Epílogo

Cuatro años después de la escena que acabamos de describir, dos jinetes con buenas cabalgaduras atravesaron Blois cierto día y fueron a disponer todo lo indispensable para una cacería en grande que el rey quería hacer en aquella llanura accidentada que divide en dos el Loira, y que confina por un lado con Meung y por el otro con Amboise.

Eran el capitán de los lebreles del rey y el halconero, personajes muy respetados en tiempos de Luis XIII, pero un tanto descuidados por su sucesor.

Aquellos dos jinetes, después de haber recorrido el terreno, regresaban, hechas sus observaciones, cuando vieron unos pequeños grupos de soldados que los sargentos colocaban de trecho en trecho en las entradas de los cercados. Aquellos soldados eran los mosqueteros del rey.

Detrás de ellos venía, sobre brioso caballo, el capitán, fácil de reconocer por sus bordados de oro. Tenía los cabellos grises, la barba algo cana. Parecía un tanto encorvado, a pesar de que manejaba su caballo con desembarazo y todo lo inspeccionaba en torno suyo.

—El señor de D’Artagnan no envejece —dijo un capitán de los lebreles a su colega el halconero—; con diez años más que nosotros, parece un cadete a caballo.

—Verdad es —repuso el halconero—; veinte años hace que le veo siempre el mismo.

Aquel oficial se equivocaba: D’Artagnan, en cuatro años, había envejecido doce.

La edad imprimía sus inexorables huellas en cada ángulo de sus ojos; su frente habíase hecho más espaciosa, y sus manos, morenas y nerviosas antes, blanqueaban como si la sangre comenzara a enfriarse en ellas.

D’Artagnan se acercó a los interlocutores con el aire de afabilidad que distingue a los hombres superiores. A cambio de su cortesanía recibió dos saludos llenos de respeto.

—¡Ah! ¡Dichosa suerte veros por aquí, señor de D’Artagnan! —exclamó el halconero.

—Más bien me toca a mí decir eso, señores —replicó el capitán—; porque, en nuestros días, se sirve el rey con más frecuencia de sus mosqueteros que de sus aves.

—No es ahora como en los buenos tiempos —suspiró el halconero—. ¿Os acordáis, señor de D’Artagnan, de cuando el difunto rey corría las urracas en las viñetas del otro lado de Beaugency? ¡Pardiez! En aquellos tiempos no erais capitán de mosqueteros, señor de D’Artagnan.

—Y vos no erais mas que cabo segundo de terzuelos —replicó D’Artagnan jovialmente—. Mas no importa, eran los nuevos tiempos, porque los buenos tiempos son siempre los de la juventud… ¡Buenos días, señor capitán de lebreles!

—Reconocido, señor conde —dijo éste.

D’Artagnan nada respondió. Aquel título de conde no le había afectado: D’Artagnan era conde hacía cuatro anos.

—¿Estáis muy fatigado del largo camino que habéis hecho, señor capitán? —continuó el halconero—. Me parece que son doscientas leguas las que hay de aquí a Pignerol.

—Doscientas sesenta de ida y otras tantas de vuelta —dijo tranquilamente D’Artagnan.

—Y… ¿sigue bien? —prosiguió el halconero en voz baja.

—¿Quién? —preguntó D’Artagnan.

—El pobre señor Fouquet —continuó en voz baja el halconero.

El capitán de los lebreles se había apartado por discreción.

—No —contestó D’Artagnan—; el pobre hombre se aflige profundamente; no comprende que la prisión sea un favor, y dice que el Parlamento le había absuelto desterrándole, y que el destierro es la libertad. No se figura que se había jurado su muerte, y que, salvar la vida de las garras del Parlamento, es ya deber mucho a Dios.

—¡Ah! Sí, el pobre hombre ha rozado el cadalso —respondió el halconero—; dicen que el señor Colbert había dado ya órdenes al efecto al— alcaide de la Bastilla, y que se había mandado su ejecución.

—¡Al fin! —dijo D’Artagnan con aire pensativo y como para cortar la conversación.

—¡Al fin! —replicó el capitán de los lebreles acercándose—. Ya tenemos al señor Fouquet en Pignerol, y se lo merece; le ha cabido la suerte de haber sido conducido allí por vos, bastante ha robado al rey.

D’Artagnan lanzó al oficial de los perros una mirada severa y le dijo.

—Señor, si me viniesen a decir que os habíais comido la corteza de pan de vuestras galgas, no sólo no lo creería, sino que aun cuando fuerais condenado por eso al calabozo, os compadecería y no permitiría que hablasen mal de vos. Sin embargo, señor, por muy honrado que seáis, os aseguro que no lo sois más que el pobre señor Fouquet.

Al oír aquella rociada, el capitán de los perros del rey bajó la cabeza y dejó al halconero que se acercase dos pasos mas que él al señor de D’Artagnan.

