5

San Francisco

Álex Martí nunca se había sentido así, con el estómago revuelto, la espalda empapada de sudor y las manos temblorosas. Si eso era estar enamorado, era una mierda. Quizá tuviese la gripe.

Llevaba unos días en San Francisco, pero en cuanto a Sara, bien podría haber estado en la otra punta del mundo, porque ella se negaba a verlo y la única vez que había conseguido que le contestase el teléfono había sido para colgarle de inmediato y decirle que no quería saber nada de él.

Y la compra del hotel Fairmont no estaba yendo mucho mejor. Sara y su equipo tenían completamente conquistados a los actuales propietarios. De hecho, Álex había oído rumores de que Edward Fairmont IV —sí, el muy imbécil tenía número incluido— estaba más interesado en seducir a Sara y en llevársela a la cama (cuando se enteró del chisme se derramó encima un café y se dijo que le había temblado el pulso de lo cansado que estaba del viaje) que en vender su hotel.

Para empeorar las cosas, habían visto a la pareja salir juntos de un partido de los Giants y también en un velero rumbo a Sausalito.

Álex tuvo náuseas sólo de pensarlo. Sí, definitivamente, tenía la gripe.

«O un ataque de celos como la copa de un pino».

Él podía negociar muchas cosas, pero el problema era que empezaba a sospechar que el hotel Fairmont en realidad no estaba en venta, y que todo había sido un montaje del señorito Edward para seducir a Sara.

Como le funcionase…

Álex respiró hondo e intentó tranquilizarse. No le serviría de nada precipitarse. Se había pasado toda la mañana en las oficinas que Hoteles Vanity tenía en la ciudad, repasando los informes sobre el hotel Fairmont y analizando una y otra vez el contenido de las reuniones que habían mantenido los representantes de allí con el señor Fairmont (el tercero, el padre del imbécil), sin conseguir llegar a ninguna conclusión definitiva.

Sí, Fairmont padre se había mostrado interesado, pero ¿quién no mostraría interés ante una oferta de cincuenta millones de dólares?

Álex volvió al hotel donde se hospedada —propiedad de una filial de Hoteles Vanity— más confuso que cuando había salido esa mañana. Y más furioso, porque uno de sus compañeros de trabajo había tenido el detalle de decirle que había oído que Edward Fairmont IV se llevaba a Sara a pasar unos días a su casa de la bahía. Su compañero no tenía ni idea de qué significaba ella para él, así que no podía recriminarle nada y además se lo había contado al comentar las pocas posibilidades que creía que tenían de quedarse ellos con el Fairmont.

Dejó el portátil en la mesa y se acercó al minibar. Él no solía beber, pero ese día bien se merecía hacer una excepción. Vació el botellín de whisky, una tarea nada ardua, pues tenía un tamaño ridículo, y se tumbó en la cama.

Álex siempre se había enorgullecido de ser un hombre ordenado, metódico, exigente y, sí, incluso predecible. A lo largo de toda su vida, y ya llevaba treinta y dos años en ella, sólo había tenido dos novias: una en la universidad, que le duró dos años y con la que decidieron dejarlo porque ella optó por irse a vivir a Londres un tiempo para aprender inglés; y otra un año más tarde, a la que conoció un verano, cuando ella se apuntó al mismo gimnasio que él. Rompieron ocho meses después, cuando ella se reconcilió con su ex marido.

En ninguna de esas dos ocasiones había sentido aquella angustia que ahora se negaba a abandonarlo. Y tampoco le importó lo más mínimo que esas mujeres, aunque eran bellas y excelentes personas, dejasen de estar interesadas en él.

Pero que Sara lo ignorase, lo ponía de los nervios. Era como si no cupiera en su propia piel y tenía ganas de arrancársela y de subirse por las paredes. Nunca antes había hecho nada parecido a lo que hizo cuando conoció a Sara: pasar todo el fin de semana con ella sin preguntarle siquiera su apellido o dónde vivía o trabajaba. Si fuese como su hermano Marc, seguro que a esas horas ya se estaría acostando con alguna americana de cuerpo despampanante y cerebro inexistente para intentar olvidarla, o negarla. Álex podía contar sus rollos de una noche con las dos manos y de la segunda le sobraban varios dedos, mientras que Marc probablemente necesitaría una agenda para poder recordarlas a todas, eso si lo lograba. Él no juzgaba a su hermano, igual que Marc no lo juzgaba a él. Tan sólo, le sorprendía que, siendo gemelos, fuesen radicalmente opuestos. Aunque quizá Marc sería distinto si no…

Suspiró abatido; su hermano se negaba a hablar del tema y en su familia todos habían llegado a la conclusión de que era mejor evitarlo, pero Álex empezaba a plantearse si quizá se habrían equivocado.

Aunque le doliese, Marc necesitaba sacar de dentro lo que sentía, como evidenciaban aquellos episodios autodestructivos en los que bebía hasta quedarse inconsciente y durante los cuales se acostaba con todas las mujeres que encontraba a su paso.

