Tras la campaña de Polonia

«La guerra halló su continuación por mar, en el que Alemania cosechó nuevos éxitos… Sólo sería una pausa…, un respiro antes de lanzarse a empresas aún más audaces»

(Monseñor Giovanetti)

«¡Pongamos fin a esta guerra fratricida y unamos nuestras fuerzas contra el enemigo común, contra el ateísmo!»

(Pío XII el 25 de diciembre de 1939)

Tras la derrota de Polonia, las hojas episcopales celebraron la victoria hablando de la justa distribución del espacio vital (recordemos, Vol. I, la guerra de Abisinia), del derecho del pueblo alemán a su libertad, de la santidad de esa guerra. Exhortaron a todos y cada uno a dar su apoyo, a partir de sus convicciones religiosas, a los ejércitos de Hitler. El episcopado ordenó que durante siete días seguidos, entre las 12 y las 13 horas, las campanas de todas las iglesias repicasen festivamente. Es más, tras el fallido atentado del 8 de noviembre, el cardenal Faulhaber celebró una solemne misa en acción de gracias en la Iglesia de Nuestra Señora de Múnich y, juntamente con todos los obispos bávaros, felicitó a Hitler por haberse salvado.

¿Era todo ello asunto exclusivo del clero alemán? ¿Un desliz alemán, por así decir, pero no cubierto por el Placet de Roma? ¡Aunque sólo fuera eso, es ya suficientemente grave! Pues con ello se habían dado poderosas alas a la canalla parda, llevando con la bendición episcopal a millones de católicos a las fosas comunes. Súmenseles los millones de no católicos. Ahora bien, los prelados no actuaron, por supuesto, sin el beneplácito de Roma. Eso quedaba excluido en virtud de su misma dependencia. La propia Roma los había encaminado desde el principio en esa dirección y es que ella no se comportaba, en última instancia, de otra manera. El propio nuncio papal trasmitió las felicitaciones personales de Pío XII, aparte de la simpatía del cuerpo diplomático, por la milagrosa salvación del Führer. Y cuatro días más tarde volvió a personarse ante Weizsácker para felicitar al gobierno del Reich por la buena suerte de Hitler.

Después de la guerra, Orsenigo cayó en desgracia ante el papa a consecuencia presumiblemente de su conocido compromiso en favor de los nazis. El cardenal polaco, Hlond, que durante la guerra había caído en desgracia por su compromiso contra aquellos fue rehabilitado por Pío con todos los honores mientras dejaba caer al nuncio. Proceder que está lejos de ser inconsecuente. Orsenigo consumió los últimos años de su vida en Roma, en soledad. Murió durante un viaje privado a Alemania durante el cual quería olvidar que, al contrario que otros colegas, no podía engalanarse con la púrpura cardenalicia.

En 1939, sin embargo, apenas es pensable que Orsenigo, representante entonces de la nunciatura más importante para su soberano, defendiese otras ideas que las sustentadas por este mismo. Cuando felicitó a Hitler por su salvación lo hizo, en definitiva, por encargo del papa. Y poco después, el 31 de diciembre, fue el propio Pío quien agradeció en una audiencia privada al encargado de negocios alemán, Menshausen, las felicitaciones de Año Nuevo que éste les trasmitió rogándole trasmitirle las suyas «al Führer, al conjunto del gobierno alemán y al querido pueblo alemán». Al hacerlo recordó con cálidas palabras su larga estancia de años en Alemania de la que en su momento hubo de separase con gran pesar. Su gran afecto y amor por Alemania seguían siendo tan vivos como siempre o —si es que ello era siquiera posible— ahora, en tiempos tan difíciles, la amaba tal vez aún más. Su frase, tras la ocupación de Checoslovaquia, de que ahora amaba a Alemania «todavía mucho más» fue, pues, repetida por Pío después de que Hitler conquistase Polonia y ampliase aún más su esfera de poder hacia el este. Además de ello el papa calificó de falso ante el encargado de negocios alemán el punto de vista según el cual él estaba en contra de los estados totalitarios. Es más, replicando a la observación de Menshausen de que ciertas manifestaciones papales eran capitalizadas propagandísticamente contra Alemania por las potencias democráticas enemigas. Pío declaró que «esas manifestaciones eran por supuesto de carácter muy general y que, aparte de ello, él tenía especial cuidado de formularlas de modo que Alemania no pudiera malentenderlas como dirigidas contra ella…». El papa era maestro en este arte y de hecho no tenía nada en contra de la política interior de Hitler, si prescindimos de la Kirchenkampf. Menos aún tenía que objetar contra su política exterior, cuyo propósito evidente era el de la aniquilación de la Unión Soviética. De ahí que se apresurara a dar su sanción al inmenso expolio de Polonia, trampolín obviamente para saltar sobre Rusia. Con toda celeridad hizo integrar las provincias polacas en diócesis alemanas, poniéndolas bajo la autoridad de prelados alemanes. Confió la diócesis de Kulm al obispo de Danzig; la de Kattowitz al obispo de Breslau. Al franciscano H. Breitinger lo nombró administrador apostólico de aquellos alemanes asentados en los territorios occidentales de Polonia rapiñados por el Reich. Ese proceder contradecía la tradición curial de no fijar definitivamente las fronteras diocesanas hasta que se hubiera firmado un tratado de paz. Por añadidura constituía una vulneración del concordato con Polonia. Y es que «como Pío quería golpear a los bolcheviques por medio de Hitler tuvo que sacrificar los intereses polacos» (Daim).

Por esos mismos días en que él y sus prelados alemanes cortejaban, felicitaban y ensalzaban a Hitler, este último lanzaba sus golpes asesinos contra el clero polaco, cerrando iglesias y conventos, persiguiendo a obispos, encarcelando, deportando y fusilando a sacerdotes. Durante esa guerra perderían la vida un total de 4 obispos, 1.996 sacerdotes, otros 113 clérigos y 213 monjas. Ésas son las cifras mencionadas por Adriányi en una obra teológica escrita especialmente para la investigación científica. En informaciones destinadas a círculos más amplios el lado católico es siempre mucho más generoso. La cifra de dos mil religiosos asesinados la encuentran resueltamente muy baja, afirmando respecto al clero polaco de entonces que «Unos cinco mil sacerdotes, un tercio del total de religiosos, perecieron en los campos de concentración nazis». Es cierto que durante los primeros años de guerra no hubo que lamentar aún ni siquiera dos mil víctimas clericales, pero las pérdidas fueron cuantiosas y suficientemente conocidas y Roma se vio obligada a desaprobarlas. Las oportunas protestas de L’Osservatore y de Radio Vaticano, nunca del propio papa, sirvieron para camuflar su política profascista a la par que de instrumento para obtener concesiones en temas eclesiásticos por parte de Hitler.

Y si el anticlericalismo dentro de Alemania no dañó para nada la colusión con el Vaticano en la política exterior, tampoco lo hicieron los desmanes cometidos en Polonia. El nuncio Orsenigo protestaba, sí, pero simultáneamente felicitaba a Hitler y a su gobierno. Polonia, por la que también había de velar ahora, no parecía preocuparle. De ahí que justamente «los católicos polacos más esclarecidos y fervientes se sintieran muy dolidos e inquietos» como reconoce un informe eclesiástico de 1941, pues a sus manos «llegaban incesantemente informaciones de que el nuncio Orsenigo no sólo no se preocupaba en absoluto por la suerte que la Iglesia corría en Polonia, sino que estaba prácticamente convencido de que las autoridades alemanas se comportaban más o menos lealmente frente a aquélla y de que las quejas de los polacos provenían del hecho de haber mezclado las cuestiones religiosa y nacional de modo improcedente. Semejantes opiniones por parte de un representante del Santo Padre son extremadamente dolorosas y conduce a muchos a dudar hasta de la propia Santa Sede».

¿Acaso la diplomacia curial no respaldaba a Orsenigo? ¿Acaso esta tropa de élite vaticana no obraba de modo idéntico a Orsenigo? Cierto que las relaciones del clero polaco respecto al alemán eran tensas, incluso hostiles, pero también lo es que los jesuitas de Berlín colaboraban con los jesuitas polacos de Lublin para preparar la «Misión en el Este». «En la vida política de Polonia», informa un críptico comunicado de un clérigo polaco acerca de los jesuitas, «ellos representan el componente vaticano». Su actividad es política en sumo grado… El dirigente político de los jesuitas es el Muy Rvdo. Sr. 17… Algo sumamente característico es el hecho de su última acción de propaganda, según la cual no es legítimo incriminar nada al clero alemán… Los jesuitas (el Excmo. Sr. 17) están en estrecho contacto con el nuncio secreto del Vaticano (el Muy Rvdo. Sr. 19), un sacerdote italiano de sentimientos hostiles a Polonia. Sus palabras («los polacos son ellos mismos responsables de su destino») ilustran su actitud… Los jesuitas «oficiales» defienden, como ya dije, «la política del Vaticano» (Falconi).

Esa política, desde luego, tenía mucho más en cuenta a Alemania que a Polonia. Procuraba «tratar con mayor miramiento» a los católicos alemanes que a los de los otros países, algo que no se le escapó a la perspicacia del embajador francés ante el Vaticano, Charles Roux, pues aquéllos debían vencer contra la URSS. Como ya hizo siendo secretario de estado, E. Pacelli procuraba, una vez papa, mostrarse una y otra vez deferente con la Alemania hitleriana aunque ésta le pagase raras veces en la misma moneda. En un largo escrito de Von Bergen fechado el 9 de enero de 1940 y dirigido al secretario de estado del ministerio de AA. EE. Von Weizsácker, se decía, p. ej.: «Con métodos puramente negativos como los que reflejan casi todas las tomas de posición del ministerio para asuntos eclesiásticos no podemos esperar a la larga que el papa nos tienda siempre la mano en actitud conciliadora».

¡Siempre conciliador! Esta deferencia de Pacelli para con la Alemania nazi está documentada desde el año 1933 y su actitud benevolente no se modificó pese a las crecientes complicaciones, pese a todos los crímenes hitlerianos de impacto histórico universal: ¡siempre conciliador! Pese a la Kirchenkampf que se libraba en Alemania, lucha que se recrudeció tras el comienzo de la guerra. El cronista vaticano Giovanetti no daba abasto enumerando los desmanes nazis, las vejaciones contra el clero y de laicos influyentes, el número creciente de detenciones de sacerdotes, las nuevas restricciones impuestas a la prensa católica, el control cada vez más estricto de las gacetas episcopales, la clausura de iglesias, colegiatas, seminarios, la destrucción de instituciones clericales etc.

Los dirigentes nazis se sentían cada vez más fuertes gracias a sus triunfos. Estaban tan seguros y confiados en el triunfo que esperaban abatir al comunismo y a la URSS sin la para ellos odiosa bendición de Roma. También sin el respaldo de los obispos alemanes, que servían y ayudaban una y otra vez a Hitler recomendando colaborar en las campañas de ayuda contra el rigor del invierno, organizando manifestaciones por el Sarre, exaltando su irrupción militar en la zona desmilitarizada de Renania, su invasión de Austria, Checoslovaquia, Polonia, y que no obstante no obtenían de él —que consideraba su servilismo pura hipocresía y sus creencias puros desatinos— otra cosa que no fuese desconfianza y desprecio. De ahí que un memorándum de la conferencia episcopal de Fulda declarase lo siguiente: «En uno de sus discursos. Señor Canciller del Reich, pronunció Vd. una frase estremecedora: “haga lo que haga se me malentiende en todo. ¿Qué puedo hacer en definitiva?”. Nosotros los obispos nos sentimos en esa misma situación». Y cuanto más poderoso se hacía Hitler tanto más se arrastraban bajo la cruz gamada.

La táctica obispal era la misma que seguían todas las instituciones católicas alemanas, incluidas las órdenes religiosas más influyentes y acaudaladas, cuyas casas y número de miembros experimentaron un aumento considerable desde 1933 hasta la II G. M. Es cierto que fueron espiadas, vigiladas, que monasterios enteros fueron disueltos juntamente con sus escuelas privadas, que algunos monjes fueron internados en campos de concentración y unos pocos incluso ejecutados, pero ello no fue óbice para que la dirección de esas órdenes compartiese el feroz anticomunismo de Hitler hasta el final, congratulándose especialmente por la guerra contra la Unión Soviética, alentándola y felicitándose además por esa actitud en los memoriales oficiales dirigidos al estado. Es más, las direcciones de las distintas órdenes achacaban a los nazis cierta merma de la capacidad defensiva, la debilitación del «frente en la patria», por el hecho de que no empleaban a fondo «contra el enemigo universal bolchevique» fuerzas católicas de gran valor, sino que querían aniquilarlo ellos solos.

Apenas iniciada la guerra muchos monasterios y congregaciones entregaron sus edificios al ejército para que sirvieran de lazaretos al cargo de sus monjes y monjas, si bien lo hicieron para sustraerlos a la rapacidad del estado. El gobierno no llegó a apercibirse de lo erróneo de su política anticlerical sino cuando ya era demasiado tarde. Por «disposición del Führer», finalmente se puso término «hasta nueva orden, a la confiscación de patrimonios eclesiásticos o conventuales». También Goebbels quería actuar ahora «como si hubiera una colaboración leal con las iglesias» y en 1943 el mismo Himmler opinaba así: «No debiéramos haber atacado a la Iglesia, pues es más fuerte que nosotros».

Fueron cabalmente esos ataques los que se convertirían para ella, inmerecidamente, en auténtica suerte pues fue únicamente eso lo que le permitió después tejer la impúdica leyenda de su «resistencia», aquella verdad de tres ochavos con la que embaucará al mundo por mucho tiempo. Todo estaba bien calculado. Fue nadie menos que el propio papa quien, refiriéndose a un memorándum de los obispos alemanes, escribía el 30 de abril de 1943 al obispo Preysing de Berlín que ese escrito «tendrá en todo caso el valor de justificación del episcopado ante la posteridad». ¡Ay! ¡Cómo hubieran deificado los prelados a ese régimen si no fuera por su Kirchenkampf! ¡Con qué beneplácito tan incondicional hubieran aplaudido las fuerzas de la reacción confesional a los bandidos pardos si éstos no se lo hubieran puesto tan difícil! Y con todo, fueron complacientes con ellos. No alzaron su voz cuando exterminaron a comunistas, socialistas y liberales. Tampoco a raíz del exterminio de los judíos y de los gitanos. Más bien colaboraron junto a Hitler en el exterminio de los británicos, franceses, españoles, italianos, de los pueblos balcánicos, de los rusos, polacos; de los propios alemanes. Los prelados toleraron apoyaron y continuaron directa e indirectamente aquellas masacres y cuanto más alta era su posición tanto más culpables son, tanto más despreciables. Tanto más porque lo negaron a posteriori pese a los cientos de cartas pastorales, pese a los documentos y datos que prueban lo contrario.

Cuando Pío XII recibió al ministro de AA. EE. de Hitler, Ribbentrop, el 11 de marzo de 1940, la conversación duró 70 minutos y transcurrió con la mayor cordialidad. El papa expresó una vez más su viva simpatía por Alemania y recordó nuevamente su larga actividad en aquel país, «quizá la época más bella de mi vida. El gobierno del Reich puede estar seguro de que su corazón abriga y abrigará siempre cálidos sentimientos por Alemania». Eso pese a que su secretario de estado en una de sus dos conversaciones posteriores con Ribbentrop se permitió «dirigir muy especialmente la atención del Sr. Ministro a algunos de los muchos hechos de los que la iglesia alemana tenía que lamentarse: la represión de casi todas las escuelas confesionales católicas; la restricción o supresión de la enseñanza de la religión… El cierre de muchos institutos de enseñanza y casas de religiosos. La supresión de muchas abadías famosas. La frecuente detención de sacerdotes y clérigos regulares. La sistemática propaganda antirreligiosa por los más distintos medios… El cierre de casi todos los seminarios para jóvenes, de distintos seminarios para sacerdotes y de no pocas facultades de teología, respecto a lo cual y a pesar de tratarse de asuntos regulados por el concordato, la Santa Sede ni siquiera recibió una notificación oficial…».

Con todo, la audiencia papal transcurrió espléndidamente y es que el ministro nazi podía también aducir por su parte que el Führer había suspendido «no menos de 7.000 procesos contra religiosos católicos» y que «el Estado Nacionalsocialista empleaba anualmente mil millones de marcos en favor de la Iglesia Católica, un logro del que ningún otro estado se podía enorgullecer». La importancia del aspecto financiero para la historia salvífica se echa de ver ante todo en el hecho de que aquélla se corresponde perfectamente con la que dicho aspecto tiene en la historia profana. Y la fe inquebrantable de Ribbentrop de que Alemania pondría victorioso fin a la guerra antes de que acabase ese año no dejó de impresionar a Pío. Tanto menos cuanto que el ministro señaló inequívocamente el lanzamiento de un ataque concentrado en el Este.

Para Hitler el bolchevismo era el enemigo número uno del mundo y su auténtica meta era expandirse a su costa, lo cual le granjeaba justamente las simpatías de la curia. De ahí que cuando tomó el poder pusiera, evidentemente, punto final a la colaboración entre el ejército rojo y la Reichswehr y que mediante la conclusión del Pacto Antikomintern con el Japón en 1936, ampliado después a Italia, Manschukuo, Hungría y España, indicara con creciente claridad cuáles eran los vectores de su política. En todo caso, desde luego y en oposición a las cláusulas secretas de ese tratado, firmó el espectacular pacto de no agresión con la URSS el 23 de agosto de 1939, y los acuerdos adicionales del 28 de septiembre y del 10 de febrero de 1940.

Según las estipulaciones secretas de aquel pacto, pero en flagrante vulneración de otro pacto de no agresión vigente entre la URSS y Polonia, Stalin irrumpió con sus tropas en el este de Polonia el 17 de septiembre. Once millones de católicos cayeron así bajo la dominación rusa en la denominada cuarta división de Polonia. Un duro golpe para Roma. Las medidas anticatólicas adoptadas por los soviets, cuya política de ocupación era absolutamente distinta de la alemana, fueron sin embargo sustancialmente más suaves.

A los sacerdotes se les concede «plena libertad en el ejercicio de sus funciones», informó el prelado P. Werhun a su regreso de Lemberg (Lvov) a mediados de enero de 1940, «mientras no prediquen contra el régimen soviético». Otro tanto comunicaba el rector del Russicum, el jesuita Ph. de Régis enviado a Polonia Oriental por su superior y amigo, el general de los jesuitas conde Ledochwoski: «Frente a la población que mantenía una conducta leal y frente a las mujeres del campo o de la ciudad, los soldados soviéticos mantuvieron un porte respetuoso y amable. Es evidente que habían recibido instrucciones de no hostigar a la población y que se atenían a ellas… Desde un principio mostraron frente a la religión una simpática condescendencia y no dieron señales de querer perseguirla».

También frente a los judíos se mostraron tolerantes las tropas rusas y por cierto con gran recelo por parte del clero, que los venía atacando desde la antigüedad y había organizado auténticas masacres en la edad media: tan sólo en el año 1349, el año más horrible para los judíos alemanes antes del advenimiento de Hitler, los católicos mataron un número de judíos —la mayor parte de las veces calcinándolos vivos— superior al número de cristianos muertos durante las persecuciones paganas durante los dos primeros siglos de nuestra era. «A lo largo de 1.500 años la Iglesia Católica no vio en los judíos sino sabandijas a las que confinó en juderías… Entonces tenían bien claro qué son los judíos», dijo Hitler en 1933 en el curso de una entrevista con dignatarios de la Iglesia en Berlín. «Yo retorno a la época en que se obró así durante 15 siglos». El obispo Berning calificó la entrevista de «cordial y objetiva».

Al año siguiente la revista jesuita del vaticano calificó a los judíos, aunque no a todos ellos, de serio y perpetuo peligro para la sociedad. Por aquel entonces y siguiendo el ejemplo nazi, también algunos círculos clericales gustaban de difamar conjuntamente a judíos y comunistas. El teólogo J. Patuszek habló en 1938 de la «perspectiva metafísica» en la participación de los judíos en el comunismo. Un informe eclesiástico de Polonia comunicaba en medio de la guerra:

«Las tendencias antisemitas son muy fuertes entre el clero».

Cuando en 1940 fue consagrado un obispo en la Lituania soviética y por cierto de forma muy rimbombante y con la presencia del nuncio papal Centoz, éste hizo la observación de que en una manifestación simultánea para celebrar la anexión de Lituania por parte de la URSS bajo las banderas, pancartas y retratos de Stalin marchaban «en su gran mayoría judíos». Y el obispo auxiliar de Kaunas, Vincentas Brizgys, informaba confidencialmente y con aparente alivio a Roma de que «en el nuevo consejo de comisarios del pueblo no hay ningún judío…».

Pero incluso el arzobispo Sheptyckyj, que se quejaba por lo demás de las enojosas trabas antieclesiásticas de los soviéticos así como de su trato preferente a los judíos que venían masivamente a la Polonia oriental huyendo de Hitler, confirma sin embargo que «el clero puede trabajar aún en todas las parroquias e Iglesias». Es más Sheptyckyj creía percibir un interés creciente por la religión en el ejército rojo y entre los comunistas. Eso sí, también él constataba en el nuevo sistema, que salvaba a los judíos, «une possessión diabolique en masse» ¡y requería con toda seriedad al papa para que exhortase a las órdenes religiosas a «exorcicer la Russie sovietique»!

