«Lo concerniente a la religión no es, como afirma la opinión todavía imperante en nuestros días, algo bueno y digno de veneración, sino todo lo contrario, algo malo y abominable. Se trata de una colusión detestable entre la voluntad de poder espiritual, por parte de unos, y la disposición al sometimiento espiritual, por parte de otros. Colusión tanto más detestable cuanto que esa voluntad de poder se presenta bajo la forma de humilde obediencia a los “poderes de lo alto”. Detestable por partida doble, ya que alimenta además en los sometidos la ilusión de poseer una convicción religiosa personal, fruto del propio esfuerzo… Sólo quienes minusvaloran el espíritu pueden opinar que el poder de la mendacidad religiosa es menos pernicioso que el de los malos políticos o el de los magnates económicos. Mientras la humanidad prosiga adelante con la historia de las religiones, proseguirá asimismo con la historia de las guerras. Mientras el hombre no se rebele contra la vergüenza de su tutela religiosa, no juzgará tampoco que la vergüenza de matar por decreto del poder sea tan mala como para abominar de ella desde lo más profundo y velar por una política adecuada. El mundo del delirio colectivo es el mundo del crimen colectivo»
R. Mächler[1]
«J’appartiens tout entier au Saint-Siège»
(E. Pacelli en 1917)
«¡Todo ello tuvo que haber tenido un sentido!»
(Pío XII a J. Müller
poco después de finalizada la II G. M.)
«… en determinadas fases se comportaba políticamente como si los USA debieran asumir crecientemente la función del imperio medieval; como si contemplara en ellos al brazo secular de la Iglesia, mientras que el papa desempeñaría el papel de cura de campaña de la alianza occidental»
(Peter Nichols)
«Pío XII se oponía a “una paz a cualquier precio”. El pacifismo extremo no sólo le parecía extravagante sino públicamente peligroso… De ahí que Pío XII no condenase rotunda e incondicionalmente las armas atómicas, biológicas y químicas, por más que urdiese para su reducción generalizada. Usadas en legítima defensa podrían también ellas ser moralmente permitidas»
(R. Leiber S. J.)
«La tarea era ardua, pero Pío XII la desempeñó espléndidamente. En esta época de ruda violencia, del odio y del asesinato, la Iglesia no hizo otra cosa sino ganar en prestigio, en confianza y en margen de acción»
(R. Leiber S. J.)
«La autoridad moral del papado en los países no católicos y no cristianos aumentó aún más durante su pontificado»
(Léxico de la Teología y de la Iglesia)
«Desarrolló el hábito, que en el último trecho de su vida casi se convirtió en una obsesión, de ganarse las simpatías de su audiencia y de influir sobre ella mostrando un saber riguroso justamente en la especialidad en la que aquélla estaba cabalmente interesada. Si, verbigracia, recibía a un grupo de dentistas había de contarles algo sobre los nuevos sistemas de taladro. Si saludaba a especialistas en la explotación del petróleo hablaba de otros métodos de perforación y sobre técnicas de comprobación sismográficas, gravimétricas y magnéticas. Si eran carniceros los que tenía ante sí, la víspera anterior se estudiaba los métodos más modernos del sacrificio de animales en el matadero municipal…»
(Corrado Pallenberg)
Eugenio Pacelli no era aristócrata de nacimiento, pero sí lo era, digamos, por sus gestos y ademanes. Descendía de una familia cuyos miembros habían sido desde hacía muchas generaciones «romani de Roma», vinculada desde muy antiguo con la ciudad y desde más antiguo aún con el Vaticano. Con sus finanzas especialmente. El abuelo del papa, Marcantonio Pacelli, nacido el año de 1804 en Orano provincia de Viterbo se introdujo en la administración vaticana gracias a su tío, el cardenal Caterini. Primero se convirtió en responsable de la sección de finanzas bajo el pontificado de Gregorio XVI, aquel «Santo Padre» que azuzaba a su policía secreta y a su soldadesca contra los italianos, aplastaba brutalmente cualquier gobierno liberal y condenaba la libertad de conciencia como una «demencia» (Deliramentum) (V. Vol. 1, «Entre Cristo y Maquiavelo»). En 1848, el abuelo de Eugenio Pacelli marchó para Gaeta con Pío IX huyendo de la revolución. A su regreso, limpió Roma de revolucionarios tras ser nombrado miembro del Tribunal de los Diez. En 1851, fue nombrado subsecretario de estado para asuntos internos y en 1861 fundó el diario del Vaticano L’Osservatore Romano. Tuvo dos hijos, Ernesto y el padre de Eugenio, Filippo, abogado, letrado de la Santa Rota y consejero municipal de Roma. Su mujer, Virginia Graciosi, le dio dos hijas, Giuseppa y Elisabetta y también dos hijos, Francesco —padre de los siniestramente célebres sobrinos papales, Marcantonio y Giulio Pacelli— y Eugenio, a quien la devota madre habría al parecer idolatrado[2]
El futuro papa, nacido el 2 de marzo de 1876 como típico vástago del «patriciado negro» de menos rango y educado inicialmente como tal en escuela privada, —luego pasó a un liceo público— fue ordenado sacerdote en 1899 por el vicegerente del cardenal vicario de Roma. Respaldado por el cardenal Vincenzo Vanutelli (V. Vol. I), íntimo amigo de su padre, y una vez licenciado en derecho, entró como pasante y camarero secreto del papa en la Congregación para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, con cuyo secretario, P. Gasparri, preparó la codificación del derecho canónico. En 1911, Pacelli se convirtió en sotto-secretario, en 1912, en pro-secretario y en 1914 en secretario de la Congregación. En 1917 fue nombrado nuncio en Múnich, acontecimiento que se incluyó entre los hitos más importantes del catolicismo alemán.
Cuando Pacelli dejó Baviera en 1925 pronunció un discurso de despedida que si bien no cuenta entre las maravillas literarias de la época, sí que se presta maravillosamente para caracterizar su estilo y, por ende, caracterizarlo a él mismo. «Al decir adiós a Múnich, ciudad de soberanas creaciones de su sentido estético y de fe viva, saludo con el corazón conmovido a todo el pueblo bávaro, entre quienes en los años transcurridos me surgió una segunda patria. Una segunda patria cuyas verdes campiñas y callados bosques, cuyas altas montañas y azules lagos, cuyas capillas rurales y catedrales, cuyas praderas y castillos, cobran nuevamente forma en mi imaginación antes de que tome el bastón de peregrino y me traslade a otro lugar a obrar según lo exige mi cargo. Y juntamente con el paisaje saludo en mi despedida, lleno de gratitud, al pueblo bávaro, ese pueblo con el que ha de encariñarse por fuerza todo aquel que lo mire no sólo a los ojos sino en lo profundo del alma, ese pueblo de espíritu tan fuerte y tan firme como las rocas de sus montañas, de sentimientos tan profundos como las azules aguas de sus lagos» (Su «Excelentísima» no pasó inadvertidamente por alto, como anota congenialmente sor Pascalina Lehnert la compañera de su vida) «pese a todo ello… los encantos de la naturaleza. Se gozaba en las flores espléndidas, en el murmullo de los arroyos, en las ágiles ardillas, en las mansas vacas, en las variopintas mariposas y lo último que pasaría por alto eran los pastorcillos que custodiaban los rebaños…»
Las vidas de Pío XI y Pío XII, de edades muy parecidas, se habían cruzado frecuentemente. Durante la I G. M. trabajaban ambos en el Vaticano. A su regreso de Varsovia en el invierno de 1920/21, Ratti visitó a su colega Pacelli en Múnich y su coincidencia en el enjuiciamiento de la situación mundial fue de seguro uno de los factores y no el menos importante que llevaron a Ratti, ya papa, a confiar al eficiente nuncio la secretaría de estado el 7 de febrero de 1930. Pío XI mostró un afecto cada vez mayor por su «veramente carissimo e mai tanto caro come ora Cardinale Secretario di Stato» y finalmente consideraba que «el mayor don» obtenido en su vida era el de poder tenerlo a su lado. «Si el papa muriera hoy mañana habría otro en su puesto, pues la Iglesia perdurará más allá. Pero si muriera el cardenal Pacelli ello constituiría una desdicha mucho mayor, pues él es único». He ahí de qué modo promovía el undécimo de los píos la imagen del futuro duodécimo. Deseaba que le sucediera y Pacelli seguía sus pasos «casi como un príncipe heredero». «Lo hago viajar», dijo cierta vez aludiendo a los viajes de su valido a las Américas del Sur y del Norte (1934 y 1936), a Francia (1935 y 1937) y Budapest (1938), viajes que iban generalmente acompañados de honores triunfales y banquetes estatales, «para que el mundo lo conozca y él conozca el mundo… da una buena imagen de papa».
Sin duda alguna Pacelli partió como favorito en el cónclave iniciado el 1 de marzo de 1939. Con todo, él declaró modestamente —recordemos casos anteriores— a quienes lo felicitaban por anticipado que «Se agradece de veras, pero consideren que ningún secretario de estado fue jamás elegido papa», lo cual tenía tan poco de cierto como muchas otras declaraciones en boca de Pacelli. Además de ello hizo sus maletas, mandó «poner en orden toda su vivienda» y encargó los billetes para pasar unas vacaciones en Suiza. «¿Están en regla vuestros pasaportes?… El mío ya lo está». A despecho de ello se convirtió en lo que la mayoría esperaba y él mismo seguramente más fervientemente que nadie y además, según parece, en el cónclave más breve desde el celebrado en 1623, como primer romano y primer secretario elegido papa, desde el 1721 y el 1775 respectivamente.
El suplicio de la incertidumbre acabó ya al día siguiente, el 2 de marzo aniversario de Pacelli. En el tercer escrutinio obtuvo la mayoría necesaria de dos tercios. Adoptó el nombre de Pío XII y escogió esta divisa para su pontificado: «La paz es obra de la justicia»: Opus Justitiae Pax. Eligió como blasón una paloma con el ramo de olivo, símbolo de la paz, y el 10 de marzo nombró al napolitano L. Maglione, un fumador empedernido, hombre de mundo y cuidadoso de su apariencia, secretario de estado. Había sido nuncio en Berna de 1918 a 1926 y hasta 1935 lo fue en París. (Con todo, en una «Causa» ya incoada. Pío XII le denegó la beatificación, pues «como éste… fumó tanto no puedo beatificarle»). Después de la muerte de Maglione el 22 de agosto de 1944 Pío XII, caso único en la historia de la Iglesia, gobernó sin secretario de estado hasta su propia muerte, apoyándose únicamente en los responsables de la más poderosa de sus instituciones, Tardini y Montini. El último sería más tarde papa con el nombre de Pablo VI.
Pacelli fue coronado, después de una solemne misa papal en San Pedro, el 12 de marzo, en el balcón situado encima de la puerta principal. En ese momento parecía como si él «atrajese a Dios hacia la tierra» (Pascalina). Fue ésta la primera coronación practicada en este lugar a causa de los «cientos de miles» que no hallaban cabida en la basílica. El cardenal Caccia Dominioni ejecutó aquel acto con la significativa frase de «Recibe esta tiara ornada de tres coronas y sepas que eres el padre de los príncipes y reyes, guía del orbe…» (patrem principum et regum, rectorem orbis in térra). Palabras que reflejan con harta claridad las antiquísimas ambiciones de poder universal del papado, las mismas que ya inicialmente hallamos en León XIII.
La prensa mundial mostró, una vez más, su perspicacia para captar lo esencial tras la elección y coronación de Eugenio. Elogió «su figura prócer, impasible y no obstante elástica, esbelta y enjuta. Su rostro fino, pálido y anguloso. Su mirada hierática de ojos negros que refulgían como diamantes tras las gafas. Su porte transfigurado en la blanca ropa talar, rígido bajo la tiara, semejante a una estatua de mármol. Su aristocrática mano y su sonora voz». Tampoco olvidó desde luego sus buenas prendas morales: su firmeza de carácter, su tenacidad, su laboriosidad, la pureza de sus costumbres, su piedad. Ni sus capacidades intelectuales: su aguda inteligencia, su memoria fuera de lo común, su amplia erudición, su elevada cultura, su mundología, su elocuencia. No prosigamos: es algo que ya conocemos por otras entronizaciones papales anteriores. Semejantes apoteosis se repiten de tanto en tanto como las melodías de un organillo.
El papa Pacelli, un enamorado del poder y la gloria, era un autócrata digno de ser llevado a la escena, que prestaba resonantes alas al culto a la personalidad, que calculaba el efecto de sus apariciones públicas «como una primadonna», que se recreaba en los baños de multitud aunque había sentido temor de ella, que en semejantes situaciones comenzaba a vibrar, a temblar de excitación, que con una convicción mayor que la de todos sus predecesores se hacía llamar «Petrus vivus», que, por mor de sí mismo creó un gigantesco aparato propagandístico y nombró a un redactor propio, Cesidio Lolli, responsable para todo cuanto se publicase en L’Osservatore Romano, —aquella gaceta curial casi familiar— concerniente a su persona. El porte de este papa era hasta tal punto hierático-faraónico que llegó a disgustar incluso a los monsignori avezados a lo más duro: «Era un déspota hasta la médula», que no deseaba colaboradores sino sólo subordinados, receptores de órdenes (Engel-Janosi).
Se ha llegado a decir que cuando tenía que nombrar obispos, torcía el gesto; que cuando eran arzobispos, sentía náuseas y que en el caso del nombramiento de cardenales, enfermaba literalmente. Así se explica el «bloqueo de birretes»: en lugar de los más o menos veinte cardenales que la curia necesitaba para un buen funcionamiento, ésta trabajó durante muchos años tan sólo con doce de los que cinco eran octogenarios. Es más que probable que Pacelli sólo promoviese una exaltación, la de su antecesor, beatificado y canonizado, pues ello le permitía sentirse exaltado él mismo, vinculado a aquel glorioso rango de la santidad que él mismo, dados sus antecedentes, aguardaba también para sí. Eso si no esperaba, incluso, su exaltación a doctor de la Iglesia el supremo entre los títulos que Roma concede y que sólo lo ostentan León I y Gregorio I entre los aproximadamente 265 papas. (El número exacto de «Santos Padres» legítimos es algo que se sustrae al conocimiento de los mismos círculos «más ortodoxos»).
E. Pacelli no esperó a ser papa para hacer historia. El hombre que, al igual que muchos otros príncipes de la Iglesia, sentía la política mundial como su más genuina vocación, se ejercitó ya en aquélla como cardenal secretario de estado bajo Pío XI y durante aquel decenio, que algunos consideran como su época de esplendor, fue cuando desplegó sus indiscutibles dotes de diplomático. Algunos lo enjuiciaron incluso como persona «únicamente dotada para la diplomacia» (Engel-Janosi)
El otrora secretario de estado compartió la responsabilidad del apoyo internacional prestado a Italia en la guerra de Abisinia (no es casual que en algunas fases del pontificado de Pacelli no hubiese ni un solo italiano entre los representantes vaticanos en Abisinia). Fue también corresponsable del apoyo prestado a Franco durante la Guerra Civil Española y del prestado a Hitler a partir de 1932/33. Durante la invasión de Abisinia y la Guerra Civil Española el secretario de estado apostó con plena confianza por los fascistas. Y cuando algunos obispos (franceses) e incluso, parece, algunos curiales intentaron atraer a Pío XI hacia un compromiso con los comunistas, Pacelli se opuso enérgicamente. El embajador polaco Skryzinski informaba por entonces que «el cardenal Pacelli es absolutamente contrario a estas tendencias conciliadoras frente al comunismo». El jesuita Pietro Tacchi Venturi, amigo íntimo y consejero de Mussolini hacía las veces de acrisolado enlace entre éste y Pío XII. Por lo que respecta a Alemania, Pacelli era siempre proclive al compromiso y la mediación. No, ciertamente, por simpatía hacia un anticlerical como Hitler. Los triunfos de éste en la política interior y exterior, la continua ampliación del poder y la constante elevación del prestigio de su Reich, sin embargo y especialmente su furioso anticomunismo tenían que impresionar al papa y le aconsejaban «una gran prudencia táctica y mayor cautela que en el pasado». A ello se sumaba una predilección general por el país donde en calidad de nuncio hizo de las suyas por espacio de trece años, país que se despidió de él en Berlín, en 1929 con una marcha nocturna de antorchas y con comentarios de prensa de este tenor: «Es como si perdiéramos con él a nuestro ángel de la guarda». Aquella veneración alemana por Pacelli, urdida por el clero; aquella admiración por un hombre que ya en 1917 era capaz de declarar que «Yo pertenezco por entero a la Santa Sede», cuadraba a la perfección con aquel bobo sentimiento alemán de gratitud abrigado por el ya decrépito Hindenburg, quien visitaba frecuentemente la nunciatura berlinesa para agradecer cada vez a Pacelli el que en otro tiempo, como representante de Benedicto XV, hubiera persuadido a los aliados para que renunciasen a perseguir judicialmente al emperador alemán.
El alemán era la lengua extranjera que Pacelli dominaba mejor, aunque lo hablase con un fuerte acento. Tenía especial debilidad por la prensa alemana. Una vez papa, estaba rodeado de alemanes. Se aconsejaba del alemán L. Kaas, de los jesuitas alemanes Hendrich y Gundlach, y del asimismo jesuita y alemán Hürth. Tenía un secretario privado alemán, el jesuita Leiber, y un confesor alemán, el jesuita Bea.
