Después de aquella extraña y sincera conversación, Olivia le enseñó a Marc la que iba a ser su habitación durante aquellos tres meses. Se trataba de una habitación con baño y una pequeña sala de estar. Se encontraba en la séptima planta, la misma donde estaban las habitaciones de Olivia y de los otros miembros del personal.
Dado que había estado presente en la lectura del testamento, Marc sabía que ella había heredado también la casa de su abuelo, pero supuso que, igual que Eusebio, no quería vivir allí y que prefería quedarse en el hotel. Y tenía que reconocer que lo entendía. Sólo llevaba allí unas horas y ya empezaba a encariñarse con la atmósfera de aquel lugar.
Olivia y él volvieron a la recepción y ella intentó despedirse diciendo que tenía mucho trabajo. Marc se ofreció a acompañarla, pero ella insistió en que se instalase y fuese después a las oficinas que había justo detrás de la recepción (algo que supuestamente Marc ya sabía, porque ya había estado allí antes).
Fue al coche por sus cosas y después las dejó en su habitación, pero no perdió el tiempo en deshacer la maleta, sino que sencillamente cogió el portátil y bajó a recepción. Natalia lo saludó de nuevo con una sonrisa —sí, quizá pudiese invitarla a salir una noche—, pero ahora estaba acompañada por Roberto, el antipático italiano que había conocido el día anterior.
—Roberto, ¿conoces a Álex? —preguntó Natalia.
El italiano estaba tecleando algo en el ordenador y no apartó la vista de la pantalla.
—Sí, al parecer lo conocí hace unos meses, pero los dos nos habíamos olvidado —se limitó a decir.
Marc sintió un escalofrío. Álex no le había dicho nada de Roberto y el día anterior él se había comportado como si no lo conociese. Esa misma noche llamaría a su hermano para preguntarle si había tenido alguna conversación con el recepcionista; no quería volver a meter la pata.
¿Y Roberto por qué había fingido no conocerlo? ¿Lo había hecho para ser desagradable o de verdad se había olvidado de él y no lo había reconocido? Marc no podía preguntárselo y decidió que lo mejor sería quitarle importancia al asunto.
—Sí, me temo que se me da fatal recordar las caras —dijo—. Lo siento, Roberto, pero seguro que ahora no volveré a olvidarme.
—No te preocupes, yo sí —contestó sarcástico, pero al ver que Natalia lo fulminaba con la mirada, añadió—: Sólo me interesa recordar a las preciosidades que tengo a mi alrededor.
La chica sonrió y Marc también, aunque no terminó de creerse su broma.
—Olivia me está esperando en las oficinas, ¿puedo pasar?
—Por supuesto —afirmó Natalia—. Nos ha dicho que puedes entrar y salir cuando quieras y me ha pedido que te encargue una llave maestra. La tendrás esta tarde.
Él cruzó la puerta y llegó al otro lado de la recepción.
—Gracias, Natalia.
—Disculpa que no te acompañemos —dijo Roberto—, pero ya sabes el camino, ¿no?
—Por supuesto —afirmó Marc.
Sólo había un pasillo, así que no tendría ningún problema en encontrar las oficinas.
Y no lo tuvo, pero fue gracias a que oyó la voz de Olivia discutiendo a gritos con alguien por teléfono.
Entró en la habitación de la que provenían los gritos y la encontró paseándose de un lado al otro con un inalámbrico en la mano.
Esperó junto a la puerta y aprovechó para mirar lo que lo rodeaba. Había tres mesas, en dos de ellas había ordenadores y la tercera estaba completamente vacía.
Desvió la vista hacia la mesa que le quedaba más lejos y vio que encima, aparte de la pantalla y el teclado del ordenador, sólo había dos fotografías; en una aparecía una chica de unos quince o dieciséis años que indudablemente era Olivia y en la otra también aparecía ella, pero era más actual y estaba acompañada por su difunto abuelo. Aquélla era la mesa de Eusebio.
La segunda mesa estaba a rebosar de papeles, lápices, agendas y revistas del sector hotelero, y un par de novelas de Agatha Christie. Debía de ser la mesa de Olivia.
A pesar de la cantidad de objetos que la cubrían, todos estaban perfectamente ordenados. De hecho, Marc estaba convencido de que su propietaria sabía exactamente dónde estaba todo y también que no toleraría que otra persona tocase nada.