Tampoco la situación económica era, según se adentraba uno hacia el Este, tan mala como se había afirmado en el Occidente. Incluso un cura castrense de la Wehrmacht observa en 1941, junto a Smolensko, que «La situación no presenta mal aspecto económico: ni en el cultivo de los campos, ni en la ropa de la gente ni, para lo que es el Este, en la construcción de las casas. El sargento de policía que venía conmigo cuando vine por vez primera a Polonia (!) y que manifestó que los polacos debieran haber construido carreteras en vez de iglesias, estaría contento aquí (!). Los auténticos argumentos contra el comunismo no son de índole económica sino religiosa». Son a la vez de una y otra índole y en la práctica vienen a ser lo mismo para la curia.

Ésta, que había protestado enérgicamente contra el pacto germano-soviético a través de la radio, la prensa y su nuncio en Alemania, se sintió tanto más alarmada por la irrupción del ejército rojo en la Polonia oriental el 17 de septiembre. L’ Osservatore Romano y Radio Vaticano condenaron expresamente la invasión soviética calificándola de agresión y se quejaron de la persecución por parte del ejército rojo. Ya el 19 de septiembre de 1939 la radiodifusión británica informaba de «la profunda conmoción del papa por el destino de Polonia». Y es que Pío XII veía nuevamente a Europa amenazada por el comunismo ateo. «Bajo tales circunstancias», declaraba ahora, «la preservación, la custodia y, en caso necesario, la defensa del patrimonio (!) cristiano tienen hoy, más que en ningún otro período anterior de su historia, una importancia decisiva para la suerte futura de Europa y para el bienestar de cada una de sus naciones, sean grandes o pequeñas…».

Mientras los soviéticos estaban aún ocupados en la conquista de Polonia y practicando una política religiosa extremadamente cauta, con especial miramiento para con las iglesias, el papa no pensaba ni de lejos en tomar contacto con ellos. Se creía más bien en el deber de mostrar al occidente el ejemplo contrario: ¡nada de compromisos con el malvado enemigo!

Y cuando en la mañana del 30 de noviembre de 1939 la URSS invadió Finlandia lanzando un ataque aéreo contra Helsinki y otras ciudades, bombardeando con la artillería naval la costa finesa meridional y haciendo avanzar el ejército rojo, el papa no se envolvió en su silencio como hizo cuando Alemania atacó Polonia. Al contrario, condenó de modo abierto y sin ambages la agresión y en su alocución navideña fustigó el «bien premeditado ataque contra un país pequeño, laborioso y pacífico, bajo el pretexto de una amenaza que ni existe, ni se calcula, ni tan siquiera es posible». Ahora estigmatizó las «crueldades vengan de la parte que vengan», «el uso de medios destructivos incluso contra los no combatientes y los fugitivos, contra los ancianos, las mujeres y los niños; la falta de respeto a la dignidad humana, a la libertad y a la vida, fuente de donde surgen actos que hacen clamar venganza (!) ante la faz de Dios…».

Con mayor virulencia aún demonizaron los medios de difusión vaticanos las «agresivas intenciones de Rusia». «Esta fechoría, fríamente calculada, no tiene par», afirmaron, calificando aquel ataque ordenado por Stalin de «la agresión más cínica de los tiempos modernos». Difundieron que el gobierno de la URSS procedía «según las leyes de la jungla» y al comisario soviéticos para asuntos exteriores, Litvinov, que representaba a Rusia en Ginebra —en la sesión del 14 de diciembre de 1939 fue expulsada de la Sociedad de Naciones— lo adjetivaron de granuja consumado, de antiguo miembro de una banda internacional de estafadores de bancos. Simultáneamente, la prensa y la radio vaticanas abogaron enérgicamente por el apoyo moral, material, militar incluso, de Finlandia y Pío XII envió personalmente a Helsinki «considerables» sumas de dinero para los afectados por la guerra.

Finlandia, que se defendía tenazmente en la guerra invernal y que había infligido grandes pérdidas a las más de dos docenas de divisiones y mil carros de combates rusos que operaban en el país, tuvo que firmar el 12 de marzo de 1940 una paz en Moscú por la que perdía sus territorios del sudeste. La presión soviética se mantuvo, de modo que cuando Hitler atacó a Rusia, Finlandia, cuyo alto estado mayor colaboraba ya desde el invierno con el alemán, entró también en acción con una de las movilizaciones generales más completas de la historia (un sexto de la población fue llamada a filas, incluidos algunos niños y mujeres). La curia pretendía ahora establecer de inmediato relaciones diplomáticas oficiales con Helsinki —algo muy similar ocurrió cuando El Japón entró en guerra al lado de las potencias del Eje— y en junio de 1942, poco después de que Hitler y Keitel visitaran el cuartel general del mariscal Mannerheim, llegaba al Vaticano el plenipotenciario finés.

Después de la campaña de Polonia —«llevada a término con la rapidez del rayo por las tropas alemanas», como encomiaba monseñor Giovanetti— y «después de ser rechazada la ofensiva de paz del Führer, la guerra quedó nuevamente estancada por tierra y aire en el invierno de 1939/40…». El tono es casi de lamento. Ahora bien: «Tuvo su continuación en el mar, en el que Alemania cosechó nuevos éxitos». En una palabra: «Solo sería una pausa…, un respiro para empresas mucho más audaces».

Ese respiro le sirvió al papa para intentar conseguir una paz de compromiso entre los aliados y Alemania, cuya única intención era unificar al occidente contra la Rusia comunista. De forma directa o bien a través de Italia, Pío quería poner término a la «extraña guerra» de Inglaterra y Francia contra el «Tercer Reich». Su nuncio en París, V. Valeri, y su representante en Londres, W. Godfrey, trasmitieron a ambos gobiernos el urgente deseo del papa de que pusieran fin a las hostilidades y de que no desaprovechasen ninguna oportunidad para ello. El plan de Pacelli preveía un pacto cuatripartito, una conjunción entre Inglaterra y Francia con Italia y una «Alemania fuerte», pero, desde luego sin nacionalsocialismo. Éste debería más bien ser derrocado por un levantamiento militar. Y no fue otro sino el propio Pío XII, el mismo, por cierto, que había implorado —y hacía implorar continuamente a los obispos alemanes— para que «la protección del cielo y la bendición del Dios todopoderoso» descendieran sobre la cabeza de Hitler, quien tomó contacto con la conspiración de oficiales en torno al jefe del contraespionaje militar, el almirante Canaris y, al coronel del mismo departamento, Oster, y quien estableció una conexión entre ellos y el gobierno británico.

Pío intentó asimismo integrar en la idea del pacto cuatripartito a los USA, que en el transcurso del s. XX y de acuerdo con su importancia siempre creciente, desempeñaban un papel cada vez más importante para el papado.

El catolicismo experimentaba un desarrollo rápido y continuo en los USA. Durante la I G. M. mostró también allí una «lealtad indiscutible», o lo que es igual, también aulló con los lobos. Después de la guerra mejoraron aún más los contactos con el Vaticano. En 1928 y por vez primera en la historia de los USA el partido demócrata nombró a un católico, A. E. Smith, gobernador de Nueva York, candidato a la presidencia. Cierto que perdió las elecciones, pero más tarde apoyó la elección de Roosevelt quien también halló el aplauso de otros católicos conspicuos y especialmente el del cardenal Mundeleins.

Tremenda fue la decepción de muchos e influyentes adeptos de Roma cuando ese presidente inició contactos oficiales, el 16 de noviembre de 1933, con la URSS, contra la que el catolicismo americano dirigido entonces por el jesuita Walsh (V. Vol. I) había desencadenado una desmedida campaña de acoso. También Pío XI se quejó amargamente durante la recepción navideña en favor de los diplomáticos de que algunos estados cristianos establecieran relaciones amistosas con la Rusia bolchevique sin haber obtenido garantías firmes para que cesasen de una vez la persecución de cristianos en el interior y la propaganda bolchevique en el exterior. En ocasión posterior, Pío XI se expresó de forma aún más clara comparando la amenaza proveniente de Moscú con el peligro turco del s. XVII, comparación de la que su sucesor se serviría más tarde una y otra vez. Pero al revés que hoy, señalaba Pío XI, las potencias cristianas fueron entonces capaces de conjurar «el peligro proveniente del Islam» mediante una coalición.

Pese a ello la curia trató en los años siguientes de hallar apoyos más amplios en los USA, donde no sólo creció el poder del catolicismo sino también la cantidad de dinero que fluía de continuo a Roma. El viaje a América del secretario de estado Pacelli en 1935, viaje sugerido al parecer por el obispo auxiliar de Boston, Spellman, y organizado por la acaudalada sociedad de los «Caballeros de Colón», (a la que más tarde pertenecería también J. F. Kennedy), supuso todo un hito en la aproximación entre los USA y el Vaticano. El segundo viaje de Pacelli en otoño de 1936 y motivado por una invitación del duque de Brady a Long Island, fue presentado como simple viaje de recreo, pero sirvió, como el primero, para reasegurar el apoyo económico a Roma y, sobre todo, para fomentar la lucha contra el comunismo en los USA. «La actitud del mundo civilizado contra la Unión Soviética debe endurecerse aún más», decía textualmente la respuesta de la curia a la nueva constitución soviética, que en términos religiosos le parecía un empeoramiento y provocó por ello virulentos ataques por parte de L’Osservatore Romano. El viaje de Pacelli trataba pues de impedir contactos aún más estrechos entre los USA y la URSS y culminó, como el primero, en una extensa conversación con Roosevelt para quien, aunque fuera de forma indirecta, Pacelli había hecho propaganda electoral.

Como papa, Pío XII —que privadamente era multimillonario— aseguraba el 1 de noviembre de 1939 en una encíclica a los obispos norteamericanos —es de suponer que para gran alegría de los círculos más conspicuos del país— que siempre habría ricos y pobres. Durante la guerra, las relaciones entre la curia y la Casa Blanca se hicieron aún más intensas. Correveidile incansable fue al respecto F. J. Spellman, a quien Pío XII había nombrado arzobispo de Nueva York. Había trabajado de 1922 a 1932 en la secretaría de estado y era amigo del papa. Roosevelt envió a finales de febrero de 1940 a M. C. Taylor como embajador extraordinario y éste pasó la mayor parte de la época de guerra en el país del papa, para quien era tanto mejor bienvenido cuanto que Taylor guardaba estrechos contactos con bancos e industria, especialmente con la United States Steel Company Morgan, y mantenía relaciones privilegiadas con las altas finanzas de su país. El 27 de febrero lo recibió Pío XII por vez primera y el 18 de marzo a él y al subsecretario del State Department, S. Wells. Roosevelt consideraba a la «dictadura soviética», como decía en carta al papa fechada el 3 de septiembre de 1941, «menos peligrosa que la forma alemana de dictadura», aunque Pío no tenía por qué decidirse por la «peste roja» o la «peste parda», sino reconocer más bien, en lucha contra ambas, los distintos grados de urgencia.

Pero en este punto justamente el papa juzgaba las cosas de otra manera. Eso no impidió que a medida que se decantaba la suerte de la guerra se fuera aproximando a los futuros vencedores. Cuando en junio de 1943 la suerte de Hitler parecía ya echada el papa recalcó la idea de una democracia cristiana tal y como lo había hecho ya para los USA, y seguro que no por azar, su legado apostólico en Washington, A. Cicognani con esta bien pensada expresión: «La progresividad de la democracia corresponde a la misión de la Iglesia Católica». Y mientras el papa —que al igual que la mayoría de sus antecesores, con pocas excepciones—, se sentía más bien afecto al despotismo que a la democracia —«El catolicismo fue, cabalmente, un constante aliado de los déspotas» (Wall)— destacaba como tema central en sus alocuciones navideñas de los cuatro primeros años de guerra el del «Nuevo Orden», la fundamentación y preservación de aquellas «normas de orden» «acordes con la voluntad divina», su mensaje navideño de 1944 escogió inesperadamente por tema las «Enseñanzas fundamentales acerca de la verdadera democracia», recomendando ahora ese régimen político para la configuración de la sociedad. La democracia, por la que tan poco amor había demostrado hasta entonces, no era ya para Pío, a la vista de la previsible victoria de las democracias occidentales, «una forma de estado axiológicamente neutral», sino, escribe un buen conocedor de todo este asunto, «el orden de valores base del estado contemporáneo». El 7 de julio de 1952, sin embargo, el papa se dirigió al pueblo ruso con su mensaje Sacro Vergente Anno afirmando que él «nunca estuvo dispuesto a aceptar la guerra contra la URSS».

Lo que Pío temía en verdad por encima de cualquier otra cosa —por más que sus apologetas se esfuercen hoy sobre todo por borrar de su imagen el reproche de una cruda «obsesión» ante el «peligro comunista»— era justamente el reforzamiento del comunismo como consecuencia de la guerra, la situación «después de la finalización de la guerra» tal como él mismo lo expresó en su alocución navideña de 1939, «cuando las dificultades se hagan extremas por todas partes y las fuerzas y las artes de seducción del desorden, ahora al acecho, intenten servirse de aquéllas con la esperanza de dar así el golpe de gracia contra la Europa cristiana». Giovanetti comenta atinadamente: «La alusión al comunismo ateo y subversivo era suficientemente clara». Más claro aún fue el papa al día siguiente de su alocución navideña, el 25 de diciembre de 1939, cuando en una audiencia concedida al sacro colegio cardenalicio exclamó así: «¡Acabemos esta guerra fratricida y unamos nuestra fuerzas contra el enemigo común, contra el ateísmo!».

Los sueños de cruzada de Pacelli fueron no obstante tan vanos como su esperanza de un golpe militar en Alemania. La racha victoriosa de Hitler culminó más bien en 1940/41, algo que ningún papa podía permitirse ignorar.

Menos aún podían ignorarlo los obispos alemanes. De ahí que ahora secundaran al Führer con mayor entusiasmo todavía que en 1933. A principios de 1940 el obispo de Augsburg, Kumpfmüller, declaraba que el cristiano será «siempre el mejor de los camaradas». «El cristiano permanece fiel a la bandera a la que ha jurado obedecer pase lo que pase». Por esa misma época el obispo de Tréveris, Bornewasser —quien ya desde el año 1896 era presidente de la «Asociación Católica para la educación de idiotas», organizada por toda la provincia renana— apelaba a los creyentes a «poner todas sus fuerzas físicas y psíquicas al servicio del pueblo». «Hemos de hacer cualquier sacrificio que la situación exija de nosotros». M. Buchberger, obispo de Ratisbona escribía por entonces en una carta pastoral: «Esta época exige de todos nosotros espíritu de sacrificio y de solidaridad y no sólo en el frente, sino también en la patria. ¡Apretemos filas, fieles y firmes, con espíritu cristiano y patriótico, dispuestos al sacrificio y a la ayuda, poniéndolo todo en juego por nuestra amada patria! Soportemos los sacrificios y padecimientos que nos han de sobrevenir, solidarios con los padecimientos de Cristo… Cada mañana y cada noche envío la bendición pastoral al campo de batalla de nuestros amados combatientes».

Y el obispo de Limburgo, A. Hilfrich, exclamaba en otra: «Una época grandiosa exige y alienta al mismo tiempo un espíritu magnánimo, es un acicate a la entrega abnegada. ¡Es una época en la que se decide la felicidad y la existencia de nuestro pueblo! ¡Una época de encrucijada histórico-universal! Y quisiera exhortaros al comienzo de la santa cuaresma a considerar que todos los sacrificios que conlleva este duro tiempo de guerra son como vuestro ayuno… No es necesario queridos feligreses que os exhorte para que, en este trance tan duro, os sintáis unidos a vuestro pueblo y salgáis airosos, con entrega y valor, con fidelidad, como miembros de nuestro pueblo, tanto en los lejanos campos de batalla como aquí en la patria, al prestar vuestro servicio laboral».

Por enésima vez se ponía todo al servicio de la gran causa de Hitler, desde el «santo tiempo de cuaresma» hasta la Madre del Señor, pasando por una «Semana de sacrificios y abstinencia» recomendada por el episcopado. Acerca de esa «Semana de sacrificios y abstinencia» organizada por la «Comisión Católica del Reich contra el abuso del alcohol» a principios de marzo de 1940 se decía en la revista de propaganda Johannesruf («La voz del Bautista»): «Con amplia visión profética los obispos vienen previniendo reiteradamente y desde hace ya muchos años a los católicos alemanes de los peligros de la moderna sed de placeres. Ahora, cuando el pueblo alemán se halla ante la misión más difícil de toda su historia, todo depende de que éste sepa mantener y preservar su fuerza física y moral».

Y el Libro Católico de cánticos y oraciones compuesto también aquel año de 1940 por el obispo castrense de la Wehrmacht volvía a establecer una íntima conexión entre la Virgen María y los campos de batalla: «j0h María, Reina nuestra, bendícenos en la lucha! ¡Oh tú, María, Reina nuestra, bendita entre las benditas! ¡Tú que reinas desde el trono orlado por la victoria, intercede por la nuestra en el combate! ¡En vida, la corona de laurel, en la muerte, la bienaventuranza! ¡En medio del estruendo de los cañones, María, Reina nuestra, intercede en favor de nuestras coronas de vencedores…!». Este libro, aprobado por los obispos, enseñaba a los soldados alemanes que «El servicio militar es un servicio de honor. Todo cuanto de grande ha hecho Alemania se debe también, y no en último término, al estamento militar… Sé fiel a la consigna: ¡Con Dios por el Führer, por el pueblo y por la patria!… Recemos… Seamos una generación heroica… Bendice especialmente a nuestro Führer y comandante supremo de la Wehrmacht en todas las tareas que le están encomendadas. Que todos, bajo su dirección, veamos en la entrega al pueblo y la patria nuestro santo deber…» etc.

Cuando apenas iniciado el régimen nazi el ministro hitleriano del interior calificó «la recuperación de los territorios del este del Elba de la mayor hazaña alemana desde la Edad Media», en lo cual habría de hacerse especial hincapié en las clases de historia. El teólogo Stonner pudo recordar con razón «que aquélla fue obra del emperador germano-cristiano, iniciada por los grandes emperadores cristianos de Sajonia y llevada a término, en gran medida, gracias a la colaboración de nuestros monjes cistercienses y de nuestra orden de caballeros germánicos». ¡Gracias a la colaboración: gracias a una explotación y a degollinas compartidas durante siglos![9].

La Guerra en el Occidente y la Iglesia Católica

«El nuncio papal en Berlín, Orsenigo, “parecía en verdad anhelar la entrada en guerra de Italia y decía jocosamente que esperaba que los alemanes entrasen en París por Versalles…”»

(Anotaciones del director de la

sección política del Ministerio de AA. EE.,

Woermann hecha el 10 de junio de 1940)

«… sellar con su sangre el fiel cumplimiento de su deber»

(Llamamiento de la revista jesuita en el

Vaticano, Civiltà Cattolica, a todos los

italianos a raíz de la entrada en guerra de Italia)

«Los plutócratas ingleses no piensan en el divino redentor Jesucristo cuando hablan del cristianismo, sino en sus sacos de café y en las plantaciones de algodón del imperio británico… ¡No me habléis, pues, del cristianismo inglés. No tiene nada que ver con el Salvador! Por ello es justo que le suceda lo que le sucede»

(La Gaceta Eclesiástica Católica para

la zona norte del Münster con la aprobación

del «león de Münster», el obispo Conde Calen)

En abril de 1940 Hitler invadió a la frágil Noruega protestante, cometiendo otra crasa vulneración del derecho internacional. No obstante lo cual y pese a ser diversamente urgido para que condenase la nueva agresión. Pío XII se envolvió en el mismo silencio que en otras ocasiones parecidas. Sólo L’Osservatore Romano se mostró consternado por la ampliación del escenario de la guerra y por «la violación de los sagrados derechos de los estados neutrales», señalando por supuesto que en Noruega vivían 2.619 católicos y en Alemania 30 millones. «De ahí que la Santa Sede, por más que condene moralmente y de la manera más enérgica esa decisión, deba pensar en los 30 millones de católicos». Los archipastores de estos últimos no obstante habían prometido en su día «Al alto y poderoso Señor Canciller del Reich», con motivo de su cumpleaños el 20 de abril, «elevar fervientes preces en los altares por el bien del pueblo, del ejército nacional, del Estado y del Führer», protestando asimismo «contra las sospechas secreta o abiertamente difundidas por círculos anticristianos, de que nuestras declaraciones de fidelidad no son fidedignas». El 29 de abril Hitler agradeció satisfecho el hecho de «que la acción pastoral de la Iglesia armonice con el gran movimiento popular y político de nuestra patria».

Cuando Hitler inició su ofensiva occidental el 10 de mayo de 1940, vulnerando además la neutralidad de Bélgica, Luxemburgo y Holanda, el cardenal Maglione esbozó esta nota «Esta noche se (!) ha invadido Luxemburgo, Holanda y Bélgica y en este mismo momento centenares de aviones siembran la muerte entre sus pacíficos habitantes, quienes debían y tenían que creerse a salvo de los horrores de la guerra gracias a la neutralidad manifestada y escrupulosamente observada por parte de sus gobiernos. A los pueblos que pasan por esta dura prueba les manifestamos nuestra profunda simpatía y condolencia, recomendando a la infinita bondad de Dios las víctimas inocentes. No podemos menos, a este respecto, de lamentar la vulneración del derecho internacional y natural; Semejante vulneración, venga de donde venga, es una acción horrible que llena de indecible tristeza los corazones de todas las personas de recto sentir».

