Marc condujo de vuelta a Barcelona mucho más tranquilo de lo que lo había estado en el viaje de ida. Conectó el MP3 al coche y escuchó tres de sus álbumes preferidos; el último de Matchbox Twenty; uno de Travis, y Tosca de Puccini. Sus hermanos siempre se burlaban de su afición a la ópera, porque decían que, de todos ellos, al que menos le pegaba era a él. Pero a Marc no le importaba, ningún otro género musical tenía la fuerza de la ópera. Ésta podía reflejar la intensidad de las reacciones humanas sin recurrir a las estridencias de los efectos sonoros modernos. Por no hablar de las historias que se contaban en sus canciones.
Aunque tenía que reconocer que sus hermanos tenían razón en una cosa: de todos ellos, al que menos le pegaba era a él.
La explicación era lógica, pero Marc nunca se lo había contado a nadie. De pequeño, al igual que el resto de sus hermanos, odiaba la ópera; le parecía aburrida, lenta e incomprensible. Un montón de tipos que gritaban en alemán o en italiano, raras veces en español, y que siempre terminaban muriéndose de tifus o de malaria, o de alguna enfermedad del siglo XVII. Pero a su madre le encantaba. Le apasionaba, y por eso Marc empezó a fingir que a él también, para poder estar ratos a solas con su madre y tener alguna conexión con ella.
Las notas de E lucevam la stelle sonaron por los altavoces y recordó la primera vez que la escuchó con su madre en la cocina de su casa. No pudo evitar sonreír; ella estaba cocinando algo, macarrones probablemente —en esa época siempre le pedían que los preparase los sábados—, y lo dejó todo para contarle a Marc qué decía la canción.
Y, al final, lo que había empezado como una farsa se hizo realidad y Marc se convirtió en un enamorado del género.
Si sus padres hubiesen vuelto del viaje, se habría detenido en su casa y los habría saludado, pero todavía seguían en Egipto, así que se fue directo a Barcelona y, en cuanto llegó a su piso, empezó a hacer las maletas. No se llevó demasiadas cosas, básicamente ropa, un neceser con lo indispensable, su viejo portátil y el MP3.
Dado que iba a estar dos o tres meses ausente, vació la nevera y fue a ver a su vecino, un jubilado muy amable, para decirle que no iba a estar y para pedirle, por favor, que le vaciase el buzón. Con todo eso resuelto, se duchó y se preparó algo de comer, pero estaba tan cansado que se acostó tras dar sólo un par de bocados.
Hacía mucho tiempo que no se quedaba dormido sin dar mil vueltas en la cama, pero esa noche lo consiguió.
Olivia no podía dormir. Todavía no había abierto la carta de su abuelo; la había guardado en el cajón de la mesilla de noche, justo debajo de las fotos de la última Navidad que había encontrado unos días antes, mientras ordenaba el despacho. Le dolía mirarlas, pero al mismo tiempo la reconfortaban y la hacían sonreír.
El día había sido muy intenso, el testamento de su abuelo la había pillado totalmente por sorpresa y la posterior visita del señor Martí no lo había sido menos. ¿Cómo se habría hecho esa cicatriz? Evidentemente no se lo había preguntado, pero eso no significaba que no sintiese curiosidad.
Álex Martí estaba resultando ser mucho más enigmático de lo que ella había creído en un principio. La última frase que le había dicho antes de irse era el motivo por el que no lo había llamado para anular su acuerdo.
«Le habría sugerido que hablase contigo». Álex entendía que ella se sentía marginada por la decisión de su abuelo, traicionada incluso. Y creía que su abuelo debería haber hablado con ella antes de ofrecerle nada a él.
«O eso es lo que quiere que creas».
Olivia se secó una lágrima. Daría todo lo que tenía para volver a hablar con su abuelo, aunque fuese sólo un segundo. Ése era el tiempo que necesitaba para decirle «Lo siento». Se secó otra lágrima, y otra, y otra y, por más que lo intentó, no consiguió quitarse de la cabeza que la última vez que hablaron discutió con él.
Era viernes y en el hotel pasaron una semana caótica y llena de problemas. Todos estaban exhaustos y muy nerviosos y ella llevaba prácticamente dos días sin dormir y sobreviviendo a base de cafés, manzanas y algún que otro pastelito. Cada día parecía el fin del mundo, pero la verdad era que el mundo no se terminaba nunca y que al final la gran mayoría de las crisis se solucionaban por sí solas.
Pero Olivia entonces no lo veía así; de hecho, estaba convencida de que, si ella desaparecía un segundo, el hotel se vendría abajo y se derrumbaría sobre sus cimientos.
Eusebio, preocupado por su nieta y harto de su comportamiento obsesivo, entró en el despacho y le colgó el teléfono sin preguntarle con quién estaba hablando.
—Pero ¿¡qué haces!? —le gritó Olivia con los ojos abiertos como una posesa, al borde de un ataque de nervios.
—Tienes que salir de este despacho —le dijo su abuelo—. Llevas cinco días aquí encerrada.
—No puedo. Tengo que llamar al de la agencia rusa —añadió sarcástica descolgando el teléfono de nuevo.
—No, ya lo llamaré yo —insistió su abuelo.
—No, da igual, ya lo hago yo —se resistió ella.
—Olivia, he dirigido este hotel durante años sin tu ayuda. Creo que soy perfectamente capaz de llamar a una agencia.
Ella enarcó una ceja y marcó el número.
