Prólogo

Oyó que alguien abría la puerta del piso y el sonido de las bisagras retumbó en su mente. No se preocupó por el intruso, sino que cogió la almohada que tenía al lado y se cubrió con ella la cabeza. Su hermano sabía perfectamente que en esas fechas no estaba para nadie.

—¿Marc? —La voz de Álex llegó desde el pasillo—. ¿Marc?

—Vete de aquí —farfulló él, sin salir de debajo de la almohada.

—El piso apesta a alcohol, Marc —dijo Álex, ignorando por completo el mal recibimiento—. Joder, Marc, ¿cuántos días llevas sin abrir una ventana? —le preguntó, entrando en el dormitorio, sorteando las botellas vacías que cubrían el suelo, los ceniceros y los montones de ropa sucia.

—Vete de aquí, Álex —repitió Marc apretando los dientes—. Y ni se te ocurra levantar la persian… ¡Joder!

Álex asió la tira de lona y levantó la persiana con un par de movimientos. Sin detenerse y sin dejarse impresionar por la resaca de su hermano, abrió también la ventana y dejó que el aire de la mañana entrase en el apartamento.

—Sal de la cama —le ordenó Álex apartando la sábana que lo cubría de cintura para abajo.

—No pienso moverme —insistió él, todavía debajo de la almohada.

El silencio lo engañó y pensó que quizá su hermano se había dado por vencido, pero el ruido del agua corriente en la ducha le demostró que se equivocaba.

—Sal de la cama y métete en la ducha. —Álex se sentó a su lado e intentó quitarle la almohada de la cabeza—. Vamos, Marc, cada año es lo mismo. Empiezo a hartarme de tener que…

—Nadie te ha pedido que vengas —se defendió él—. Vete y déjame en paz.

—No pienso irme. Métete en la ducha o te meteré yo y sabes perfectamente que soy capaz de hacerlo —añadió, al recordar el año anterior, cuando los dos terminaron bajo el chorro del agua helada.

Marc apartó una mano de la almohada y golpeó furioso el colchón. Después insultó a su hermano sin disimulo, lanzó la almohada al suelo y se sentó en la cama.

E intentó que el sol que entraba por la ventana no lo cegase. Dios, ¿tenía que hacer tanto sol, precisamente ese día? El clima tenía un sentido del humor muy sádico.

Álex estaba más cerca de lo que Marc creía y, cuando se incorporó, apenas unos centímetros los separaban. Intentó no ver la mirada de desaprobación en el rostro de Álex, quien a su vez se esforzó por controlarla.

—No puedes hacerte esto cada año, Marc —le dijo, mirándolo a los ojos—. Cada vez es peor, y no sirve de nada, sólo para hacerte daño.

—Cállate —le advirtió él aguantándole la mirada—. Iré a ducharme.

—Perfecto. Yo mientras prepararé café.

Marc asintió y esperó a que Álex se hubiese ido del dormitorio para levantarse de la cama. No quería tener testigos si se caía de bruces o vomitaba nada más llegar al baño.

Se puso en pie y cerró los ojos unos segundos para no marearse. Cuando estuvo seguro de poder mantener el equilibrio, caminó hasta el cuarto de baño anexo sujetándose en la pared.

Por suerte para su dignidad, esa vez su hermano lo había encontrado solo, no como un par de años atrás.

El vapor que salía de detrás de la mampara había empañado el espejo. Marc se quitó la camiseta y el pantalón y los dejó en el suelo. Álex tenía razón, apestaba, y no sólo a alcohol. Se metió en la ducha y dejó que el agua le quemase la piel. Apoyó los puños en las baldosas y agachó la cabeza para que el chorro golpease en las vértebras superiores.

Durante un segundo consiguió no pensar en nada, pero en cuanto tomó la siguiente bocanada de aire, recordó por qué se había pasado las últimas horas bebiendo como un poseso y apenas tuvo tiempo de abrir la mampara de la ducha, arrodillarse en el suelo y vomitar en el retrete. Vació el contenido del estómago y notó unas lágrimas abrasándole las mejillas.

Hacía ya seis años y Álex no se equivocaba: cada vez era peor.

Se puso en pie y volvió a meterse en la ducha; el agua se había enfriado, pero no le importó. Se duchó a conciencia, sacudiendo la cabeza unas cuantas veces para quitarse de encima el estupor del alcohol y luego cerró el grifo. Volvió a abrir la mampara y cogió la última toalla que quedaba en la estantería. Se envolvió con ella la cintura y salió de la ducha.

En el lavabo, se cepilló los dientes con una generosa cantidad de pasta dentífrica y luego empleó enjuague bucal. Escupió el agua con sabor a clorofila y repitió la operación para ver si así lograba desprenderse del de la ginebra.

