Olivia echaba de menos a su abuelo, aunque seguía enfadada con él por no haberle dicho lo enfermo que estaba. Quizá hubiesen podido hacer algo, consultar a algún médico a tiempo. Pero el muy terco decidió no contárselo para no preocuparla; ésa fue su excusa dos días antes de morir, cuando Olivia lo encontró tosiendo en el despacho del hotel.
Su abuelo lo había sido todo para ella y ahora le resultaba imposible imaginarse la vida sin él. Estaba en su dormitorio, en la última planta del hotel, y todavía tenía la sensación de que iba a verlo entrar de un momento a otro, quejándose de que, en la cocina, Manuel y Lucrecia habían vuelto a discutir o diciéndole que el ordenador de recepción se había vuelto loco con las reservas.
—¿Qué voy a hacer sin ti, abuelo? —expresó en voz alta, secándose una lágrima.
Al apartar la mano, cogió la fotografía que tenía en la mesilla de noche. Se la había sacado Tomás el primer verano que Olivia pasó en el hotel después del divorcio de sus padres. Deslizó el dedo por la imagen. Ella tenía entonces quince años y su abuelo casi setenta y estaban sentados en la recepción, sonriendo de oreja a oreja.
Su abuelo había sido un temerario, pensó Olivia; habían pasado catorce años y seguía sin entender cómo había accedido a quedarse con ella cuando sus propios padres se la habían quitado de encima.
Alguien llamó a la puerta, que se abrió antes de que ella pudiese decir nada.
—¿Estás lista? —le preguntó Tomás sin acabar de entrar—. Tenemos que estar en la notaría a las once y ya pasan de las nueve —le recordó.
—Sí, estoy lista —contestó, poniéndose en pie—. Te has puesto traje —señaló, mirando al que había sido el mejor amigo de su abuelo, compañero de pesca de éste y encargado de mantenimiento del hotel. O, como decía él, médico de urgencias.
—Sí. —Extendió los brazos y se tiró incómodo de las mangas y después del cuello—. Sé que Eusebio se reiría, pero los notarios me ponen nervioso y prefiero ir como la fauna local.
—El abuelo no se reiría —le dijo Olivia, a pesar de que sabía que probablemente sí lo haría—. Él también se ponía traje para ir al notario y al banco. Y al médico.
—Sí, cosas de viejos, supongo —apuntó Tomás, que acababa de cumplir los setenta y no tenía ninguna intención de jubilarse—. Pareces cansada.
—Esta noche no he podido dormir —le aclaró ella, poniéndose los pendientes que siempre dejaba en el escritorio—. ¿Por qué crees que el abuelo incluyó a ese tiburón de Barcelona en su testamento?
Por más vueltas que le había dado al tema, no se le había ocurrido ninguna razón para ello.
—No lo sé, pero pronto lo averiguaremos. Tu abuelo pasó muchas horas con él cuando el señor Martí vino a ver el hotel, y Eusebio no era ningún tonto, así que seguro que todo esto tiene una explicación. Le escribiste una carta, ¿no? Mira que eres retorcida, podrías simplemente haberlo llamado para confirmar que venía.
—No soy retorcida. Le mandé una carta porque me parecía más profesional. Oh, de acuerdo —suspiró— y también lo más intimidante, y además le adjunté la notificación de los abogados, pero el señor Importante no ha confirmado su asistencia.
—¿Por qué te cae tan mal? Sólo lo viste diez minutos y tú nunca has tenido prejuicios. Y siempre has sido una firme defensora de las segundas oportunidades —le recordó Tomás.
—No siempre —lo corrigió ella, pensando rápidamente en una excepción—, y no me cae mal. No lo conozco —se defendió—. Pero vino a comprar el hotel, y el abuelo se negó. ¿Y ahora resulta que tiene que estar presente en la lectura del testamento? No me lo trago.
—Oli, tu abuelo era el hombre más listo y astuto que he conocido nunca. Es imposible que ese chico lo manipulase o lo engañase, si es eso lo que estás insinuando. Vamos, lo mejor será que vayamos ya hacia la notaría. Cuanto antes terminemos con esto, antes dejarás de hacer conjeturas y antes podremos centrarnos en las reparaciones de la quinta planta.
—Claro, tienes razón. —Olivia cogió el bolso y se acercó al hombre. Se paró delante de él y le dio un cariñoso beso en la mejilla—. Gracias, Tomás.
—De nada, pequeña —contestó.
Recorrieron el pasillo hasta el ascensor y bajaron al vestíbulo. Se detuvieron un segundo en recepción, donde Roberto, el encargado, dejándose llevar por su sangre italiana, les estaba tirando los tejos a un par de clientas que acababan de llegar.