Esta protesta relativamente acre del secretario de estado, destinada a aparecer en L’Osservatore Romano de aquella misma tarde, fue suprimida por el papa. Al mismo tiempo, el subsecretario de estado, Tardini, tuvo que redactar un texto más largo que «Su Santidade» quería enviar al cardenal Maglione. En ese escrito se decían entre otras cosas: «Con profundo pesar fuimos testigos de las angustias y tribulaciones de las pequeñas naciones que intentaron en verdad evitar la guerra por todos los medios, pero que fueron no obstante arrollados uno tras otro por ese tremendo alud, siendo así que su culpa no consistía en otra cosa que en ser débiles y en que su territorio neutral ofrecía posibilidades de ataque a otros beligerantes más fuertes [ésta era una alusión evidente a Dinamarca y Noruega]. Y hoy vemos como otras tres pequeñas naciones, tranquilas, laboriosas y pacíficas son invadidas sin razón, sin que ellas hubieran provocado a nadie. Nuestro corazón de padre sangra pensando en las muchas víctimas nuevas y en el horrible cataclismo que se abate sobre miles y miles de nuestros hijos».

Con todo el papa dejó también de lado este texto, redactado asimismo el 10 de mayo. No quiso protestar. En lugar de ello, telegrafió personalmente —un texto francés que escribió en su pequeña máquina con sus propias manos— al rey Leopoldo III de Bélgica, a la reina Guillermina de Holanda y a la gran duquesa Carlota de Luxemburgo y lamentó de la forma más suave la ocupación de estos estados contra la voluntad de sus soberanos. Los telegramas no contenían ni una desaprobación expresa de la invasión ni tampoco una condena del agresor alemán. Es más, ni siquiera lo mencionaban. Pío se limitaba a ver a los neutrales convertidos en «escenarios de guerra», «expuestos a la crueldad de la guerra», «arrebatados por la tempestad bélica» como si se tratara de una catástrofe natural inevitable.

Y eso no es todo. Ya el 11 de mayo, el embajador alemán en el Vaticano telegrafió a Berlín «haber oído de fuentes bien informadas acerca de las intenciones del papa» que «los telegramas que se publican esta tarde en L’Osservatore Romano… no deben ser valorados como intromisión política, ni como condena unilateral del proceder alemán. Tales manifestaciones no contienen ni una palabra de protesta». El embajador italiano ante la Santa Sede, Alfieri, informó al representante de Hitler en el Quirinal, Von Mackensen, acerca de una conversación con Pío XII, según la cual éste «había hablado en los telegramas, resultado de una reflexión de muchas horas (!), meramente como el sumo sacerdote situado por encima de todo acontecer mundano, evitando penosamente cualquier término político, como, verbigracia, el de “invasión” que contiene ya en sí una toma de posición». Aparte de ello, en la secretaría de estado se insinuó «que el papa, previsoramente quería adelantarse al llamamiento del rey Leopoldo y eludir una respuesta al mismo. A este respecto se encareció que con los telegramas no tenía la intención de lanzar un dardo contra Alemania». Y cuando los gobiernos de Francia y Gran Bretaña requirieron al papa para que emitiera una condena expresa de la agresión, él se negó al igual que en análogas ocasiones anteriores. A los embajadores que intervinieron en ese sentido se les remitió a la lectura de los telegramas declarando que el «Santo Padre» no habría podido dar ningún otro paso tan valiente, eficaz y significativo como ése. «Confieso», escribió a raíz de la muerte del papa François Mauriac, uno de los escritores católicos de primera línea en Francia y miembro de la resistencia durante la guerra «que muchas veces esperamos de boca del papa Pío XII palabras que él nunca llegó a pronunciar».

Las que pronunció fueron otras muy distintas.

El 6 de diciembre de 1939 Pío XII subrayó, con motivo de la toma de posesión del embajador italiano, Diño Alfieri, los fructíferos efectos de los Acuerdos de Letrán tras los primeros diez años de su vigencia, tanto para el pueblo italiano como para el soberano de la Iglesia, el cual «goza realmente de una libertad e independencia perfectas»: ¡gracias al fascismo! La unidad de la nación, que tan importante resulta cabalmente en estos tiempos tan difíciles del presente, ha «resultado esencialmente fortalecida gracias a la pacífica cooperación de ambos poderes».

Y el 28 de diciembre, a raíz de su visita al rey —la primera visita de un papa al Quirinal desde la desaparición del Estado Pontificio— Pío, tras una entrevista privada con el rey, pronunció estas palabras en la alocución a la corte: «El Vaticano y el Quirinal, separados por el Tíber, están nuevamente unidos por el lazo de la amistad… El caudal del Tíber se ha llevado las turbias olas del pasado sepultándolas en los remolinos del Mar Tirreno.»

Las turbias olas de la era liberal habían desaparecido; las claras aguas del fascismo ocupaban su lugar y los poderosos del Vaticano estaban unidos «por el lazo de la amistad» a aquel régimen de gángsters. De ahí que el Vaticano no condenara nunca las guerras de agresión de Mussolini. Ni su invasión de Abisinia, ni la de Albania cometida en Viernes Santo, 7 de abril de 1939, ni la de Grecia el 28 de octubre de 1940. Y es que aquellas rapaces correrías no solamente servían para fortalecer a sus cómplices fascistas sino también para abrir camino a la misión católica.

Al igual que pasó en Abisinia la recta fe no tardó en florecer en Albania. Ya bajo Pío X este país era objeto de las codiciosas miras católicas y Mussolini, el enviado de Dios, se había fijado como meta su anexión desde mayo de 1938. El papa se negó a atender la invitación británica para que condenara derechamente la invasión, pero en su mensaje de pascua lamentó que aquélla hubiese sucedido justamente en Viernes Santo.

El prelado Giovanetti dedica expresamente todo un capítulo a esa alocución papal: era nada menos que la primera homilía del nuevo papa. «Un grito, un sollozo», cita el cronista de la curia a la «Action Francaise», diario que a reglón seguido se ve obligado a reconocer que el papa «se ha abstenido de aludir directamente a los acontecimientos de la antevíspera y de la víspera». Giovanetti agrega significativamente por su parte: «Lamentablemente la prensa de todos (!) los países vio antes que nada en esta homilía una confirmación de su tendencia ideológica o política. La alocución caracteriza la tendencia de todas (!) las alocuciones y mensajes sucesivos del papa en aquel período y en el que siguió con la guerra, razón por la cual hubo al respecto tantas polémicas entre los rotativos de las potencias del eje y los de los aliados…». Giovanetti lo atribuye a la imparcialidad del papa y no a la tradicional actitud sinuosa del Vaticano, al carácter intencionadamente difuso de su diplomacia, del que se vale una y otra vez hasta que se decantan de forma inequívoca la correlación de fuerzas y las posibilidades de victoria, momento en el que toma partido de manera también inequívoca.

Cuatro días después de la invasión Albania estaba ya en manos italianas, a raíz de lo cual una «Asamblea Nacional» convocada en Tirana el día 12 de abril de 1939 decidió «unánimemente y a mano alzada» ofrecer la corona de Albania al rey de Italia. La unanimidad fue acelerada por el arte de sobornar del Conde Ciano quien en sus propios diarios escribe mofándose: «Claro que se avienen fácilmente apenas pongo en circulación los paquetes de francos albaneses». Del mismo modo que los albaneses aceptaron el dinero italiano, aceptó el rey Victor Manuel la corona albanesa. Dio al país una nueva constitución e implantó como órgano consultivo un Alto Consejo Fascista. Y a partir de ahí la misión en Albania, —donde sólo un 10% de la población era católica— fomentada por Italia desde hacía varias décadas, tomó, así lo ensalza el Manual de la Historia de la Iglesia, «un extraordinario impulso…».

Impulso extraordinario cobraron también los nuevos apetitos depredadores del Duce, quien ya había anunciado pretensiones territoriales sobre Túnez, Córcega y Niza. El papa volvió a evitar nuevamente toda palabra de condena con motivo de su nueva invasión, la de Grecia. Es más, dos días más tarde, el 30 de octubre, concedió una audiencia a 200 oficiales italianos, «representantes de las fuerzas armadas italianas», asegurando que era para él un honor bendecir a hombres que «sirven a su patria con fidelidad y con amor».

El 4 de febrero de 1941 recibió a 50 oficiales de la aviación alemana y a 200 soldados italianos, todos en uniforme, y se mostró «feliz… de poder saludarlos y bendecirlos». El 10 de junio de 1940 cuatro días antes de la entrada de los alemanes en París, Mussolini, deslumbrado por las victorias alemanas declaró la guerra a Francia, ya vencida, y a Inglaterra, a despecho de la voluntad contraria del papa, y el episcopado italiano habló inmediatamente, como ya lo había hecho en la I G. M., de una guerra santa enviando un mensaje de salutación a Mussolini y al rey. La revista de los jesuitas Civiltà Cattolica exhortó a todos los italianos a «sellar fielmente con su sangre el cumplimiento de su deber». L’Osservatore Romano no publicó a partir de entonces informes de guerra de los aliados «para no sumir en la perplejidad», decía Padarallo el biógrafo de Pío XII, «a la prensa italiana, la cual, siguiendo los habituales usos en épocas de guerra los deformarían con toda seguridad».

¡Cuánta consideración! Por otra parte también el clero castrense italiano estaba más que presto. Cierto que en la época prefascista, dominada por «el liberalismo francmasónico» (Schönere Zukunft, Viena), no había una asistencia pastoral castrense reconocida por el estado, pero ya en la I G. M., la «Obra para la asistencia religiosa a los soldados», fundada por P. G. Massaruti, contrajo comprensiblemente grandes méritos. De ahí que perdurara también en la II G. M. para «garantizar a los miembros de las fuerzas armadas de Tierra, Aire y Mar toda clase de ayuda religioso-pastoral», teniendo su sede en el Colegio Americano de Roma.

La implantación de la asistencia pastoral estatal tuvo lugar, muy significativamente, en 1926, al iniciarse el gran chalaneo entre el fascismo y el papado. Es más, tres años antes de la conclusión de los Acuerdos de Letrán ¡esa decisión equivalía justamente a dar «un paso decisivo camino de la reconciliación entre la Iglesia y el Estado». «Ya durante la guerra mundial», escribió A. Bartolomasi el obispo castrense de Italia en L’Osservatore Romano, «la cooperación entre las autoridades eclesiásticas y las militares se convirtió en el símbolo de la unidad entre la Iglesia y la patria. Seguramente el espíritu comunitario experimentado durante la guerra reforzó el anhelo de reconciliación entre ambos poderes, poniendo incluso de relieve la necesidad de la misma. La implantación en 1926 de la acción pastoral estatal en el ejército, la flota y la aviación fue una señal, una premonición, en cierto modo de la reconciliación definitiva. El mismo concordato, componente esencial de los Acuerdos de Letrán, no sólo afianzó lo conseguido en cuanto a la acción pastoral castrense sino que la amplió significativamente. Pues no sólo se asignaron capellanes especiales para las distintas unidades de las fuerzas armadas, en sentido estricto, sino también para aquellos agrupaciones estatales al servicio de la formación pre y postmilitar. A este respecto deben mencionarse en primera línea los capellanes de las formaciones de milicias de voluntarios y los de la organización juvenil estatal. Aparte de ello el concordato —y éste fue uno de sus mayores efectos en este ámbito— mejoró sustancialmente las posibilidades de acción de la asistencia pastoral en el ejército. Prejuicios de todo tipo existentes desde la era liberal y también la aversión personal de algunas instancias militares habían dificultado hasta entonces, y muy seriamente a veces, la acción pastoral de los capellanes. Hoy su trabajo es objeto de comprensión y de estima».

El jefe de Bartolomasi, Pío XII, había dirigido ya en 1939 a todos los sacerdotes y clérigos incorporados al ejército un escrito lleno de instrucciones y de consejos paternales. «Con giros renovados a cada paso», comenta la revista católica Schönere Zukunft, «el Santo Padre exhortaba a los sacerdotes para que fueran siempre un modelo para los demás en cuanto a comportamiento, fiel cumplimiento del deber e intachable actitud militar… Al final les hacía ver que no era sólo el honor del sacerdocio y de la Iglesia Católica lo que estaba en sus manos, sino que además rendían a su patria el mayor de los servicios al mostrarse íntegramente como sacerdotes».

Por lo que respecta a la acción pastoral castrense en Italia, el papa recibió todavía el 15 de abril de 1940 una delegación de la «Comisión de Trabajo para el Fomento de la Acción Pastoral en el Ejército Italiano», asociación que mantenía más de 50 «Centros para la Asistencia Religiosa de las Fuerzas Armadas» en la metrópoli fascista y en los territorios de ultramar. Pío dio a la delegación las gracias por los servicios prestados y opinó, entre otra cosas, que en este momento «en que el cielo, la tierra y el mar se llenan del estruendo de las batallas, Vds. tienen con razón en cuenta que junto a las fuerzas materiales hay también otras espirituales que pueden ser también un elemento esencial para el triunfo (!). De ahí que hagan Vds. muy bien si prosiguen suministrando las armas espirituales…».

Esas armas provenían por supuesto del Vaticano. Al inicio de la guerra, la revista de los jesuitas, Civiltà Cattolica, muy adscrita a la curia, proclamó cuál sería la divisa de guerra de los católicos italianos: «Orar y actuar». La reflexión básica de la revista, titulada «Pregare et operare» se resumía en estas palabras: «En consonancia con la actitud que siempre mantuvieron hasta ahora, los católicos italianos cumplirán también entusiasmados con su deber de ciudadanos y soldados en esta hora de prueba. El secretario de la Comisión Cardenalicia para la Acción Católica, Msgr. Colli, ha invitado ya a las organizaciones seglares a cumplir con modélico espíritu de sacrificio las nuevas misiones de guerra. Por lo que respecta a la juventudes de la Acción Católica, bastaría señalarles los gloriosos ejemplos de entrega patriótica en la guerra mundial. Están inflamadas y dispuestas a soportar hasta las últimas privaciones, más aún, a sacrificar sus jóvenes vidas por la patria, cuya perduración garantizan antes que nada la religión y la cultura. Millares, millones de cristianos están decididos a cumplir con los duros deberes, cuyo sentido fundamenta y santifica la religión. En esta guerra total ellos son voluntariamente conmilitones. Orar y actuar es su divisa. La calma y el orden, la justicia y el amor son, también en estos días, su norte. La fe los inflama a acendrar aún más las virtudes que el estado exige ahora de ellos».

El artículo de la revista vaticanista exponía asimismo que los católicos confiaban en que Dios recompensaría por todos los esfuerzos, en que el triunfo espiritual de la Iglesia contaría entre los frutos de la victoria y recordaba, en medio del huracán de acero y fuego que rugía en amplias zonas de Europa, una frase de San Agustín, citada recientemente por el «Santo Padre» ante el sacro colegio cardenalicio: «No se busca la paz para desencadenar la guerra, sino que se hace la guerra para conquistar la paz».

Como ya ocurrió en la I G. M. cuando más de medio millón de italianos cayeron por una política que sus sacerdotes saludaron con «estruendoso júbilo» (V. Vol. I), el clero italiano volvía a respaldar ahora la gran carnicería. Mientras el «Vicario de Cristo» por su parte, por consideración para con el mundo, hacía gala de una discreta contención, sacerdotes y obispos no velaban lo más mínimo su entusiasmo por el régimen con el que se mostraban plena y totalmente solidarios. «Párrocos, obispos, arzobispos e incluso cardenales calificaban de sumamente glorioso el hecho de luchar y morir por la Italia fascista y exhortaban a todos los ciudadanos a secundar al régimen. Los obispos, y en primerísima línea el cardenal de Milán, acudían a los cuarteles buscando a los soldados a punto de ser llevados al frente y bendecían ametralladoras, aviones de caza y submarinos. El cardenal les entregaba medallas bendecidas y estampas de santos en las que podían verse a las legiones fascistas conducidas en victoriosa por los arcángeles. En otras podía contemplarse al arcángel Gabriel matando dragones, pretendiendo simbolizar así al poder fascista y a sus enemigos».

Todo ello sucedía aunque, escribía el cardenal de la curia Tisserant el 11 de junio de 1939 al cardenal-arzobispo de París, Suhard, los periódicos italianos «están repletos estos días de declaraciones de S. E. Mussolini, de este tenor: ¡somos prolíficos y queremos tierra! Y eso quiere decir, tierra sin habitantes. Alemania e Italia se cuidarán por lo tanto de la aniquilación de los habitantes de los territorios ocupados tal como lo han hecho en Polonia… Nuestros superiores no quieren entender la verdadera naturaleza del conflicto e insisten tercamente en imaginarse que ésta es una guerra como las anteriores. Ahora bien, la ideología fascista y hitleriana han transformado la conciencia de los jóvenes y los menores de 35 años están dispuestos a toda clase de fechorías con tal de llegar a los objetivos que sus caudillos les han marcado. Desde principios de diciembre vengo rogando insistentemente al Santo Padre para que promulgue una encíclica acerca del deber que cada cual tiene de obedecer a su propia conciencia… Me temo que la historia se verá obligada a hacer a la Santa Sede el reproche de haber seguido la política que le resultaba más cómoda y poco más».

¡Y tanto! Una política desvergonzadamente acomodaticia, gélidamente calculadora. Pero quien pacta con criminales y les presta su apoyo es él mismo un criminal. La curia estaba fascinada por el éxito del fascismo, por los triunfos obtenidos en la política interior de Italia y Alemania, por la campaña depredadora en Abisinia, por la guerra civil española, por la incesante serie de victorias alemanas. ¿Cómo ponerse entonces del lado de los vencidos?

El 27 de mayo, Von Bergen informó al Ministerio de A. A. E. E. de Berlín de forma «estrictamente confidencial» que «en la Secretaría de Estado se expresa hoy la opinión de que lo mejor sería que Francia concluyese una paz por separado dejando a Inglaterra la responsabilidad de continuar o no la lucha en solitario». El 29 de mayo, Bergen telegrafió a la Wilhelmstrasse: «Según mis informaciones, estrictamente confidenciales, en la Secretaria de Estado del papa se opina que a Bélgica le hubiera ido bien el capitular y que Francia debería hacer lo mismo». El ocho de junio ese mismo embajador reiteraba: «En el Vaticano se sigue sosteniendo el parecer de que Francia debería seguir el mismo ejemplo de Bélgica»[10].

El nuncio papal en Berlín, Orsenigo, expresó el 10 de julio de 1940 ante el director de la sección política del Ministerio de AA. EE., Woermann —unas horas antes de la entrada en guerra de Italia— «su cordialísima satisfacción por las victorias alemanas. Parecía en verdad anhelar la entrada en guerra de Italia y decía jocosamente que esperaba que los alemanes entrasen en París por Versalles». Y tras el sojuzgamiento, chocantemente rápido, de Francia el nuncio trasmitió el 11 de julio a la Wilhelmstrasse sus entusiastas felicitaciones unidas a la esperanza de que «nos libremos de los Churchill, los Duff Cooper, los Edén etc.».

El Papa no obstante dio instrucciones al episcopado alemán para que celebrara misas de acción de gracias por el «Führer» y los obispos alemanes ensalzaron delirantemente a la Wehrmacht por una victoria «que no halla su igual en la historia» y una vez más ordenaron una semana con repique de campanas a la hora del mediodía e izado de banderas diez días seguidos. La cancillería arzobispal de Breslau conjuró a los católicos para que «evitasen cuidadosamente todo cuanto redundase en detrimento de la situación de guerra en que se hallaba Alemania o de la valiente y alegre confianza de los soldados y del pueblo o cuanto pudiera interpretarse en ese sentido». En lugar de ello recomendaba muchas fuentes de fuerza sobrenatural. Y desde luego no fue un caso único. De otras diócesis, probablemente de todas, emanaron directrices semejantes. El arzobispo Grober seguía confiando, pese a ciertos desaguisados anticristianos, en aquellos que «con la ayuda de Dios conducen a Alemania a su grandeza triunfal». Y la carta pastoral de Kall de Emiand, junio de 1941, era tan entusiasta que hasta cosechó el aplauso del jefe e la policía, Heydrich.

La «Gaceta eclesiástica católica para la zona norte del Münster» escribió, con la aprobación del «León de Münster» el obispo Conde de Galen, el 9 de marzo de 1941: «Los plutócratas ingleses no piensan en el divino redentor, Jesucristo, cuando hablan del cristianismo, sino en sus sacos de café y en las plantaciones de algodón del imperio británico. Ése es su cristianismo y no la doctrina del Salvador: ¡amarás al prójimo como a ti mismo! Son ellos, los ingleses, quienes nos han declarado la guerra aunque nosotros no queríamos nada de ellos. Y después de eso, nuestro Führer les ha ofrecido la paz, incluso por dos veces, pero ellos la han rechazado desdeñosamente. ¡Otra muestra de su cristianismo! ¡Quien desencadena la lucha está siempre en situación de injusticia y es un mal cristiano! Rechacemos con toda energía la afirmación de Inglaterra de estar luchando por el cristianismo. ¡Protestamos contra ello en nombre del cristianismo!… Pues cuando uno defiende a su patria atacada lo hace siempre en el nombre de la justicia. Ello constituye un deber cristiano, pues el Salvador ha dicho: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Obraríamos, pues, contra el precepto del Salvador si en un trance así dejáramos a nuestra patria en la estacada. ¡No me habléis, pues, del cristianismo inglés. No tiene nada que ver con el Salvador! Por eso es justo que le suceda lo que le sucede».

