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El notario terminó de leer las estipulaciones del testamento y después prosiguió con los anexos, en los que se detallaba cómo debía calcularse el importe que recibirían Olivia y Álex en caso de que el hotel se vendiese y también los requisitos que tenía que cumplir dicha compraventa. Cuando llegó a la última línea, levantó la vista y miró a Olivia, obviamente porque, a diferencia de con Marc, los unía cierta amistad.

—¿Mi madre está al corriente de esto? —preguntó ella.

Seguía aferrando la mano de Tomás y tenía los ojos vidriosos, pero su voz apenas vaciló.

—Sí, ella está al corriente —afirmó el hombre—. Cuando tu abuelo supo que estaba enfermo —le explicó—, su única preocupación eras tú, Olivia. Espero no traicionar su confianza si te digo que todas las veces que vino a verme para preguntarme acerca de este testamento —levantó el papel—, su única preocupación eras tú. Lee la carta que te he dado antes, por favor, estoy convencido de que así entenderás mejor el porqué de todo esto.

—Mi abuelo no confiaba en mí —dijo dolida y apretando los dientes para no llorar.

No le habría importado que Enrique o Tomás la viesen con lágrimas en los ojos, pero se negaba a que ese Álex Martí supiese lo traicionada y abandonada que se sentía.

—Eso no es verdad —afirmó Tomás, adivinando sus sentimientos e interrumpiendo al notario, que probablemente también habría dicho algo en ese mismo sentido.

—Seguro que mamá ya está pensando en cómo sacar provecho de la venta del hotel. Ella siempre lo ha odiado.

—Tu abuelo lo pensó muy bien antes de hacer testamento, Olivia. Te aseguro que, en el improbable caso de que no consigas sacar adelante el negocio, tu madre no se llevará ni un euro más de lo establecido por Eusebio —explicó rotundo el notario.

—Gracias, Enrique, pero permíteme que lo dude. Tú no conoces a mi madre. —Apretó la mandíbula y desvió la vista hacia Marc—. Todo esto es culpa suya, señor Martí —pronunció su nombre entre dientes—. Antes de que usted apareciese, mi abuelo nunca se había planteado términos como rentabilidad y viabilidad. —Marc lo dudaba, pero no dijo nada. A juzgar por lo que había leído en el expediente de Álex, Eusebio Millán se tomaba su hotel muy en serio—. Y seguro que usted sólo le dijo esas cosas para confundirlo y para convencerlo de que vendiese el hotel a su cadena.

—Le aseguro que eso no es verdad, señorita Millán —contestó Marc, serio.

Evidentemente, él no le había dicho nada al difunto señor Millán, pero estaba convencido de que su hermano tampoco. Álex era muy íntegro y, aunque sin duda habría defendido los intereses de su empresa, jamás se habría aprovechado de la situación.

—Olivia, tu abuelo me habló muy bien del señor Martí —apuntó Tomás, aunque, por su tono de voz, a Marc le quedó claro que no acababa de confiar en él—, y Eusebio tenía muy buen ojo para la gente. Yo tampoco termino de entender a qué viene todo esto, pero será mejor que no nos precipitemos, ¿de acuerdo?

No quería que Olivia hiciese o dijese algo que más tarde pudiese perjudicarla. Álex Martí parecía tan sorprendido como ella por la lectura del testamento, pero todavía no podía descartar que estuviese tramando algo.

Ella apartó la mirada de Marc y la fijó en el amigo de su abuelo y, al cabo de unos segundos, asintió.

—Tomás tiene razón, Olivia. ¿Por qué no os vais a casa y pensáis en todo esto? Lee la carta de tu abuelo y mañana, o cuando tú quieras, volvéis y seguimos hablando del tema.