Álex también se sentía culpable por el papel que había desempeñado en lo sucedido seis años atrás. Sí, sin duda había sido insignificante comparado con el de Marc, pero no podía evitarlo. Él necesitaba controlar todo lo que sucedía a su alrededor y se negaba a dejar algo en manos del destino. Y, por mucho que Marc se empeñase en creer lo contrario, lo que le había sucedido a su hermano era sólo culpa del destino.

—¿Y qué estás haciendo ahora? —se preguntó en voz alta, sentándose en la cama.

Si lo que le habían dicho en la oficina era verdad, Edward Fairmont IV, alias el Imbécil, no estaría en el hotel.

Se levantó en el acto, cogió la americana y salió corriendo de la habitación. Si de verdad quería tomar las riendas de su vida y hacer algo productivo, aquél era el momento idóneo para hablar a solas con el único Fairmont que importaba.

Detuvo un taxi en la calle y le dijo que lo llevase al Fairmont; no necesitó darle ninguna indicación, pues era uno de los hoteles más emblemáticos de la ciudad. Por eso mismo, si de verdad querían venderlo, no iba a permitir que se lo quedase la competencia. Y si no pretendían traspasarlo, entonces cogería al imbécil por el pescuezo y lo obligaría a tragarse todos los informes que había tenido que elaborar por su culpa.

—Ya hemos llegado, señor. —La voz de barítono del taxista lo sacó de su ensimismamiento.

Una lástima, porque se estaba imaginando vapuleando a Edward Fairmont IV.

—Gracias. —Le dio un par de billetes—. Quédese con el cambio.

El taxista se lo agradeció, pero él ya se había ido y estaba a medio camino de uno de los ascensores del vestíbulo.

El despacho de Fairmont estaba en la planta diecisiete y, con la aprobación del director del hotel, que salió a recibirlo en cuanto lo vio, Álex se dirigió hacia allí sin dilación. Apretó el botón y esperó pacientemente mientras escuchaba la suave melodía de jazz que salía de los altavoces del ascensor.

—Qué sorpresa, señor Martí —lo saludó el eficiente secretario de Fairmont padre—, no esperábamos verlo hoy.

—Lo sé, Mathew, y le pido disculpas, pero estaba repasando unos documentos y me han surgido unas dudas que me gustaría comentar con el señor Fairmont lo antes posible. Si no tiene inconveniente, por supuesto.

El secretario abrió una agenda de cuero y luego levantó la vista hacia la pantalla del ordenador.

—El señor Fairmont siempre está muy ocupado —dijo, sin dejar de mirar el monitor—, pero veré qué puedo hacer. Me consta que él también quería hablar con usted.

—Gracias, Mathew.

El hombre se puso en pie y salió de detrás de su escritorio para dirigirse a la impresionante puerta de nogal del despacho de su jefe. Por lo que Álex había podido comprobar, a los americanos ricos les encantaba demostrar que tenían dinero.

—El señor Fairmont estará encantado de recibirlo ahora, señor Martí —le anunció el secretario al salir.

Él se lo agradeció y entró en el ostentoso despacho. Sólo le faltaba la cabeza disecada de un ciervo o un par de colmillos de elefante para convertirse en un cliché.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Martí? —le dijo el señor Fairmont en cuanto Mathew cerró la puerta tras él. Con un gesto, le indicó que se sentase en una de las sillas de piel que había frente a su escritorio.

—¿De verdad está interesado en vender el Fairmont? —le preguntó Álex sin titubear.

En sus anteriores encuentros, había llegado a la conclusión de que Edward Fairmont padre era un hombre rudo y directo y confió en que le gustase que su interlocutor también lo fuese.

—Vaya, veo que no se va usted por las ramas —dijo el americano mirándolo a los ojos—. Me gusta.

Álex suspiró aliviado. No habría sabido cómo explicarles a sus jefes que lo habían echado del despacho de Fairmont.

—¿Está interesado en venderlo? —repitió la pregunta.

—Sí, estoy interesado —afirmó el otro cruzándose de brazos.

—¿Por qué? El hotel es rentable, está en perfecto estado y es uno de los mejores de la ciudad —enumeró Álex sin apartar la mirada del otro hombre.

—Lo sé.

—Prácticamente funciona solo. Ha pertenecido a su familia durante tres generaciones y, tanto si lo compra Hoteles Vanity como la cadena Sleep & Stars, le quitarán el nombre y lo convertirán en un hotel más de sus respectivas cadenas.

—¿Está intentando convencerme de que no venda, señor Martí? Ése sí que es un enfoque original y que no había visto hasta ahora —dijo Fairmont con una sonrisa.

—No, señor Fairmont, sencillamente no lo entiendo. Y, como no lo entiendo, tengo miedo de que todo esto sea sólo un montaje para engañar a Hacienda o a su esposa.

—¿A mi esposa?

—Es un decir. Con todo el respeto, señor, usted no sería el primero que intenta diluir parte de su fortuna para no afrontar un divorcio multimillonario. No quiero pasarme meses atrapado en una negociación absurda y agotadora, por no mencionar cara, y que luego todo se quede en nada.