Así se expresa la misma gaceta del obispo de Münster, del «gran luchador de la resistencia» católico, a quien el papa Pío XII celebró en Roma, el 20 de febrero de 1946 como «defensor de la fe, custodio de la justicia y protector de la moral católica». Y es que nunca insistiremos bastante trayendo a la memoria el hecho de que también Galen, como todos sus colegas episcopales, apoyó una y otra vez las guerras altamente criminales de Hitler y consecuentemente también el asesinato de millones de inocentes; que una y otra vez, junto a todo el episcopado alemán, declaró «justas» esas masacres de las que se iba enterando «con satisfacción».

¿Y qué significa frente a ello la denuncia de asesinato que Galen puso en el verano de 1938 porque, según pudo saber, «gran número de pacientes del sanatorio provincial de Marienthal, junto a Münster, fueron trasladados al sanatorio de Eichberg e inmolados premeditadamente de ahí a poco como “miembros improductivos del pueblo”»? A raíz de la fundación en 1976 del círculo de iniciativa ciudadana «Homenaje al cardenal Von Galen» con el propósito de erigirle un «digno monumento», auspiciado por el cabildo catedralicio y el ayuntamiento, en la plaza de la catedral el católico J. Fleischer subrayó certeramente: «Que quede bien claro: colar mosquitos y tragar camellos. Ésa fue la “moral” del obispo Galen por lo que respecta especialmente a la muerte de personas inocentes».

Y es que el mismo Galen, en el segundo de los tres sermones de Münster que le granjearon notoriedad mundial (el 13 y el 20 de julio de 1941, y el 3 de agosto de ese mismo año) previno a todos contra cualquier iniciativa irresponsable y clamó así: «¡De cierto que nosotros los cristianos no haremos ninguna revolución! Seguiremos cumpliendo con nuestro deber… Para ello sólo nos queda un medio de lucha: una resistencia fuerte, tenaz y dura». Y el león de Münster, el ídolo católico de la época nazi, quería prevenir explícitamente en aquellas alocuciones a la Alemania hitleriana no fuese «que a pesar del heroísmo de nuestros soldados y de sus gloriosas victorias se hundiese en la ruina por la podredumbre y la depravación internas».

Galen abogaba así ciertamente por los derechos de unos cuantos millares de enfermos mentales y simultáneamente, y bajo cualquier circunstancia, por el deber de muchos cientos de miles de soldados de diñarla por el bien de Hitler. Eso es lo único que aquí nos interesa. ¡Pues no es posible sentir respeto por una persona que quiera salvar un puñado de vidas humanas y no esté contra hecatombes de otras vidas! Una persona que quisiera preservar aquel puñado de vidas y la «seguridad jurídica» (y con toda evidencia, y no en último término, las prerrogativas de su propia organización) también, precisamente, para que perduren «la confianza en la acción del estado» y las «gloriosas victorias» de un régimen gangsteril. Quien sienta respeto y no desprecio hacia él pertenece a aquellos a quienes, junto a otros, tendríamos que agradecer que pronto fuesen no cincuenta sino quinientos o más los millones de víctimas que morirían de forma tan carente de sentido como en la I o la II G. M. «¡Todo esto —hallaba Pacelli— tiene que tener algún sentido!». ¿Por qué? El «sentido» se lo da la religión, y aunque ello sea en verdad innecesario para convertir a ésta en un absurdo, es ya suficiente para convertirla en criminal.

Por lo demás, la totalidad del episcopado alemán se comportó en lo esencial como Galen. En la carta pastoral colectiva del 26 de junio de 1941 resonaban, sí, tímidamente algunos tonos relativos a los «sagrados deberes de la conciencia… de los que nadie puede eximirnos y que hemos de cumplir aunque nos cueste hasta la vida misma: nunca, bajo ninguna circunstancia, puede el hombre blasfemar contra Dios» —eso es siempre lo primero y más importante, pues «Dios» lo son ellos mismos—, «pues fuera de la guerra y de los casos de legítima defensa no es permisible matar a un inocente». Eso sí, en la guerra, he ahí su moral, ello es ilimitadamente permisible. De ahí que los obispos exhortasen en la ya mencionada carta pastoral a hacer «esfuerzos y sacrificios… en una guerra de dimensiones que no hallan su igual en el pasado… a cumplir fielmente con su deber, a resistir denodadamente, a trabajar y luchar abnegadamente». Y es que ellos representan la religión del sacrificio: de las ovejas en favor del pastor. Y, por supuesto, también engatusaban a las suyas con el cuento de que «con ello obedecéis a la santa voluntad de Dios…». Pues, ya lo dijimos más arriba, «Dios» son siempre ellos mismos.

¿Cómo se comportó Hitler después de que le fuesen recordados «los sagrados deberes de la conciencia»? ¿O después de las famosas protestas de Galen? Después, o más exactamente entre la segunda y la última alocución de éste, a saber el 30 de julio de 1941, Hitler ordenó «abstenerse de cualquier otra confiscación de bienes eclesiásticos o conventuales». Es más, pocos días después emitió, parece, su orden de «detener provisionalmente la supresión física de enfermos mentales». Hitler no reaccionó, pues, dando rienda suelta a su furia sino que se mostró más bien condescendiente, aunque fuese tan solo por la situación de guerra. El papa y la curia afirmaban permanentemente por supuesto que toda protesta sólo servía para empeorar las reacciones de aquél, para exponerse a persecuciones tanto más feroces: argumento estándar para blanquear su conciencia.

También en el occidente ocupado halló Hitler, al menos mientras aparecía como vencedor, el apoyo del alto clero.

¿Sin la aprobación del papa? ¿Acaso, incluso, contra su voluntad? ¿O no sería él mismo quien, en el más puro estilo curial, alentaba secretamente ese apoyo? El 29 de octubre, cuando menos, señaló al episcopado francés cuáles eran «los recursos espirituales» de Francia, «tan ricos y vigorosos, que vosotros no esperaréis la conclusión de una paz —de eso estamos seguros— para poner manos a la obra y dar a la faz del mundo el espectáculo de un gran pueblo… que sabe hallar la fuerza de plantar cara a la adversidad y marchar nuevamente por el camino del honor (!) y de la justicia cristianas». ¿Marchar nuevamente, pues, y de inmediato, antes de la conclusión de la paz, acompañados ahora por los nazis, «por el camino del honor»? ¿O acaso estamos extremando la interpretación dándole un sesgo pérfido? Sin embargo, también el conspicuo periódico católico La Croix lo entendió así el 6 de agosto de 1940: «Uno podría, tal vez pensar que en el momento actual tales palabras de aliento están fuera de lugar; que Francia no tiene otro deber que ocuparse de sí misma e intentar restablecer sus fuerzas a desviarse del camino hacia el que aquellas formas de gobierno triunfantes empujan imperiosamente a Europa y al mundo, forzando una nueva era de concepciones jurídicas y sociales como base de la acción económica y política. Pío XII, en cambio, nos invita a alzarnos nuevamente desde nuestra desdicha, a arrimar el hombro para una nueva elevación espiritual en favor de nuestra patria, sin que tengamos que esperar a la conclusión de una paz antes de reemprender nuestra marcha por el camino del honor y de la justicia cristianas…».

No ha lugar a dudas. Todo el occidente conquistado por Hitler había de servir, según los hombres que marcaban la pauta en el Vaticano, para apoyar y fortalecer la gran potencia de Alemania.

De ahí que una carta colectiva del episcopado belga, del 7 de octubre de 1940, exigiese el reconocimiento y obediencia a la autoridad de la potencia ocupadora, Alemania. Y no es casual que fuese en la católica Bélgica, donde llevaba ya muchos años de existencia el movimiento político subversivo Christus Rex, de tonalidad intensamente fascista y fundado por la Acción Católica. Significativo es asimismo que el nuncio del papa Micara fuera uno de los pocos diplomáticos que no huyese de los alemanes, mientras sí lo hacían dos millones y medio de ciudadanos belgas. Y lo es también que Micara, apenas ocupado el país, gozara de plena libertad para moverse por él y que el comandante en jefe de las tropas alemanas, el general A. von Falkenhausen le presentase «su respetuosa atención».

El cardenal francés Baudrillart, germanófobo furibundo durante la I G. M., celebraba ahora el «Tercer Reich» hitleriano como exponente de la civilización cristiana. El arzobispo de París, cardenal Suhard, deseaba todavía en 1943, según nos informa el legado Von Krug basándose en una «fuente fidedigna», «visitar al papa para exponerle que el ejército y la iglesia alemanas eran los únicos pilares que podían proteger a Europa del comunismo. Había que hacer por ello cuanto fuera posible para ayudar al ejército alemán a vencer en el Este».

El mariscal Pétain, tan conchabado con Hitler que mantenía ya desde antiguo buenos contactos con Göring y con la España de Franco, gozaba de la simpatía de todo el episcopado, obtuvo las bendiciones del propio Pío XII, quien aseguró al nuevo embajador francés en el Vaticano que la Iglesia apoyaría calurosamente «la obra de regeneración moral» en Francia. L’Osservatore Romano, que ensalzó a lo largo de varios artículos los méritos del gobierno Pétain tan adicto al clero como hostil a los comunistas, encomiaba el 9 de julio de 1940 al «buen mariscal que encarna como ningún otro las mejores tradiciones de su nación», elogiaba su papel de salvador de Francia y concluía profetizando «un nuevo y radiante día, no sólo para Francia, sino para Europa y el mundo». El gran periódico católico de Francia, La Croix, que después de la liberación hubo de responder ante los tribunales por su política colaboracionista, fomentaba diariamente la cooperaron entre Pétain y Hitler, exigía la eliminación implacable del movimiento de resistencia y escribía que el rumbo marcado por Pétain «coincidía admirablemente con las directrices de la Santa Sede».

El cardenal Gerlier, a quien el Vaticano incluía en el «ala moderada» del alto clero francés, decía exultante, y eso ya en 1943, «que en una de las horas más trágicas de nuestra historia la providencia nos concedió un caudillo en torno al cual podemos congregarnos felices y orgullosos. Rogamos a Dios que bendiga a nuestro mariscal y que nos reconozca como conmilitones suyos, especialmente a quienes de nosotros tengan una misión especialmente difícil. La Iglesia sigue depositando su confianza en el mariscal y le testimonia su afectuosa veneración».

Aunque fuesen precisamente los católicos quienes echaban sobre la escuela laica la responsabilidad del fiasco; aunque fuesen precisamente los predicadores católicos quienes, siguiendo la inveterada costumbre explicaban la derrota francesa como castigo divino por el ateísmo oficial, con todo veían la misericordia de la providencia en el hecho de que ésta había deparado ahora a Francia un anciano octogenario, Pétain, como le deparó en otro tiempo a Jeanne d’Arc, la doncella de dieciocho años.

Pétain, defensor de Verdún en la I G. M., y más tarde embajador en la España de Franco había adoptado el 11 de julio de 1940 el título de «Chef de l’Etat Français». Quienes sufrieron mengua en la Tercera República intentaban ahora resarcirse ventajosamente. Los militares de alta graduación se convirtieron en ministros, en embajadores, en jefes de la policía. Comunistas, socialistas y todos los círculos opositores fueron puestos fuera de juego. La Iglesia Romana recuperó su influencia.

En el nuevo gobierno encarnizadamente antisocialista y colaborador de los nazis los católicos ocupaban muchos ministerios. Es comprensible por ello que por una parte eliminase la francmasonería y por otra también muchas leyes de la Tercera República restrictivas para el poder clerical. También lo es que se suspendiera la prohibición de las órdenes católicas y se volviera a incluir la enseñanza religiosa en los liceos e institutos estatales; que se ordenase la redacción de nuevos textos escolares y se suprimiesen los libros de historia de autores judíos; que se asignasen recursos financieros extraordinarios y que se mantuviese el sistema de enseñanza centralizado pero bajo la inmediata dirección de los jesuitas.

Puesto que Pétain aspiraba a instaurar un estado corporativo según las directrices de la Quadragesimo Anno, intentaba regular todas las cuestiones sociales en consonancia con ello, adaptando la legislación social a los sistemas autoritarios de Portugal, España e Italia. El divorcio fue hecho mucho más difícil cuando no imposibilitado. El aborto fue castigado con la pena de muerte. Se inició la devolución de bienes e inmuebles eclesiásticos no enajenados aún y mientras los impuestos del conjunto de la población aumentaban, los de la Iglesia fueron considerablemente reducidos.

El régimen de Vichy, con su culto al caudillo y estricta censura de prensa, se fue asimilando más y más al nazi. La juventud francesa fue organizada en formaciones semimilitares siguiendo el ejemplo de las juventudes hitlerianas, pero con fuerte acentuación de la ideología católica. La organización juvenil «Les jeunes du Maréchal» fue creada a imitación de las SS y de las guardias personales de Hitler y de Mussolini. Sin que se le hubiese requerido en ese sentido, el gobierno decretó el 22 de julio de 1941 la «arización» de todas las empresas judías y simultáneamente el control sobre todos los bienes raíces en manos de judíos. Cuando algunos prelados elevaron contra ello su protesta, informó el embajador en París, Abetz, el presidente del gobierno, P. Laval, comentó sarcástico que después de todo «las medidas antisemitas no constituían nada nuevo para la Iglesia… pues habían sido los papas los primeros en exigir a los judíos que llevasen un gorro amarillo como distintivo». Con todo, fueron también varios los obispos y abades que corroboraron telegráficamente su fidelidad a Pétain encareciendo que no se solidarizaban con los cristianos patriotas, cuya aparente preocupación por los judíos ocultaba su escasa fidelidad al régimen.

La propia Roma no tenía nada que objetar contra la virulenta legislación antisemita de Pétain. Cuando el embajador francés en Roma, L. Bérard, consultó a los monseñores, no observó en éstos «la menor intención de pedirnos explicaciones por nuestras leyes relativas a los judíos». No más tarde de enero del 43, ese estado participaba también activamente en las represalias de la gestapo y de las SS contra la población así como en la caza de combatientes de la resistencia entre los que figuraban, ciertamente, miembros de todas las formaciones políticas pero con predominio de los intelectuales y de la izquierda. Fueron incontables los encarcelados y torturados por los esbirros de Hitler y la milicia francesa. Unos 20.000 fueron fusilados. De los 60.000 deportados sólo retornó la mitad. Ahora bien, como el mariscal devolvió al clero tantos privilegios perdidos bajo la república la Iglesia ensalzó a Pétain a costa de la resistencia; incluso en las islas francesas del Caribe.

¿Consistía en ello el cumplimiento de la profecía de L’Osservatore Romano, la irrupción de «un nuevo y radiante día, no sólo para Francia, sino también para Europa y el mundo»? Cuando en 1944 el gobierno provisional del general de Gaulle relevó al del mariscal, urgió medidas de depuración del episcopado por su complacencia para con el régimen de Vichy y quería la dimisión de 30 obispos pro Pétain. Sólo consiguió la de tres y la revocación del nuncio Valerio Valeri, quien fue sustituido por Angelo Roncalli el futuro papa Juan XXIII. A Valeri lo elevó, desde luego, Pío XII al grado de cardenal. A Pétain, cuya «obra de regeneración moral» tan calurosamente alentó bajo el poder de Hitler, lo dejó caer con total frialdad.

El abogado de Pétain, J. Isorni, intentó esforzadamente conseguir una audiencia durante diez días. «Implorante y arrodillado a los pies de Su Santidad» la solicitó finalmente por escrito del mismo Pío XII «pues pese a todas mis gestiones me ha resultado imposible comparecer ante Su Santidad». ¿Qué quería el abogado del «famoso anciano» que padecía ahora «rigurosa prisión»? «A la edad de 93 años, en el umbral de la muerte —escribía Isorni al papa— el mariscal Pétain, un prisionero, desea únicamente que le traiga desde Roma la bendición o al menos unas palabras de simpatía de Su Santidad. Su prueba, me dijo, sería así más fácil de soportar, pues el vencedor de Verdún sufre desesperadamente». Pero este papa soportaba dolores muy distintos a los de este político desarbolado. ¿Una palabra de simpatía para con el preso colaborador de los nazis y pérdida consiguiente de simpatía para él por parte de toda la nación francesa? Ni pensarlo. «No tuve ni el honor de una respuesta», se queja Isorni. «De todos los franceses que solicitaron una entrevista fui el único que no fue recibido. Ello me sorprendió tristemente. El portón de bronce que se había abierto de par en par a los embajadores del jefe de estado francés, permaneció cerrado ante el enviado del prisionero…».

Después de seis años de prisión en una fortaleza, Pétain quedó libre, aunque confinado en su villa particular de la isla de Yeu y los sectores católicos comenzaron de inmediato a ensalzar nuevamente al «León de Verdún» y mucho más aún en su calidad de salvador de Francia en 1940, Pues: «El mariscal Pétain salvó a Francia… Gracias a su valerosa actitud, Pétain salvó al pueblo francés del destino sufrido por los polacos… Pétain no tiene la culpa de que Francia fuese vencida, El “Frente Popular” había socavado material y moralmente la fuerza de resistencia de Francia… Y sólo un hombre saltó a la brecha: “Pétain”».

Mientras la guerra devastaba el occidente la situación de la Iglesia empeoraba en el oriente. Todavía el 18 de octubre de 1939, el papa calificaba a Lituania de «avanzada septentrional del catolicismo» contra el Kremlin. Ya al verano siguiente, sin embargo, cuando Hitler penetraba en Francia, el gobierno ruso presentó a los gobiernos bálticos un ultimátum y las anexionó a su imperio el 15 de junio de 1940 convirtiéndolas en repúblicas soviéticas autónomas. Ya el 25 de junio se impuso en ellas la separación de Iglesia y Estado y tres días después Iglesia y escuela. De ahí a poco, los rusos se apoderaban con parecida rapacidad de la Besaría rumana y de la Bucovina septentrional.

Temiendo que la URSS aprovechase la guerra para expandirse aún más en Europa, el Vaticano mostró de nuevo gran celo en el fomento de la paz. El pacto cuatripartito, la cruzada común del occidente contra la URSS atea estaba aún vivo. Ahora bien, el 28 de junio y por encargo del papa el secretario de estado Maglione entregó a los embajadores italiano y alemán en el Vaticano así como al delegado apostólico de Gran Bretaña una nota confidencial, una especie de sondeo previo. Pío XII, decía la nota, pensaba «dirigirse a los gobiernos de Alemania, Inglaterra e Italia invitándoles a que hicieran un intento para poner fin al conflicto. Con todo, antes que el Santo Padre emprendiera ese paso desearía que S. E. consultase confidencialmente a su gobierno sobre cómo sería la acogida de tal invitación».

La iniciativa papal, que habría asegurado a Alemania la hegemonía sobre todo el continente, fracasó en cualquier caso. El mismo Hitler hizo a Gran Bretaña una oferta de paz oficial en un largo discurso pronunciado el 19 de julio ante el Reichstag, pero Churchill, apenas tomar posesión como Primer Ministro, no podía ofrecer al pueblo inglés otra cosa que sangre, penalidades, sudor y lágrimas. Su política era la guerra en todas sus formas, su meta la victoria sin reparar en costos, duración y dureza de la guerra, pues «sin victoria no habrá supervivencia». Tan sólo dos días después de la oferta de paz hitleriana el secretario del Foreing Office, Lord Halifax, proclamaba en una alocución radiada: «Seguiremos luchando hasta que la libertad esté a salvo». El nuncio papal en Berlín hallaba «inexplicable esta terquedad británica», según nos informa el barón Weizsácker, secretario de estado del ministerio de AA. EE. «En contraste con ello mostró su pleno reconocimiento para con las inequívocas manifestaciones del Führer en el sentido de que ahora ya no había nada que intentar. Un matrimonio requiere la voluntad de dos».

Toda vez que Polonia había sido arrollada en diecinueve días, Dinamarca y Noruega ocupadas en dos meses y Holanda, Bélgica y Francia batidas en seis semanas, había por todo el mundo muchos círculos, y no eran los últimos los clericales, que daban por segura la victoria de la Alemania hitleriana. Secundando al presidente de la conferencia episcopal de Fulda, toda una serie de obispos alemanes redobló su compromiso en favor de un «desenlace victorioso de la actual conflagración», compromiso surgido en buena medida de las múltiples negociaciones de obispo Wienkens, que representaba al episcopado ante el régimen nazi, con el ministerio de Propaganda. Durante la transición del año 40 al 41, el obispo Berning exigió a los católicos que rezaran por el triunfo alemán, el arzobispo Grober abogaba por el necesario «espacio vital» y, como ya dijimos más arriba la carta pastoral del obispo Kaller mereció el aplauso de un acérrimo anticlerical como era el jefe de la policía Heydrich.

Y con todo era este el momento en que la Gestapo había desencadenado un «expolio de gran estilo» como dice hoy quejoso el jesuita Volk, «confiscando mediante acciones arbitrarias toda una serie de abadías, casas centrales de las órdenes y seminarios… dejando en la calle a sus moradores. Es más, había centenares de clérigos católicos vegetando en los campos de concentración donde muchos fenecieron». El nuncio Orsenigo intervino ciertamente en el verano y el otoño de 1940, pero advirtió desde luego «con satisfacción» que «en Dachau se está instalando para estos sacerdotes una habitación bastante grande a manera de capilla». Y el propio «Santo Padre» mostraba su plena complacencia con los nazis, pues en la audiencia de Año Nuevo rogó al embajador Von Bergen que trasmitiera a Hitler sus «sincero agradecimiento» por la felicitación de Hitler. Él respondía a la misma «con la suya cordialísima, para el Führer, su gobierno y todo el pueblo alemán. Mencionaba especialmente al ministro de AA. EE. del Reich, de cuya visita el año anterior guardaba un grato recuerdo». También a los miembros de la embajada les enviaba su saludo «más afectuoso» y después se dirigió a ellos «mediante una breve alocución en alemán, con calurosas palabras de felicitación y rememoró con alegría su larga estancia en Alemania a la que se sentía unido por los más bellos recuerdos».

