Marc y Olivia se quedaron dormidos, desnudos y abrazados. Afortunadamente, ese domingo los dos habían dicho que no estarían disponibles y pudieron dormir sin interrupciones. Horas más tarde, se despertaron y volvieron a hacer el amor, esta vez más despacio, dándose besos eternos que no parecían tener ninguna prisa por terminar, tocándose bajo la sábana de lino y susurrándose palabras llenas de cariño que de momento no se atrevían a decir en voz alta.
Esa vez empezó él. Los dos estaban tumbados de lado, Marc detrás de ella y fue así como hicieron el amor. La diferencia de alturas hacía que él la envolviese por completo, lo que lo hizo sentirse con derecho a poseerla.
Él nunca había sentido esos impulsos neandertales por nadie, pero con Olivia los tenía a flor de piel. Lo que sentía iba más allá del deseo. No sólo quería hacerle el amor, quería tenerla, meterse tan dentro de ella que cuando descubriese la verdad fuese incapaz de echarlo de su lado.
Marc había reconstruido su vida una vez, al menos el caparazón, y en su momento lo había considerado una heroicidad. Ahora sabía que si perdía a Olivia más le valía estar muerto. Ningún hospital ni infinitos litros de alcohol podrían ayudarlo.
Y como no podía decirle nada de todo eso, la besó e intentó perderse en su sabor y en su olor. Si podía convertirla en adicta a él, tanto como él lo era ya de ella, quizá tuviese una posibilidad.
—Por favor —susurró en voz baja mientras le hacía el amor—. Por favor.
Olivia no entendió bien qué decía, pero sí notó la desesperación que desprendían sus palabras y echó la cabeza hacia atrás para poder besarlo. Las caricias de Martí la habían desarmado por completo. Sabía exactamente cómo tocarla, era dulce y tierno, pero al mismo tiempo sensual y carnal. Sus cuerpos se compenetraban a la perfección, reaccionaban el uno al del otro sólo con estar cerca, y sus almas… ella ya había entregado la suya y confiaba en que Martí sabría cuidarla.
Al terminar volvieron a dormirse. Y cuando se despertaron, estaban de nuevo abrazados.
—Hola —dijo Olivia con voz ronca al ver que la estaba mirando.
—Hola. —Marc le sonrió.
—Creo que voy a quedarme todo el día en la cama —comentó ella, pero en ese preciso instante le rugió el estómago.
—Me temo que a tu estómago no le ha gustado la idea —repuso él—. Si quieres, podemos ir a pasar lo que queda del día en la playa y comemos algo allí.
—Por supuesto que me apunto, es una idea maravillosa. —Se abrazó a él, hundió la nariz en el vello de su torso y respiró hondo—. Dentro de un momento me levanto.
—Por mí no tengas prisa —dijo Marc, abrazándola también—. Oye, Oli… —Carraspeó nervioso.
—¿Sí?
—Ayer, yo… esta mañana… No he usado condón —soltó al fin.
Ella se apartó un poco y lo miró a los ojos.
—Tomo la pastilla —respondió.
—Ya me lo he imaginado, pero yo… —Volvió a carraspear—. Quería que supieras que…
—Termina de una vez, Martí. ¿Tengo que estar preocupada? —le preguntó, levantando las cejas al ver que él apretaba nervioso la sábana entre los dedos sin atreverse a concluir la frase.
—No, por supuesto que no —afirmó rotundo, mirándola a los ojos—. Yo sólo quería que supieras que es la primera vez. Siempre voy con mucho cuidado.
—Y yo. También es mi primera vez.
—¿Ni con Nicolás? —le preguntó, sintiendo una opresión en el pecho.
—Ni con él. Nunca confié en Nicolás como confío en ti —confesó Olivia antes de darle un beso.
Después de la noche anterior, ella quizá habría podido mantener un poco las distancias, pero tras hacer el amor esa mañana le estaba resultando imposible. Así que dejó de intentarlo y decidió ser sincera con él respecto a lo que estaba sintiendo.