—Está ufano —dijo el halconero por lo bajo al mosquetero—: bien se conoce que los galgos están hoy a la moda; si fuese halconero no hablaría de la misma manera.

D’Artagnan sonrió melancólicamente al ver resuelta aquella gran cuestión política por el descontento de un interés tan humilde; reflexionó un instante todavía sobre la hermosa existencia del superintendente, el hundimiento de su fortuna, y la lúgubre muerte que le aguardaba, y, para concluir:

—¿Era el señor Fouquet —preguntó—, aficionado a pajareras?

—¡Oh! Señor, apasionadamente —respondió el halconero con un tono de amargo pesar y un suspiro que fue la oración fúnebre de Fouquet.

D’Artagnan dejó pasar el mal humor del uno y la tristeza del otro, y continuó avanzando en la llanura.

Veíase ya a lo lejos asomar a los cazadores en las salidas del bosque, a los penachos de los escuderos pasar como estrellas errantes por los claros, y a los caballos blancos cortar con sus luminosas apariciones las sombrías espesuras de las matas.

—Pero ¿nos proporcionaréis una larga caza? —preguntó D’Artagnan—. Quisiera que nos echaseis pronto el ave, pues estoy muy cansado. ¿Es un garza real o un cisne?

—Lo uno y lo otro, señor de D’Artagnan —dijo el halconero—; mas no tengáis cuidado, que el rey no es conocedor; no caza por él, sino porque se diviertan las damas.

Esta palabra damas fue dicha con tal acento, que hizo aguzar el oído a D’Artagnan.

—¡Ah! —exclamó mirando al halconero con aire sorprendido.

El capitán de los lebreles sonreía, sin duda para congraciarse con el mosquetero.

—¡Oh! Reíos cuanto queráis —repuso D’Artagnan—; pero nada sé en punto a noticias; llegué ayer después de un mes de ausencia. He dejado la Corte entristecida aún por la muerte de la reina madre. El rey no quería divertirse desde que recibió el último suspiro, de Ana de Austria; pero todo acaba en este mundo. ¡Si ya no está triste, tanto mejor!

—Y todo comienza también —dijo el capitán de los lebreles con risa socarrona.

—¡Ah! —exclamó por segunda vez D’Artagnan deseoso de saber, pero a quien la dignidad prohibía interrogar a un inferior—. Según eso, ¿hay algo que comienza?

El capitán hizo un guiño significativo. Pero D’Artagnan no quería saber nada de aquel hombre.

—¿Se podrá ver al rey temprano? —preguntó al halconero.

—A las siete, señor, lanzaré las aves.

—¿Quién viene con el rey? ¿Cómo va Madame? ¿Cómo está la reina?

—Mejor, señor.

—¿Es que ha estado enferma? Desde el último pesar que tuvo Su Majestad, ha quedado muy delicada.

—¿Qué pesar? No temáis decírmelo, mi querido señor. Acabo de llegar.

—Parece que la reina, un tanto abandonada desde que murió su suegra, se quejó de ello al rey, el cual le contestó: ¿Es que no me acuesto con vos todas las noches, señora? ¿Qué más necesitáis?

—¡Ah! —dijo D’Artagnan—. ¡Pobre mujer! Mucho debe odiar a la señorita de La Vallière.

—¡Oh! No, a la señorita de La Vallière, no —contestó el halconero.

—¿Pues a quién?

La bocina interrumpió aquella conversación. Llamaban a los perros y a las aves. El halconero y su camarada picaron espuela inmediatamente y dejaron a D’Artagnan con la palabra en la boca.

A los lejos aparecía el rey rodeado de damas y jinetes. Toda aquella comitiva avanzaba al paso, con el mayor orden, y las bocinas y trompas animaban a los perros y caballos.

Era aquello un movimiento, un ruido, un espejo de luz del que hoy nada puede dar idea, si no es la vanidosa opulencia y la mentida majestad del aparato escénico.

D’Artagnan, con vista ya un tanto debilitada, distinguió tras el grupo tres carrozas; la primera era la de la reina. Estaba vacía.

D’Artagnan, que no vio a la señorita de La Vallière al lado del rey, la buscó y la vio en la segunda carroza.

Iba sola con dos mujeres que parecían tan aburridas como su ama. A la izquierda del rey, sobre fogoso caballo, hábilmente manejado, brillaba una mujer de sorprendente belleza.

El rey le sonreía, y ella sonreía al rey.

Cuando aquella joven hablaba, todo el mundo reía a carcajadas.

—Yo conozco a esa mujer —se dijo— el mosquetero—. ¿Quién es?

Y se inclinó hacia su amigo el halconero, a quien hizo la pregunta. Iba éste a contestar, cuando viendo el rey a D’Artagnan:

—¡Ah, conde! —dijo—. ¿Estáis ya de vuelta? ¿Cómo no os he visto?

—Majestad —contestó el capitán—, porque Vuestra Majestad dormía cuando llegué, y no había despertado cuando entré de servicio esta mañana.

