13

San Francisco

Las negociaciones con el señor Fairmont iban viento en popa. En cambio, las negociaciones con Sara estaban más atascadas que un tratado de paz en Oriente Medio.

Álex ya no sabía qué hacer. Sí, había aceptado salir con él en distintas ocasiones, pero, por más que lo intentara, ella seguía manteniendo las distancias. Era como si hubiese levantado un muro invisible entre los dos y Álex no conseguía encontrar el modo de derribarlo. Ni de saltarlo. Ni de cavar un túnel por debajo. Todo era inútil.

Empezaba a plantearse si quizá no sería mejor intentar olvidarla, porque, al parecer, jamás iba a reconquistarla.

«Eso si la conquistaste alguna vez».

A lo largo de aquellas semanas, había llamado a Marc repetidas veces y estaba fascinado y feliz por el cambio que había notado en su hermano, que volvía a parecer el de siempre, el que era antes de aquel accidente. Álex sospechaba que el mérito recaía en Olivia Millán, aunque, evidentemente Marc se había negado a hablar del tema. Álex le había prometido que no se iría de Estados Unidos hasta haber recuperado a Sara, pero ahora esa meta parecía tan inalcanzable como llegar a la luna.

Sonó el teléfono. Álex miró la pantalla del móvil y vio el número personal del señor Fairmont. Descolgó al instante.

—Buenas noches, señor Fairmont —lo saludó.

—Buenas noches, Álex. Espero no interrumpir nada —dijo el educado caballero.

—No, señor. La verdad es que estoy sentado en el sofá de mi habitación repasando unos informes. —Y si eso no era patético, Álex no sabía qué otra cosa podía serlo.

—Seré breve. He decidido firmar el contrato.

—¿En serio? Quiero decir… —Álex casi se atragantó.

Fairmont se rió un poco al oírlo.

—Sí, en serio. A juzgar por su reacción, deduzco que le he pillado por sorpresa. Ya le dije que estaba interesado en vender el Fairmont a Hoteles Vanity —le recordó.

—Lo sé, señor. Pero creía que quería seguir negociando.

—Los términos de su última oferta me parecen más que aceptables y mi esposa insiste en que cerremos el tema. Está impaciente por ir en busca de esos viñedos de los que le hablé.

En aquel instante, Álex le habría dado un beso a la señora Fairmont.

—Es una gran decisión, señor. Le aseguro que no se arrepentirá. Su hotel estará en muy buenas manos.

—Lo sé. ¿Cuándo podemos firmar?

—Cuando usted quiera —contestó.

—¿Qué le parece dentro de dos días? Así usted tiene tiempo de prepararlo todo y yo puedo comunicárselo a Eddie con calma.

—Perfecto, señor Fairmont.

—Llame a Mathew, él le confirmará el día y la hora. ¿Le parece bien, Álex?

—Por supuesto, señor.

—Nos vemos entonces. Buenas noches.

—Buenas noches.

Colgó y se quedó mirando el móvil durante unos minutos. Luego se pellizcó para asegurarse de que no estaba soñando. Acababa de cerrar el trato del año. Probablemente de su carrera. Y, sin embargo, pasados los segundos de euforia inicial, seguía sintiendo aquel vacío en el pecho.

Aquello no podía seguir así. Él no era así. Igual que el día en que decidió ir a las oficinas de Fairmont, Álex se puso en pie, cogió el móvil, la chaqueta y la cartera y salió del hotel decidido a luchar por lo que quería. O morir en el intento.

Fue caminando hasta el domicilio de Sara; estaba a bastante distancia de su hotel, pero le iría bien que le diese el aire y así podría plantearse si lo que iba a hacer era una locura o un intento desesperado por recuperar la cordura.

Llegó al edificio donde se habían despedido —sin besarla— las dos noches de la última semana en que habían salido y saludó al portero, quien, más o menos, le devolvió el saludo.

Se metió en el ascensor. Por suerte, no subió nadie más con él y Álex se balanceó nervioso sobre los pies. No sabía qué hacer con las manos, así que se las metió en los bolsillos de los vaqueros y empezó a repasar mentalmente todo lo que le diría a Sara. El ascensor llegó a su destino y el sonido de una campanilla anunció que se abrían las puertas.

Salió y se dirigió decidido al apartamento.

Llamó al timbre.

Quizá no estaba.

Volvió a llamar.

¿Dónde podía estar?

Llamó una tercera vez y por fin oyó el sonido de unas pisadas acercándose a la puerta. El cerrojo giró despacio y vio a Sara en pijama.

Todo lo que Álex se había planeado decirle se borró de su mente y la besó. Sencillamente, la besó, aunque aquel beso no tuvo nada de sencillo. Sin separar los labios de los de ella, la guió de nuevo hacia el interior del apartamento y cerró la puerta con un puntapié. Sara le estaba devolviendo el beso, así que, una de dos, o estaba muy dormida y no sabía lo que estaba haciendo, o también lo había echado de menos.

