Marc llegó al Hotel California a las nueve y media de la mañana. Después de que la pesadilla lo despertase, no intentó volver a dormirse y se metió directamente en la ducha. Al terminar, se puso unos vaqueros, una camiseta blanca y una chaqueta azul marino y se fue del apartamento sin permitirse plantearse por qué precisamente esa noche había vuelto a soñar con el accidente.
Condujo hacia la Costa Brava y se dejó hipnotizar por los movimientos monótonos y mecánicos de la conducción.
No sabía cómo explicarlo, pero a pesar de que nunca lo había olvidado, y de que era algo en lo que pensaba a diario —y no sólo debido a la cicatriz—, casi nunca soñaba con lo que había sucedido esa noche.
Al principio sí, por supuesto, después de salir del hospital, apenas soñaba con otra cosa, hasta que entonces, un día, de repente, dejó de hacerlo. No tenía sentido, pero los sueños eran mucho más reales que los recuerdos que solían asaltarlo cuando estaba despierto. Y, por ello, mucho más dolorosos.
Dormido, Marc podía oír la radio del Ford Fiesta, las risas, los gritos. Podía sentir cómo crujía el metal de la carrocería, cómo rechinaban los frenos y se rompían los cristales. Los cristales y el asfalto eran siempre lo peor. Cuando estaba despierto, no recordaba especialmente la sensación de golpear el asfalto, o de clavarse un cristal de más de quince centímetros en la cara, pero, en el sueño, sí.
Y eso no era lo peor. Si no conseguía despertarse, la pesadilla continuaba hasta que llegaba la ambulancia y se lo llevaban al hospital. Antes de que el enfermero cerrase la puerta trasera de la ambulancia, Marc siempre veía dos cuerpos sin vida en el suelo y el coche en llamas.
Dejó el coche en el aparcamiento para huéspedes y salió sin coger el equipaje. Ya iría más tarde a buscarlo. Se encaminó hacia recepción, porque no había quedado en ningún lugar concreto ni a ninguna hora en especial con Olivia y supuso que allí encontraría a alguien que supiese decirle dónde estaba.
No hizo falta. En cuanto llegó, la señorita Millán en persona apareció tras el mostrador.
—Buenos días, Martí —lo saludó.
—Buenos días, Millán —respondió él con una sonrisa.
Qué extraño, bastó con que lo llamase por su apellido con aire burlón para que se relajase un poco.
Olivia miró el reloj de la pared y dijo:
—En seguirá llegará Natalia, una de nuestras recepcionistas. ¿Has desayunado?
—No, la verdad es que no —contestó Marc.
—El café del bar es muy bueno y también las ensaimadas —le indicó ella, mientras anotaba algo en un bloc.
—Y, tú, ¿has desayunado?
Olivia no apartó la vista de lo que estaba haciendo, pero respondió:
—No, creo que me he tomado un café hace horas, pero no estoy segura.
—Entonces te espero y desayunamos juntos.
Ella levantó la cabeza de golpe.
—No es necesario. No sé si Natalia…
—Buenos días, Olivia —dijo una joven rubia justo entonces.
Marc se apartó y la dejó pasar. Era una chica espectacular; altísima y con un cuerpo de infarto. Tenía curvas donde había que tenerlas y sabía moverse. Iba impecablemente maquillada y olía de maravilla. Y, sin embargo, Marc tan sólo apartó un segundo la mirada de Olivia.
Millán, como había empezado a llamarla también en su mente, tenía mala cara y sólo se había maquillado lo justo para ocultar lo que debían de ser unas ojeras más que considerables. Llevaba una camisa blanca con un estampado diminuto que, a esa distancia, Marc habría jurado que eran unos conejitos y encima una chaqueta de color amarillo que la hacía parecer sacada de una película de los años sesenta.
Millán desprendía clase. Sí, eso era. Era una extraña mezcla entre Audrey Hepburn y Lucy, la quisquillosa amiga de Snoopy y Charlie Brow. Y a Marc, aunque no tenía intenciones de hacer nada al respecto, le resultaba mucho más atractiva que la voluptuosa y escultural Natalia.
—Buenos días, Natalia —saludó Olivia a la recepcionista—. No sé si conoces al señor Álex Martí.
Al oír el nombre de su hermano, Marc salió de su ensimismamiento y recordó qué estaba haciendo allí.
—No, me temo que cuando el señor Martí vino aquí, yo estaba de vacaciones. Pero me han hablado de él —dijo Natalia con voz sensual—. Es un placer. —Le tendió la mano y le sonrió de oreja a oreja.