—Roberto —le dijo Olivia—, Tomás y yo nos vamos. Te quedas al mando del barco. Llámame si sucede algo.
—Por supuesto, capitana —la saludó él, colocándose dos dedos en la frente y sin apartar la vista de la huésped número uno, la de escote más generoso.
—Ese hombre algún día terminará en urgencias —dijo Tomás cuando se iban—. Es un milagro que ningún marido celoso haya intentado matarlo.
—Un día me contó que nunca sale con mujeres casadas —señaló Olivia, entrando en el coche.
—¿Ah, sí, cómo las distingue? Y no me digas que se fía de lo que ellas le dicen. —Tomás ocupó el asiento del acompañante.
—No tengo ni idea —reconoció Olivia con una sonrisa— y tampoco me atrevo a preguntárselo. Creo que ha hecho un pacto con el diablo, pues lleva trabajando aquí diez años y sigue teniendo el mismo aspecto que el día que empezó, además del mismo acento. Y no le ha salido ni una sola cana.
—Sí le han salido, pero se las disimula. Ese hombre es como un pavo real. Un día entré en su dormitorio, no me acuerdo por qué, y te juro que jamás he visto tantos botes de potingues juntos.
—Es italiano —lo justificó Olivia—. No lo puede evitar. Pero algún día conocerá a una mujer que podrá resistírsele y entonces perderá la cabeza.
—¿Y tú? —Tomás, que hasta entonces había estado mirando el paisaje, se volvió hacia ella.
—Yo, ¿qué? —preguntó Olivia sin apartar la vista de la carretera.
—¿Algún día perderás la cabeza por alguien?
—Hace años pensé que me gustaba Roberto —contestó con una pícara sonrisa para provocar a Tomás.
Todo el mundo sabía que, para ella, Roberto era como de la familia, una extraña mezcla entre hermano mayor y asesor sentimental nada de fiar.
—Eso no es a lo que me refiero y lo sabes. Además, incluso a mí me gusta Roberto. —Sonrió al ver su mirada escandalizada—. No en ese sentido, boba. Pero es encantador y habría que ser de piedra para no caer rendido a sus pies.
—Sí, es verdad.
—Tu abuelo lo amenazó con castrarlo si se acercaba a ti, ¿lo sabías?
—¡No! —se rió Olivia—. Pobre Roberto.
—Sí, pobre. —Tomás también rió y, tras carraspear, volvió a ponerse serio—. Tu abuelo estaba preocupado por ti, Olivia. Tienes treinta años…
—Veintinueve.
—Veintinueve y te pasas el día trabajando en el hotel. Nunca te diviertes.
—Eso no es verdad. Hace un par de semanas hicimos una barbacoa y lo pasamos muy bien, ¿recuerdas?
—Claro que me acuerdo, pero estábamos tú, yo, que tengo setenta recién cumplidos, Manuel y Lucrecia, que están casados y pasan de los cincuenta, y Roberto. No había ningún amigo tuyo.
—Vosotros sois mis amigos. —Llegó a la calle en la que se encontraba la notaría y giró.
Él suspiró y luego volvió a intentarlo:
—Tienes que pensar en ti, Olivia. La vida es muy corta para pasarla solo.
—No estoy sola —afirmó ella, mirándolo a los ojos mientras esperaba en un semáforo.
—Está bien. —Tomás se rindió—. Vamos a ver en qué lío nos ha metido esta vez tu abuelo. Pero no pienses que voy a olvidarme del tema, ¿de acuerdo?
—Conforme —asintió Olivia y aprovechó un sitio libre en la calle para aparcar.
Mientras maniobraba, intentó no pensar en lo que le había dicho Tomás. Las siguientes palabras del hombre consiguieron que su mente se desviase hacia otros temas más desagradables.
—¿Sabes algo de tus padres?
—No he vuelto a verlos desde el funeral y la verdad es que todavía estoy sorprendida de que se presentasen. A mi padre hacía años que no lo veía y a mi madre, si no cuentas las revistas, la vi cuando actuó en Perelada y de eso hace ya diez meses. Y me temo que la gran La Belle Millán sólo vino para poder vestirse de negro y llorar ante las cámaras. Menos mal que Manuel y tú echasteis a los periodistas de la iglesia. El abuelo se habría puesto furioso.
—Tu padre también nos ayudó —le recordó Tomás—. Y parecía preocupado por ti.
—¿Ah, sí? —dijo ella como si no le importase—. Nadie lo diría.
—Ya sé que no deseas hablar del tema, y que tu abuelo tampoco quería, pero ¿no crees que deberías darle una oportunidad?