Ella se quedó pensando. Marc mantuvo la misma postura educada y distante que había guardado hasta entonces, pero observó con discreción a la joven e intentó ponerse en su lugar. Era obvio que adoraba a su abuelo y que le dolía profundamente que él no le hubiese confiado el hotel sin ninguna condición. Quizá a Marc no se le diera muy bien lidiar con sus propios sentimientos, pero reconocía a simple vista a una persona dolida y dispuesta a luchar, y la señorita Millán estaba buscando sus armas.

—Está bien, de acuerdo —dijo Olivia poniéndose en pie—. Gracias por todo, Enrique.

Éste miró a Tomás, sorprendido por el cambio de actitud de ella. Luego se puso en pie para salir de detrás de su mesa.

—De nada, Olivia. —Se le acercó y le dio dos besos—. Estoy aquí para lo que necesitéis. Venid a verme si tenéis cualquier duda o pregunta.

Tomás se levantó y estrechó la mano del hombre mientras, con la mirada, le decía que no tardaría en llamarlo o en volver a visitarlo, y luego colocó una mano en la espalda de Olivia para guiarla hacia la puerta del despacho.

Marc también se había puesto en pie y esperó a que el notario se acercase a él.

—Mi ofrecimiento también lo incluye a usted, señor Martí —le dijo—. Venga a verme o llámeme si le surge alguna duda. El testamento del señor Millán es… inesperado y complejo, igual que el hombre que lo dictó.

—Gracias, señor Castro. —Marc le estrechó la mano mirándolo a los ojos—. Me temo que aceptaré su ofrecimiento.

—Cuando usted quiera —afirmó el hombre cuando le soltó la mano.

Marc se había pasado los últimos minutos tomando nota mentalmente de todas las preguntas que necesitaba hacerle, pero antes quería hablar con la señorita Millán y con Tomás.

«Y matar a Álex».

Por el momento, parecía tener más probabilidades de conseguir lo segundo que de hablar con la nieta del difunto señor Millán, porque, a juzgar por su mirada, Olivia Millán no tenía ni la más mínima intención de dirigirle la palabra a corto plazo. O en toda la eternidad.

Observó que la señorita Millán y el señor Palomares salían de la notaría con paso decidido; en realidad, Tomás Palomares parecía tener que acelerar el paso para poder seguir las zancadas de su protegida.

Marc aminoró la marcha para ganar algo de distancia e incluso fue al baño para asegurarse de que ellos abandonaban antes el edificio. En el servicio, se lavó las manos y se echó agua en la cara para serenarse y aclararse las ideas. Las diversas situaciones que se sucedían en su mente eran catastróficas, cada una peor que la anterior. Cerró el grifo y se secó las manos con una de las diminutas toallas blancas de cortesía que había encima del mármol, junto a una maceta con una orquídea.

Salió del servicio y se despidió de la persona que ocupaba ahora la recepción de la notaría, una chica sonriente que, como era obvio, ignoraba lo que había sucedido en el despacho del notario.

Ya en la calle, miró a ambos lados para ver si veía a la señorita Millán o al señor Palomares y, al no detectar ni rastro de ninguno de ellos, sacó el móvil del bolsillo y echó a andar hacia la plaza donde había aparcado el coche.

Sonó una vez. Otra.

—Cógelo, Álex —masculló, tirándose del nudo de la corbata—. Cógelo.

—¿Sabes qué hora es? —La soñolienta voz de su hermano gemelo protestó al otro lado de la línea.

—Me importa una mierda, Álex. Te voy a matar —añadió, para que le quedase claro cuál era su objetivo.

—Marc, ¿estás borracho?

—Qué más quisiera —contestó él, cruzando un paso de peatones casi sin mirar.

Estaba tan furioso que el concepto de seguridad vial habían desaparecido de su mente.

—Joder, Marc, todavía tengo jet lag, llevo no sé cuántas noches sin dormir y aún no he conseguido hablar con Sara —se quejó Álex, pero a juzgar por el ruido, estaba colocando unas sábanas y unas almohadas, así que no se sintió en absoluto culpable por haberlo despertado.