—Podría venderle el Fairmont a la cadena Sleep & Stars —apuntó el otro— y todos los meses de negociación se quedarían igualmente en nada. Y soy muy feliz con mi esposa, gracias por preguntar.

—Usted no es estúpido —dijo Álex. Llegados a ese punto, iba a ser completamente directo—. No se lo venderá a Sleep & Stars. Sabe tan bien como yo que no pueden pagarle la cantidad que solicita y que Hoteles Vanity, sí. Además, mi empresa puede asegurarle que el hotel seguirá teniendo una reputación excelente.

—Si sabe todo eso, señor Martí, ¿por qué ha venido? —le interpeló el hombre enarcando una ceja.

—Porque sigo sin entender por qué quiere venderlo, y, como le he dicho, no me gusta perder el tiempo.

—Ni a mí tampoco.

—Entonces, señor Fairmont, dígame, ¿de verdad quiere vender el hotel?

—De verdad.

—¿Por qué? Sé que no tiene problemas financieros, ni de cualquier otro tipo…

—Usted ha conocido a mi hijo, ¿no es así? —lo interrumpió el americano poniéndose en pie.

—Sí, lo conocí en la primera reunión. Usted nos presentó —le recordó Álex sin entender a qué venía la pregunta.

—Dios sabe que lo quiero —Fairmont soltó el aliento—, pero Eddie es un inútil.

—¿Disculpe? —No se podía creer lo que estaba oyendo.

—Oh, no me malinterprete, mi hijo no es completamente idiota y tal vez sea culpa mía y de su madre que sea tan… tan poco disciplinado. Yo no viviré eternamente y, si Eddie se queda con el Fairmont —se acercó a la ventana y acarició el marco de madera—, lo perderá en cuestión de un año. O, peor aún, lo arruinará. Por eso quiero venderlo. Usted ha dado en el clavo cuando ha insinuado que me importa la reputación del hotel. Me importa mucho. Muchísimo. Este establecimiento ha sido siempre el símbolo de mi familia y no voy a permitir que Eddie eche a perder lo que nos ha llevado tres generaciones conseguir. Antes prefiero venderlo y que todo el mundo crea que hemos decidido retirarnos del sector hotelero para dedicarnos a otras cosas. Yo todavía soy joven —afirmó aquel hombre robusto que debía de rondar los setenta años— y creo que compraré unos viñedos. Quién sabe. Eddie tendrá la vida solucionada, y también mis nietos, si es que algún día se digna darnos alguno a su madre y a mí. Así que, sí, respondiendo a su pregunta, estoy interesado en vender. O, mejor dicho, estoy interesado en vender el Fairmont a Hoteles Vanity.

—¿Y Sleep & Stars? —preguntó Álex, todavía algo aturdido por la gran noticia.

—Eso ha sido cosa de Eddie. No se preocupe, mi hijo ha ido a pasar unos días fuera, pero cuando vuelva me aseguraré de decirle que ponga punto final a las negociaciones con los representantes de Sleep & Stars. Delo por hecho.

—Gracias, señor Fairmont.

—Oh, no me las dé. A pesar de todo lo que le he dicho, no tengo intenciones de firmar su primera oferta —afirmó el hombre.

—No esperaba menos de usted. —Álex se puso en pie—. Muchas gracias por atenderme, señor.

—Debo confesarle, señor Martí, que las otras veces que lo vi no me pareció tan directo ni tan impulsivo.

—Digamos que estoy pasando por una época algo extraña —contestó él sin saber muy bien por qué.

—Bueno, no sé si es extraña o no, pero me gusta. Es refrescante negociar con alguien que no se aferra a unas tablas de Excel o a una presentación llena de gráficos de colores.

Álex sonrió, eso era precisamente lo que él solía hacer.

—Gracias de nuevo, señor Fairmont. —Le tendió la mano y el otro se la estrechó—. Le veré el lunes y le traeré una segunda oferta.

—De acuerdo, señor Martí. Le estaré esperando.

Álex abandonó el piso diecisiete tras despedirse de Mathew. Hasta que llegó al tercer piso no se dio cuenta de que Fairmont le había dicho que el incompetente de su hijo se había ido a pasar unos días fuera.

—Mierda, mierda, mierda —dijo en voz alta y dio gracias mentalmente por estar solo en el ascensor.

Aquel cretino se había ido con Sara a alguna parte. La euforia que había sentido por saber que casi con toda seguridad conseguiría cerrar la venta se evaporó en un segundo. El ascensor llegó al vestíbulo y el tintineo de una campanilla le indicó que se habían abierto las puertas. Salió antes de que volviesen a cerrarse y llegó a la calle casi sin ser consciente de que estaba caminando.

Los ruidos del tráfico lo sacudieron y zarandeó la cabeza para centrarse. Entonces, en la otra acera vio que se detenía un taxi y que de él bajaba una chica… Imposible.

—¡Sara! ¡Sara!