—No, no creo. —Levantó el freno de mano y apagó el motor—. Agradezco lo que estás intentando hacer, Tomás, pero no hace falta.
Él la miró a los ojos y no ocultó lo emocionado que estaba.
—No quiero que te quedes sola —sentenció—. Después de que muriese tu abuela, tu abuelo estuvo a punto de rendirse y, si no hubieses aparecido tú, estoy convencido de que no habría tardado demasiado en seguirla. Yo he tenido una vida muy llena, y mi hijo, aunque es un impresentable —añadió con una sonrisa—, ha tenido el acierto de casarse con una santa y darme un par de nietos.
—Unos niños guapos como su abuelo —contestó ella—. Deberías ir a verlos más a menudo.
—¿A Madrid? ¿Estás loca? Yo soy de pueblo, Olivia. Y a ellos les encanta venir aquí a pasar el verano. Además, así puedo malcriarlos sin que sus padres me riñan.
Ella le sonrió, decidida a repetirle lo que le había dicho antes. Asistir a la lectura del testamento de su mejor amigo estaba afectando a Tomás más de lo que Olivia había creído en un principio.
—No me quedaré sola, Tomás. Te lo prometo —dijo, sin saber muy bien por qué, y lo abrazó.
Él le devolvió el abrazo y luego se apartó y echó los hombros hacia atrás para colocarse bien la americana.
—Vamos a ver a ese notario. Me muero de ganas de quitarme este dichoso traje.
Los dos se sonrieron y se dirigieron hacia la notaría cogidos de la mano.
Marc no recordaba la última vez que había estado tan nervioso. Había llegado a la notaría una hora antes de la reunión y ya no sabía cómo sentarse en la sala de espera. Se había bebido dos botellines de agua y había ido al baño dos veces, una por botella; no podía comprender a qué se debían esos nervios.
Álex, que a esas horas ya debía de estar aterrizando en San Francisco, le había pasado toda la información sobre el Hotel California y él se la había leído unas mil veces. Además, tal como le había dicho su hermano, probablemente sólo estaría allí un par de horas y luego podría volver a Barcelona y empezar a pensar qué haría con el resto de su vida.
Estaba nervioso porque no le gustaba hacerse pasar por su hermano y porque había tenido una semana horrible, aunque sin sorpresas. Por desgracia, todo había salido tal como él temía.
El martes, después de que Álex se fuese de su apartamento, escuchó los mensajes del móvil y confirmó que, efectivamente, lo habían echado del trabajo. Esa misma tarde fue al zoo para recoger sus cosas y despedirse de un par de compañeros y de los animales, que en el fondo eran los únicos con los que se había encariñado. Luego fue a administración a firmar los documentos de rigor y, tras concluir con los trámites burocráticos, se pasó más de una hora sentado bajo el árbol que había al lado del cerco de los leones; su lugar preferido para pensar.
Tenía que hacer algo con su vida. Llevaba seis años en una especie de limbo y, si no salía de ahí, terminaría atrapado en él para siempre.
Quizá había llegado el momento de abrir su propia consulta veterinaria; Álex había insistido otra vez en ayudarlo y Marc sabía que lo único que le impedía aceptar esa ayuda era su propio orgullo.
También podía irse a Alemania. Carlos, un amigo de veterinaria, trabajaba en el zoo de Berlín y lo había llamado un par de veces para ofrecerle un puesto en su equipo. Era una gran oportunidad, pues el zoo berlinés estaba considerado uno de los mejores del mundo. Allí podría empezar de cero, como si nada hubiese sucedido.
Pero aunque la idea era sin duda tentadora, Marc sabía que marcharse no era la solución, e irse a Alemania equivaldría a huir.
Notó la espalda empapada en un sudor helado sólo con pensarlo y abrió y cerró los puños para contener la rabia que lo recorrió. Respiró hondo varias veces y recuperó un semblante calmado.
Además de leerse los documentos que Álex le había pasado, Marc también investigó un poco por Internet y encontró distintas noticias sobre el Hotel California y su propietario. Gracias a eso, reconoció a la mujer y al hombre que estaban hablando con el oficial de la notaría unos metros más allá de la recepción. Él volvía a la sala de espera después de haber ido al baño por segunda vez, pero se detuvo en medio del pasillo, porque era obvio que el empleado de la notaría estaba dando el pésame a la señorita Millán y a su acompañante y no quería interrumpir.
