habían previsto ya la desmembración de Yugoslavia como mínimo desde el año 1939. Tomando lo sucedido en Albania como modelo planearon una invasión rápida, a manera de un golpe de mano, y la fundación de un estado croata bajo protección italiana. «Las intenciones de Mussolini», anota Ciano el 8 de enero de 1940, apuntan «cada vez con más fuerza hacia Croacia». Y el 21 de abril el ministro de AA. EE. esboza este modo «aproximado» de proceder: «Alzamiento, ocupación de Zagreb, llegada de Pavelic. Petición a Italia para que intervenga. Establecimiento de un Reino de Croacia. Oferta de la corona al rey de Italia».

Ahora bien, Hitler, con su codiciosa mirada fija en Rusia, deseaba «tranquilidad en los Balcanes» pese a su complejo antiserbio, que se remontaba a 1914, y los italianos se plegaron a ello. Y sin embargo, un golpe de estado preparado desde tiempo atrás y que puso en el trono yugoslavo al rey Pedro II, que contaba 17 años de edad, desbarató las intenciones de Hitler, desató su cólera contra aquella «pandilla de conspiradores serbios» y le hizo tomar la resolución de «cauterizar» definitivamente aquel «absceso purulento de los Balcanes», aquel «avispero» de «serbios lanzabombas», ordenando apenas comenzada la campaña de Serbia, que la aviación destruyera Belgrado en sucesivas oleadas de bombardeos («Mediante ataques ininterrumpidos, diurnos y nocturnos»).

En una «Apelación al pueblo alemán» del 6 de abril, justo cuando comenzaban los ataques, Hitler hizo responsables de los mismos a la «camarilla de criminales» serbios, las «mismas criaturas que precipitaron al mundo a una desdicha indecible mediante el atentado de Sarajevo», acentuando sin embargo que «no hay motivo alguno para que el pueblo alemán luche contra croatas o eslovenos». Ocurría más bien que alemanes e italianos —estos últimos se apoderarían en breve de amplios territorios de Yugoslavia— colaboraban con el movimiento católico-fascista de Croacia, con el partido Ustasha («Ustasha» = los rebeldes). Su precursor espiritual, el publicista y político Ante Starcevic, muerto en 1896, dirigente del Partido Croata de la Justicia, defendía el parecer de que no había en realidad serbios y de que todo lo que llevara el nombre de serbio debía desaparecer. Consecuente con ello escribía que «Los serbios son asunto del matadero». Los ustashas del naciente Estado Independiente de Croacia procedieron según el modelo ofrecido por aquel su mentor ancestral, a quien glorificaron como «Padre de la Patria», «el mayor de los ideólogos políticos de Croacia» y «paradigma del combatiente ustasha».

Su caudillo (Poglavnik) era Ante Pavelic, nacido en 1889 en Herzegovina y doctorado en Derecho en 1915, otrora abogado en Zagreb. El 7 de enero de 1929, al día siguiente de la proclamación de la «Dictadura Real» de Alejandro I, Pavelic, el antiguo oficial austríaco Slavko Kvaternik y otros fundaron la Ustasha, aquella liga de combatientes de tendencia nacionalrevolucionaria cuyo estatuto, redactado de nuevo en 1932, estipulaba como objetivo primordial el «Alzamiento armado» para liberar Croacia del «yugo extranjero». Cada uno de sus miembros tenía que jurar «por el Dios omnipotente y por todo aquello que me es sagrado» prestar obediencia (Punto 11 del estatuto). Los capellanes de la Ustasha prestaron más tarde su juramento ante dos velas, el crucifijo, un puñal y un revólver. Y es que lo que se cocía no era sólo un saldo de cuentas nacionalista con los odiados serbios, hegemónicos desde el Tratado de Versalles, sino también una «guerra santa», una guerra de religión que justificaba cualquier clase de terror y que «incluía como símbolos y como medios de lucha la biblia y la bomba en estrecha compañía» (Hory/Broszat).

Apenas fundado el partido de la rebelión, Pavelic se puso a buen recaudo desapareciendo camino de Viena y de Bulgaria junto a sus más estrechos compinches. Finalmente la Italia fascista le dio asilo y cobertura. Mientras un tribunal serbio lo condenaba a muerte en ausencia, Mussolini ponía a disposición de la familia Pavelic una casa en Bolonia, casa que sirvió durante años de cuartel central de los ustasha. Con la ayuda del jefe de la policía secreta, Conti, y del ministro de la policía, Bocchini, el mandamás de aquella tropa conspiradora organizó —en la Toscana y en las Islas Lípari— el entrenamiento de croatas exiliados y de ustashas fugitivos para futuras acciones criminales. Disponía de algunas emisiones de Radio Bari, editaba el diario Ustasha, en lengua croata, y así estableció contactos con los centros de propaganda nacionalista croata de Viena, Berlín, los USA y Argentina. Simultáneamente llamaba la atención del mundo hacia sus nobles metas haciendo explotar bombas en los trenes Viena-Belgrado, con una intentona de revuelta más seria en la sierra de Velebit —rápidamente sofocada— y con una serie de atentados especiales.

Entre los primeros atentados, que causaron viva emoción, se cuenta el asesinato de N. Ristovic, editor del periódico proyugoslavo de Zagreb, Jedinstvo («Unidad»), a quien abatieron en agosto de 1928, a plena luz del día, en un café de la ciudad; asimismo el asesinato del redactor jefe del diario Novosti, A. Siegel, el 22 de marzo de 1929. A su más directo colaborador, G. Percec, Pavelic lo hizo encarcelar por la policía en Arezzo y tras someterlo a interrogatorios y torturas lo abatió a tiros con su propia mano. Su víctima más prominente, sin embargo, fue el rey yugoslavo Alejandro. Un primer atentado en otoño de 1933 contra este regente, que gozaba del aprecio incluso de muchos croatas, pudo ser abortado por la policía secreta yugoslava en Zagreb. Un año más tarde, sin embargo, concretamente el 9 de octubre de 1934 y justo cuando el monarca puso el pie en Marsella, en el país de sus aliados franceses, fue asesinado juntamente con el ministro francés de AA. EE., L. Barthou, estando ambos aún en el barrio portuario. El asesino, un sicario de Pavelic, fue linchado allí mismo por la multitud. Ahora pesaban ya sobre éste dos condenas a muerte, por parte francesa y yugoslava. Los fascistas italianos, no obstante, después de encarcelar preventivamente a Pavelic, volvieron a ofrecerle una nueva vivienda en Siena y una nueva pensión estatal de 5.000 liras mensuales.

Un memorial sobre la «Cuestión Croata», que Pavelic redactó y firmó de su propia mano en 1936, no llegó a manos del ministerio de AA. EE. alemán hasta el año de 1941, cuando se estaba preparando la campaña en Yugoslavia. Aquel documento de 30 páginas, que incluía entre los enemigos fundamentales de los ustashas al poder estatal serbio, a la «francmasonería internacional» y a los judíos, beneficiarios parásitos del «caos nacional», elogia a Hitler como «el más grande y el mejor de los hijos de Alemania», como «el más poderoso paladín del derecho vivo, de la auténtica cultura y de la civilización superior», esperando «de la nueva Alemania… comprensión para su heroica lucha». Todavía el 6 de abril de 1941, cuando Belgrado comenzó a arder bajo los terroríficos e ininterrumpidos bombardeos alemanes y el doceavo ejército del mariscal de campo List penetraba en el sur de Serbia desde Bulgaria, Pavelic lanzó una proclama a las tropas croatas desde una emisora secreta para que dirigieran sus armas contra los serbios. «Desde este momento luchamos codo a codo con nuestros nuevos aliados, alemanes e italianos». Sobre las afirmaciones de un experto en el sentido de que la Wehrmacht hitleriana «fue recibida amistosa e incluso entusiásticamente en Eslovenia y Croacia» apenas se puede arrojar la sombra de la duda.

Más o menos hacia el anochecer del 10 de abril, cuando los alemanes ocuparon Zagreb, capital del antiguo Banato, tuvo lugar, en presencia de Pavelic, la proclamación de la «Croacia Independiente». «La providencia de Dios y la voluntad de nuestro gran aliado, así como la lucha secular del pueblo croata unida a la abnegación de nuestro caudillo Ante Pavelic y del Movimiento Ustasha en la patria y en el extranjero, han dispuesto que hoy, antes de la Resurrección del Hijo de Dios, resucite también nuestro Estado Independiente de Croacia». La proclama se iniciaba con el nombre de Dios y finalizaba con «¡Dios asista a los croatas! ¡Al servicio de la patria!». Iba firmada por el antiguo oficial del ejército de su real e imperial majestad de Austria, Kvaternik, «Lugarteniente del Poglavnik y comandante en jefe de las fuerzas armadas», quien parecía por esos días como si fuera a descabalgar a Pavelic.

Éste tuvo aún tiempo para presidir el 10 de abril una parada militar de su guardia, unos 300 hombres, en Pistoya, acudir por la noche a Roma, llamado por Mussolini, y telegrafiar el 11 al Führer expresándole su «agradecimiento y lealtad» («La Croacia Independiente vinculará su futuro al del nuevo orden europeo que Vd., Führer, y el Duce han creado»). Cruzó la frontera yogoslava por Rjeka en la noche del 12 al 13, llegó a Zagreb en la noche del 14 al 15 y nombró su primer gabinete el 17 de abril. Se había convertido en jefe de estado, de gobierno y de partido, así como en comandante supremo de las tropas. Gobernaba como dictador —en dependencia, eso sí de sus poderosos aliados, cuyos regímenes copió en gran medida— sobre tres millones de croatas católicos, dos millones de serbios ortodoxos, casi medio millón de bosnios musulmanes y sobre otras etnias más reducidas, incluidos 40.000 judíos.