—Siempre el mismo —dijo Luis en voz alta y satisfecho—. Ahora os mando que descanséis, y luego venid a comer conmigo.

Un murmullo de admiración rodeó al capitán como una inmensa caricia. Y todos se agruparon en derredor suyo. Comer con el rey era un honor que Su Majestad no prodigaba como Enrique IV. El rey dio algunos pasos adelante, y D’Artagnan se vio detenido por otro grupo en medio del cual brillaba Colbert.

—Buenos días, señor de D’Artagnan —le dijo el ministro con afable cortesanía—. ¿Habéis tenido buen viaje?

—Sí, señor —dijo D’Artagnan saludando, hasta el cuello de su caballo.

—He oído que el rey os ha convidado a su mesa para esta tarde —continuó el ministro—, y allí hallaréis a un antiguo amigo vuestro.

—¿Un antiguo amigo mío? —preguntó D’Artagnan removiendo con pena las sombrías ondas del pasado, donde se habían sumido para él tantas amistades y tantos odios.

—El señor duque de Alameda, que ha llegado esta mañana de España —respondió Colbert.

—¿El duque de Alameda? —repuso D’Artagnan suspenso.

—¡Yo! —exclamó un viejo blanco como la nieve y encorvado en su carroza, que hizo abrir para abrazar al mosquetero.

—¡Aramis! —gritó D’Artagnan estupefacto.

Y dejó, en su misma inercia, que el flaco brazo del anciano señor rodease trémulo su cuello.

Colbert, después de observar un instante en silencio, espoleó a su caballo y dejó a los viejos amigos frente a frente.

—Así —dijo el mosquetero cogiendo el brazo de Aramis—, vos, el desterrado, el rebelde, ¿estáis en Francia?

—Y como con vos en la mesa del rey —replicó sonriendo el obispo de Vannes—. Veo que os preguntáis, ¿de qué sirve la fidelidad en este mundo? Dejemos pasar la carroza de esa pobre La Vallière. ¡Mirad, qué inquieta está! ¡Cómo sus ojos, marchitos por las lágrimas, siguen al rey, que va por allí a caballo!

—¿Con quién?

—Con la señorita de Tonnay-Charente, ahora madame de Montespan —contestó Aramis.

—Está celosa, y eso me hace creer que se ve engañada.

—Aún no, D’Artagnan; pero no tardará en suceder.

Conversaron juntos siguiendo la cacería, y el cochero de Aramis los condujo tan hábilmente que llegaron en el momento en que el halcón alcanzando el ave, la obligaba a abatirse y caía sobre ella.

El rey echó pie a tierra, y madame de Montespan le imitó. Habían llegado ante una canilla aislada, oculta entre enormes árboles deshojados ya por los primeros vientos del otoño. Detrás de aquella capilla había un recinto cerrado por una verja.

El halcón había obligado a la presa a caer en el recinto contiguo a aquella capilla, y Luis quiso penetrar en él para coger la primera pluma, según costumbre.

Todos hicieron círculo alrededor del edificio y de los setos, demasiado estrechos para recibir a tantas personas.

D’Artagnan retuvo a Aramis, que quería bajar de la carroza, como los demás, y con acento cortado:

—¿Sabéis Aramis —dijo—, adónde la casualidad nos ha traído?

—No —contestó el duque.

—Aquí reposan personas a quienes he conocido —dijo D’Artagnan, emocionado por un triste recuerdo. Aramis, sin adivinar y con paso trémulo, penetró en la capilla por una portecilla que le abrió D’Artagnan.

—¿Dónde están sepultados? —dijo.

—Allí, en el recinto. ¿Veis una cruz debajo de aquel pequeño ciprés? Ese ciprés está plantado sobre su tumba; no vayáis; el rey acaba de entrar: la garza real ha caído allí.

Aramis detúvose y se ocultó en la sombra. Entonces vieron, sin ser vistos, la pálida figura de La Vallière, que, olvidada en su carroza, había mirado primero melancólicamente a su portezuela; luego arrastrada por los celos, se había adelantado hacia la capilla, donde, apoyada contra un pilar, contemplaba en el recinto al rey sonriente que hacía señas a madame de Montespan para que se acercase sin miedo.

Madame de Montespan se aproximó; asió la mano que le ofrecía el rey, y éste, arrancando la primera pluma de-la garza real que el halcón acababa de estrangular, la prendía al sombrero de su linda compañera.

La joven, entonces, sonriendo a su vez, besó tiernamente la mano que le hacía aquel presente.

El rey enrojeció de placer, y miró a Madame de Montespan con el fuego del deseo y del amor.

—¿Qué me daréis vos en cambio? —dijo él.

Ella cortó uno de los penachos del ciprés y se lo ofreció al rey, ebrio de esperanza.

—Triste es el regalo —dijo en voz baja Aramis a D’Artagnan— porque ese ciprés da sombra a una tumba.