Y eso no es todo. Cuando el Vaticano ya tenía constancia de la ejecución de setecientos sacerdotes católicos en Oranienburg, Dachau, Buchenwald y Auswitz, así como de la permanencia de otros tres mil religiosos católicos en los campos de concentración, por no hablar también del asesinato de los enfermos mentales, justo en ese momento sintió el «Santo Padre» la querencia (su música preferida: Beethoven y Verdi), de escuchar la música preferida de Hitler, la de Wagner, ejecutada naturalmente por una orquesta alemana. En efecto, ese mismo mes un comisionado de Pío XII comunicó, por «encargo directo suyo», al intendente Tietjen «que el papa se alegraría extraordinariamente» si existiera la posibilidad de organizar un concierto en la capilla estatal del Vaticano en el que la ópera de Berlín, una vez hubiera concluido su tournée en Roma, ejecutase la última escena del drama musical Parsifal. La posibilidad existía. Ribbentrop accedió y el concierto tuvo lugar.

Ello no impidió que el 2 de junio de 1945 Pío XII ensalzase «la dolorosa pasión de la Iglesia bajo el régimen nacionalsocialista… la firmeza, muchas veces inquebrantable hasta la muerte, de incontables católicos y el glorioso papel desempeñado por el clero en este noble sacrificio… Las heroicas víctimas elevan sus manos a Dios en sus preces expiatorias». Cuatro años antes también el papa elevaba sus nobles manos: ¡para aplaudir a la orquesta de la ópera de Berlín!

Y diez años después, en 1955, para aplaudir a una orquesta de carácter muy diferente. Pues a manera de resarcimiento —aunque Roma no es propensa a pagar reparaciones— Pío XII permitió a la orquesta nacional sinfónica de Tel Aviv dar un concierto en la capilla sixtina. Otorgó esta gracia a Israel, país que trataba de múltiples maneras de ganarse su favor, ¡el favor de semejante persona! Digamos que la concesión representaba un progreso si bien éste quedó reducido a sus justas dimensiones en la medida en que el diario oficial del Vaticano, fundado por el abuelo de Pacelli, no habló de una orquesta israelita sino judía[11].

La invasión de Rusia y las expectativas de la misión vaticana

«¡En la primavera de 1940 estaremos en Rusia!»

(W. J. Ciszek, S. J.)

«La guerra de Alemania es una guerra por la cristiandad».

(El sacerdote americano,

predicador por radio, Ch. E. Coughlin)

«… que la guerra de Rusia es una cruzada europea… esta fuerte y vinculante experiencia de vuestro compromiso en el oriente os hará conscientes de cuan indeciblemente grande es la felicidad de poder ser alemanes».

(El obispo castrense alemán, Rarkowski)

«Ya hemos vivido una época parecida durante la I G. M. y a partir de esa experiencia, dura y amarga, sabemos cuan necesario e importante es, en tales trances, que todos y cada uno cumplan gustosa y fielmente con su deber»

(Los obispos de Baviera en 1941)

«Reiteradamente y también mediante nuestra carta pastoral de este verano exhortamos con la máxima insistencia a nuestros fieles a cumplir fielmente con su deber, a resistir con denuedo, a trabajar y a luchar abnegadamente como servicio a nuestro pueblo en estos momentos de durísima guerra. Contemplamos con satisfacción esta lucha contra el poder del bolchevismo…».

(Todos los obispos alemanes

el 10 de diciembre de 1941)

A las dos de la madrugada del 22 de junio, el ministro de AA. EE. de Hitler citó al embajador ruso Dekanosow para dos horas más tarde y cuando éste, totalmente ignorante de cuanto pasaba le estrechó la mano, Ribbentrop le espetó a bocajarro que debido a la amenaza soviética, «se habían adoptado en el plano militar las contramedidas adecuadas». A esa misma hora, sin que hubiese mediado ninguna declaración de guerra y vulnerando los tratados, tropas alemanas, finesas, eslovacas, húngaras y rumanas, a las que pronto se unirían, primero un cuerpo de ejército italiano y después la «división azul española» invadieron la URSS por distintos frentes que iban desde Finlandia al Mar Negro.

Así dio comienzo la «Empresa Barbarossa», concebida como guerra relámpago desde el verano de 1940 y preparada militar y diplomáticamente desde el otoño. Penetraron en Rusia 153 divisiones, el 75 por ciento del ejército, con más de 3 millones de soldados y 3.580 carros de combate apoyados por 2.740 aviones, el 61 por ciento de los efectivos de la aviación. «En principio yo no he puesto en pie la Wehrmacht para que no ataque», se había jactado Hitler en una alocución secreta ante los comandantes en jefe el 23 de noviembre de 1939. «La decisión de atacar estuvo siempre en mi ánimo. Más tarde o más temprano quería resolver el problema. Los hechos forzaban la decisión de convertir primeramente el Este en zona de asalto».

La guerra contra Polonia suscitó en la Catholica sentimientos encontrados. La irrupción en Rusia sin embargo colmaba el mayor de los anhelos de su jerarquía, que llevaba ya dos décadas hablando y escribiendo incansablemente contra el comunismo. Antes que nada, sus esperanzas se centraban ahora en el «retorno a casa» de la Iglesia Ortodoxa Rusa, su subordinación a la soberanía del papa, meta ardientemente perseguida desde hacía siglos.

El punto focal de este afán espiritual era el Collegium Russicum de Roma. Fundado por Pío XI con la intención de responsabilizarse de la misión católica en los territorios soviéticos y de preparar espiritualmente «la unión eclesiástica» en él se analizaba la situación religiosa en la URSS y se centralizaba la lucha contra ésta y el comunismo. Es más, el colegio —cada vez más un punto de convergencia ideológico del exilio ruso, aunque los exiliados eran predominantemente ortodoxos y a menudo antirromanos— se convirtió en el principal instrumento de lucha anticomunista y antisoviética de la curia.

En el Collegium Russicum se formaban clérigos de distintas naciones, pero sobre todo desde el comienzo de la guerra, rusos y eslovacos. Los estudiantes recibían clases de ruso, ucraniano y de otras lenguas eslavas. Allí debían convertirse en rusos, pensar como rusos y vivir como en Rusia. En su biblioteca, repleta de libros y revistas escritas en cirílico hallaban también periódicos soviéticos que más de una vez atacaban acremente esta «escuela de la doblez típicamente romana».

Un atentado con bomba contra el Russicum apuntaba ante todo hacia el jesuita Ledit, editor de la gacetilla anticomunista Lettres de Rome. Era especialmente virulenta contra la política de la URSS; denominaba al comunismo «desvarío del espíritu humano» y tenía por divisa la de «la cruzada permanente». Ledit, quien en 1926 estaba destinado a convertirse en profesor de la Academia Católica para Sacerdotes de Leningrado, fue expulsado de la Unión Soviética en 1927 y libraba una prolongada lucha contra ella, lucha alabada expresamente en un texto manuscrito de Pacelli del 19 de julio de 1938. El futuro papa ensalzaba en él a Ledit como un «extraordinario combatiente» y el ministerio de AA. EE. en Berlín recomendaba en «interés de Alemania… integrar al padre jesuita Ledit en las misiones de información acerca del bolchevismo efectuadas en el extranjero» para las que era, por cierto, competente el ministerio de propaganda de Goebbels. Aquella bomba destinada a Ledit mostraba por lo demás al general de los jesuitas y a su orden que iban por el buen camino.

Que Pacelli participaba también de la debilidad de su antecesor por el Russicum es algo obvio dada su trayectoria antisoviética tanto más acusada cuanto que estamos en el año en que dio comienzo la II G. M. En carta dirigida el 12 de mayo de ese año al cardenal Tisserant, protector del Instituto Pontificio para el Oriente y del Russicum, Pío XII ponía de relieve la grandeza de sus tareas y exigía enérgicamente que Rusia volviera al redil pontificio. A ese respecto veía desde luego que de momento el «buen pueblo ruso», el «pueblo ruso libre» únicamente se veía impedido en su retorno por los «actuales amos» de Rusia, que «tenían la osadía de declararse ateos», por «ese gobierno malignamente corrompido». El 21 de mayo. Pío hizo del «apostolado en Rusia» el tema central de su alocución en la basílica de San Pedro. Y el 6 de junio reconocía a raíz de una recepción en favor de conspicuos clérigos rusos y ucranianos cuan hondamente le preocupaba la misión en Rusia.

En el Russicum, regentado por jesuitas, circulaban historias de todo tipo. Se hablaba de aventuras protagonizadas por hermanos de la orden que habían saltado sobre la estepa rusa en paracaídas desde un avión pilotado por un prelado deportista. Es un hecho que elementos de contacto y adeptos del Russicum, entre ellos los jesuitas Kipp, Bourgeois y Ciszek agitaban directamente el frente vaticano del Este, en Kaunas, Estonia, en los Cárpatos de Ucrania y en el mismo Ural. Actividad «misionera» que la Alemania hitleriana no fomentó en verdad oficialmente y sí toleró sin más: El principal interés de esta última radicaba en la actividad antisoviética del clero ortodoxo tal y como confirman, entre otros documentos, un informe de E. Gerstenmeier del año 1941. El jesuita W. J. Ciszek, un americano de ascendencia polaca, proclamaba continuamente ante sus amigos: «En la primavera de 1940 estaremos en Rusia», y el general de la orden, conde Ledochwoski, educado como paje en la corte vienesa de Francisco José, esperaba que «llegará el día en que Dios colme quizá nuestros deseos».

Y realmente el pater Ziszek —desde luego provisto de documentación falsa que lo acreditaba como un viudo cuya mujer e hijos habían perecido en el curso de un ataque aéreo alemán—, llegó a los Urales juntamente con el jesuita Nestrov, ambos en calidad de obreros forestales. El arzobispo Septyckyj los envió allí en «misión exploratoria» y sólo por un año. Ahora bien, ambos jesuitas, controlados desde un principio por el servicio secreto soviético, fueron detenidos el mismo día en que los alemanes atacaban a la URSS. De Nestrov nunca se supo nada más y Ciszek no pudo acabar su «misión exploratoria» hasta el año 1963. En 1965 aparecieron sus memorias con el título de El espía del Vaticano 1939-1963.

Otros alumnos del Russicum fueron liquidados por los soviéticos. El pater Von Bialytok fue quemado, el pater Chomyn, ahorcado. El pater Kellner fue fusilado en Galitzia. Otros graduados del Russicum fueron víctimas de los nazis: uno murió en Buchenwald; otro fue estrangulado en Matthausen. Ya lo decía en octubre de 1938 el Zametki, órgano doméstico del Russicum «Pronto estaremos en Rusia…».

No es ocioso recordar que el voto de los jesuitas comienza con estas palabras: «Prometo a Dios todopoderoso, ante su madre virginal, ante todas las legiones celestiales y ante todas las almas allí presentes y a ti venerable Padre General de la Compañía de Jesús, que ocupas el lugar de Dios, y a tus sucesores, permanente pobreza, misericordia y obediencia». No es ocioso recordar que las tristemente famosas «Reglas para la obtención de una conciencia realmente conforme con la Iglesia» obligan a los jesuitas no sólo, como estipula ya la primera regla, a «renunciar a todo juicio propio» y a creer, como estipula la decimotercera, que «lo que tengo por blanco es negro si la Iglesia jerárquica así lo determina», sino también a alabar las «cruzadas», como ordena la regla sexta. Y es que, según aquellos estatutos, el jesuita «debe enaltecer las reliquias de los santos…, las peregrinaciones, las indulgencias, los años de jubileo, las cruzadas y los cirios encendidos en las iglesias». Esa retahíla de ingenuidad aparentemente irritante conjura todo cuanto de verdad cuenta en la cuestión: una mística románticamente hinchada (reliquias y cirios), el dinero (peregrinaciones, indulgencias, años de jubileo: esa orden, nominalmente mendicante, es sin más una de las más ricas) y, claro está, la guerra: ¡las cruzadas!

El general de los jesuitas, Ledochwoski —que a juicio del embajador polaco en el Vaticano, Skryzinski, era en 1936 uno de los tres hombres decisivos en Roma (junto a Pío XI y Pacelli)— se convirtió justamente en uno de los «más resueltos valedores del frente fascista cara al Este», pues intuía en ello posibilidades de una colaboración auténticamente transformadora del mundo y creía que en lo relativo «a la actitud definitiva del nacionalsocialismo cara a la Iglesia no se había dicho aún la última palabra». De ahí que recomendara al respecto, pese a su hostilidad antieclesiástica, mucha paciencia, tratándose del más enérgico de los adversarios del comunismo, el auténtico enemigo. Y es que hasta un cardenal de la curia nada germanófilo consideraba, en 1937, que la cada vez más «estrecha cooperación» germanoitaliana era algo «auténticamente venturoso» a la vista «del peligro mundial, agudizado paso a paso, que constituía el bolchevismo». Y el obispo Hudal, muy vinculado a los jesuitas, de sentimientos muy filonazis y condecorado con la insignia del partido en oro, —un hombre que tres años antes del comienzo de la II G. M. sustentaba la divisa de que «frente al bolchevismo y al comunismo sólo existe un remedio: la aniquilación»— dedicó en 1937 su libro Nacionalsocialismo e Iglesia Católica (aparecido con el nihil obstat de otro filonazi, el cardenal Innitzer) a A. Hitler, al «Sigfrido de la esperanza y la grandeza alemanas». Lo que unía a nazis y católicos, y especialmente a nazis y jesuitas, era su rabioso anticomunismo, la lucha interior y exterior, para decirlo en palabras de los obispos alemanes, contra «la chusma comunista», contra el «diabólico bolchevismo», «pues donde el bolchevismo se hace con el poder, iglesias y monasterios son arrasados a fuego, sacerdotes y monjes, asesinados. Obras culturales creadas por un talento artístico y una fe milenarias resultan destruidas. Horrores apocalípticos acompañan la terrible senda del bolchevismo…».

Pero más allá de la posesión de un enemigo común había, con todo, cierta afinidad interna no sólo entre catolicismo y nacionalsocialismo —algo sobre lo que insistieron conspicuos teólogos— sino también y muy especialmente entre los jesuitas y las SS. Ambas organizaciones aspiraban a un dominio total de la personalidad individual, incluida la conciencia. Ambas exigían una obediencia de cadáveres, expresión que figura ya en las «Constitutiones Societatis Jesu», pues su fundador, Ignacio de Loyola, prescribe a sus subordinados en la siniestra regla 36 dejarse llevar y conducir por sus superiores «perinde ac si cadaver essent, quod quoquoversus ferri et quacumque ratione tractari se sinit» («cual si fuesen un cadáver que se deja llevar no importa adonde y tratar no importa de qué modo»). La «Carta de San Ignacio sobre la virtud de la obediencia» exige «creer, como suele hacerse en la cuestiones de fe, que todo cuanto ordena el superior, es orden de Dios nuestro Señor y santa voluntad suya: y obedecerlo a ciegas, sin indagación alguna, con presteza y complacencia de la voluntad, siempre ansiosa de ejecutar cuanto se le mande». Como ejemplos acabados de esa virtud menciona Ignacio: regar durante todo un año un palo seco, si el superior así lo desea, o intentar empujar hacia adelante una piedra que ni siquiera muchos juntos podrían mover, o precipitarse en un lago profundo sin saber nadar, o capturar viva a una leona sin llevar armas.

El jefe supremo de las SS, H. Himmler (que según W. Schellenberg, jefe del Servicio Secreto Alemán, era propietario y afanoso usuario de la mayor biblioteca privada acerca de la orden de los jesuitas) intentaba dar a su organización la impronta correspondiente a los principios de la Compañía de Jesús. De ahí que convocase anualmente «capítulos de la orden» y organizase «ejercicios» en el castillo westfaliano de Weveisberg, transformado en «castillo de la orden». Que las SS operasen con una brutalidad primitiva, mientras que los jesuitas, en base a un adoctrinamiento ya secular, lo hiciesen de manera más sutil, es algo de importancia secundaria en el contexto que aquí nos ocupa.

Evidentemente fue el oportunismo el que llevó a los jesuitas alemanes a comprometerse de modo muy particular a partir de 1933 hasta el punto de que su revista Stimmen der Zeit llamaba a Hitler símbolo de fe del pueblo alemán y consideraba la cruz de Cristo complemento necesario de la cruz gamada, que «encuentra en aquella su cumplimiento y perfección». Pero también el anticomunismo de Hitler debió resultar sumamente grato a la orden, pues era justamente el Führer quien movilizaba «el frente de las misiones católicas» contra el comunismo.

En Roma, los jesuitas esperaban poder colaborar con el Reich en «las tareas de información acerca del bolchevismo». La embajada alemana ante la Santa Sede y el ministerio de AA. EE. abogaban por ello, pero el ministerio para asuntos eclesiásticos (existente desde julio de 1935) y el jefe de brigada de las SA, Kerri, estaban en contra. «Hoy como ayer», escribía éste último el 22 de mayo de 1936, «me resulta imposible hacer mía la idea… de que la colaboración con el padre jesuita Ledit y con el general de esta orden redunde en beneficio de los intereses alemanes. Me temo que las desventajas de semejante colaboración sean en su día mayores que los éxitos momentáneos que se puedan obtener ahora en algunos asuntos aislados».

¡Eran, una vez más, los nazis quienes se negaban a cooperar con la Iglesia romana, la cual abrigaba por su parte deseo continuo en ese sentido! Algo significaba, sin embargo, que el ministro del Reich para asuntos eclesiásticos, recordase ¡en 1938 al provincial de los jesuitas del sur de Alemania! que el general de la orden había dado su palabra de que los miembros de su orden no actuarían contra el poder nacionalsocialista del Reich Alemán. ¿Por qué habrían de hacerlo? toda vez que era cabalmente Ludochowski quien veía en Moscú el primum male, el enemigo principal? Él y los suyos husmeaban por doquier, en Italia, en Polonia, en Checoslovaquia, en los Balcanes y hasta en la misma Alemania, intentos de infiltración comunista, razón por la cual esperaban justamente una mayor transigencia por parte de los nazis y un compromiso con Berlín. Y era precisamente el asistente general de los jesuitas para Austria y Alemania, P. Brust, quien aspiraba a ese objetivo. Incluso en los días subsiguientes a la áspera reacción alemana por la encíclica Mit brennender Sorge de marzo de 1937, días en que el mismo secretario de estado decía «siamo in lotta» y reiteraba incansablemente que las cosas iban «di male inpeggio», incluso entonces, el jesuita P. Brust opinaba que lo importante era que al menos unos y otros volvían a hablarse.

El propio Ledochwoski, denominado el «papa negro» por su decisiva influencia en el Vaticano, veía ostensiblemente las cosas bajo el mismo prisma y exigía combatir de modo efectivo contra el comunismo. Era ahora, en la fase previa a la invasión hitleriana de la URSS cuando Ledochwoski redoblaba sus esfuerzos por formar parte de la partida juntamente con las SS y la gestapo y conferenciaba con representantes de los servicios secretos alemanes.

W. Hagen, seudónimo del jefe de estandarte de las SS, Dr. W. Hótti, y colaborador del estado mayor del servicio secreto alemán (después de la guerra lo fue del americano) informa así acerca del general de los jesuitas: «poseía una idea muy vivaz del peligro mundial representado por el bolchevismo…, de ahí que estuviera dispuesto a establecer, sobre el fundamento común del anticomunismo, una especie de cooperación entre la orden de los jesuitas y el servicio secreto alemán. Ésta consistiría de momento en el intercambio de informaciones, pero estaba destinada a servir de estadio preparatorio de una concepción más ambiciosa: debía conducir al entendimiento de Alemania e Italia con las potencias occidentales y a la fundación de un gran frente de defensa común europeo-americano contra el bolchevismo. Ese objetivo final se transparentaba ya al inicio de las negociaciones y se fue haciendo más y más evidente en el curso de las mismas. Por entonces, Ledochwoski había previsto ya claramente el conflicto bélico entre Rusia y Alemania y quería por ello mismo obtener seguridades de que Alemania no entorpecería la actividad de los sacerdotes del Russicum en aquellos territorios que fueran ocupados por la Wehrmacht».

Se llegó incluso a un acuerdo verbal entre el generalato de los jesuitas y la oficina central del servicio de seguridad alemán para el intercambio de listas en las que los monsignori denunciarían a francmasones ante los nazis y éstos comunistas al Vaticano. Sobre ese punto negociaron el príncipe Urach, del lado vaticano, y el director general del ministerio alemán para asuntos eclesiásticos, Roth, del lado nacionalsocialista.