Al ver cómo lo miraba, cómo lo besaba, Marc se sintió como el peor de los canallas, pero se juró que encontraría el modo de contarle la verdad antes de que fuese demasiado tarde.
«Ya lo es», le dijo una voz en su mente que él intentó negar.
No lo era. Cuando su relación fuese un poco más sólida, le explicaría lo que le había pasado a Álex y seguro que ella terminaría por entenderlo.
Después de ducharse y vestirse con ropa cómoda, Marc y Olivia fueron a la playa tal como habían decidido. Se llevaron a Tosca con ellos y Marc pensó que no recordaba la última vez que había sido tan feliz. A partir de ese día, pasaron todas las noches juntos, haciendo el amor y contándose cosas. Él no le mentía en nada, «excepto en tu nombre y en quién eres», y siempre encontraba un motivo para retrasar su confesión un día más.
En cuanto al Hotel California, iba viento en popa. Las reservas no dejaban de llegar. El hotel había aparecido en el suplemento dominical de un periódico y en dos programas de televisión y los habían nominado a varios premios en distintas páginas web de hoteles con encanto o de hoteles románticos y de fin de semana.
A ese ritmo, pronto podrían tenerlo abierto todo el año y liquidar algunas de las deudas que tenían con los bancos. Y quizá incluso pudiesen pensar en comprar aquel restaurante de la playa y abrir allí otro más sofisticado para sus clientes, o incluso comprar otra masía, restaurarla y abrir otro hotel.
Olivia no recordaba haber vivido una etapa tan emocionante. Cada día sucedían cosas nuevas y todos en el hotel disfrutaban de ellas. Lo único que enturbiaba esa alegría era que Eusebio no estuviese allí. Le habría gustado ver lo lejos que podían llegar su nieta y su negocio. Y lo felices que eran todos.
Por su parte, Isabel Millán, aunque después de la escena en casa de Tomás nadie había vuelto a verla, no mentía cuando dijo que no se daría por vencida. Se había retirado a su guarida, un lujoso piso de Barcelona, para recuperarse y buscar la munición necesaria para volver a atacar.
Contrató a un abogado para que repasase de nuevo el testamento de su padre en busca de alguna causa legal para impugnarlo, total o parcialmente. El abogado, tal como ella se temía, no encontró nada, así que la diva decidió recurrir a otras tácticas y contrató a un detective privado sin demasiados escrúpulos.
El hombre se pasó semanas sin averiguar nada útil, pero una tarde apareció en casa de Isabel diciéndole que tenía una gran noticia. Ella lo recibió sin demasiadas expectativas, pero cuando el detective empezó a hablar, sonrió de oreja a oreja y le brillaron los ojos de felicidad: había hallado el modo de quedarse con el Hotel California.
Era una cálida mañana de martes, y Marc y Olivia se despertaron e hicieron el amor. Él parecía incapaz de dejar de besarla y ella jamás rechazaría uno de sus besos.
Olivia nunca había vivido con nadie. A pesar de que había estado casi comprometida con Nicolás Nájera, no habían compartido piso ni dormido juntos más de dos noches seguidas (algo que sólo pasó en la única ocasión en que fueron de fin de semana a París). Sabía que Martí tampoco había vivido con nadie y, aunque él no se lo había dicho, intuía que, hasta entonces, había sido un hombre de líos de una noche.
A veces, cuando estaban acostados en la cama, o medio dormidos en la playa, tenía la sensación de que la miraba como si quisiera contarle algo muy importante, pero siempre que se lo preguntaba, le decía que era preciosa o que quería darle un beso y nunca llegaba a abrirle su corazón.