El 18 de abril el ejército yugoslavo presentó su rendición incondicional y Serbia fue sometida al control de los ocupantes alemanes. Casi dos tercios del Reino de Yugoslavia fueron a formar parte del «Estado Independiente de Croacia», integrado por el núcleo básico de territorios croata-eslavones, por toda Bosnia (hasta el Drina) y por Herzegovina, juntamente con una parte de la costa de Dalmacia. Unos 102.000 kmts. cuadrados en total.

Pavelic, desde luego, cedió en mayo casi la mitad de Yugoslavia a los países colindantes. Por el norte, a Alemania, cuya frontera discurría ahora a sólo 20 kmts de Zagreb. Por el nordeste a Hungría, por el Sur a Bulgaria y Albania. Por el sudoeste, el oeste (con una población mayoritariamente croata) y el nordeste a Italia. El 7 de mayo Pavelic viajó a este último país acompañado de sus ministros y algunos dignatarios eclesiásticos como el obispo Salis-Sewis, vicario general del arzobispo Stepinac, a ofrecer la denominada corona de Zvonimir, el último rey croata independiente en el s. XI, a Víctor Manuel III, en favor del insignificante duque de Spoleto. Éste no fue coronado nunca ni jamás puso los pies en su reino, pero sí que se presentó en audiencia al Vaticano el 17 de mayo en calidad de rey de Croacia designado con el nombre de Tomislav II.

Allí se presentó también, al día siguiente, el Poglavnik, el asesino múltiple y varias veces condenado a muerte con su numeroso séquito: Pavelic «rodeado de sus bandidos», anotaba tan sólo unas semanas antes de la visita, el propio ministro de AA. EE. italiano conde Ciano. Las cesiones territoriales de Pavelic en favor de Italia, que practicaba a la sazón la brutal política del «Mare Nostrum», cayeron «en toda Croacia», según informaba el general Glaise von Horstenau el 21 desde Zagreb, «como un golpe demoledor… y por donde quiera que uno vaya oye proferir amenazas contra los italianos». La prensa católica del país en cambio se expresaba conmovida por la atención y cordialidad del papa Pío XII, quien saludó a Pavelic y a sus forajidos en una audiencia privada especialmente ceremoniosa —una «gran audiencia»— y los despidió calurosamente con los mejores augurios para los «ulteriores trabajos…».

Los «trabajos ulteriores» apuntaban inequívocamente al exterminio cultural, económico y material de los serbios y de la Iglesia Ortodoxa Serbia. Se trataba, en suma, de una recatolización implacable que dejaba traslucir un plan cuidadosamente preparado.

De ahí que allá donde los ortodoxos constituían una minoría sus iglesias fueran transformadas y puestas al servicio del catolicismo por orden del episcopado competente. Donde los pravoslavos predominaban numéricamente sus iglesias fueron, en general, totalmente destruidas. No menos de 299 templos ortodoxos fueron derruidos, —después de ser saqueados— víctimas de la cruzada católica, 172 de ellos en las provincias de Lika, Kordun y Banja. Muchas otras iglesias fueron convertidas en almacenes, en mataderos, en retretes públicos y en establos. La Iglesia Católica se quedó con la totalidad del patrimonio de la Ortodoxa. Sólo en 1942 volvió a ser oficialmente tolerada poniendo a su cabeza al obispo Maximov Germogen, hombre del agrado de Pavelic y a quien Tito mandó fusilar en 1945. Eso, claro está, después de que una parte de los serbios hubiera sido deportada o liquidada y de que los países extranjeros aliados, para bochorno de Roma, protestasen de forma excesivamente ruidosa.

Ya en el otoño de 1941 fue rapazmente confiscado el patrimonio de los judíos. Éstos fueron prontamente expulsados de todos los institutos culturales; poco después de los cuerpos de funcionarios y de las profesiones académicas. La «judería indeseable» fue confinada en campos de concentración y finalmente deportada a Auschwitz. Y es que ya un decreto «Para la protección de la sangre aria y del honor del pueblo croata», datado el 30 de abril de 1941 y concebido exactamente según las normas del Reich nazi, había preparado tácitamente su exterminio.

Ya en abril los serbios fueron homologados a los judíos. Los primeros tenían que llevar un brazalete azul con la letra «P», (inicial de Pravoslavo = ortodoxo). Los judíos, la estrella de David. En Zagreb los serbios sólo podían habitar en los barrios reservados a los judíos. A unos y a otros se les prohibía caminar por las aceras. En todas las oficinas, negocios, restaurantes, tranvías y autobuses colgaba el letrero de «¡Prohibida la entrada a serbios, judíos, nómadas y perros!».

Propio de esos «trabajos ulteriores», (Pío XII), era también que apenas fundado el nuevo régimen pusieran en cautiverio al patriarca ortodoxo serbio, Dr. Gavrilo Dozic, y al más importante de los teólogos ortodoxos, el obispo Dr. Nikolaj Velimirovic, quienes no salieron libres hasta el final de la guerra. En noviembre de 1941 los italianos encarcelaron también al obispo ortodoxo serbio de Dalmacia, Dr. Irinej Djordjevic, quien también desapareció de la vida pública hasta 1945.

Otros cinco obispos y al menos 300 sacerdotes de los ortodoxos fueron asesinados. El octogenario metropolitano de Sarajevo, P. Simonic fue estrangulado mientras el arzobispo católico de la ciudad, Ivan Saric, no sólo escribía por entonces odas en honor del «idolatrado caudillo», sino que elogiaba en su hoja episcopal los métodos revolucionarios «al servicio de la verdad, de la justicia y del honor». Al obispo Platov, de Banja Luka, que contaba 81 años, se le herraron los pies como a una caballería y se le obligó a caminar hasta que cayó inconsciente. Después, a él y al sacerdote Dusan Subotic les fueron arrancados los ojos, les fueron cortadas las narices y las orejas mientras un fuego les estuvo quemando el pecho hasta que les dieron el golpe de gracia. En Zagreb, donde residían el cardenal primado católico y el legado papal Marcene, el metropolitano ortodoxo Disitej fue torturado hasta quedar demente.

Los dirigentes de los musulmanes, tolerados por la católica Croacia, (había, incluso, milicias ustashas musulmanas; el mismo Hitler hallaba simpatía para el Islam, una «religión de hombres», y practicaba una «política positiva frente a los musulmanes») protestaron el 13 de noviembre en Zagreb contra la «matanza de sacerdotes y personas dirigentes, sin juicio ni tribunales, contra los fusilamientos masivos de personas que eran a menudo totalmente inocentes, mujeres y niños entre ellos». Es más, los dirigentes musulmanes no sólo escribieron que «La propaganda en favor del catolicismo se ha hecho tan intensa que recuerda a la inquisición española», sino que dudaban incluso de que «lo que está ocurriendo entre nosotros tenga precedentes en la historia de cualquier otro pueblo…».

Por todas partes se exhortaba a los serbios a convertirse. «Cuando os hayáis convertido a la fe católica», prometía el obispo Axamovic de Djakovo, «se os dejará vivir en paz en vuestras casas». Unos cuantos cientos de miles se convirtieron, pero fueron más los que murieron a manos de las milicias ustashas, una agrupación combatiente similar a la SS militares, pero que ejercían adicionalmente de policía política.

En Mostar, Herzegovina, cientos de serbios fueron arrastrados hacia el Neretva, atados unos a otros con alambre, fusilados y arrojados al río. Igual suerte corrieron los serbios en Otoka, en Brcko del Save. Incontables fueron los que acabaron sus días en la siniestra prisión de Gospic. Unas 500 personas acarreadas a la prisión de Glina fueron asesinadas en el bosque de Kihalci y apenas soterradas. Poco después fueron asesinados allí mismo 56 traficantes de ganado, al parecer tan sólo para poderse apropiar de su dinero. También en Doboj dio comienzo el fusilamiento de serbios acaudalados. En el distrito de Bielovar los ustashas obligaron el 28 de abril de 1941 al sacerdote Bozin, al maestro Ivankovic y a otros 250 hombres y mujeres, campesinos la mayoría, a abrir una zanja; después les ataron las manos por detrás de la espalda y los enterraron vivos. Aquella misma noche estrangularon en Vukobar a 180 serbios y los arrojaron al Danubio. Pocos días después, en Otocac, 331 serbios fueron también obligados a abrir una zanja, siendo después asesinados con hachas. Punto culminante de estos actos de fe fue la liquidación de un antiguo diputado serbio, el pope Branco Dobrosalvjevic, ante cuyos ojos hicieron literalmente trizas a su hijo mientras él mismo hubo de pronunciar las oraciones para agonizantes. Después de ello le arrancaron a él el cabello, la barba y la piel; le saltaron los ojos y lo torturaron hasta la muerte. Lo mismo sucedió en Svinjica (Banjia). En Mliniste, distrito de Glamost, fueron crucificados el antiguo miembro del parlamento Luka Avramovic y su hijo. En Kosinj, adonde los ustashas llevaron a la fuerza a 600 serbios, una madre tuvo que recoger en un cuenco la sangre de sus cuatro hijos. En las cercanías de Sarajevo aldeas enteras fueron exterminadas y en algunos lugares como Vrace se produjeron fusilamientos masivos de campesinos serbios[19].

Cuando Pavelic, ya bendecido por el papa, recibió el 26 de junio en audiencia al episcopado y el arzobispo Stepinac expresó «de todo corazón sus respetos», prometiendo asimismo «una colaboración abnegada y fiel en pro del más esplendoroso de los futuros para nuestra patria». La católica Croacia, en tan sólo seis semanas, había asesinado ya a tres obispos y a más de cien sacerdotes y monjes ortodoxos juntamente con unos 180.000 serbios y judíos.

Ya al mes siguiente, los ustashas, «furias del averno», «demonios encarnados», (Hory/Broszat) abatieron a más de 100. 000 hombres, mujeres y niños serbios en las cárceles, las iglesias, las calles y los campos. La iglesia de Glina, en Bosnia, fue convertida en un matadero humano. «El baño de sangre duraba desde las 10 de la noche hasta las 4 de la mañana y continuó a lo largo de ocho días. Aquellos verdugos hubieron de mudarse de uniforme porque estaban empapados de sangre. Más tarde se hallaron niños ensartados con los miembros aún retorcidos por el dolor». Iniciadores de la carnicería fueron el ministro de justicia Dr. Mirko Puk y el prior del convento de los franciscanos de Cuntic, Hermenegildo, alias Castimir Hermann. Como ya ocurrió en Glina, la iglesia serbia sirvió una vez más de cárcel y de degolladero de hombres y mujeres serbios.