Alemana era también la monja bávara Pascalina Lehnert, que mostraba especial apego al papa y a quien las lenguas frívolas llamaban «La Papessa» o «virgo potens». Siendo él un prelado de 41 años descubrió en 1917 a aquella asceta de 23, «de estatura graciosamente regordeta, de rasgos regulares, de bonita nariz y de ojos penetrantes y desconfiados», en el monasterio de las Hermanas de la Santa Cruz de Einsiedeln, cuando se recuperaba del susto de un inofensivo accidente automovilístico. Se la llevó primero «prestada» por sólo seis semanas durante las que evidentemente aprendió a apreciar sus capacidades, pues después ya no supo separarse de ella durante los 40 años siguientes transcurridos hasta su muerte. Estando aún en edad muy poco canónica, Pascalina le sirvió en sus nunciaturas alemanas, previa dispensa de Benedicto XV; en las estancias palaciegas del Vaticano, previa dispensa de Pío XI y finalmente, en los aposentos privados del papa, a los que «por ser muy grandes los aposentos» ella hizo traer otras hermanas —en 1949 eran cuatro— con la dispensa del propio papa Pacelli.
Más aún, no sólo los dos magníficos ejemplares de gato persa de «Su Santidad» se llamaban «Peter» y «Mieze», también el pardillo, regalo de un matrimonio protestante alemán, «que veneraba mucho al papa», los canarios, (de los que «Gretchen», completamente blanco, era el pájaro favorito del papa), y «otros pajaritos que abundaban en las estancias papales», tenían en su mayoría nombres alemanes. (Y cuando menos a cada almuerzo y también después de las fatigosas audiencias, el papa superaba otra prueba, la de «instaurar la paz entre los pajarillos Hánsel y Gretel, que se peleaban por una hoja de lechuga, o bien tenía que reconvenir a Gretchen para que no se fijase justamente en sus cabellos cuando trataba de hacer su nido»).
El embajador italiano ante la Santa Sede, Pignatti di Custoza, hablaba del «Papa de los alemanes», eso cuando no se le denominaba directamente «papa alemán» a secas. El ministro de AA. EE., Conde Ciano, anotó ya antes del cónclave que eran los alemanes quienes más favorecían a Pacelli. Ahora bien, no es que a los italianos los agobiara precisamente la pena por el cambio de papa. Pues el mismo Mussolini, cuando apenas había estrenado su tumba Pío XI a quien se lo debía todo —incluido, desde luego, lo que sería su horrible final— exclamó así: «Por fin se ha ido», «Ese viejo obstinado está ya muerto».
Toda la prensa nazi se congratuló por la elección de Pacelli. Incluso el cronista de la corte vaticana, el prelado A. Giovanetti, lo reconocía así: «También la prensa nacionalsocialista hablaba elogiosamente de él». El ministerio alemán de AA. EE. estaba asimismo satisfecho. El Conde Moulin, director de la sección de asuntos con el Vaticano, caracterizó al nuevo «Vicario de Cristo» no sólo como persona altamente dotada, laboriosa y muy por encima del promedio, sino también como «muy amiga de los alemanes». El propio Ribbentrop, ministro de AA. EE., tenía un concepto «elevadísimo» de Pacelli y opinaba así sobre él: «Éste es un auténtico papa», estando por saber lo que el antiguo representante de champanes entendía bajo ese concepto. El legado bávaro en el Vaticano, Barón von Ritter, era un incondicional del nuevo papa y no se cansaba de elogiar su filogermanismo. Hasta el propio cardenal secretario de estado, Maglione, era tan filo-germano que Francia quiso denegarle su agrément cuando fue nombrado nuncio. Y es que el mismo Pacelli, siendo ya secretario de estado, abogó por la «comprensión y la conciliación» frente a Alemania, esforzándose por hallar «compromisos» y tratando reiteradamente de atenuar la actitud de un Pío XI, a veces renuente: eso a despecho de que también él había declarado en 1933 acerca de Hitler que «no se le podía discutir cierta genialidad»
Cuando pocos meses después de la publicación de la encíclica Mit brennender Sorge recibió en audiencia al embajador alemán D. von Bergen, ello sucedió, tal y como este Último informaba a Berlín el 23 de julio de 1937, «con marcada cordialidad» y con la enfática promesa «de normalizar lo antes posible las relaciones con nosotros y devolverles su carácter amistoso. Es algo que cabe esperar especialmente de quien ha pasado 13 años en Alemania y siempre mostró las mayores simpatías por el pueblo alemán. Estaría además en todo momento dispuesto a una entrevista con personalidades dirigentes, verbigracia, con el ministro de AA. EE. del Reich o con el presidente del gobierno, Göring».
También en abril de 1938 dio Pacelli a entender ante el presidente del senado de Danzig, Greiser, «de forma reiterada e insistente, la necesidad de un arreglo entre el Vaticano y el Reich, aventurando incluso la declaración de que él, Pacelli, estaría dispuesto, si así se le requería, a ir a Berlín a negociar».
El entonces cardenal secretario de estado consideraba al estado nazi como extremadamente sólido y cualquier punto de vista discrepante de esa opinión se le antojaba miope o falsa. Su monstruoso auge le impresionaba o, más aún, suscitaba en el segundo hombre de la curia un «asombro real por los muchos éxitos del Reich alemán y el afianzamiento de su posición como consecuencia de ello». Ésa era la razón de que Pacelli no deseara la participación de ningún clérigo en los «grupos de resistencia». Apenas llegó él mismo a papa hizo cuanto estaba en su mano para mejorar los contactos con la Alemania hitleriana.
Eso quedó ya bien patente en la audiencia concedida a D. von Bergen, representante alemán ante la «Santa Sede», que primero lo fue de Prusia y después, de 1920 a 1943, de todo el Reich. Como decano del cuerpo diplomático fue él quien, en uniforme del partido, pronunció el discurso en memoria de Pío XI, discurso salpicado de alusiones al eje Roma-Berlín y en el que ni siquiera se abstuvo de sugerir al «Sacro Colegio», digámoslo con palabras de Padellao, el biógrafo de Pío, que «escogiera un papa a imagen de Hitler». Von Bergen, unido «amistosamente» al recién elegido durante más de 30 años, según propia confesión de Pacelli, cuenta lo siguiente acerca de su visita, realizada el 5 de marzo, es decir, todavía anterior a la denominada ceremonia de la coronación: «En la audiencia, durante cuyo transcurso yo le expresé una vez más las felicitaciones… los más cálidos parabienes del Führer y de su gobierno, el papa encareció que yo era el primer embajador a quien recibía. Puso gran empeño en encargarme a mí personalmente de trasmitir su profundo agradecimiento al Führer y canciller del Reich… El papa enlazó con ello su “profundo deseo de paz entre la Iglesia y el Estado”. Aunque esto fuese algo que ya me lo había expuesto reiteradamente como secretario de estado, ahora quería confirmármelo como papa».
Con esa audiencia Pío XII daba claramente a entender que el régimen de Hitler le resultaba tan aceptable como cualquier otro y al día siguiente, como él mismo destacó, fue al «Fuhrer», el primero entre los jefes de estado, a quien comunicó, en alemán, su elección, «acto de especial deferencia» (Von Bergen). Pacelli, consumado «Diplómate de l’ancien régime», escribió primero la palabra «Führer» y la tachó después pero finalmente acabó por usarla. «Cuando apenas se inicia nuestro pontificado ponemos empeño en asegurarle que seguimos guardando afecto entrañable por el pueblo alemán, cuyo destino le ha sido confiado», escribía Pío el 6 de marzo a Hitler, y al igual que había hecho anteriormente como nuncio en Alemania, expresaba ahora, como papa en Roma, su deseo de llegar a una solícita «cooperación en provecho» de la Iglesia y del Estado: «exigencia de lo más imperioso», «nuestro más ardiente deseo». E imploraba «con sus mejores deseos que la protección del cielo y la bendición del Dios omnipotente» descendieran sobre Hitler.
¡Eso después de nada menos que siete años de terror! Tan solo en Austria habían detenido a más de 800 sacerdotes hasta octubre de 1938. También el gran pogrom antijudío de noviembre, taimadamente suavizado con el eufemismo habitual de «Noche de los cristales rotos», había tenido ya lugar sin que la Santa Sede saliera de su mutismo, pese a que fueron muchos los estados que protestaron. Aquel suceso causo daños de varios millones de marcos en propiedades de los judíos, conllevando la destrucción de al menos 200 sinagogas y de miles de negocios. Unos 20.000 judíos fueron detenidos y en apenas cuatro días 10.000 de ellos fueron deportados a Buchenwald. A los deportados se les impuso además una multa de mil millones, que después fue aumentada en 250 millones más, algo que apenas es creíble se sustrajera al conocimiento del papa. (Por lo demás, a partir de 1938, había ya en Italia una legislación antisemita según el modelo de la alemana).
Todo ello no impidió sin embargo que Pío ofreciese al auténtico instigador de las persecuciones ¡una solícita «cooperación provechosa» para la Iglesia y el Estado nazi y considerase esa exigencia como imperiosa y como su deseo más ardiente! ¡Qué hacer! Así eran los tiempos que corrían. En las cárceles alemanas sólo había dos libros a disposición de los presos: ¡Mein Kampf y la Biblia! ¡Y por lo que respecta al menos al primero, se sabe que Pacelli lo había leído cuidadosamente!
En lo tocante a la carta de Pío a Hitler, hasta el apologeta A. Giovanetti se ve obligado a conceder que: «Por lo extensa y por los sentimientos en ella expresados no tiene parangón entre los escritos oficiales emitidos por entonces desde el Vaticano». Y al embajador Von Bergen le parecía que el «tono básico» de la carta era «considerablemente más amistoso que el que se percibía en escritos de Pío XI al entonces presidente del Reich… En la versión alemana se trasluce la mano del papa, tanto más cuanto que según informaciones fidedignas aquél se reservó expresamente para sí el tratamiento de las cuestiones relativas a Alemania». Hitler no respondió a «Su Santidad» hasta casi dos meses después, deseándole una «próspera legislatura» y expresando por su parte la esperanza de que la relación entre el Estado y la Iglesia «se encauzase y desarrollase de un modo útil y fructífero para ambas partes».
En interés de esa utilidad para ambas partes. Pío XII ordenó repetidamente a L’Osservatore Romano que desistiese de su política de alfilerazos contra Alemania e Italia. A partir de ahí cesaron realmente de incluir opiniones de prensa antialemanas. Cierto es que ese diario criticó nuevamente al Reich unas semanas después de la invasión de Polonia, pero a mediados de mayo de 1940 y tras nueva instrucción venida de lo más alto, el rotativo tuvo que poner término definitivo a la polémica. Ahora bien, también los diarios alemanes tuvieron que poner fin a sus ataques contra el papa y la curia[3].
«Nos alegramos por la grandeza, el auge y la prosperidad de Alemania y sería falso afirmar que Nos no deseamos una Alemania floreciente, grande y fuerte»
(Pío XII el 25 de abril de 1939)
El 15 de marzo de 1939, dos semanas después de la subida de Pacelli al solio pontificio, Hitler ocupó Praga —frente a lo cual Pío XII deseaba «esforzarse con ahínco por una política más comprensiva respecto al Tercer Reich»— destruyendo con ello Checoslovaquia a quien había fustigado tildándola de portaviones de la Unión Soviética, contemplándola definitivamente, desde la «Reincorporación» de Austria al Reich, como próximo objetivo de su política rapaz.
Aquello vino precedido en octubre de 1938, medio año después de la irrupción en Austria, por la ocupación de los Sudetes, en medio del júbilo una vez más de los prelados y de las gacetas diocesanas, tanto más cuanto que ya había en Alemania un 10% más de católicos que en 1933. El presidente de la conferencia episcopal, el cardenal Bertram, envió el siguiente telegrama a Hitler «Por encargo de los obispos de Alemania».
«El hecho grandioso del afianzamiento de la paz entre los pueblos sirve de motivo al obispado alemán para expresar su felicitación y gratitud del modo más respetuoso y ordenar que el próximo domingo se proceda a un solemne repique de campanas». (¡Aquel mismo año el primado alemán encarecía a la gestapo que los sacerdotes guardarían «rigurosísimo secreto» sobre los campos de concentración si se les permitía ejercer allí «su misión»).
El presidente checo Benes hubo de resignar su cargo en Praga. Mientras él iba a Londres para organizar la lucha antinazi, su sucesor, el católico creyente Emil Hacha dio al momento pruebas de su estrecha vinculación con la Iglesia, participando en el Tedeum de la catedral de San Vito. Y la curia también saludó la elección de Hacha, cuyo gobierno demostró «su buen comportamiento» frente a Berlín mediante una ley de plenos poderes, mediante la disolución del Partido Comunista Checo, decidida significativamente el 23 de diciembre, así como mediante la expulsión de los judíos de todos los servicios públicos, de la industria y de las actividades bancarias. Citado el 14 de marzo en Berlín, Hacha puso, en una sesión nocturna, «pleno de confianza el destino de la nación y del pueblo checos en manos del Führer».
Roma no podía sentirse excesivamente contrita por el final de la «República de los Hussitas». Después de la I G. M., casi millón y medio de ciudadanos checos, entre ellos uno de cada dos maestros, había causado baja en la Iglesia. De los ocho obispos y 818 sacerdotes existentes en 1917 sólo actuaban plenamente como tales, según un informe del legado checo ante la Santa Sede, diez clérigos. En todo caso Pío XII se opuso «muy resueltamente», según telegrafió el embajador alemán en el Vaticano, incluso a los «imperiosos intentos» que trataban de persuadirlo para que se sumase a las protestas de los estados democráticos, Francia en especial. En cambio expresó su deseo de anunciar para conocimiento de todos «en cuánta estima tenía a Alemania y cuánto estaba dispuesto a hacer por ella». Y el secretario de estado, Maglione, quien todavía el 15 de marzo quería recibir en audiencia al embajador checoslovaco Radimski, estaba gustosamente dispuesto si se le requería a seguir haciéndolo, pero sólo en su domicilio privado, lo cual equivalía a aceptar el hecho de la disolución de la república y por cierto contra los usos de la curia, según los cuales no se reconocía ninguna modificación territorial hasta que lo hubiesen hecho previamente otros estados.
Bajo Benes, una parte como mínimo de la jerarquía católica no estaba dispuesta a comprometerse en su favor ni tampoco a comprometer a los católicos en favor de la causa checoslovaca. Todavía el 5 de julio de 1944 el coronel de las SS y ministro del Reich para el protectorado de Bohemia y Moravia, K. H. Frank, conocido por su dureza y arrasador de Lídice, escribía al cuartel general de Hitler que él, Frank, se apoyaba en los más altos dignatarios checos de la Iglesia Católica. Eso pese a que poco después de la entrada de los alemanes 487 sacerdotes fueron deportados a campos de concentración. Es claro, por otra parte, que en el denominado protectorado quedaron prohibidas las comunidades de obediencia ortodoxa. Otro tanto vale decir de la Eslovaquia bajo su presidente, monseñor Tiso, tan estrecho colaborador de los nazis.
Pocas semanas después de la elección de Pacelli como papa la Gran Alemania celebraba, el 20 de abril, el aniversario de Hitler. De todas las torres de las iglesias pudieron oírse repiques festivos de campanas; todos los templos fueron adornados con las banderas de la cruz gamada. A los fieles se les exhortó a que rezasen en los «lugares sagrados» por el «Führer», por el «acrecentador y protector del Reich», como lo ensalzaba el arzobispo de Maguncia, (que después sería destruida en un 80 %). Y el cardenal de Colonia Schulte, de quien se supone era mucho más escéptico que sus colegas de cargo respecto al nazismo, encareció la «fidelidad» de los obispos «para con el Reich Alemán y su Führer». «Esa fidelidad es inquebrantable, pase lo que pase, pues está basada en los principios inconmovibles de nuestra santa fe». (La ciudad de la que él era cardenal quedó destruida en un 72% y la fidelidad obispal, como es sabido, en un 100%).
Pero también el papa homenajeó de nuevo a Hitler con un mensaje —muy bien acogido— escrito de su puño y letra. Es más, pocos días después, el 25 de abril, Pío XII, según testimonian quienes lo oyeron, dijo ante unos 160 peregrinos alemanes a quienes recibió en audiencia «con especial cordialidad»: «Nos hemos amado siempre a Alemania, donde nos fue dado vivir por varios años, y ahora (!) la amamos todavía mucho más. Nos alegramos por la grandeza, el auge y la prosperidad de Alemania y sería falso afirmar que Nos no deseamos una Alemania floreciente, grande y fuerte».
Su expansión hacia el Este debía ser especialmente muy del agrado del papa pues ya antes que Hitler el Vaticano había trabajado cabalmente por el desmembramiento de Checoslovaquia, tachada de hussita o, aún peor, de socialista. Apoyaba para ello al Partido Popular Eslovaco, de tendencia separatista, partido católico y conservador, impregnado de antisemitismo; dirigido en un principio por el prelado Hlinka y desde 1938 por Tiso, profesor de teología. Apenas ocupó su cargo como primer ministro de Eslovaquia, éste exigió una autonomía total aunque poco antes hubiera jurado fidelidad al presidente de la república. Depuesto de su cargo, Tiso huyó a Berlín el 13 de marzo de 1939, llamado por Hitler y al día siguiente vinculó tan estrechamente Eslovaquia, en el plano militar y en la política exterior a Alemania que aquélla sólo mantenía la apariencia exterior de un estado independiente.
