Horst Herrmann, nacido en el año 1940, es Doctor en Teología y en Sociología. En 1971 fue Profesor de Teología en Münster. En 1975 fue elegido Decano de la Facultad de Teología Católica de esa ciudad. Desde el año 1981 enseña Sociología. Es un experto en cuestiones relativas a la política y la actividad general de la Iglesia y sus numerosas publicaciones han inspirado el pensamiento crítico en ese y otros ámbitos. Sus libros son muy leídos debiendo destacarse por su especial resonancia La Iglesia y nuestro dinero (Die Kirche und unser Geld, RRV) en el que analiza las intrincadas e interesadas relaciones politicoeconómicas entre la Iglesia y el Estado, y Wojtyla. El santo bufón, (Wojtyla. Der heilige Narr. Reinbek) Los siete pecados capitales de la Iglesia — un alegato contra el desprecio hacia el hombre (Die sieben Todessünden der Kirche…). Una de sus últimas obras es una extensa réplica a Cruzando el umbral de la esperanza, obra que lleva por título Wojtyla atrapado en sus propias palabras.
Wojtyla light? Tal es el título con el que el Süddeutsche Zeitung aborda de manera crítica, el 22 de julio de 1994, las estrategias de marketing en favor del libro más reciente del papa: «Ninguno de entre los discípulos actuales de Cristo —dejando aparte al gran evangelista del occidente libre, Billy Graham— se ha servido hasta ahora con tal carencia de escrúpulos de los medios de comunicación de masas como su crítico más vehemente». Juan Pablo II ha apurado, efectivamente, hasta las últimas posibilidades del mercado mediático. Parece bien claro que este papa tiene que acreditarse a sí mismo de manera continua. Con mayor razón toda vez que no lo acreditan los demás.
«¡Guardemos silencio sobre el Señor Wojtyla!», sugirió el Premio Nobel H. Boíl a comienzos del pontificado de aquél. Y son muchos los que han seguido su consejo. Ni siquiera se podría, de pura memoria, citar una sola voz de la teología contemporánea que se haya ocupado intensamente de Juan Pablo II; intensamente, es decir, más allá de los floreos de banal cortesía y de aquellos temas archiconocidos por su estridencia. Este papa no suscita especial interés. Mientras que bajo los pontificados de Juan XXIII y de Pablo VI los teólogos se enzarzaron en enconadas disputas doctrinales, ahora, en cambio, impera el silencio.
Sólo se escucha el estruendo provocado por los medios de comunicación en torno al libro de título burdamente poético. Los aspavientos son excesivos incluso para lo que es habitual en el Vaticano. Las religiones y confesiones que compiten en el mercado mundial apenas ni pueden soñar con un marketing como aquel del que disponen algunos sectores de la Iglesia Católica. La atención que la prensa mundial pueda prestar a un libro se convierte para el Vaticano en algo cada vez más importante; más importante incluso que el mensaje propiamente dicho. He aquí una verdad que no despierta simpatías por doquier: es forzoso distinguir cuidadosamente entre el éxito editorial, por una parte, y la cualidad y el impacto de un libro, por la otra.
Ahora bien, preguntamos, ¿por qué tanto ruido para nada? Ahí está el meollo de la cuestión. Un «libro editado con criterios comerciales» (New York Post), una «gran idea comercial» (International Herald Tribune), decían ya los titulares mucho antes de su aparición. El triunfo del nuevo ensayo del papa debía hallar su expresión en cifras descomunales: el objetivo al que se apunta rozaría los diez millones de ejemplares vendidos a escala mundial. Esas cifras convertirían a K. Wojtyla en una superfigura literaria de dimensiones similares a las de John Grisham.
Los nuevos vestidos del papa: Juan Pablo II es vitoreado de acuerdo con las exigencias de los medios de comunicación, pero su resonancia no trasciende los límites de la comunidad receptora Los representantes de la Iglesia Católica parecen estar ciegos ante ese fenómeno. Eso pese a que la publicidad eclesiástica se hace a sí misma un flaco favor dejando al papa en manos de los medios, pues un papa de la prensa no servirá, a la larga, para nada. Los monólogos de Wojtyla no hallarán eco si los doctos, indiferentes, los dejan hundirse en el entusiasmo alborozado. El ruido mediático no puede sustituir al debate y el entusiasmo malentendido, propio de un arrebato ocasional que pasa sin consecuencias, se extinguió hace ya tiempo a la vista de todos.
El papa parece haberlo entendido así. De ahí que, recientemente, haya recalcado en su nuevo libro su voluntad de entablar un diálogo con todos los hombres y que califique a su «Iglesia de institución que aboga por la razón y la ciencia».
Incluso presenta ideas como base de discusión. Y puesto que él interpreta su pontificado como un nuevo inicio él no se ve a sí mismo como administrador de una tradición, sino como adelantado de la fe. «Cabe, sin embargo, preguntarse si con el libro Cruzando el umbral de la esperanza podemos dar ya por acabada la zozobra que se observaba anteriormente en el Vaticano; si el papa se ha desprendido en él de su hasta ahora vigente ideología, reacia a asumir riesgos; si son el coraje y el carisma los rasgos que caracterizan últimamente a la institución que él preside. ¿Se trata, una vez más, del enésimo recomienzo? ¿Más bien de un testamento?»
Aunque de todo ello apenas llegara a venderse la mitad al Vaticano le vendrán muy bien los ingresos que el libro le reporte en forma de honorarios: para su presupuesto de propaganda; para su sección de publicística. Nadie tiene por qué creer que esos millones se destinarán a un buen fin. Tanto menos cuanto que el banco oficial del papa, puesto en entredicho por sus muchos asuntos turbios, también se llama oficialmente «Instituto para las Obras de la Religión». De ahí que muchos sepan a qué atenerse cuando el Vaticano habla de óbolos caritativos.
¿Exige el sistema que ello sea así?, ¿que año tras año tengamos un nuevo libro de este papa? Recientemente vimos cómo el nuevo catecismo universal atestaba los estantes de las librerías y se vendía por millones. Cierto es que cientos de miles comenzaron a leerlo, pero ¿cuántos lo entendieron, lo aceptaron o lo hicieron suyo?
No es casual que se establezca una distinción entre los autores Grisham y Wojtyla. A Grisham se le lee, pero ¿qué personas de fuera del redil lee un libro del Vaticano? ¿Cuántas son las ovejas de la grey que intentan vivir de la esperanza ofrecida por sus pastores?
Cabe esperar que Wojtyla sea lo suficiente perspicaz para percatarse de un trasfondo en el que aún está viva la Ilustración y sepa asimismo de los peligros que amenazan a su Iglesia a medida que son menos los hombres dispuestos a creer a ciegas y más los que desean juzgar reflexivamente, comparar concepciones del mundo y sacar consecuencias personales.
