23

Hotel California

Final del verano

—Buenos días, Martí —lo saludó Roberto al verlo entrar en el hotel.

A pesar de que Millán había querido reservarse aquel nombre para ella sola, le había resultado imposible. Marc se había ganado el corazón y el respeto de la gente del hotel durante su primera visita —cuando lo salvó de caer en las garras de Isabel Millán— y para ellos siempre sería Martí.

Y a él le gustaba.

—Buenos días, Roberto.

—¿Qué tal la casa nueva? —le preguntó el recepcionista italiano cuando Marc alcanzó la recepción.

—Es fantástica —respondió él con una sonrisa de oreja a oreja.

Por fin habían terminado las obras y, junto con Olivia y Tosca, que ahora estaba babeando a su lado, se habían instalado allí definitivamente. Para siempre.

—Dentro de unas semanas organizaremos una cena, así que resérvanos un sábado.

—Hecho. No es que no me alegre de verte, Martí, pero ¿no deberías estar en la clínica veterinaria?

A Marc le había gustado mucho ayudar a Olivia a sacar el hotel hacia adelante y siempre estaría dispuesto a participar en lo que fuese, pero no renunciaría a su clínica por nada del mundo. Le había costado mucho descubrir lo que quería en la vida, pero ahora que lo sabía y lo había hecho realidad, no pensaba renunciar a nada.

—Estoy de vacaciones, hemos cerrado unos días. Se suponía que Tosca y yo hoy íbamos a ir a jugar a la playa, pero Millán me ha llamado y me ha pedido que viniese. Ha dicho que era urgente. ¿Sabes dónde está? La llamo al móvil pero no contesta.

—Entonces estará en la cocina, allí nunca hay cobertura.

—¿Lucrecia y Manuel han vuelto a pelearse?

Quizá por eso Olivia lo había llamado, para que la ayudase con los Borgia.

—No lo sé, si lo han hecho, no he oído gritos. —Roberto miró disimuladamente el reloj del vestíbulo y descolgó el teléfono para marcar la extensión de la cocina—. Hola —dijo a la persona al otro lado del auricular—. Sí, está aquí. De acuerdo, ahora le digo que vaya.

—¿Era Olivia?

—Sí, está en la cocina.

—¿Te importa que Tosca se quede aquí mientras voy a verla?

—Por supuesto que no —asintió Roberto.

Marc llegó a la cocina; sorprendido de no oír ningún grito, abrió la puerta con cuidado.

—¿Hola? Soy yo, Martí, ¿puedo pasar? —dijo desde la puerta entreabierta.

Al no recibir respuesta, la abrió un poco más y lo que vio lo dejó petrificado. Olivia estaba sentada a la larga mesa donde comían los empleados, con un matrimonio de mediana edad. Marc hacía mucho que no los veía, pero los habría reconocido en cualquier parte: eran los padres de Daniel.

¿Habían ido allí a insultar a Olivia? ¿Cómo se habían enterado de quién era ella? ¿Qué diablos pretendían con esa visita? ¿Creían que si le contaban toda la verdad ella lo dejaría?

Tenía que darse media vuelta y salir de allí cuanto antes. O, si no, se acercaría a los padres de Daniel y…

—Marc —dijo la madre, Marta, al verlo.

Ya no tenía escapatoria.

Olivia, que era la única que estaba dándole la espalda, se volvió para mirarlo y le sonrió. Y él pudo volver a respirar. Si ella le sonreía así, podía enfrentarse a cualquier cosa.

—Marc, acércate, por favor —le pidió Pedro, el padre de Daniel.

Él soltó la puerta, que hasta ese instante había estado apretando con todas sus fuerzas, y se encaminó hacia la mesa.

—Pedro, Marta —los saludó escueto y se plantó delante de ambos, listo para recibir sus insultos y reproches.

—Tu esposa nos llamó hace unos días y nos pidió que viniésemos a verla —empezó Marta, y Marc tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que no se le desencajase la mandíbula.

Olivia, que seguía sentada, levantó una mano y entrelazó los dedos con los suyos, que seguía de pie a su lado.

—Yo no quería venir —confesó Pedro, sincero—, pero Marta me ha obligado y… aquí estamos.

—Marc —volvió a tomar la palabra la madre de Daniel—, Pedro y yo sabemos que no tuviste la culpa del accidente. No la tuviste —repitió con voz firme, pero con los ojos llenos de lágrimas—. E hicimos muy mal en culparte. Lo único que puedo decir en nuestra defensa es que cuando te dijimos todas esas cosas acabábamos de perder a nuestro hijo y bueno, ahora que tú vas a ser padre, seguro que puedes entenderlo.

—Daniel habría podido decirte que no quería ir a la fiesta. Si se dejó convencer fue porque deseaba acompañarte. Ya sé que todos creéis que mi hijo era muy influenciable —dijo Pedro con la voz llena de orgullo y de añoranza—, pero no lo era. Daniel era un genio haciendo creer a los demás que se dejaba convencer con facilidad, así todo el mundo creía estar en deuda con él. Era una gran persona y le echaré de menos toda la vida. Su muerte fue una desgracia, Marc. Un accidente.

—Yo… —balbuceó él—, no sé qué decir. —Respiró hondo y añadió—: Yo también echaré de menos a Daniel toda mi vida.

