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—Has conocido a una chica. —Marc repitió las palabras de su hermano.

—Sí —dijo Álex sin poder reprimir una sonrisa—. Se llama Sara.

—Me alegro por ti —lo felicitó sincero—, pero ¿qué tiene eso que ver conmigo y mi trabajo?

—Hace cosa de un año, fui a visitar un hotel en la Costa Brava; la cadena estaba interesada en comprarlo y me pidieron que hiciese una valoración y una oferta a su propietario.

—Me acuerdo, se llamaba Hotel Las Vegas, ¿no?

Los dos hablaban a menudo de sus respectivos trabajos. Normalmente, las anécdotas de Álex eran más entretenidas e interesantes, pues trabajaba en una multinacional hotelera que se estaba expandiendo por España, mientras que Marc era un veterinario más del zoo de Barcelona. O lo había sido hasta esa semana.

—Hotel California —lo corrigió su hermano—, pero te has acercado bastante. El señor Millán, el propietario, rechazó la oferta y yo me fui de allí convencido de que nunca más volvería a saber de él. Sin embargo, tres semanas más tarde, me llamó y me pidió que fuese a verlo. La verdad es que resultó una conversación muy interesante.

—¿Y fuiste?

—No, no pude. Esa semana tenía que ir a Sevilla y a Málaga —se justificó—, pero Millán me contó que quería contratarme como asesor o algo por el estilo. Quedamos en que me llamaría al cabo de unas semanas; insistió mucho en que yo no me pusiese en contacto con él —puntualizó—, creo que no quería que nadie se enterase de que me había llamado. En fin, pasaron los días y no recibí noticias suyas, de modo que supuse que había cambiado de opinión y que ya no estaba interesado.

—Sigo sin entender qué tiene eso que ver conmigo o con que hayas conocido a una chica.

—Millán ha muerto —dijo Álex de sopetón.

—Vaya. —Eso sí que no lo había visto venir.

—Y la semana pasada recibí una carta de su nieta, que por cierto carece de la simpatía del abuelo, exigiéndome que fuese al hotel en una fecha concreta, porque, si no, no podían leer el testamento —continuó Álex.

—¿Estás incluido en el testamento de ese hombre? —le preguntó Marc atónito.

—No lo sé, pero la carta de la nieta iba acompañada de otra de un bufete de abogados y el tema parecía serio. La lectura del testamento está prevista para el lunes de la semana que viene a las diez de la mañana.

—Pues entonces no tendrás más remedio que ir —señaló Marc, que seguía sin entender adónde quería ir a parar su gemelo.

—No puedo. El domingo tomo un vuelo para San Francisco y no volveré hasta dentro de dos o tres semanas.

—¿A San Francisco? —Empezaba a adivinar qué favor iba a pedirle, pero no se lo iba a poner fácil.

—En la central me han pedido que vaya a ayudar al equipo que se encarga de la compra de uno de los hoteles más antiguos de la ciudad.

—¿Y no puedes decirles que llegarás el martes o el miércoles? Son hoteles, Álex, no se irán a ninguna parte.

—Al parecer, hay otra cadena interesada en comprar ese hotel en particular y cada día que pasa es de vital importancia. De no ser por tu desaparición —añadió, mirándolo a los ojos—, me habría ido hoy mismo.

—Oh, vamos, Álex. No eres imprescindible y además ya no somos unos niños. No pienso hacerlo.

—Todavía no te he pedido nada —se defendió su hermano algo sonrojado y a él lo tranquilizó ver que Álex no tenía la situación tan controlada como creía.

—Ya, claro, y yo soy idiota. Tengo resaca, pero todavía me quedan unas cuantas neuronas capaces de sumar dos y dos. Quieres que el lunes vaya a la lectura del testamento de ese hombre y me haga pasar por ti.

—¿Lo harás? —Lo miró esperanzado.

—Ni hablar. La gente no es tonta, Álex. Todavía no sé cómo lo conseguimos en la universidad, pero no pienso volver a fingir que soy tú. Y no deberías pedírmelo.

—¡Oh, vamos, no te pongas ahora en plan santurrón! No te estoy pidiendo nada del otro mundo. Sólo serán un par de horas, cuatro como mucho. Y lo único que debes hacer es presentarte allí, escuchar lo que te digan esos abogados y marcharte. No tendrás ningún problema.

—Tú mismo has dicho que la nieta del señor…

—Millán —le recordó Álex el apellido.

—… como se llame, te mandó una carta muy antipática. Seguro que se acuerda perfectamente de ti y que cuando me vea —se señaló la cicatriz que le cruzaba la mejilla— sabrá que no soy tú.