—Sí, y esa tumba es la de Raúl de Bragelonne —dijo D’Artagnan en voz alta—; de Raúl, que duerme bajo esa cruz al lado de su padre Athos.

Oyóse un gemido detrás de ellos, y vieron caer desmayada a una mujer. La señorita de La Vallière, que todo lo habla visto, acababa de oírlo todo.

—¡Pobre mujer! —murmuró D’Artagnan, que ayudó a sus doncellas a transportarla a la carroza—. A ella le toca ahora sufrir!

Por la tarde, en efecto, D’Artagnan se sentaba a la mesa del rey, entre el señor Colbert y el señor duque de Alameda.

El rey estuvo alegre. Tuvo mil atenciones con la reina y mil ternezas con Madame, sentada a su izquierda y muy triste. Parecían correr aquellos tiempos de calma en que el rey buscaba en los ojos de su madre la aprobación o desaprobación de lo que decía.

En aquella comida no se habló de queridas. El rey dirigió dos o tres veces la palabra a Aramis, llamándole señor embajador, lo cual aumentó la sorpresa que ya experimentaba D’Artagnan de ver a su amigo, el rebelde, tan bien admitido en la Corte.

El rey, al levantarse de la mesa, ofreció la mano a la reina, e hizo una seña a Colbert, cuyos ojos espiaban los del amo.

Colbert hizo rancho aparte con D’Artagnan y Aramis. El rey púsose a hablar con su hermana, en tanto que Monseñor, inquieto, conversaba con la reina, sin apartar la vista de su esposa y de su hermano.

La conversación entre Aramis, D’Artagnan y Colbert, versó sobre diversos temas. Hablaron de los ministros anteriores; Colbert se refirió al ministro Mazarino, y se hizo contar algo de Richelieu.

D’Artagnan no podía menos de admirar la gran profundidad y el buen humor que se encerraba en aquel hombre de espesas cejas y pequeña frente. Aramis se complacía en ver aquel despejo que permitía a un hombre retrasar ventajosamente el momento de una conversación más seria, a la que nadie hacía alusión, no obstante conocer su inminencia los tres interlocutores.

Adivinábase, en la fisonomía contrariada de Monsieur, lo mucho que le incomodaba la conversación del rey y de Madame. Esta tenía casi encordados los ojos. ¿Iría quizás a quejarse? ¿Iría a armar algún pequeño escándalo ante toda la Corte?

El rey la llevó aparte, y, en un tono tan dulce, que debió recordar a la princesa los días en que la amaban por ella misma:

—Hermana mía —dijo—, ¿por qué han llorado esos hermosos ojos?

—Señor… —dijo ella.

—Monsieur está celoso, ¿no es así, hermana mía?

Ella miró hacía donde estaba Monsieur, señal infalible que advirtió al príncipe que se ocupaban de él.

—Sí… —contestó Enriqueta.

—Escuchadme —repuso el rey—, si vuestros amigos os, comprometen, no es culpa de Monsieur.

Pronunció estas palabras con tal dulzura, que Madame, animada, cuando tantos pesares soportaba hacía tiempo, estuvo a punto de romper en lágrimas, a fuerza de oprimírsele el corazón.

—Vamos, vamos, querida hermana mía —dijo el rey—; referidme vuestros pesares; a fe de hermano, los compadezco, y a fe de rey, pondré término a ellos.

Ella levantó sus lindos ojos; y con melancolía:

—No son mis amigos los que me comprometen —dijo—, por que están ausentes u ocultos, y los han hecho incurrir en la desgracia de Vuestra Majestad, siendo tan adictos, tan buenos, tan leales.

—¿Eso lo decís por Guiche, a quien hice desterrar a petición de Monsieur?

—¡Y que desde ese injusto destierro, busca cada día ocasiones de hacerse matar!

—¿Injusto decís, hermana mía?

—Injusto de tal modo, que si no hubiera profesado a Vuestra Majestad el respeto mezclado de amistad que he tenido siempre…

—¿Qué?

—Habría pedido a mi hermano Carlos, con quien todo lo puedo… Luis se estremeció.

—¿Qué?

—Le habría pedido haceros presente que Monsieur y su favorito, el señor caballero de Lorena, no deben constituirse impunemente en verdugos de mi honor y de mi felicidad.

—¿El caballero de Lorena? —dijo el rey—. ¿Esa sombría figura?

—Es mi mortal enemigo. En tanto que ese hombre viva en mi casa, donde Monsieur le retiene y le da plenos poderes, yo seré la, ultima mujer de este reino.

—De suerte —dijo el rey con lentitud—, que llamáis a vuestro hermano de Inglaterra mejor amigo que yo…

—Señor, los hechos hablan.

—Y preferiríais ir a pedir auxilio a…

—¡A mi país! —dijo ella con orgullo—. Sí, señor.

El rey contestó:

—Sois nieta de Enrique IV como yo, amiga mía. Primo y cuñado vuestro, ¿no vale tanto como ser el cual, lleno de inquietud, iba a su vuestro hermano camal?