Él volvió a colgar el auricular.
—Te he dicho que ya llamaré yo —repitió, hablándole como si fuera una niña pequeña que se niega a terminarse la sopa—. Tú ve a ducharte y sal a dar una vuelta.
—Llama tú a la agencia, si tantas ganas tienes, pero yo no me iré a dar ninguna vuelta. En la cocina…
—Manuel y Lucrecia lo tienen todo controlado.
—No es verdad, hay un horno que no funciona y hoy han llamado dos camareras para decir que cogían la baja.
—Nos las apañaremos sin ti. Ve a ducharte y sal a pasear. Llama a tus amigas.
—Abuelo, no tengo quince años. Tengo responsabilidades.
—Oli, si no sales del hotel un rato, terminarás volviéndote loca.
—¿Acaso crees que no soy capaz de ocuparme de todo?
La falta de sueño y el exceso de agotamiento le estaban pasando factura.
—Yo no he dicho eso.
—¿Ah, no? Pues a mí me ha parecido que sí. Soy capaz de ocuparme de todo, abuelo. Llevo meses haciéndolo.
—Porque no permites que nadie te ayude —la provocó entonces Eusebio.
—Porque nadie parece estar dispuesto a arrimar el hombro.
—Eso no es verdad. Lo único que sucede es que tenemos miedo de acercarnos. Estás tan obsesionada con controlarlo todo que cuando alguien tiene una duda prefiere no hacer nada y dejar que te ocupes tú de solucionarlo. Así no funcionan las cosas.
—Tú ya no sabes cómo funcionan las cosas, abuelo —lo atacó ella.
—Olivia —replicó él—, no sé cómo funcionan los ordenadores, pero a ti aún te falta mucho que aprender acerca de cómo llevar un hotel.
—¡Oh! Yo me desvivo por el hotel y no puede decirse lo mismo de ti.
—¡Olivia!
—¿Sabes qué, abuelo? Si tan mal lo hago, será mejor que me vaya. —Cogió la chaqueta que tenía en el respaldo y se puso en pie—. Ya nos veremos. Espero que vaya bien tu conversación con la agencia rusa.
A Olivia le cayó otra lágrima y se la secó furiosa. Después de esa discusión, fue a su dormitorio y se duchó, pero no salió. Se quedó dormida en la cama hasta primera hora de la tarde del día siguiente. A lo largo del sábado, se cruzó con su abuelo tres o cuatro veces y en todas las ocasiones él le tocó el brazo o le acarició la mejilla o la espalda, pero ella lo ignoró y no se dignó hablarle.
El domingo, sufrió un infarto del que ya no se recuperó. Se había comportado como una estúpida, como una niña malcriada. En todos los años que llevaba viviendo con su abuelo, habrían discutido, como mucho, diez veces, y le parecía muy cruel que el destino hubiese decidido llevárselo después de una de esas pocas discusiones. Y encima de una tan banal.
Su abuelo tenía toda la razón, llevaba demasiados días allí encerrada. Apenas había dormido y no podía decirse que hubiese comido demasiado bien. Estaba al borde de un ataque de nervios y lo único que él había querido había sido evitárselo. Pero ella lo había insultado y prácticamente le había dicho que no sabía ocuparse del hotel, cuando era él quien lo había levantado de la nada.
No era de extrañar que hubiese decidido no dejarle el negocio a ella; no se lo merecía.
Seguro que después de aquella horrible y estúpida discusión, Eusebio se dio cuenta de que no estaba preparada para hacerse cargo del Hotel California y por eso había establecido el período de un año; para que demostrase que sí podía sacarlo adelante. Y, si no, pasaría a Isabel, que lo vendería en cuestión de segundos.
No, Olivia no iba a permitirlo, iba a demostrarle a su abuelo que podía salvar el hotel y convertirlo en un lugar de referencia. Le demostraría que no era la niña malcriada de aquel día y que era perfectamente capaz de dirigir aquel negocio. Sí, lo haría sentirse orgulloso de ella, aunque ya fuese demasiado tarde para que pudiese verlo con sus propios ojos.
Y no leería aquella maldita carta hasta entonces.
Marc se removió nervioso entre las sábanas. Las apartó de una patada y, sin despertarse, tiró la almohada al suelo. Tenía la respiración entrecortada y la camiseta empapada de sudor. Cualquiera que lo hubiera visto en ese instante se habría dado cuenta de que no sólo estaba teniendo una pesadilla, sino que ésta era horrible y muy dolorosa.
Apretó los dientes y se le marcaron arrugas en las comisuras de los labios y de los ojos.
También tenía la frente arrugada y los puños completamente cerrados, como si así pudiese contener la agonía que estaba sintiendo. De repente, arqueó la espalda y se sentó gritando:
—¡No!
Abrió los ojos e intentó recuperar el aliento. Tardó varios minutos, durante los cuales dejó vagar la vista por el dormitorio. Despacio, se acercó al borde de la cama y apoyó los pies en el suelo.
El corazón estaba muy lejos de latirle con normalidad, pero ya no tenía la sensación de estar al borde de un infarto, aunque todavía notaba cómo gotas de sudor frío iban deslizándose por su espalda.
Había sido una pesadilla, tan sólo una pesadilla. Levantó una mano y se la pasó por la cara, pero al notar la cicatriz que le recorría el lado derecho, la apartó como si se hubiese quemado.
No había sido sólo una pesadilla.