En una sociedad de consejeros como la nuestra son muchos los que preguntan: ¿quién se acredita como buen maestro de la vida? ¿Dónde hallar un sentido para ésta? ¿Dónde puede el hombre nutrir su esperanza? ¿Hasta dónde puede llegar ésta? Es cierto que también el hombre moderno siente el anhelo de calor afectivo. Su sed de hogar no está saciada, pero ello no significa que acepte a priori el pan que pueda darle la Catholica en forma de migajas ofrecidas en nueva envoltura (V. pág. 104 y 106 de Cruzando…).
¿Iglesia decrépita? ¿Iglesia antigua? Uno de los signos más inequívocos del desmoronamiento de una organización radica en el hecho de que su élite dirigente no es ya capaz de aportar soluciones realmente aptas para resolver los problemas de los hombres y se limita a afrontar las situaciones injustas poniendo en venta narcóticos.
K. Wojtyla permanece alejado de la mayoría de los hombres y ello tiene sus razones. En todas las manifestaciones papales se trasluce siempre el entorno, cuidadosamente encapsulado frente al mundo, en el que se desenvuelve habitualmente su autor. Juan Pablo II está condicionado por el estilo de un entorno religioso-clerical provisto de un lenguaje cerrado, al que no sólo pertenecen personas sino también libros, contenidos doctrinales y métodos doctrinales. Ningún papa podría, incluso si se lo propusiera, hacer una experiencia auténtica de los usos lingüísticos de un mundo secularizado. Hasta el gesto con el que Juan Pablo II besa el suelo del país que va a visitar, apenas descendido del avión, se va desgastando. Más aún: el gesto acabó por mostrar su vacuidad. No tiene mucho que ver con simpatía, afecto o humildad. La verdadera situación se reveló recientemente: como quiera que Wojtyla estuviera impedido para caminar de resultas de su operación en la cadera hizo que le acercaran tierra croata en una bandeja para poder besarla. La postura adoptada por quienes sostenían aquella bandeja, totalmente injustificada por lo demás, desenmascaró el símbolo: se arrodillaron en el suelo ante el papa. Cabría en verdad suponer que después de siglos de besos en los pies y de prosternaciones impuestas por un protocolo inhumano a los hombres que se aproximaban al vicario de Cristo se habrían establecido usos más humanos en una institución dedicada a predicar de continuo acerca de la dignidad humana. De ahí que el gesto de aquella genuflexión tuviera más impacto que el de besar el suelo: en detrimento del papa.
Es en vano que Wojtyla haga tantos esfuerzos: él y el círculo más íntimo de sus circundantes forman una comunidad de por sí y su modo de vivenciar el mundo y los hombres será siempre un modo distanciado. Su lenguaje sigue siendo extrañamente inconcreto, incluso litúrgico, cuando se ocupa de asuntos terrenales. Tampoco el papa puede aportar respuestas a los «enigmas recónditos de la existencia humana» (V. Cruzando…, pág. 106) por más que su libro así lo prometa. Su mismo estilo y sus usos del lenguaje plantean más bien nuevos enigmas.
El desafortunado juego de contraposiciones y barreras lingüísticas presentes en las alocuciones, los escritos pastorales y los libros del papa crean aquel clima que caracteriza un mundo de pensamientos, acciones y palabras que se desmorona sobre sí mismo. Juan Pablo II se ve forzado a distinguir continuamente entre el bien y el mal, entre lo sacro y lo profano. Es ostensible que va con su natural el alinearse en el lado correcto y expresar ese estado de la cuestión en un lenguaje beligerante. Sus manifestaciones están salpicadas de distanciamientos e imputaciones de culpas. Un proceder que más bien testimonia miedo que esperanza. Y poco apto para cruzar umbrales.
Tampoco es casual que Juan Pablo II se acomode gustosamente en las filas de quienes parecen defender los intereses de sus sucesivos auditorios. Tanto en los entresijos como en las conclusiones de su prédica se echa de ver que el Cristo de Vojtyla está compuesto y adobado como lo está toda la doctrina papal. Diga lo que diga, el papa se amolda también y de forma exacta a la constelación momentánea de los intereses vaticanos. El Cristo de este sumo sacerdote, que no es ni por asomos el Cristo «integral» al que alude su libro, sólo refuerza una esperanza determinada: una esperanza constreñida por consideraciones políticas y eclesiástico-políticas, a una distancia abismal de las necesidades sentidas por la mayoría de los hombres.
He aquí una primera consecuencia, y bien ruin, de semejante conducta: cuanta mayor es la frecuencia con la que el papa reserva para su propia verdad el adjetivo de «plena», tanto más impelido se ve a rebajar a sus competidores en el mercado de las verdades. Es un expediente para desviar la atención de las propias debilidades. Y es que el papa no aporta ni una sola prueba racional, aceptable para una mente que no comparta sus mismos presupuestos doctrinales, en apoyo de aquella reiterada afirmación de que únicamente su Iglesia posee la verdad plena. Si Wojtyla tuviera al menos una lejana idea de la moderna teoría de la ciencia y no manejara una teología antediluviana sabría que no son los que niegan quienes tienen que aportar argumentos, sino los que afirman.
Cuando el papa y su Iglesia creen haber asido con su mano la verdad la cosa se pone muy difícil para las cosmovisiones de la competencia. Enfoques intelectuales propios de la modernidad los incluye Wojtyla entre los resultados de las «Escuelas de la sospecha» (V. Cruzando…, pág. 60) y así reprocha a las iglesias reformadas haber deformado algunos rasgos básicos de la Iglesia y de la fe aunque aquéllos se fundamenten en el mismo Cristo. Para este papa el Budismo es, incluso, un «sistema ateo», y el Islam «no sólo carece de comprensión» para el «drama de la redención», sino que está además contaminado por excesos fundamentalistas (Cruzando…, pág. 119-122). Parece a todas luces como si la intolerancia, el odio y el afán de poder son cosas que sólo afectan a los otros. Si hemos de hacer caso a Wojtyla, el interior de su Iglesia no necesita ni el más mínimo barrido. Y si el papa aborda la cuestión de los cristianos separados exhibe un optimismo fideísta convencido de la propia fidelidad a la verdad. Un optimismo mejor dispuesto a hablar de las humillaciones y persecuciones que hubo de sufrir la verdadera Iglesia que a mencionar siquiera las muchas otras que esa misma Iglesia infligió a las demás. Eso es mala señal y no da mucho pie a la esperanza.