—Entonces —repuso Enriqueta—, obrad.

—Hagamos alianza.

—Comenzad.

—¿Decís que he desterrado injustamente a Guiche?

—¡Oh, sí! —dijo la princesa ruborizándose.

—Guiche volverá.

—Bien.

—Y ahora, ¿decís que soy culpable de dejar en vuestra casa al caballero de Lorena, que da contra vos malos consejos a Monsieur?

—Tened bien presente lo que os voy a manifestar: el caballero de Lorena, un día… Mirad, si llegó a tener un fin desgraciado, recordad que de antemano acuso al caballero de Lorena… ¡es un alma capaz de cualquier crimen!

—El caballero de Lorena no os incomodará más, yo os lo prometo.

—Entonces eso es un verdadero preliminar de alianza señor; la firmo… Mas, ya que habéis dicho lo que haréis por vuestra parte, decid lo que yo debo hacer por la mía.

—Que en lugar de malquistarme con vuestro hermano. Carlos, sea yo su amigo más íntimo que nunca.

—Eso es fácil.

—¡Oh! No tanto como creéis; porque con la amistad común, se abraza, se obsequia, y eso cuesta solamente un beso o un sarao, gastos fáciles, pero, en la amistad política…

—¡Ah! ¿Es una amistad política?

—Sí, hermana mía, y entonces, en vez de abrazos y festines, lo que hay que proporcionar al amigo son soldados, armados y equipados, buques con cañones y víveres. De ahí resulta que no siempre se hallan los cofres dispuestos para hacer esas amistades.

—¡Ah! Tenéis razón —dijo Madame—. Los cofres del rey de Inglaterra son algo sonoros hace algún tiempo.

—Pero vos, hermana mía, que tenéis tanta influencia con vuestro hermano, obtendréis quizá lo que un embajador no obtendrá jamás.

—Para eso sería necesario que yo fuese a Londres, querido hermano.

—Ya lo había pensado —repuso con viveza el rey—, y me había dicho que ese viaje os proporcionaría una distracción.

—No hay más contra —interrumpió Madame—, sino que es posible que yo fracase. El rey de Inglaterra tiene consejeros peligrosos.

—Consejeras, querréis decir.

—Precisamente. Si, por ventura, Vuestra Majestad tuviese la intención… y no hago más que suponer… dé pedir a Carlos II su alianza para una guerra…

—¿Para una guerra?

—Sí. Pues bien, entonces, las consejeras del rey, que son en número de siete, la señorita Stewart, la señorita Vells, la señorita Gwyn, mis Orchay, la señorita Zunga, mis Dawis, y la condesa de Castelmaine, harán saber al rey que la guerra cuesta mucho dinero, que vale más dar bailes y comidas en Hampton-Count, que equipar navíos de línea en Portsmouth y en Greenwich.

—¿Luego fracasara vuestra negociación?

—¡Oh! Esas damas hacen fracasar todas las negociaciones que ellas no llevan.

—¿Sabéis qué idea se me había ocurrido, hermana querida?

—No. Decid.

—Pues que buscando bien el lado vuestro, tal vez se hallase una consejera que enviar al lado del rey, cuya elocuencia paralizase la mala voluntad de las otras siete.

—Es, en efecto, una idea, señor… y busco…

—Encontraréis.

—Lo espero.

—Sería necesario que fuese una persona hermosa: más vale un rostro agradable que uno deforme, ¿no es cierto?

—Seguramente.

—¿Un genio vivo, despejado, audaz?

—Sí, por cierto.

—En cuanto a nobleza… lo bastante para aproximarse sin cortedad al rey, y no tanto que pueda creer comprometida su dignidad de estirpe.

—Muy exacto.

—Y… que supiera algo de inglés.

—¡Dios mío! —exclamó con viveza Madame—. Una persona como la señorita de Keroualle, por ejemplo.

—Cabal —dijo Luis XIV—; habéis encontrado… habéis encontrado vos, hermana mía.

—La llevaré conmigo. Creo que no tendrá motivos para quejarse.

—No; la nombro desde luego seductora plenipotenciaria, y añadiré las rentas al título…

—Bien.

—Que os veo ya en camino, querida hermana, y consolada de toda vuestras penas.

—Partiré con dos condiciones: la primera es que he de saber lo que tengo que negociar.

—Os lo diré. Los holandeses, como sabéis, me insultan cada día en sus gacetas y con su actitud republicana. No me gustan las repúblicas.

—Lo concibo, señor.

—Veo con disgusto que esos reyes del mar, como ellos se llaman, tienen el comercio de Francia en las Indias, y que sus barcos ocuparán muy pronto todos los puertos de Europa, semejante fuerza está demasiado cerca, hermana mía.

—Sin embargo, son vuestros aliados.

