Lo que vio Olivia al llegar a la cocina no la sorprendió en absoluto, pero dio gracias de que Álex no la acompañase. Habría creído que estaban todos locos y se habría ido de allí como alma que lleva el diablo.
«¿No habíamos quedado en que querías echarlo? No, no, sólo va a quedarse unos meses. Tres como máximo. Ni loca te plantees la posibilidad de que se quede más tiempo».
Manuel estaba frente a los fogones, batallando con una sartén mientras no dejaba de gritar que su esposa le había arrancado el corazón y que se moriría sin ella. Los dos únicos camareros que se habían atrevido a entrar en la cocina estaban atrincherados tras unas ollas y aprovechaban cualquier despiste de Manuel para coger lo que necesitaban y salir corriendo. Pedro era uno de esos valientes y, cuando vio entrar a Olivia, suspiró aliviado.
—Manuel, deja esa sartén en paz —dijo ella—. Terminarás haciéndote daño.
—¡Me da igual, sin Lucrecia la vida no tiene sentido! —exclamó el hombre y echó un chorro de vino a otra sartén que debía de rondar los noventa grados. Salieron unas llamas más que considerables.
Aquellos dos iban a ganar un Oscar de Hollywood.
—¡Apártate, mi amor! —gritó Lucrecia cogiendo el extintor.
Manuel lo hizo y, cual actor salido de un culebrón, arrancó el extintor de las manos de su esposa y se enfrentó al fuego como si fuesen las fauces de un dragón.
Olivia terminó empapada en el proceso.
—¡Perdóname, amor!
—¡No, perdóname tú!
Los Borgia se fundieron en un beso y Pedro fue a decir al resto de los camareros que ya podían entrar en la cocina sin temer por su vida.
—Bueno —dijo Olivia pasándose una mano por la frente para retirarse la espuma—, como veo que ya no me necesitáis, iré a cambiarme.
El matrimonio ni siquiera se enteró de que se iba, pero a ella no la molestó. Sabía que cuando se les pasara la euforia irían a disculparse e insistirían en compensarla de alguna manera. Normalmente, solían sobornarla con una buena comida.
Ya en su habitación, se quitó la ropa empapada y se duchó para eliminar el olor de la espuma del extintor, que además era muy pegajosa. Habría podido quedarse allí un rato, descansando, a nadie le habría extrañado, pero tras tumbarse unos segundos en la cama, se puso en pie y se acercó al armario. Se quedó pensativa mirando la ropa.
Ella siempre se había sentido cómoda consigo misma. Después de criarse con una mujer obsesionada con el físico y con la moda, Olivia sabía valorar ambas cosas en su justa medida. Y, aunque ahora tuviese en el despacho el primer chico que le parecía interesante en mucho tiempo —«No te engañes, Olivia, nunca ninguno te había parecido tan interesante»—, no iba a cambiar. Así que, tras sacudir la cabeza para despejarse, metió la mano en el armario y sacó unos pantalones beige hasta los tobillos, una camisa blanca con un estampado de cerezas y unas bailarinas rojas.
Miró el reloj y se apresuró. Si se daba prisa, todavía podría comer algo del plato que probablemente había preparado Lucrecia para recuperar el cariño de sus compañeros.
¿Qué habría cocinado hoy?, ¿pasta, pescado? ¡Quizá aquella lasaña tan maravillosa que se derretía en la boca!
Abrió la puerta y comprobó que no había ni rastro de Manuel ni de Lucrecia y que la cocina estaba relativamente intacta. Y, sí, del horno salía aquel olor a lasaña. Cerró los ojos y respiró hondo para impregnarse del aroma. Se serviría un plato bien grande y una copa de vino. Se la había ganado.
—Hola.
Olivia dio un salto, volviéndose de golpe.
El hombre interesante estaba en medio de la cocina.
—Lo siento —dijo el propietario de aquella voz que tanto la había sobresaltado—. He estado hasta ahora en el despacho. He ido a la cafetería a buscar un bocata, pero Pedro me ha dicho que lo mejor de las peleas entre Manuel y Lucrecia es que después ella cocina unos platos buenísimos y prácticamente me ha obligado a venir a la cocina. Puedo irme, si prefieres estar sola.