—Haz las maletas y vuelve a España cagando leches, acabas de heredar un hotel.

—Que he heredado ¿qué? —Álex prestó atención de inmediato.

—Un hotel, bueno, todo no, el cinco por ciento —especificó.

—Joder.

—Eso mismo he dicho yo. Me mentiste, me aseguraste que sólo iba a estar en la notaría un par de horas y que luego podría seguir con mi vida. No me contaste que el señor Millán te había cogido tanto afecto.

—No te mentí —contestó su hermano—. Y no tenía ni idea de que le hubiese causado tan buena impresión al señor Millán. Cuéntame exactamente qué ha sucedido. ¿De verdad me ha dejado el cinco por ciento del Hotel California?

—Métete en un avión rumbo a España y, cuando llegues aquí, te lo explico todo —dijo él, que no quería darle ninguna vía de escape.

—Ni hablar, Marc. Todavía no he hablado con Sara y te aseguro que no me iré de San Francisco sin verla. —«O suplicarle»—. Además, si ya han leído el testamento, ¿qué importancia tiene que vuelva ahora o dentro de unos meses?

—¡Unos meses! —Marc apretó el móvil con tanta fuerza que temió romperlo.

—Es un modo de hablar.

«Un modo de hablar, y qué más».

—Álex, tienes que volver. No has heredado el cinco por ciento sin más; al parecer, al difunto señor Millán le gustaba complicar las cosas y su testamento está lleno de condiciones.

—¿Condiciones? ¿Qué condiciones?

Él se dio por vencido y suspiró. Sabía que, si no le contaba la verdad, no conseguiría que volviese.

«Y si se la cuento, probablemente tampoco regresará».

—Tú has heredado el cinco por ciento y la señorita Millán, el resto.

—¿Qué te ha parecido la nieta? —preguntó su hermano, relajado; siempre le había gustado provocarlo y nada ponía más furioso a Marc que negarle una discusión.

—Céntrate, Álex —lo riñó, sin picar el anzuelo—. Se supone que Olivia Millán y tú tenéis un año para hacer que el hotel sea rentable y viable, cito textualmente.

—¿Un año? ¿Y qué pasará si al concluir el año el hotel sigue teniendo los mismos problemas que ahora?

—¿El hotel tiene problemas? —Ya sabía él que aquello iría de mal en peor.

—Céntrate, Marc —se burló Álex—. Continúa.

—Si transcurrido el año el hotel sigue teniendo problemas, la hija del señor Millán heredará la propiedad con la obligación de venderla cuanto antes y darle el dinero a su hija Olivia. Tú te llevarías una parte en concepto de honorarios.

—Vaya. —Álex parecía asombrado—. ¿Y si es rentable?

—Entonces la señorita Millán te recomprará las acciones por un precio aceptado por ambas partes y tú deberás vendérselas.

—Vaya —repitió.

—Sí, vaya —dijo Marc, sarcástico—. Ya puedes sacar el culo de la cama y empezar a hacer las maletas. —La línea se quedó en silencio unos largos segundos—. Álex, ¿estás ahí?

—Sí. Estoy pensando.

—Pues no pienses. Haz las maletas y ve al aeropuerto —insistió él.

—¿Cuánto rato has estado en la notaría? ¿Un par de horas?

—Sí, más o menos. ¿Por qué? —quiso saber Marc, suspicaz.

—¿Y has hablado con la nieta del señor Millán y con Tomás Palomares?

—Sí, he hablado con los dos. ¿Qué pretendías que hiciera, que los ignorase?

—No, por supuesto que no —contestó Álex—. Entonces, los dos te han visto de cerca.

—Sí, es lo que suele hacer la gente cuando está encerrada en un despacho durante más de una hora.

—Y te han visto la cicatriz —sentenció su hermano.

—¡Ah, no, eso sí que no! No te atrevas ni a sugerirlo, Álex —lo amenazó.