El 18 de marzo se concluyó un acuerdo de protección que no sólo estipulaba una intensa cooperación financiera y económica, sino que obligaba a Eslovaquia a practicar una política exterior y a configurar sus ejércitos de «común acuerdo» con el Reich. A la Wehrmacht se le permitió ocupar una «zona de protección» y en la guerra de Hitler contra Polonia, el estado de Tiso le sirvió a aquél de zona de despliegue para el 14 ejército alemán, obteniendo como contrapartida ciertas ganancias territoriales, unos 722 kmts/2 en total. El 31 de julio de 1939 el parlamento eslovaco promulgó una constitución que afirmaba en su preámbulo la estrecha unión del pueblo y el estado con la providencia divina. El 26 de octubre de 1939 Tiso se convirtió en presidente del estado con el asentimiento, como es obvio, de su superior espiritual, el arzobispo K. Kmetko, y la anuencia del papa.
Pío fue uno de los primeros en reconocer al nuevo estado. Envió bien pronto su representante diplomático, G. Burzio, a Bratislava y recibió a Tiso en el Vaticano, otorgándole el rango de gentilhombre papal y el título de monseñor, a raíz de lo cual los obispos católicos bendijeron en una declaración conjunta al régimen clerofascista y casi todos los sacerdotes comenzaron a elevar sus preces por Hitler. Y al igual que habían hecho los teólogos más prominentes de Alemania en 1933, Tiso proclamó ahora: «El catolicismo y el nacionalsocialismo tienen mucho en común y trabajan mano a mano por la mejora del mundo». Ahora, tomando como ejemplo la juventud hitleriana, se constituyó una «Guardia de Hlinka», se introdujo el servicio laboral a imitación alemana y, al igual que en España, se suprimió inmediatamente la libertad de opinión, de prensa y de expresión, se prohibieron los partidos políticos y se atribuló a ortodoxos, protestantes y judíos.
Ya el 18 de abril de 1939 se había decretado una ley restrictiva contra los aproximadamente 90.000 judíos eslovacos, que no afectaba en todo caso a los convertidos al catolicismo. Le siguió un «estatuto para judíos» más duro, el 10 de noviembre de 1941. Un año más tarde y pese a la intervención de la sede papal fueron deportados unos 70.000 judíos. Es bien probable que intervenciones como ésa no fuesen muy en serio sino destinadas más bien a salvar el prestigio de la antedicha sede: como, verbigracia, los obligados clamores por la paz, como otras manifestaciones humanitarias que no cuestan nada, fluyen fácilmente de los labios y calman a la grey. En todo caso el prelado Tiso, un subordinado pues de aquella sede, dijo en su momento, el 28 de agosto de 1942, que «Por lo que concierne a la cuestión judía, algunos se preguntan si lo que estamos haciendo es cristiano y humanitario. Mi pregunta es ésta: ¿Es cristiano el que los eslovacos quieran liberarse de sus eternos enemigos, los judíos? El amor a nuestro prójimo es mandamiento de Dios. El amor a éste me obliga a eliminar todo cuanto quiera causar daño a mi prójimo». Ante esta tergiversación de curángano huelga todo comentario.
El 7 de febrero de 1943 el ministro del interior de aquel gentilhombre de cámara del papa anunció que todavía serían deportados las restantes 18.000 personas no arias: pese a saber que eso equivalía a su exterminio. El obispo Jan Vojtasac, conspicuo representante de la jerarquía eslovaca, que según parece percibía unos ingresos anuales de tres a cuatro millones de coronas, se apoderó de las propiedades judías en Betlanovice y Baldovice y el 25 de marzo de 1942 se jactaba así en una sesión del consejo de estado presidida por él: «Hemos proseguido con la expulsión de los judíos. Hemos remontado nuestro balance». Después de la guerra fue el primer obispo eslovaco en ser encarcelado.
En política exterior, el nuevo estado prohitleriano constituía un importante eslabón del «cordón sanitaire» en torno a la Unión Soviética, un puente entre Hungría y Polonia, las cuales obtuvieron transitoriamente, después de que los húngaros ocuparan la Ucrania Carpática, la anhelada frontera común. Aquel decurso de las cosas en el Este no transcurría sin cierto guión ni sin la decisiva colaboración de la Iglesia. El mismo día en que el teólogo Tiso, aliado a la Alemania nazi, imponía la independencia de Eslovaquia, el 14 de marzo de 1939, otro sacerdote, monseñor A. Volosin, declaraba la independencia de la Ucrania Carpática y solicitaba la protección del Reich Alemán. Hitler, en todo caso, había dado ya dos días antes vía libre al gobierno húngaro para su anexión llevada a efecto el 15 de marzo. «En Eslovaquia y en la Ucrania Carpática había sendos sacerdotes católicos, Tiso y Volosin, al frente de gobiernos fascistas bajo la protección de la cruz gamada» (Winter).
El primer aniversario de la declaración de la independencia eslovaca L’Osservatore Romano ensalzaba el «carácter cristiano» del régimen de Tiso: «Eslovaquia se ha dado a sí misma una constitución adecuada a la época actual, constitución que encarna plenamente principios cristianos básicos y establece un orden social acorde con las grandes encíclicas sociales de los últimos papas. Es misión de Eslovaquia permanecer fiel en la Europa Central a aquel espíritu de su historia milenaria que los santos Cirilo y Metodio fueron los primeros en configurar mediante su predicación». Realmente Eslovaquia se tornó ahora más y más cristiana. Su gobierno mandó poner crucifijos en todas las escuelas y la religión se convirtió en asignatura obligatoria. Los militares, y también la Guardia de Hlinka, tenían que acudir los domingos a misa en formación cerrada.
Simultáneamente el país se tornó más y más nazi. El prelado Tiso, que se reunió el 18 de julio de 1940 con Ribbentrop en Salzburgo y al día siguiente con Hitler en Berghof, aumentó considerablemente el número de sus asesores alemanes y reforzó su ideología de estado, trasunto de la nazi. Después de la invasión de Rusia el prelado rompió sus relaciones con la URSS y puso a disposición de Hitler —algo que se suele olvidar hoy en el occidente— tres divisiones con un total de casi 50.000 hombres. Todo ello para una guerra a la que el pueblo, de orientación más bien paneslava, se resistía acerbadamente. La «división rápida» de Tiso, completamente motorizada, participó en 1942 en la ofensiva del Cáucaso mientras la «división de seguridad», más reducida, se dedicaba a la lucha antipartisana.
El gentilhombre papal visitó y alentó en repetidas ocasiones a sus legionarios del frente Este, exhortó hasta el último momento en pro de la prosecución de la guerra y todavía el 27 de septiembre de 1944 aseguró que «Eslovaquia resistirá al lado de las potencias del eje hasta la victoria final». Cuando de ahí a poco el gran levantamiento nacional eslovaco del 28 de agosto fue aplastado por el fuego de las armas alemanas justo dos meses después, Tiso participó el 30 de octubre en una misa de acción de gracias y en un desfile triunfal. Y es que unos días antes, el 20 del mismo mes, había llamado a los alemanes salvadores de Europa afirmando que: «Sólo Alemania, como portaestandarte de las ideas sociales más progresistas, es capaz de satisfacer las aspiraciones sociales de todas las naciones».
«La situación eclesiástica», informa todavía el Manual de Historia de la Iglesia en su edición de 1970, «era normal en la república de Eslovaquia, presidida por el sacerdote católico J. Tiso».
El gentilhombre de cámara del papa, que huyó con su gobierno a Kremsmünster (Austria) ante el avance del ejército rojo, fue entregado por los USA a Checoslovaquia y el 18 de abril de 1947 fue ahorcado pese a todas las intervenciones hechas en su favor. Para el Vaticano, sin embargo, la Eslovaquia clerofascista de Tiso fue un «niño mimado», incluso después de la guerra, y su presidente «un sacerdote ejemplar de vida intachable». Así escribe la Enciclopedia Católica, publicada por la curia con la total aprobación de Pío XII, obra que ensalza asimismo «los grandes progresos» de la Eslovaquia de Tiso, su «independencia nacional» y que acaba citando al mismo Tiso: «Muero como mártir… Muero además como defensor de la civilización cristiana»[4].
«Uno de los mayores responsables de la tragedia de mi país es el Vaticano. Fue demasiado tarde cuando yo me di cuenta de que habíamos seguido una política que únicamente estaba al servicio de los propósitos egoístas de la Iglesia Católica»
(El ministro de AA. EE. polaco, coronel Beck)
Si la Iglesia Católica y la curia condescendieron con Hitler en el caso de Checoslovaquia, volvieron a hacerlo en el caso de la anexión de Danzig por Alemania, preludio de la invasión de Polonia. Ya un año antes del estallido de la guerra removió el papa de su puesto al obispo de Danzig, O’Rourke, un conde de origen irlandés a quien los nazis reprocharon la «polonización» de la Iglesia, y nombró en su lugar a uno de sus sacerdotes. Carl Maria Spiett. Éste colaboró estrechamente desde ese mismo momento con el partido nacionalsocialista (NSDAP). Y mientras el nuevo obispo, por una parte imploraba de lo alto en cartas pastorales y circulares, que la bendición de Dios descendiera sobre Hitler, mientras ordenaba elevar preces por su prosperidad y también engalanar con banderas las iglesias y repicar las campanas a raíz de la visita del Führer, —y asimismo que se retiraran de las iglesias todos los objetos con inscripciones polacas— atacaba por la otra a los católicos polacos y expulsaba a sus sacerdotes en cuanto se le ofrecía ocasión. Después de la guerra, él mismo hubo de pagar con una condena de cadena perpetua.
El 25 de mayo de 1940 el obispo Spiett decretó la prohibición de tomar confesión en polaco, prohibición que mantenía su vigencia incluso para los católicos que sólo hablaban polaco e incluso en peligro de muerte. Al lado de cada confesionario debía haber un cartel bien visible: «Sólo se confiesa en alemán». Splett tomo medidas contra los sacerdotes que se oponían a aquella disposición y a este respecto colaboró a todas luces con las autoridades alemanas y con la gestapo. Ésta encarceló a sacerdotes que reconocieron haber tomado la confesión en polaco a moribundos. Uno de ellos, el padre Litwin de Zblevo, fue puesto en libertad a condición de que abandonara Polonia; recorrió después todas las diócesis alemanas y no obtuvo un puesto en ninguna de ellas. Cantinela justificante: «Vd. ha delinquido contra la comunidad étnica alemana y por ello hemos perdido toda confianza en Vd. No tenemos ningún puesto para Vd.».
Para sustituir a los sacerdotes expulsados, encarcelados o liquidados en Polonia fueron enviados curas alemanes «para representar a la etnia alemana en los Territorios del Este». Un informe de la Iglesia polaca de entonces relata que «vienen por encargo de la nunciatura papal en Berlín. Los sacerdotes polacos que aún quedan están tan paralizados por el espanto que ni siquiera pueden ya reaccionar…». Cuando algunos creyentes saludaron al sacerdote Knob, miembro de las SS, con «¡Alabado sea Jesucristo!», aquél respondió. «El saludo alemán es ¡Heil Hitler! Salgan Vds. de la habitación y saluden de nuevo al entrar».
Todo ello sucedía con un trasfondo de grandes perspectivas por parte de la curia y estaba en relación con la secular política vaticana cara al Este, en parte ligada, en parte opuesta a Polonia. Meta principal y ensoñada: el sometimiento de la Iglesia Ortodoxa Rusa con lo cual se esperaba poder atraer después fácilmente a las otras iglesias ortodoxas. La tragedia de Polonia, a la que ya nos referimos someramente en numerosas ocasiones en nuestra exposición de la historia del siglo XIX, halló así su continuidad, agravada en múltiples sentidos, en el s. XX, al precio de millones y millones de víctimas.
En 1935, tras la muerte de Pildsuski, los ministros de AA. EE. Beck y Rydz-Smigly comenzaron a percatarse paulatinamente del peligro que amenazaba a Polonia por parte de Alemania (y del Vaticano). A pesar de su actitud básicamente antisoviética se opusieron a los intentos de Hitler de integrar su país en un bloque antisoviético. Prefirieron, siguiendo el modelo de su antigua alianza con Francia, estrechar aún más sus lazos con Inglaterra. Esta clara desviación respecto al curso seguido por Pildsuski, quien situó a Polonia al lado de Alemania y contra la URSS, hacía peligrar, claro está, la estrategia curial. Todavía en abril de 1939 se le recordó por ello a Polonia cuál era su misión. No fue otro que el mismo subsecretario de estado Montini, —el futuro Pablo VI— quien acentuó ante el encargado de negocios polaco que si Polonia se viera envuelta en una guerra con la URSS, ¡ésa sería una guerra justa! Simultáneamente los nuncios en París y el delegado apostólico en Londres actuaban unidos, bajo instrucciones directas de Roma, contra cualquier alianza entre las democracias occidentales y la Unión Soviética.
El 6 de junio de 1939 Pío XII recibió a los representantes de la iglesias católicas de Oriente, rusa y ucraniana, y dirigió una alocución a sus «amados hijos, los sacerdotes rusos y ucranianos, y a su hermano, el primer obispo ruso-católico, Evreinov». Éste era hijo de un brigadier zarista y él mismo había sido diplomático del Zar antes de hacerse católico, después, en 1936, obispo, y finalmente en 1939 director de una «Oficina de Información» que se ocupaba oficialmente de los prisioneros de guerra. El papa expresó su esperanza de que Evreinov fuese «el primero entre muchos pastores rusos unidos al centro de la cristiandad». A este respecto, el papa dedicó especialmente unas palabras a la colonia rusa de Roma que se preparaba para regresar a su patria. «¡El gran día X está próximo. El día de la irrupción en la Unión Soviética!». Pues como tantos otros predecesores suyos, también Pío XII deseaba que los ortodoxos volvieran «a los brazos generosamente abiertos» de la propia iglesia. Pero hacía ya siglos que el Vaticano no podía imaginarse que algo así ocurriera de otro modo que mediante el sometimiento, como un «arrastrarse ante la cruz de los súbditos descarriados», alejados por su infidelidad de la Iglesia. Que los «cismáticos» y «herejes», llamados «hermanos separados» desde poco tiempo atrás, no quisieran tal vez doblegarse por su fidelidad a la verdad; que quisieran defender doctrinas cristianas más antiguas contra la hyhris curial, eso era algo que no tenía, por supuesto, la menor relevancia dada la vieja apetencia feudal de poder que consumía a Roma: «Se pensaba exclusivamente en el sometimiento de vasallos levantiscos».
Cierto es que el Vaticano no veía con agrado que Polonia, un país que le había sido inquebrantablemente adicto durante siglos, cayera en las manos de los anticlericales nazis. Con todo, estaba esperando, incluso después del pacto Hitler-Stalin del 23 de agosto de 1939, un ataque alemán contra la URSS y si las circunstancias lo requerían, estaba dispuesto en tal eventualidad a sacrificar Polonia. No es la primera vez que sucedía algo así en su historia salvífica y ello respondía al principio de la major militas. El apego de Roma a los estados débiles fue siempre menor que el mostrado ante los poderosos. Gracias a ello perdura «eternamente».
La curia urgió ahora a Polonia a transigir con Hitler, a quien Pío trataba de complacer en todo lo posible, también y tanto más, cabalmente, en las semanas inmediatamente anteriores a la guerra, que él se abstenía de atizar en absoluto. Nada de eso, él sólo se mostraba incesantemente deseoso de que Varsovia hiciera gala de «mesura y de calma» a la vista de los chantajes alemanes. Y cuando el 8 de junio de 1939 recibió al embajador alemán, lo hizo una vez más con extremada cordialidad. «El papa estaba tan interesado», notificaba Von Bergen a Berlín, «y tan complacido por la posibilidad de que se allanase un camino para el entendimiento amistoso entre nosotros y la curia que prolongó una y otra vez nuestra entrevista e hizo esperar más de media hora al embajador español, Serrano Súñer, y a un contingente de legionarios de su país» (Sólo después de ello dio su bienvenida a Serrano Súñer, el amigo de Hitler, y al general Cambara, comandante en jefe de las tropas italianas en la Guerra Civil Española, así como a 3.200 fascistas españoles, sus «caros hijos», que tanto consuelo le habían proporcionado por haber defendido la fe y la civilización). «El papa», proseguía Von Bergen en su escrito a Ribbentrop, «me pidió le comunicase que él pondría siempre su empeño personal para limar diferencias y configurar unas relaciones de amistad con Alemania a la que, insistió varias veces, tanto ama. Podríamos estar seguros de la discreción de la curia…».