Como dijo el enviado especial de Ribbentrop, Neubacher, los serbios se convirtieron en «caza mayor». Las listas de muertos son casi inacabables. Cualquier sargentillo de nada se dedicaba a la caza del hombre y comunicaba rápidamente sus éxitos a las autoridades al objeto de ser condecorado. El comandante ustasha, Von Vojnic, telefoneaba así a Belgrado:

«La caza ha sido hoy muy abundante. 500 en total». En tan sólo ocho meses iniciales del régimen clerofascista el número de víctimas de los ustashas habría ascendido a 350.000. Pero la cruzada duró todo el año siguiente e incluso se prolongó tal vez hasta los primeros años de

1943.

Eran habituales las ejecuciones en masa mediante el procedimiento de segarle la garganta a las víctimas. A veces se las descuartizaba y más de una porción acabó colgada en una carnicería con el rótulo de «carne humana». Algunas de las atrocidades casi hacen empalidecer las fechorías de los verdugos alemanes de los campos de concentración. Los ustashas se recreaban con juegos de tortura en sus orgías nocturnas, introduciendo agujas candentes bajo las uñas, echando sal en las heridas abiertas, mutilando las más distintas partes del cuerpo y compitiendo noblemente en el arte de segar cuellos. Incendiaron iglesias llenas de gente, empalaron niños en Vlasenica y Kladany, cortaron a golpes de sable narices y oídos, saltaron ojos. Los italianos fotografiaron a un ustasha de cuyos hombros colgaban sendas cadenas de lenguas y ojos humanos.

Cuando Curzio Malaparte entrevistó al Poglavnik notó la presencia de un cesto de mimbre sobre su escritorio. «Por el cesto entreabierto aparecía un revoltijo de bichos de mar o algo parecido. “¿Ostras de Dalmacia?”, pregunté. A. Pavelic levantó la tapa y me enseñó el amasijo que tenía el aspecto de una masa de ostras viscosa, como de hiel. Me respondió con una sonrisa fatigada y amable diciendo: “un regalo de mis fieles ustashas. ¡Cuarenta libras de ojos humanos!”». Incluso si Malaparte hubiera exagerado macabramente, el hecho caracteriza certeramente la naturaleza del estado terrorista dirigido por aquel hombre a quien Pío XII bendijo incluso en su lecho de muerte.

Aquel terror de cruzada medieval causó gran conmoción incluso entre los fascistas italianos, quienes distribuyeron masivamente octavillas contra el gobierno croata e incluso soliviantaron a los serbios contra él. Es más, aquí y allá les dieron protección y no sólo a ellos sino también a los judíos. El general Mario Roatta, comandante de la segunda división italiana que estigmatizó el «exterminio a gran escala de la población serbia ortodoxa y de las, en general, bien acomodadas familias judías» y también la liquidación en aquella «cruzada croata» o mediante «lo que ellos denominan campos de concentración», informa de que los ustashas penetraron a menudo en territorios militarmente ocupados por los italianos pues «querían cometer allí, con grave peligro de la población, nuevos excesos. El mando italiano dispuso en situación de combate a varias secciones y a la artillería, bloqueándoles así el acceso, y les hizo saber que abriría de inmediato el fuego contra ellos en el caso de que intentaran avanzar». El total de personas salvadas por las tropas italianas se estima en unos 600.000, entre ellos algunos miles de judíos huidos de la persecución ustasha y de la nazi.

Hasta los propios alemanes protestaron; diplomáticos, militares, miembros del partido; incluso el servicio de seguridad de las SS. Algunos enviaron sus «estremecedores» informes al mando superior del ejército, al ministerio de AA. EE., a la oficina central de seguridad del Reich, al cuartel central del Führer. Fustigaron el «terror ustasha», el «monstruoso terror de los ustashas»; informaron a cada paso de los «asesinatos e incendios que, sin la menor duda, tienen lugar en gran número»; «sucesos en verdad horribles»; la «absurda degollina contra la población serbia»; «las atrocidades cometidas, a veces de la manera más bestial, … incluso en la persona de ancianos, mujeres y niños», «atrocidades repetidas una y otra vez» etc, respecto a lo cual algunos informadores, como el representante del legado alemán en Zagreb, el consejero Von Troll-Obergfell, «documentaron parcialmente aquel material con fotos adjuntas».

El general E. Glaise von Horstenau, quien ya en junio de 1941 había manifestado al propio Pavelic sus «serios reparos contra los excesos de los ustashas», confirmándoselos «mediante numerosos datos concretos», informó simultáneamente al mando superior de la Wehrmacht que «todo el país está atenazado por la sensación de una profunda inseguridad jurídica».

El 17 de febrero de 1942, el jefe de la policía y de los servicios de seguridad, persona en verdad poco sospechosa de excesiva sensibilidad, informaba así al jefe de las SS del Reich: «El número de pravoslavos degollados o torturados hasta la muerte, con métodos extremadamente sádicos, por parte de los croatas se estima como mínimo en unos 300.000… A este respecto hemos de anotar que en último término ha sido la Iglesia Católica la que ha inducido esas atrocidades de los ustashas a causa de sus medidas tendentes a la conversión por la fuerza, para cuya puesta en práctica se ha valido de aquéllos… El hecho es que los serbios afincados en Croacia y convertidos a la Iglesia Católica pueden seguir viviendo sin ser molestados… de lo cual se desprende que la tirantez serbo-croata es también, y no en último lugar, una lucha de la Iglesia Católica contra la pravoslava».

Félix Benzier, jefe de la legación alemana en Belgrado, informa así el 16 de septiembre de 1942 al ministerio de AA. EE.: «No cabe duda de que desde la fundación de ese estado hasta el día de hoy… las persecuciones contra los serbios han costado la vida a 500.000 personas, según las estimaciones más prudentes». Y el comandante en jefe de la región del sudeste, el capitán general A. Lóhr, quien el 27 de febrero de 1943 exigió enérgicamente del mando superior de la Wehrmacht la instauración de un régimen distinto en Croacia, pudo informar incluso de que «a consecuencia de los actos de terror de los ustashas contra la población pravoslava… según datos de los propios ustashas habrían sido asesinados unos 400.000 serbios».

Un memorándum exigido por Hitler y que le fue enviado conjuntamente, el 1 de octubre de 1942, por el jefe de la legación alemana en Zagreb, S. Kasche (fusilado después de la guerra), por el general Glaise von Horstenau (que terminó sus días suicidándose) y por el comandante en jefe de la región sudeste, Lohr (también ejecutado), recomendaba por una parte que se apoyara sin condiciones al régimen de Pavelic y por la otra que se le urgiera para que el gobierno y los ustashas «se apartasen de su objetivo de exterminio total de todos los pravoslavos del territorio croata». Es más, el mando superior de la Wehrmacht aconsejó finalmente a Hitler que rompiera con el régimen.

No fueron pocas las veces en que las tropas alemanas atacaron también a los ustashas. Un telegrama del servicio de seguridad con fecha del 12 de abril de 1942 informa que «en distintos lugares de la frontera serbo-croata se han producido serios choques y enfrentamientos armados entre tropas alemanas de protección de las fronteras y unidades ustashas», acentuándose al respecto que las luchas «han sido provocadas… por las masacres contras los serbios». Y en junio de 1942 el comandante de la división de infantería alemana 718 mandó desarmar y detener a toda una compañía del regimiento ustasha mandado por el coronel Francetic porque «sobre esta compañía pesaba la vehemente sospecha… de haber cometido nuevas atrocidades antiserbias en la comarca de Romanja». Y no olvidemos que los propios alemanes aplicaron, y muy especialmente en Yugoslavia, la medida de fusilar rehenes, primero uno de cada cien, después uno de cada cincuenta. En Kraljevo, p. ej, fusilaron a 1.700 (a causa de las bajas propias); en Kragujevac, a 2.300. Con todo, cuando el legado Kasche comparó el asesinato de rehenes por parte del regimiento de reclutas Brandenmburg con las atrocidades ustashas el general Bader protestó, el 18 de junio de 1942, con estas palabras. «El fusilamiento de 257 serbios es, ante todo, una consecuencia de la pérdida de dos sargentos nuestros» y rechazó como «una ofensa» cualquier comparación con «las atrocidades de los ustashas».

Tal era la situación en ese estado reciamente católico, un estado sin embargo que, según resumía un enlace del servicio alemán de inteligencia en Zagreb el 7 de agosto de 1941, era rechazado por «sectores considerablemente amplios de la propia población croata… incluso por nacionalistas croatas y hasta por antiguos miembros de la Ustasha». Los propios militares croatas (los Domohrane) armonizaban poco con el partido y compañías enteras se pasaron al campo de los partisanos. De hecho, Pavelic, cuyo entero poder se basaba en su mando dictatorial sobre los ustashas y en sus excelentes relaciones con la Iglesia, sólo podía apoyarse en una minoría del pueblo croata.

Los serbios, en cambio, incluso aquellos muy alejados de la ideología comunista, afluían en torrente a las filas de los partisanos de Tito. La «causa más importante de que las actividades bandidescas se propaguen como un incendio», radicaba, según un informe que el jefe de la policía y de los servicios de seguridad envió con fecha del 17 de febrero de 1942 a Himmler, «en las atrocidades… perpetradas por las unidades de los ustashas croatas… contra los pravoslavos». Y el enviado especial, H. Neubacher, «enemigo del estado n.º 1I» en Zagreb a causa de su oposición a la degollina de serbios, juzga lo siguiente: «La dominación ustasha en Croacia ha dado el mayor de los impulsos a la causa de Tito».