—Tú mismo dijiste que era imposible que no se fijasen en la cicatriz y tanto Olivia Millán como Tomás Palomares te han visto durante horas. Si ahora vuelvo y me ven a mí, seguro que se darán cuenta de que los hemos engañado.

—De que los has engañado, yo sólo cometí la estupidez de dejarme convencer.

—De acuerdo, los he engañado —aceptó Álex—. Sea como sea, ahora no pueden verme. Si no, los dos nos meteríamos en un lío.

—Seguro que con tu encanto sabrás sacarnos de él —replicó Marc, furioso con su hermano—. Vuelve aquí en seguida si no quieres que vaya a buscarte.

—Escúchame un segundo, por favor. Ahora no puedo regresar, tengo que quedarme aquí. Y no lo digo sólo por Sara, sino también por mi trabajo.

—Álex —masculló él, adivinando cómo iba a seguir la conversación.

—A ti te despidieron la semana pasada y el otro día me dijiste que todavía no sabías qué ibas a hacer.

—¡Álex!

—¿Qué tiene de malo que te quedes ahí? El Hotel California está frente a una playa preciosa y puedes aprovechar para pensar.

—¡Álex! Se supone que tú y la señorita Millán tenéis que resolver los problemas del dichoso hotel y sacarlo adelante. Debes ayudarla; el notario ha dicho que, si quieres cobrar tu parte, tanto en caso de que el hotel se salve como si no, tienes que implicarte en su gestión diaria y ayudar a la señorita Millán a tomar decisiones.

—Tú también puedes hacerlo.

—¿Yo? Te has vuelto loco. Haz las maletas y vuelve en seguida. Estados Unidos empieza a afectarte el cerebro.

—¡Es una idea fantástica! —continuó su hermano como si él no hubiese dicho nada—. A ti siempre se te ha dado mejor que a mí la estrategia y tienes todas mis notas. Vamos, Marc, te sacaste la carrera con honores.

—Y no he ejercido nunca, ¿recuerdas? Soy veterinario, no economista.

—Eres las dos cosas —insistió Álex.

—No, no, sólo soy veterinario. —Marc también se mantuvo firme.

—Entonces, hazlo porque así conseguirás el dinero para tu clínica. Si de verdad estás tan decidido a ser veterinario, atrévete a abrir tu propia consulta.

—Eres una rata rastrera.

—No lo soy. Mira, Marc, no te negaré que ahora mismo no puedo volver, ni que necesito quedarme aquí para ver a Sara, pero sé que tú puedes ayudar a la señorita Millán como lo haría yo. De hecho, sospecho que incluso mucho mejor que yo. Entre esa chica y yo no hubo buena sintonía, me pareció demasiado cuadriculada, demasiado obsesiva.

—Mira quién habla —se rió él por lo bajo.

—Por eso mismo sé que contigo estará mucho mejor.

—No pienso quedarme aquí un año haciéndome pasar por ti, Álex. Ni lo sueñes.

Los dos se quedaron en silencio. Marc ya había llegado a la plaza y se había sentado en un banco de piedra para seguir hablando.

—Está bien —dijo Álex—. Dame un par de meses, tres como mucho.

—No.

—Por favor.

—No.

—¡Tampoco tienes nada que hacer con tu vida! —Álex se arrepintió de haber dicho esa frase casi al instante, pero no había forma de retirarla.

Él respiró hondo y se tragó su orgullo y todas las respuestas que le vinieron a la cabeza.

—Lo siento, Marc. No quería decir eso —se disculpó su hermano—. No es verdad. Perdona.

—Iré al Hotel California y hablaré con la señorita Millán y con el señor Palomares. Intentaré encontrar el modo de salir de ésta. Te llamaré.

Colgó sin despedirse y sin darle la oportunidad de que él lo hiciese. Se quitó la corbata, se la guardó en el bolsillo de la americana y se metió en el coche para ir al Hotel California.

Y durante todo el trayecto intentó negarse a sí mismo que lo que había dicho su hermano Álex era verdad.