La mesa que estaba vacía no sabía cómo interpretarla. ¿La habían preparado para él, o la ocupaba alguien que sencillamente era un maníaco y se lo llevaba todo a casa?
—Esa mesa es tuya —dijo Olivia al colgar—. La compramos hace años para que Tomás pudiese organizar sus cosas, pero él prefiere anotarlo todo en un bloc que siempre lleva encima y después comentármelo. Hasta ahora, sólo ha servido para acumular polvo. —Se frotó la sien y devolvió el teléfono a su base.
—¿Sucede algo? —le preguntó Marc.
—Era el banco —le explicó ella—. Al parecer, se han enterado de lo que dice el testamento de mi abuelo y quieren cancelarnos el crédito.
—¿Te han dicho si existe algún otro motivo aparte de lo del testamento? —Marc se acercó a la mesa de ella, quien se había sentado en su silla. Él lo hizo en una que quedaba enfrente.
—Dicen que dudan de la continuidad del hotel —contestó entre dientes.
—Entonces tendremos que demostrarles que se equivocan, ¿no crees?
Olivia estaba muy cansada. Y muy preocupada, aunque no quisiera reconocerlo.
—Seguro que mi madre ya les ha llamado para comunicarles que tiene un comprador.
Aunque había oído la sugerencia de Martí, y tenía que reconocer que le había dado un vuelco el estómago al ver que él tenía intenciones de luchar por el hotel, aunque fuera por su interés personal, no podía quitarse de la cabeza lo que su madre podía estar haciendo.
—¿Tu madre no quiere que sigas con el hotel? —le preguntó confuso.
Una cosa era que Olivia creyese que su madre no era buena cantante —que no lo era—, pero otra muy distinta que diese por hecho que quería perjudicarla.
Allí había algo más, algo que hacía que la chica pareciese incluso asustada. Y por eso se lo había preguntado casi sin pensar, porque de verdad necesitaba saberlo.
«Para poder hacer algo al respecto. ¿Y desde cuándo haces tú esas cosas?».
Pero al ver que ella lo miraba de un modo extraño, se echó atrás.
—Perdona, no quería entrometerme.
—No, no pasa nada. Supongo que tarde o temprano terminarías por enterarte. —Suspiró antes de continuar—: Mi madre odia el Hotel California y adora el dinero. Durante años, intentó convencer al abuelo de que lo vendiese. Decía que así ganaríamos mucho dinero y que podríamos vivir sin preocupaciones. Mi abuelo se negó y al final terminaron discutiendo. Mi madre me dejó aquí cuando yo tenía quince años y se fue de viaje con su novio de turno. El abuelo y ella apenas se hablaron a partir de entonces… Y no sé por qué te he contado todo esto.
—No te preocupes —dijo Marc. «Yo no sé por qué me importa verte tan preocupada»—. A veces, es más fácil hablar con un desconocido, si no, pregúntaselo a un camarero.
—Tienes razón. —Olivia se pasó la mano por el pelo—. Tengo que ir a ver al director del banco y decirle que no puede hacernos esto.
—Yo todavía no me he puesto al día con los datos del hotel —dijo él—. La documentación que tengo es de hace meses.
Era la documentación que le había pasado Álex.
—En el ordenador está todo —contestó Olivia—. Las claves las encontrarás en el post-it que está pegado a la pantalla.
—Perfecto, gracias. —Se levantó y se acercó al aparato—. Si no te importa, creo que llevaré el ordenador a la mesa que está vacía. Me has dicho que podía utilizarla, ¿no?
—Sí, por supuesto. Yo… —tragó saliva—… yo todavía no he quitado el ordenador del abuelo. Él no lo utilizaba, pero estaba acostumbrada a verlo sentado detrás y…
—Lo entiendo —la interrumpió Marc—. Ya lo cambio yo, no es nada complicado. O, si lo prefieres, puedo utilizar mi portátil —sugirió.
—No, no, coge el ordenador, o siéntate a la mesa del abuelo.
—No, gracias. Cambiar el ordenador de sitio será un momento y cuando me vaya, volveré a dejarlo en su lugar. ¿Te parece bien?
—De acuerdo —convino ella tras tragar saliva otra vez, agradeciéndole a Martí la discreción.
Marc se acercó a la mesa de Eusebio y empezó a desenchufar cables.
—No creo que debas ir al banco hoy —comentó, sin dejar de trabajar.
