La muerte de D’Artagnan

Contrariamente a lo que acontece siempre, en política como en moral, todos cumplieron sus promesas e hicieron honor a sus compromisos.

El rey llamó al señor de Guiche y desterró al caballero de Lorena, lo cual ocasionó a Monsieur una enfermedad.

Madame marchó a Londres, donde se aplicó con tanto empeño a hacer apreciables en el ánimo de Carlos II, su hermano, los consejos políticos de la señorita de Keroualle, que se firmó por fin la alianza entre Francia e Inglaterra, y los barcos ingleses, aparejados por algunos millones de oro francés, hicieron una terrible campaña contra las escuadras de las Provincias Unidas.

Carlos II, que había prometido una gracia a la señorita de Keroualle por sus excelentes consejos, la hizo duquesa de Portsmouth.

Colbert había prometido al rey, buques, municiones y victorias; y, como se sabe, cumplió su palabra.

Por último, Aramis, en cuyas promesas podía fiarse menos que en las de los demás, escribió a Colbert la carta siguiente, relativa a las negociaciones de que se había encargado en Madrid:

Señor Colbert:

Tengo el honor de enviaros al R. P. Oliva, general interino de la Compañía de Jesús y sucesor mío provisional.

El reverendo padre, señor Colbert, os enterará de que conservo la dirección de todos los asuntos de la Orden que conciernen a Francia y España; pero no quiero conservar el título de general, que arrojaría demasiada luz sobre la marcha de las negociaciones que se digna encargarme Su Majestad Católica. Recobraré el título, por orden de Su Majestad, cuando lleguen a buen término los trabajos que, de acuerdo con vos, he emprendido para la mayor gloria de Dios y de su Iglesia.

El R.P. de Oliva os enterará también, señor, del consentimiento otorgado por Su Majestad Católica a la firma del tratado que afianza la neutralidad de España, en caso de guerra entre Francia y las Provincias Unidas.

Tal consentimiento será válido aun cuando Inglaterra, en vez de tomar una parte activa, se contente con permanecer neutral.

Respecto a lo que ya tenemos hablado concerniente a Portugal, puedo aseguraros que esta nación contribuirá con todos sus recursos a ayudar en la guerra al rey Cristianísimo.

Os suplico, señor Colbert, me conservéis vuestra amistad, creáis en mi profunda adhesión, y pongáis mis respetos a los pies de Su Majestad Cristianísima.

Firmado: DUQUE DE ALAMEDA.

Aramis, por tanto, había hecho más que lo que había ofrecido; faltaba saber de qué modo el rey, el señor Colbert y el señor de D’Artagnan serían fieles unos para otros. En la primavera, como lo había predicho el señor Colbert, el ejército de tierra entró en campaña.

Precedió, en magnífico orden, a la corte de Luis XIV, que a caballo y rodeado de carrozas ocupadas por damas y cortesanos, conducía la flor de su reino a aquella fiesta sangrienta.

Verdad es que los oficiales del ejército no escucharon más música que la artillería de los fuertes holandeses; pero fue suficiente para muchos que encontraron en aquella guerra, honores, ascensos, la fortuna o la muerte.

El señor de D’Artagnan marchó, mandando un cuerpo de doce mil hombres, caballería e infantería, con los cuales recibió orden de tomar las distintas plazas, que formaban los nudos de aquella red estratégica llamada la Frisia.

Ningún ejército fue llevado con mayor gala a una expedición. Los oficiales sabían que su jefe, tan prudente, tan astuto como bravo, no sacrificaría un hombre ni una pulgada de terreno sin necesidad.

Tenía las viejas costumbres de la guerra: vivir sobre el país, sostener al soldado cantando, y al enemigo llorando.

El capitán de los mosqueteros del rey ponía el mayor esmero en demostrar que sabía bien su oficio.

Jamás se vieron ocasiones mejor escogidas, golpes de mano con tanto acierto apoyados, ni faltas del enemigo tan bien aprovechadas. El ejército de D’Artagnan tomó doce plazas pequeñas en un mes.

Estaba en la decimotercera, y ésta resistía hacía cinco días. D’Artagnan mandó abrir brecha sin cuidarse de suponer que los sitiados pudieran sostenerse tanto tiempo.

