7

—¡Sara, Sara! —gritó Álex y cruzó como un loco, sin preocuparse lo más mínimo por si lo atropellaban. Algo que estuvo a punto de suceder, a juzgar por los dos bocinazos que oyó y por los insultos que los siguieron.

Ella tardó unos segundos en oír su nombre por entre los ruidos de la ciudad, pero cuando lo hizo, levantó la vista. Y cuando vio a Álex, se dio la vuelta y aceleró el paso para entrar en el edificio que tenía delante.

—¡Sara! —volvió a gritar él, llegando ya a la acera donde se encontraba—. ¡Espera un momento!

Evidentemente, ella no le hizo caso y, sujetando el bolso y la bolsa en la que llevaba el portátil en una mano, abrió con la otra la puerta de cristal. El portero del edificio, un hombre de mediana edad y origen portorriqueño con un uniforme siempre impecable, corrió a ayudarla.

—Buenas tardes, señorita Márquez.

—Buenas tardes, Manuel —lo saludó Sara y en ese instante notó que alguien la cogía por el brazo.

No, alguien no, Álex. A pesar de lo furiosa que estaba con él, reconocería su tacto con los ojos cerrados.

—Sara —pronunció su nombre casi sin aliento.

Ella tiró del brazo y se apartó de él, pero se quedó allí, mirándolo. Esperando a que se recuperase para poder decirle a la cara todo lo que pensaba y, acto seguido, echarlo del edificio a patadas.

Manuel observó la situación y luego, con suma discreción, pero con voz firme, preguntó:

—¿Necesita que acompañe fuera al señor, señorita Márquez?

Álex, doblado en dos con las manos apoyadas en los muslos para recuperarse de la carrera, levantó la cabeza de golpe y miró al portero a los ojos.

—No será preciso, Manuel. El señor sólo se quedará un segundo.

Álex enarcó las cejas al oír el retintín con que lo había llamado «señor», pero no dijo nada. No quería tentar a la suerte y que ella decidiese darle permiso al portero para que lo invitase a marcharse.

—De acuerdo, señorita. Llámeme si me necesita —dijo el hombre alejándose de ellos para volver a su puesto.

—Claro, Manuel. Gracias.

Sara esperó a que estuviese sentado tras el mostrador de recepción del vestíbulo antes de volver a hablar.

—¿Qué estás haciendo aquí, Álex?

Él se incorporó y se pasó las manos por el pelo para serenarse un poco. Después de todo lo que había hecho para llegar hasta allí, ahora que la tenía delante estaba nervioso.

—Quiero hablar contigo.

—Pues yo no y creo recordar que el otro día te manifesté lo mismo por teléfono.

—Pero yo sí quiero. —Hizo una pausa y apretó los dientes un segundo—. Necesito hablar contigo, Sara. Por favor.

Una pareja salió del ascensor que él tenía a su espalda y por la puerta principal entró un mensajero.

—No tenemos nada de que hablar —dijo ella, colocándose bien el bolso.

—¿Cómo puedes decir eso? —le preguntó Álex, dolido de verdad.

El ascensor volvió a abrirse y de él salió una madre con dos niñas que arrastraban dos patinetes. Aquel vestíbulo estaba de lo más transitado.

—Sé que me arrepentiré —masculló Sara en voz baja, como si se lo estuviese diciendo a sí misma—. Sube a mi piso —indicó luego con voz normal y la sorpresa de Álex fue tan evidente que ella añadió—: Aquí no podemos hablar. Sube, dime lo que tengas que decirme y luego te vas —concluyó, para dejarle claro que no pensaba claudicar.

—De acuerdo —accedió él, consciente de que estaba teniendo mucha suerte. Caminaron hasta el ascensor y Álex apretó el botón—. Creía que estabas pasando unos días fuera de la ciudad —dijo, incapaz de callarse el comentario.

No podía dejar de imaginarse a Sara con aquel imbécil, bebiendo champán ante una puesta de sol. Necesitaba exorcizar esa imagen.

—¿Por qué? —le preguntó ella sin mirarlo, pero algo más a la defensiva que segundos antes.

Álex se encogió de hombros y se maldijo por haber metido la pata. No debería haber sacado el tema de Edward Fairmont IV, pero ahora ya no podía dar marcha atrás.

—Porque me contaron que Edward había salido de la ciudad muy bien acompañado.

—¿Y creías que me había ido con él? —Ahora sí que lo miró y la verdad era que no parecía muy contenta—. Aunque no te lo creas, no acostumbro a irme de fin de semana con el primero que pasa. Tú fuiste una excepción —añadió.

A pesar de que era obvio que Sara no había pretendido halagarlo con esa última frase, sino todo lo contrario, Álex sintió una leve satisfacción al comprobar que lo que había sucedido entre los dos había sido igual de excepcional para ella, pero lamentó habérselo recordado, porque era evidente que, a diferencia de él, Sara no tenía tan buen recuerdo.

No importaba. Iba a hacer todo lo posible para demostrarle que estaba equivocada.