A Olivia eso le dolía un poco; tenía la sensación de que él lo sabía todo de ella, mientras que ella apenas había conseguido conocer cuatro detalles de él. La cicatriz de la mejilla en concreto empezaba a obsesionarla; siempre que se la tocaba, Martí cerraba los ojos y apretaba los dientes. Y si se la besaba, se le aceleraba el corazón y ella notaba que hacía esfuerzos para no apartarla.
En un par de ocasiones, Olivia lo había encontrado pensativo, tocándose la dichosa cicatriz y luego soltaba una maldición y estaba distante durante un rato.
Pero esa mañana no era uno de esos días; brillaba el sol y Martí la había besado de los pies a la cabeza y le había dicho que lo volvía loco y que no se imaginaba estar sin ella.
No era una declaración de amor, pero por el momento, Olivia iba a conformarse con eso.
Fueron a la cafetería a desayunar. Pedro les contó la última peripecia de su hija y los tres se rieron. Tomaron dos cafés y Olivia le dijo a Martí que tenía entradas para Turandot. En verano, siempre organizaban conciertos y representaciones en un castillo restaurado de la zona y las había comprado días atrás. Ya no podía contener las ganas que tenía de contárselo, así que se lo dijo allí mismo, sentados a su mesa de la cafetería, con sus cafés y sus ensaimadas y con las notas de una ópera sonando de fondo.
Él le sonrió, e iba a darle un beso cuando, en ese momento, un par de clientes se acercaron para despedirse y felicitarlos a los dos por «el hotel tan bonito que tenían».
Marc se conformó con entrelazar los dedos con los de Olivia y dar las gracias al matrimonio que había ido allí a pasar su séptimo aniversario de boda por sus felicitaciones y por haber elegido el Hotel California para la ocasión.
De nuevo solos, terminaron de desayunar y luego se dirigieron hacia las oficinas, detrás de recepción. Justo unos metros antes de llegar, Olivia se detuvo y lo miró.
—¿Qué? —le preguntó Marc con una sonrisa ladeada.
En mañanas como ésa casi se olvidaba de que era el mentiroso más grande del planeta.
—Tienes azúcar en la cara —le dijo y se lo quitó con dos dedos.
—¿Y no me lo has dicho hasta ahora? —Marc se hizo el ofendido.
—Quería quitártelo a besos cuando estuviésemos solos, pero al final me he apiadado de ti y te he avisado —se justificó Olivia—. Roberto se reiría de ti durante semanas si te ve llegar con un bigote de azúcar de ensaimada.
Marc la rodeó por la cintura y la acercó a él.
—No es que me queje, la verdad es que Roberto se habría reído de mí durante meses, pero ¿por qué querías esperar a que estuviésemos solos para besarme?
Ella se sonrojó y se encogió de hombros.
—No sabía cómo te lo tomarías. Hasta ahora, hemos sido muy discret…
Él la levantó del suelo y le dio un beso de película allí en medio de todo el mundo. No fue un beso discreto como los que hasta entonces se habían dado delante de los demás, sino uno de esos besos que dejan claro que si estuvieran a solas empezarían a desnudarse y a hacer el amor.
No dejó de besarla hasta que pensó que el mensaje había quedado claro y entonces se apartó y le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa y apoyó las manos en su torso. Marc se sentía… ¿feliz? Hacía tanto tiempo que no lo embargaba ese sentimiento que le costó reconocerlo. Entonces Olivia le sonrió y le dijo:
—Eres imposible, pero te quiero de todos modos.
Él se quedó helado. Creía que tendría más tiempo. Sabía que se estaba enamorando de Olivia y, en su recién redescubierto corazón, soñaba con que ella pudiese sentir lo mismo, pero no quería que se lo dijese antes de que le hubiese contado la verdad.
—¿Me quieres? —preguntó emocionado y asustado al mismo tiempo.
Quizá la había oído mal, o tal vez había sido sólo un modo de hablar.