—Lo sabemos, hijo —contestó Marta, poniéndose en pie para acercarse a él. Se secó las lágrimas con las manos y lo miró a los ojos—. ¿Puedo darte un abrazo?

Marc soltó los dedos de Olivia y abrazó a la mujer, aceptando que ella le devolviese el abrazo con todo el cariño y el dolor que llevaba años guardando.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Pedro apareciendo al lado de su esposa—. Sé feliz, Marc. Has encontrado a una chica maravillosa y seguro que serás un gran padre. Marta y yo —su mujer ya se había apartado de él y tenía los dedos entrelazados con los de su esposo— te deseamos toda la suerte del mundo. Y si algún día te apetece venir a vernos, ya sabes dónde estamos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Pedro. Gracias.

Los padres de Daniel se fueron en silencio y Marc volvió a quedarse inmóvil y callado.

—¿Estás enfadado conmigo? —le preguntó Olivia acercándose a él para acariciarle la cicatriz—. Sé que somos felices y que casi nunca tienes pesadillas y que de verdad has empezado a superar todo lo relacionado con el accidente.

Él buscó sus ojos con los suyos.

—No puedo evitarlo, Martí —prosiguió ella—. Necesito hacerte feliz y no pararé hasta que lo seas cada día de tu vida. Álex me dio el número de los padres de Daniel y Martina me dijo que en una ocasión había hablado con ellos y que se sentían muy mal por cómo te habían tratado e insistió en que tenías que verlos. Me arriesgué y si te ha molestado, lo siento. Pero de verdad creía que…

Él le tapó la boca con una mano.

—¿Estás embarazada, Millán? —le preguntó con voz ronca.

Había oído lo que Marta había dicho en medio de su disculpa y no sabía si era verdad o si Olivia se lo había inventado para ganarse la simpatía de ambos. Ella nunca decía mentiras, así que quizá Pedro y Marta habían malinterpretado algo o… Tenía que saberlo.

Apartó despacio la mano de los labios de Olivia y esperó, con el corazón en un puño.

—Sí.

A él casi se le paró el corazón.

—Sé que ninguno de los dos contaba con que fuese tan rápido. Sólo hace unos meses que nos casamos…

Marc la calló con un beso.

Le sujetó el rostro entre las manos y la besó sin ocultarle nada. Sin ocultarle que la amaba y que sin ella moriría. Sin ocultarle que estaba temblando y que el corazón iba a salirle del pecho. Sin disimular que ella podía hacer con él lo que quisiese.

—Esto sí que es un beso, Martí —dijo Manuel, entrando por la puerta de la cocina.

Olivia y él dejaron de besarse, pero no se separaron.

—¿Va todo bien, jefes? —les preguntó Lucrecia, que entró detrás de su marido.

Olivia miró a Marc y dejó que él respondiese.

—Todo va mejor que bien —contestó en voz baja—. Vamos a tener un hijo —añadió, elevando el volumen antes de volver a besar a su esposa apasionadamente.

Todos enloquecieron. Lucrecia fue a buscar a Natalia y a Roberto y Manuel empezó a llamar a gritos a Tomás. Cuando estuvieron todos reunidos, descorcharon una botella de champán y brindaron por el futuro.

Un futuro que a Marc nunca le había parecido tan brillante.

Esa misma noche, tumbado en la cama después de hacerle el amor a Olivia, pensó que lo único que le faltaba para que su felicidad fuese completa era que Martina, su hermana que tanto lo había ayudado durante los meses que Olivia y él estuvieron separados, también fuese feliz. Y con ese objetivo en mente, alargó la mano y cogió el móvil de la mesilla de noche.

—¿A quién llamas a estas horas? —le preguntó Olivia, recostada en él.

Marc se llevó un dedo a los labios para indicarle que no dijese nada.

—¿Leo? —interpeló en cuanto descolgaron el teléfono—. Martina me contó que se olvidó unos pendientes en tu casa. Sí, soy su hermano. Te pido que me los devuelvas cuanto antes. ¿Cómo que por qué? —Bufó—. No es que sea asunto tuyo, pero, en fin, da igual. Necesito los pendientes porque Martina quiere ponérselos para la boda. ¿Cómo que qué boda? La suya.

Y colgó.

—Martí, tu hermana no va a casarse con nadie —dijo Olivia, atónita.

—¿Quién ha dicho que vaya a hacerlo? Martina va a ponerse esos pendientes el día que se case con Leo —afirmó muy satisfecho consigo mismo—. Tú has dicho antes que necesitas hacerme feliz. Y me lo haces tanto que por tu culpa ahora yo necesito hacer feliz a todo el mundo. ¿Satisfecha? Te amo, Millán, pero has creado a un monstruo.

Olivia se apoyó en él y lo miró.

—Yo también te amo, Martí. Y, sí, estoy muy satisfecha contigo. —Se acercó a sus labios y le dio un beso—. Aunque dentro de un momento voy a estarlo más. Ahora, señor Monstruo, coloca las manos en el cabezal y no las muevas.

Él sonrió y obedeció.

—Y cuando termine, acuérdate de llamar a tu hermana y avisarla.

—Está bien —dijo Marc, consciente de que tenía que prevenir a Martina sobre la inminente visita de Leo—. Pero ahora sigue con lo que estabas haciendo. Creo que nunca me acostumbraré a tus besos.

—Tranquilo, tienes toda la vida para hacerlo.