Y es que donde el catolicismo ejerce un fuerte dominio, el comunismo avanzaba y sigue avanzando: en Croacia y en Sudamérica. En la misma Europa occidental los partidos comunistas más poderosos actúan en países casi puramente católicos, en Francia e Italia, verbigracia. Croacia y Montenegro se convirtieron en el escenario principal de la lucha partisana dirigida por Tito, mientras que Serbia formaba parte de «las posiciones más débiles del comunismo balcánico».

Finalmente el mismo Ribbentrop hubo de dar la orden al jefe de la legación alemana en Zagreb de que «se presentase inmediatamente ante el Poglavnik y le expresase la profunda extrañeza del gobierno del Reich» a causa de «los atroces excesos» de «elementos criminales» de los ustashas. Y cuando el plenipotenciario especial, Neubacher, trajo repetidamente a colación en el cuartel general del Führer «sucesos realmente aterradores en mi vecindad croata», el propio Hitler le replicó que también le «había dicho al Poglavnik que semejante minoría étnica no se puede exterminar sin más: ¡es demasiado numerosa!» Es más, Hitler opinaba que «¡Acabaré con ese régimen, pero no ahora!». Sentía una comprensión cínica por la degollina y en oposición a todas las ideas de «orden» y «pacificación» que imperaban en la mente de los ocupantes no era partidario de «impedir que los croatas… hicieran de las suyas contra los serbios». «El Reich seguirá colaborando con el Poglavnik y su gobierno», resolvió Hitler a principios de septiembre de 1943, con lo cual, aunque por motivos bien diferentes (¡fueron justamente las atroces enormidades del estado ustasha las que le obligaron a mantenerse unido a él hasta el final!) se hallaba una vez más en óptima armonía con el alto clero croata y con Pío XII.

Pues las acciones de los croatas eran acciones de la Iglesia Católica y mucho menos determinadas por la biología, por la raza, que por motivos directamente hiperconfesionales. Pues de hecho se quería restablecer el antiguo estado croata, vasallo del pontífice, erradicando todos los elementos confesionalmente extraños para tener un «pueblo limpio». El propio estatuto que los ustashas impusieron al estado veía el «centro de gravedad de la fuerza moral del pueblo croata… en una vida regulada por la familia y la religión», considerando que la reconstrucción «sólo podía ser obra de hombres de honor, moralmente incorruptos», que «combaten el ateísmo, la blasfemia y el habla procaz».

Desde el principio hasta el final, régimen e Iglesia mantuvieron una estrecha colaboración. Ya dice mucho sobre ello que el primer día de la existencia de aquél, el 11 de abril de 1941, las autoridades ustashas dieran a conocer por radio Zagreb que la población urbana recibiría a través de los sacerdotes de las parroquias las directivas necesarias, también sobre la conducta a seguir con la potencia ocupante. Numerosos clérigos pertenecían desde hacía años al movimiento ustasha, entre ellos el arzobispo de Sarajevo, Ivan Saric. También era ése el caso de muchos paladines de la Acción Católica. Los «cruzados» croatas (Krizari) contaban con 30.000 miembros y a lo largo de un año tuvieron más de 3.000 reuniones en iglesias, con comunión mensual, oras de plegaria etc. Algunos de sus dirigentes lo eran también de los ustashas y activistas destacados del partido que ocuparon de inmediato las posiciones clave en la administración del país y en la policía o bien se convirtieron en gobernadores, prefectos policiales, inspectores de la distribución de alimentos etc. Obispos y sacerdotes tenían escaño en el Sobor, el parlamento ustasha, que convocaba al Espíritu Santo con el himno «Veni creator». Había sacerdotes sirviendo como oficiales en la guardia personal de Pavelic y algunos campos de concentración tenían como jefes a monjes franciscanos. Hasta las monjas, cuyo pecho estaba parcialmente cubierto de condecoraciones ustashas, saludaban al modo fascista y desfilaban en las marchas inmediatamente después de los militares. En correspondencia con ello los dirigentes ustashas tenían siempre prestas en sus labios las palabras de Dios, religión, papa e Iglesia. El mismo Ante Pavelic no sólo viajaba al cuartel general del Führer y al Berghof (donde Hitler, en junio de 1941 le recomendó «una política de intolerancia a lo largo de 50 años»), sino que iba como peregrino hacia Pío XII. Era desde luego católico de gran celo, absolutamente adicto a Roma, siempre rodeado de sacerdotes de los que uno era preceptor de sus hijos. Tenía su confesor particular y una capilla en su palacio. En centenares de fotos se le puede ver rodeado de obispos, sacerdotes, monjes, monjas o seminaristas. Apenas instaurado su terrorífico régimen solicitó su reconocimiento por parte del papa. «De rodillas ante Su Santidad» y besando «la diestra consagrada», Pavelic, declaraba así como «hijo fidelísimo»; «¡Santo Padre! Cuando la benévola providencia de Dios permitió que tomase en mi mano el timón de mi pueblo y de mi patria resolví firmemente y deseé con todas mis fuerzas que el pueblo croata, siempre fiel a su glorioso pasado, también permanezca fiel en el futuro al apóstol Pedro y a sus sucesores y profundamente compenetrado con la ley del evangelio se convierta en el Reino de Dios».

¡El Reino de Dios!

Un año después, en el aniversario de los acuerdos de Roma por los que Pavelic había cedido a Italia una parte de Yugoslavia de suma importancia económica y estratégica, confesó con toda razón que «La ideología común y que nosotros profesamos fue sellada en Roma». El ministro para el culto y la enseñanza lo formuló así: «Mataremos a una parte de los serbios; expulsaremos a otra e integraremos el resto en el pueblo croata una vez haya hecho suya la religión católica».

La prensa católica del pretendido «Reino de Dios» encareció su entusiasta simpatía por los ustashas. En innumerables artículos celebró «la Croacia nueva y libre como estado cristianos y católico», viendo «rediviva en ella la Croacia de Dios y de María de los viejos tiempos…». Cristo y los ustashas, Cristo y los croatas… «avanzando juntos por la historia» mientras el favorito del papa, Pavelic, encarecía su fidelidad y loaba a Hitler como «cruzado de Dios». «Gloria a Dios, gracias a Adolfo Hitler y fidelidad sin límite a nuestro Poglavnik Ante Pavelic», así escribía la revista Nedeija de Zagreb el 27 de abril de 1941, sintetizando en una fórmula única todos aquellos conceptos congeniales.

Croacia como Reino de Dios y de María: eso implicaba, naturalmente, el exterminio de los «herejes serbios». «En la Croacia independiente no hay serbios ni tampoco una sedicente iglesia ortodoxa» anunciaba el 29 de julio Radio Zagreb.

«En Croacia no puede haber ni serbios ni ortodoxos y los croatas se encargarán de que ello sea así». La hoja episcopal del arzobispo Saric de Sarajevo proclamaba con toda franqueza que debía predicarse el evangelio «con la ayuda de cañones, ametralladoras, tanques y bombas». Estaban a la orden del día los sacerdotes que predicaban que «Hasta ahora, hermanos míos, hemos laborado por nuestra religión con la cruz y el breviario, pero ha llegado el momento del revólver y el fusil». O bien: «Ya no constituye pecado matar a un niño de siete años si vulnera la legislación ustashas. Aunque yo lleve el hábito sacerdotal tengo con frecuencia que echar mano de la ametralladora».

Ivo Guberina, sacerdote y dirigente de la Acción Católica, amén de capitán de la guardia personal de Pavelic, quería depurar Croacia «de todos los venenos, cualquiera que sea la manera de conseguirlo», «aunque sea con la espada», «aunque preventivamente sin aguardar el momento en que nos ataquen». Y es que consideraba «un deber de todo católico convertirse en instrumento de la perfecta revelación de todo cuanto en el movimiento ustasha hay de esencial y positivo… La Iglesia se sentirá más satisfecha si sus hijos luchan conscientemente en las filas de los ustashas».

El sacerdote B. Bralo, Patrocinador de la siniestra «Legión Negra» (Crna Leggija), una división aérea y cómplice principal del sangriento arzobispo Saric, viajaba por el país, una vez hecho prefecto, pistola al cinto y gritando como un energúmeno: ¡Abajo los serbios! Participó en la degollina de 180 serbios en Aitpashin Most celebrando después el hecho con una danza de alegría en torno a los asesinados. El jesuita D. Kamber, quien a mediados de agosto de 1941 calificó a la soldadesca hitleriana de «combatientes por la justicia social y política», era autor de unos Fundamentos de un mundo feliz para las futuras generaciones. Fue jefe de la policía en Doboj, Bosnia, y único responsable de la matanza de cientos de serbios ortodoxos. Otras matanzas corrieron por cuenta del sacerdote N. Pilogrvic de Banja Lúea. En la matanza de 559 serbios, hombres, mujeres y niños, en Prebilovci y Surmanci, Herzegovina, participaron los sacerdotes católicos I. Tomas y M. Hovko. Branimir Zupancic, párroco de Rogoije, masacró a 400 personas. En Trevnic y en los primeros días del régimen cayó muerto a balazos un cura que azuzaba, crucifijo en mano, a una banda de asesinos. Fechorías análogas son imputables a los jesuitas Lipovac y Cvitan; a los franciscanos J. Vukelic, B. Zvonimir, J. Medie y H. Priic. Todos ellos encabezaron cruzadas en Bosnia y fueron responsables de saqueos, incendios y asesinatos de prisioneros.

En la liquidación de los ortodoxos hicieron «méritos» especiales, al decir del arzobispo Stepinac, los hijos de San Francisco de Asís. ¿No estarían predestinados para ello? Pues «sea quien sea el que a ellos acuda, amigo o enemigo, debe ser acogido benévolamente», según reza la segunda regla de la orden franciscana. «No deben ofrecer resistencia a los malvados y si se les golpea en una mejilla deben ofrecer la otra. Si alguno les quita su capa, ellos deben entregarles el sayo por añadidura».