El agua fría había disipado el vapor y con una mano frotó el espejo empañado para poder verse. En general no le gustaba demasiado mirarse, pero en días como ése apenas podía soportarlo. Y mucho menos después de haber tenido que enfrentarse a la mirada de su hermano diez minutos atrás.

A Marc siempre le había resultado difícil enfrentarse a Álex, porque era como discutir con una versión mejor de sí mismo. Con la versión original.

Eran gemelos, gemelos idénticos, aunque Marc tenía la sensación de que él, sencillamente, era una copia barata. Y lo peor de todo era que Álex nunca había hecho nada para merecer su animosidad ni su reticencia, sino todo lo contrario. Siempre había sido su mejor amigo y Marc no dudaría en afirmar que era uno de los mejores hombres que conocía.

Sí, eran gemelos idénticos pero esa mañana nadie los confundiría. Álex se había presentado allí con aspecto de haber dormido ocho horas, recién afeitado, con el pelo negro estudiadamente despeinado y vestido con vaqueros y una camiseta negra que dejaba al descubierto unos antebrazos bronceados. Marc, en cambio, llevaba una semana sin afeitarse y lo que tenía bajo los ojos iba más allá de unas simples ojeras, mientras que sus ojos parecían un mapa de carreteras rojizas transitadas por la culpabilidad. Había perdido peso y, aunque seguía estando fuerte, se lo veía demacrado.

Abrió el agua caliente y buscó la cuchilla. Sacudió el bote de espuma de afeitar, se la echó en una mano y se la aplicó en la cara. Dejó el bote y deslizó la cuchilla con cuidado, evitando la cicatriz que sin duda era la mayor diferencia entre Álex y él. La prueba definitiva de que nunca estaría a la altura de su hermano.

La cicatriz ya no le dolía, habían pasado más de seis años desde el accidente, pero Marc tenía la sensación de que en esas fechas le tiraba más de lo habitual. Miró su reflejo y suspiró, furioso consigo mismo. Álex le había dicho que cada vez era peor, y eso que él no sabía de la misa la mitad.

Terminó de afeitarse y entró de nuevo en el dormitorio para buscar una muda limpia. Ahora que ya no estaba aturdido por la ginebra, podía ver que su habitación se había convertido en una pocilga y probablemente el resto del piso estuviese aún en peor estado. Maldijo y se puso unos vaqueros y una camiseta verde botella. Luego, descalzo, porque no sabía dónde había metido las deportivas, salió a hablar con Álex. Marc no se había hecho ninguna ilusión respecto a que su hermano fuese a darle tregua.

Abrió la puerta y lo vio sentado en el sofá. Había ordenado los cojines y vaciado los ceniceros; también vio una bolsa de basura llena de botellas vacías, así como dos tazas de café encima de la mesa baja que había frente al televisor.

—Ah, estás aquí —le dijo Álex, guardándose el móvil en el bolsillo—. ¿Cómo te encuentras? —Le señaló la taza de café y Marc la cogió antes de sentarse.

—Bien —respondió, enarcando una ceja, confuso al ver que de momento no le había gritado.

—Te insultaré más tarde, capullo —le dijo su hermano como si le hubiese leído el pensamiento—. Me tenías preocupado —empezó a decir y al ver que él no reaccionaba, añadió—: Dios, ni siquiera sabes por qué, ¿verdad? Llevo tres días intentando hablar contigo. Joder, Marc.

—¿Tres días? —No podía ser, era imposible que se hubiese pasado tres días encerrado en el apartamento, bebiendo.

—Tres días, Marc. ¿Qué día crees que es hoy?

—Sábado.

—Martes.

—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! —Marc se puso en pie y fue en busca de su móvil. Seguro que lo habían llamado del zoo para preguntar por qué no había ido a trabajar.

—Se está cargando —le dijo Álex señalando el teléfono con la barbilla—. Lo he encontrado sin batería, tirado en la cocina.

Él miró la pantalla y vio que tenía doce mensajes de voz. Tres de su jefe. Los escucharía más tarde, aunque probablemente podía adivinar qué decían.

—Da gracias a Dios de que papá y mamá están de viaje —continuó su hermano—. Mamá llamó ayer y le dije que yo sí había hablado contigo. Y tienes suerte de que Ágata, Guillermo, Helena y Martina me hayan llamado a mí en vez de venir directamente. Nuestras hermanas querían mandar a la policía. Me he pasado los últimos dos días llamándote al móvil, al fijo, mandándote sms, whatsapps. Maldita sea, Marc. —Álex se puso en pie—. No puedes seguir así.

—No me pasa nada —dijo él a la defensiva—. La semana pasada tuve mucho trabajo y el viernes me pasé un poco con el alcohol.

—¿Acaso crees que soy idiota y que no sé qué día fue el viernes? —Paseó por delante del televisor—. Ya te dije que te vinieras conmigo a Madrid, así no habrías tenido que estar solo.