—Sí, te quiero —contestó sincera, arriesgándose como nunca en su vida—. Te quiero. Ya sé que soy la primera en decirlo. —«Y la única que lo siente, al parecer», pensó al verle la cara—, pero eso es lo que siento.
—Yo también te quiero —confesó él—. Te quiero como nunca había creído que pudiese querer a nadie.
Olivia levantó una mano y le acarició la mejilla y entonces se puso de puntillas para volver a rodearle el cuello con los brazos y darle otro beso. Martí la besó igual que hacía siempre, poniendo el alma, pero cuando se separaron, seguía teniendo la misma mirada de antes. Una mirada casi asustada.
—No soy ninguna experta —dijo ella—, pero se supone que cuando la persona a la que amas te dice que siente lo mismo por ti, te pones contento y sonríes como un bobo. En cambio a ti parece que acaben de darte la peor noticia del mundo.
Marc tragó saliva. Entonces o nunca. Tenía que decírselo. Era su última oportunidad.
—No es eso. —Tomó aire y la miró a los ojos—. Tengo que decirte algo, cariño.
—Eh, tranquilo —dijo ella, colocándole de nuevo las manos en el torso. El corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo bajo la palma de la mano—. Puedes contarme lo que quieras, Martí.
—Vaya, vaya, lamento interrumpir —dijo Isabel Millán, apareciendo justo entonces en el vestíbulo del hotel.
Iba impecablemente vestida, con un traje chaqueta beige claro y un espectacular collar de oro, regalo de algún amante adinerado. A diferencia de la noche en que irrumpió en casa de Tomás, esa mañana no estaba ebria. De hecho, estaba increíblemente sobria y el modo en que los miró a ambos y sonrió a su hija le heló a Marc la sangre.
Olivia retiró las manos del torso de él y se dio media vuelta para enfrentarse a su madre. Marc le colocó una mano en el hombro para mostrarle su apoyo y, con la mirada, le dejó claro a Isabel que, si volvía a hacerle daño a su hija, esa vez no iba a quedarse callado.
—¿Qué estás haciendo aquí, mamá?
—Oh, nada, pasaba por aquí y he pensado entrar a saludar —contestó acercándose más a ellos—. Vengo de la notaría.
—No me digas que le has hecho perder el tiempo a Enrique. Ya sabes que el testamento del abuelo es correcto. Tú misma dijiste que no habías encontrado ningún motivo para impugnarlo.
—Sí, así es. El abuelo hizo bien las cosas. Cuando quería, mi padre era muy concienzudo. —Ahora estaba ya delante de Olivia, plantada igual que un militar que sabe que está a punto de ganar la batalla y humillar a su enemigo—. Me llamó un par de semanas antes de morir. —Vio que su hija abría los ojos y añadió—: ¿No te lo había contado? Creía que entre el abuelo y tú no había secretos —añadió cruelmente.
Marc notó que Olivia se tensaba y estuvo tentado de echar a Isabel de allí. Pero estaban a escasos metros de la recepción, con varios huéspedes cerca de ellos. No quería montar un espectáculo y tenía el presentimiento de que Isabel Millán no se iría por las buenas. Mejor sería dejar que se desahogase y convencerla para que se fuese por propia voluntad.
—En fin —prosiguió Isabel—, me llamó para pedirme, otra vez —puso cara de aburrimiento—, que viniese a veros. Quería que hiciéramos las paces. Le dije que no tenía tiempo, pero entonces él insistió en que tenía que contarme algo muy importante acerca del hotel. Por un instante, pensé que por fin había entrado en razón y que iba a venderlo, pero no. Me explicó que iba a hacer testamento, en el que te dejaría a ti el negocio, y que quería asegurarse de que, llegado el momento, yo no pondría pegas. Al principio no me gustó la idea —eso era un eufemismo y tanto Isabel como Olivia lo sabían—, pero cuando me contó lo de la cláusula, accedí. Era imposible que tú sola sacases el hotel adelante en un año. Estaba convencida de que no lo conseguirías.