En realidad, los conventos franciscanos llevaban ya tiempo sirviendo de almacenes de armas para los ustashas. En el séquito de Pavelic había franciscanos que ejercían de asesores, verbigracia el organizador de los ustashas, Radoslav Glavas, quien tenía acceso cotidiano ante Pavelic y que fue condenado a muerte en juicio militar celebrado en 1945. Eran franciscanos algunos gobernadores civiles como el padre Simic, quien en la ciudad de Knin respondió así, en mayo de 1941, a la pregunta del comandante italiano de la «División Sassari» de cuáles eran las directrices de su política: «Matar en el tiempo más breve posible a todos los serbios». Y como el general no quería dar crédito a sus oídos y le rogó que repitiera la respuesta, aquél volvió a replicar a bocajarro: «Matar a todos los serbios en el tiempo más breve posible. He ahí nuestro programa».

No es casualidad que el periódico católico eslovaco Gardist, órgano de la «Guardia de Hlinka», cuya impronta clerical lo hacía muy afín a los ustashas, alabase a los franciscanos como «los primeros combatientes de la libertad». Por otra parte, ni los mismos italianos se hacían la menor ilusión. Cerrado Zoli, p. ej., presidente de la sociedad geográfica de Italia, escribía en septiembre de 1941 estas palabras en un artículo titulado Gli ucellini di Graciae, publicado en el diario Il Resto del Carlino: «Aquel primer franciscano de Asís llamó hermanos y hermanas suyos a los pajarillos, mientras que estos, discípulos y descendientes espirituales suyos, que viven en la NDH, matan rezumando odio a hombres inocentes, sus hermanos ante el padre celestial, hombres de la misma lengua, de la misma sangre, el mismo país natal…; los matan, los entierran vivos, arrojan los muertos a los ríos, en el mar o en despeñaderos…».

De hecho hasta los fascistas «simpatizaban más con los serbios y estaban estrictamente en contra de los católicos», según se quejaba el obispo de Mostar ante su primado. «Los italianos han regresado y se han hecho cargo del gobierno civil y militar. Inmediatamente después las iglesias de los cismáticos han cobrado nueva vida y los sacerdotes ortodoxos han salido de sus escondrijos». Y el propio arzobispo Stepinac observaba «en los territorios croatas anexionados por Italia una decadencia (!) continua de la vida religiosa e incluso cierta tendencia a pasarse del catolicismo al cisma». Y es que el gozo de libertad religiosa en beneficio de los no católicos era algo monstruoso para el primado croata: en bella armonía por lo demás con los principios de otros hermanos en Cristo de su credo (V. Cap. siguiente): únicamente cuando ella misma es perseguida clama la Iglesia Católica ¡Libertad! Costumbre que la honra desde la Antigüedad.

Para muchos franciscanos croatas, desde luego, los ortodoxos serbios eran carne de matadero y su divisa determinante la formulada por el ministro de AA. EE., M. Lorkovic:

«El pueblo croata debe exterminar a todos los elementos extranjeros que debilitan sus fuerzas. Esos elementos son los serbios y los judíos». Y tanto más la del franciscano Simic: «Matar a los serbios en el tiempo más breve posible. He ahí nuestro programa». El franciscano B. Dragicevic del monasterio de Shiroki Brijec capitaneaba, apoyado por sus hermanos de orden A. Cvitkovic y A. Jelicic, a los ustashas de su región. El padre A. Cievola, del convento franciscano de Spiit, aparecía en las calles con un revólver y azuzaba al pueblo a la liquidación de los ortodoxos. El franciscano S. Frankovic era asiduo de una florida tropa de degolladores y cuando éstos le preguntaron en Bugojno que cuándo podían confesarse respondió así: «Es demasiado pronto para vosotros. Después que los hayáis liquidado a todos, venid». Y cuando el prefecto de esa localidad quiso confesarse por el asesinato de 14 serbios, el franciscano le dijo: «Confiese Vd. cuando sean cuarenta, yo se lo perdonaré todo». El franciscano T. Soldó fue el organizador de otra masacre en Capijna. De esta manera, las sangrientas orgías de la católica Croacia adquirieron una nota especial respecto a las prácticas liquidatorias de otros estados. «Pues apenas resulta posible imaginarse una expedición de castigo de los feroces cuadros ustashas que no vaya encabezada por un sacerdote, especialmente un franciscano, que los dirija y los enardezca».

Como ya se ha dicho, los franciscanos parecían, en verdad, predestinados para ello. Pues, como reza espléndidamente su segunda regla: «Atendamos todos, hermanos, a lo que dice nuestro Señor (Mt. 5, 44): “Amad a vuestros enemigos y haced el bien a quienes os odian”. También nuestro Señor Jesucristo, cuyos pasos debemos seguir llamó amigo a quien lo traicionó y se entregó voluntariamente a aquellos que lo crucificaron. Así pues, todos aquellos que nos causan injustamente dolor, tribulación, oprobio y ofensas, penas y tormentos, el martirio y la muerte, son amigos nuestros. Debemos amarlos entrañablemente ya que como premio por lo que nos deparan conseguimos la vida eterna».

Los franciscanos se ejercitaron como verdugos en los campos de concentración, surgidos como setas en el «Estado Libre de Croacia»: en Jasenovac, Jadovno, Pag, Ogulin, Jastrebarsco, Koprivnica, Krapje, Zenica, Stara Gradishka, Djakovo, Lobograd, Tenje, Sanica etc. Allí fueron al degolladero incluso millares de niños. Hasta se crearon expresamente campos de concentración para ellos: en Lobor, Jablanca, Miaka, Brocice, Ustice, Sisak, Gornja Rijeka etc. En 1942 y tan sólo en Janovac había confinados 24.000 niños de los que la mitad fueron asesinados. Después sin embargo se halló que era más útil guardar cierto miramiento con ellos. Una vez habían sido liquidados la mayoría de los padres, Caritas, presidida por el arzobispo Stepinac, se hacía cargo de los huérfanos («Dejad que los niños se acerquen a mí…») y los convertía en católicos, incluso en sacerdotes de esa Iglesia que dispensa la bienaventuranza en exclusiva. Son innumerables los que ignoran aún a qué destino deben «agradecer» su suerte.

El envío a los campos de concentración se efectuaba a espaldas de cualquier tipo de justicia. Como contrapartida, no había ningún recurso jurídico, ninguna apelación contra ello. El internamiento, que conllevaba a menudo una muerte miserable, era una medida preventiva contra «personas indeseables», como decía sin ambages un decreto del 26 de noviembre de 1941, porque podían convertirse en un «peligro para el orden y la seguridad… y podrían amenazar las conquistas de la lucha de liberación del movimiento ustasha».

El «campo de la muerte» de Janesovac, a orillas del Save, «el Auschwitz croata» en el que murieron unos 200.000 serbios y judíos, tuvo durante algún tiempo como comandante al franciscano Miroslav Filipovic-Majstorovic. Y fueron franciscanos y sacerdotes los que le ayudaban: Brkijanic, Matkovic, Matijevic, Brekalo, Celina, Lipovac etc. En cuatro meses y bajo la dirección del padre franciscano Filipovic fueron liquidadas unas 40.000 personas en Jasenovac, campo famoso por sus decapitaciones en masa. «No pocas de ellas gracias a sus exhibiciones personales como verdugo de “maravillosa” habilidad». Con todo, el «Frai Diablo», que fue ejecutado en 1945, conoció quien lo superase en la persona del becado franciscano Brzica, quien en una sola noche, el 29 de agosto de 1942, fue el protagonista de una noche de decapitaciones en Jasenovac con 1.360 víctimas contra las que se usó un cuchillo especial. Edmond Paris que enumera una «horrible letanía» de atrocidades, sobre todo de los franciscanos, opina que la misma «podría alargarse hasta el infinito».

No es casual que después del hundimiento del «Reino de Dios» fuesen justamente los conventos de franciscanos en el extranjero los que se convirtieron en escondrijos de genocidas: Klagenfurt, en Austria, Módena, en Italia y algún que otro en Francia. «Todos esos conventos acogieron a los ustashas fugitivos». En todas partes hallaron estos asesinos ayuda y apoyo eclesiásticos. Algo harto comprensible, dado que las «hazañas» de los ustashas eran hazañas de la Iglesia.

Lo último queda contundentemente demostrado por el papel del presidente de la conferencia episcopal croata, Alois Stepinac. Éste colaboró desde la primera hasta la última hora con aquel régimen, cuyos crímenes censuró «si podemos usar siquiera esa palabra, con mil miramientos». Ya el primer día de la proclamación de la «Croacia Independiente» acudió a la sede del lugarteniente de Pavelic, el general Kvaternik —cuya fama de «carnicero» había llegado a los mismos oídos del Führer alemán— y se le inclinó reverente. El 16 de abril ofreció en el palacio arzobispal una comida en honor del recién retornado Pavelic. Durante la pascua florida felicitó en la iglesia al estado ustasha, «el otro resucitado», y el 28 de abril publicó en su favor una carta pastoral. «Aunque los actuales acontecimientos», revelaba Stepinac, «sean muy complejos; aunque los factores que influyen en su desarrollo sean muy diversos, la mano de Dios está visiblemente presente en esta obra».