El ascensor se detuvo en el piso que ella había marcado y Álex la dejó que saliese primero. La siguió hasta la puerta de un apartamento y esperó. Cuando entraron, Sara dejó el bolso y el portátil encima de un mueble que había junto a la entrada y luego colgó el abrigo de un perchero que parecía antiguo.

Era un apartamento precioso, muy pequeño, pero decorado con muchísimo gusto, con objetos claramente elegidos con gran esmero y cariño por su propietaria.

—¿Hace mucho que vives aquí? —le preguntó él.

—No —contestó entre dientes—, sólo unos meses. Antes vivía en Nueva York, pero un cretino consiguió que me despidiesen.

Álex cerró los ojos un segundo y volvió a maldecirse por su estupidez.

—Lo siento —dijo.

—Después de que me despidieran —continuó ella como si él no hubiese hablado—, guardé todas mis cosas en cajas y las llevé a un almacén, porque, verás, no sé si te habrás enterado, pero el mundo no está pasando por un buen momento y no encontraba trabajo. Así que decidí volver a España unos días para ver a mis padres y hacer acopio de fuerzas. Mientras estaba allí, tuve la suerte de que me llamasen de Sleep & Stars para ofrecerme un puesto en su delegación del oeste, aquí, en San Francisco. Acepté encantada y cuando esa noche salí a celebrarlo con mis amigas conocí al mayor idiota del mundo.

«A mí».

—Sara, déjame que te lo explique.

—¿El qué? ¿Qué es lo que quieres explicarme, Álex? ¿Que eres un cretino capaz de escribir diez folios acerca de las ventajas de cerrar una división entera y dejar a todo el equipo en la calle? No hace falta, ya lo sé.

—Yo no dije tal cosa. Y mi informe tenía como mínimo treinta folios.

—¿Y qué contabas en los otros veinte? ¿Que cerrasen también la delegación de Miami, o pedías, no sé, la paz en el mundo?

Estaba furiosa e iba a hacérselo pagar y él no haría nada para impedírselo. Lo único que quería era hablar con ella y, si antes tenía que soportar que lo insultase o se burlase, lo soportaría.

—No —contestó entre dientes—, decía que la delegación de Nueva York había cometido un grave error al dejar escapar esa operación de la Séptima Avenida y le echaba las culpas a la mala gestión del señor Anderson, no a ti. Decía que, bajo la supervisión adecuada, la tuya, esa delegación podía hacer grandes cosas, pero que antes tenían que reducir gastos y probablemente plantilla, a no ser que se firmase algún nuevo contrato a corto plazo.

—El señor Anderson está casado con una de las hijas del socio mayoritario de Hoteles Vanity.

—Mierda.

—Sí, mierda. Alguien tan profesional como tú, tan perfecto, debería haber conocido ese detalle sin importancia. Alguien tan infalible como tú debería haber sabido que al señor Anderson no lo despedirán nunca y que, si sugerías tal cosa, lo único que ibas a lograr era que las culpas recayesen sobre otra persona.

—Mierda —repitió Álex.

—No deberías haber escrito ese maldito informe sin hablar antes conmigo o con alguien de la división de Nueva York. Habríamos respondido a todas tus preguntas y te habríamos contado que esa condenada operación la perdimos por culpa de la ineficiencia de Anderson, pero que estábamos a punto de cerrar otro trato con un pequeño hotel que prometía mucho.

—Mierda. —Álex parecía incapaz de dejar de decirlo.

—Sí, un hombre tan recto, tan estricto, tan exigente como tú, debería haberse dignado comprobar cuáles eran los hechos antes de lanzar a todo un equipo de profesionales a los leones. Tú y yo no nos conocíamos, pero habíamos cruzado varios correos electrónicos y siempre me habías parecido cordial y muy eficiente. Creo que me merecía la cortesía de que me llamases o me escribieses para preguntarme qué había sucedido antes de entregar tu maldito informe a dirección.

—Lo siento, Sara. Yo no lo sabía…

—Ya, no lo sabías y tampoco te preocupaste de averiguarlo —lo interrumpió ella.

—Hablaré con dirección y…

—¿Y qué? A Anderson no lo despedirán y yo ya tengo otro trabajo. Las cosas están bien así. Tú sigue con lo tuyo, que yo seguiré con lo mío. Soy consciente de que Fairmont padre prefiere venderle el hotel a Hoteles Vanity, pero estoy en condiciones de hacerle una oferta muy tentadora y creo que podré convencerlo de que estudie la propuesta de Sleep & Stars.

—¿Y Fairmont hijo? Él cree que tú estás incluida en la oferta.

—Eddie sabe cómo están las cosas. Además, no creo que eso sea asunto tuyo.

«¿Eddie? Lo llama Eddie».

—Sara, yo, en Barcelona…

—Los dos nos dejamos llevar. Yo estaba eufórica por haber encontrado trabajo y por poder volver a Estados Unidos y tú fuiste encantador.