Si la información que había encontrado era correcta, Olivia Millán tenía veintinueve años y se había criado con su abuelo desde los quince, tras el sonado divorcio de sus padres: Isabel Millán, la famosa cantante de ópera, y Santiago del Toro. Olivia llevaba el apellido materno porque sólo era hija de Isabel: ésta se había casado con Santiago cuando la niña tenía tres años y, aunque el empresario madrileño había manifestado varias veces su deseo de adoptarla, nunca había llegado a hacerlo.
Marc no era aficionado a la prensa rosa, pero había que ser marciano para no saber que La Belle Millán aparecía cada semana en alguna revista. Era sorprendente, incluso milagroso, que su hija hubiese conseguido pasar inadvertida. A excepción de una foto que le sacaron cuando sus padres se divorciaron y de la más reciente, tomada minutos antes del funeral de Eusebio Millán, la joven no existía para las revistas del corazón.
Marc esperó y observó la escena. La señorita Millán le daba la espalda, igual que su acompañante, el señor Tomás Palomares, amigo íntimo del fallecido y encargado de mantenimiento y de mil cosas más del hotel.
La señorita Millán debía de medir metro sesenta o un poquito más y llevaba el pelo muy corto. Su nuca parecía la de un chico, pero la capa superior del cabello le llegaba hasta las orejas y el resultado final era sorprendentemente femenino. Iba vestida con un pantalón gris, una chaqueta corta de color rojo y una camisa blanca con un ligero estampado a base de… ¿manzanas?, cuyo cuello sobresalía por encima de la chaqueta.
El señor Palomares llevaba traje y era evidente que a su edad se mantenía en excelente forma física.
El oficial de la notaría, el mismo que una hora antes había acompañado a Marc a la sala de espera, levantó la vista, lo vio y debió de comunicar su presencia a sus interlocutores, porque la señorita Millán y el señor Palomares se volvieron para mirarlo.
No se movieron de donde estaban, sino que mantuvieron su postura mientras Marc se acercaba a ellos adoptando, casi sin ser consciente, los andares de su hermano Álex. Éste siempre caminaba firme y decidido, como si no tuviese ninguna duda acerca de adónde se dirigía y quisiese llegar allí con los mínimos pasos posibles. Marc, sin embargo, era más sigiloso y menos expresivo en cuanto a sus intenciones.
—Mi más sincero pésame, señorita Millán —le dijo a Olivia, deteniéndose delante de ella.
No hizo el gesto de darle dos besos, sino que le tendió la mano y, a juzgar por su mirada, acertó. La joven miró durante unos segundos la mano que le ofrecía y luego levantó la vista hacia su rostro. Habría jurado que se detenía más de la cuenta en la cicatriz de su mejilla y luego también en sus ojos, pero aguantó el escrutinio y esperó el veredicto estoicamente.
—Gracias, señor Martí. —Le estrechó la mano durante un breve segundo y él supuso que había superado la primera prueba.
Marc se dirigió entonces al amigo del fallecido y también le expresó sus condolencias con un apretón de manos.
—Señor Palomares, siento lo del señor Millán.
En esta ocasión, el hombre le cogió la mano en seguida y su reacción fue mucho más sincera.
—Gracias, señor Martí. Todos le echamos mucho de menos —dijo, sin soltarlo—. Gracias por haber venido.
—No tiene por qué dármelas, señor Palomares —contestó respetuoso—. Lo único que lamento es el motivo de mi regreso.
Marc habría sido educado en cualquier circunstancia, pero cada minuto que pasaba se sentía más incómodo y culpable por estar engañando a aquella gente haciéndose pasar por su hermano. Y que la señorita Millán lo fulminase con la mirada no lo estaba ayudando demasiado.
—Si son ustedes tan amables —les indicó el oficial de la notaría—, pueden pasar al despacho.
El hombre abrió una puerta y les cedió el paso. Olivia y Tomás fueron los primeros en entrar y Marc, el último. No sólo por educación, sino porque así tuvo un instante para respirar tranquilo.
El notario, un hombre con cara de sacerdote de película italiana, los esperaba sentado tras una mesa de nogal frente a la cual había cuatro sillas. A su espalda se levantaba una estantería que llegaba hasta el techo y que parecía a punto de estallar por la cantidad de libros que albergaba. Encima de la mesa había papeles desordenados, un bote sin ningún lápiz, varios bolígrafos desperdigados entre los folios y dos marcos con fotografías de tres niñas con cara de volver locos a sus padres; a una le faltaban dos dientes y las otras dos estaban manchadas de barro.
—Lamento la espera —se disculpó el hombre poniéndose en pie—. Olivia, Tomás —les estrechó la mano a ambos—, señor Martí —hizo lo mismo con él.
—No te preocupes, Enrique —le dijo Olivia—, Tomás y yo acabamos de llegar.