De ahí que más de uno de quienes escuchen al papa se sentirá inclinado a interpretar esa oferta de diálogo en la verdad y el amor como una exhortación no refrendada por los hechos y no muy dispuesto a aceptarla. Ese rechazo no radicará en la escasa buena voluntad de los interpelados proclives, por así decir, a ver a la vieja loba romana vestida últimamente con la piel de oveja de una comprensión conciliadora. Radicará en la insuficiente disposición al diálogo que el papa muestra en lo más íntimo de su ser… Espíritus de impronta conservadora como la suya sólo saben hablar con personas del mismo talante.
Pero, ostensiblemente, eso le sabe a poco a Wojtyla. De ahí que, apoyado por maquinaria de proporciones colosales, haya tomado en sus propias manos ese asunto de hablar con millones. La publicidad comentó enseguida exultante: «es la primera vez desde el año 1748 que un papa en activo publica un libro que no contiene ni un comunicado oficial de la Iglesia ni un tratado puramente teológico». Y esa misma publicidad añade que el papa Juan Pablo II «da respuestas a preguntas que ocupan el ánimo de todo el mundo… parece, casi, que estuviéramos en audiencia privada con él».
¿No ha reparado esa gestión publicitaria en cuan liviano es el fondo de su palabrería? ¿En audiencia privada? ¿No quiere eso decir justamente que el papa se limita a escuchar en privado más que hablar a lo largo de un libro? ¿Tiene que ser una audiencia? ¿No habría bastado una conversación? ¿No habría resultado mejor la cosa a un nivel más elemental?
¿Es ése el único nivel desde el cual puede Wojtyla abordar los problemas que supuestamente agitan los ánimos de los hombres de todo el mundo? ¿En una audiencia? ¿De modo plenamente soberano, pontificio, elevado frente a los demás? ¿Con quién pretende él hablar en audiencia privada? ¿Acaso con aquellos a quienes a lo largo de toda su vida no se les concederá nunca la oportunidad de una audiencia? Pues según todo cuanto sabemos acerca del Vaticano las audiencias privadas se destinan a visitantes escogidos. A jefes de estado, a estrellas de cine. Si un libro es ofrecido publicitariamente como audiencia privada, los criterios vaticanos sufrirían cierto desplazamiento.
Algunas preguntas de esa audiencia privada para millones se han exhibido en el marketing publicitario: ¿cómo reza el papa?, ¿para quién?, ¿para qué? ¡Santo cielo!, ¿son estas preguntas, y no hablemos aún de las respuestas, algo como para agitar el ánimo del mundo? Un libro así, con esas preguntas, no es de lectura imprescindible como pretenden sugerir quienes tienen que venderlo. Una vez más: nada, o casi nada, nuevo de parte de Roma. Nos tememos que el grado de la evangelización renovada (V. Cruzando…, pág. 191) no batirá récords. Wojtyla sigue fiel a sí mismo, a saber, conservador hasta el tuétano.
Lo chocante es que todavía haya muchos que se dejen engatusar. No es infrecuente toparse con políticos y oradores, en época electoral, que reservan para el papa, la Iglesia y el cristianismo la posesión de valores supuestamente últimos. Esos tales viven en la Edad Media. El debate, desarrollado tiempo atrás, acerca de la posibilidad de una fundamentación de la ética y la moral de manera aconfesional y no religiosa pasó sin dejar huellas en ellos. ¿No leyeron nunca a Hume, a Kant y a Schopenhauer? Tales oradores tendrían que justificar por qué, en una cuestión tan importante, dan preferencia precisamente a Juan Pablo II.
En cuanto a los hombres que se agrupan como hueste alrededor del papa se cuentan aún por cientos de miles. De ahí que la suposición de que el tipo de Iglesia preconizado por Karol Wojtyla haya sido ya desechado por la mayoría de las personas perezca desatinada. Está sin embargo apoyada, por las encuestas de opinión. Esa formación social sui generis no puede ya constituir para ellos un sistema orientativo omnicomprensivo. La Iglesia de Wojtyla no sirve como base para la esperanza. La pretensión de que su esperanza cruza, incluso, umbrales no se apoya para la mayoría de los hombres en ningún argumento, en ninguna prueba.
Ni siquiera en lo tocante a algunas cuestiones doctrinales esenciales para su doctrina puede Wojtyla atraer en pos suya a una mayoría; ni en el propio redil ni fuera de él. Su Iglesia está en fase de declive, un declive que parece imparable pese, o justamente a causa, del estruendo que produce. Es cierto que los representantes de la Iglesia emiten continuamente juicios y que, presas de excitación, hablan alborotadamente sobre soluciones definitivas, sobre una recepción intemporal, haciendo responsable a su última instancia de sus valores últimos. Su incidencia es, con todo, mínima. La gente vota contra ellos con los pies: se van en masa de la Iglesia. La actividad planetaria del papa Wojtyla no ha conducido en modo alguno al renacimiento del catolicismo. Los hechos hablan en favor de lo contrario.
Quien piensa con criterios fundamentalistas; quien obra de manera superortodoxa, quien alienta expectativas autoritarias podrá ciertamente sentirse feliz en el ghetto de la autocomplacencia farisaica, pero no conecta desde luego con el mundo real. De hecho la Iglesia no se ocupa ya de la mayoría de los hombres. Hace ya tiempo que redujo su misión a un mínimo. En los «pisos superiores», pero no sólo allí, se limita a desempeñar las tareas inevitables. Va tomando fuerza la impresión de que toda la palabrería reformista de la Iglesia se reduce a abordar cuestiones específicamente clericales: el celibato, la ordenación sacerdotal de mujeres, las controversias acerca de la virginidad de María y la infalibilidad del papa etc. Todo ello no afecta para nada a ninguno de los problemas reales del mundo. «Puede que el Vaticano ni siquiera desee ayudar». Si hablara de las lacras reales su ignorancia en ese campo lo desenmascararía de manera rápida y drástica. Los hombres se aperciben con frecuencia cada vez mayor de cuan precarios son los argumentos de la Iglesia. Entretanto las encuestas de opinión muestran cómo las cuestiones religiosas son las que se alinean en las zonas más bajas del interés general y la competencia de los dignatarios eclesiásticos se evalúa tendiendo al límite cero. Es difícil dilucidar en qué parámetros podría expresarse la aceptación de este papa tan jaleado por los grandes medios. Seguro es que los síntomas permiten ser más bien pesimista a ese respecto.
¿Qué se hizo de las grandes esperanzas que abrigaron multitud de personas? ¿Qué es lo que Wojtyla ha hecho de ellas? Ha sido esa deferencia, llena de confianza, esa disposición mostrada por muchos a dialogar con un papa y de modo especial con Wojtyla las que han quedado justamente defraudadas por la forma y el contenido de los denominados viajes apostólicos, que constituyen algo así como el signo más emblemático de Wojtyla. El papa viajero no habló, ni habla, con todos los hombres, sino con una fracción mínima, casi imperceptible. Su nuevo libro insiste en los monólogos propios de la Iglesia asistencial de otros tiempos y su verdad no se expone a un diálogo que entrañe riesgos. Está fijada en fórmulas aptas meramente para ser enseñadas, pero no discutidas y Juan Pablo II entabla diálogos puramente aparentes.