Marc entrecerró los ojos y recordó que el miércoles de la semana anterior Álex lo había invitado a acompañarlo en su viaje. Él tenía que ir a Madrid por trabajo, le contó, pero podían quedarse allí a pasar el fin de semana y salir por la ciudad. Al formular la invitación, su hermano no hizo ninguna mención de la fecha que era el viernes y Marc tampoco, pero ambos lo sabían.

—Y yo te contesté que no me hacía falta niñera, Álex. Sé cuidarme solo.

—Pues no lo parece.

Él se puso en pie para poder mirarlo a la cara. Era comprensible que su hermano se hubiese preocupado si había estado tres días sin cogerle el teléfono, pero la resaca no era buena consejera y discutir con Álex le iría bien para relajarse.

—No todos somos perfectos como tú —le espetó, buscando la confrontación, y lo vio apretar la mandíbula.

—Tendrías que hablar con alguien —sugirió Álex.

—No digas estupideces. Estoy bien, no me pasa nada —afirmó, a pesar de que todavía tenía el regusto del alcohol que se había bebido para convencerse de esa mentira.

Los dos se midieron con la mirada y, por fortuna para Marc, Álex fue el primero en darse por vencido.

—Está bien, lo que tú digas. —Levantó las manos en señal de rendición y se apartó de él para sentarse de nuevo en el sofá. Cogió la taza de café y se quedó mirándola sin acercársela a los labios. La volvió a dejar asintiendo como si hubiese llegado a alguna conclusión y entonces volvió a hablar—: No te pedí que me acompañases a Madrid sólo para que no… —Vio que Marc lo fulminaba con la mirada y no terminó la frase. Carraspeó—. Quería pedirte un favor.

¿Un favor? ¿Álex el invencible iba a pedirle un favor a él y no a Guillermo el increíble o a alguna de sus hermanas, las tres fantásticas? Marc quería mucho a sus hermanos, pero a veces no podía soportar lo perfectos que eran. Y entonces se sentía una persona horrible.

«La ginebra te pone melodramático, Marc», se dijo.

—¿Qué favor?

—Siéntate, ¿quieres? No pretendo salir de aquí con tortícolis. —Se frotó la nuca y esperó.

—¿Qué favor? —repitió Marc al sentarse.

Después cogió la taza y él sí bebió y agradeció la amargura del café tibio deslizándose por su garganta.

—La última vez que nos vimos, me dijiste que te estabas planteando cambiar de trabajo. ¿En qué estabas pensando?

—Todavía no he escuchado los mensajes del móvil —contestó—, pero estoy seguro de que mañana me invitarán a marcharme.

—Genial.

—Vaya, me alegra saber que mis desgracias te animan tanto.

—Llevas años diciendo que quieres abrir tu propia consulta. Todavía me acuerdo de cuando en tercero de Económicas te matriculaste en Veterinaria. No terminaste dos carreras para aguantar los abusos de un déspota maleducado en el zoo de Barcelona.

—Ya, bueno. —Marc se removió, incómodo, y bebió un poco más de café. Se le daba mejor aguantar los insultos de Álex que sus halagos—. Todavía estoy muy lejos de tener el dinero necesario para abrir una consulta.

—Sabes que papá y mamá o cualquiera de nosotros te ayudaríamos —le recordó su hermano.

—Lo sé. —Marc nunca había dudado de la generosidad de su familia, pero aquello tenía que hacerlo él solo—. Pero ¿qué tiene eso que ver con el favor que dices que querías pedirme?

—¿Te acuerdas de cuando en la facultad nos hacíamos pasar el uno por el otro?

—Claro que me acuerdo. —Sonrió al recordar esa época.

—Tuvimos suerte de que nadie se diese cuenta de que nos matriculábamos en asignaturas distintas cada semestre.

—Y que lo digas, pero hubo una vez… ¿Cómo se llamaba la profesora de Micro?

—¿La Rotenmeyer? ¿Pilar Cuesta? —dijo Álex también sonriendo.

—La misma. Después de terminar el examen, me miró con lupa durante un mes, como si estuviese buscando el modo de demostrar que yo había ocupado tu lugar.

—¡Y un día te siguió hasta la cafetería para acorralarte y afirmó que el día del examen te vio beber café con azúcar y que yo lo tomaba sin!

—Sí, menos mal que nadie le hizo caso, porque nos habrían echado a los dos.

—Sí, nos fue de un pelo —recordó Álex.

—¿No me dirás que quieres que vaya a hacer algún examen en tu lugar? ¿No se fían de ti en tu empresa? Creía que eras el fichaje estrella de la temporada —se burló Marc, pero esta vez con cariño.

—No exactamente —contestó Álex enigmático—. He conocido a una chica.

—Mierda —soltó Marc, apoyando la cabeza en el sofá—. Ninguna conversación que empiece con esa frase puede terminar bien.