—Te equivocas —respondió su hermano, seguro de que terminaría por convencerlo—. A la señorita Millán sólo la vi una mañana y no estuvimos más de diez minutos juntos. Y en el caso de que tuviese memoria fotográfica y se acordase, ha pasado un año. La cicatriz es fácil de explicar.

—¿Y cómo justifico que no tengo ni idea del sector hotelero, o que nunca he estado en su hotel?

—No te hagas el tonto. Quizá la señorita Millán no tenga memoria fotográfica, pero tú sí. Seguro que recuerdas todo lo que te he contado del hotel y puedo pasarte las notas que tomé. Si quieres verlo, sólo tienes que meterte en Internet. Además, nadie te preguntará nada de nada. La lectura del testamento se hará en una notaría y, cuando termine, te puedes volver aquí sin darle ninguna explicación a nadie.

—No he aceptado ayudarte.

—Oh, vamos, Marc, por favor. Has de hacerlo.

—¿Por qué? Y ahora dime el verdadero motivo, por qué es tan importante tu viaje a San Francisco.

Su hermano se pasó las manos por el pelo y tomó aire.

—Sara —confesó.

—¿Sara?

—La conocí hace tres meses —empezó Álex—. Pasamos juntos el fin de semana.

Por el modo en que escogía las palabras, Marc supo que tras esas dos frases se escondía una historia mucho más interesante de lo que su hermano dejaba entrever.

—No me lo contaste —dijo.

—No. No quería hablar de ello —explicó Álex—. La noche del domingo fuimos al cine. Yo pagué las entradas y las palomitas y le pedí que me sujetase la cartera un segundo.

—¿Y? —Marc supuso que aquello iba a llegar a alguna parte.

—Se me cayó una tarjeta de visita. Sara la recogió y vio el nombre de la empresa y mi apellido. Hasta entonces no se lo había dicho.

—¿Y qué tiene de raro nuestro apellido? Que yo sepa, no tenemos ninguna prima llamada Sara —bromeó él.

—Sara trabajaba en la sede de Nueva York de los Hoteles Vanity. —Era el nombre de la cadena para la que Álex trabajaba—. La despidieron por mi culpa.

Marc intentó no reírse.

—¿Por tu culpa?

—Su equipo perdió una operación importante y en la central me pidieron que elaborase un informe sobre si tenía sentido que la cadena mantuviese la sede de Nueva York. Al parecer, me hicieron caso a medias y decidieron despedir a Sara y comentarle lo del informe.

—Joder, Álex, eso sí que es tener mala suerte.

—Ella es de Barcelona y, al perder el trabajo, vino a pasar unos días con su familia.

—Y entonces fue cuando la conociste.

—Sí. Ni te imaginas lo que pasó en el cine —dijo su hermano al recordar los insultos y las acusaciones de Sara—. Yo intenté explicarme, pero ella no me escuchó y se montó en un taxi que tuvo el detalle de pararse justo delante de la puerta del cine Verdi.

—Y ahora ella está en San Francisco; por eso quieres ir, ¿no? —supuso él.

—Ojalá fuera tan sencillo.

—¿Qué quieres decir?

—Sara es la representante de la otra empresa que desea quedarse con el hotel de San Francisco.

—Vaya —dijo Marc, levantando ambas cejas.

—Sí, vaya. Después de que me dejase plantado en el cine, intenté buscarla como un poseso. Pero los datos que teníamos en la oficina no me servían, pues, evidentemente, su teléfono ya no era el de la empresa. Tampoco encontré el número de casa de sus padres.

—Y supongo que ella no te lo dio.

—Supones bien —contestó Álex escueto—. Si hablo con mi jefe y le digo que no puedo ir a San Francisco, probablemente no se lo tomará nada bien. Si le cuento lo del testamento no tendrá más remedio que aceptarlo, al tratarse de un tema legal y todo eso, pero te aseguro que mandará a otro. Y tengo que ver a Sara, Marc. Tengo que verla. Allí, ella no tendrá más remedio que escucharme, aunque sólo sea para negociar la compra del hotel que quiere arrebatarle a la cadena Vanity.

Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos, hasta que Marc le preguntó, mirándolo a los ojos:

—¿De verdad te importa tanto?

—Más que nada —respondió Álex sin dudarlo y luego esbozó una triste sonrisa—. Sé que parezco un loco. Sólo estuvimos juntos dos días, pero tengo que hablar con ella. Al menos una última vez.

—Ya sabía yo que esta conversación iba a terminar fatal. Está bien, Álex, iré a la notaría y me haré pasar por ti. Pero más vale que…

No pudo terminar la frase, pues su perfecto y normalmente poco efusivo hermano gemelo lo abrazó.