—Tengo que ir —afirmó Olivia, a pesar de que todavía no se había levantado de la silla—. Si nos cortan el crédito, no podré…
—Lo entiendo, soy consciente de que no podemos permitir que eso ocurra, pero creo que tu visita sería mucho más provechosa si vas con un plan de viabilidad y con unos documentos que demuestren que el negocio tiene el futuro asegurado.
—¿Y de dónde voy a sacar esa maravilla, Martí?
—Tú déjame a mí, Millán.
Antes de que Olivia pudiese sonreír o darle las gracias, una mujer morena de unos cincuenta años entró en el despacho con cara de pocos amigos.
—¡Con ese hombre no se puede trabajar! ¡Yo dimito! Te digo una cosa, Olivia, si no echas a ese energúmeno, yo me voy.
Marc se quedó mirando a la mujer, que no paraba de insultar a un pobre tipo. Apenas respiraba entre palabra y palabra y parecía no importarle estar en presencia de un desconocido.
—Lucrecia, ¿te acuerdas de Álex Martí?
«Mierda, probablemente Álex la conoció». Suerte que no había hecho ningún comentario y suerte también que Olivia la había llamado por su nombre.
—¿Qué? —Lucrecia se interrumpió un segundo y desvió la vista hacia él—. Ah, sí. Hola.
—Hola —contestó Marc, aunque ella no le hizo ningún caso y siguió quejándose.
—Lo digo en serio, Olivia, ese hombre va a acabar conmigo. ¿Sabes que me ha recriminado?
—¿Qué? —preguntó ella, aguantándose las ganas de reír.
—Que se me ha ido la mano con la sal. A mí. A Lucrecia dos Santos del Monte. Voy a matarlo, eso es. Lo mataré y haré caldo con él y ya verás cómo le encuentro el punto justo de sal.
—Lucrecia —dijo Olivia—, ese hombre es tu marido. No vas a matarlo. Siempre os peleáis y luego hacéis las paces. Vosotros sois así, de sangre caliente.
—Esta vez es distinto, Oli, una de las chicas de la cocina no ha venido hoy a trabajar y ese maldito horno se niega a marcar los grados que de verdad tiene en su interior. Y Manuel no para de refunfuñar y de salir a fumar. ¿Crees que no sé que mira a las turistas en biquini?
—Vamos, Lucrecia. —Olivia se acercó a la mujer y le pasó un brazo por los hombros—. Manuel está loco por ti.
—A mí sí que va a volverme loca —insistió ella.
—Entonces, ¿quieres que lo despida? —le preguntó con voz amable.
Marc la miró preocupado y Olivia le sonrió con la mirada para que comprendiese que la escena no era nueva.
—Eso estaría bien. Sí, despídelo y dile que no quiero volver a verlo más —afirmó Lucrecia.
—Está bien, pero tú tienes que venir conmigo a la cocina.
—De acuerdo. Deja que vaya antes un momento al baño —dijo la mujer, con una sonrisa de oreja a oreja.
Marc esperó a que desapareciese tras la puerta del servicio que había en las oficinas y luego preguntó en voz baja:
—¿Qué ha sido eso?
—Lucrecia y Manuel se pelean como mínimo una vez al mes. Creo que forma parte de su rutina sentimental. Por desgracia, no saldrá nada comestible de la cocina hasta que los calme. ¿Te importa comenzar sin mí?
—No te preocupes. Yo sigo con el ordenador y luego empiezo a ponerme al día.
—Te pediría que vinieses conmigo a la cocina para que saludases a Manuel, pero estará irascible.
—La verdad es que yo también prefiero esperar. Luego, cuando los Borgia estén más tranquilos, iré a saludarlo y a mirar ese horno.
—¿Los Borgia?
—Tengo tendencia a rebautizar las cosas, Millán —contestó con una sonrisa.
—Me gusta, pero no se lo digas a ellos, Martí.
—Ya estoy lista. —Lucrecia reapareció con los labios recién pintados, la melena negra bien atusada y con dos botones de la camisa desabrochados.
—Pues vamos, solucionemos esto cuanto antes. —Olivia la siguió hasta la puerta—. No sé cuánto tardaré. Si prefieres irte y volver más tarde, no pasa nada.
—Vete tranquila, me las apañaré sin ti. Sé conectar un ordenador.
—Ya, bueno…
—Vamos Olivia, estoy impaciente por ver la cara que pone Manuel cuando lo despidas —le dijo Lucrecia, tirándole del brazo.
