Olivia corrió y corrió y no se detuvo hasta llegar a unas rocas que había cerca de la orilla. El patio de la casa de Tomás daba a la playa, por lo que lo único que tuvo que hacer fue saltar el murete que la separaba de la arena.
Su madre era un monstruo, había intentado manipularla desde el principio y, sin embargo, durante un segundo, la había creído. Y ahora se odiaba por ello. ¿Cómo podía ser tan tonta? ¿Acaso se había olvidado de todas las veces que de niña la había dejado sola en casa para salir con sus amigos? ¿O de que durante el juicio de divorcio intentó convencer al juez de que le diese la custodia a su padrastro, un hombre que nunca había llegado a adoptarla? ¿O de que se había pasado años sin verla y sin importarle lo que fuese de su vida?
Escaló las rocas y se sentó en la del extremo, así podía ver el mar mientras las olas la salpicaban. Antes siempre lloraba cuando se peleaba con su madre, ahora ya no. Ya no le quedaban lágrimas para ella, sino sólo un dolor que la desgarraba por dentro y la horrible sensación de que era una estúpida. Una estúpida por seguir creyendo que algún día su madre se convertiría en otra persona y la querría.
—Millán, ¿puedo subir? —le preguntó Marc desde la arena. La había alcanzado en seguida, pero había optado por dejarla sola unos segundos.
—Vete de aquí, Martí —dijo ella a media voz—. No quiero hablar del tema.
—Pues no hablemos del tema —aceptó él—. ¿Puedo subir?
—¿Por qué? Puedes irte tranquilo, te prometo que no me tiraré al mar. Volveré a casa de Tomás dentro de un rato.
Le estaba hablando sin mirarlo, con los ojos fijos en las olas, que no dejaban de moverse, y decidida a alejarlo de allí. Marc iba a necesitar algo impactante para hacerla reaccionar y lo único que se le ocurrió fue decirle la verdad:
—Quiero subir porque quiero abrazarte.
—¿Por qué? Aquí nadie puede verte —contestó sarcástica y dolida al recordar el beso que le había dado delante de Nicolás—. Y además no me hace falta. Puedo apañármelas sola.
«Siempre lo he hecho».
—Siento lo de ayer, me comporté como un imbécil.
—¿No crees que esta noche ya me han humillado bastante? Mi madre acaba de dejar claro que no me quiere, aunque eso ya debería tenerlo asumido. Al fin y al cabo, lleva toda la vida demostrándomelo. Y ahora, ¿tú vas a decirme que no deberías haberme besado? Lo sé. Vete. Por favor.
—No, no voy a decirte eso, Millán. Voy a decirte que me porté como un imbécil al fingir que no te había besado. Llevaba semanas deseándolo, y cuando lo hice y vi que no era para nada como me lo había imaginado, no reaccioné bien.
—No lo estás arreglando, Martí.
—Dios, Millán, me vuelves loco. Cuando estoy contigo me siento como si fuese otra persona, tengo ganas de sonreír y de gritar al mismo tiempo. De besarte y de pedirte que me beses, de marcharme de aquí corriendo para no verte más y de quedarme contigo para siempre. Tengo ganas de contarte cosas que no le he contado a nadie y de ocultártelas para que no te enteres nunca de cómo soy realmente. Quiero saberlo todo de ti y que sigas siendo un misterio para mí.
Se pasó las manos por el pelo y caminó nervioso por la arena. Apretó los dientes y le tembló la mandíbula, lo que hizo que se le marcase la cicatriz.
—Todo esto es absurdo, Millán. Yo no soy así. Cada mañana tengo más ganas de verte que el día anterior y, al mismo tiempo, al menos un par de veces al día pienso que me meteré en el coche y me marcharé de aquí para no volver. No sé qué me está pasando —concluyó, deteniéndose justo bajo la roca en la que ella estaba sentada—. Y no te atrevas a reírte. Nunca le había dicho algo así a nadie.
—No me estoy riendo —afirmó Olivia con el corazón en un puño y una sonrisa en los labios—. ¿De verdad te parezco un misterio?
—¿De todo lo que te he dicho te has quedado sólo con eso? —Él le devolvió la sonrisa—. ¿Puedo subir?
—Sube.
Marc trepó por las rocas y se sentó a su lado. Olivia había doblado las piernas, que se rodeaba con los brazos, con el mentón encima de las rodillas. Él le copió la postura y se quedó a su lado en silencio.
Una media hora más tarde, ella fue la primera en volver a hablar:
—Todo eso que has dicho antes… eso de las ganas de gritar y de sonreír.
—¿Sí?
—A mí también me pasa.
—Me alegro de no ser el único que está sufriendo —dijo él y se soltó las manos para poder rodearla con un brazo y acercarla.