La curia llegó, incluso, a un acuerdo con instancias alemanas acerca de su actividad misionera en la URSS, acuerdo concluido sin la aprobación de la dirección del partido ni de la oficina central del servicio de seguridad por lo que no llegó a entrar en vigor. Ahora bien, ya un año antes del comienzo de la campaña militar de Rusia, algunos jesuitas graduados en el Collegium Russicum —al que el obispo católico M. Buzalka denominó en 1951 «instituto de formación de agentes vaticanos»— transgredieron disfrazados y bajo nombre falso la frontera soviética para desarrollar actividades de espionaje por encargo del Vaticano. Las intenciones de la «Santa Sede» merecieron también ser mencionadas en una circular del OKW (Mando Central de la Wehrmacht) del 14 de agosto de 1941. La curia, dice el aludido documento, lleva intentando el derrocamiento del régimen comunista desde el año 1919. «Un grupo de funcionarios del Vaticano disfrazados de ganaderos, ingenieros etc» desarrolla una intensa actividad «especialmente en Ucrania». El Vaticano «intenta infiltrar el mayor número posible de sacerdotes en los territorios ocupados para preparar allí el terreno apropiado a planes de mayor alcance en la política vaticana frente Rusia». El 8 de noviembre de 1941, el OKW instruía a todos los comandantes de las tropas alemanas en el Este para «en atención al acuerdo con el Vaticano… facilitasen la actividad misionera de los sacerdotes católicos en los territorios ocupados». Si bien no se trataba de un acuerdo concluido con el propio gobierno alemán, el católico y corresponsal del Vaticano, H. J. Stehie, opina que «está bien claro que el Vaticano se hubiese aferrado gustoso al “mismo dedo meñique” si Hitler se lo hubiera tendido» A fin de cuentas. Roma lo había perdido todo en Rusia y en 1936 no había en toda la URSS más de cincuenta sacerdotes católicos. En 1937 apenas había diez u once iglesias católicas abiertas al culto. En 1939 sólo 2: la de Moscú, con el asuncionista americano Braun, y la de Leningrado, con el dominico francés Florent.

Con todo, Hitler compartía el punto de vista de su ministro para asuntos eclesiásticos, Kerri, acerca de los jesuitas. Así se explica, más que probablemente, la orden militar cursada, el 31 de mayo de 1941, es decir, poco antes del ataque a la URSS, y sugerida por el Führer, de que «con la mayor brevedad fuesen licenciados de la Wehrmacht todos los miembros de la Compañía de Jesús (jesuitas) y trasladados a las agrupaciones de defensa del interior del país con la anotación adicional de “n. z. v.” (“no plenamente fiable”)». Y el 16 de julio Hitler, por el cual cayeron cuando menos 90 jesuitas, declaraba que «una actividad misionera (de la Iglesia) estaba totalmente fuera de lugar» a la par que despotricaba contra su ex-vicecanciller, Von Papen, (camarero secreto papal desde el año 1959), que había apostado fuerte por aquélla. El dictador no deseaba en absoluto pacto ninguno con la curia y menos aún conceder a ésta algún éxito en Europa Oriental «a costa de cuantiosas pérdidas en preciosa sangre alemana». El Vaticano pasaba por ser el enemigo no 4: después del comunismo, el judaísmo mundial y la francmasonería. De ahí que se prohibiera insistentemente a las comandancias militares y a los comisarios del Reich para los territorios ocupados cualquier apoyo de la misión curial en el Este[12].

A ese respecto hubo, no obstante, algunas iniciativas romanas. El nuncio Orsenigo, verbigracia, intentó que se permitiera a sacerdotes católicos de los países bálticos viajar a los territorios soviéticos anexionados, lo que para él no era otra que un «acto de justicia». Y el cardenal de la curia Tisserant consiguió, incluso, —según confiesa él mismo— infiltrar un pequeño grupo de sacerdotes de rito oriental en los territorios conquistados, disfrazados de «intérpretes» civiles del ejército italiano en el frente ruso. El ministerio de AA. EE. se enteró asimismo a través de un jefe de sección del «Ministerio del Reich para los Territorios Ocupados en el Este» (cuyo jefe era Alfred Rosenberg, muy temido en el Vaticano y más tarde ejecutado como «instigador al odio racial») de que «transitoriamente hubo algunos sacerdotes ortodoxos y católicos que pudieron viajar a los territorios soviéticos ocupados gracias a un permiso de algunas autoridades de la Wehrmacht que no eran, sin embargo, competentes para ello. Todos fueron después expulsados de nuevo por orden del ministerio para los territorios del Este». Se quería evitar, como decía un memorándum de la oficina central de los servicios de seguridad, que el Vaticano «se convirtiera en el auténtico ganador de la guerra en los territorios rusos conquistados al precio de la sangre alemana».

No faltaron conatos en ese sentido. El arzobispo de Vilna, Jalbrzykowski, encargado de la jurisdicción eclesiástica para la Rusia Blanca intentó infiltrar en la URSS a los obispos Sloskans y Matulionis (V. Vol. I, Cap. IV) hacia finales de 1941. Sobre la actuación del jesuita Mirski en Polock, Jalbrzykowski informaba así, el 14 de febrero de 1942, al cardenal secretario de estado: «De agosto a diciembre de 1941 fueron bautizadas 6.892 personas y celebrados 114 matrimonios. Después de su preparación 39 personas fueron conducidas desde el cisma a la Iglesia verdadera…».

El entusiasmo de los obispos con motivo de la guerra y del acoso hitleriano contra la URSS era tremendo en la mayor parte de los países. En los USA, desde luego, el alto clero estaba dividido y ventilaba sus discrepancias del modo más público. Ahora bien, la gran mayoría del episcopado predicaba el aislacionismo, beneficioso para Hitler. «Dejad que acaben esta guerra los que la han iniciado», exclamó el cardenal O’Connell en un congreso de mujeres católicas ocho meses antes de Pearl Harbour. «No es asunto nuestro». Y algunos príncipes de la Iglesia, tal el obispo de Buffalo, Duffy, amenazaban con exhortar a los soldados católicos a la insumisión frente a las órdenes en caso de que los USA concluyesen un pacto con la URSS. De parecido celo hacía gala el 17 de mayo de 1941 la gaceta América, muy leída, que editaban los jesuitas: «Como católicos hemos aborrecido a fondo de esta cavilación que se denomina democrática… Y hoy se exige de los católicos americanos que derramen su sangre por esa especie de civilización mundana contra la que han combatido heroicamente desde hace cuatro siglos».

Uno de los más siniestros valedores del fascismo en ultramar era el «sacerdote de la radio» Ch. E. Coughhn, una celebridad nacional, párroco del «Shrine ofthe Littie Flower». En su semanario Social Justice, fundado en 1936 y que alcanzó en un año una tirada de un millón de ejemplares, actuó como reconoce el mismo Manual de Historia de la Iglesia: «como portavoz de los regímenes fascistas de Italia y Alemania, porque éstos combatían al comunismo, si bien él se declaraba personalmente antinazi» No deja de ser, sin embargo, bastante significativo que este «antinazi» y, simultáneamente, «portavoz» del régimen nazi, este propagandista de un estado corporativo para los USA, estado inspirado en las encíclicas sociales de los papas, este feroz antisemita que acusaba a los «cambistas judíos» de ser comunistas y culpables de la miseria del mundo entero, no deja de ser significativo que esta «celebridad» católica se pronunciase así en Social Justice: «¡Tened por seguro que os combatiremos a la manera de Franco!». Ni deja de serlo que, el 1 de septiembre de 1939, coincidiendo justamente con el estallido de la II G. M. profetizara así en aquella misma revista: «Ya hoy podemos decir que los nacionalsocialistas americanos, organizados bajo este o cualquier otro nombre, asumirán previsiblemente el poder en este continente… Ha llegado el fin de la democracia en América».

Este agitador incendiario, que, como «sacerdote de la radio», tenía muchos millones de oyentes, no solamente era amigo de Alois Muench, quien ya antes de 1933 pertenecía a aquellos círculos americanos que «aguardaban con esperanzada alegría la posibilidad de la toma del poder por parte de los fascistas alemanes» y que, después de 1945, fue hecho nunció papal en Alemania, sino que además contaba con el pleno apoyo de su superior, el obispo Michael James Gallagher de Detroit, quien en 1936, después de su retorno de Roma, donde había hablado detalladamente, sobre la actividad de Coughlin, pudo expresarse así al respecto: «El Reverendo Coughlin es un sacerdote extraordinario, su voz… es la voz de Dios».

Esa voz, sin embargo, fue reducida al silencio en el transcurso de la guerra. A finales del año 40, desenchufaron a Coughlin de la radio y en 1942, el gobierno obligó la suspensión de Social Justice bajo amenaza de un proceso judicial. Se le imputaba el delito de instigar a la rebelión. Con todo, muchos clérigos católicos exigieron durante todos aquellos años de guerra el retorno de Coughlin a la vida política de los USA. «Llegará el día», profetizaba E. Brophy, uno de los dirigentes espirituales del «Frente Católico», «en que el país necesitará urgentemente de un Coughlin. Tenemos que hacernos fuertes para que ese día no nos coja desprevenidos». Y en New York, un franciscano lo calificaba a finales del 41 de «segundo Cristo». Pocas semanas antes el mismo Coughlin había exclamado así: «La guerra de Alemania es una guerra para la cristiandad».

El 24 de julio de 1941 los obispos de Francia exigían obediencia frente a Pétain, para ayudar así a Hitler. Con tanto más empeño atizaron los cleros italiano y español un clima de auténtica cruzada. Franco el «caro hijo» del papa y «sincero amigo» de Hitler, se puso «resueltamente» del lado de éste y no solamente puso bases aéreas y de submarinos, servicios de escucha y material de guerra a su disposición, sino que además envió al frente del Este a la «División Azul», 47.000 soldados a los que sacerdotes y obispos bendijeron, por su «sagrada misión», y entregaron medallones bendecidos en su calidad de «heroicos cruzados contra los rojos». Franco fue, eso sí, lo suficientemente prudente como para no declarar la guerra. Es más, el «ingrato cobarde», palabras de Ribbentrop, «que nos lo debe todo a nosotros y ahora se niega a ser de la partida» (mientras Hitler opinaba por su parte que un hombre así no habría llegado con él ni a Gauleiter (jefe de distrito nazi) ordenó, ya en 1943 al ver perdida la «cruzada», a todas sus tropas que regresasen a España y buscó contacto con círculos dirigentes en Inglaterra y América: lo mismo que hizo el Vaticano.)

Fue en el Este donde los archipastores eclesiásticos adoptaron aires más triunfales.

El arzobispo Skvireckas informaba desde Kaunas, donde los católicos lituanos habían expulsado a los soviéticos con el concurso de los alemanes: «Lituania ha sido liberada del yugo soviético impuesto por los rusos gracias al ejército alemán, apoyado hasta el límite de sus fuerzas por patriotas lituanos armados (cum armis in manibus)».

Un gran entusiasmo imperaba en Ucrania en la que la curia había fijado su atención con tanto más interés cuanto que era desde allí desde donde pensaba recatolizar a Rusia. A finales de 1941 hizo saber al embajador alemán que «aquí se halla el terreno adecuado para una aproximación entre el Reich y la Iglesia Católica», pues en lo relativo a combatir contra el comunismo «hay una coincidencia de intereses entre Alemania y Roma». El arzobispo Sheptyckyj, el viejo combatiente que ya en otro tiempo había puesto sus esperanzas en los Habsburgo y Guillermo II, venteaba nuevamente un aire mañanero según avanzaban las tropas hitlerianas. «Saludo cordialmente al victorioso ejército alemán, que ha ocupado la Ucrania occidental». Un día después de que los nacionalistas ucranianos proclamasen, el 30 de junio, en Lemberg la independencia de Ucrania, Sheptyckyj publicó una carta pastoral henchida de fervor patriótico. «Una obra sagrada que hay que emprender en el nombre de Dios». En agosto de 1941 informaba a Pío XII de que «apoyaremos al ejército alemán, que nos ha liberado del régimen bolchevique, hasta que conduzca a buen fin una guerra, que, Dios así lo quiera, supere de una vez por todas el comunismo ateo y militante».

Sin embargo, justo un año después, Sheptyckyj se quejaba así al papa: «Hoy todo el país está convencido de que el régimen alemán es inicuo, diabólico, en un grado superior, ta1 vez, al del bolchevique. Desde hace medio año no transcurre ni un solo día en el que no se perpetren los crímenes más atroces. Los judíos son las primeras víctimas… Se continúa la obra de los bolcheviques, en mayores dimensiones y de forma más intensa… los habitantes de las aldeas son tratados como los negros de las colonias… Todo parece como si una banda de locos o de lobos rabiosos se hubiese lanzado contra el pobre pueblo…».

Pero aunque el prelado hubiera informado al papa de que en Ucrania habían matado más de 200.000 judíos, y tan sólo en Kiew 130.000 en pocos días, también encarecía, al frente de los nacionalistas ucranianos, a Hitler: «Aseguramos a su excelencia que los círculos dirigentes de Ucrania están dispuestos a una colaboración lo más estrecha posible con Alemania para, aunando las fuerzas del pueblo alemán y del ucraniano, conducir la lucha contra el enemigo común y realizar de manera efectiva el nuevo orden (!) en Ucrania y en toda Europa». Y es que este arzobispo alentó, incluso, a los ucranianos —mediante un llamamiento contenido en una de sus cartas pastorales— para que trabajasen en Alemania. Es más, por expreso deseo de los alemanes, llegó a condenar el movimiento partisano a mediados de julio de 1942. Y eso no es todo: todavía en el año 1943 la formación y la cura pastoral de la división «Galitzia», integrada por miembros ucranianos de las SS, halló pleno apoyo por parte de la Iglesia católica.

Sheptyckyj se comportaba, pues, como los prelados alemanes, quienes, reiteradamente, ordenaron repicar campanas, izar banderas y rezar, amén de firmar una y otra vez proclamas de apoyo, celebrar misas en acción de gracias, enviar telegramas de homenaje y predicar incansablemente contra el peligro rojo: todo ello en favor de aquella «banda de locos furiosos o de lobos rabiosos…» «Partimos del hecho palmario y de la convicción», escribieron al unísono el 19 de agosto de 1936, «de que en este preciso momento el comunismo y el bolchevismo se esfuerzan con diabólica tenacidad y pertinacia por irrumpir en Alemania, el corazón de Europa, avanzando desde el Este [URSS] y desde el Sur [España] cogiéndola, por así decir, en una tenaza fatídica».

Pero ahora no eran los bolcheviques, esos «misioneros del Anticristo e hijos de las tinieblas», como Pío XI los denunciaba en marzo de 1933 (a la par que loaba a Hitler), quienes irrumpían en el corazón de Europa, sino que era desde este corazón desde donde Hitler asaltaba con sus ejércitos la URSS. ¡Qué giro habían dado a la situación los designios divinos! De ahí que el obispo castrense Rarkowski, cuyas cartas pastorales se concede hoy por parte católica «rezumaban» literalmente «retórica belicista en apoyo de los nacionalsocialistas», ensalzase ahora a Alemania como «salvadora y adalid, una vez más en su historia, de Europa» y asegurase «que la guerra contra Rusia es una cruzada europea», un compromiso «en pro de todo el ámbito cultural europeo y contra la barbarie bolchevique» con el objetivo de «barrer al bolchevismo» de una vez para siempre de la historia. De ahí que este personaje exclamase así: «La experiencia, dura y vinculante, de vuestro empeño en el Este hará aflorar en vuestra conciencia cuan indecible es la felicidad de poder ser alemanes».

Al pronunciarse de ese modo, el obispo castrense (tan dotado que pudo estudiar teología sin el título de bachiller) formaba en un frente común no sólo con el ministro de propaganda de Hitler, quien hablaba asimismo de una cruzada contra el ateísmo soviético, a la que instaba a participar a todos los cristianos, sino también con la totalidad del obispado germano-austríaco.

El futuro arzobispo de Padeborn, Jáger, que simpatizaba fuertemente con militares y nazis y que incluía en su propio vocabulario activo el término despectivo de «infrahumano eslavo», predicaba una lucha «por la salvaguarda del cristianismo en nuestra patria y por la salvación de la Iglesia…». El obispo Kopfmüller de Augsburg comparaba el peligro bolchevique con el turco de tiempos atrás —comparación que los papas usaban con harta frecuencia— y esperaba «la pronta y definitiva victoria sobre los enemigos de nuestra fe». El obispo Rackl de Eichstatt ensalzó la pérfida acción como «cruzada, como guerra santa por la patria y por el pueblo, por la fe y por la Iglesia, por Cristo y por la su santísima cruz». El conde Galen, el gran «paladín de la resistencia» sintió como «si le redimieran de un gran peso» cuando el Führer y canciller del Reich declaró expirado el denominado «pacto con los rusos», el acuerdo que Hitler había concluido con los mandatarios de Moscú el 22 de junio de 1941. Y es que Galen, en palabras de Pío XI, consideraba el comunismo como «malo en su misma médula. Quien quiera salvar la cultura occidental no debe llegar a ningún compromiso con él, en ningún orden de cosas».

Conducidos por otro gran héroe de la resistencia los obispos de Baviera predicaron así en 1941: «Ya hemos pasado por una trance similar durante la I Guerra Mundial y sabemos aleccionados por la dura y amarga experiencia cuan importante es que en una situación así cada cual cumpla íntegra, gozosa y plenamente con su deber, mantenga una imperturbable serenidad y una firme confianza en Dios y no de pie a temores ni lamentos. Por ello, queridos feligreses, llevados de nuestro paternal afecto os dirigimos hoy palabras de exhortación que puedan alentaros, en fiel cumplimiento del deber y de vuestras obligaciones profesionales, a empeñar todas vuestras fuerzas en el servicio a la patria y al amado terruño».

Al frente del episcopado bávaro estaba, desde bastante tiempo atrás, el cardenal Faulhaber. En la I G. M. había sido, en su calidad de obispo castrense, un carismático apóstol poseído de la furia del derramamiento de sangre, pero capaz con todo de escribir así en 1929 a la Liga Femenina Internacional por la Paz y la Libertad: «De hecho una nueva guerra conducida con los medios de las nuevas técnicas destructivas acarrearía una miseria y una aflicción tan profundas a las naciones beligerantes que todos aquellos que tengan en algo la cultura humana tienen que alzar de antemano su voz contra la guerra». Pero así como el cardenal alzó su voz en favor de la guerra durante la gran conflagración europea para alzarla después en contra de la misma, durante la paz subsiguiente, cuando preveía claramente la «profunda aflicción», ahora, durante la II G. M., la volvía a alzar en favor de la carnicería y exhortaba para que «cada cual cumpla íntegra, gozosa y plenamente con su deber». ¿Quién, sino los de su laya, puede ser tan voluble y carente de carácter?

Todos los obispos alemanes escribieron el 26 de junio de 1941, tan sólo cuatro días después del ataque a la URSS en estos términos: «¡Queridos feligreses! En este dificilísimo trance de nuestra patria forzada a conducir en amplios frentes una guerra de magnitudes hasta ahora desconocidas, os exhortamos al fiel cumplimiento del deber, a una valerosa tenacidad, al trabajo y la lucha abnegados como servicio a vuestro pueblo. Enviamos un saludo de amorosa gratitud y de entrañables bendiciones a nuestros soldados… que con heroica bravura realizan proezas incomparables y soportan penosas fatigas. La guerra exige de todos vosotros esfuerzos y sacrificios. En el cumplimiento de los penosísimos deberes de este tiempo y a la vista de las duras devastaciones que se os vienen encima como consecuencia de la guerra, sírvaos de consuelo alentador la certidumbre de con ello seguís la divina voluntad de Dios…».

Y el 10 de diciembre de 1941 todos los obispos católicos de Alemania se pronunciaron nuevamente en favor de un apoyo continuo de los crímenes de Hitler. «Acompañamos a nuestros soldados con nuestras preces y rendimos homenaje de amorosa gratitud a los muertos, que entregaron su vida por el pueblo. Reiteradamente y también en nuestra carta pastoral de este verano exhortamos del modo más enérgico a nuestros feligreses a cumplir fielmente con su deber, a resistir denodadamente, a trabajar y luchar abnegadamente en este durísimo tiempo de guerra como servicio a nuestro pueblo. Seguimos con satisfacción la lucha contra el poder del bolchevismo contra el que los obispos alemanes hemos prevenido y alertado a los católicos alemanes en numerosas cartas pastorales desde el año de 1921 hasta el de 1936, como bien del gobierno del Reich».

También el teólogo católico H. Missalla, quien en su libro Für Volk und Vaterland («Por el pueblo y la patria») investiga «el apoyo eclesiástico a la guerra en la II G. M.» no puede por menos, pese a sus esfuerzos apologéticos, de resumir así la cuestión: «Ante el desamparo frente al acontecer político acudieron al socorrido expediente de la providencia o del conductor del destino de los pueblos y de las batallas, amonestando a los fieles para que prestasen su confianza a aquélla o a éste. Eso al mismo tiempo que se les forzaba, apelando a un supuesto deber, a salir en campaña, a luchar, a desangrarse y a morir. Este hecho es tan difícil de soportar como imposible de eludir».

Los nazis supieron honorar esta actitud a su manera: ¡mientras duró su Tausendjáhriges Reich («Imperio Milenario») no cometieron el menor desmán contra ningún obispo alemán, más aún, contra ningún obispo europeo si exceptuamos el caso de Polonia! Cuando un canónigo de Olmütz, preso en el campo de concentración de Buchenwald fue elevado a obispo auxiliar, las SS lo dejaron inmediatamente libre[13].