—Por eso han obrado muy mal en hacer acuñar esa medalla que ya sabéis que representa a Holanda deteniendo al sol, como Josué, con esta inscripción: El sol se paró ante mi. Es poco fraternal, ¿no os parece?

—Yo creía que habíais olvidado esa miseria.

—Yo jamás olvido nada, hermana mía. Y si mis verdaderos amigos, tales como vuestro hermano Carlos, quieren secundarme…

La princesa quedó pensativa.

—Escuchad, hay que dividir el imperio de los mares —prosiguió Luis XIV—. Y en ese reparto que consiente Inglaterra, ¿cerréis que no pueda yo representar la segunda parte tan bien como los holandeses?

—Para tratar de esa cuestión tenemos a la señorita de Keroualle —repuso Madame.

—Veamos ahora vuestra segunda condición para partir, hermana mía.

—El consentimiento de Monsieur, mi marido.

—Vais a tenerlo.

—Entonces, iré, hermano mío.

Al escuchar estas palabras, Luis XIV se volvió hacia el punto de la sala en que se hallaban Colbert y Aramis con D’Artagnan, e hizo a su ministro una seña afirmativa.

Colbert cortó entonces la conversación en el punto en que estaba, y dijo a Aramis:

—Señor embajador, ¿queréis que hablemos de negocios?

D’Artagnan se alejó al punto por discreción. Dirigióse hacia la chimenea, a distancia de poder oír lo que el rey iba a decir a Monsieur, iba a su encuentro.

El semblante del rey estaba animado. Sobre su frente se leía una voluntad cuya temible expresión no encontraba ya contradicción en Francia, y no debía encontrarla tampoco dentro de breve tiempo en Europa.

—Monsieur —dijo el rey a su hermano—, no estoy contento del caballero de Lorena. Vos, que le hacéis el honor de protegerle, aconsejadle viajar durante algunos meses.

Estas palabras cayeron con el estrépito de un alud sobre Monsieur, que adoraba aquel favorito y concentraba en él todas las ternuras.

Así fue que dijo:

—¿Y en que ha podido desagradar a Vuestra Majestad el caballero?

Y lanzó una furiosa mirada a Madame.

—Ya os lo diré cuando haya marchado —replicó el rey impasible—. Y también cuando Madame, vuestra esposa, haya salido para Inglaterra.

—¿Madame a Inglaterra? —murmuró atónito el príncipe.

—Dentro de ocho días, hermano —continuó el rey—; y, entretanto, iremos los dos adonde luego os diré. Y el rey giró sobre los talones, después de sonreír a su hermano, para dulcificar lo amargo de aquellas dos noticias.

Entretanto continuaba hablando Colbert con el señor duque de Alameda.

—Señor —dijo Colbert a Aramis—, éste es el instante de entendernos. Os he reconciliado con el rey, y esto es cosa que se debía a un hombre de vuestro mérito; pero, como algunas veces me habéis manifestado amistad, preséntase ahora ocasión de que me deis una prueba de ello. Por otra parte, sois más francés que español; así, pues, respondedme francamente, ¿podemos contar con la neutralidad de España, en caso de guerra con las Provincias Unidas?

—Señor —replicó Aramis—, el interés de España es bien claro. Malquistar con Europa a las Provincias Unidas, contra quienes subsiste el antiguo rencor de su libertad conquistada es nuestra política; mas el rey de Francia es aliado de las Provincias Unidas. No ignoráis, además, que ésa sería una guerra marítima, y que Francia no creo que se encuentre en estado de hacerla con ventaja.

Colbert se volvió a la sazón, y vio a D’Artagnan que buscaba un interlocutor mientras conversaban aparte el rey y Monsieur.

Llamó al mosquetero.

Y dijo en tono bajo a Aramis:

—Podemos hablar con el señor de D’Artagnan.

—Sí, por cierto —contestó el embajador.

—Estábamos diciendo el señor de Alameda y yo —prosiguió Colbert—, que la guerra con las Provincias Unidas sería una guerra marítima.

—Es evidente —replicó el mosquetero.

—¿Y qué pensáis de eso, señor de D’Artagnan?

—Pienso que para hacer esa guerra marítima, necesitaríamos un numeroso ejército de tierra.

—¿Eso creéis? —dijo Colbert figurándose haber oído mal.

—¿Por qué un ejército de tierra?

—Porque el rey será derrotado por mar, si no cuenta con los ingleses, y, derrotado por mar, no tardarían en invadir su reino, o los holandeses por los puertos o los españoles por tierra.

—¿Siendo España neutral? —replicó Aramis.

—Neutral mientras el rey sea el más fuerte —replicó D’Artagnan. Colbert admiró aquella sagacidad que nunca tocaba una cuestión sin profundizarla. Aramis sonrió. Sabía que, en punto a diplomacia, D’Artagnan no reconocía maestro.

Colbert, que, como todos los hombres de orgullo acariciaba su imaginación con la certeza de un buen éxito, preguntó:

—¿Y quién os ha dicho, señor de D’Artagnan, que el rey no tenga marina?