El número de quienes están capacitados y también dispuestos al diálogo va disminuyendo también entre los católicos. Los cálculos aritméticos que los prelados exhiben con aplicada devoción alteran bien poco esa apreciación. Quien quiere trasmitir esperanzas para todos haría bien en olvidarse un poco de sí mismo y de su cargo. Haría bien en pensar un poco más allá de lo que permite ese esquema obsesivamente dominante, profundamente impregnado de miedo, de una Iglesia que triunfó en todas las épocas o que resultará, cuando menos triunfante «al final».
Resulta chocante que el papa adorne las tradiciones triunfales de su Iglesia y que las aduzca en toda ocasión que se preste a ello. Llegados a este punto, el lenguaje curial se atropella en el uso casi exclusivo de superlativos. Pero éstos suelen ser señal evidente de la interna debilidad. (V. al respecto mi libro Wojtyla atrapado en sus propias palabras, de próxima aparición en Yalde). He aquí un ejemplo de hipérbole y falsedad: las declaraciones papales acerca del «antecesor» Pedro. Hay que decir en contra de ellas que éste nunca fue obispo de Roma. Los historiadores son unánimes a este respecto. Incluso la estancia y la muerte de Pedro en esta ciudad carecen de base documental. Las listas obispales de las primeras décadas responden a la pura arbitrariedad y son meras falsificaciones posteriores. Wojtyla no está autorizado a afirmar, todavía en nuestros días, algo para lo que se carece de pruebas. Si alguien hiciera afirmaciones históricamente falsas contra la Iglesia, ello provocaría la indignación de ésta. Todos gritarían pidiendo aportación de pruebas. En sentido inverso, a ningún papa se le puede dispensar de esa precaución. Los pasajes del libro de Wojtyla relativos a Pedro son aterradoramente anticientíficos, mero sermón de pastor pronunciado para el sector minoritario y menos crítico del rebaño. Palabras legendarias y hechos no menos legendarios de Pedro se mezclan abigarradamente y se citan o mencionan como si fueran poco menos que datos incuestionables. Juan Pablo II no ha tenido en cuenta ni siquiera las consecuencias extraídas por la teología moderna. No hay por qué admirarse si ésta guarda un silencio total sobre el papa.
Los teólogos actuales viven aún del supuesto espíritu conciliar, pero al hacerlo no hallan ningún común denominador con Wojtyla. Aunque éste fuera padre conciliar durante años no influyó para nada ni en la marcha ni en los contenidos del Vaticano II. Ni siquiera desde una posición marginal. Su actual estrategia es, en verdad, derechamente opuesta al concilio y Juan Pablo II intenta volver atrás la rueda de la historia: rompe la resistencia de los teólogos profesionales y cubre aquellas sedes obispales que quedan vacantes con candidatos de su gusto, de tendencia retrógrada. Anuncia una nueva enseñanza que, prescindiendo del barniz cosmético, coincide con la vieja y preconciliar. El catecismo universal que el papa presenta como imprescindible evidencia en cada página esa estrategia.
Puede que esto suene muy duro para ciertos oídos: Juan Pablo II no es un papa del concilio. Justamente porque sus palabras rebosan de citas de textos conciliares (que al igual que la Biblia le sirven de cantera para sus argumentaciones) se abre paso la certidumbre de que interpreta al Vaticano II como acontecimiento con el que hubo de contar como se cuenta con lo inevitable, hallando su mejor excusa frente a él al interpretarlo como «don» de la providencia.
No es tampoco casual que Juan Pablo II no haya llegado a ser un papa del pueblo. Ni en sus viajes ni con sus libros llega a conectar con los hombres. Se queda en puro astro mediático exhibido en escena como papa del pueblo a costa de un derroche inmenso de medios y dinero. Ni en sus viajes ni en sus libros habla Wojtyla con los hombres. Siguiendo en ello a sus predecesores, les habla, sí, pero no habla con ellos. Les habla formalmente, a veces incluso con gancho, pero siempre, cuando llega la hora de la verdad, de arriba hacia abajo. El pueblo que acude invitado no llega a ser interlocutor. Es receptor de aleccionamientos.
Así es como habla el poder, un poder recelosamente prevenido. Un poder que sólo aceptan, por lo demás, lectores u oyentes infantilmente píos o bien aquellos que, dando un rodeo a través del Opus Dei, han conseguido que se les haga partícipes de él. Wojtyla sabe apreciar ambos grupos.
El efecto político de sus viajes fue asimismo mínimo. Efecto obvio: que dos partes beligerantes se pudieran permitir la visita de un papa que clama siempre por la paz. Los contenidos de las alocuciones papales, en cambio, apenas interesan a ninguna persona con responsabilidad política. Así surge la impresión dominante de que se trata menos de un pastor que visita su rebaño y más de un jefe de estado que visita a una nación amiga; un soberano pues, al que cabe rendir los honores pertinentes y que como contrapartida permite que se le use con eficacia propagandística en favor de objetivos políticos pese a que ningún político serio se preocupe al día siguiente de las sugerencias de su visitante.
Ahora bien, cuanto más se atrofia la comunidad, cuanto más bajo es el nivel en el que se sitúan los creyentes y cuanto menos imponentes resultan los logros del papa, medidos con las exigencias de la realidad, tanto mayor ha de ser la actividad desplegada por quien en su momento ocupe el solio. Tanto más importante ha de aparecer a los ojos de la grey. Mirados desde muy abajo, los montículos y los papas parecen algo gigantesco. Aun cuando Wojtyla no tenga ya tantos admiradores como al principio, las ovejas fieles siguen teniendo su peso. Es la cualidad, se dicen una a otras en murmullo, lo que las distingue. Directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, las personas dependientes de la autoridad buscan figuras-líderes. Las necesitan como el pan de cada día y las consumen como una droga: se extasían con ellas. Toda vez que la infalibilidad de quienes supuestamente gobernaban por la gracia de Dios, emperadores, reyes y zares, cayó por los suelos y también cayeron de bruces otros dictadores infalibles más recientes, duces, caudillos, Führers y secretarios generales, la roca de Pedro parece erguirse, una vez más y como siempre en el pasado, victoriosa sobre el caos. Partidos que siempre tenían razón se desmoronaron tanto en el Este como en el Oeste. La Iglesia verdadera, en cambio, que también tenía siempre razón, sigue su marcha victoriosa: así les gusta ver las cosas a los fieles. Otras personas, la mayoría, tienen una visión más perspicaz del asunto. Lo que más les repugna es esa teología del papa, quien ofrece al pueblo un servicio divino de cuyos detalles jurídicos no se habla para nada, pero que deja en todo caso intactas estructuras de poder ya periclitadas. En una sociedad formada en la escuela de la modernidad ese silencio causa perplejidad.