Stalin y la colaboración de ortodoxos y católicos

«La Iglesia de Cristo da su bendición a la defensa de la sagrada tierra patria de todos los ortodoxos»

(El metropolitano de Moscú, Sergij, 1941)

«Los hombres de la Iglesia se baten valerosamente en el frente y dan cotidianamente muestras de su patriotismo»

(Stalin, 1943)

«Todo se juega a una sola carta… La actividad del patriarcado moscovita en apoyo del poder soviético durante la guerra era muy grande. Para el gobierno soviético aquello era algo de extremada importancia, no sólo con vistas a la población creyente de la URSS, sino porque en el occidente ayudaba a disipar las objeciones que se oponían a una vinculación excesivamente estrecha de las potencias occidentales con la Rusia soviética. Un gobierno que gozaba de apoyo tan intenso por parte de la jerarquía no podía pasar por representante del ateísmo militante. La actividad del patriarcado era a este respecto muy diversa. Exhortaciones a la población, oficios divinos impetrando el triunfo del ejército rojo con las correspondientes homilías, apelaciones a los creyentes para que apoyasen activamente a los partisanos, la puesta en la picota y la imposición de castigos canónicos para toda actividad que favoreciese al enemigo, los donativos, las cuestaciones con las que fue posible poner en pie toda una columna acorazada»

(El padre benedictino Johannes Chrysostomos)

Mientras que el alto clero católico, desde la Alemania hitleriana hasta ultramar, pasando por Italia, España y Francia, veía a toda Europa y a la Iglesia de Cristo en peligro, en el otro bando el administrador del patriarcado y metropolitano de Moscú, Sergij, conjuraba idénticamente a los rusos. Quien crea que «nuestro enemigo actual tiene la intención de dejar intactos los sagrados tesoros de nuestra fe yerra profundamente», proclamaba aquel prominente pope. Pues con los alemanes se aproxima también la aciaga nube de un loco delirio, del nuevo paganismo de Ludendorff. «Los forajidos se abaten contra nuestra patria», exclamaba Sergij. «La Iglesia de Cristo da su bendición a la defensa de la sagrada tierra patria de todos los ortodoxos. Que el Señor tenga a bien concedernos la victoria».

El príncipe de la iglesia moscovita dio la voz de alarma el mismo día 22 de junio de 1941 en que se producía la invasión alemana, mientras que Stalin, que había desoído todos los avisos de las potencias occidentales no salió de su mutismo sino diez días después mediante un llamamiento en el que exigía no dejar otra cosa al enemigo que la tierra quemada. Después de ello, eso sí, se entendió de inmediato con la Iglesia iniciando una nueva política religiosa que resultó tan beneficiosa para la capacidad de resistencia soviética como para la imagen de Rusia en América. En el ejército rojo el «comisario político» recibió el encargo de velar asimismo por la influencia religiosa sobre los soldados y los comandantes militares la orden de respetar especialmente los sentimientos religiosos de los soldados. Las revistas de la asociación atea, Behoschnik («El ateo»), Antireligiosnik («El antirreligioso») y Atheist, fueron suspendidas. El semanario del patriarcado moscovita siguió apareciendo. La Pravda traía noticias religiosas y el metropolitano Sergij obtuvo la residencia privada del embajador alemán. Ya el 21 de agosto de 1941, radio Moscú se indignaba por el hecho de que los alemanes pretendían «derrocar al Señor Jesucristo» para poner en su lugar el Mito del siglo XX de Rosenberg.

Así pues, mientras los cristianos occidentales alentaban el baño de sangre de los fascistas, la Iglesia Ortodoxa Rusa apoyaba análogamente en el oriente la «Gran Guerra Patriótica» de Stalin y es que, como dijo Napoleón, «no hay hombres que se entiendan mejor que los sacerdotes y los soldados», o, como escribió el general A. von Thiele: «… a Dios no hay que olvidarlo en ninguna guerra». El metropolitano Sergij fomentaba los oficios divinos impetratorios, recogía bonos para el armamento y posibilitó que Stalin pusiera en pie una nueva división, la columna motorizada «Dimitri Domskoi». En el verano de 1942 pudo aparecer en Moscú el volumen, en edición de lujo de azul celeste y ricamente ilustrado La verdad sobre la religión en Rusia, en cuyo prefacio aseguraba Sergij como responsable de la edición: «No es persecución, sino más bien retorno a la época apostólica» lo que los 25 años de poder soviético han deparado a la Iglesia. Se niega rotundamente que hubiese persecución de cristianos en la URSS y la imposición de castigos se atribuye a la comisión de delitos políticos.

Stalin supo corresponder. El 4 de septiembre de 1943 recibió a los metropolitanos de Moscú, Leningrado y Kiev. El 8 de septiembre, el pastor supremo Sergij fue elegido por 19 jerarcas, con la «bendición de Stalin», patriarca de toda Rusia a la par que se fundaba el «Consejo para asuntos de la Iglesia Ortodoxa a tratar ante Consejo de Ministros». «Desde los tiempos más remotos», exclamó el generalísimo, «permaneció vivo en el pueblo ruso un sentimiento religioso. Desde que se abrieron las hostilidades contra Alemania la Iglesia está dando lo mejor de sí. Sus hombres se baten valerosamente en el frente y dan cotidianamente pruebas de su patriotismo».

Así pues, los obispos ortodoxos colaboraban como los católicos sólo que en el bando opuesto. Y el 24 de diciembre de 1941, el obispo de Saratov, Andrei, declaraba ante el corresponsal de la «Associated Press», G. E. L. King: «El régimen soviético nunca limitó la libertad de confesión. Los soviéticos se atienen estrictamente al principio de la tolerancia de todas las religiones y han legalizado esta tolerancia mediante un artículo especial de su constitución. El régimen ha tomado represalias contra sacerdotes y creyentes, pero no por sus convicciones religiosas sino por sus actividades hostiles al régimen soviético. Ha de tenerse en cuenta que antes de la revolución la Iglesia estaba al servicio del gobierno zarista y gozaba de muchos privilegios y ventajas».

Los soviéticos se apercibieron en el transcurso de la guerra de las ventajas de un apoyo moral por parte de la Iglesia y ésta aceptaba gustosa las ventajas que se deducían de su cooperación. Aquella deferencia de los comunistas era algo bastante nuevo. La Iglesia, en cambio, se limitaba a obrar como siempre obró a partir del s. IV. Para decirlo con la expresión del católico F. Heer «En cada hora de la historia se va a la cama con el poderoso de turno».

El número de templos cristianos activos aumentó tan sólo en Moscú de 15, en 1939, a más de 50 en 1943. Justamente ese año se concluía también, el 23 de septiembre, una especie de concordato. Stalin concedió a la Iglesia la fundación de dos academias para sacerdotes y de ocho seminarios. El patriarca Sergij fue sepultado, tras su muerte el 15 de mayo de 1944, con honras fúnebres estatales.

A comienzos del año siguiente se celebró, con asistencia de 46 obispos, un espléndido concilio que envió este mensaje al dictador rojo: «Que Dios depare a nuestra querida patria una pronta victoria y a nuestro amado jefe, José Stalin, muchos más años de vida». En su salutación, el representante del gobierno, G. G. Karpov, resaltó la participación de la Iglesia en la defensa nacional y la profunda simpatía de los mandatarios para con ella, que sería duradera. «En nuestro gran país han surgido nuevas relaciones entre la Iglesia y el Estado gracias al triunfo del nuevo y hasta ahora nunca realizado orden socialista».

En las ceremonias por la coronación del patriarca recién elegido, el metropolitano de Leningrado y Novgorod, Alexis (Sergei Vladiromovich Simanskij), tres veces condecorado con la Orden de la Bandera Roja de los Trabajadores y —por su denuedo durante el asedio de su lugar de residencia— distinguido con la medalla por la defensa de Leningrado, tomaron parte seis mil invitados, el cuerpo diplomático, dignatarios ortodoxos de todo el mundo, oficiales del ejército rojo y funcionarios del partido. El principal colaborador del nuevo patriarca, el metropolitano Nicolai de Krutizki, aseguró en una proclama que Stalin encarnaba lo mejor de la tradición religiosa rusa. Había que agradecer al gobierno soviético el que la Iglesia Ortodoxa «se desarrolla espiritualmente como no lo había hecho durante siglos».

Después de la elección unánime del patriarca, en un llamamiento «a los cristianos de todo el mundo» se lanzaron vivas entusiastas por el ejército rojo y sus victorias, ensalzadas como victorias de Cristo sobre los espíritus de las tinieblas. «Todos pueden ver», se decía en el texto, «cuáles son las armas que ha bendecido nuestro Señor Jesucristo y cuáles no han obtenido esa bendición».

Nadie, de seguro, lamentaba tanto ese curso de las cosas como el papa de Roma, quien calificó la entronización del patriarca como una «muy habilidosa jugada de Stalin» y ello le hacía ver sus propias manos «atadas… muy fuertemente». La prensa soviética publicó el 6 de febrero de 1945 un mensaje del concilio que exigía el exterminio del fascismo y la condena más firme de todos aquellos que aconsejaban el perdón. Los conciliares alzaban «su voz contra aquellos, y el Vaticano en primera línea, que con sus intervenciones querían absolver a la Alemania hitleriana de la responsabilidad por sus crímenes y que con su apelación a la indulgencia para con los nacionalsocialistas que habían manchado toda Europa con la sangre de sus víctimas inocentes, querían permitir la supervivencia de la doctrina fascista, inhumana y anticristiana para después de la guerra».

El 10 de abril, Stalin, acompañado de Molotov, recibía al patriarca Alexis y al metropolitano Nikolai, quien informaría así sobre la audiencia: «Aguardábamos con la natural excitación a que llegase el día de la visita al gran Stalin. Ya cuando vimos el modo de recibimos José Visarionovich, sonriendo llana y cordialmente, quedamos prendados por su encanto y su sencilla cordialidad tras los cuales se ocultaba su verdadera grandeza… La conversación… fue la de un padre con sus hijos, sin la menor tensión. Aquella alegre emoción de ser recibidos por el hombre más grande de nuestra época, por el dirigente genial de muchos millones de súbditos, nos hizo olvidar cómo pasaba el tiempo. No cabe duda: este encuentro, esta conversación son inolvidables. Ya por sí solas (!) son razón suficiente para asumir sobre nuestros hombros cualquier trabajo y todo tipo de sacrificios por un pueblo a cuya frente está quien es forjador de su felicidad, que extiende su fama por el ancho mundo, nuestro querido, nuestro gran Stalin».

Pero no eran únicamente los ortodoxos quienes querían luchar y morir por el padrecito Stalin, sino también los católicos.

Durante el expolio de Polonia, a Hitler se le escaparon el gobierno polaco, el estado mayor y el tesoro del estado. De ahí que surgiera la colaboración entre el gobierno polaco exiliado en Londres, adonde llegó a través de Rumanía y Burdeos, y la URSS. De resultas de la misma, el 14 de agosto de 1941 se concluyó un convenio militar para el reclutamiento de un ejército polaco en territorio soviético. Como contrapartida todos los ciudadanos polacos debían ser «amnistiados», pues entre el otoño de 1939 y junio de 1941 Stalin había deportado hacia Rusia en torno a 1,5 millones de polacos. A partir de ellos, retenidos en campos de trabajo y de castigo, el general Ladislao Anders —él mismo recién liberado de la cárcel de la GPU y convertido súbitamente en aliado de Stalin— movilizó seis divisiones polacas con casi 100.000 hombres.

Anders, el comandante en jefe del nuevo cuerpo de ejército, descendía de una familia de terratenientes alemanes pero se sentía polaco. Era protestante pero en Rusia se convirtió al catolicismo. Stalin le concedió a él y a sus soldados católicos 32 capellanes castrenses así como la llegada de un visitador obispal revestido de plenos poderes papales. De ahí que el obispo castrense polaco J. Gawlina se desplazase a la URSS en 1942 para asumir la guía espiritual de la tropa. Gawlina, que pese a haber sido herido en 1939 pudo llegar hasta el ejército polaco en Francia y después en Inglaterra, viajó desde Londres a Moscú vía Teherán. En esa misma ciudad y ya en diciembre de 1941 se habían encontrado el general Anders, el general Ladislao Sikorski, el presidente del gobierno polaco en el exilio, y el delegado papal Marina, a quien le preocupaba la acción pastoral en el ejército. Pero no era ésa, evidentemente, su única preocupación.

En efecto, cuando Gawlina llegó a la capital soviética el 28 de abril de 1942 —el primer obispo católico en hacerlo desde el último y memorable viaje a Moscú de D’Herbigny (V. Vol. I)— estaba también decidido a hacerse cargo de la acción pastoral civil entre los polacos católicos de la URSS. Trajo consigo nada menos que 50 altares de campaña, 572 biblias, 53.500 cruces, 784.000 estampas de santos y mucho dinero. Y ya el 1 de julio de 1942 Gawlina pudo anunciar al Vaticano que más o menos la mitad de los sacerdotes polacos encarcelados habían sido puestos en libertad; que 107 de ellos estaban disponibles para la acción pastoral entre las familias, pero que había que registrarlos también como sacerdotes castrenses. Algunos querían, incluso, permanecer —sub omne conditione (bajo cualesquiera condiciones)— en Rusia como sacerdotes, una vez se retirase de allí el ejército polaco. «A las preguntas de la NKWD sobre cuando quería salir del país, no doy respuesta precisas, pues quiero, por cierto, visitar también a la población más alejada del territorio militar».

Durante ese tiempo continuaba la puesta en pie del ejército de Anders, pero no sin dificultades. Faltaban, p. ej., unos 10.000 oficiales polacos, cuya captura por parte del ejército rojo en 1939 era ciertamente conocida, pero no así su paradero. Además, en marzo de 1942, cuando el contingente polaco ascendía ya a 67.000 hombres, se le concedieron únicamente 44.000 raciones. Finalmente, al cabo de unos meses el «ejército de Anders», siempre acompañado por monseñor Gawlina con atuendo de obispo castrense, fue trasladado a Irán, Irak y Palestina y puesto operativamente bajo mando superior británico. Y cuando en junio de 1943 se descubrieron las fosas comunes de Katyn con, según la versión, entre 15 y 30.000 cadáveres de oficiales polacos, el gobierno polaco en el exilio rompió definitivamente con los rusos y dirigió ahora las armas contra ellos. «Hemos comenzado ahora la lucha contra los bolcheviques y esperamos tener a nuestro lado al Vaticano», declaró el presidente del gobierno en el exilio, general Sikorski, a mediados de junio de 1943, antes de que unos 20 días después perdiese su vida en un (¿misterioso?) accidente de aviación sobre Gibraltar.

Poco después, sin embargo, Stalin obtuvo un contingente polaco de menor cuantía, la división «Kosciusko» comandada por el coronel Z. Berling, que no había seguido los pasos de Anders. El 15 de julio de 1943, tras una misa solemne a cielo abierto y tras serle tomado juramento por el sacerdote católico F. Kubsz, ascendido a capitán polaco, esa tropa prometió luchar por la liberación de Polonia y mantener su fidelidad a sus aliados soviéticos[14].

El fracaso de la misión en Rusia y la política papal para cercar a Rusia

«¡Quien hable ahora de paz es un estalinista!»

(El nuncio papal Orsenigo el 20-8-1941)

«Lo han jurado. Han de prestar obediencia»

(Pío XII refiriéndose a los soldados de Hitler)

«Pío XII abriga sentimientos amistosos para con el Reich. Su mayor anhelo es la victoria del Führer…»

(Declaraciones de los nuncios

papales en Madrid y Vichy)

¿Cuál fue la conducta del Vaticano tras el ataque a la URSS? Es bien probable que el papa estuviera ya informado sobre este «objetivo lejano» de los alemanes a raíz de la visita de Ribbentrop el 11 de marzo de 1940. Seguro es que conocía el plan de ataque de Hitler, incluso la fecha de su lanzamiento por círculos de los servicios de inteligencia alemanes. Y el 20 de junio de 1941 el ministro de AA. EE. comunicó al nuncio que ya había llegado el momento. De ahí que «nuestra irrupción en Rusia no ha causado sorpresa en el Vaticano», informa el embajador Von Bergen el 24 de junio e incluye dos anotaciones adicionales sobre la «acogida en el Vaticano»: 1. La extensión de la guerra a Rusia contribuirá considerablemente a una clarificación necesaria para el nuevo orden europeo. Era de temer que el bolchevismo, en cuanto factor de poder en Europa y hasta en el mundo entero, permaneciese indemne hasta el final de la guerra o incluso saliese reforzado de la misma… 2. Ver a la Rusia atea al lado de las «democracias» les quita a éstas la excusa para hablar de una «cruzada por el cristianismo»… «En círculos próximos al Vaticano se saluda con un cierto respiro (!) la nueva fase de la guerra y se la sigue con especial interés». El obispo Hudal, verbigracia, veía ahora «cómo la ruptura del pacto Hitler-Stalin y el avance de la Wehrmacht hacia Moscú justificaban de nuevo el anticipo de confianza que en su día se concedió a Alemania a raíz de la conclusión del concordato».

Que este avance fuera seguido de un retroceso era algo que apenas podían imaginarse por entonces en Roma. En 1941 se estaba convencido del triunfo final de Alemania. En febrero llegó a las manos de Ribbentrop esta noticia confidencial: «Es sorprendente que en los últimos tiempos el papa se ha mostrado reiteradas veces de modo extraordinariamente optimista acerca de las perspectivas de una victoria final alemana. En conversaciones mantenidas con la alta nobleza italiana no ha dado cabida a la menor duda: todos en Italia han de acostumbrarse a la idea de un triunfo seguro de Alemania». Y cuando el ministro, el 15 de febrero, pidió a su embajador ante el Vaticano que le enviase de inmediato un minucioso informe, ese mismo día éste telegrafió textos como éste: «No cabe duda de que nuestros formidables éxitos militares y diplomáticos no han dejado de causar su impresión sobre el papa y su entorno. Ello se desprende de las manifestaciones de personalidades especialmente próximas a Pío XII, las cuales dan ya por hecho que Alemania puede considerarse de antemano como vencedora en esta conflagración».

Según el comunicado de un agente «en contacto con la Santa Sede», el papa dijo poco antes de la ofensiva alemana contra la Unión Soviética: «La guerra ruso-alemana está ya a las puertas. El Vaticano hará cuanto esté en sus manos para acelerar su estallido y alentará incluso a Hitler en ese sentido asegurándole su apoyo moral. Alemania vencerá contra Rusia, pero resultará tan debilitada que ello hará posible tomar una actitud muy distinta frente a ella».

Lo último respondía en todo caso a las esperanzas expresadas frecuentemente por Roma. Es natural que los ataques anticatólicos de Hitler y tanto más sus desmanes en Polonia irritasen e hirieran a la curia. Radio Vaticano había mencionado de forma más o menos velada las persecuciones, pero apenas iniciada la campaña de Rusia, y desde luego con la esperanza de obtener mayores beneficios, omitió cualquier alusión hostil a Alemania. Como contrapartida y a partir del 22 de junio lanzaba, bajo la supervisión del mismo general de los jesuitas, emisiones de propaganda agitatoria en ruso y ucraniano.

Y tan sólo unos cuantos días después de la irrupción de los alemanes, todavía en junio, la sede romana trazó el esbozo de un «plan de acción» sobre un «apostolado en Rusia». A la alta dirección militar húngara, italiana, e incluso alemana se las apremió solicitando su colaboración con la Misión del Este curial. Se hizo acopio de crucifijos que el ejército italiano debía distribuir en el este. A este respecto algunas publicaciones fascistas como re gime fascista reforzaban las esperanzas vaticanas de un rápido sometimiento de la iglesia rusa. «Hay que actuar con gran celeridad», observaba Tardini en la Secretaría de Estado, «para no desaprovechar las posibilidades que se nos abren hoy y que de aquí a poco quizá desaparezcan». El general de los capuchinos y el de los basilios fueron implicados en el «plan de acción» para misionar en Rusia y, por supuesto, también el general de los jesuitas Ledochwoski, quien pidió se tuviera buen cuidado, pues «hay que ser muy prudente para no dar la sensación de que el envío de sacerdotes iba de la mano de la penetración de los ejércitos y no herir los sentimientos patrióticos de los rusos».

Con los ejércitos fascistas se infiltraron asimismo en la URSS clérigos católicos, quienes entraron en contacto con la población y trataron de entenderse con los generales alemanes sobre el ámbito de sus competencias. «Después de un acuerdo provisional el 14 de agosto de 1941 el cuartel general de la Wehrmacht cursó instrucciones a los comandantes en jefe de los ejércitos en Rusia para que apoyasen el trabajo misionero de los sacerdotes romanos», pero, en cualquier caso, con poco éxito. Cierto que aparte de los misioneros había un número mucho mayor de clérigos de campaña de las tropas alemanas, italianas, húngaras, rumanas y españolas, quienes levantaban altares de campaña y mandaron invitar a la población a los ceremonias religiosas de los soldados. Con todo, también estas iniciativas suscitadas por los nuncios apostólicos de Hungría, Rumanía, Eslovaquia etc. fracasaban en general.

Por lo que respecta al propio papa, no cabe la menor duda de que la sangrienta aventura hitleriana le venía como anillo al dedo.

E. Pacelli había expuesto —ya a comienzos de los años treinta— a Pío XI, con claridad cada vez más apremiante, que no era posible convertir a Rusia con recursos místico-políticos y que quizá fuera mucho más importante establecer en Europa una alianza defensiva de todas las fuerzas anticomunistas. De ahí que Pacelli sintiera una aversión total contra el «sovietólogo doméstico» de Ratti, D’Herbigny, misionero con aires de visionario. A él le resultaba un arcano tan profundo, decía, como los profundos misterios de la fe. Ya alejado de Roma por su antecesor, (operado en Bruselas a causa de un supuesto cáncer incurable de intestino) el obispo jesuita caído en desgracia no volvió a ser rehabilitado jamás por Pacelli. Como el propio general de los jesuitas, Ledochwoski, también aquellos dos papas apostaban más bien por el anticomunismo de Hitler que por las ideas misioneras de D’Herbigny, quien, a punto ya de convertirse en cardenal y tras sus radiantes años bajo Pío XI, fue precipitado en profundas tinieblas y durante 20 años, hasta su muerte en 1957, sepultado en vida en dos remotos noviciados de jesuitas en el sur de Francia, ocupado en meditaciones y con una colección de mariposas. «Su legado fue sellado»; su «dossier» pertenece todavía hoy a las actas secretas más celosamente lacradas por el «generalato de los jesuitas».