¿Encantador? La noche más demoledora de toda su vida y ella le decía que había sido «encantador». Si ahora añadía que podían ser amigos, no podría soportarlo.

—Para mí fue mucho más —se atrevió a responder, incapaz de confesar lo que sentía de verdad.

—Reconozco que yo nunca había hecho nada parecido —dijo ella, sorprendiéndolos a ambos.

«Menos mal», pensó Álex.

—Pero cuando el domingo vi tu tarjeta y averigüé quién eras —prosiguió Sara recuperando la compostura—, me sentí estafada. Y, sí, dolida.

—Yo nunca pretendí ocultarte mi apellido ni nada por el estilo. Hasta que sucedió lo de la tarjeta, ni siquiera me había dado cuenta de que no te lo había dicho, ni de que no sabía el tuyo.

Se acercó a ella y levantó despacio una mano para acariciarle la mejilla. La había echado tanto de menos… Sara cerró los ojos y durante un segundo ladeó el rostro para sentir la palma de él, pero luego se apartó.

—No —dijo—, no puedo. Ese domingo, cuando llegué a casa de mis padres, comprendí que había cometido un error dejándome llevar. Sé que hay muchas mujeres que lo hacen constantemente, y me parece genial, pero yo nunca me había acostado con un hombre al cabo de seis horas de conocerlo.

Habían sido tres, pero Álex no tenía intención de corregirla.

—Sé que no me ocultaste tu nombre adrede y que no intentaste engañarme premeditadamente. Y lamento haberte acusado de ello en la puerta del cine.

Él asintió, pero a pesar de que Sara le estaba pidiendo perdón por todo eso, tenía el horrible presentimiento de que aquella conversación no iba a terminar como esperaba.

—Pero también sé que tú y yo no tenemos nada en común.

—Eso no es verdad. —Defendió sus posibilidades con uñas y dientes.

—Álex, sólo nos hemos acostado.

—Lo que sucedió entre tú y yo no fue sólo eso. Y lo sabes.

—Ni siquiera me conoces. Y yo jamás podría estar con alguien capaz de hacer lo que hiciste tú con ese informe.

—Quiero conocerte y quiero que me conozcas, no soy sólo ese informe. Dame una oportunidad. Danos una oportunidad.

—Cuando termine la operación con el hotel Fairmont, tú volverás a España y uno de los dos saldrá perdiendo. Tú representas a la competencia, Álex. No creo que sea apropiado. —Recitó esos argumentos como si los hubiera pensado antes.

Pero él no iba a darse por vencido. Además, si Sara se estaba justificando tanto, señal de que había empezado a plantearse la posibilidad de darle una oportunidad. O así decidió interpretarlo. Y entonces recordó algo.

—En Barcelona, la noche del sábado, en mi casa —empezó y cuando vio que Sara se sonrojaba al recordarlo, continuó—, me dijiste que nunca habías dormido toda la noche con un hombre.

Ella asintió y tragó saliva.

—Yo me ofrecí a llevarte a tu casa, aunque en realidad quería suplicarte que te quedases y tú dijiste que no, que deseabas estar conmigo. ¿No crees que eso se merece una oportunidad?

—No sé qué me sucedió ese fin de semana —dijo, frotándose la frente.

—Ni yo, pero quiero averiguarlo. Mira, tú misma has dicho que los dos representamos a empresas opuestas y que vamos a enfrentarnos para quedarnos con el Fairmont. Te propongo una cosa: durante el día, cada vez que coincidamos en las oficinas del hotel, o en cualquier otro sitio, te trataré como si fueses sólo la competencia. Seré profesional, pero también implacable. Te advierto que estoy decidido a conseguir que Fairmont firme con Hoteles Vanity.

—Lo mismo digo —le advirtió ella.

—Pero a partir de las seis de la tarde, sólo seré Álex, Álex Martí, un hombre que está desesperado por conocerte y que pretende llevarte a cenar, al teatro, al muelle, a donde tú quieras. Un hombre que desea saber qué te hace reír, qué te hace llorar y que aspira a volver a dormir contigo en sus brazos. ¿De acuerdo?

Iba a negarse. Debería negarse. Pero los ojos de Álex y su sonrisa repleta de inseguridad la convencieron.

—De acuerdo —accedió con un nudo en la garganta y en el corazón.

Él miró su reloj y vio que eran las siete y media.

—Pasan de las seis —dijo, acercándose de nuevo a ella—. Hola.

Sara lo miró como si se hubiese vuelto loco, pero no pudo evitar sonreír.

—Hola —respondió.

—Me llamo Álex Martí, ¿te apetece ir a cenar conmigo?

Dios, pensó ella, casi había olvidado el efecto que le causaban aquella sonrisa ladeada y aquellos ojos.

—Hoy no puedo, Álex —se obligó a decir y vio cómo el brillo de su mirada se apagaba un poco, igual que su sonrisa, y no pudo evitar añadir—: Pero si quieres, te doy mi número y quedamos otro día.