—No, qué va. Es que estaba atontada pensando en la lasaña y no esperaba verte aquí. —Se acercó al horno y sacó la bandeja. Todavía quedaban tres o cuatro raciones—. Hay de sobra para los dos. —Se agachó y cogió dos platos blancos de los que utilizaban los empleados para comer—. Hay agua y zumos en la nevera y también vino blanco. El tinto está en la bodega. Y los vasos y las copas en aquel armario.
Le dio instrucciones mientras iba señalando los distintos lugares. Nevera. Bodega. Armario.
Marc reaccionó al instante.
—¿Tú qué quieres beber?
—Creo que hoy me merezco una copa de vino —dijo, mientras servía dos generosas raciones de lasaña.
—Ah, sí, Pedro me ha contado lo del fuego y lo del extintor —comentó, intentando no reírse. Le habría gustado verla cubierta de espuma.
—Sí, bueno, podría haber sido peor. No sabía que la espuma fuese tan pegajosa.
—Oh, vamos, no me dirás que nunca has ido a una fiesta de la espuma —dijo, cogiendo una copa para ella y un vaso para él.
—Nunca —afirmó Olivia.
—No me lo creo —insistió Marc—, vives en un pueblo de playa, en una zona que recibe millones de turistas. Es imposible que no hayas estado jamás en una fiesta de la espuma.
—Pues no lo he hecho. —Olivia cogió los cubiertos y dos servilletas y se acercó a la mesa de la cocina. Una mesa larga para veinte comensales con un banco a cada lado en vez de sillas.
—Vaya, ¿has sido camarera? —le preguntó Marc al ver la pericia con que lo colocaba todo.
—He sido camarera, he preparado habitaciones, he limpiado la piscina, he atendido la recepción y he sido animadora infantil. He sido de todo. Por eso probablemente no he ido nunca a una fiesta de la espuma.
—¿Tu abuelo te obligaba a trabajar todo el verano?
—En realidad, tenía que suplicárselo —confesó Olivia—. Siempre me ha encantado el hotel. Prefería estar aquí que en la playa. Además, así podía ayudarlo. Al principio, se negaba, pero al final lograba convencerlo.
—No me extraña —dijo Marc, quedándose de nuevo fascinado con el hoyuelo que aparecía en una de sus mejillas cuando sonreía.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó ella cogiendo la copa de vino.
—Por nada. —Él cogió su vaso y se sirvió agua—. Bueno, supongo que todavía estás a tiempo de asistir a una.
—¿Asistir a una fiesta de la espuma? ¿Yo? Estás loco.
—Es divertido.
—Tiene que ser asqueroso.
—Y divertido. —Marc probó la lasaña y abrió los ojos como platos—. ¡Está buenísima!
—Sí, es una lástima que Lucrecia sólo la haga cuando se pelea con Manuel.
—Ya, pero supongo que es una suerte que no se peleen a diario. Por lo que he oído mientras tú no estabas, ni la cocina ni los empleados sobrevivirían.
—Tienes razón —afirmó Olivia—. Supongo que siempre hay varias maneras de ver las cosas.
—En ocasiones sólo hay una —sentenció él—, pero ésta no es una de ellas.
Al oír esa frase tan extraña, Olivia apartó la vista del plato de lasaña y miró a Martí, pero al ver que él tenía la mirada perdida, no dijo nada. Ella siempre había sido bastante empática, por eso probablemente nunca se había llevado bien con su madre, pues ésta tenía la profundidad de un plato llano. En ese momento, tuvo la sensación de que Martí estaba recordando algo doloroso, o como mínimo desagradable, y que no quería contárselo. Algo lógico, pues acababan de conocerse. Así que respetó su silencio y permanecieron callados hasta que él quiso.
—Tomás se ha pasado por el despacho.
—Sí, me he cruzado con él —contestó ella, sin hacer ningún comentario acerca del silencio anterior.
—Se ha sorprendido al verme. —Vio que Olivia se sonrojaba y continuó—: Parecía muy convencido de que ibas a echarme y me ha preguntado cómo logré hacerte cambiar de opinión.
—Yo, el día de la lectura del testamento… —No quería contarle que había cambiado de opinión por la frase que él le había dicho antes de irse a Barcelona.
—No te preocupes, entiendo perfectamente tu reacción. Yo habría sido mucho más malpensado que tú. Sólo te cuento lo de Tomás porque quería que supieses que le he explicado lo que decidimos ayer, lo de los tres meses. Espero que no te importe. Luego he pensado que quizá debería habértelo preguntado antes.