Los gastadores y los trabajadores eran, en el ejército de aquel hombre, un cuerpo lleno de emulación, de ideas, y de celo, porque los trataba como soldados, sabía hacerles adquirir gloria en las fatigas, y nunca les obligaba a matar sino cuando no podía impedirlo.

Y era de ver el afán con que descuajaba las pantanosas glebas de Holanda. Aquellos turbales y aquellas gredas se fundían, al decir de los soldados, como la manteca en las inmensas sartenes de las amas frisonas.

D’Artagnan expidió un correo al rey para darle noticia de los últimos triunfos, lo cual redobló el buen humor de Su Majestad, así como sus disposiciones para obsequiar a las damas.

Las victorias del señor de D’Artagnan daban tanta majestad al príncipe, que madame de Montespan sólo le llamaba Luis el Invencible.

De suerte, que la señorita de La Vallière, que no llamaba al rey más que Luis el Victorioso, perdió mucho en la gracia de Su Majestad. Por otra parte, casi siempre tenía los ojos enrojecidos y, para un invencible, nada es tan fastidioso como una querida que llora, cuando todo sonríe en torno suyo. El astro de la señorita de La Vallière se eclipsaba en el horizonte entre nubes y lágrimas.

Pero el regocijo de madame de Montespan aumentaba con los éxitos del rey, a quien consolaba de las demás desgracias. Todo esto lo debía el rey al señor de D’Artagnan.

Su Majestad quiso recompensar sus servicios, y escribió lo siguiente:

Señor Colbert, debo cumplir una promesa al señor de D’Artagnan, que cumple las suyas. Ha llegado la hora de hacerlo, y al efecto se os facilitarán oportunamente las órdenes precisas.

LUIS.

Colbert, en consecuencia, entregó al oficial, enviado de D’Artagnan, una carta para éste y un cofrecillo de ébano incrustado en, oro, que en apariencia no era muy voluminoso, pero que indudablemente debía pesar mucho, puesto que se dieron al mensajero cinco hombres a fin de ayudarle a llevarlo.

En cuanto llegaron al frente de la plaza que sitiaba el señor de D’Artagnan, es decir, al anochecer, dirigiéronse al alojamiento del general.

Allí supieron que el señor de D’Artagnan, disgustado por una salida que había hecho el gobernador de la plaza, hombre solapado; y en la cual había logrado cegar las obras, matar setenta y siete hombres, y dar principio al reparo de una brecha, acababa de ponerse al frente de diez compañías de granaderos para comenzar los trabajos.

El enviado del señor Colbert tenía orden de presentarse al señor de D’Artagnan doquiera que estuviera y a cualquiera hora del día o de la noche.

Por tanto, encaminóse hacia las trincheras seguido de su escolta.

D’Artagnan se hallaba al descubierto de los fuegos, con su sombrero galoneado, su largo bastón y sus grandes paramentos dorados. Mordisqueaba su bigote blanco, y sólo se ocupaba en sacudir con la mano izquierda el polvo que arrojaban sobre él al pasar los proyectiles que agujereaban el suelo.

En medio de aquel espantoso fuego que llenaba el aire de silbidos, veíase a los oficiales manejar la pala, a los soldados arrastrar los carretones, mientras que enormes fajinas, conducidas por diez o veinte hombres, cubrían el frente de la trinchera, vuelta a abrir por aquel esfuerzo del general animando a los suyos.

Todo había quedado restablecido en tres horas. D’Artagnan empezaba a hablar más dulcemente. Se calmó del todo cuando el jefe de los gastadores fue a decirle, sombrero en mano, que la trinchera se hallaba practicable.

Apenas hubo acabado de hablar aquel hombre, cuando una bala le llevó una pierna y cayó en brazos de D’Artagnan.

Éste levantó al soldado, y tranquilamente, con toda suerte de halagos, lo bajó a la trinchera, entre los entusiastas aplausos de los regimientos.

Desde aquel momento no fue ardor el de éstos, sino delirio; dos compañías corrieron ocultas hasta las avanzadas, y las destrozaron de una embestida. Cuando sus compañeros, contenidos por D’Artagnan con gran trabajo, las vieron dueñas de los baluartes, arrojáronse del mismo modo, y al punto se dio un asalto furioso a la contraescarpa, de la cual dependía la salvación de la plaza.