Ella se encogió de hombros y se dejó arrastrar y cuando lo vio a él sonreír, se dio media vuelta. Eso que había sentido en el estómago había sido hambre, nada más.
Con Olivia en la cocina solucionando la crisis matrimonial de los Borgia, Marc aprovechó para recolocar el antiguo ordenador de Eusebio en la que iba a ser su mesa durante aquellos meses. Tal como le había dicho ella, los códigos de acceso estaban en un post-it pegado en la pantalla. Se quedó unos segundos observando el cuadrado de papel amarillo. A pesar de su comprensible reticencia inicial, Olivia había decidido tomarse en serio lo de trabajar juntos para sacar el hotel adelante.
«Quizá le caes bien —le susurró una voz optimista en su mente—. Menuda tontería», le dijo el Marc de siempre.
—Buenos días, Martí. —La voz de Tomás lo sobresaltó—. Olivia me ha dicho que te encontraría aquí, me la he cruzado cuando iba con Lucrecia. ¿Esos dos se han vuelto a pelear?
—Sí, eso me temo —contestó él.
—¿Qué ha sido esta vez? —El hombre se acercó a la butaca de piel que había frente al escritorio que había ocupado Eusebio Millán y se sentó en ella.
—La sal.
—Ah, terrible —dijo Tomás con una sonrisa—. Esos dos tendrán a Olivia secuestrada un par de horas, luego se darán un beso y se pondrán a llorar e insistirán en que se quede a comer con ellos en la cocina para compensarla.
—¿De verdad lo hacen tan a menudo?
—Una vez al mes como mínimo. Eusebio decía que formaba parte de su encanto.
—¿Y por qué lo toleraba?
—Son como de la familia. Eusebio conoció a Manuel cuando éste tenía veinte años y llegó a la Costa Brava en busca de trabajo. No tenía ni un duro en el bolsillo y pidió una habitación en el hotel. Eusebio estaba esa noche en recepción y cuando se la dio le preguntó a qué había venido y se pusieron a hablar. Creo recordar que al cabo de veinte minutos Manuel ya estaba contratado. En esa época, todo era más fácil. —Suspiró—. Unos años más tarde, Manuel fue a Brasil de vacaciones y se enamoró y casó con Lucrecia y, evidentemente, Eusebio no dudó en ofrecerle trabajo en el hotel. Además, es cocinera profesional y había trabajado en no sé qué hotel de Río. Y la verdad es que cocina de maravilla y que nadie sabe manejarla como Manuel.
—Comprendo —dijo Marc, cuando en realidad no entendía casi nada de lo que pasaba a su alrededor.
—Esto es una casa de locos, Martín. —Tomás dijo lo que él estaba pensando—. Por eso mismo Eusebio no se preocupaba de cosas como la rentabilidad y esas historias. Para él, esto —abrió los brazos abarcando lo que lo rodeaba— era su familia. Su vida. Pero supongo que debería haber sido más cauteloso y precavido y preocuparse más por los beneficios.
—Por lo que a mí respecta, lo hizo bastante bien. Cierto que hay que hacer reformas y el hotel necesita ganar más dinero para ser rentable, pero tiene muy buena reputación y está en un lugar inmejorable. Cualquier hotel del mundo mataría por esta playa.
Tomás se lo quedó mirando durante unos segundos y Marc aguantó el escrutinio.
—Olivia estaba decidida a echarte, ¿cómo la has convencido de que te deje entrar en el hotel? —le preguntó entonces el hombre, señalando la pantalla del ordenador.
Marc comprendió que no se refería al hotel físicamente, sino a sus entrañas. Ella le había dado permiso para husmear en sus libros, en su contabilidad, en todo lo que encontrase en el ordenador de su abuelo. De hecho, ahora que lo pensaba, quizá había sido demasiado confiada.
—Le propuse que uniéramos esfuerzos durante tres meses —le explicó—. Estimo que es el tiempo que necesitaré para demostrar que el hotel puede ser rentable y viable.
—¿Y qué pasará después?
—Yo le venderé mis acciones y ella me pagará la parte proporcional a esos tres meses.
—Espero que funcione —dijo Tomás mordiéndose el labio inferior y frunciendo las cejas—. Esa chica está convencida de que lo único que tiene en esta vida es este hotel.
—Funcionará —le aseguró Marc e, igual que antes, no se cuestionó por qué le parecía tan importante contribuir a la felicidad de Olivia Millán.