El encanto personal de un santo padre resulta engañoso. También un papa sonriente que envuelve sus pétreas verdades en una retórica amable puede ser un redomado fundamentalista. Incluso más que cualquier otro. Enterrar al concilio no significa únicamente dar de lado a la espiritualidad de entonces, sofocar sus conatos renovadores y aniquilar sus esperanzas. El reverso de todo ello es la acentuación de la autoridad magistral de una persona singular, el papa, a expensas de la comunidad, de la búsqueda colectiva de la verdad.
Si el papa y el papado se limitan, como hasta ahora, a administrar una tradición determinada nunca podrán ser adelantados de la humanidad. Aquí ya no podemos hablar de esperanza sí de praxis abocada al miedo. Juan Pablo II predica al mundo una esperanza que él no puede realizar. En su propia Iglesia, donde podría disponer y mandar a su voluntad, ha enterrado las esperanzas de muchos.
Quiere, pretensión elitista, ser papa del mundo y hablar con todos los hombres. Sería, con todo, más honesto que el sumo sacerdote se conformara con estar ahí al servicio de su Iglesia y hacerse capaz, al menos, de infundir esperanza a los hombres de su redil. Quien interpela a un obispo cualquiera se entera al punto de las preocupaciones causadas por aquellos grupos que defienden a voz en cuello el fundamentalismo, pero no habrá obispo alguno que se atreva a hablar del fundamentalismo latente del papa. Y con todo, el olfato detecta aquí y allá el peligro, silencioso y sutil, que ese papa irradia.
La nueva evangelización a la que continuamente alude Wojtyla no sólo está aún ayuna de contenido sino que va supeditada a los intereses del cargo. No es una evangelización que venga desde abajo, desde el pueblo. Se trata de ese modelo ya desfasado desde hace tiempo como ineficiente, como incapaz de generar esperanza. Los papas, verbigracia, que son obispos de Roma, no han conseguido gran cosa en la evangelización de su propia ciudad y es el mismo Juan Pablo quien deplora esa situación que no es, realmente, timbre de orgullo para el papado. Hagamos honor a la verdad: tampoco Wojtyla ha conseguido la más mínima mejora en ese aspecto. Es decir que allí donde él tenía que haberse acrisolado como pastor de almas, antes de emprender sus largos viajes por todo el mundo, ha fracasado.
Y eso que donde menos daños causó esa esperada reevangelización fue precisamente en el Vaticano aunque también éste sea un trozo de Europa, el más exiguo. Los papas, sin embargo, no puede cejar nunca en su empeño de aleccionar en vez de barrer delante de la propia puerta. Por lo que respecta a la política interior, Juan Pablo II no ha podido avanzar ni un solo paso. Tampoco en este ámbito pasó de la bellas palabras. Aduciré ejemplos.
El banco del papa, dirigido por su antiguo «mariscal de viajes», el arzobispo Marcinkus, y con sede en uno de los paraísos fiscales mejor escondidos de la tierra, era una entidad corrupta. No solamente estaba involucrado en escándalos que después se hicieron públicos, en «affairs» unidos a los nombres de Calvi y Sindona, sino que también ayudó a lavar dinero de la mafia. Italia ha de pagar aún las consecuencias de todo ello. A comienzos de los años ochenta, cuando todo parecía rodar aún pasablemente, Wojtyla se negó a reconocer cualquier clase de disposiciones dictadas por los tribunales italianos contra Marcinkus. Había que guardar, decía la excusa oficial del Vaticano, la etiqueta entre dos estados soberanos. No se pronunciaba en cambio con la misma claridad sobre el hecho de si en un asunto que entrañaba un robo de nada menos que mil millones de dólares no sería exigible aplicar la moral con la que el papa sermonea reiteradamente. «Marcinkus, que trataba de tú al delincuente económico Calvi», debía, incluso, ser elevado a cardenal por el papa, elevación de la que se abstuvo únicamente gracias a la objeción interpuesta por «el ministro de AA. EE.» vaticano, Casaroli (cuyo nombre también aparece, por cierto, en una lista de francmasones bien documentada). La pérdida de prestigio habría sido desorbitada.
David A. Yailop pronuncia en su bestseller. En el nombre de Dios un dictamen aniquilador sobre Wojtyla: «El pontificado de Juan Pablo II se ha revelado como una bendición de la fortuna para los malabaristas del dinero y los espíritus de la codicia; para lacayos y granujas; para gángsteres internacionales de la política y las finanzas…». El Vaticano se guardará muy mucho de querellarse contra estas palabras: el papa tiene todos los motivos para temer que los periodistas le presenten documentos irrefutables en favor de aquel aserto.
Otro tanto cabe decir de los acontecimientos que acompañan el pontificado de Wojtyla, pues ponen de manifiesto hasta qué punto se trasluce el manto con que recubre sus puntos flacos. Baste mencionar algunos ejemplos que ilustran una actividad papal que se catalogaría comúnmente como signo de una doble moral: en 1978 Wojtyla predica acerca de la necesidad de evangelizar Roma. Simultáneamente es incapaz de separarse del cardenal vicario, Hugo Poletti, comprometido, desde bastante tiempo atrás en un escándalo por fraude de miles de millones de liras en relación con los impuestos sobre carburantes. El papa lo ratifica como pastor responsable de la cura de almas en Roma, pese a que la fiscalía lo ha desenmascarado como mentiroso.
Ante la Conferencia Episcopal Americana, en 1979, el papa ensalza el papel del obispo en la predicación de la plena verdad del evangelio, pensando, tal vez, en que justamente momentos antes había podido meter en sus arcas dinero negro por valor de 50.000 dólares, provenientes del fondo reservado de un cardenal.
Ese cardenal, el arzobispo de Chicago, J. P. Cody, había interpretado de modo muy sui generis su servicio a los hombres y al evangelio: en dos de sus anteriores diócesis dejó sendas deudas de 30 millones de dólares. En 1970 pulverizó dos millones en especulaciones bolsísticas y se pagó algunas horas de placer amoroso con dinero de las arcas de la Iglesia. Cody, que se jactaba impunemente de gozar del afecto de su poderoso aliado Wojtyla, se las arregló para parar los ataques contra su estilo de vida escudándose en que eran golpes dirigidos contra la «totalidad de la Iglesia».