—Lo mismo digo —contestó Marc, estrechando la mano de Natalia.
Sí, aquél era el tipo exacto de mujer con el que él solía estar: libre y sin complicaciones. Entonces, ¿por qué diablos no le estaba haciendo caso? Era más que evidente que ella estaba receptiva.
—El señor Martí se quedará con nosotros unos meses —explicó Olivia, seria. ¿Eran imaginaciones de Marc o había arrugado el cejo?—. Las habitaciones veinte y veintidós quieren ir de excursión a Francia, encárgate por favor de llamar a un taxi.
—En seguida —dijo Natalia.
—Yo acompañaré al señor Martí a desayunar. Si me necesitas, estaré en la cafetería —añadió, saliendo de la recepción.
—No te preocupes, Olivia. Hasta luego, Álex —se despidió la joven. A pesar de que su jefa levantó ambas cejas al escuchar que se dirigía a él por su nombre de pila, Natalia se limitó a sonreírle.
Marc obviamente presenció el intercambio y, al ver que Olivia también sonreía y ponía los ojos en blanco, concluyó que entre las dos mujeres existía una gran complicidad.
Una vez en la cafetería, se sentaron a una de las mesas. La estancia era pequeña, acorde con el resto del hotel, con muebles de madera noble y mesas cubiertas con manteles de lino blanco. Encima de todas ellas había un discreto jarrón de cristal con flores frescas propias de la zona y de fondo podía escucharse una música muy agradable. ¿Ópera?
—¿Tristán e Isolda? —preguntó, atónito—. ¿No te parece que Wagner es demasiado intenso para estas horas?
Olivia no disimuló lo sorprendida que la dejó que reconociese la pieza.
—¿Qué ópera pondrías tú por la mañana? —Quizá había tenido suerte y lo había adivinado por casualidad. O tal vez sólo conociera esa ópera.
Marc fingió pensarlo un segundo.
—Probablemente Rigoletto y creo que me decantaría más por Verdi o por Mozart, Wagner lo dejaría para la noche.
Olivia se dio por vencida y asumió que a aquel hombre a quien había decidido ignorar le gustaba la ópera tanto como a ella.
«Pero no voy a cambiar de opinión sobre él», se aseguró.
A diferencia de Marc, Olivia había intentado odiar el bel canto por todos los medios. De pequeña, asociaba la ópera con su madre, con esa mujer que decidió aparcarla en un hotel para irse a vivir la vida. Años más tarde, y gracias a su abuelo, comprendió que la música estaba muy por encima del egoísmo de La Belle Millán, y se enamoró por completo de ciertas óperas, en especial de las preferidas de su abuelo, como por ejemplo Tristán e Isolda. Por eso la había puesto esa mañana.
Olivia no creía ni en el cielo ni en el infierno, pero si existían, seguro que su abuelo estaba en el primero, donde sonarían óperas constantemente.
—Es probable que tengas razón —reconoció—, pero me apetecía escucharla.
Marc se encogió de hombros y le sonrió.
—Yo, ayer, cuando volvía a Barcelona, me puse Tosca en el coche.
Normalmente no se sentía cómodo hablando de sus gustos musicales, pero con Olivia creyó que podía hacerlo. Así que decidió arriesgarse.
—Puccini es uno de mis compositores preferidos —dijo ella, premiándolo con una sonrisa.
«Oh, no, Marc, ni se te ocurra. Tú sigue como siempre».
Una sonrisa no iba a bastar para conquistarlo. ¿Conquistarlo? No, seducirlo.
—Y mío —dijo él, ignorando la voz de su conciencia—. Si hoy estuviese vivo, probablemente sería compositor en Hollywood y habría ganado varios Oscar.
—Es posible. ¿Qué te apetece desayunar? —le preguntó ella, zanjando el tema.
A juzgar por cómo se le había encogido el estómago, eso era lo más acertado.
—Un café con leche, por favor, y una de esas ensaimadas de las que me has hablado antes.
—En seguida vuelvo.
Olivia se acercó a la barra y le pidió a Pedro, uno de los camareros más antiguos del hotel, que les preparasen dos cafés con leche y dos ensaimadas. Después fingió ocuparse de algo en la caja registradora. No quería volver a la mesa todavía.