—¡Oh! No me he ocupado nunca de esos detalles —repuso el capitán—. Soy un mediocre hombre de mar. Como toda persona nerviosa, aborrezco el mar; no obstante, se me figura que siendo Francia un puerto de mar de doscientas cabezas, con buques se tendrían marinos.

Colbert sacó del bolsillo un cuadernillo oblongo, dividido en dos columnas. En la primera había nombres de buques; en la segunda, cifras que resumían el número de cañones y de hombres que tripulaban aquellos buques.

—He tenido la misma idea que vos —dijo al capitán—, y he hecho formar un estado de los buques que hemos adicionado. Treinta y cinco buques.

—¡Treinta y cinco buques!

—¡Imposible! —exclamó D’Artagnan.

—Unas dos mil piezas de artillería —dijo Colbert—. Eso es lo que el rey posee en este momento. Con treinta y cinco buques se forman tres escuadras; pero yo quiero cinco.

—¡Cinco! —exclamó Aramis.

—Que estarán para hacerse a la vela antes de terminar el año, señores; el rey tendrá cincuenta buques de línea. Con eso puede hacerse la guerra, ¿no es cierto?

—Construir buques —dijo D’Artagnan—, es difícil, pero posible, Respecto a armarlos, ¿cómo? En Francia no hay fundiciones, ni astilleros militares.

—¡Bah! —contestó Colbert con aire satisfecho—. Hace año y medio que tengo instalado todo eso, ¿no do sabíais? ¿Conocéis ad señor de Infreville?

—¿Infreville? —repitió D’Artagnan—. No.

—Es un hombre que he descubierto. Posee una especialidad, la de saber hacer trabajar a dos obreros. Es él quien, en Tolón, ha hecho fundir cañones y talar árboles de Borgoña. Además, quizá no creáis lo que os voy a decir, señor embajador: he tenido también una idea.

—¡Oh! señor —dijo cortésmente Aramis—; yo siempre os creo.

—Figuraos que, pensando en el carácter de nuestros aliados los holandeses, me he dicho: ellos son comerciantes y amigos del rey, de consiguiente, tendrán un placer en vender a Su Majestad lo que fabrican para sí mismos. Cuando más se compra… ¡Ah! He de añadir una cosa: tengo a Forant… ¿Conocéis a Forant, D’Artagnan?

Colbert se distraía. Llamaba al capitán D’Artagnan, simplemente, como el rey.

—Pero el capitán sonrió.

—No —replicó—; no le conozco.

—Es otro hombre que he descubierto, una especialidad para comprar. Ese Forant me compró trescientas cincuenta mil libras de hierro en balas de cañón, doscientas mil de pólvora, doce cargamentos de madera del Norte, mechas, granadas, brea, alquitrán, ¡qué sé yo!, con una economía de siete por ciento sobre lo que me costarían todas esas cosas fabricadas en Francia.

—Es una idea —repuso el capitán—, hacer fundir las balas holandesas que volverán a los holandeses.

—¿Verdad? Con pérdida.

Y Colbert se puso a reír con risotada seca, satisfecho de su chiste.

—Además —añadió—, esos mismos holandeses construyen al rey, en este momento, seis buques por el modelo de los mejores de su marina. Destouches… ¡Ah! ¿No conocéis a Destouches, quizá?

—No, señor.

—Es un hombre que tiene el golpe de vista muy seguro para decir, cuando se bota un buque, cuáles son los defectos y las buenas cualidades de ese buque… ¡Esto vale mucho! La Naturaleza para todo provee. Pues bien, me ha parecido que ese Destouches debía ser hombre útil en un puerto, y vigila la construcción de seis buques de setenta y ocho que las provincias construyen para Su Majestad. De todo esto resulta, querido señor de D’Artagnan, que el rey, si quisiera malquistarse con las Provincias, tendría una escuadra no despreciable. Respecto al ejército de tierra, vos sabéis mejor que nadie si es bueno.

D’Artagnan y Aramis se miraron, sorprendidos del misterioso trabajo que aquel hombre había hecho en pocos años.

Colbert des comprendió, y quedó satisfecho de aquella lisonja, la mejor de todas.

—Si no lo sabíamos en Francia —dijo D’Artagnan—, fuera do sabrán menos aún.

—Por eso decía yo al señor embajador —replicó Colbert—, que apaña, prometiendo la neutralidad, e Inglaterra ayudándonos…

—Si Inglaterra os ayuda —dijo Aramis—, os respondo de la neutralidad de España.

—Os cojo la palabra —se apresuró a decir Colbert, con su brusca campechanía—. Y, a propósito de España, no veo que tengáis aún el Toisón de Oro, señor de Alameda. El otro día oí decir al rey que tendría un placer en veros llevar el gran cordón de San Miguel.

Aramis se inclinó.