Al embajador polaco, Papée, se le dio a entender en Roma que el derecho «no apunta a un estéril statu quo, sino a la evolución histórica y al progreso de las naciones jóvenes». El nuncio Cortesi instó en junio de 1939 al presidente Moscicki y al coronel Beck para que intimaran a la prensa a adoptar un tono mesurado al referirse al Reich. Él podía asegurarles que Hitler no abrigaba propósitos violentos. En agosto, el nuncio se esforzó especialmente para que Varsovia hiciera concesiones en la cuestión de Danzig. Y el mismo Pío XII aconsejó verbalmente a Polonia que satisficiera las demandas de Alemania y segregara de su territorio a Danzig y su corredor en favor de ella. Sin duda alguna el papa quería evitar una guerra entre Polonia y Alemania, pues lo que esperaba era una guerra de ambas contra la URSS. Y aunque los intentos de la curia por refrenar a los polacos, recomendándoles reiteradamente «prudencia y moderación hacia Alemania», no tuvieran éxito, al menos impidieron que aquéllos se cubrieran las espaldas acudiendo a la Rusia Soviética. «Uno de los principales responsables de la tragedia de mi país», dijo finalmente Beck, ministro polaco de AA. EE huido de su país, al embajador italiano en Rumanía, «es el Vaticano. Fue demasiado tarde cuando yo me di cuenta de que habíamos seguido una política que únicamente estaba al servicio de los propósitos egoístas de la Iglesia Católica».
Informes secretos del servicio de inteligencia militar de Berlín revelaron a Pío XII la resuelta voluntad de Hitler de aplastar a Polonia. Durante el mes de agosto la curia supo que la cuestión de Danzig era pura excusa para Alemania y que «ya estaba decidido», anotó el cardenal Maglione, «librar una guerra ofensiva contra Polonia. Téngase presente que hay un acuerdo con Rusia sobre la partición de la pobre Polonia». Y el nuncio Orsenigo, el sucesor de Pacelli, informaba desde Berlín, Rauchstrasse 21, que «Aquí todos están, con aterradora frialdad, resueltos a la guerra».
El papa seguía ciertamente tratando de mover al gobierno de Varsovia para que hiciera concesiones aunque sus propios diplomáticos apenas las consideraban ya asumibles. Es más, el 24 de agosto proclamaba a los cuatro vientos —apenas hay palabras de Pacelli tan repetidamente citadas como éstas— que «Nulla é perduto. Tutto puo esserlo con la guerra». Pero eso sí, cuando el embajador francés le pidió que pronunciase públicamente unas palabras en favor de Polonia, monseñor Tardini, el futuro secretario personal de Juan XIII, hizo la siguiente anotación: «Su Santidad dice que eso sería excesivo…». También Montini, el futuro Pablo VI, respondió al embajador francés que Pío XII había expresado ya con suficiente claridad y en distintas lenguas su punto de vista de que «Cualquier palabra dirigida contra Alemania o Rusia acarrearía represalias muy amargas contra los católicos que vivían en sus respectivas zonas de poder y que ello redundaría en perjuicio de la cohesión espiritual de los polacos». Y cuando el embajador británico ante la Santa Sede propuso el 1 de septiembre que el papa expresase su consternación por el hecho de que el gobierno alemán, pese a sus llamadas a la paz, precipitase al mundo en una guerra, el cardenal Maglione rechazó la propuesta porque ello supondría una injerencia en la política internacional. Después de que estalló la guerra sin embargo Pío XII proclamó que él «no había omitido ningún intento para prevenir de la apelación a las armas y mantener abierto el camino de un entendimiento». En realidad ya a mediados de agosto había asegurado al embajador alemán Von Bergen que se abstendría de toda condena de Alemania si ésta hacía la guerra a Polonia. Lo determinaba supuestamente a ello la consideración para con los 40 millones de católicos del Reich Alemán. Factor decisivo era, muy probablemente, su fino sentido del poder, algo que le atribuye hasta quien fue durante 34 años su secretario personal, R. Leiber. Pues, ¿acaso no había en Polonia más de 20 millones de católicos? ¿Y no eran éstos los que habrían de sufrir infinitamente más a causa de la guerra? ¿Y no sufrirían también los alemanes?
En la madrugada del 1 de septiembre de 1939 los ejércitos de Hitler atacaron Polonia desde Prusia Oriental, Pomerania y Silesia —después incluso desde Eslovaquia— sin haber declarado la guerra y con una superioridad aplastante en artillería, carros de combate y aviación. Esta última destruyó la mayor parte de la polaca, mucho más débil, estando aún en tierra. La curia expresó ciertamente ahora su condolencia por la suerte de aquel país católico, pero ella misma no condenó la agresión. «Dos pueblos civilizados», escribía L’Osservatore Romano en un frío editorial, «inician una guerra…». Pero ¿acaso Polonia había iniciado la guerra? Eso fue evidentemente cosa de Hitler, pero el papa no lo condenó. Ni más ni menos que cuando ocupó Checoslovaquia. Calló. Incluso cuando Inglaterra y Francia insistieron en que tuviera a bien declarar agresor a Alemania se negó a hacerlo. En vez de ello, un secretario de estado dijo al embajador francés Ch. Roux: «Los hechos hablan por sí solos. Dejémoslos hablar primero».
Los hechos:
La Wehrmacht tuvo pérdidas relativamente escasas, pero no menos de 10.572 muertos, 3.409 desaparecidos y 30.322 heridos. De las tropas polacas, que en ocasiones atacaron a los tanques con caballos, 700.000 hombres cayeron prisioneros de los alemanes, 200.000 en manos de los rusos. 100.000 fueron internados en Rumanía y en Hungría, 50.000 en Lituania y Letonia. Carecemos de datos sobre las pérdidas polacas. Se estima que en esta guerra perdieron la vida unos 123.000 soldados y 521.000 civiles.
El 98% de los judíos polacos fueron exterminados. Unos 3 millones en total. Tan solo en el campo de Stutthof (Sztutovo) los alemanes llevaban unos 100 hombres a las cámaras de gas cada 30 minutos. Cada día liquidaban a unos 300 mediante inyecciones de fenolina y por otros medios. Paralelamente ahorcaban a otros. La «intelligentsia» judía sufrió grandes pérdidas: la de 62 historiadores y arqueólogos, 54 bibliotecarios, 91 archiveros, 235 pintores y escultores, 60 compositores e instrumentistas virtuosos, 56 escritores, 122 periodistas, 6.262 profesores y maestros, 1.100 jueces y fiscales, 4.500 abogados, 7.500 médicos y dentistas. La deportación forzosa a Alemania o a otros territorios afectó a 2.460.000 polacos. Casi dos millones y medio tuvieron que abandonar a la fuerza su población de residencia. Fueron destruidas 516.066 casas. Por cada muerto alemán se mataba en represalia a 100 polacos, cifra a la que sólo se llegó también en Yugoslavia. No obstante lo cual, cuando H. Tittman, el secretario del representante personal de Roosevelt ante el papa, intentó arrancar a éste en octubre de 1941 una protesta acerca de los fusilamientos masivos de rehenes, obtuvo la respuesta de que ello pondría en peligro la situación de los católicos alemanes.
He ahí algunos de los hechos que hablaban y hablan por sí solos. El papa, en cambio, no habló. Naturalmente que él no conocía aún el balance final, pero sí el exterminio en constante aumento. Lo conocía y muy bien, por cierto. «De nuestras expresiones llenas de tristeza habéis podido inferir de seguro», escribía él mismo el 25 de junio de 1941 al presidente de la república polaca, «que a Nos le es bien conocida la actual situación en Polonia y que nos sentimos conmovidos hasta lo más profundo por la difícil situación religiosa (!) en la que se hallan el episcopado polaco, el clero y los creyentes». Y el 1 de enero de 1942 aleccionaba así por escrito al cardenal Hlond: «Lo que Nos escribís acerca de la situación del clero en Polonia lo sabíamos ya —para gran pena e infinita tribulación nuestras— por nuestras propias fuentes de información y tuvimos conocimiento de los muchos dolores a los que están expuestos los sacerdotes polacos, que viven en el centro de la guerra mundial y soportando amenazas».
Gracias a sus relaciones, gracias también a un sistema de transmisión de noticias simple y rápido, los papas cuentan entre los políticos mejor informados del mundo. Habría resultado absurdo el que Pío XII se hubiera fingido desinformado. Esa suposición fue la evasiva usada por necios apologetas después de la guerra. Pero prescindiendo de los apagados lamentos de carácter general, su boca no pronunció una sola protesta pública después de la agresión alemana. Y es que así como no se sintió perturbado por los campos de concentración en Alemania, por el desprecio brutal de todos los derechos humanos, por la aniquilación de liberales, socialistas y comunistas, sino sólo por la política religiosa de Hitler, también en Polonia se sentía mucho menos preocupado (tal vez en absoluto preocupado) por el exterminio de judíos, de gitanos, de la «intelligentsia», de los prisioneros de guerra, de los enfermos y pacientes mentales supuestamente incurables, que por la lucha de Hitler contra la Iglesia. Le conmovía mucho menos la inmolación de la nación polaca que la inmolación de sus sacerdotes. Con razón subraya Falconi: «En las innumerables y urgentes notas diplomáticas y de protesta cursadas por la Santa Sede al gobierno de Berlín únicamente se exigen o reivindican las libertades religiosas del catolicismo y nunca (o tan sólo ocasionalmente y de manera indirecta) las otras libertades humanas aún más esenciales: la libertad de la propia vida, del honor, de la propiedad, de la familia etc. Y aquellas notas no acusan ni una sola vez de forma abierta al gobierno del Reich a causa del horroroso genocidio que puso en marcha en Polonia…».
Fue, incluso, un católico polaco quien escribió al papa en estos términos: «Las iglesias son profanadas o clausuradas; los fieles son diezmados; los oficios divinos han cesado de prestarse en la mayoría de ellas; los obispos son expulsados; centenares de sacerdotes son asesinados o encarcelados; las monjas son violadas; apenas pasa un día sin fusilamientos de rehenes inocentes a la vista de sus propios hijos. A la población se la priva de lo más necesario para su vida y muere de hambre: y el papa calla como si no velara por su grey».
Una parte al menos de los polacos sí que caló en el meollo de la política curial, en la conducta farisaica de su soberano espiritual. Nada confirma mejor esa apreciación que los numerosos artículos de la prensa clandestina polaca de aquellos días, artículos que inculpaban a Pío XII de no ser ni apóstol ni padre; de que su compasión era fingida y de que sólo pensaba en Polonia de pasada; de que había quebrantado el concordato y se había alineado con los nazis para reconquistar Rusia para el catolicismo; de que siempre colaboraba con los más fuertes.
En esta prensa polaca ilegal Pío aparece como «simple obispo italiano partidario de Mussolini», verbigracia, en Wie’s i Miaste («Campo y ciudad»). «El papa hace como si Polonia no existiera, no ha nombrado embajador ni nuncio ante el gobierno polaco y en cambio, vulnerando el concordato, nombra obispos a los enemigos de Polonia y por añadidura en territorios polacos». Glos Pracy («La voz del trabajo»), opinaba así el 15 de agosto de 1943: «El papa está conmovido por la suerte de Polonia, pero no se le ha oído ni una sola palabra para condenar la conducta de los invasores. Esas declaraciones ingenuas fueron inventadas por los encargados de negocios del Vaticano. La verdadera conducta de Pío XII… era la de un ardiente partidario de las potencias del eje. Políticamente, Pío XII se ha alineado con la Italia de Mussolini y consecuentemente con los nazis. A nosotros nos dispensa su falsa conmiseración, a los verdugos teutónicos… su bendición». Y en Wolnósc («Libertad») se podía leer el 6 de abril de 1943 que «Cuando las bombas destruían las ciudades polacas… el Vaticano, a quien se dirigían todas las miradas, calló como si no supiera lo que sucedía en Polonia, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Francia, Noruega, Grecia, Yugoslavia… El Vaticano guardó un silencio tenaz y los obispos italianos consagraron los estandartes fascistas y dispensaron su bendición a los soldados nazis que, camino de África, visitaban el Vaticano». Todos estos reproches dan en el blanco y por lo que respecta al último lo verifica el mismo papa dando testimonio de sí mismo. A saber, cuando en 1943 confesó ante un agente del servicio secreto alemán «que llevamos desde siempre al pueblo alemán en lo profundo de nuestro corazón y que es ese pueblo, tan probado en el dolor, el que exige, antes que cualquier otra nación, nuestros especiales desvelos», reconociendo además que «Nuestra gran simpatía por Alemania quedó también constantemente exteriorizada por el hecho de que siempre interrumpimos nuestras audiencias privadas para no hacer esperar innecesariamente a aquellos miembros de la Wehrmacht que deseaban venir hacia Nos».
¡Pues sólo una cosa era, también para ellos necesaria! Y si bien el «Santo Padre» bendecía «siempre» con especial predilección a los soldados alemanes, también bendecía «con notable calor humano» a los italianos cuando combatían contra los americanos. (Son pocos los que conocen que en el Pontificale Romanum figura el texto antiguo de una bendición de rango litúrgico para soldados según la cual el sacerdote, en el transcurso de un largo rezo de consagración, exclama ante Dios, el Señor: «Tú que todo lo ordenas y dispones rectamente por ti mismo; Tú, que para doblegar la iniquidad de los malvados y proteger la justicia has permitido, por medio de tu salutífera disposición, el uso de la espada a los hombres sobre esta tierra…»). No es casual que la revista católica de Viena Schönere Zukunft, («Un futuro mejor»), aludiese en 1940 a este texto.
¡Qué tiempos aquellos! Hasta Sor M. Pascalina Lehnert afirma jubilosa: «¡Audiencias a soldados! Nos resulta imposible echar tan siquiera una mirada a ese ámbito al que Pío XII dedicaba tanto amor y tanta entrega. ¡Cuánto valor, confianza y consuelo ha comunicado a los soldados camino del frente!… No amanecía un día que no lo viera entre sus hijos… A menudo lloraba con alguno, totalmente superado por la misión que se le encomendaba en el frente. Esa situación duró así varios años» Y durante esos años sólo acudieron a él, naturalmente, soldados fascistas. Es comprensible que el papa no se concediera un descanso ante todo ello y que a su manera también quisiera aportar su modesta contribución a la guerra total y que volviera de esas audiencias «chorreando sudor y al borde del desmayo de puro cansado», completamente inapetente. Y con todo al día siguiente podían venir nuevos grupos de soldados que hallaban en él al padre bondadoso de siempre, incansable y amoroso… Le hacía feliz poder escuchar una y otra vez: «¡Ahora volveremos animosos al frente, a la guerra y afrontar cualquier peligro, pues sabemos que tu bendición y tus rezos nos acompañan!» ¡Oh, que «impresionantes» eran incluso «las audiencias a los ciegos y mutilados de guerra!… Horas enteras recorría el papa sus filas animando, levantando su moral, dispensándoles su consuelo…».
Con bastante frecuencia la prensa clandestina polaca acusa asimismo al papa de haber guardado silencio sobre los bombardeos de las ciudades polacas mientras clamaba con tanta más fuerza para proteger a Roma. ¿Podría ser que lo hiciera pensando en sí mismo? Desde luego él tenía un refugio «a prueba de bombas» y el Vaticano, según nos informa de nuevo Schönere Zukunft, había tomado «amplias medidas para la protección antiaérea» transformando la torre de la esquina del Palacio Apostólico, construida en el s. XV y provista de paredes de 9 metros (!), en refugios. Una sana confianza en Dios, a decir verdad. Claro que también había que ofrecer cierta protección a «los más valiosos tesoros de arte» de los pobres monsignori. Y naturalmente el «Santo Padre» en persona no acudía nunca al refugio, sino «siempre a la capilla… por más que las bombas retumbasen y estallasen furiosas alrededor». Algo que, por lo demás, raramente acontecía en Roma, donde yo estuve por entonces con frecuencia.
Éstos fueron los motivos aducidos por Pío XII al explicar sus esfuerzos para alejar la guerra de su entorno más inmediato: «1. La garantía dada en favor del Vaticano quedaría reducida a un mínimo si los aviones ingleses recibían la misión de bombardear Roma. Desde las alturas es muy fácil equivocarse, tanto más cuanto que el Vaticano se halla en medio del mar de casas de la ciudad» Éste era de seguro, pues por algo va en primer lugar, el argumento de más peso y ¡ese argumento afectaba (también) al mismo papa! 2. En cuanto obispo de Roma no quería que su diócesis «se expusiera a los horrores y a los estragos de un bombardeo aéreo». Seguro que también por el hecho, como podemos completar visto el punto 1., de que el Vaticano se halla «en medio» de esa diócesis. ¡Pues el destino de innumerables otras diócesis le preocupaba mucho menos al «Santo Padre»! 3. Intentaba proteger especialmente las propiedades pontificias de la ciudad. 4. Porque aparte de los tesoros antiguos de la ciudad, a los que hacía una referencia de pasada, velaba por las «numerosísimas iglesias» ubicadas en ella. 5. También se preocupaba, en definitiva, por Roma en cuanto «Ciudad Eterna». En el fondo, pues, se preocupaba como ocurrió siempre casi exclusivamente por la Iglesia y la curia. Roma estaba en peligro. Lo estaba asimismo el Vaticano y consiguientemente ¡también lo estaba el mismo «Vicario de Cristo»! Cuanto más probable se hacía un bombardeo —el primero de ellos tuvo lugar en julio de 1943, pero únicamente tuvo como objetivos la periferia y las vías de ferrocarril— tanto más se emocionaba el papa, quien en otras circunstancias guardaba un silencio tenaz. Ahora intervenía y protestaba incansablemente. Ahora se dirigía a los gobiernos, a personalidades de prestigio, a diplomáticos y a la opinión pública mundial. No omitía ningún intento ni desaprovechaba ninguna ocasión. «Una auténtica batalla diplomática», se jactaba monseñor Giovanetti, quien debía saber bien lo que afirmaba. «Se trataba tal vez de la más considerable; con seguridad de la más tenaz y en algunos momentos de la más desesperada, literalmente, de las que la secretaría de estado tuvo que librar en el curso de la guerra. Esa batalla duró desde el 10 de junio de 1940 hasta el 4 de junio de 1944 y lo único que le falta aún es su historiador. La Santa Sede no dejó pasar de largo ninguna ocasión…» ¡Claro, como que era ella misma la afectada! Y Giovanetti dice exultante: «Esta vez los esfuerzos del papa se vieron coronados por el éxito gracias a la intervención de la providencia» En los demás casos claro está no intervino para nada la providencia. En ellos dejó que hablaran los hechos… y como éstos hablaban en un principio en pro de un éxito de Hitler la conducta vaticana se acomodaba a ese lenguaje.