La noche anterior había decidido que se aprovecharía de la experiencia profesional y de los consejos de Álex Martí para sacar adelante el hotel y que al cabo de tres meses se despedirían y no volverían a verse más. Martí había trabajado durante años en una de las cadenas hoteleras más prestigiosa del mundo y seguro que sabía muchas cosas que le podían resultar útiles. Mantendrían una relación profesional. Nada más.
No podía distraerse. Y, lo más importante, no se fiaba de él. La vida le había enseñado que, exceptuando a su abuelo, sólo podía fiarse de sí misma.
Pedro apareció con la bandeja cargada y Olivia lo acompañó hasta la mesa. Lo ayudó a dejar las cosas y luego lo despidió dándole las gracias.
Marc cogió la taza y bebió un sorbo de café con leche.
—Tenías razón, es muy bueno —le dijo, con la nariz todavía pegada a la taza.
En ese instante sonó una de las piezas preferidas de su abuelo y Olivia notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Los cerró con fuerza para no derramarlas y rezó para que Martí estuviese tan concentrado en el café que no se diese cuenta.
—Eh, ¿estás bien? —le preguntó Marc al verla.
Al comprobar que no contestaba, deslizó despacio una mano por la mesa y la colocó encima de la de ella.
Olivia abrió los ojos despacio.
—A mi abuelo le encantaba esta ópera —comentó sin más.
Y Marc comprendió lo que le pasaba sin necesidad de que se lo explicase.
—Con el tiempo será más fácil —le dijo.
—Siempre le echaré de menos, el tiempo no cambiará eso —puntualizó ella, enfadada.
—Sí, siempre le echarás de menos. —No intentó consolarla con palabras que sabía que no servirían de nada—. Tu abuelo tenía buen gusto. Es una ópera preciosa, y muy triste.
—¿Acaso hay alguna ópera alegre? —preguntó Olivia, intentando cambiar el tono de la conversación y apartando la mano.
—No, supongo que no. Las tragedias dan mucho más juego y a las sopranos les encanta morirse en escena —contestó Marc medio en broma para ver si conseguía que volviese a sonreír.
Y lo consiguió.
Tras esa breve sonrisa, los dos terminaron de desayunar hablando de las distintas representaciones que habían tenido oportunidad de ver en diversas óperas o festivales del mundo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Marc, que durante esa media hora se había olvidado de que estaba fingiendo ser su hermano gemelo.
—Tú hazla y yo decidiré si la contesto —respondió Olivia, cogiendo la taza para terminarse el café.
—Tu madre es La Belle Millán, una de las cantantes de ópera más famosas de España, ¿no?
—Sí. ¿Y?
—Y no has mencionado ninguna de las óperas que ella ha representado —terminó Marc.
—No me gusta cómo canta —dijo Olivia sin más y acto seguido se llevó la mano a los labios para tapárselos—. Oh, Dios mío, no puedo creer que haya dicho eso.
Él no pudo evitar reírse un poco al verla tan agobiada por haber sido tan sincera.
—A mí tampoco me gusta —confesó, para quitarle importancia—. Creo que está sobrevalorada.
—Oh, Dios mío —repitió ella—. Es culpa tuya, Martí.
—¿Mía? —dijo él con una sonrisa—. Está bien —añadió, al ver que lo fulminaba con la mirada—. Es culpa mía.
—Exacto. Yo nunca digo lo que pienso. ¡Oh, déjalo, no quería decir eso! —se defendió, al verlo abrir los ojos exageradamente y fingir escandalizarse.
—Está bien, de acuerdo. Es culpa mía y no querías decir eso. Pero que conste en acta que coincido totalmente contigo. Además, uno siempre debería decir lo que piensa, ¿no?
—No —contestó Olivia de inmediato—. Nuestra sociedad se basa en la mentira, o en las mentiras piadosas, si no quieres que parezca tan cínica.
—¿Eso crees? —le preguntó él.
—Creo que ésta es sin duda la conversación más rara que he tenido nunca.
—Y la mía y eso que he tenido unas cuantas.
Y se mordió la lengua para no empezar a hablarle de su hermano gemelo al que estaba suplantando. «Y te has atrevido a aconsejarle que dijese siempre la verdad. Serás hipócrita».
—Gracias por el desayuno y por la compañía —dijo tras carraspear y reprimir los remordimientos que le habían subido por la garganta.
—De nada —contestó ella algo confusa. No sabía exactamente qué había sucedido, pero su mirada era ahora más distante y fría que antes—. Será mejor que nos pongamos a trabajar. No tenemos tiempo que perder, Martí.
—A tus órdenes, Millán.