Álex deslizó la lengua por entre sus labios y cuando por fin volvió a notar su sabor, un escalofrío le recorrió el cuerpo y sintió que podía volver a respirar. Le deslizó las manos por la espalda y la abrazó con todas sus fuerzas, cerciorándose de que era ella de verdad la que estaba entre sus brazos y no una imagen conjurada por su imaginación.

Sara lo sujetaba por la camisa como si quisiera impedir que se fuese a alguna parte, y Álex quiso asegurarle que, si se lo permitía, jamás se apartaría de su lado.

Pero entonces recordó la conversación con Fairmont y el dolor que sintió en Barcelona, cuando ella lo dejó en aquel cine, acusándolo de haberla mentido y haberla utilizado.

Se apartó despacio, aunque su cuerpo intentó impedírselo por todos los medios, y la miró. Sara tenía los ojos cerrados y, antes de abrirlos, se pasó la lengua por los labios. Álex pensó que aquél era sin duda el momento más sensual de toda su vida.

Después de deslizarse la lengua por los labios, Sara se los mordió, reteniendo la caricia y el sabor de Álex.

Cuando abrió la puerta y lo vio, pensó que estaba soñando. Y cuando él la besó sin decirle nada, llegó a la conclusión de que efectivamente se trataba sólo de un sueño. De un sueño maravilloso. Sara llevaba días resistiéndose a Álex, porque sabía que si cedía, aunque sólo fuese un poco, terminaría enamorándose de él como en Barcelona. Y no podía correr ese riesgo. No quería. Y no porque creyese aún que era un cretino, ahora ya sabía que no era culpable de su despido y que se arrepentía de no haber hablado con ella antes de elaborar el informe. Sara no quería enamorarse de Álex porque estaba convencida de que, si lo hacía, jamás lo olvidaría. Y aquel beso era prueba de ello.

De repente, él dejó de besarla y ella se mordió el labio inferior para… ¡Se mordió el labio inferior! ¡Aquello no era un sueño! Abrió los ojos y se encontró con Álex de carne y hueso.

—No, no te apartes —dijo él, al notar su reacción.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, sonrojada como nunca antes.

No podía creer que lo hubiese besado de aquel modo. Y que llevase puesto aquel pijama tan ridículo. Vaya día para ponerse el regalo de Navidad de la tía Rosa.

—Quería hablar contigo —dijo Álex, aflojando un poco los brazos pero no demasiado—. Necesito saber qué estás haciendo conmigo.

Entonces la soltó, caminó hasta el sofá que Sara tenía en el comedor y se sentó. Separó las rodillas, apoyó los antebrazos en los muslos y luego se cogió las manos.

—Yo no estoy haciendo nada contigo —dijo ella, todavía a la defensiva. Se sentó también en el sofá, a su lado, pero no lo bastante cerca como para que sus piernas se rozasen.

Álex respiró hondo antes de volver a hablar.

—Cuando nos conocimos en Barcelona, me dejaste entrar dentro de ti y no me refiero al sexo —añadió al instante—, sino a tu alma. Sí, no nos dijimos nuestros apellidos ni dónde trabajábamos, pero te abriste a mí. Y dejaste que yo me abriera a ti. Yo nunca había hecho eso con nadie, Sara. Nunca. Pero ahora, exceptuando el beso que acabamos de darnos, tengo la sensación de que jamás conseguiré volver a acercarme a ti. Es como si hubieses decidido mantener las distancias. Y no puedo soportarlo.

—El sábado que dormimos juntos —dijo ella en voz baja, dispuesta a ser tan sincera como él lo había sido—, me desperté un par de veces y me quedé mirándote. Y recuerdo que pensé que podía pasarme la vida entera despertándome contigo a mi lado. Y me asusté. Pensé que era imposible que hubiese conocido al amor de mi vida en una discoteca. Me dije que probablemente estaba tomándomelo demasiado en serio y que tú no sentías nada de todo aquello, que para ti yo sólo era un rollo de una noche, o de un fin de semana. Luego, el domingo, cuando vi tu nombre en aquella tarjeta, confirmé mis peores temores y aproveché la excusa para salir corriendo.

—¿Hice algo que te hiciese pensar que te consideraba un rollo de una noche? —le preguntó él con expresión dolida—. Dios, Sara, me pasé todo el sábado y todo el domingo diciéndote que nunca había estado con nadie como tú. Te hablé de mi familia, de mi hermano gemelo, te conté todo lo que de verdad importa sobre mí y, si no me falla la memoria, incluso te conté que sólo había tenido dos novias y que casi nunca salía a ligar. Tú misma viste cómo mis amigos se burlaban de mí en la discoteca. ¿Por qué no me creíste?

Ella se encogió de hombros.

—Porque era demasiado bonito para ser verdad y porque tenía miedo de que el domingo, o el lunes, o al cabo de una semana, me llamases para decirme que ya no querías verme más. O que empezases a evitarme y a no devolverme las llamadas.