Ratti y Pacelli y cifraban su confianza no en la mística, sino en el poder militar y cuando el último de ellos era secretario de estado confesó al embajador de Hitler ante la Santa Sede que a ésta no se le escapaba «la gran importancia que posee la formación de frentes políticos defensivos, internamente sanos y con vitalidad para hacer frente al peligro del ateísmo bolchevique». La «Santa Sede», escribió Pacelli, también combate contra el bolchevismo, pero valiéndose de otros medios. Él, desde luego, aprobaba asimismo el uso «de medios más radicales contra el peligro bolchevique». Es más, veía en ello «una misión y una tarea esenciales».

En 1938, un año antes del estallido de la II G. M., Pacelli exigió, en su calidad de delegado de Pío XI ante el congreso eucarístico de Budapest —compárese con lo sucedido en 1912 en el de Viena— «oponerse a la revolución de los puños cerrados con la renovación pacífica de los corazones», lo que era a todas luces una manifestación anticomunista. Por lo demás acentuó asimismo «que la Iglesia permite que cada pueblo elija su propia forma de gobierno mientras se respete la ley de Dios…». Ése no era, desde luego, el caso en la Rusia soviética, donde no había ya Iglesia Católica. Y por más que Pacelli hubiera de mostrar cierta contención en el congreso, todos entendían «que con sus afiligranadas alusiones estaba proponiendo una cruzada contra el bolchevismo».

Y el mundo entero comprendía también que Pío XII no condenase, ni siquiera para guardar las apariencias, la invasión hitleriana de Rusia ¡aunque la doctrina católica prohíbe toda guerra ofensiva! En una alocución radiada del 29 de Junio, una semana después de la invasión alemana, tampoco le faltaron al «Vicario de Cristo» «Momentos luminosos que elevan el corazón hasta las alturas de una gran y santa esperanza, valor magnánimo en la defensa de los fundamentos de la cultura cristiana y fundadas esperanzas en su triunfo…», Palabras con las que Pío XII difícilmente podía aludir al ejército rojo. Con ellas expresaba más bien la esperanza, según escribía a Berlín el consejero de la embajada alemana Menshausen, un concienzudo analítico de la actitud del Vaticano, «de que los grandes sacrificios exigidos por esta guerra no resultaran vanos y condujeran, según la voluntad de la providencia, al triunfo sobre el bolchevismo».

Esa misma esperanza está presente en otros discursos del papa, especialmente los dirigidos a los rumanos el 1 de agosto de 1941 y a los eslovacos de su amado estado de Tiso el 14 de diciembre de 1941, este último pronunciado, incluso, en alemán. Dirigidos, pues, a dos pueblos que se habían sumado a la lucha contra la Rusia soviética. Ya el 13 de agosto de ese mismo año, Pío recibió a 3.000 creyentes y a 600 soldados italianos ante quienes exclamó: «¡Cuántos hechos heroicos dan hoy un espléndido testimonio en los campos de batalla, en el aire y en los mares, de aquel vigor de ánimo que arrostra valerosamente peligros de muerte… Es justamente en los huracanes de la guerra donde se viven horas y momentos de luminoso aquilatamiento en los que se manifiestan a menudo hazañas imprevistas de almas tan heroicas que lo sacrifican todo, hasta la propia vida, en cumplimiento de los deberes impuestos por la conciencia cristiana!». El papa siguió bendiciendo a soldados italianos y alemanes, pero a partir de la primavera de 1942 esas audiencias fueron restringidas hasta ser finalmente «suprimidas».

Pero si bien Pío XII hablaba de «momentos luminosos… que elevan el corazón hasta las alturas de una gran y santa esperanza» inmediatamente después de la agresión hitleriana a Rusia, con todo, también abrigaba las más bellas esperanzas incluso a finales del 42. «Nada sería tan contrario a las exigencias de la hora actual que la pusilanimidad», exclamó ante el sedicente sacro colegio el 24 de diciembre. «¿No está quizá sonando para el cristianismo, para nuestra fe, debeladora del mundo, justo en estos momentos, una hora llena de grandes peligros, pero también fecunda en grandes expectativas y esperanzas, una hora comparable a la del primer encuentro de Cristo con el paganismo antiguo?»

Y en una alocución radiada dirigida a todo el mundo ese mismo día, en cuyo texto se hablaba de un reordenamiento de la vida interna de los estados como precondición para la paz entre los pueblos, el papa aseguraba: «Esta hora exige acción y no lamentos. No es cuestión de lamentarse sobre lo que es o lo que fue sino de construir lo que puede y debe ser erigido para una mejora universal». Claro que una vez acabada la guerra afirmó que «ni de nuestros labios salió nunca una sola palabra ni de nuestra pluma una sola tilde de las que se hubiera podido deducir que Nos aprobásemos y, menos aún, alentásemos la campaña contra Rusia en 1941».

En su momento, sin embargo, el secretario de la poderosa congregación Propaganda Fide, arzobispo Constantini, exclamó —«algo imposible sin la aprobación de la Santa Sede», anunciaba al encargado de negocios alemán a Berlín— a raíz de la celebración de una misa solemne a principios de agosto de 1941: «Ayer sobre el suelo español y hoy en la misma Rusia bolchevique, en aquel inmenso país donde Satán parecía haber hallado sus mejores vicarios y colaboradores en los mandatarios de las repúblicas, valerosos soldados, incluidos los de nuestra patria, libran ahora la más grande de las batallas. Desde lo más profundo de nuestro corazón deseamos que esta batalla nos depare el triunfo definitivo y el ocaso del bolchevismo que sólo busca negar y subvertir». Y Constantini imploraba que la bendición de Dios descendiese sobre los soldados italianos y alemanes, que «en esta hora decisiva defienden el ideal de nuestra libertad contra la barbarie roja». El nuncio papal en Berlín, Orsenigo, dijo el 20 de agosto de 1941 al secretario de estado Weizsácker: «¡Quien en este momento habla de paz es un estalinista!».

En los círculos curiales se prefería entonces hablar de una «cruzada». Ahora bien, el papa no la proclamaba. No podía, dado que eran muchos los países cristianos que luchaban aliados a la «Rusia atea», en favor de la cual se pronunciaba, y justamente desde el comienzo de la guerra con fervor acrecentado la Iglesia Ortodoxa. Además la situación política de la Iglesia bajo Hitler le imponía cierta reserva. Las noticias que acerca de ello «accedían de continuo» a Roma constituían en todo caso, escribía la embajada alemana el 12 de septiembre a Berlín, un «material aplastante».

A despecho de ello, F. Menshausen, uno de los diplomáticos de Hitler ante el Vaticano, juzgaba entonces que Pío XII «Estaba con su corazón al lado de las Potencias del Eje». Por esa misma época el subsecretario de AA. EE., Luther; extraía esa conclusión en un amplio memorándum: «Desde el comienzo de la guerra el papa actual ha fundamentado sus planes apostando por una victoria de las Potencias del Eje». Y un dirigente del servicio secreto alemán, el comandante de las SS Schellenberg, comunicaba a la Wilhelmstrasse en un informe de cinco páginas acerca de una conversación con Pío: «El papa hará todo lo posible para garantizar una victoria alemana. Su meta es la destrucción de Rusia».

Significativo para entender la actitud del papa fue el intermezzo diplomático que siguió al encuentro del dictador alemán con el caudillo español el 23 de octubre de 1940 en Hendaya. En su momento se había hecho partícipe al papa de que Hitler había dicho a Franco que Pío era enemigo suyo. Horrible calumnia que el «Santo Padre» no podía dejar gravitando sobre él. De ahí que los nuncios en Madrid y Vichy declarasen con idénticas palabras —respondiendo evidentemente a un mismo encargo— ante el embajador que:

«Si realmente se pronunciaron tales palabras o en caso de que respondieran realmente al sentir del Führer, el papa lo lamenta. Pío XII abriga sentimientos amistosos para con el Reich. Su mayor anhelo es una victoria del Führer sobre el bolchevismo. Será tras una derrota decisiva de la Rusia soviética cuando llegue, quizás, el momento de que la paz se anuncie. El papa lamentaría que justamente después de esta proeza del Führer imperasen en Alemania ideas tan falsa acerca de sus sentimientos». Serrano Súñer replicó de inmediato al nuncio en Madrid que aquel rumor que habían llevad hasta los oídos del papa era falso. «Al revés. El Führer manifestó ante Franco que consideraba de gran valor mantener buenas relaciones con la curia puesto que él mismo albergaba en su Reich a 40 millones de católicos». Y cuando el mismo Franco hizo saber a Pío, a través de su embajador ante la Santa Sede, Yanguas Messía, que aquella información no correspondía a la verdad el papa declaró «que se alegraba sinceramente por esta notificación pues él seguía, como siempre, no sólo abrigando una calidísima simpatía por Alemania sino también admirando las grandes cualidades del Führer».

Y si, realmente, Hitler no hubiese librado su Kirchenkampf (lucha antieclesiástica), ¿no le habría parecido —como ocurrió con el secretario general del la Asociación Católica Kolping en 1933— el «hombre providencial» a quien «el Señor ayuda a remodelar la época»? ¿No lo habría calificado como hombre de la providencia con más frecuencia incluso que Pío XI lo hizo con el Duce?

Había en todo caso espacios más que suficientes en los que uno y otro se entendían espléndidamente. Algunos eran de la mayor importancia, decisivos incluso, como en términos generales el de la política exterior y el de la guerra contra Rusia. Hitler había asegurado ante ciertos prelados alemanes que «Los hombres no pueden vivir sin la fe en Dios. El soldado que está sometido durante tres o cuatro días al fuego graneado, necesita un apoyo religioso». Es más, había afirmado que el nuevo estado «era impensable sin la sólida cimentación del cristianismo. Tenemos necesidad de soldados y los soldados creyentes son las más valiosos. Su empeño es total. Por ello mantendremos abiertas las escuelas confesionales, al objeto de educar hombres creyentes en sus aulas…». Y Pío XII dijo refiriéndose a los «millones de católicos en los ejércitos alemanes»: «Lo han jurado y han de prestar obediencia».

El papa, cuya meta —«que no perdía de vista ni un sólo momento ni en ninguna de nuestra acciones»— era supuestamente y en palabras del arzobispo de Bamberg «preservar indemne la imparcialidad de la Iglesia» apostaba en realidad Plenamente por los fascistas desde Berlín a Madrid. ¡Era él quien buscaba mantener una buena relación con Hitler, pese a sus tremebundos crímenes, y no éste con él! De ahí que una «nota verbal del secretario de estado de Su Santidad a la embajada alemana ante la Santa Sede» del 18 de enero de 1942 encareciese «que la Santa Sede, profundamente preocupada por el auténtico bienestar de la nación alemana hace y hará todo lo posible, en cuanto dependa de ella y en el marco de sus derechos y deberes, para mejorar de continuo las relaciones entre la Iglesia y el Estado Alemán».

¡Mejorar de continuo!

Cuadra también con este filogermanismo el que la curia, apenas unas semanas después que el Japón entrase en guerra, al lado de los fascistas, el 8 de diciembre de 1941, iniciase relaciones diplomáticas con Tokio.

El Japón y las potencias del eje mantenían aún ventajas considerables. La penetración alemana en Rusia era aún muy profunda y los japoneses, superiores en el mar y en el aire habían llevado rápidamente sus conquistas mucho más allá del Pacífico y del Índico, hasta Tailandia, hacia la península de Malasia, las Filipinas, el norte de Borneo, las Islas Gilbert, Guam, Wake, Hongkong, el arcipiélago de las Bismarck, Sumatra, Bali, Timor, Java etc, y los USA y Gran Bretaña tuvieron que emprender una serie de retiradas, muy costosas en parte. Sobre los escenarios de guerra, su situación parecía, concede el mismo Monsignore Giovanetti, «comprometida sobremanera».;

Comprometida era también hasta entonces la situación de la Iglesia Católica en el Japón. Se había omitido el niponizarla y hasta 1927 no se nombró un obispo japonés en la persona de Januarius Hayasaka, obispo de Nagasaki: única medida de niponización en muchos años. Otras medidas del mismo sentido no se adoptaron hasta 1936: justamente cuando Alemania y el Japón confluyeron en el Pacto Antikommintem. Pero ahora «los acontecimientos se precipitaban literalmente», claro que en beneficio de la Iglesia Católica. Es cierto que el despertar de los movimientos nacionalistas y la revalorización del culto al emperador en 1940 acarrearon ataques al 1 cristianismo y a la Iglesia Católica a cuyo frente había todavía mayoritariamente prelados extranjeros. Con todo, la guerra del Japón al lado de los fascistas se mostró adicionalmente ventajosa para el papado. Su nuevo contacto diplomático suscitó de inmediato profundo pesar en Inglaterra y América; más profundo aún de lo que se había presupuesto en el Vaticano. El gobierno de su majestad británica anunció «su impresión altamente desfavorable», hallaba difícil compaginar la decisión del pontífice con sus lamentos por causa de la extensión de la guerra y temía que aquélla sería interpretada como un perdón para la agresión japonesa, alevosa y totalmente improvocada, como signo del especial favor del papa para con el Japón y Gran Bretaña se veía obligada, muy a su pesar, a extraer la conclusión de que «una vez más» Su Santidad se había plegado al apremio de las potencias del eje.

Contra el favorecimiento de las mismas había intervenido también, ya a principios de julio de 1941 y por encargo del presidente, el delegado americano ante el Vaticano, Harold Tittman. Cuando el cardenal Maglione le hizo confidencialmente partícipe del comienzo de las negociaciones vaticano-niponas, Tittman no «pudo por menos de reaccionar con una expresión facial indignada», como escribió de inmediato al secretario de estado Cordell, pues, concluía «ésta es una iniciativa del Japón condicionada por la guerra». A este respecto le surgió repentinamente la pregunta de si la curia acreditaría también a representantes de otros países, de Rusia, verbigracia. Maglione respondió sonriendo que «estos señores no habían hecho petición alguna en ese sentido». La solicitud nipona, sin embargo, afirmó monseñor Montini «sorprendió a la Santa Sede como un rayo desde el cielo azul». Pero el futuro papa constató con razón, según el despacho enviado por Tittman a Washington, «que unos lazo diplomáticos estrechos entre la Santa Sede y el Japón repercutirían beneficiosamente sobre los intereses de la Iglesia pues era cada vez mayor el número de católicos integrados en la zona sometida al poder de ese país. Anotó como de pasada que los intereses católicorromanos en los territorios ocupados por el Japón eran en este momento superiores que en Rusia. Aparte de ello la Iglesia había sido atacada en Rusia mientras que en el Japón se la había tolerado hasta ahora». Y por más que como cardenal secretario de estado Maglione lamentase también las atrocidades cometidas por el Japón en la guerra «no tenía al respecto suficientes pruebas documentales que le permitieran emitir un juicio al respecto…».

Siguió a todo ello un abundante intercambio de escritos diplomáticos entre los aliados accidentales y la curia. Con todo, el 26 de marzo de 1942 el Japón nombró a Ken Harada, hasta entonces encargado de negocios en Vichy, delegado extraordinario y ministro plenipotenciario ante la Santa Sede. Poco después ascendió a embajador y el delegado apostólico en el Japón, Paolo Marella, a nuncio ante el emperador Hirohito y de ahí a poco a cardenal. La prensa fascista y nazi habló de un triunfo moral del Japón sobre los USA. Y Moscú vio en los nuevos contactos vaticano-nipones un intento de completar el cerco ideológico al bolchevismo y de fortalecer a la Alemania hitleriana cuya guerra relámpago había impedido el invierno.

La red diplomática de Roma llegaba ahora desde Tokio hasta Madrid. A finales de junio de 1942 el papa recibió con marcadas muestras de simpatía a un miembro dirigente de la falange, Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco, amigo de Hitler y de Mussolini, para distinguirlo con la gran cruz de la orden de Pío IX. España estaba ahora dispuesta a enviar, en caso necesario, incluso un ejército de millones de soldados hacia el Este, dijo Serrano, pues la derrota de Hitler acarrearía tras sí el derrocamiento de Mussolini y de Franco y el advenimiento de gobiernos de izquierdas ante los que la Iglesia no podía sino abrigar toda clase de temores. Pío XII estaba dolido porque Alemania no lo consideraba como amigo, y no podía por menos de desaprobar la política de Hitler y muy especialmente la educación de la juventud. Se sentiría feliz, confesó a Serrano, si lograra entenderse con el Reich en la cuestión religiosa. Al parecer para nada se habló de los campos de concentración ni tampoco lo más mínimo sobre el terror sembrado por las SS y la Gestapo en toda Europa.

Sobre estas cuestiones callaba el papa, el hombre de «elocuencia pentecostal» como lo denominaba su antecesor, pero justo por esos días, concretamente el 30 de julio de 1942, Tittman, Chargé des affaires de los USA ante el Vaticano telegrafiaba al State Department sobre «como el hecho de que la Santa Sede omitiese toda protesta pública contra las crueldades del nazismo ponía en peligro su prestigio y resquebrajaba la confianza tanto en la Iglesia como en el Santo Padre. He advertido reiteradamente al Vaticano acerca de ese peligro y alguno de mis colegas han hecho lo mismo por su parte, pero todo ello sin éxito».

La consabida réplica de la curia en el sentido de que toda condena sólo serviría para causar mayores males y de que en cualquier caso sería inútil fue reducida tan frecuentemente ad absurdum que nos podemos eximir de entrar en ello.

En su voluminosa documentación. Cario Falconi sólo halló un testimonio escrito del papa Pacelli contra los asesinatos «secretos» de los fascistas, contra los crímenes perpetrados fuera del ámbito de las denominadas acciones eclesiásticas: la alusión a los «cientos de miles de personas que careciendo propiamente de culpa son destinados a la muerte o a una depauperación progresiva en virtud de su nacionalidad o de su genealogía…». Ésa fue la «primera y última» referencia, penosamente exigua por añadidura, al exterminio de 6 millones de judíos —según la lista de Falconi relativa a aquellas masacres— de diversa nacionalidad, de más de tres millones de prisioneros rusos, de 7000.000 ortodoxos serbios, de más de 200.000 gitanos, de decenas de millares de niños muertos en diversas razzias etc.

Tampoco la gaceta doméstica del papa, L’Osservatore Romano mencionó jamás las atrocidades cometidas por los nazis y sus cómplices paralelamente a los crímenes de guerra. Y es que todo ello no afectaba a los intereses del Vaticano que nunca fue ni es conocido por su amistad con los judíos, ni con los ortodoxos rusos o serbios. Lo que más pesaba en el ánimo de Pío XII era su enfrentamiento con la URSS. Por ello aceptaba gustoso el programa de un frente común contra ella que Serrano Súñer le presentó en el nombre de Franco para quien él envió su bendición. Y el caudillo, «hijo dilecto del papa», «amigo sincero» de Hitler, ensalzaba eufórico «las armas alemanas que libran las batallas por las que durante tanto tiempo aguardó Europa y la cristiandad».

Sólo que el desenlace fue muy distinto al esperado. Y ello se debió también, y no en último término, a la actitud de los USA. El papa se había opuesto vehementemente a su beligerancia y cuando ésta era ya un hecho los juicios sobre Roosevelt, como Von Bergen informaba telegráficamente, 1 «adoptan formas cada vez más cáusticas en el Vaticano». Es más, algunas conspicuas instancias curiales declararon que el presidente había «practicado de antemano un juego falso».

El juego correcto lo practicaban naturalmente el papa y también, p. ej., el arzobispo de Nueva York, Spellman. Éste, por encargo del papa, movilizaba al mundo en pro del fas-cismo y al mismo tiempo, en cuanto que obispo castrense americano, azuzaba a los americanos contra los fascistas. A ese respecto, aquel íntimo amigo del soberano de la Iglesia se valía de métodos literalmente milagrosos. A saber, la «Carmelite National Shrine of Our Lady of the Scapular» publicó en plena guerra una hoja circular de varias páginas en Nueva York, The Scapular Militia con el imprimatur del arzobispo (y posteriormente cardenal) Spellman garantizando generosamente a todos los católicos sujetos al servicio militar y con grandes letras en negrilla bajo una imagen de María, José y San Simón Stock que «quien quiera que muera revestido de este escapulario no sufrirá el fuego eterno». Aquel documento, autorizado por Spellman, se remitía a los efectos verdaderamente milagrosos del escapulario durante la Guerra Civil Española en la que regimientos enteros lo llevaban sobre el pecho. Un soldado provisto de él salió indemne aunque cuatro ametralladoras disparasen sobre él durante quince minutos. ¡Como esta resistencia no está al alcance de cualquiera! la circular prometía a todos los portadores de escapulario la «liberación del fuego del purgatorio el primer sábado después de su muerte». Este escapulario —que aseguraba la vida o contra el fuego eterno— se adquiría, incluso, de forma gratuita. El texto que figuraba sobre el imprimatur de Spellman sugería desde luego: «Aceptamos agradecidamente cualquier donativo en apoyo de la “Scapular Militia”».

Ahora bien, los USA y Gran Bretaña habían establecido una «alianza antinatural» (Strange Alliance) con una Unión Soviética de naturaleza tan disímil a la suya, mantenida únicamente por su común enemigo y continuamente socavada por una desconfianza más o menos intensa. Los angloamericanos querían que el papa estuviera de su parte. Él quería empujarlos al lado de las potencias del eje[15].