—Vaya, gracias, mamá. —En su mente, Olivia se repitió que la opinión de aquella mujer no le importaba.
—No te lo tomes a mal, sólo estoy siendo sincera, hija. Por lo que he oído, se te da muy bien tratar con el personal y con los clientes, pero hasta ahora nunca te habías ocupado de las cuentas. Imagínate mi sorpresa cuando, días después de la lectura del testamento, me enteré de que mi queridísimo padre se había asegurado de ponerte un socio con los contactos y los conocimientos de los que tú careces.
—El abuelo sólo quería cuidar de mí —dijo Olivia levantando una mano para entrelazar los dedos con la que Martí tenía encima de su hombro—. Y por eso eligió a Álex. Ya lo conocía y sabía que es un hombre honesto, además de muy bueno en su trabajo.
A Marc se le revolvieron las tripas al escuchar sus elogios y cuando Isabel sonrió igual que Marlon Brando en El padrino, se le paró el corazón.
—Sí —convino la mujer—. Álex Martí tiene una reputación excelente. Ha trabajado en el sector hotelero desde que terminó la carrera y es uno de los mejores ejecutivos de la multinacional Hoteles Vanity.
—¿Le has investigado? —preguntó Olivia indignada.
—Por supuesto que sí. No iba a dejar que cualquiera metiese las narices en el negocio del abuelo. ¿Tú no has hecho lo mismo?
Marc notó que Olivia se tensaba todavía más mientras Isabel levantaba la mano derecha y jugaba con el collar de oro.
—¿Has oído hablar de la falsedad documental? —preguntó entonces su madre haciéndose la inocente—. Yo tampoco hasta hace unos días. No te aburriré con los detalles e iré directamente a la parte interesante. Al parecer, no puedes mentir en un documento oficial. Si lo haces, ese documento puede ser considerado nulo, inválido. Ilegal.
—¿Se puede saber de qué estás hablando? Yo nunca le he mentido a Enrique y Álex, tampoco. Y Tomás no le ha mentido a nadie en toda su vida.
—Sí, Tomás es incapaz de mentir —convino Isabel, acariciando todavía el collar—. Y tú, lamentablemente, también. Pero me temo que del señor Álex Martí no se puede decir lo mismo.
—Espere un momento, señora Millán, no siga —le pidió Marc mirándola a los ojos; aunque el brillo que vio en ellos le indicó que la súplica había sido en vano.
—No, no digas nada —dijo Olivia, apretándole la mano—. Álex no le mintió a Enrique —afirmó sin dudarlo ni un segundo y plantándole cara a su madre.
—Bueno, supongo que eso es cierto. Al fin y al cabo, Álex Martí ni siquiera estuvo en la notaría el día que leísteis el testamento. Estaba en San Francisco.
—Pues claro que estaba en la notaría —replicó Olivia, convencida de que su madre se había vuelto loca—. Estaba sentado a mi lado.
—Señora Millán… —Marc volvió a intentar en vano detener la conversación.
—No, querida. Te equivocas. El hombre que estaba sentado a tu lado, el mismo que ahora tienes detrás dispuesto a saltarme a la yugular, no es Álex Martí.
—¿Acaso te has vuelto loca, mamá? Pues claro que lo es.
—No lo es. Y mintió cuando aceptó la herencia. Voy a demostrarlo y entonces impugnaré el testamento y me quedaré con este maldito hotel. Ya tengo compradores.
A Olivia se le heló la sangre y se asustó al sentir que tenía ganas de sujetar a su madre por los hombros y zarandearla. Tomó aire y respiró hondo antes de dar media vuelta y mirar a Martí a los ojos.
—Vamos, Álex —de hecho le resultaba raro llamarlo así—, demuéstrale a mi madre que eres tú para que se vaya de aquí de una vez.
—Oh, sí, vamos, Álex, demuéstramelo.