«Oh —pensó D’Artagnan—. ¡Y Porthos ya no existe! ¡Cuántas varas de cinta habría para él en estas liberalidades! ¡Buen Porthos!».

—Señor de D’Artagnan —prosiguió Colbert—, ahora nos toca a los dos. Apuesto a que tendréis el gusto de llevar a vuestros mosqueteros a Holanda. ¿Sabéis nadar?

Y se echó a reír, como un hombre que está de buen humor.

—Como una anguila —replicó D’Artagnan.

—¡Ah! Es que hay allá penosas travesías de canales y pantanos, señor de D’Artagnan, donde se ahogan los mejores nadadores.

—Ese es mi estado —respondió el mosquetero—, morir por Su Majestad. Pero como en la guerra es muy extraño que se encuentre mucha agua sin un poco de fuego, os declaro desde ahora que haré todo cuanto pueda por elegir el fuego. Me hago viejo, y el agua me hiela; el fuego calienta, señor Colbert.

Y D’Artagnan mostró tal ardor y orgullo juvenil al decir estas palabras, que Colbert a su vez no pudo menos de admirarle.

D’Artagnan observó el efecto que había producido. Recordó que el buen comerciante es el que vende a alto precio cuando la mercancía tiene valor, y preparó de antemano su precio.

—Así —dijo Colbert—, ¿iremos a Holanda?

—Sí —replicó D’Artagnan—; pero…

—Pero ¿qué? —interrumpió Colbert.

—Pero —repitió D’Artagnan—, hay en todo la cuestión de interés y la cuestión de amor propio. No es mal sueldo el de capitán de mosqueteros; pero notad qué ahora tenemos los guardias del rey y la casa militar del rey. Un capitán de mosqueteros debe mandar a todo eso, y entonces absorbería cien mil libras al año por gastos de representación y de mesa…

—¿Suponéis acaso que el rey vaya a regatear con vos? —dijo Colbert.

—¡Eh! Señor, no me habéis comprendido —replicó D’Artagnan seguro de haber triunfado en la cuestión de intereses—; os decía que yo, viejo capitán, jefe en otro tiempo de la guardia del rey, con salida para mariscal de Francia, me vi, cierto día de trinchera, con otros dos iguales a mí, el capitán de los guardias y el coronel comandante de los suizos. Ahora bien, por ningún precio sufriría yo eso. Tengo viejos hábitos, y estoy muy apegado a ellos.

Colbert sintió el golpe. Pero estaba ya preparado.

—He pensado en lo que decíais hace poco —dijo.

—¿En qué, señor?

—Hablamos de dos canales y lagos en que es fácil ahogarse.

—¿Y qué?

—Y afirmo que el ahogarse en ellos es por falta de un barco, de una tabla, de un bastón.

—De un bastón, por corto que sea —dijo D’Artagnan.

—Precisamente —repuso Colbert—. Así es, que no tengo noticia de que se haya ahogado ningún mariscal de Francia.

D’Artagnan palideció de alegría, y, con voz poco segura:

—Muy orgullosos estarían de mí en mi país —dijo—, si fuese yo mariscal de Francia; pero para lograr el bastón es preciso haber mandado en jefe una expedición.

—Señor —dijo Colbert—, en este cuaderno, que os ruego examinéis, veréis un plan de campaña que haréis ejecutar al cuerpo de tropas que el rey pone a vuestras órdenes para la campaña de la primavera próxima.

D’Artagnan cogió temblando el cuaderno, y, encontrándose sus dedos con los de Colbert, el ministro estrechó lealmente la mano del mosquetero.

—Señor —le dijo—, los dos teníamos que tomarnos mutuamente un desquite. Yo ya he comenzado. ¡Ahora os toca a vos!

—Os debo una reparación, señor —replicó D’Artagnan—, y os suplico digáis al rey que en la primera ocasión que se me ofrezca cuente con la victoria, o con mi muerte.

—Voy a mandar bordar desde ahora —dijo Colbert—, las flores de lis de vuestro bastón de mariscal.

Al día siguiente, Aramis, que marchaba a Madrid a fin de negociar la neutralidad de España, fue a abrazar a D’Artagnan en su casa.

—Amémonos por cuatro —dijo D’Artagnan—; no somos ya más que dos.

—Y tal vez no vuelvas a verme más, querido D’Artagnan —dijo Aramis—. ¡Si supieses cuánto te he querido! Yo soy ya viejo, estoy enfermizo, y, por decirlo así, muerto.

—Amigo mío —dijo D’Artagnan—, tú vivirás más que yo, pues la diplomacia te manda vivir, al paso que a mí el honor me condena a morir.

—¡Bah! Los hombres como nosotros, señor mariscal —dijo Aramis—, no mueren sino saciados de alegría y de gloria.

—¡Ay! —replicó D’Artagnan con triste sonrisa—. Es que ahora no me encuentro ya con apetito, señor duque.

Abrazáronse de nuevo, y, dos horas después, se habían ya separado.