—Tomad asiento, por favor. —El notario señaló las sillas y él también se sentó.
Olivia ocupó la silla que estaba en el extremo izquierdo de la mesa, el más alejado de la puerta, y Tomás la de al lado. Marc optó por dejar una libre y se sentó en la que estaba más a la derecha.
—Como sabéis, os he hecho venir aquí para proceder a la lectura del testamento del señor Eusebio Millán —empezó el notario.
—Disculpa un momento, Enrique, ¿no falta nadie más? —preguntó Tomás con discreción, aludiendo a la hija de Eusebio y madre de Olivia.
—No, no falta nadie. Me temo que Eusebio hizo las cosas a su manera hasta el final —comentó el hombre, mirando a Olivia— y resolvió ciertos temas antes de morir.
—Sé cómo era mi abuelo, Enrique, sigue, por favor —le dijo Olivia.
Ella ya sabía que su madre no iba a aparecer. Si no había ningún periodista cerca, para qué molestarse.
—De acuerdo. Eusebio, el señor Millán —se corrigió el notario para adoptar un tono más formal—, dejó una carta adjunta al testamento y me pidió que se la entregase a Olivia. —Le pasó un sobre blanco cerrado—. Y también me pidió que te indicase que no podías leerla hasta salir de la notaría.
—Está bien. —Ella aceptó la carta y la condición.
—Empecemos pues. —El notario leyó en voz alta las últimas voluntades de Eusebio Millán.
La barca y todo su equipo de pesca se los dejaba a Tomás y lo retaba a que pescase algo decente por una vez en la vida. Después seguía con una lista de peticiones que debían llevar a cabo Tomás u Olivia, como por ejemplo hacerle entrega de su colección de discos a Roberto.
Marc empezaba a preguntarse qué pintaba él, o mejor dicho, su hermano, allí, cuando vio que el notario lo miraba y dejaba de leer.
Olivia también debió de notarlo, porque preguntó:
—¿Qué sucede, Enrique?
—Tu abuelo te quería con locura —dijo el hombre, saltándose el protocolo.
—Lo sé —reconoció ella, emocionada.
—Y estaba muy preocupado por ti —añadió. Ese segundo comentario la preocupó mucho más que el primero y movió las manos nerviosa—. Quería lo mejor para ti.
—Termina de leer el testamento, Enrique. Por favor —le pidió Olivia. Lo que más quería en ese momento era irse de allí y fingir que su abuelo seguía vivo.
—«La casa del pueblo y todo lo que hay en ella, así como mi viejo escarabajo son para mi nieta Olivia —leyó el notario textualmente—. Creo que en la casa habré dormido un par de veces como mucho, pues siempre me quedaba en el hotel —el hombre siguió leyendo las últimas voluntades de Eusebio Millán— y, cuando llegaste tú, ya no nos movimos de ahí. El hotel fue mi vida, pero quiero que tú, Olivia, tengas mucho más».
Tomás entrelazó los dedos con los de ella y le dio un apretón.
—«El Hotel California está pasando por un mal momento —continuó el notario—, sé que tú lucharás para sacarlo adelante, pero no estoy dispuesto a permitir que sacrifiques tu vida entera por él. —El hombre carraspeó y esperó unos segundos antes de continuar—: Dejo el noventa y cinco por ciento de acciones del Hotel California a mi nieta, Olivia Millán, y el cinco por ciento restante a Álex Martí». —Leyó toda la frase sin respirar y sin apartar la vista del papel.
—¿¡Qué!? —exclamaron Olivia y Marc al unísono.
—Comprendo vuestra reacción —dijo el notario—, pero permitidme que termine de leer el testamento y luego intentaré responder a vuestras preguntas.
Olivia asintió sólo porque Tomás volvió a estrecharle la mano y Marc convino también con un gesto.
—«Este reparto de acciones sólo será vigente durante un año. Transcurrido este tiempo, si el hotel demuestra ser rentable y viable, Olivia le recomprará al señor Martí sus acciones por el precio establecido, según el valor del hotel, y él tendrá la obligación de vendérselas».
«¿Y si no es rentable?», pensó Marc.
—«En caso de que el hotel no sea rentable y su futuro esté, por tanto, en entredicho, el cien por cien de las acciones pasará a manos de mi hija, Isabel Millán, quien venderá el hotel y entregará a su hija, mi nieta, la cantidad calculada según el anexo adjunto y al señor Martí sus honorarios laborales por haber estado un año haciendo de gestor».
«Voy a matar a Álex».
Ni Olivia ni Marc prestaron atención al resto del testamento. Ninguno de los dos podía creerse lo que estaba oyendo.