Y es que, en definitiva Pavelic había declarado ya la guerra a los «Católicos antiguos» y a la Iglesia Ortodoxa Serbia, lo cual suscitaba la natural satisfacción de Stepinac quien recalcaba que «Pavelic es un fiel católico y la Iglesia goza de plena libertad de acción…». De ahí que el primado anunciase la fundación del «Estado Independiente de Croacia» desde el púlpito de la catedral de Zagreb y solicitara de inmediato que el papa lo reconociese formalmente. Éste, sin embargo mantuvo también, fiel a sus tradiciones, los contactos con el gobierno yugoslavo en el exilio, pues el nuevo estado de cosas no estaba aún regulado desde el punto de vista del derecho internacional. Y a mediados de julio de 1941 el vicario general de Stepinac, J. Lach, resumía así la situación, cumpliendo instrucciones de su superior: «Esta sede episcopal hará cuanto esté en su mano para que se lleven máximamente a efecto las intenciones del gobierno croata, con una única reserva que este ministerio no debiera tomar a mal: que nunca y en ningún caso sea vulnerado el precepto supremo del evangelio de Cristo». ¿«El principio supremo del evangelio de Cristo»? El exterminio de todos los disidentes a hierro y a fuego, como antes y desde siempre. Y si no hubieran puesto algún que otro pequeño reparo a Hitler, ¿no se habría sometido también éste a la política religiosa de Roma? Sí, y quizá también él hubiera podido entonces escapar con la ayuda de Dios hacia Sudamérica y morir más tarde en España con la bendición papal: como Pavelic…

Monseñor Stepinac exigió del episcopado una estrecha colaboración con los ustashas. Cursó instrucciones al clero para que celebrase con especial solemnidad cada aniversario de la proclamación del «Estado Independiente de Croacia», así como el cumpleaños de su caudillo, Pavelic, en cuya onomástica todas las iglesias debían cantar asimismo un Te Deum. En enero de 1942 Stepinac fue nombrado por el Vaticano vicario general castrense de los ustashas. Poco después unos 150 sacerdotes se enrolaron como capellanes castrenses en el ejército ustasha. Con motivo de una audiencia ante la curia Stepinac enjuiciaba con marcada benevolencia aquel reino criminal: «Estaba de un humor magnífico y con ánimo plenamente beligerante contra no importa qué enemigos de nuestro país», comunicaba a Zagreb N. Rusinovic, el (segundo) representante del régimen ustasha ante el Vaticano. «Ha entregado al Santo Padre un informe de siete páginas mecanografiadas. Me ha hecho partícipe del contenido esencial de las mismas y por ello puedo asegurarte que el informe es plenamente positivo por lo que a nosotros nos atañe… Juzga positivamente la situación del país y alaba el trabajo y los esfuerzos del gobierno. Emplea especialmente las palabras más elogiosas respecto a los intentos y esfuerzos del Poglavnik por restaurar el orden antiguo. Escribe asimismo elogios por su actitud religiosa y su conducta frente a la Iglesia».

Hasta el antiguo Ban del Gran Banato de Croacia, Doctor Ivan Shubashic, fustigó en una reunión de croatas celebrada en Pittburgh (USA) en diciembre de 1941 los crímenes cometidos por el régimen ustasha «contra nuestros hermanos serbios». El semanario londinense New Revew escribía por esos días acerca de Pavelic que «Se le considera unánimemente con el mayor de los criminales del año 1941». Y V. Vilder, miembro del gobierno yugoslavo en el exilio, se quejaba de que: «En el entorno de Stepinac, el arzobispo de Zagreb, se cometen las mayores atrocidades. La sangre fraterna se vierte a raudales… y no oímos que la voz del arzobispo se eleve predicando contra ello con indignación. Leemos en cambio que toma parte en los desfiles de los nazis y los fascistas».

Stepinac se entrevistó en el Vaticano no sólo con Pío XII, sino también con el secretario de estado Maglione y con otros cardenales y prelados, incluido el futuro papa Montini.

El 23 de febrero de 1942, el presidente de la conferencia episcopal croata recibió, rodeado de sus dignatarios y en el portal de la Iglesia de S. Marcos, a Pavelic, sobre el que pesaban varias condenas a muerte, y celebró con frases rimbombantes la fundación del Sobor, el parlamento ustasha, del que él mismo y varios prelados más formaban parte. «Los trabajos del parlamento», no obstante, —palabras del (primer) representante de los ustashas ante la Santa Sede, el padre Segvic, dirigidas a Zagreb— «se siguen con atención por parte de la gente del Vaticano» y a ellos se les dedican, incluso, amplios espacios en L’ Osservatore Romano.

En mayo de 1943 el arzobispo Stepinac presentó a la curia un nuevo memorándum en el que acentuaba los méritos de los ustashas respecto a la conversión de los ortodoxos, daba las gracias al clero croata, «sobre todo a los franciscanos», y encarecía al papa que dispensara su afecto a los croatas. Y es que el joven estado mostraba «a la menor ocasión, que desea permanecer fiel a sus gloriosas tradiciones católicas y que en este rincón de la tierra quiere abrir para la Iglesia Católica una perspectiva mejor, más clara». Stepinac escribe asimismo al papa que no sólo los 250.000 conversos (a los que sólo la violencia y el terror empujaron hacia el insaciable seno de Roma) se podrían perder de nuevo, «sino la entera población católica de este territorio con todas sus iglesias y monasterios».

El nuevo (y tercer) representante ustasha ante el Vaticano, príncipe E. Lobkowicz, informaba así acerca de la visita del primado católico a Roma (del 26-5 al 3-6-1943): «Según lo que he podido saber de distintas fuentes, y según sus propias declaraciones, el arzobispo ha entregado un informe muy positivo sobre Croacia. Subrayó que ha silenciado algunas cosas con las que en modo alguno está de acuerdo, para que Croacia aparezca vista bajo la luz más favorable». Es más, Lobkowicz subraya que «el arzobispo ha justificado y fundamentado las medidas adoptadas contra los judíos», respecto a lo cual conviene añadir que los ustashas, con la ayuda de círculos clericales, asesinaron al 80% de los judíos yugoslavos.

En 1944 el ministerio de la guerra editó un libro de oraciones para soldados El Estado Croata, rebosante de fervientes preces pro régimen, libro dotado del imprimatur archiepiscopal. Ese mismo año, Stepinac fue condecorado por Pavelic con la «Gran Cruz de la Estrella». El 7 de julio de 1944 Stepinac exigía que «Todos deben aprestarse a la tarea de defender el estado para engrandecerlo con renovado vigor». E incluso el 24 de marzo de 1945, el primado publicaba un manifiesto en favor de la Gran Croacia y ofreció su palacio como refugio para numerosos asesinos políticos perseguidos por la policía. Eso sí, justamente por entonces él y sus obispos destacaban un escrito de Pavelic dirigido a los americanos en el que éste proponía al comandante supremo de los aliados en la zona del Mediterráneo poner a sus órdenes el ejército ustasha para luchar contra los alemanes, —ofrecimiento que resultó inútil por lo demás— alababa su lucha contra el comunismo y se ofrecía para respaldar a las fuerzas democráticas con todo su poder, ofrecimiento que también fue ignorado por los aliados[20].

Los ingleses estacionados en Austria negaron en mayo de 1945 a más de 100.000 soldados croatas el paso por la frontera. Aquel mismo mes más de 10.000 de entre ellos fueron ejecutados en Marburgo del Drau, una de las varias ejecuciones en masa efectuadas bajo Tito, aunque todo ello deba incluirse más bien entre las muchas consecuencias de aquel régimen clero-fascista. El Poglavnik por su parte pudo escapar. Mientras 150.000 de sus hombres seguían en la lucha, huyó con una escolta compuesta por los actores principales: entre ellos 500 clérigos católicos encabezados por el obispo de Banja Luka, J. Gavie y el arzobispo de Sarajevo, I. Saric, que murió en 1960 en Madrid. Acogido en el monasterio de San Gilgen, junto a Salzburgo, juntamente con unos quintales de oro robado, Pavelic fue detenido por los británicos, pero no tardó mucho en ser puesto en libertad en virtud de una «misteriosa intervención». Disfrazado de sacerdote llegó hasta Roma, vivió con los nombres de padre Gómez y padre Benarez en otro convento y en 1948 llegó a Buenos Aires con el nombre de Pablo Aranyoz con no menos de 250 kgms. de oro y 1.100 kilates de piedras preciosas en su equipaje y en compañía del que había sido enlace del arzobispo Stepinac en el Vaticano, el sacerdote Draganovic, puesto a su disposición por la Commissione d’assistanza pontifica. Después del derrocamiento de Perón el doctor Pavelic escapó en 1957 a un atentado con revólver y también de la policía argentina. Aterrizó, una vez más, en un monasterio de Madrid —en esta ocasión de franciscanos— y murió septuagenario, a finales de 1959, en el hospital alemán de la capital de España, tras recibir la bendición del papa.

¿Acaso la santa Roma, habitualmente tan bien informada, no sabía nada de las infamias de este hombre, de su estado y de sus clérigos? Sin embargo la radio londinense, la prensa aliada y hasta los mismos periódicos italianos hablaron largo y tendido sobre él y el «Vicario de Cristo» recibió no pocos escritos de protesta. También el Arzobispo de Belgrado doctor Ujcic «había recibido informaciones sobre las masacres… de las más distintas proveniencias… que él remitió a su vez al Vaticano».

Pero Pío XII calló: también había callado sobre Auschwitz y sobre muchas otras cosas. Ahora bien, la «Croacia de Dios y de María» era predominantemente un caso católico. La voz del papa tenía allí máxima importancia. «Todas nuestras acciones», reconoció el ministro de educación y del culto, M. Budak, «se basan en la fidelidad a la religión y a la Iglesia Católica». El caudillo de aquel país quería realizar el «Reino de Dios» y era un «fiel católico», como reconoció Stepinac. El estado se esforzaba, otra aseveración de Stepinac, «en ser fiel en todo momento a sus gloriosas tradiciones católicas» y según él, «la Iglesia Católica gozaba de plena libertad de acción»

Por supuesto que en el Vaticano estaban al corriente y probablemente con mayor exactitud que en cualquier otra parte del mundo, si exceptuamos la misma Croacia. Pero su «independencia» era motivo de satisfacción para todos, desde el general de la orden premonstratense, el belga Noots, persona muy afín a Pío XII, («él —Noots— conoce nuestra lucha», escribió Rusinovic a Zagreb, «y simpatiza sin reservas con nosotros») hasta los más influyentes monseñores, pasando por los jesuitas.