Volvieron a quedarse en silencio, pero en esta ocasión Olivia no tardó tanto en retomar la conversación:
—Por un instante me la he creído —dijo en voz baja—. Por un segundo, he pensado que mi madre por fin se había dado cuenta de que tenía a una hija maravillosa y de que quería pasar tiempo conmigo. ¿Cómo puedo haber sido tan estúpida? ¿Tan fácil es engañarme?
A Marc le dio un vuelco el corazón y se le hizo un nudo en la garganta. Olivia jamás lo perdonaría por haberse hecho pasar por su hermano. Se obligó a tragarse el dolor que sintió al adivinar el futuro y se centró en consolarla.
—No. Isabel es tu madre y además es actriz profesional. Es normal que la hayas creído. Ha sabido qué teclas tocar y tú tienes el corazón demasiado grande.
—Nunca más, ¿me oyes? Nunca más. Si algún día vuelvo a comportarme como una ingenua, tienes mi permiso para darme una patada en el trasero —le dijo ella como si estuviese hablando en broma, pero él vio que le resbalaba una lágrima por la mejilla.
—Está bien, si insistes.
Olivia sonrió y recostó la cabeza en su hombro.
—Mi abuelo la echaba de menos —dijo.
—¿A quién?
—A mi madre. Solía decir que de pequeña era una niña maravillosa, pero que su ambición y su ego terminaron por corroerle el corazón y que se olvidó de amar. Él se echaba la culpa, por eso sé que nunca le prohibió venir a verme; Isabel sencillamente dejó de venir.
—Una de mis hermanas, Helena, está casada con un hombre llamado Anthony, cuyos padres prácticamente lo repudiaron y lo echaron de casa por ser disléxico. Años más tarde, el padre enfermó de cáncer y le pidió a su hijo que le donase médula ósea para curarse.
Era la primera vez que le hablaba de su familia, pero pensó que, después de todo lo que había sucedido, era lo mínimo que podía hacer. Y además tenía ganas de contárselo. Por otra parte, la historia de Anthony siempre le había parecido muy reveladora.
—¿Y qué hizo Anthony?
—Se la dio, pero su padre siguió sin quererlo y sin sentirse orgulloso de él. Murió poco después del trasplante. En cambio, Anthony y Helena son felices y tienen ya una hija. Lo que quiero decir con esto es que no puedes permitir que el comportamiento de Isabel te envenene. Tú eres una mujer maravillosa y si ella no es capaz de darse cuenta, entonces es quien se lo pierde. Pero, y no es que quiera llevarle la contraria a tu abuelo, todos somos responsables de nuestros actos. Isabel no es así por culpa de su padre, es así porque ella quiere.
Olivia asintió, abrumada por su vehemencia.
—No sabía que fueses tío —dijo al cabo de unos segundos, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de Martí jugando con una niña pequeña—. Ni que tuvieses hermanos. ¿Tienes más o sólo sois Helena y tú?
Marc sonrió y le acarició el pelo. Era obvio que Olivia quería cambiar de tema y, después de la escena con su madre, la comprendía perfectamente.
—Tengo cinco hermanos; tres hermanas y dos hermanos. —Omitió el detalle de que uno era su gemelo.
—¿Y tienes más sobrinos?
—Sí, dos y medio. Guillermo, mi hermano mayor, está a punto de ser padre. Mi hermana Ágata tiene una hija que se llama María y Helena tiene a Carolina.
—¿Cómo se llaman tus otros hermanos?
—Martina y Marc —casi se atraganta al decir su nombre.
—Guillermo, Ágata, Helena, Martina, Marc y Álex —dijo todos los nombres en voz alta—. ¿Qué lugar ocupas tú en la lista?
—El último.
—¿Eres el pequeño? Ahora entiendo muchas cosas, Martí.
—No te pases, que tú eres hija única, Millán. Nunca has tenido que pelearte por tus juguetes, así que un respeto. Tener tantos hermanos es como vivir en una jungla.
—Me habría encantado tener una familia —suspiró ella.
—Y la tienes. Esa gente que hay ahí dentro —señaló la casa de Tomás— son tu familia. Créeme. Mis hermanos habrían reaccionado del mismo modo que ellos, aunque quizá alguna de mis hermanas le habría tirado de los pelos a tu madre.
—Sí —reconoció Olivia—, yo también los quiero mucho. Por eso tenemos que salvar el hotel, Martí.
De repente, Marc lo comprendió todo. Olivia no estaba obsesionada con el hotel; sencillamente, estaba luchando para proteger a sus seres queridos. Y con aquel «tenemos» lo había incluido en el grupo. Sin embargo, él ya había decidido que se iría de allí en cuanto el futuro del negocio estuviese garantizado y, por mucho que se quejase su corazón, iba a seguir adelante con su idea.
—Deberíamos volver —dijo—. Seguro que están preocupados.