En 1979 Wojtyla declaró en Dublin que los seglares contemplaban a los obispos, en todas las cuestiones que afectaban a su vida, como si fueran sus padres, dirigentes y pastores. Que esos seglares también miraban hacia Marcinkus y Cody, por mencionar tan sólo a dos de ellos (la lista es muy larga) es algo que Juan Pablo II no dijo pese a que él estaba al corriente de todo.
La actividad del nuncio papal en Argentina, Pío Laghi, debiera haber dado pie al papa para iniciar una investigación. Laghi, el representante vaticano de más rango en aquel país fue uno de los puntales ideológicos más importantes del régimen militar. Había tomado partido por los autores de incontables delitos de estado, equiparando su amor a la patria con su amor a Dios, designándolos como «mis hermanos» y haciéndoles partícipes de la bendición del papa. Unos «hermanos» a quienes ensalzó porque «fieles a las órdenes de sus superiores, están dispuestos al sacrificio de su propia sangre». De lo que no habló este pastor es del derramamiento de la sangre de los otros en torturas y asesinatos. Y es seguro que estaba bien informado de los hechos: ¿quién, mejor que él, podría estar al tanto de asuntos como ésos? Pero Laghi no tomó ninguna iniciativa. Su proximidad personal al jefe de la junta, el católico practicante Videla, y la comprensión puramente oficialista de su papel como nuncio le impidieron movilizar el considerable potencial de la Iglesia en un país eminentemente católico contra la tortura y el asesinato. Cuando, no obstante, el suelo de Argentina le quemaba ya los pies, el papa lo retiró de la línea de fuego y lo hizo representante suyo en los USA.
Juan Pablo II predica por una parte, como quien obedece a un dictado perentorio de deber de conciencia, contra la vulneración de los derechos humanos en la América Latina y por la otra apenas se distancia de los poderosos de allí. K. Wojtyla apoyó al general Ríos Montt (Guatemala) con la misma eficacia con que apoyó a Pinochet (Chile) o al dictador Somoza (Nicaragua). Cuando todo el mundo tomó posiciones contra el genocidio somocista, él guardó un silencio hermético. A Pinochet, en cambio, sí que le envió su personalísima felicitación con motivo de sus bodas de oro.
En 1994 el Vaticano obliga a abandonar su sede al obispo de Las Seychelles porque éste no estaba de acuerdo con la posición oficial sobre el aborto. Oficialmente el papa le hacía objeto de sus reproches por su debilidad con la pornografía y las drogas, pero Wojtyla pasa por alto que esas razones obligarían a deponer a toda una serie de obispos. La razón de ese silencio radica en que éstos apoyan al menos su doctrina acerca del aborto y del control de natalidad.
Este papa recalca a cada paso la importancia de la fidelidad a las normas externas e insiste, verbigracia, en que se respeten minuciosamente ciertas prescripciones litúrgicas. Pero mientras él, tan inmaculado aparentemente en ese punto, predica sobre la fidelidad y la disciplina, protege al mismo tiempo a financieros culpables de fraudes multimillonarios y les confía premeditadamente el futuro de las finanzas vaticanas.
En 1984 habló en Suiza sobre la ética en el sistema bancario expresando su opinión de que «también la esfera de las altas finanzas pertenece al mundo de los hombres, a nuestro mundo, y tiene que ser juzgado por los criterios de nuestra moral». El predica así, pero simultáneamente concede un seguro refugio dentro de su estado a toda una serie de presuntos grandes estafadores, manager casi todos ellos de las altas finanzas vaticanas.
Apenas acaba el papa de fustigar una vez más el Apartheid de Sudáfrica y su banco se apresta a conceder un crédito al gobierno de ese país por una cuantía de 172 millones de dólares.
En diciembre de 1985 diversos atentados con bomba causaron 20 muertos en Viena y Roma. El papa condena del modo más enérgico a los culpables que, como era de conocimiento público, se hallaban en Libia. Ello no es obstáculo para que tan sólo dos días después de las explosiones el agente plenipotenciario del banco del papa en Trípoli negocie la modalidad de un crédito millonario para Ghaddafi.
El papa tiene a su Iglesia por más pobre de lo que considera la mayoría de los hombres. De ahí que para acceder al dinero de otra gente el pontífice ofrezca al mejor postor bendiciones, títulos y distinciones. La bendición en formato de lujo cuesta entretanto unas 450.000 pesetas. La concesión de una orden, según el rango de la misma, hasta unos 10 millones de pesetas. Un título de príncipe cuesta más de 200 millones de pesetas. Los costos adicionales inherentes a la ceremonia de elevación al principado eclesiástico, efectuada en San Pedro, montan a su vez a unos 4,5 millones de pesetas. Nunca se supo que ni una sola peseta de estos ingresos vaya a parar a manos de los necesitados. Eso es algo que no se puede permitir el Vaticano.
«El mundo ha de saber que África se hunde en la miseria», constata Wojtyla en enero de 1990 y en septiembre de ese mismo año consagra la basílica de Nuestra Señora de la Paz, en el pueblo natal del dictador de Costa de Marfil, y acepta además como regalo el conjunto del templo, una réplica de San Pedro de Roma construida con un lujo apabullante, y su parque, con una extensión que hace tres veces la del Vaticano.
¿Pobreza en África? Se pulverizan millones de dólares en 7.000 metros cuadrados de los ventanales del San Pedro africano. Y la cosa no acaba ahí: para empedrar la calle que conduce a la basílica, calle que también debía inaugurar triunfalmente Wojtyla, fue necesario transportar 120.000 metros cuadrados de mármol desde Italia hasta este país fronterizo con la zona paupérrima del Sahel. Para albergar una sola noche al papa y su séquito se construyó expresamente un palacio con 20 habitaciones de lujo. La iluminación de esa catedral requiere la luz de casi 1.900 reflectores —cada uno de ellos de 1.100 watios—, mientras nueve de cada diez familias carecen de fluido eléctrico en Costa de Marfil. Sólo uno de cada 12 habitantes es católico en ese país. Eso tiene que cambiar, piensa Woytyla, y lanza para ello la consigna de la africanización de la Iglesia. La catedral del dictador, transferida entretanto a las posesiones del papa, constituye ciertamente una piedra milenaria en esa dirección.
Juan Pablo II habla, se lamenta, se queja, pero su política en nada contribuye, y otro tanto cabe decir de su predicación, a la mejora de la situación de los hombres en general. Es más fácil al respecto «serlo todo para todos», hacer de la esperanza un medio más de propaganda ante el mundo.