«La curia jesuita es un fiel reflejo del conjunto del Vaticano», informaba el 12 de junio de 1942 el jesuita Wurster, secretario del representante plenipotenciario de los ustashas ante el Vaticano y camarero secreto de Su Santidad, el príncipe E. Lobkowicz. «El general ama personalmente a los croatas y se alegra de su independencia». Y el mismo Lobkowicz notificaba acerca del general de los jesuitas: «Me ha recibido muy cordialmente y me ha asegurado repetidas veces que me ayudará de todas las formas posibles. Yo pude apercibirme fácilmente de que siente simpatía por nosotros».

El camarero secreto del papa y representante ustasha pudo hallar también gran simpatía en la persona del arzobispo Spellman, quien pasó una temporada en Roma en 1942 y fue recibido por el papa en cuatro largas audiencias, estando también él muy al corriente de la situación en Croacia. Éste, íntimo del papa recibió a Lobkowicz y a su secretario Wurster «con toda amabilidad, diciendo después: “Nada nuevo podéis contarme sobre vuestros asuntos. Estoy perfectamente informado de todo ello y conozco bien la cuestión croata”». Más tarde Spellman repitió «nuevamente que estaba muy bien informado sobre nosotros», mostró «gran comprensión» y, lo que es más, «el hombre de confianza del presidente Roosevelt» se ofreció a entregar a este último el «Libro Gris» croata y una exposición de los principios ustashas. El conocimiento de esos principios puso a Montini, el futuro papa, al borde del «entusiasmo», expresando con ese motivo el deseo de que «su realización» sea tan bien lograda como el libro… Está convencido de «que Croacia es un baluarte» contra el bolchevismo. Afirma que la Santa Sede es consciente de ello y que radica en el interés de todos el que Croacia mantenga las actuales fronteras hacia el Este. Los croatas no podrán mezclarse nunca con los serbios. No obstante dijo también que: «No podéis imaginaros cuántas protestas nos llegan de la misma Croacia a causa de las represalias de las autoridades ustashas, que no hacen distingos entre culpables e inocentes…». Montini sabía muy bien que «en el mundo se ha levantado una gran polvareda respecto a Croacia» y preguntó: «¿Es posible que hayan sucedido tan grandes crímenes?». Con todo concedió al encargado de negocios ustasha la audiencia preferente «propia de un embajador» y ello no es una bagatela si se tiene en cuenta que, como escribe el mismo Lobkowicz, «En el Vaticano se sopesa previamente cada acto y cada palabra por muy sencilla que sea».

Aquel Dorado del crimen volvió a hallar mucha simpatía y comprensión por parte de monseñor Tardini, el único de los funcionarios dirigentes de la secretaría de estado que conocía directamente a los croatas y a Croacia y que, como él decía, «se había formado muy buena opinión de ellos». Tan buena que añadió dirigiéndose al representante de los croatas, «se admiraba mucho de cómo había podido suceder todo aquello respecto a lo cual sus enemigos propalaban calumnias». No, la «gran polvareda» por causa de Croacia no irritaba al bien informado Tardini. Croacia era todavía un estado joven y «los jóvenes suelen cometer errores que van fatalmente unidos a su juventud. No sorprende por ello que también Croacia haya cometido algunos. Eso es humano, se puede comprender y justificar… Ahora bien, con inteligencia, buena voluntad y la ayuda de Dios, podréis superar todas las dificultades».

«Moderación», eso es lo que recomendó asimismo el cardenal secretario de estado, Maglione, pues con la moderación se pueden conseguir más cosas que con la violencia. El segundo de a bordo en el Vaticano disponía también de noticias nada «bonitas» sobre aquel paraíso católico y gangsteril, pero pese a ello deparaba un «trato muy cordial» a su encargado de negocios. Lo recibió «con alegría» y a su través recibió asimismo los saludos del «mayor criminal del año 1941» y respondió a los mismos, no sin encarecer que la «Santa Sede» no olvidaba a «sus fieles hijos» de Croacia, pues «para él croata es sinónimo de católico». Identificación más que justificada, tanto más cuanto que Maglione, ¡y estamos ya en 1942!, hallaba muy loables muchas cosas de allí e hizo «alabanzas aún mayores», ya que «sus eminencias, los obispos de Croacia» han demostrado «cuan fuerte es su sentido de la responsabilidad, cuando ésta, en las presentes y especialmente escabrosas (!) circunstancias, gravita pesadamente sobre ellos». En junio de 1943 pensaba ya, según notifica Lobkowicz, «con pesar en el destino del estado croata después de la guerra».

El único, prácticamente, de entre los prominentes de la cuna —si exceptuamos asimismo al cardenal E. Pellegrinetti (que moriría de allí a poco)— que guardaba una actitud más bien hostil para con la «Croacia Independiente» era el lorenés E. Tisserant, secretario de la congregación para la Iglesia Oriental, persona que no armonizaba con el papa y que fue mantenido en notable aislamiento durante la guerra. En abril de 1942 concedió cuatro grandes audiencias al encargado de negocios ustasha, Rushinovic y ya en la primera entrevista, el 5 de marzo, el cardenal «con rostro de Michelangelo» y «barba de Moisés», que parecía practicar una especie de juego del «gato y el ratón» con su interlocutor, se manifestó así. «¿Así, pues, sois libres? Pero ¿no hacéis todo lo que los alemanes quieren, exactamente igual que todos los pueblos de la actual Europa? Y si supierais lo que las autoridades italianas de la costa dicen sobre vosotros lo hallaríais horrible… Los asesinatos, los incendios, el bandidaje aselador y los pillajes están entre vosotros a la orden del día». Cierto que en la segunda audiencia Rushinovic pudo anotarse algún punto ante Tisserant señalando «algunas inexactitudes de las noticias», pero ya en la tercera entrevista, Tisserant le espetó la cifra de «350.000» serbios asesinados. «Preguntó qué se le podía reprochar a los serbios si nosotros mismos hacemos con ellos cosas peores que las que ellos hicieron con nosotros… Después manifestó tener más simpatías por los serbios que por los croatas».

Rushinovic decidió no solicitar más audiencias con Tisserant, «pues veo que con él desperdicio mi tiempo». Y cuando su sucesor Lobkowicz, que había escrito con mayúsculas «¡cuidado enemigo!» bajo el informe de la primera audiencia de su predecesor, habló con el cardenal en diciembre de 1942, anotó lo siguiente: «Después de tales ofensas contra Croacia no es posible mantener ninguna audiencia con el cardenal Tisserant», y no olvidó hacer constar que el «Santo Padre… no comparte la manera como el cardenal Tisserant ve la situación política…».

Eso era bien cierto. Justamente por esos años el papa concedía una audiencia tras otra a los croatas, a ministros ustashas, a generales, a diplomáticos. Después de recibir al propio Poglavnik, hizo otro tanto con sus embajadores extraordinarios. Primero, en septiembre, al padre Ch. Segvic, a quien mantuvo junto a sí durante más tiempo que el concedido «… a los mismos los arzobispos» y a quien preguntó sobre «todo… cuanto sucedía en Croacia. Me preguntó en especial por el poglavnik y por los restantes miembros del gobierno, por sus opiniones y su educación religiosa» ¡Siempre al grano! Recibió asimismo a los otros representantes de pavelic, a N. Rushinovic, que hasta entonces había ejercido como médico en Roma; al príncipe E. Lobkowicz, «como siempre», informa este vástago de una antigua familia de origen bohemio el 22 de octubre de 1942, «con suma benevolencia»; «muy amablemente», refiriéndose a la audiencia del 31 de enero de 1943. Y aludiendo a la concedida al alcalde de Zagreb el 14 de abril escribe que «Tales honores son raros… En esta sala se recibe a los jefes de estado». Sólo tres días antes, el papa había subrayado ante Lubkowicz «la especial importancia de su presencia en Roma», añadiendo el «Recibid mi bendición especial».

Era evidente que Pío XII tenía por los croatas una predilección más allá de la benevolencia habitual; que les concedía incluso audiencias solicitadas en el último minuto, incluso las no bien justificadas, esforzándose además por «satisfacer todas las exigencias de los ustashas». Ya el 22 de julio de 1941 saludó a cientos de jóvenes croatas, muchos de ellos en uniforme ustasha con su emblema (Una gran «U» con una bomba explotando en su interior). Pío concedió esta audiencia en una «de las salas más sacrosantas del Vaticano», escribía exultante la revista Katolishki Tjednik. «El momento más emocionante fue aquel en que los jóvenes ustashas rogaron al papa que bendijera a su Poglavnik, al Estado Independiente de Croacia y al pueblo croata. Cada miembro recibió una medalla de recuerdo». Después de recibir aquel mismo mes a la colonia croata de Roma, en diciembre de 1942 volvió a conceder nueva audiencia a la juventud ustasha y clamó como despedida: «¡Vivan los croatas!». Los serbios seguían muriendo entretanto. Si ya en el otoño de 1941 el padre Segvic podía informar desde Italia que: «Se han hecho una idea de nosotros como si fuéramos hordas de bárbaros y caníbales», un profesor de la Gregoriana opinaba en la primavera del año siguiente que en Croacia «no hay otra cosa que desorden, horribles asesinatos, tiranía y una situación insufrible. Los ustashas cometen atrocidades que apenas tienen parangón en la historia. No sólo asesinaban a miles de personas inocentes, sino que las torturaban de manera bestial y sádica».

Por esa misma época, el sucesor de Segvic, Rushinovic, que tenía trato diario con «sacerdotes y padres» y también recibía «a gente del Vaticano», se refería a «conocidos representantes diplomáticos» e incluso a sedicentes «amigos de la curia», que hablaban de «actos gangsteriles en Croacia» y afirmaban que «se había reunido una colección de 8.000 fotografías como prueba de los crímenes ustashas perpetrados contra la población serbia». Realmente la secretaría de estado tenía un álbum fotográfico sobre las masacres y las conversiones en masa. En el Vaticano había, por supuesto, una oficina especial para Croacia y su director, monseñor P. Sigismondi confesó expresamente ante Segvic la satisfacción que sentía por las conversiones, reiterando sin embargo —así lo escribe Segvic—, «que justamente por ello nos ataca la prensa americana e inglesa», pues esas conversiones se efectuaban «bajo enorme presión por parte del gobierno». Sigismundo y la curia recomendaban en cambio «proceder por etapas para evitar los reproches, las calumnias y los escándalos que afectan a la misma Santa Sede…».