Durante su primera audiencia semanal posterior al estallido de la II Guerra Mundial Pío XII saludó también, entre 150 visitantes extranjeros, a un grupo bastante numeroso de soldados alemanes y les dispensó su bendición. Tratándose de algo que acontecía inmediatamente después del ataque alemán contra Polonia muchas organizaciones católicas, desde Inglaterra hasta América y Australia, tuvieron una primera reacción de incredulidad. Solicitaron irritadas una confirmación y la obtuvieron muy prontamente a través de un joven prelado de la secretaría de estado, G. Montini. Asombrado por aquella reacción, el futuro papa Pablo VI expresó esta opinión: «¿Acaso el papa no acoge siempre con alegría a todos los que acuden buscando su bendición?». Ahora bien, los soldados alemanes eran recibidos con preferencia a los demás, según propia confesión papal, y ello era cabalmente así tras el comienzo de la guerra.
Pues con esta guerra la curia se las prometía muy felices.
Cierto que momentáneamente su política cara al Este quedaba colapsada. Polonia no luchaba, como era su deber, alineada con Alemania contra la URSS. Lo que más bien se daba era el sometimiento cruel de una nación católica. Polonia, el antemural de la cristiandad, según una concepción milenaria del Vaticano, fue destruida en pocas semanas. Es más, Hitler y Stalin acababan de concluir un pacto, pero en Roma imperaba evidentemente la opinión de que con la guerra relámpago contra Polonia, Alemania se aseguraba la base de partida para un futuro ataque contra la Unión Soviética. Con todo, los sentimientos de los monsignorí estaban cuando menos divididos y sus relaciones con el gobierno de Varsovia se habían enfriado sensiblemente. Se tomaba muy a mal que los polacos se hubieran desviado del curso de Pildsuski, de la lucha común germanopolaca contra la URSS. Caía muy mal aquel alineamiento con Francia e Inglaterra. Después de la muerte de su embajador ante la Santa Sede, Polonia había nombrado un simple encargado de negocios. El ministro de AA. EE. polaco, el coronel Beck, la auténtica cabeza rectora en el gobierno, no había sido recibido por el papa pese a haberlo solicitado en 1938. A consecuencia de ello Polonia sólo estuvo representada por un simple embajador especial en las exequias de Pío XI y en la ceremonia de coronación de Pío XII. Por instrucción de Roma, a su vez, el nuncio papal en Varsovia no acompañó a Angers al gobierno polaco en el exilio, pues ello hubiera equivalido a su reconocimiento.
El nuncio Cortesi entretanto no gozaba ya de la gracia de su señor. Al revés de lo que había hecho su antecesor Ratti cuando avistó al ejército rojo desde Varsovia, Cortesi huyó prácticamente de la ciudad al día siguiente del comienzo de la guerra. «Los nervios del anciano no resistieron los bombardeos», se dice en un informe secreto con fecha 9 de enero de 1940, «y abandonó Polonia aunque el clero lo intentó todo para impedir su partida. Y esa partida fue vista con malos ojos por Roma». Cortesi se había trasladado a Rumanía y la curia no se dio prisa en acreditarlo de nuevo. Sólo cuando la guerra estaba ya inequívocamente perdida para el fascismo, en la primavera de 1943, nombró la Santa Sede a W. Godfrey, más tarde arzobispo de Liverpool, encargado de negocios ante el gobierno polaco en el exilio: sólo por cierto después de que éste hubiera urgido varias veces en ese sentido.
Al igual que monseñor Cortesi también el cardenal primado de Polonia y arzobispo de Gnesen-Posen, Hlond, abandonó su rebaño al segundo día de guerra poniendo pies en polvorosa juntamente con sus consejeros espirituales. El 18 de septiembre llegó a Roma y no para satisfacción del papa. Y cuando éste recibió a la colonia polaca, fuertemente acrecentada por la corriente de fugitivos de la guerra, encabezada por el soberano de la Iglesia de su país, dio fe ciertamente de su condolencia para con el pueblo polaco, pero lo exhortó asimismo a «aguardar la hora de la consolación celeste enviada por la divina providencia a una Polonia que no quiere morir». En su florida alocución, frecuentemente rayana en lo cursi pero muy significativa, Pío XII expresó esta opinión:
«Justamente cuando la divina providencia parece ocultarse por algún tiempo es hermoso, meritorio y bueno, mantener la fe en ella… Así como las flores de vuestro país esperan cubiertas por una espesa capa de nieve que soplen los vientos suaves de la primavera, también vosotros sabréis esperar tenaces, orando y confiando, la hora de los celestes consuelos. Vuestro dolor suavizado por la esperanza no se empañará por ningún sentimiento de venganza (!), ni menos aún de odio (!). Vuestro celo por la justicia se mantendrá acorde con las leyes del amor, pues él puede y debe hacerlo así». Nada de odio, pues, nada de afán de venganza, sólo amor, muy «cristiano»: los papas pueden mostrase también así, justamente cuando les conviene. «No os decimos: ¡secad vuestra lágrimas!», consolaba Pío. «Para el cristiano, que conoce su valor sobrenatural, hasta las mismas lágrimas tienen su dulzura», y para desesperación de los polacos, evitó toda condena de la agresión alemana. Lágrimas y catástrofes suelen redundar generalmente en beneficio del papado. Y es que también Pío XI, a la vista del asesinato de millares de sacerdotes en la Guerra Civil Española, no sólo reaccionó con lágrimas sino también con arrebatos de júbilo «por mor del orgullo y de la dulce alegría que nos exalta… Cuán bien se adecua vuestra expiación a los planes de la providencia…».
En Polonia desde luego la situación era bastante más complicada. El país debía, según la estrategia de la curia, luchar contra la URSS haciendo causa común con Hitler. De ahí que el cardenal Hlond pudiera, sí, gritar públicamente contra la Alemania nazi, pero sólo hasta «que se quemó la boca de una vez por todas». Después fue alejado de Roma ante las presiones del gobierno de Berlín. Su presencia, así lo expondría en 1953 el obispo de Kielce, Kaczmarek, ofendía a los círculos curiales filogermanos. Hlond fue a Lourdes.
Hasta el 30 de abril de 1945 no volvió a ser recibido por el papa tras hallar otra vez su gracia. «El embajador polaco K. Papée nos suplicó», escribe Giovanetti, «que prosiguiéramos con nuestras revelaciones. Nosotros nos sentíamos turbados al no poder hacerlo…». Pues, supuestamente, «cada una de nuestras emisiones tuvo como consecuencia que se desatasen horribles medidas de represalia contra la población». Como si tales víctimas hubieran perturbado nunca al Vaticano toda vez que las mismas prometían redundar en su ventaja.
En su primera encíclica Summi Pontificatus, publicada el 20 de octubre de 1939, Pío XII hablaba de la «horrorosa tempestad bélica que asolaba Polonia», es más, «su pluma» se resistía «a seguir escribiendo cuando pensamos en el abismo de dolor de innumerables personas», su «corazón paternal» parecía no poder soportar apenas «la previsión de lo que puede madurar con la nefasta semilla de la violencia y del odio». Pero ni por acaso se le ocurría mencionar a sus causantes. Es cierto que aquella encíclica, largamente meditada y cautamente redactada, debía dar testimonio de la verdad «con firmeza apostólica», pero se limitaba a aludir a la divinización del poder, a la «ilimitada autoridad del estado» que «dificulta la convivencia pacífica», alusión que lo mismo podía referirse al gobierno ruso como al alemán. Pío se guardó muy bien, pese a toda su firmeza apostólica, de condenar expresamente la agresión hitleriana, conjeturando con sobrada razón que esta «auténtica hora de las tinieblas» tal vez no fuese otra cosa que el «comienzo de la aflicción».
En puridad él debería pronunciar «palabras inflamadas» sobre los «horrorosos acontecimientos» de Polonia, manifestaba también el 13 de mayo de 1940 frente al embajador italiano, pero con ello sólo empeoraría aún más la suerte de aquellos desdichados. Pero en lo tocante a la lucha por la iglesia lo que estaba en juego eran intereses puramente católicos y aquí sí que pudo intervenir reiteradamente batiendo auténticos récords por el número de notas de protesta. La eventualidad de ser sometido a una presión acrecentada no desempeñaba aquí ningún papel.
¡«Los horrorosos acontecimientos de Polonia»! Para octubre y noviembre de 1939 se había ejecutado ya a 214 sacerdotes polacos, entre ellos a la totalidad del cabildo catedralicio del obispado de Pelplin. Y a finales de año había ya unos mil sacerdotes encarcelados, algunos de ellos en campos de concentración recién instalados. Un informe eclesiástico, uno entre tantos otros, presenta esta situación: «La destrucción brutal de obras de arte, de puestos de trabajo, la tiranización del país con pérdidas irremplazables en el pueblo y en familias particulares están a la orden del día. Prescindiendo de los hombres que han caído en el frente o que han sucumbido a sus heridas, el número de los fusilados, torturados, de los que han perdido su libertad en cárceles y campos de concentración y de los arruinados por deportaciones inhumanas, supera con mucho el medio millón. Cierto es que todo ello afecta ante todo a la población masculina, pero también hay mujeres entre las víctimas. Y cuántos serán los jóvenes y niños que continúen pereciendo por la desnutrición y las enfermedades, eso es algo que sólo podrá ver quien sobreviva». La Iglesia perdió cuatro obispos, 1996 sacerdotes y 238 monjas a consecuencia de la guerra en Polonia. 3.647 sacerdotes, 341 monjes y 1.117 monjas estuvieron encerrados en campos de concentración. Al menos una vez, si bien de manera privada (ante el embajador italiano D. Alfieri) confesó el papa que sólo le remordía una cosa: el haber callado ante lo de Polonia.
Si bien Pío XII no tuvo ni una palabra de condena para el ataque alemán ni consecuente con ello para el comienzo de la II G. M., sino que guardó un silencio en verdad elocuente, tanto más alta era la voz que sus criaturas alzaban en Alemania. En definitiva gente de ese fuste venía ya participando en miles y miles de pequeñas y grandes matanzas desde la Antigüedad, matanzas que ellos mismos habían contribuido a preparar, de las que habían sacado su provecho. Y el descomunal griterío de la clericalla durante la I G. M. había superado todo lo anterior.
Cierto es que aquel entusiasmo delirante estuvo ausente en la del 39. Pero también hubo lo suyo: «La bendición de la espada va por delante de la jura de bandera del soldado», proclamaba un manual litúrgico provisto de su imprimatur ya en 1937. «Que la misma majestad de Dios bendiga con su diestra la espada. Quien la empuñe se convertirá así en paladín de la Iglesia… y de todos los servidores de Dios frente a los furiosos paganos y adversarios… y sembrará el terror y el temor (terror et formido) entre sus enemigos». Y aunque los prelados libraban desde hacía años su lucha por la Iglesia, tan enaltecida después de 1945, ahora respaldaban los crímenes de Hitler, de dimensiones históricas, y eso «una y otra vez» y «del modo más enérgico», como afirmaban in corpore, antes de 1945[5].
Uno de los aspectos, y no el menos importante, de aquel apoyo fue La Acción Pastoral Católica en la II. G. M.
«No usaremos la palabra fidelidad en vano, como no lo hacemos con el nombre de Dios… ¡Vuestra divisa ha de ser fidelidad a cualquier precio!… ¡Fidelidad al legado de los muertos! ¡Fidelidad a tus camaradas! ¡Fidelidad a tus superiores! ¡Fidelidad a tu Führer y comandante supremo de la Wehrmacht!… El juramento de fidelidad que habéis prestado a la hora de vuestra jura de bandera al Führer y comandante supremo de la Wehrmacht y que habéis mantenido a través de todas las fases de esta gigantesca contienda se verá gloriosamente coronado en la hora de la victoria final… Que el fiel Dios os ayude a ello y os bendiga…»
(El obispo castrense de la Wehrmacht
en una carta pastoral del 15 de agosto de 1942)
«¡Cuántos soldados entran en la eternidad desde el campo de batalla sonriendo en medio de su propia sangre!» —«Avanzamos sonrientes camino de nuestro propio sacrificio… porque también (Cristo) aceptó su muerte con inconcebible, insondable profundidad»— «De ahí que desde aquella hora del calvario, la muerte de todo cristiano, tanto más la del soldado fiel en virtud de su fe, se ve orlada por un halo de gloria, la gloria de su semejanza con la cruz, del heroísmo cristiano en ella basado y de la eterna glorificación pascual ante el Padre» —«Sobre la muerte heroica de nuestros soldados se cierne algo de aquello que Murillo representó conmovedoramente en un cuadro: la irrupción de una transfiguración eterna…»
(De distintos sermones de vicarios
castrenses católicos al servicio de Hitler)
«Una vez más el ampuloso pathos de los sermones y las hojas parroquiales asumía la misión de almibarar a los demás su muerte en aras de la guerra agresiva de Hitler, debiéndose tener en cuenta al respecto que semejantes florituras retóricas eran pronunciadas voluntariamente y ello por parte de una Iglesia perseguida por el sistema nazi… mientras en la retaguardia los judíos eran asesinados en hecatombes. De este modo el horror quedaba transformado en unción y en idilio. El lenguaje aprendido en 1914 no se había echado en olvido»
(El católico H. Kühner)
Una vez introducido el servicio militar obligatorio en 1935 (en lo que había sido Austria lo introdujo también Hitler en 1938) la acción pastoral castrense había sido organizada según las tres secciones de la Wehrmacht: ejército de tierra, la marina militar y la aviación. Con todo, la aviación dirigida por Göring, había rechazado una acción pastoral específica para ella. En marzo de 1939 la acción pastoral católica para la Wehrmacht ocupaba, aparte del obispo castrense, a 5 decanos militares, 1 decano de la marina, 22 arciprestes militares, 1 arcipreste de marina, 41 capellanes castrenses y 5 capellanes de marina, 16 capellanes interinos castrenses, 1 capellán con plaza en la oficina militar central, 215 capellanes de guarnición fija en dependencias secundarias. Aparte de los capellanes de guerra o del frente unos 15.000 sacerdotes más realizaban servicios en la guerra de Hitler como soldados o empleados de la Wehrmacht.
La misión de la acción pastoral castrense quedó descrita en su momento por J. Stelzenberg, capellán en el frente, profesor de moral en Breslau y portador del distintivo con la cruz de hierro, con estas palabras: «Nuestra misión y sagrada responsabilidad consiste en llevar al pueblo alemán y especialmente a los corazones de nuestros camaradas la Basileia thou Theou (Reinado de Dios). En esto consiste la acción pastoral castrense: en aproximar cada vez más al Reinado de Dios a quienes empuñan en sus manos armas alemanas, incorporados por su bautismo a la gracia de Cristo y pertenecientes a la santa comunidad de la Iglesia… ¿Puede haber algo más bello que esta acción pastoral entre hombres alemanes? ¿Existe acción más patriótica que la de coronar el espacio y el edificio de la nación alemana con el alto mirador del Reinado de Dios?… Nuestro ámbito se sitúa en esa conjunción entre la germanidad y la divinidad…» Además de ello el capellán de división —que después volvió a prestar sus servicios al ejército de la República Federal— reconocía asimismo que: «Ésta es una actitud moralmente católica y esto es lo que ha distinguido a los responsables de la acción pastoral en el ejército y en el frente: reconocer en su conciencia que el estado y el poder de sus armas son expresión del orden divino… En último término son los planes divinos los que prevalecen en la historia» «Quiera Dios que el bolchevismo sea puesto de rodillas. Lo deseamos como alemanes y católicos. ¡Sólo así quedará libre el campo para sembrar una semilla mejor!».