—No, has hecho bien. Yo misma se lo habría contado, pero Tomás no duerme en el hotel y esta mañana cuando le he visto se me ha pasado. No hay ningún problema. Tomás es como de la familia.
—Él ha dicho lo mismo.
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Yo le he preguntado por qué tu abuelo y tú tolerabais que Manuel y Lucrecia montasen estos números, y que conste que todavía no había probado esta lasaña, si lo hubiese hecho, jamás me lo habría cuestionado. En fin, Tomás me ha respondido que los dos son como de la familia.
—Y lo son —afirmó ella, comiendo el último trozo de lasaña que le quedaba en el plato—. Estoy llena.
—Y yo. Tengo que volver al ordenador, todavía no he terminado de repasar todas las cuentas.
Le estaba costando. Marc había estudiado contabilidad y finanzas, pero de eso hacía muchos años y, aunque Álex no había mentido al decir que tenía una memoria casi fotográfica, no era ningún genio.
—¿Crees que podremos hacer algo para mejorar la situación del hotel?
—Todavía no lo sé. Dame un par de días para terminar de ponerme al corriente, y luego vemos juntos qué se nos ocurre. ¿De acuerdo?
Olivia se quedó mirándolo. Ella siempre había creído que con su abuelo formaban un equipo perfecto, pero ahora, con Álex Martí hablándole de buscar soluciones juntos, pensó que quizá no lo habían sido tanto. Su abuelo siempre decidía las cosas y luego a ella le parecían bien o no. Si se daba el primer caso, la decisión de Eusebio se materializaba. Si se daba el segundo, discutían acaloradamente y, al final, la decisión de él era la que se adoptaba.
—De acuerdo, Martí.
—Fantástico, Millán.
Marc se puso en pie, recogió los platos y los cubiertos y se acercó al fregadero para lavarlos. Olivia se colocó a su lado y los secó. Desde allí podía ver perfectamente la cicatriz que le cruzaba la mejilla. Tenía que haber sido muy doloroso, pensó, y apartó de nuevo la vista para que él no la pillase mirándolo. Estaba tan concentrada secando los platos y esforzándose por disimular que no oyó el ruido de la puerta trasera abriéndose ni los gritos de Tomás.
—¡Tosca, ven aquí en seguida! ¡Tosca! ¡He dicho que vengas aquí!
Un pastor alemán entró a toda velocidad en la cocina y, con las patas delanteras en alto, se lanzó encima de Olivia para lamerla. Si Marc no hubiese estado allí, Olivia y el perro habrían terminado en el suelo. Pero estaba, así que, cuando Tosca intentó saludar a su dueña con tanta efusividad, colocó las manos en la cintura de Olivia y absorbió el golpe. Ella quedó atrapada entre el torso de Marc y las patas y las babas de Tosca.
Con la espalda pegada al torso de él, Olivia podía notar cómo le latía el corazón. Y también podía olerlo. Debería estar prohibido que un hombre oliese tan bien, y que, además, tuviese unas manos tan bonitas que parecían encajar a la perfección en su cintura.
«Para, Olivia», se dijo a sí misma.
Por fortuna, las babas de Tosca se encargaron de hacerla volver a la realidad.
—Al suelo, Tosca. Al suelo —le dijo a su perra, que evidentemente la ignoró.
Marc apartó una mano de la cintura de Olivia y la fue subiendo despacio, pasó junto a sus costillas, le acarició el antebrazo y luego, ya cerca del cuello, le acarició la oreja levemente y como si fuese sin querer.
Ella contenía el aliento y a él se le había acelerado el corazón. Entonces, Marc cogió el collar de Tosca y tiró del animal hacia abajo sin hacerle ningún daño.
—Buena chica, Tosca —le dijo a la perra agachándose a su lado—. Buena chica. —Le acarició las orejas y el cuello y vio que era un animal bien cuidado. Le pasó levemente la mano por el dorso y le tanteó las vértebras. Le echó también un vistazo a los dientes—. Es preciosa. ¿Hace mucho que la tienes?
Olivia tardó varios segundos en reaccionar. Eso sí que no, era imposible que Martí también hubiese seducido a Tosca, a su perra, que odiaba a los hombres. A todos, incluido a su abuelo.
«Y ahora, mírala, está en éxtasis. Tú también te has puesto a babear como una idiota cuando has creído que iba a besarte. No, qué va, yo no he creído nada de eso».