—Sí —contestó Olivia, pero no se apartó de él, ni hizo ademán de levantarse—. Gracias por venir a buscarme.
—Gracias por dejarme subir aquí contigo.
Olivia volvió entonces la cabeza y lo miró a los ojos. Esa noche había luna llena y la luz que provenía de las casas más cercanas a la playa los iluminaba lo bastante como para que pudieran verse el uno al otro.
—¿Por qué no me habías hablado nunca de tu familia? —le preguntó intrigada.
Marc se encogió de hombros.
—No lo sé, pero no ha sido premeditado. Desde que llegué aquí, hemos estado muy ocupados con el hotel y además, bueno, ya te he dicho que me desconciertas.
—Ya ha pasado más de un mes —dijo ella casi como para sí misma—. ¿Crees que en el futuro seguiré desconcertándote?
—Estoy seguro de que sí, Millán.
Ella sonrió y levantó una mano para tocarle el rostro. La llevó hasta la mejilla en la que Marc tenía la cicatriz y subió hacia su pelo.
—Es extraño, ¿no te parece?
—¿El qué? —preguntó él con los ojos cerrados.
—La primera vez que te vi no me fijé en ti en absoluto. Si te digo la verdad, hasta que volví a verte en la notaría, casi me había olvidado de tu aspecto.
A él se le encogió el estómago. Álex y él eran idénticos y Olivia estaba afirmando que se había quedado completamente indiferente al ver a su hermano. En ese instante recordó a su madre diciéndoles que, si algún día encontraban a una mujer que podía distinguirlos, se casaran con ella.
—Creo recordar que acababas de pasar una gripe y que sólo nos vimos diez minutos. —Marc repitió lo que le había dicho Álex.
—Sí, ya sé que te parecerá una locura, pero tus ojos… —Le deslizó los dedos por las cejas—. Tus ojos son distintos. El primer día que te vi no les presté atención. Pero en la notaría, no podía dejar de mirártelos. Son… no sé, como un misterio que no puedo resistir la tentación de resolver. Los reconocería en cualquier parte y me extraña que no me fijase en ellos la primera vez.
Marc no podía seguir escuchando aquello. Sencillamente no podía. Decidido, fue a decirle que tenían que irse de allí y volver a casa de Tomás, pero al verla, su propio corazón se lo impidió y lo obligó a besarla.
Lo hizo bajo la luz de la luna y se permitió perderse en aquel beso. Le acarició el pelo y la espalda y luego la rodeó por la cintura y la sentó encima de él. La besó hasta que los latidos de su corazón sonaron más fuertes que las olas del mar y entonces se apartó de sus labios y le recorrió el rostro y el cuello a besos.
La tenía sentada en el regazo, por lo que podía sentir cada curva, cada movimiento, pegado a su cuerpo. Olivia era peligrosa para su cordura, le hacía olvidar quién era y lo que había hecho y le hacía soñar con un futuro que hasta entonces siempre se había negado.
Pero si supiese la verdad no lo besaría de aquel modo. No dejaría que él la besase y la abrazase como si la necesitase para seguir respirando.
Olivia le recorrió la espalda con las manos y se las deslizó por debajo de la chaqueta y de la camiseta. Y de repente las detuvo.
—¿Qué es esto? —le preguntó al tocar la cicatriz que le cruzaba la cintura, justo por debajo del cinturón.
—Otra cicatriz —contestó Marc sin concretar. Y aunque maldijo al destino por ser tan cruel, dio gracias por haber recordado a tiempo por qué debía mantenerse alejado de ella—. Tenemos que volver. —Se puso en pie y saltó a la arena—. Vamos. —Le tendió la mano y Olivia dejó que la ayudase a bajar.
Caminaron unos metros en silencio.
—¿Vas a volver a fingir que no nos hemos besado?
—No. Nos hemos besado —reconoció él. «Y ha sido peor que la primera vez»—. Pero no sé si deberíamos volver a hacerlo —añadió.
—¿Por qué?
—Porque ahora tenemos que centrarnos en el hotel. Tú todavía estás afectada por la muerte de tu abuelo y la visita de tu madre no te habrá ayudado demasiado.
—Si no quieres que nos besemos, o que haya algo más entre nosotros, dilo abiertamente. No hace falta que busques excusas, Martí. Ya somos mayorcitos. Y tampoco me eches a mí la culpa o decidas que lo haces «por mi bien».
—Tienes razón. No pretendía ser condescendiente, lo único que quería decir es que a mí no se me da bien esto de las relaciones. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan a gusto con alguien como contigo y… —Suspiró exasperado—. Supongo que lo que estoy intentando explicar es que tengo miedo de fastidiarlo. Quizá sería mejor dejar las cosas tal como están —concluyó.
—Tranquilo, Martí —dijo ella entrelazando los dedos con los suyos—. No dejaré que lo fastidies.