El cargo de obispo castrense recayó en F. J. Rarkowski, oriundo de la Prusia Oriental, quien había sido miembro de varias hermandades militares y como «capellán de división del ejército real» había escrito un opúsculo titulado Las batallas de una división de infantería prusiana por la liberación de Siebenburgen. Había calificado además al año de 1933 de «glorioso renacimiento». Era por lo demás hechura del prelado romano Benigni, quien, bajo el pontificado de San Pío X, había creado una «Gestapo curial en toda regla» y se convirtió después en agente de Mussolini (V. Vol I). Rarkowski siguió siendo capellán del ejército del Reich después de la I G. M. y durante la época nazi un informe del episcopado berlinés lo calificaba de «sacerdote modélico», «sumamente correcto y conciliante», de persona que gozaba de «gran afecto entre los capellanes castrenses». «Podemos extender el mejor de los certificados en favor del Sr. Rarkowski a quien, según nuestra propia experiencia, consideramos plenamente idóneo para el puesto de preboste castrense». A despecho de otras opiniones, el nuncio papal C. Orsenigo recomendó en Roma el nombramiento de Rarkowski —persona que concluía algunas de sus cartas personales con el saludo ¡Heil Hitler!— como obispo titular. Pío XI asintió concediéndole las «facultades canónicas requeridas para la dignidad episcopal» y convirtiéndolo en «titular de la dignidad episcopal ordinaria».
El 20 de octubre de 1938 el nuncio apostólico, asistido por los obispos de Berlín, Conde Preysing, y de Münster, Conde Galen, consagró solemnemente a Rarkowski como obispo. Y él, que a partir de ahora se veía embutido en una «especie de uniforme de general», con «espejillo y cordón dorados en la gorra, solapas color violeta en el abrigo y galones anchos también de color violeta en los pantalones», promulgó una proclama a raíz de la campaña de Polonia, «esa apelación a las armas que nos han impuesto» después «del glorioso renacimiento del Reich del que hemos podido ser testigos durante seis años»; proclama dirigida a la carne de cañón de confesión católica en Alemania y salpicada de más florituras retóricas que los discursos del doctor Goebbels; verbigracia: «En esta hora suprema en que nuestro pueblo alemán debe superar la prueba de fuego que lo acrisole y acude al combate por su derecho a vivir, derecho natural y querido por Dios… me dirijo a vosotros, mis soldados, que estáis en la primera línea de esa lucha y tenéis la misión grande y honrosa de proteger y defender con la espada la seguridad y la vida de la nación alemana… Cada uno de vosotros sabe lo que está en juego para nuestro pueblo en estos días tempestuosos y para vuestro empeño tenéis todos ante vosotros el ejemplo luminoso de un auténtico combatiente, nuestro Führer y comandante supremo, el primer y más valeroso soldado del Reich de la Gran Alemania, quien a partir de este momento está a vuestro lado en la primera línea del combate».
Un escrito secreto del obispo castrense —representante del papa en el ámbito de la acción pastoral castrense— con fecha 18 de septiembre de 1939 y dirigido a todos los arzobispos y obispos alemanes que «deben hacerse cargo de él exclusivamente a efectos de información personal», que no «deben publicar ni total ni parcialmente bajo ninguna circunstancia», delata cómo el clero castrense alemán estaba bien iniciado en los secretos de los preparativos de guerra por parte de Hitler y cómo estaba asimismo dispuesto a secundar sin reserva sus crímenes: «La acción pastoral para el ejército de guerra fue organizada y preparada ya en época de paz en el marco del Plan de Movilización General. Cuando a finales de agosto fueron llamados a filas todos los hombres útiles para el servicio, todos los capellanes castrenses ya destinados en época de paz para los diferentes destinos de las fuerzas armadas, aviación incluida, fueron convocados con exacta celeridad a los lugares de concentración ya conocidos por ellos y en los cuales hallaron ya todos los objetos de culto necesarios para su acción pastoral en el frente y también sacristanes y vehículos personales… El grupo de sacerdotes castrenses activos en el frente tiene la siguiente composición:
a) El clero castrense de la Oficina Central de la Wehrmacht, que como es sabido experimentó un considerable aumento durante los años 1938/39. Casi todos sus componentes están actualmente en el frente.
b) De lo sacerdotes provenientes del clero secular o regular, ya destinados en época de paz a la actividad como capellanes del frente e integrados en las estructuras militares. Al igual que los anteriores estos sacerdotes ostentan rango de oficial y llevan uniforme… Por razones de mantenimiento del secreto no es posible indicar el número total de estos capellanes. Es un hecho que los capellanes de guerra católicos ocuparon sus puestos en las respectivas unidades según la asignación arriba indicada y que, según los primeros informes aquí disponibles, prestaron una valiosísima asistencia espiritual tanto en las líneas de fuego como en los puestos de socorro. Cabe informar adicionalmente que para la totalidad de los capellanes de guerra activos hay prevista una reserva al 100%, ya preparada y registrada en lista, de modo que cada baja por muerte, herida o enfermedad puede ser suplida de inmediato.
Las competencias del capellán de guerra así como el ámbito de actividades de su asistencia espiritual están claramente delimitados por varias ordenanzas. A este respecto es digno de anotar que a diferencia de la I G. M. posición y misión del capellán de guerra así como su carácter imprescindible para la tropa han hallado tal formulación en las instrucciones de los más altos mandos militares, que de las mismas se desprende la gran importancia concedida a la religión para el soldado combatiente».
No es desde luego que ese aspecto se hubiera descuidado ni en la I G. M. ni tampoco en las innumerables carnicerías anteriores. Ahora bien, en la II G. M. el obispo castrense F. J. Rarkowski presentaba palpable e insistentemente a los ojos de sus soldados, camino del matadero, la gran importancia de la religión: lo muestran no menos de 15 cartas de las denominadas pastorales, 10 escritos a los capellanes de la Wehrmacht y del frente, dos cartas pastorales a soldados enfermos y heridos y a sus asistentes espirituales, 14 aportaciones para Glaube und Kampf («Fe y lucha»), el suplemento para soldados editado por el periódico Der neue Wille («La nueva voluntad»), y otros llamamientos y salutaciones más breves. En todos esos numerosos textos, sin excepción, el teólogo católico Missalla halló «formulaciones que imponían una obediencia casi ciega y el servicio en el ejército hitleriano… al lector o al oyente no avisado».
Ya poco antes de que estallara la guerra, en una carta pastoral de la cuaresma del 39, el obispo castrense Rarkowski ensalzaba entusiasmado a Hitler como «Custodio y acrecentador del Reich». En relación con los Sudetes «ha liberado tierra ancestralmente germánica del dominio extranjero». Además ha atajado la «degeneración» del pueblo alemán. «El lenguaje de la prensa y la literatura habían degenerado», también el arte y la moda a causa del «veneno de lo antinatural». «Gracias a Dios todo ello será radicalmente distinto desde la hazaña histórica realizada por nuestro Führer en 1933 y gracias al nuevo orden surgido de ella, orden que se extiende a todos los aspectos de la vida de nuestro pueblo».
Al iniciarse la guerra el obispo militar alaba a los alemanes como «entraña vital» de Europa, a sus ancestros como «hombres para la eternidad», a los heridos como «sagradas ofrendas de la guerra»; sus heridas son «los signos más bellos del honor». «Uno de los secretos de la guerra es que ésta da a la vida humana una forma de existencia elevada a un rango sublime…». «Bajo el signo de ese espíritu de sacrificio vencerá nuestro pueblo».
En su carta pastoral a los miembros católicos de la Wehrmacht en la cuaresma de 1940 Rarkowski proclamaba que la cruz de Cristo predica virtudes muy apropiadas para el soldado. La entrega abnegada a la patria posibilitó una y otra vez en la historia alemana un tremendo (!) despliegue de energías y capacitó al pueblo alemán para realizar proezas sin par. Cuando el Salvador nos dice que tomemos nuestra cruz y le sigamos eso significa, traducido a la actualidad, «que nosotros no debemos aceptar rechinando los dientes, como si fuera un lastre absurdo, la misión de nuestra vida personal, ni la misión en tanto que miembros del pueblo alemán. No debemos considerarlas así tampoco cuando, como ahora ocurre, coincidan con tiempos difíciles, sino como una prueba que la mano sabia y buena de Dios nos impone para nuestra acreditación». La virtud de la entereza cristiana «capacita al soldado a sentirse obligado en pro de una misión más elevada, muy superior a lo cotidiano y lo dispone a ofrendar en todo momento su vida por sus hermanos. La entereza cristiana… garantiza el empeño de toda nuestra persona en aras de los objetivos de la patria, aunque éstos exijan el máximo sacrificio de energía, espíritu, vida y hacienda». Cristo, justamente, es el modelo y lo es también para el soldado. «Es una visión deformada la que se da de Cristo cuando se le concibe como una naturaleza soñadora… El Cristo histórico encarna el ideal de severidad e inexorabilidad a la hora del cumplimiento de su misión. Él no conoce el temor… Completamente solo asume la lucha contra los mayores poderes…». De ahí que el obispo militar concluya su escrito de cuaresma con el «deseo pascual» de que «el alma alemana se acrisole victoriosa en la lucha que le ha sido impuesta y conquiste una paz que dé un rostro nuevo a esta Europa cansada…». Y como colofón al saludo dirigido a todos los capellanes castrenses: «De Vds. depende ahora, en cuanto partícipes de esta contienda actual y decisiva, el que por encargo de nuestro comandante supremo y mediante su abnegada entrega, aporten lo mejor en aras de la consecución de una paz victoriosa; una paz que conceda a nuestro pueblo, entre las naciones de Europa, el puesto al que puede aspirar de por sí en virtud de la voluntad creadora de Dios». No será éste el último vómito literario del obispo castrense católico que saquemos a colación.
Estos grandes acontecimientos contaban asimismo con la colaboración, avalada por una riquísima experiencia, de G. Wethmann el vicario general de Rarkowski suplente suyo y obispo del ejército, quien también volvería a desempeñar esa función en el ejército de la República Federal. Tras su participación en la I G. M., Werthmann se afilió a la «Quick-born», una asociación juvenil católica, abogó por ideales de un pacifismo radical y siendo un sacerdote aún joven participó en 1926 en el gran encuentro por la paz de Douaumont, junto a Verdún. Después fue, hasta 1935, profesor de religión en Bamberg. Aquel año sin embargo el pacifista radical descubrió el espíritu de la nueva época, se hizo capellán de guarnición en Berlín y produjo su primicia literaria con el libro titulado ¡Queremos servir!, cuya divisa era «La fuerza de la fe, fuente de la fuerza militar» y que obtuvo tanto el Imprimatur de la Iglesia como el de la Cámara Literaria del Reich.
«Una vida religiosamente sana», escribía allí Werthmann, «provee a la actitud militar de un fundamento con un anclaje más profundo que cualquier otro. Respondiendo a ese hecho, hace ya siglos que el ejército introdujo una asistencia pastoral especial para soldados, algo que gozó siempre de alta estima y reconocimiento a lo largo de todo el glorioso pasado de nuestro ejército y que constituye una característica esencial de la vida castrense alemana. La actitud de cumplimiento con la religión era tan natural entre los soldados del ejército de Federico el Grande como entre los combatientes por la independencia en 1813 y entre los vencedores de 1870. La terrible catástrofe de la I G. M. determinó que esta óptima tradición del ejército se perpetuase de forma extraordinariamente intensificada». A pesar de esa «terrible catástrofe» el teólogo Werthmann ensalza ya en su libro —reeditado en 1940 en tres partes— a los «felices soldados» y al «cultivo del espíritu religioso» de la I G. M. (V. Vol. I. Cap. Benedicto XV). Y es que sin ese «cultivo» —y en ese punto el autor tiene sin duda razón y podría incluso remitirse al libro Mein Kampf de Hitler— «apenas habría sido posible mantener de forma tan férrea y prolongada la disciplina de los soldados. La actitud religiosa incitaba al cumplimiento del deber hasta el sacrificio de la propia vida». Una experiencia gloriosa:
«De un salto se superó la frontera entre el miedo a la muerte y la muerte. El deber llamaba y se lucharía mientras quedase una sola granada de mano». Y la causa era además profundamente cristiana, pues: «El cristianismo… nos enseña que sólo los violentos conquistan el Reino de los Cielos» De ahí que la Wehrmacht del «Tercer Reich» deba superar aún «la prueba de fuego en que se acrisole en la lucha por nuestro pueblo». De ahí también que el soldado cristiano deba «empeñar la sangre de su corazón» en aras de su juramento, la jura de bandera hecha ante Hitler, pues ese juramento «se guarda en el archivo de la eternidad». Cómo asombrarse de que uno de los asesores más influyentes y radicales de Hitler, el responsable de la Cancillería del Reich, y la misma Gestapo hallaran complacencia en Werthmann.
En su día, los capellanes católicos de la Wehrmacht debían personarse en «sala de conferencias, de aspecto severamente prusiano del obispo castrense», presentarle unos «sermones de prueba» y desarrollar ante él una «hora de cuartel». Todos ellos eran funcionarios militares con rango de comandante, llevaban pistola en su correaje, «sólo para la protección personal y de los heridos»: toda aquella guerra se libraba justamente para proteger al pueblo y al Reich. «El gorro muestra, junto a los distintivos de su rango adornados por la cruz gamada, la cruz de Cristo», anota el 7 de julio de 1941 el capellán castrense J. Perau. «Nuestros hermanos destinados a cárceles y campos de concentración siguen otro camino. Esos caminos son ambos, sin duda, necesarios…» (Con Imprimatur de 1936). ¡Una sana confianza en Dios! También sus superiores la tenían. «En conferencias formativas… junto a los camaradas protestantes… hombres como el vicario general Werthmann —un “hombre activo, organizador y duro”— y el decano de la Wehrmacht, Lang, nos inculcaban con viveza cordial una alta concepción de nuestro cargo, el gozo por nuestra misión y valiosas indicaciones prácticas».
Estas últimas venían de todas partes. En la revista Iglesia y púlpito, verbigracia, el teólogo M. Laros sugería en 1939 una serie de homilías con el título El cristiano y la guerra. La guerra misma no era, por supuesto, «otra cosa que densa la tempestad de los pecados acumulados», algo que ya conocemos hasta la saciedad por los sermones militares católicos de la I G. M. Y la cuestión de si la guerra es «justa» o «injusta» debe ser resueltamente rechazada de antemano como «trivial» al igual que en general toda cavilación o lamentos relacionados con ella. «Cuando la autoridad legítima llama a empeñar la propia vida nadie puede sustraerse a ello y ese empeño basado en la buena fe y en la mejor voluntad es en cualquier caso valioso a los ojos de Dios y ajustado al deber». No cabe lamentarse sino arrostrar la prueba. «De ahí que la guerra, y no sólo en el frente sino también en la patria, entrañe la irrupción del espíritu heroico aunque, eso sí, sólo en aquellos que se acrisolan. Claro que no faltan, ni mucho menos, otros de talante distinto. Pero ¿a cuáles has de tomar tú como modelo: a la escoria y los fracasados o a los nobles que se enaltecen en la prueba y permanecen por sí mismos y ante Dios en la eternidad, mientras la pequeña ganga de los aprovechados y de los ventajistas se esfuma y se olvida rápidamente?»[6].
Naturalmente, un buen soldado católico no podía tomar como modelo «la escoria y los fracasados», entre quienes hay que contar a la gente del 20 de julio de 1944 por su atentado contra Hitler. Tanto menos cuanto que él sólo combatía para proteger a la grey patria, para preservar la paz y que no aseguraba de balde esta paz terrenal, sino que con ello obtenía como premio la paz eterna. Así estaba escrito en el Libro militar de oraciones y cánticos, una obra católica:
«Bendice, oh Señor, al ejército alemán, llamado a preservar la paz y proteger a la grey patria y da a sus miembros la fuerza del supremo sacrificio por el Führer, el pueblo y la patria. Bendice en especial a nuestro Führer… Haz que bajo su guía todos nosotros veamos como un sagrado deber nuestra entrega al pueblo y a la patria para que mediante la fe, la obediencia y la fidelidad consigamos la patria eterna en el reino de tu luz y de tu paz. Amén».
Para inflamar los corazones de los católicos por la Alemania nazi se les volvió a suministrar una «Literatura» abundantísima. El obispo castrense escribió por ello, ya el 18 de septiembre de 1939, a sus excelencias «Arzobispos u obispos» que «El mando superior del ejército me ha encomendado la misión de supervisar los escritos de contenido religioso y edificante que se difunden entre los miembros católicos de la Wehrmacht de los ejércitos del frente y de la reserva y de retirar aquellos que no sean aptos para soldados en virtud de su contenido. En relación con este encargo se me comunicó que yo debía asumir la plena responsabilidad de este importante ámbito de los suministros militares durante todo el tiempo de campaña. La responsabilidad asumida sobre la base de ese encargo no es liviana. De ahí que me dirija a Sus Excelencias, Señores Obispos, con el ruego de que informen a todos los centros de cada diócesis particular que piensen difundir escritos religiosos entre los soldados sobre las instrucciones impartidas por el alto mando militar indicándoles que cuando eventualmente hayan de imprimir materiales de contenido religioso no emprendan nada sin haberse puesto previamente en contacto con la oficina del obispado castrense y someter a su examen el material en cuestión».
La «ayuda eclesiástica a la guerra» formaba, naturalmente, antes de todo a los propios capellanes militares. Ello se efectuaba especialmente mediante la presentación de modelos de sermón, —que en su casi totalidad eran rápidamente entregados por los mismos capellanes del frente— de modo que a mediados de 1943 eran ya más de 2.000 el número de sacerdotes que recibieron tales escritos: unos 300 sermones en total.