—Millán, ¿estás bien? —La voz de él la sacó de su ensimismamiento y Olivia dejó de discutir consigo misma.
—Sí, estoy bien. Lo siento. Hace seis años.
—Es preciosa, tiene un pelaje increíble y unos ojos extraordinarios. ¿De dónde la sacaste? En esta zona los pastores alemanes suelen tener los ojos de otro color y son un poco más pequeños.
—¿Sabes cómo son los pastores alemanes de esta zona?
Marc se maldijo por la metedura de pata, pero cuantas más horas pasaba con Olivia, más le costaba recordar que estaba allí fingiendo ser quien no era.
—Me gustan mucho los animales —dijo sin especificar.
—A mí también.
—¿Has tenido muchas mascotas? —le preguntó muy interesado.
Era un placer poder preguntarle algo sin pensar en si Álex se lo habría preguntado.
—No, Tosca es la primera que tengo, aunque a veces creo que es ella la que me tiene a mí. No sé si me entiendes.
—Perfectamente. ¿Tu abuelo no te dejaba tener animales?
Marc siguió acariciando a Tosca y Olivia también se agachó y le pasó la mano por el lomo. Y a él le pareció que era algo extrañamente íntimo, hacerle mimos al mismo tiempo a un perro que los miraba como si fuesen el centro de su universo.
—Al contrario, llevaba años insistiendo en que tuviese alguna mascota, pero yo no me animaba. Un animal de compañía es una responsabilidad muy grande y siempre tengo tanto trabajo que pensé que no podía hacerle eso a nadie, ni siquiera a un pececito de colores. El pobre habría terminado muerto en una semana.
—¿Y qué te hizo cambiar de opinión?
—Mi abuelo me regaló a Tosca cuando…
—Lo siento, Olivia, se me ha escapado. —La llegada de Tomás, que apenas podía respirar tras la carrera, interrumpió la frase.
—No te preocupes, Tomás. Muchas gracias por cuidármela. Tosca tiene su propia casita en la parte trasera del hotel, pero el otro día cogió una indigestión por culpa de los hijos de unos huéspedes, que la atiborraron de dulces, y Tomás se la llevó a su casa —le explicó a Marc.
—¿Qué le recetaron?
Ella lo miró extrañada, pero respondió de todos modos.
—¿Y se lo ha tomado todos los días? ¿Has notado si está más acelerada de lo habitual? —le preguntó a Tomás.
—Sí, se lo ha tomado todos los días. Y ahora que lo dices, la verdad es que sí que me ha parecido que estaba más acelerada, pero he pensado que era porque echaba de menos a Olivia.
—Es un efecto secundario de esa medicación, yo la cambiaría por esta otra. —Casi sin pensar, se sacó un papel y un bolígrafo del bolsillo trasero de los vaqueros—. Mezclada con la comida, ni se enterará de que se la ha tomado y mejorará en seguida. ¿No es así, Tosca?
Le acarició el morro y la perra le lamió la mano.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Olivia atónita, tanto por el comportamiento de Tosca como por el de Martí.
—Tuve un perro al que le pasó lo mismo —contestó él con una verdad a medias.
Tuvo un perro al que le pasó exactamente eso, pero no era su mascota, sino su paciente.
—Iré a comprarlo ahora mismo —aseguró Tomás—. Vamos, Tosca, vamos.
La perra no se movió.
—¿Sabes, qué? Creo que iré a la playa a pasear un rato para digerir la lasaña —dijo Marc poniéndose en pie—. ¿Te vienes, Tosca?
La perra movió la cola y se pegó a sus muslos.
—No tardaré, Millán. ¿No te importa, verdad?
Olivia también se incorporó y pasó la vista de Tosca a Martí y viceversa.
—No, por supuesto que no —contestó cuando recuperó el habla.
—¿Te quieres venir? —la invitó Marc, más nervioso de lo que quería reconocer y de lo que dejó entrever.
—¡Olivia, Olivia! Te necesito en recepción —llamó Natalia, entrando acalorada en la cocina.
—¿Qué pasa?
—Roberto —se limitó a responder la chica.
—Id los dos a pasear —le dijo Olivia a Marc—. Yo tengo que ir a salvarle el pescuezo a Roberto. Otra vez.
«Y a analizar por qué tengo celos de mi perra».