Cooperar en la creación de situaciones dignas del hombre que reduzcan a un mínimo el dolor de los humanos parece ser, pese al imponente despliegue de palabras y a la inmensa oferta de predicaciones, tarea primordial de este papa. Realmente no sería exagerada la exigencia de que Juan Pablo II no se limitara exclusivamente a hablar de sus servicios en pro de los hombres y que abordase prácticamente, una sola vez al menos, una redistribución de los ingresos de su Iglesia. Que fomentase el trabajo de asistencia social de forma más enérgica y concreta que la cura de almas o que invirtiera menos energías en el catecismo del momento y más en la eliminación de la pobreza. Sería bueno que no permitiera la pérdida de tantos millones en los entresijos del Vaticano y los hiciera llegar a los necesitados. Que al menos una vez pensara algo menos en el bienestar de sus creyentes y más en los muchos pobres que pueblan la tierra.
Cuando una Iglesia no tiene otros problemas que los surgidos de sus propios embrollos; que los referidos a la organización de colectas, al sistema de financiación, al catecismo para adultos, a la vigilancia doctrinal y a la admonición del mundo, eso significa que sus preocupaciones van descaminadas.
Claro que con ese tipo de preocupaciones se puede vivir bien. La historia de la Iglesia nos ofrece al respecto miles de ejemplos que dan testimonio de la vida real de sus pastores. Obispos y papas como grandes latifundistas, como príncipes, como dilapidadores. Hasta el día de hoy. En este grupo profesional no se conocen muchos pobres por solidaridad, pobres que no se limiten a predicar a otros la pobreza. Como contrapartida el papa no cesa de hablar, con la mayor energía posible, del amor al prójimo. Como si Jesús o incluso el cristianismo hubieran sido los primeros en traerlo al mundo y establecerlo sobre la tierra. Como si los hombres no conocieran la historia de la ética ni la historia especialmente sanguinaria de la Iglesia.
¿Servicio al hombre total y a la totalidad de los hombres? Una falsedad histórica y también en el presente. Todo servicio en la línea de la acción pastoral ofrecido por Wojtyla a todos los hombres se ha desenmascarado, ya hace tiempo, como supeditado al logro de ciertos fines. Sirve al interés de un Lobby que sólo es altruista en el sentido más limitado de esa expresión. Cuando se examina más de cerca el modo de pensar y de obrar de ese Lobby (y de su clientela) se revelan más que cuestionables. Aunque el papa, en el desempeño de sus actividades, hable del hombre integral, en realidad sólo tiene en cuenta aquella dimensión de una existencia humana diseñada de acuerdo con sus intereses.
No resulta extraño por ello que la parte claramente mayoritaria de la juventud se sustraiga al reclamo del predicador y que otros jóvenes, que aprendieron a ver, se alejen de él. Tampoco es casual que las mujeres no quieran ni oír hablar de Wojtyla, de un papa que después de dos mil años de cristianismo estrictamente patriarcal hable de que por fin ha llegado la hora de la mujer y justamente en ese momento se cierre a sus problemas.
No se echará en olvido cómo el papa torpedeó en 1994 la Conferencia del Cairo tratando de convertirla en un coloquio sobre el aborto y el control de natalidad. Lo chocante es que todavía entonces hubiera tantas naciones dispuestas a aceptar semejante tutela. China, desde luego, comunicó su frustración y habló de sentirse como rehén de la cuestión del aborto. La feminista británica Linda Chaiker, experta en ayuda al desarrollo, consideró las discusiones pura pérdida de tiempo de la que la Holy Seat tenía la responsabilidad.
Las cuestiones principales, apenas abordadas en El Cairo por culpa de las maniobras dilatorias del Vaticano, habrían afectado mucho más a fondo a los verdaderos intereses de la mujer: previsión sanitaria, educación y especialmente el logro de mayores derechos para la mujer. La energía de la conferencia se desvió de todo ello: nada de eso encajaba en los proyectos de la alta sede del patriarcado, encarnada por el catolicismo.
La alusión que el papa hace en su libro acerca del feminismo creciente como «reacción a la falta de respeto para con la mujer» constituye, a la vista de las actuales discusiones sobre el tema, el aserto más pobre en ese debate universal. Si las mujeres hubieran tenido que esperar a Wojtyla, tendrían que retroceder varias décadas, pues a fin de cuentas el vagón-cama del Vaticano sólo ha sido enganchado, también respecto a esta cuestión, bastante tarde al tren del progreso mundial. Y en lo tocante a otras cuestiones Juan Pablo II no parece haber llegado aún tan lejos: su libro no contiene ni una palabra sobre problemas del medio ambiente, sobre la depredación de la naturaleza; ni una sola palabra sobre el sufrimiento de los animales; ni una alusión a la amenaza atómica. Ese alejamiento del papa, ese mutismo ante esos problemas del mundo realmente apremiantes resultan sobremanera penosos. Wojtyla no dice ciertamente nada que nos lleve a dar un solo paso hacia adelante, pero sí habla locuazmente como un viajante de comercio que ha comparado diversos detergentes de la competencia y ha llegado a la conclusión de que el que él representa, comercializa y vende es siempre el que lava más blanco. Y no admite dudas al respecto; ni tampoco comparaciones. El representante ya ha resuelto exhaustivamente el asunto.
Los competidores de los diversos ámbitos confesionales, religiosos o cosmovisionales ya sabrán hacerse su composición de lugar. Y sería cuestión de no pasar por alto la obsesión misionera sentida como deber ilimitado y tenerla tanto más en cuenta a la vista de la sorprendente frecuencia con la que Wojtyla habla de diálogo, reconciliación, derechos humanos y libertad del hombre. Juan Pablo II se nutre de una mentalidad misionera algo que no es siempre, a priori, característica de una religión. ¿Es pensable que al Dalai Lama le viniera alguna vez a la mente el propósito de obrar en pro de su religión de una forma tan misionera que se pareciera siquiera remotamente a la del papa de Roma? Parece a todas luces que sólo Wojtyla siente la perpetua necesidad de autoinciensarse.
La Iglesia, según el modo de ver del papa, está siempre del lado correcto. Ella lo sabe y así lo predica; sobre la base del esquema ideológico pastor-rebaño. El maestro supremo lo sabe todo. En el papa radica la verdad del mundo y sólo tiene, meramente, que exponer una vez más lo que desde siempre supo y ornarlo con abigarradas citas de toda procedencia para que todos los hombres de «buena voluntad» esperen y crean.
Juan Pablo II, y ello constituye una de las objeciones más fuertes contra su pontificado, no se solidariza ni identifica en modo alguno con los hombres. No desciende hacia ellos, no comparte sus preocupaciones, sus tribulaciones ni siquiera en teoría; tampoco sus esperanzas reales. Él se queda arriba, en su santo solio, y habla sobre los hombres, sobre sus angustias y sobre sus esperanzas. Pero no con ellos.