En este material enardecedor difundido por la «Ayuda Eclesiástica a la Guerra» a partir de 1940 y adaptado para su «uso en los campos de batalla» los sacerdotes castrenses hacen profesión de fe en la Alemania de Hitler, en su «grandeza», en su «perpetuación». «Pues se trata en verdad de un bien sublime de nuestra patria alemana y del Reich Alemán; se trata de nuestras madres, mujeres e hijos; se trata de la totalidad de la cultura europea: se trata de Europa pero también de la faz cultural de esa Europa. Se trata de Alemania y de su semblante cristiano». «Nuestra patria es algo sagrado para nosotros. Por ella sacrificamos gustosa y alegremente nuestra juventud, nuestra salud y nuestra fuerza vital, incluso en la primera línea de fuego. También Cristo amó, ¡y de qué manera!, a su patria… Es por ello legítimo y acorde con el espíritu de Dios que nos embargue un amor a la patria profundo, grande e insuperable». «Y no es por ello casual que nuestros soldados, empeñados en la lucha por la libertad de nuestro pueblo —lucha que debe finalmente conseguir también la libertad interior para el mundo— lleven en la hebilla de su correaje el “Dios está con nosotros”, pues son soldados católicos… dispuestos a llevar a término esa obra con Él y sujetos a Él»
Cierto es que la clericalla militar católica no sentían ya una devoción tan arrebatadora por escabechinas tan plenas de gracia como la que sintió la de la I G. M. Con todo los años posteriores a 1939 se hicieron actos como la «fundición de campanas de victoria para los alemanes y para el futuro de Europa», gozando de la profunda vivencia de ver «cómo el barbecho del pasado se rotura con violencia». Se veían a sí mismos como «coejecutores celosísimos de la gigantesca empresa» y ayudando «a que surja un mundo nuevo». «Esta época tiene que exigir de vosotros obras duras, pero vosotros aportáis incluso obras heroicas. ¡Este heroísmo de las proezas de nuestro incomparablemente orgulloso ejército ha de merecer la bendición! Todas vuestras fatigas, todo vuestro valor, toda vuestra entrega al servicio de nuestra amada tierra alemana quedarán un día grabadas en el libro de oro de la vida».
Los rusos, en cambio, son peores que seres infrahumanos, «un pueblo sin religión», que «consumen su mísera vida vegetando», que «han expoliado y saqueado las iglesias». Son «como bestias devenidas hombres». En contrapartida, sin embargo, «nosotros, soldados alemanes, celebramos ya nuestra segunda Fiesta de Pascua sobre suelo ruso». «Ésta es la victoria sobre todo el poder de las tinieblas». «Dios ha encomendado al pueblo alemán un sublime cometido, el de crear un nuevo orden europeo. La nueva estructuración se efectuará bajo el signo de Cristo. El bolchevismo significa la Europa sin Dios, sin Cristo y contra Cristo. El frente de las naciones jóvenes bajo la dirección de Alemania quiere una Europa con Dios, con Cristo». «Esta lucha merece que empeñemos lo más preciado en ella. Que lo empeñemos todo para preservar los valores germánicos y cristianos de nuestro pueblo».
Y es que con Cristo, sí, todo eso se puede conservar e incluso acrecentar mucho mejor como ya ocurrió en la I G. M. y en innumerables masacres anteriores. «La fuerza para estas proezas y hazañas sobresalientes, algunas de las cuales no tienen par, se nutre, tanto en el caso de estos hermanos como en el nuestro, de las fuentes inagotables de nuestra santa religión. Nuestro cristianismo es en verdad la religión del máximo heroísmo porque es la religión del sacrificio…». «Cumpliremos con nuestro deber de soldados rigurosa y fielmente hasta el límite… Soportaremos con heroísmo y entereza cuantos sacrificios se nos exijan. El sacrificio y la muerte por la patria son para nosotros sacrificio y muerte por valores eternos, por la eterna misión que Dios ha asignado a cada pueblo en su reino eterno. Queremos luchar heroicamente…».
Para qué seguir.
Lo que los predicadores de la guerra inculcan con especial insistencia es la obediencia, es la vinculación del juramento, la fidelidad a la bandera, fidelidad que puede incluso ponerse en relación con el Espíritu Santo: «… que el soplo y la vida del Espíritu Santo impregnen el pan y el vino para animar a ambos convirtiéndolos en aquella santa ofrenda que es la misma carne y sangre de Cristo otorgadoras de vida. La bandera es un símbolo similar. Su brillo y tremolación al aire libre nos anuncian el espíritu y la vida de nosotros mismos. La vida de un pueblo incluye también en sí la muerte del individuo particular». Pero esa muerte también tiene su «lado luminoso», se convierte en gran renovador de los pueblos. «En la medida en que erradica lo viejo y lo enfermo abre espacio a la vida joven y sana». Y como ya ocurrió en la I G. M. la muerte del soldado vuelve a ser ahora algo esplendoroso, pues la nimba «desde la hora del Calvario… una orla de gloria, la gloria de su semejanza con la cruz… y de la eterna glorificación pascual ante el Padre» ¡Oh sí, qué diversión es morir así! «Cuántos soldados entran en la eternidad desde el campo de batalla sonriendo en medio de su propia sangre… Esa transfiguración se posa como la más bella e inmarcesible de la coronas sobre la tumba solitaria del caído». He ahí la «irrupción de la transfiguración eterna».
Y todas esas cosas «sagradas» abarcan desde el Führer hasta el buen Dios y, claro está, desde el buen Dios hasta el Führer, cuyo poder, y de ello dieron testimonio los obispos ya en 1933, participa de la eterna autoridad de Dios. Y en aras de ese poder llevaron ellos las ovejas de su grey al matadero recordándoles incesantemente el sacrosanto juramento prestado. ¡«Pongo a Dios por testigo», clama un apóstol de la guerra, «de que la tropa, mientras haya un Führer de nuestro Reich, mientras haya un comandante supremo de nuestra Wehrmacht, mientras haya en absoluto un pueblo alemán, debe permanecer inquebrantablemente unida a ese Führer y comandante supremo, a ese pueblo alemán! ¡Dios debe ser testigo de que esta tropa está dispuesta a no temer la muerte y a entregarlo todo! ¡Esto es algo en verdad temible! Pues no es cosa pequeña pedir a Dios que vuelva su mirada hacia nosotros. Pues la mirada de Dios cala por cierto hasta lo más profundo de nuestros corazones y escruta nuestros pensamientos más recónditos… y vela celosamente si permanecemos fieles a nuestras promesas, fieles tanto en lo pequeño como en lo grande, fieles en la obediencia mediante la dureza y la disciplina y fieles asimismo en el empeño final de nuestra vida. Sólo así llega entonces el juramento a su plena vigencia, su vinculación más fuerte y profunda, una vinculación como no la pueden conseguir nunca las autoridades humanas ni los asuntos terrenales».
¿Cómo podía Hitler no estar satisfecho de esta «Ayuda eclesiástica a la guerra»? ¿Cómo no había de estarlo asimismo su ministro de propaganda? Hasta el propio H. Missalla, que aduce toda clase de explicaciones, disculpas y subterfugios, concede lo siguiente: «Los pastores de almas de la Wehrmacht y los propagandistas del nacionalsocialismo exigían un mismo comportamiento de los soldados: obediencia, cumplimiento del deber frente al pueblo y la patria, disposición al riesgo y al sacrificio de la vida, valor y sumisión en el servicio. Los vocabularios usados en sus respectivas apelaciones a los soldados se asemejaban hasta confundirse entre sí».
Por otra parte los sacerdotes acudían en verdadero tropel a los ejércitos de Hitler. El obispo castrense Rarkowski informaba el 18 de septiembre al episcopado alemán que «son muchísimos los sacerdotes provenientes del clero secular y del regular y de todas las diócesis de los territorios del Reich… que han solicitado servir en la cura de almas en el frente». Rarkowski no tenía ya más puestos para ellos. Sólo en caso de que la guerra se prologue por mucho tiempo, opina, podrá surgir «una demanda adicional». «En ese caso propondría en primer lugar al alto mando del ejército sólo a aquellos sacerdotes que me han sido previamente recomendados por los señores obispos o, en su caso, los que éstos me recomienden en breve».
Y es que abundaban los que querían sin más ser de la partida. «Es motivo de alegría el ver cómo son justamente nuestros teólogos quienes, en medio de esta tormenta universal en pro de una ordenación nueva de Europa y del mundo, muestran tal disposición incondicional al riesgo y ponen su empeño en favor de lo que consideran su deber frente al pueblo y la fe», dice un texto de 1940. Otro del año siguiente:
«Todos nosotros, que hemos cambiado la negra ropa talar del teólogo por el atuendo del soldado, sentimos la profunda satisfacción de ser partícipes en esta empresa. Esta época contribuye más a nuestra maduración y amplitud de miras que cualquier semestre de estudios…». «Lo más grande de todo es que ahora somos camaradas entre camaradas ante los que hemos de constituirnos cada día y cada hora en modelos de su imagen espiritual de nuestra Iglesia y de sus sacerdotes».
¿Cómo podría Hitler no sentirse satisfecho con ello? Y con todo, desde el comienzo mismo había puesto estrechas restricciones a la actividad de la acción pastoral castrense, estrechándolas después de año en año, poniéndole más tarde enojosas trabas y difamándola. Fue él mismo quien —a consecuencia de su creciente desprecio de la Iglesia romana, por su desconfianza y envidia hacia ella— ordenó en plena guerra que apartasen del ejército y «a la mayor brevedad» a todos los jesuitas.
Ya en 1935, con la «introducción del servicio militar obligatorio y a la vista de la brevedad del tiempo de servicio disponible para la instrucción militar…» Hitler no veía «posibilidad alguna de dar permisos a sus soldados para que acudieran a los “ejercicios” de ambas confesiones. Ordeno en consecuencia que tales permisos cesen en el futuro». De ese mismo año procede un decreto con estas palabras: «Ruego se tomen las medidas pertinentes para que los sacerdotes de la Wehrmacht desistan de cualquier coacción directa o indirecta que tenga por objeto influir en los sentimientos religiosos de los soldados que son adscritos confesionalmente». Se impuso asimismo la prohibición de «participación oficial de cualquier clase de miembros de la Wehrmacht en las procesiones» ordenando que los soldados que asistieran o simplemente mirasen una procesión «se distribuyeran de modo que no formasen grupos». Se prohibió asimismo que la tropa participase en discusiones sobre temas religiosos controvertidos y se dictaron instrucciones que restringían de múltiples maneras la celebración de misas de campaña, la notificación a los familiares de la muerte o heridas de los soldados. En el transcurso de la guerra se llegó incluso a prohibir a los sacerdotes militares pronunciar conferencias de carácter no religioso así como dar conciertos en el ámbito de la Wehrmacht.
Todo ello y algunas cosas más no impidieron sin embargo en lo más mínimo a los predicadores de batalla alentar continuamente aquella masacre hitleriana de dimensiones planetarias. Las hojas parroquiales y los demás rotativos católicos traían noticias sobre la «condecoración de sacerdotes católicos en el frente», sobre su «heroica muerte». Y en vista de su espléndido ejemplo y de su empeño personal que les llevaba hasta despilfarrar su sangre por el «Führer» y el Reich, su actividad —después del estallido de la guerra eran unos 560— se vio coronada por un éxito clamoroso. Sólo siete católicos en todo el gran Reich unificado se negaron públicamente al servicio militar. Seis de ellos fueron ejecutados y el séptimo declarado enfermo mental. También la deserción fue muy rara entre los soldados católicos: Es más, no se conoce ¡ni una sola deserción de católico que fuera motivada por la protesta moral contra las atrocidades del régimen nazi!
A fin de cuentas todos tuvieron que prestar un «juramentó sagrado», cuyo texto figuraba también en el libro católico de rezos de campaña: «Juro a Dios por este sagrado juramento que obedeceré incondicionalmente al Führer del Reich Alemán y comandante supremo de la Wehrmacht, Adolfo Hitler, y que como valeroso soldado estoy dispuesto a arriesgar mi vida por este juramento». El juramento, se encarecía una y otra vez, excluía cualquier reserva mental. De ahí el pathos con el que se inculcaba al soldado, al estimado camarada, la importancia de ese juramento, de ahí la retórica empalagosa, religioso-patriótica, con la que se le describe «la hora solemne de tu jura de bandera». «Tú debes presentarte ante tu Dios y jurar fidelidad a tu Führer sobre tu bandera. ¿Tienes bien presente lo que significa presentarte ante la faz del Dios todopoderoso? ¿Sabes lo que este juramento significa para ti en la paz y en la guerra? ¡Las horas grandes exigen prepararse interiormente!» He aquí cómo un «arcipreste de la Wehrmacht» prepara en 1938 a la futura carne de cañón:
«¡Ha llegado la hora del juramento! Lentamente el sol de noviembre se abre paso entre las grises nieblas y refulge en los cañones de las armas, flamantes de puro limpios… La marcha de desfile deja oír notas que enardecen. Por vez primera los jóvenes soldados miran directamente a los ojos de su comandante… El ayudante pronuncia la fórmula del juramento… apenas resuena la última frase del juramento un poderoso eco de cien voces le responde compacto desde las filas. Un triple “Siegheil” dedicado al Führer surge de bocas y corazones y con ademán rígido por el saludo militar, los recién juramentados rinden su salutación a Alemania y a su Führer mientras resuenan los himnos nacionales… Tú eres soldado, un juramento sagrado te vincula y te consagra al servicio… La hora solemne en que prestas tu juramento no consiste en otra cosa que en cuadrarse ante la faz de Dios… En tu vida de soldado puede llegar la hora en que los testigos terrenales de tu juramento ya no te podrán ver. Una hora en que ninguno pose su mirada sobre ti, en que ninguna orden pueda llegar hasta ti, en que tú podrías escabullirte sin que nadie lo advierta y en la que sin embargo no te es lícito escabullirte porque la “orden de la conciencia” te retiene. Él será entonces el único en verte como hoy escruta tu corazón. Él será entonces tu juez como hoy es tu testigo».
Por supuesto que el catolicismo llevaba ya mucho tiempo cultivando un espíritu nacional-militarista más allá del ámbito de la acción pastoral castrense. Y por entonces justamente es cuando la Catholica alemana recurrió hasta tal punto al vocabulario de la ideología de la sangre, la raza y el espacio vital que un informe de la Gestapo constata que durante la República de Weimar la Iglesia «destacaba la libertad, la igualdad y la fraternidad» mientras que ahora «habla en cambio de la etnia nacional, del caudillaje, de la sangre y del espacio vital».
Algo que evidenciaba, verbigracia, en 1934 el consejero de estado prusiano y obispo de Osnabruck, W. Berning, quien solía rubricar sus cartas «Con un saludo alemán y ¡Heil Hitler!», en su obra Iglesia Católica y etnia nacional alemana de la que envió un ejemplar a Hitler «como signo de mi veneración». Ese mismo año todos los obispos alemanes escribieron en su pastoral colectiva del 7 de junio: «En nuestra Obra Juvenil Católica adoctrinamos y entusiasmamos a nuestros jóvenes de ambos sexos para que crezcan haciéndose miembros útiles y leales de la Iglesia y del Estado… ¡La Guerra Mundial fue testigo de cómo la juventud católica empeñaba también de forma sobresaliente su vida por la felicidad de la patria!». Algo que resulta lamentablemente bien cierto, si eliminamos tan solo lo de la felicidad de la patria. Y ya en 1933, la cuestión «de si las maestras católicas, en su caso también las que lo fuesen en una orden religiosa (!) podían ocupar cargos directivos en la Liga de Muchachas Alemanas Nacionalsocialistas, … fue respondida con un resuelto “Sí” por parte de los obispos».
En 1935 el arzobispo de Freiburg y miembro patrocinador de las SS, Grober, documentó en una obra destinada expresamente a ello la fidelidad al estado de los católicos. Y dos años más tarde, en su obra Manual de las cuestiones religiosas de la actualidad «editada expresamente con la recomendación de la totalidad del episcopado alemán» (!), escribía Gróber que: «Frente a la indiferencia y la pasividad que aún imperan en muchos ámbitos, el Führer y Canciller del Reich ha caracterizado esta batalla universal como una defensa de la cultura europea contra la incultura asiática. Ningún pueblo podrá substraerse a esta contienda entre su tradición étnica y el marxismo encabezado por agitadores revolucionarios ajenos al pueblo y judíos en su mayoría». En 1935, cuando los obispos se quejaban ya amargamente por la agitación anticlerical de los nazis exhortaron de este modo a sus feligreses diocesanos: «¡Católicos alemanes! ¡Mantened la calma y el orden!». «Para los hombres alemanes, la fidelidad no es una vana quimera. La juventud alemana mantiene la palabra dada a la autoridad estatal». Ese mismo año el obispo de Regensburg, Buchberger, recordaba también las hazañas de los católicos durante la I G. M., que «nadie podría superar». Y al año siguiente el cardenal Faulhaber conjuraba el heroísmo de los hombres que participaban en la Guerra Civil Española y el del oficial católico Schlageter. Este antiguo teniente fusilado por los franceses a raíz de las luchas del Ruhr y venerado como héroe nacional gozaba en general de una gran estima por parte de los prelados alemanes. Se referían a él como a «nuestro valeroso Schlageter» y ensalzaban el hecho de que «antes de su adiós definitivo confesó y comulgó recta y virilmente».