—O sea que me dejaste antes de que yo pudiera dejarte a ti. Eso, Sara, es una estupidez. Yo no sé qué pasará en el futuro, pero sé que habrá momentos buenos y malos. ¿No te parece idiota eliminar de entrada los buenos? —le preguntó con una leve sonrisa.

—Probablemente. Pero ¿y si un momento bueno termina convirtiéndose en algo horrible? Sería devastador.

—Supongo que ése es un riesgo que todos tenemos que correr. —Álex miró al suelo y se armó de valor para terminar de contarle lo que había ido a decirle—. Hace un rato, me ha llamado el señor Fairmont. Ha aceptado la oferta de Hoteles Vanity y firmaremos la venta dentro de dos días. —Levantó la vista y la miró a los ojos—. Lo siento.

—¿Volverás a Barcelona?

«¿Acabas de perder tu primer gran contrato y me preguntas si volveré a Barcelona?».

—Seguramente. Lamento que no hayas conseguido convencer a Fairmont, pero me temo que él sólo ha utilizado la oferta de Sleep & Stars para que Hoteles Vanity subiese el precio.

—No te preocupes —contestó ella.

—¿Tendrás problemas en el trabajo?

—No creo. Mis jefes sabían que partíamos con desventaja. Fairmont dejó muy claro que prefería vuestra oferta.

—Me alegro —dijo él.

—Supongo que a ti te darán un aumento, ¿no?

—No lo sé. Y la verdad es que ahora no me importa. —Álex se puso en pie y miró nervioso a su alrededor. «Ahora o nunca.»— Estoy enamorado de ti, Sara. Completa y absolutamente enamorado y no me importa si nos conocimos en una discoteca, o si se supone que uno no se enamora del rollo de una noche. Yo siempre había creído que el amor era un invento publicitario, que lo máximo que existía era la atracción física y la compatibilidad de caracteres. —Se rió sin ganas y continuó—: Pero ahora sé que estaba equivocado. El amor existe y no es la sensación maravillosa de la que hablan los cuentos de hadas. Es desgarrador y se aferra al alma. Así que, si no sientes lo mismo por mí, dímelo ahora. Me iré de aquí y haré todo lo que esté en mi mano para arrancarte de mi corazón. Pero si tú también me amas, atrévete a arriesgarte. Yo estoy muerto de miedo, Sara, ahora mismo, tienes el poder de destrozarme y no me importa. —Se acercó a ella y le cogió las manos—. Ya no sé qué hacer para llegar a ti, para volver a tenerte en mis brazos. No tengo nada que perder y todo que ganar. Así que por eso he decidido cometer la mayor locura de mi vida.

Le colocó un dedo debajo de la barbilla y le levantó la cara para mirarla a los ojos.

Los tenía llenos de lágrimas y Álex optó —como siempre— por tomárselo como una buena señal.

—Te amo, Sara. El fin de semana que pasé contigo fue el mejor de mi vida y no puedo soportar la idea de que sea el único que tendré jamás. No sé qué me deparará el futuro, no sé si me quedaré en Barcelona o si algún día viviré en otra parte del mundo. No sé si tendré hijos o si serán niños o niñas y tampoco sé si seré un viejo cascarrabias o si moriré antes de llegar a la vejez. No lo sé, Sara. Pero sé que quiero averiguarlo contigo.

Ella no dijo nada. Nada en absoluto y Álex tuvo la sensación de que podía notar cómo se le rompía el corazón. Apartó la mano y dio un paso hacia atrás. Lo mejor sería que se fuese de allí cuanto antes.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Sara y la hizo reaccionar. Era una hipócrita, una cobarde. Había juzgado y sentenciado a Álex por algo que él nunca haría y, con ello, había estado a punto de perder para siempre la posibilidad de ser feliz. Había decidido que él la consideraba un rollo de una noche, cuando en realidad así era como ella lo había tratado a él. El domingo, en la puerta del cine, ni siquiera lo había escuchado. Y allí, en Estados Unidos, a pesar de que le había demostrado una y otra vez que era sincero, había insistido en mantener las distancias.

Era un milagro que siguiese amándola. Y no sólo eso, aquella confesión de amor era sin duda lo más hermoso y maravilloso que le habían dicho nunca, mientras que ella no le había dicho algo bonito ni siquiera una vez. Y ahora él estaba a punto de irse de su vida para siempre.

—No —balbuceó y le rodeó el cuello con los brazos para besarlo con toda el alma.

Álex tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo le devolvió el beso con todas sus fuerzas. Pero de repente lo interrumpió y la miró a los ojos.

—¿Esto significa que estás dispuesta a darnos una oportunidad?

—Significa que te amo, Álex. El fin de semana que pasé contigo también fue el mejor de mi vida y siento haber tenido miedo y no haberme dado cuenta.

—No pasa nada —contestó emocionado, acariciándole el rostro.

—¿Sabes qué quiero hacer ahora, Álex? —le preguntó ella tras darle otro beso.

Él enarcó las cejas y Sara sonrió.

—Dormir contigo.

Álex le devolvió la sonrisa y contestó:

—Si de mí depende, nunca más volverás a dormir sola.