D’Artagnan comprendió que sólo le quedaba un medio para contener a sus tropas, y era el hacer que se apoderasen de la plaza; por tanto, las lanzó en masa contra dos brechas, que los sitiados se ocupaban en reparar. El choque fue terrible; dieciocho compañías tomaron parte en él, y el capitán se situó con el resto a medio tiro de cañón para sostener el asalto por escalones.

Oíanse claramente los gritos de los holandeses apuñalados sobre sus piezas por los granaderos de D’Artagnan; la lucha continuaba animada por la desesperación del gobernador, que disputaba palmo a palmo sus posiciones.

D’Artagnan, con objeto de hacer cesar el fuego y acabar de una vez, envió otra columna, que agujereó como una barrena las puntas más sólidas, y pronto se vio en las murallas, entre el fuego, correr a los sitiados perseguidos por los sitiadores.

Entonces fue cuando el general, respirando y lleno de placer, oyó decir a su lado:

—Señor, cuando queráis, de parte del señor Colbert.

Y rompió el sello de una carta redactada en estos términos:

Señor de D’Artagnan: el rey me encarga participaros que os ha nombrado mariscal de Francia, en recompensa de vuestros servicios y del honor que añadís a sus armas. «El rey está encantado, señor, con vuestras conquistas, y os ordena principalmente acabar con el sitio que habéis comenzado, con felicidad para vos y éxito para él».

D’Artagnan estaba de pie, el rostro enardecido la mirada centelleante. Y alzó la vista para ver los progresos de sus tropas sobre las murallas envueltas en torbellinos negros y rojos:

—Acabé —dijo al mensajero—. La ciudad sé entregará dentro de un cuarto de hora.

Y continuó su lectura:

El cofrecillo, señor de D’Artagnan, es el presente que yo os envío. No os molestará el ver que mientras vosotros, los guerreros, desenvaináis la espada para defender a vuestro rey, anime yo las artes pacíficas adornándoos con recompensas dignas de vos.

Me recomiendo a vuestra amistad, señor mariscal, y os suplico creáis en la mía.

COLBERT.

D’Artagnan, ebrio de contento, hizo una seña al mensajero, que se acercó con el cofrecillo en las manos. Mas, en el instante en que el mariscal iba a examinarlo, una fuerte explosión resonó sobre las murallas y llamó su atención hacia el lado de la ciudad.

—Es raro —dijo D’Artagnan— que no vea aún la bandera del rey sobre las murallas ni se oiga rendirse.

Lanzó trescientos hombres de refresco, a las órdenes de un oficial lleno de ardor, y ordenó abrir otra brecha.

Luego, más tranquilo, se volvió hacia el cofrecillo que le presentaba el enviado de Colbert. Aquella era su fortuna, la había ganado.

Extendía ya el brazo para abrir el cofrecillo, cuando una bala, disparada de la ciudad, lo aplastó entre los brazos del oficial, hirió a D’Artagnan en pleno pecho, y lo derribó sobre un montón de tierra, mientras que el bastón flordelisado saliendo de los flancos mutilados de la caja, fue rodando a ponerse en la desfallecida mano del mariscal.

D’Artagnan procuró levantarse, y aun se creyó que había caído sin herida; pero de pronto resonó un grito espantoso en el grupo de oficiales que le rodeaban. El mariscal estaba cubierto de sangre; la palidez de la muerte subía lentamente a su noble rostro.

Apoyado en los brazos, que de todas partes le tendían para recibirle, pudo todavía dirigir sus miradas hacia la plaza, y divisar la bandera blanca en la cima del baluarte principal; sus oídos, sordos al murmullo de la vida, percibieron débilmente los redobles de las cajas que pregonaban la victoria.

Apretando entonces con su crispada mano el bastón bordado de flores de lis en oro, abatió hacia él los ojos, que no tenían ya fuerza para mirar al cielo, y cayó murmurando estas palabras extrañas, que a los soldados asombrados parecieron palabras cabalísticas, palabras que en otro tiempo habían representado tantas cosas en la tierra, y que nadie comprendía, a no ser el moribundo que las pronunciaba:

—Athos, Porthos, hasta la vista. ¡Aramis, adiós para siempre!

De los cuatro valerosos hombres cuya historia hemos relatado, no quedaba ya más que un cuerpo. Dios había recobrado las almas.