Y su discurso los elude, por lo demás, de manera muy consciente. Segrega lo que no cuadra con sus propósitos y es, ya desde el punto de vista etimológico, un discurso no católico, es decir, universal. Un ejemplo: Juan Pablo II agradeció el 13 de mayo de 1991 en Fátima a la Virgen no sólo por haberse salvado felizmente del atentado de 1981, sino también por la liberación de Europa del Este, operada por ella. A los hombres que realmente consiguieron esa liberación no les dedicó ni una sola palabra. No es casual: en su mayoría no eran católicos y menos aún devotos de Fátima.
Ahora bien, únicamente aquellos que no sopesan en serio cada palabra de Wojtyla se admiran todavía de que Juan Pablo II, contra toda apariencia externa y muy al revés de lo que haría un papa mariano, únicamente asocia con su imagen de María aquellas verdades seleccionadas que corresponden a una tradición parcial: la perduración o la recuperación de la fidelidad y la obediencia a la fe; la evangelización a través de la única doctrina verdadera; la victoria del recto contendiente y la valoración del orden hasta ahora vigente.
Esa restricción intencionada suscita alegrías. No en todas partes. No, ni por asomos, en todos los hombres, ni siquiera en la mayoría. Sí, en cambio, en lo más íntimo del redil. Wojtyla, el portavoz, es un símbolo de seguridad. Su doctrina satisface necesidades especiales, especialmente las de los inseguros y las de los que temen por su supervivencia. No es fortuito que más de uno parezca necesitar un Wojtyla como algo que raya en lo vitalmente necesario. Las actitudes nutridas de esperanzas autoritarias se complacen en él y en el modo como él desempeña su cargo. Una Iglesia sin papa, como la hay y desde hace ya tiempo en el mundo, sería un absurdo para tales personas. No sabrían cómo podrían vivir a la manera de los hombres, es decir de manera moralmente legítima.
Wojtyla está al servicio exclusivo de esa clientela: en su opinión la Iglesia es la auténtica maestra del pueblo y sigue siendo fiel depositaría de la verdad. En su estado actual, constituido para dar seguridad y garantizar la permanencia en la verdad, está al servicio del hombre, del pueblo, de la nación y del mundo. De ahí que, en su calidad de maestra, sea amada por el pueblo.
Ofreciendo esa especie de obsequio caritativo, lo que realmente hace es usar un expediente que coadyuva a la satisfacción de los deseos sentidos por aquellos creyentes cuya personalidad está específicamente necesitada de seguridad. No se ofrece, en cambio, nada que satisfaga a las personas de otra estructura mental, aquellas que no sienten o apenas sienten en sí la necesidad de que se les infunda de ese modo la verdad y se les exija ese tipo de obediencia. Parece como si el cristiano no pudiera permitirse ningún miedo de ninguna clase. Ni el miedo a la segunda venida de Cristo. Ni el miedo al Juicio Final y sus consecuencias. Ni el miedo a ser de otro modo. Ni el miedo a la discontinuidad. Ni el miedo a la divergencia y a la duda no integrable. Esos miedos sólo se han vuelto soportables cuando la Iglesia ha hallado su hombre fuerte o, mejor dicho, el hombre con predilección por las palabras fuertes. Es ahí y sólo ahí donde Wojtyla halla a su vez su público. Es ahí donde, convertido en propagandista de la fe sencilla, puede infundir esperanza.
Contemplando el asunto con realismo, Juan Pablo II sólo puede dar satisfacción a determinadas pretensiones. Este amable fundamentalista reconforta a un determinado sector social y a un determinado tipo de psiques. De Wojtyla cabe esperar muchas cosas pero no, desde luego, sorpresas. No se cruza con él ningún umbral de la esperanza. Este papa se detiene en ese umbral.
Esa esperanza conservadora es en sí misma alicorta, algo que delata casi cada página del libro. También este testamento religioso-intelectual, caso de que pretenda serlo, constituye un intento frustrado. En nada se distingue, marketing incluido, de publicaciones anteriores. El papa no consigue en modo alguno infundir con él una esperanza que alcance hasta el tercer milenio. El libro no da cumplimiento a su empeño y la teología de Wojtyla sigue siendo lo que ya era: unilateral, selectiva, limitada y… bastante light.
Para quienes se han constituido hasta nuestros días en maestros del mundo, como el papa de Roma, no representa ninguna página de gloria el que muchos hombres, 200 años después de la Ilustración, estén aún supeditados a tales consejeros y no sean aún capaces de vivir bajo su propia responsabilidad. Entretanto, desde luego, otros muchos hombres se han enterado de que la Iglesia Romana está cargada de culpas, en el pasado y en la actualidad. Muchas víctimas pesan sobre su conciencia, pero a lo largo de su libro el papa no gasta una sola palabra en honor suyo.
Juan Pablo II aniquiló muchas esperanzas. Si el futuro de la fe que se nos promete en el libro es tan modesto y de tan escaso alcance como su libro da a entender, ese futuro me parece bastante sombrío. ¿Y qué decir de la divisa publicitaria «No temáis», el hilo conductor del libro y supuesta base neotestamentaria? No es ya que el papa deba, ciertamente, enseñar a los hombres otras muchas cosas distintas del temor, es que no resulta rentable jugar con citas bíblicas en el plano publicitario. Puede que los hombres acepten semejantes palabras de labios del mismo Cristo, pero frente al vicario guardan reservas más que justificadas, pues a lo largo de 15 años Juan Pablo II no desaprovechó ocasión de demostrar que su magisterio es temible por su hostilidad hacia los hombres. De él no se puede esperar un cambio.
Las deficiencias y los serios errores de Wojtyla se vengarán ya en los próximos años. Será su sucesor quien apechugue con el lastre aunque en un principio no cabe esperar sino alborozo: ya la esperanza que alborea respecto al próximo pontífice no constituye una buena señal para el papa actual, sino más bien un veredicto contra él, pues esa esperanza conlleva ya despedida y olvido.
Y es que aunque sólo sea por razones de asegurarse su supervivencia —¿hay alguna institución que entienda más de ello que la diplomacia y la teología vaticanas?— Roma se verá ya obligada a aflojar nuevamente las riendas en un futuro próximo asegurándose con ello la aquiescencia de muchos obispos y teólogos, hasta ahora forzados a humillarse, y apartándose cautelosamente de la comprensión de la fe y de la política eclesiástica de un Wojtyla. El estrecho embridamiento bajo la mano de Juan Pablo II anudó tantas esperanzas que esa nueva estrategia se recomienda por sí misma.
Hace ya tiempo que el Vaticano piensa en esa dirección. Que ello posibilite recuperar el terreno perdido y, lo que es más difícil, reconquistar la confianza defraudada de millones de personas es ya dudoso. Hacerse deudor del pasado no suele dar muchos réditos y menos aún cuando se produce un cambio de época.