Había por último otros contactos directos con el «Reino de Dios» croata. Un hombre de enlace entre el arzobispo de Zagreb y el Vaticano, el profesor de Teología K. Draganovic, miembro del Comité para la Conversión, capellán en el «Campo de la muerte» de Jasenovac y futuro acompañante de Pavelic en su huida hacia Sudamérica. Pero se ha de destacar ante todo al benedictino G. R. Marcene, que ejercía un cargo en Zagreb. Aquel prelado sexagenario, antaño profesor de filosofía de la universidad de su orden en Roma y capellán militar durante la I G. M., fue prior de la abadía de Montevergine antes de que Pío XII lo nombrase —y por cierto en la onomástica de Pavelic, como se subrayó en Croacia— representante de la curia en la capital croata con el título de «visitador» pontificio. El «legado apostólico con su blanco atuendo y su rostro característico, redondo y abotargado de bulldog», paisano y amigo personal del napolitano Maglione, ejercía de hecho como nuncio y se convirtió en una figura casi popular en la Croacia clero-fascista. La prensa y la radio realzaban su importancia. Todos sus aniversarios y onomásticas fueron celebrados públicamente, siendo asimismo decano del puñado de diplomáticos acreditados en Zagreb. Siempre se le dejaba paso preferente a los actos oficiales y tomaba parte en manifestaciones públicas. En el parlamento ustasha tenía asiento preferente en la logia de los diplomáticos y aparecía en medio de altos oficiales de Hitler, Mussolini y Pavelic. Con este último pasaba revista conjunta a la juventud ustasha y recorría el territorio en avión militar. Siendo, naturalmente, buen conocedor de la situación informaba frecuente y detalladamente a la «Santa Sede». Por lo demás podía «viajar» a Roma cuantas veces quería y se quedó en Zagreb hasta el día mismo en que las tropas de Tito entraron allí.

Tampoco hemos de olvidar a los curas castrenses del ejército italiano, que en fases determinadas llegó a ocupar más de un tercio del país. A través de estos predicadores de batalla el Vaticano podía informarse mejor que en cualquier otro lugar. Pero Pacelli, el hombre de «elocuencia pentecostal», guardó también silencio acerca de las horribles atrocidades perpetradas en la Gran Croacia católica. Eso a despecho de que la totalidad del mundo no fascista protestase contra ellas. Hasta los dirigentes del catolicismo esloveno escribieron en un memorándum del 1 de marzo de 1942 al obispo católico de Belgrado, Ujshic, a través del cual pensaban hacerlo llegar a Roma, que «En el Estado Independiente de Croacia, todos los obispos y sacerdotes ortodoxos han sido asesinados, o encarcelados o deportados a campos de concentración. Sus iglesias y monasterios han sido destruidos o confiscados. Objetivo central, según propia declaración, de los políticos de Zagreb es el de exterminar a la población serbia de Croacia».

Pese a todo ello, mientras los «fieles hijos» de Pacelli practicaban la caza del serbio, el judío y el gitano; mientras degollaban a centenares de miles peor que si fuesen animales y obligaban a otros centenares de miles a convertirse a la fuerza —«sin la menor presión por parte de las autoridades civiles o religiosas», como escribía L’Osservatore Romano— de labios del «Vicario de Cristo» no surgía ni una sola palabra de condena. ¡Al contrario! Así como su secretario de estado se deshacía en puras alabanzas el 21 de febrero de 1942 antes los obispos croatas, él mismo por su parte expresaba por entonces su «enorme satisfacción», sus «sentimientos paternales», e impartía su «bendición apostólica» al episcopado croata. Pío bendijo además al mayor genocida de todos los países satélites, A Pavelic, al comienzo de su siniestra trayectoria política, en el curso de la misma y en su lecho de muerte. También lo recibió en solemne audiencia privada cuando ya pesaban sobre él varias condenas a muerte y todavía en mayo de 1943 se le ofreció la posibilidad de otra recepción aunque ésta no llegó a efectuarse. Pues en su momento, cuando Pavelic quiso viajar a Roma y aprovechar su estancia allí para visitar el Vaticano, el secretario de estado Maglione hizo saber a Zagreb, que «estaba seguro de que no había la menor dificultad para que el Poglavnik visitase al Santo Padre». Todavía en julio de 1943 el papa en persona manifestó ante el general y ministro ustasha Simcic —a la par que alababa a los croatas «como un pueblo de buenos católicos»— estar «muy contento» por haber tenido «ocasión de hablar con el Poglavnik, de quien decían todos que era un católico practicante».

¡Y tanto que lo era! Podemos además descartar que al papa se le escapase la ironía contenida en la expresión «católico practicante», a él que apenas pronunciaba una sola palabra en público sin haberla meditado antes y que llevaba en la memoria sus discursos. Y también en esta ocasión volvió a repetir al ministro Simcic que, en caso de que Pavelic, viniera a Roma le impartiría «muy gustosamente» su bendición. Y es que cualquier felicitación proveniente de este hombre tan honorable suscitaba viva atención y alegría en Pío, pues, según Falconi, Croacia le pareció siempre, en términos absolutos, «un reino ejemplar, rayano en lo idílico».

También al primado croata le dispensó Pío generosamente su favor. No sólo lo nombró vicario general de los ustashas sino que lo elevó, siendo arzobispo, a cardenal. A un hombre que todavía después de la guerra esperaba «el empleo del arma atómica… para llevar a Moscú y a Belgrado la civilización occidental»: el tribunal nacional supremo lo había condenado ya a 16 años de trabajos forzados. Con todo, incluso después de ello, Pío XII tomó partido por él ante la faz del orbe. ¡Con toda razón! Pues el arzobispo, a quien el papa ensalzaba ahora «como ejemplo de celo apostólico y fortaleza de ánimo cristiano» se había limitado a transigir con lo que el mismo papa había transigido. De aquí que éste escribiera el 12 de enero de 1953: «Aunque esté ausente, nosotros lo abrazamos con amor paternal y deseamos entrañablemente que cada cual sepa que nuestra decisión de distinguirlo con la púrpura romana no tiene otra razón que la de recompensarlo como es de ley por sus grandes méritos». Sus «grandes méritos» los contrajo Stepinac como primado de un régimen que de 2 millones de ortodoxos serbios, a 240.000 los convirtió violentamente en católicos y a unos 750.000 los asesinó, muchas veces tras ensañarse sádicamente con ellos: entre un 10 y un 15% de la población de la «Gran Croacia».

Cuando el antiguo general alemán Rendulic, que era él mismo de origen croata, mencionó una vez ante Pavelic que según sus informaciones los ustashas habían asesinado a unos 500.000 hombres, Pavelic lo desmintió calificándolo de «calumnia malévola». «Sólo fueron unos 300.000».

En alocuciones públicas, el papa sólo mencionó el nombre de Croacia una única vez entre 1941 y 1945: no cuando sus «fieles hijos» asesinaban a cientos de miles de personas; cuando ametrallaban, acuchillaban, abatían, decapitaban, ahogaban, estrangulaban, descuartizaban, enterraban o quemaban vivos, o crucificaban serbios; ni cuando les saltaban los ojos, les cortaban las orejas o la nariz. No: la mencionó cuando en 1945 los comunistas comenzaron a tomarse la revancha. Ahora sí se apresuró a decir el 2 de junio: «Desgraciadamente tenemos que lamentar en más de un país homicidios cometidos en la persona de sacerdotes, deportaciones de personas civiles, el asesinato legal sin proceso de ciudadanos o también por venganza privada: y no menos tristes son las noticias que nos llegan de Eslovenia y de Croacia…».

Y sus vasallos le siguen también sus pasos. La revista católica Forschung («Investigación»), que reconoce voluntariamente la existencia de algunos «puntos oscuros» en la Iglesia medieval evita desde hace décadas pronunciarse sobre aquellas fiestas sacrificiales de los católicos croatas. Y si acaso las menciona, lo hace como el Manual de la Historia de la Iglesia, que de las 834 páginas dedicadas al s. XX le destina una única, iniciada por cierto con esta frase escandalosamente sesgada: «El gobierno del país era muy complaciente con la Iglesia Católica, pero a menudo la obligó (!) a colaborar y la involucró en los enfrentamientos sangrientos de los ustashas croatas con las unidades partisanos (!) serbias». Y a renglón seguido de esta tergiversación, apenas superable por lacónica, grotesca y típica en grado sumo, pasa a encarecer las pérdidas propias: «Estas circunstancias acarrearon el que, al final de la guerra y a raíz también de la expulsión de la población alemana, se produjeran actos de violenta crueldad, incluso contra la Iglesia Católica. Una carta pastoral de los obispos tuvo que deplorar el asesinato de 243 sacerdotes y el saqueo o demolición de numerosas iglesias».

Digamos una vez más que estos sacerdotes fueron, en verdad, no tanto víctimas de sus inmediatos asesinos como del catolicismo croata, de su cruzada y del papa que la respaldaba.

Hace ya más de 20 años que me referí a Pacelli para imputarle una carga de culpas superior quizá a la de todos sus predecesores. «Directa o indirectamente», escribí, «está tan involucrado en los más execrables atrocidades de la era fascista, y por ende de la historia sin más, que no nos deberíamos extrañar si, dadas las tácticas de la Iglesia Romana, lo elevaran a los altares». Pues como dijo Helvetius, sus hagiografías «están engalanadas con el nombre de millares de criminales canonizados».

Por lo demás, los años de su pontificado durante la era postfascista, justificarían adicionalmente aquella honrosa elevación a los altares. Sería un juego de niños, y ello aunque sólo se tomara en consideración uno cualquiera de esos años y se aplicaran los más estrictos criterios católico-romanos[21].