El obispo Conde Galen «El luchador de la resistencia» (Contrast. Vol. I) cuyo proceso de beatificación inició el episcopado de Münster en 1959, saludó a la Wehrmacht como «protectora y símbolo del honor y el derecho alemanes», a raíz de la ocupación en 1936 de la zona desmilitarizada de Renania «en nombre de los católicos fieles a su germanidad». Y en 1938, es decir, en la época de la gran persecución contra los judíos materializada en la «Noche de los cristales rotos», autorizó el escrito «Jura de bandera», en el que la «voluntad del Führer» era identificada con la «voluntad del pueblo» y el «imperativo de prestar el servicio militar equiparado a una adscripción y obligación religiosa».
También el influyente «Movimiento Schönstatt», que rivalizaba en secreto con los jesuitas, y que hoy se halla difundido por todo el mundo, mostró una chocante adhesión al rumbo belicoso tomado por Alemania. Esta sociedad cuyo abarcador objetivo final se plasma en la idea de una «configuración cristiano-mariana del mundo» no fue fundada en 1914 por pura casualidad (por el pater J. Kentenich). Tampoco fue casual que se convirtiera en una agrupación extremadamente antivolchevique, que ensalzaba al nazismo como salvador ante el «dragón rojo», se deshacía en elogios a la «obra gigantesca, recién iniciada, de reestructuración del pueblo y del Reich», encabezada por Hitler, cuya quema de libros celebró. Propuso además como candidato a la canonización a José Engligs, caído en la guerra contra Francia, aduciendo su belicosidad sin tacha: «en las marchas», en la «primera línea», en «la trinchera», «como zapador», «en la batalla», ante «los obuses», en «las avanzadillas», «de patrulla», bajo el «fuego graneado» etc. (Es seguro que caso de haber sido otro el desenlace de la guerra entre los 150 cofrades de la Sociedad Schönstatt caídos por Hitler se habrían hallado otros candidatos a la canonización bien bregados en el combate. Pero después de 1945 se prefirió la candidatura de un miembro menos combativo: el sacerdote palatino F. Reinisch, ejecutado en Brandemburgo por negarse a prestar el servicio militar, a quien un curángano católico de prisiones llegó a negar la comunión por haber rechazado la prestación del juramento militar.)
No tiene nada de admirable que muchas mujeres de la Obra Social Schönstatt pudieran proseguir «también en la época del nacionalsocialismo y con sorprendente amplitud su acción apostólica» algo que por parte católica se atribuye, con la mayor seriedad, a lo «discreto de su vestimenta y de su forma de vida». ¡Cómo si los nazis se hubieran dejado engañar por cosas así! Y tampoco hay que admirarse en verdad de que fuese justamente ese instituto religioso de Schönstatt el que, mientras duró la guerra, asumió ciertas «misiones» en tierras eslavas. Ni hay por qué admirarse por el hecho de que una década después de la II Guerra Mundial para Schönstatt ya estén de nuevo a la orden del día expresiones tales como «guerra, guerra santa, guerra mariana, estado mayor, soldado, tropa de combate y batalla».
También se propagaba la ideología militarista en innumerables libros de sacerdotes católicos. En la obra del teólogo católico Leopoldo Schwarz Mantente firme en la fe, aparecida en 1938 en la Editorial de Literatura Católica de Múnich y con el permiso de la sede episcopal, la guerra pone al descubierto «todas las profundidades del alma». Conduce a «perfeccionar la selección natural», a acrisolar antes que nada «las enseñanzas e instituciones de la vida religiosa, cultural y social»; en una palabra, la guerra se convierte en «la partera de toda construcción estatal y de toda cultura». «Que la guerra pone a prueba es un hecho meridiano», escribe el clérigo Schwarz. «El soldado ha de tensar al límite sus fuerzas psíquicas y físicas. El inventor da de sí hasta lo último en defensa de la patria;» —¡ahí están como prueba los cohetes, el gas letal, la bombas de hidrógeno!— «el obrero tiene que rendir algo fuera de lo común en turnos de día y de noche; la caridad ha de redoblar su actividad; el poeta ha de dar forma a la palabra y al símbolo que arrebatan; la Iglesia ha de abrir los más profundos hontanares de la religión». «La guerra no contradice a la ley del amor». Estas y otras manifestaciones análogas están profusamente presentes en una obra publicada con el permiso obispal un año antes de que estallase la II G. M. Son indicios, —que podríamos multiplicar sin esfuerzo— que señalan cómo los católicos alemanes habían sido ya mentalizados para asumir los crímenes de guerra hitlerianos. Y no fueron los obispos los últimos en hacerlo, pues ya en 1936 y a raíz de la intervención de aquél en la Guerra Civil Española, le prometieron «fidelidad hasta la muerte» y en representación de su grey la defensa «hasta la última gota de su sangre», tal y como el «luchador de la resistencia» Galen lo refrendaba con su autoridad en Jura de bandera. Y después de ello unas docenas de arzobispos y de obispos alemanes jalearon —¿contra la voluntad del «Santo Padre»?— a sus fieles a dar su apoyo a los grandes crímenes del dictador[7].
El cardenal de Colonia, Schulte, escribía en su carta pastoral: «¿No debemos acaso ayudar a todos… nuestros valientes en el campo de batalla con nuestra fiel oración cotidiana…?». El cardenal de Breslau, Bertram, animaba a los soldados con el salmo «¡Obrad virilmente. Sea fuerte vuestro corazón!…» y añadía de su propia cosecha: «Fortaleza de ánimo en grado heroico, eso es lo que el deber del soldado exige de cada combatiente en una lucha conducida con las armas de nuestra época… La fortaleza de ánimo proporciona la conciencia de que cada sacrificio en aras del cumplimiento del deber queda registrado en el libro de la vida eterna» (De ahí a poco el papa ensalzaría a Bertram, con motivo de su jubilación, en un telegrama escrito en alemán en el que destacaba su «entrañable apego a Dios», su «circunspección apostólica» y su «celo ejemplar en el trabajo por el honor de Dios y la prosperidad de la Iglesia»). El cardenal muniqués, entonces enfermo, difundió a través del vicario general Buchwieser una «proclama archipastoral»: «En estos tiempos difíciles en los que todo está en juego, es ineludiblemente necesario que cada cual cumpla plenamente con sus obligaciones religiosas, patrióticas y ciudadanas».
El arzobispo Grober imploraba la bendición del Todopoderoso para la justa causa del pueblo alemán y el arzobispo de Padeborn, Klein, abrigaba respecto a los soldados alemanes la «confiada esperanza de que atiendan obedientes a sus obligaciones ante el pueblo y la patria hasta la abnegación total de sí mismos». El obispo de Rottenburg, Sproll, sentía por entonces «la ineludible urgencia»… «de exhortar a la fidelidad abnegada hacia la patria y a una confianza en Dios, firme como una roca… Dios está con todos aquellos que toman sobre sí el duro trabajo de la guerra y les dispensa valor y fuerzas para luchar victoriosamente por su patria o morir valerosamente… Llenaremos las bajas resultantes con redoblado esfuerzo y fidelísimo cumplimiento del deber». El obispo de Hildesheim, que ruega a Dios para que «envíe su ángel» a las tropas de Hitler, exige del soldado católico la disposición a luchar en todo momento. «Ahora debe demostrar que se mantiene fiel a su fe, a su patria, a su pueblo y a su Führer». El obispo de Meissen exhortaba a los fieles a «purificarse como auténticos héroes con sincera confianza en Dios y exigiendo el máximo de sus conciencias». «Queremos ser fuertes junto a nuestros combatientes y soldados, unidos en la fidelidad a los valores supremos de nuestra patria».
El obispo de Wirzburgo, M. Ehrenfried, se manifestaba así: «Siento en mí el incontenible impulso de exhortaros a la confianza en Dios y a la fidelidad abnegada a la patria. Los soldados cumplen con su deber para con el Führer y la patria, con máximo espíritu de sacrificio, entregando hasta el último resto de su persona, según las admoniciones de la Sagrada Escritura. Vayan a 1os campos de batalla plenos de confianza en Dios y en Jesucristo, nuestro Redentor… Pero también el pueblo que permanece en el suelo patrio sabrá aportar solícitamente los sacrificios que se le imponen». Y el obispo de Regensburg, M. Buchberger: «Queremos contemplar todo sacrificio, incluido el de la vida, a la luz de nuestra santa fe, que nos dice que nuestra vida no acaba con la muerte, sino que comienza justamente con ella… Esta fe nuestra, la cristiana, transfigura en verdad todo sacrificio y todo entendimiento. Ella dará a todos la fuerza y la gracia para cumplir animosa y fielmente con su deber».
Y el obispo Machens de Hildesheim se expresa así: «Ha estallado una guerra que nos plantea a todos, patria y frente, militares y civiles, tareas inmensas. Por eso os invoco: ¡cumplid con vuestro deber frente al Führer, el pueblo y la patria! Cumplidlo, si es necesario, exponiendo íntegramente vuestra persona».
El obispo Kaller de Ermland: «Antes de seguir la llamada a las armas os habéis revestido de la armadura divina. Sé que la mayoría de vosotros estáis purificados y fortalecidos por los santos sacramentos. Con la ayuda de Dios pondréis vuestro empeño por el Führer y el pueblo y cumpliréis hasta el último extremo con vuestro deber en defensa de nuestra patria querida… Todos hemos de realizar sacrificios, grandes y supremos sacrificios. Nadie puede sustraerse a su deber».
El administrador apostólico de la prelatura libre de Schneidemühl, el prelado F. Hartz, manifestaba que «después de dos decenios de paz, el Führer de nuestro pueblo ha convocado a las armas a los varones alemanes para erradicar la injusticia del dictado de paz de Versalles, que gravita pesadamente sobre nuestra nación y nuestro pueblo… Con fidelidad germánica, unánimemente y con plena disposición al sacrificio, la totalidad de nuestro pueblo se alza dispuesto a eliminar una insufrible injusticia y en pro de una paz con honor y justicia. Exhortamos a los soldados a cumplir hasta lo último con su deber frente al Führer y el pueblo, en defensa de la grey patria».
¿Será necesario probar que también la prensa diocesana tiraba de la misma cuerda criminal?; ¿que el órgano diocesano de Hildesheim enjuiciaba la guerra como desencadenada por un enemigo opuesto «al derecho del pueblo alemán a su libertad»?; ¿que la gaceta del cardenal de Breslau se permitía la osadía de afirmar que Alemania «libra una guerra sagrada en la que no está simplemente en juego la reconquista y reocupación de los territorios que le fueron arrebatados, sino el bien supremo en este mundo: el de vivir según la voluntad de Dios»?; ¿que la hoja episcopal de Regensburg escribió que «El Führer y el gobierno han hecho todo cuanto era compatible con la justicia, con el derecho y con el honor de nuestro pueblo para preservar la paz a nuestra nación? Esta disposición a la paz y al entendimiento ha sido amargamente despreciada y escarnecida. Ahora, la totalidad del pueblo alemán, presto a la acción, cierra resueltamente sus filas en torno a sus dirigentes; cada cual en el lugar que Dios nuestro Señor le ha asignado».
Y en el bando opuesto, en Polonia, Francia, Inglaterra y los USA, ¿quién ha asignado a cada cual su lugar? ¿El diablo? ¿Puede darse mayor embrutecimiento del pueblo? Y es que a lo largo de la guerra la prensa católica era sin más un «instrumento activo» del ministerio de propaganda de Goebbels, en cuya Cámara de Prensa del Reich había, como jefe de departamento, un sacerdote católico: W. Adolph, el redactor jefe de la hoja episcopal de Berlín.
En último término no se desperdició ni una sola idea del acervo «cristiano-católico» susceptible de aplicación militar. Lo relacionado con los vivos y con los muertos. Con los soldados y con las monjas que los cuidaban. Con la comunión y con Caritas. Con la fe germánica y con la cristiana. Con lo posible y con lo imposible. Nada se desaprovechó, ni tampoco el registro minucioso de las pérdidas en las propias filas, bien sea que 11 miembros de la Cooperativa Steyíer de la Divina Palabra cayesen por Hitler o que fuesen «32 hijos de Kolping», cuyo presidente general, Hürth, les daba así su último adiós: «Han mostrado ser héroes. Les damos las gracias y nos regiremos por su ejemplo». Llevaban cuenta de las condecoraciones y se vanagloriaban de sus «soldados en el frente»: «El alumno de segundo curso del seminario archidiocesano de Bamberg, J. Teufel, ha obtenido en la campaña de Polonia la Cruz de Hierro de Segunda Clase, y en Francia, la Cruz de Hierro de Primera Clase en su calidad de teniente y jefe de una compañía de ametralladoras».
Apenas un general cualquiera decía algo sobre las bendiciones de la religión en la guerra, ello era difundido inmediatamente como «Juicio proveniente de las más altas instancias militares acerca de la necesidad de la religión para el soldado del frente», tal como ocurrió con las ideas expuestas por el teniente general Von Rabenau, un Doctor Honoris Causa, en su conferencia La guerra espiritual y la guerra psicológica: «Si faltase la religión, la autoridad quedaría suprimida en pocos decenios. El soldado necesita relacionarse con su Dios: En otro caso la guerra perdería su legitimación moral (!). El soldado no puede mantenerse como tal sin el pensamiento en el más allá. Ni la religión del más allá sin soldados».
Cuando el obispo Hudal, un veterano nazi, celebraba en Roma una misa en la iglesia nacional alemana Sta. María dell’Anima «en recuerdo de los soldados alemanes caídos en la guerra y para implorar la bendición de Dios sobre la patria», ello se resaltaba en la prensa al igual que los nombres de los participantes de ambas embajadas alemanas y de las unidades militares italianas presentes. También cualquier donación de sangre por parte de unas monjas y «la entrega total, también en esta guerra, de las hermanas religiosas católicas en la asistencia a los heridos y enfermos». Al mismo tiempo lanzaban una envanecida mirada retrospectiva a la guerra anterior en la que, p. ej., «100 hermanas de Santa Catalina cuidaron a más de 50.000 heridos».
En general la primera gran degollina mundial ofrecía naturalmente inagotables posibilidades de referencia para la segunda. De ahí que se desempolvaran de nuevo, verbigracia, las «Cartas de estudiantes caídos», pues hacían patente, «de modo ejemplar para ennoblecerse una vez más en esta nueva hora estelar de la historia, la fuerza anímica de los combatientes de aquellos cuatro años…, su sentido del destino de Alemania en la historia mundial». Eran ante todo «documentos de una piedad auténtica y entrañable… Sólo pocos, como se desprendía inequívocamente de la colección, llevaban el Zaratustra en sus mochilas. Preferían más bien los discursos de Fichte, pero el consuelo lo buscaban en el evangelio». Es que éste se puede usar para todo, literalmente para todo, incluidas las peores atrocidades. De ahí que la clericalla no sienta nunca la menor perplejidad al proclamar el evangelio ni la grey al creerlo.
Incluso A. Kolping, el «Padre de los aprendices» —con cuya ayuda se intenta aún traer al molino católico agua que fluye hacia el de los comunistas (También durante la visita a Alemania de Juan Pablo II se le asignó a Kolping ese papel)— incluso, sí, de ese «padre de los aprendices» de cuestionada probidad, podían exhibirse en 1939 «frases aún válidas para la actualidad», tales como «La guerra es una tormenta desde cuyo seno el rayo de Dios recorre los pueblos y en cuyo transcurso su justicia avanza sobre la tierra envuelta en nubes y bajo el trueno arrollador. Se vislumbra que la guerra tiene también su lado sublime y que apenas hay otro fenómeno histórico que posea ese carácter realmente grandioso, propiamente cristiano… ¿Se opone ello al cristianismo? Al contrario. Se me antoja que ello es genuinamente cristiano, pues aquí abajo el cristianismo no es, en cierto sentido, más que una lucha persistente en pro de la justicia, en contra, cueste lo que cueste, de la injusticia. De ahí que el cristianismo guíe, ennoblezca y transfigure el valeroso combatiente en pro del derecho y de la justicia…».
No es de admirar que Pío XII, justo por aquellos años, acentuase su deseo personal de poder gozar en breve de la canonización de A. Kolping, ni que fuesen justamente los obispos alemanes los que también por entonces suscitasen personalmente en sus diócesis iniciativas «para avivar el interés del pueblo creyente por el santo sacerdote y gran educador del pueblo alemán». Ya en la I G. M. fueron 60.000 los «hijos de Kolping» que combatieron en los campos de batalla, en los que dejaron su vida 17.000. Y el episcopado alemán fue unánime a la hora de exaltar apasionadamente el baño de sangre de aquella guerra. Ya en septiembre de 1938 todos los obispos alemanes lanzaban esta apelación común:
«En esta hora decisiva animamos y exhortamos a nuestros soldados católicos a cumplir con su deber por obediencia al Führer (!) y a estar dispuestos a sacrificar íntegramente su persona».
¿Acaso resulta difícil imaginarse a qué exhortarían en una tercera guerra mundial si es que se vieran aún en tal circunstancia?[8].