Capítulo LXÚltimo canto del poema

Al día siguiente se vio llegar a toda la nobleza de las cercanías y de la provincia, a medida que los mensajeros iban llevando la noticia. D’Artagnan había permanecido encerrado sin querer hablar a nadie. Dos pérdidas tan sensibles que caían sobre el capitán, después de la muerte de Porthos, habían abatido para largo tiempo aquel espíritu hasta entonces infatigable.

A excepción de Grimaud, que entró en su habitación una vez, el mosquetero no vio a criados ni a comensales; pero, en el ruido de la casa, en el movimiento de idas y venidas, creyó conocer que se estaba disponiendo lo necesario para los funerales del conde, y escribió al rey pidiéndole que le prolongase la licencia.

Grimaud, según hemos dicho, entró en el cuarto de D’Artagnan, se sentó en un escabel como quien medita profundamente, y, levantándose después, hizo una seña a D’Artagnan para que le siguiese.

Este obedeció en silencio. Grimaud bajó hasta el dormitorio del conde, mostró con el dedo al capitán el lecho vacío, y elevó elocuentemente los ojos al cielo.

—Sí —replicó D’Artagnan—, sí, buen Grimaud; al lado del hijo a quien tanto amaba.

Grimaud salió de la habitación y llegó al salón, donde, según los usos de la provincia, debía colocarse de cuerpo presente el cadáver antes de sepultarlo para siempre.

D’Artagnan sorprendióse de ver dos ataúdes abiertos en el salón; acercóse, a una muda invitación de Grimaud, y vio en uno de ellos a Athos, bello hasta en la muerte, y en el otro a Raúl, con los ojos cerrados, las mejillas nacaradas como el Palas de Virgilio, y la sonrisa en sus labios morados.

Estremecióse al ver al Padre y al hijo, aquellas dos almas desgraciadas, representadas en la tierra por dos tristes cadáveres incapaces de unirse, por juntos que estuviesen uno a otro.

—¡Raúl aquí! —murmuró—. ¡Oh! ¡Grimaud, nada me habéis dicho de eso!

Grimaud meneó la cabeza y no respondió; pero; tomando a D’Artagnan de la mano, le condujo al ataúd y le mostró bajo el delgado sudario las negras heridas por los cuales había debido volar la vida.

El capitán volvió la vista, y juzgando inútil preguntar a Grimaud que no respondería, recordó que el secretario del señor Beaufort había escrito más de lo que él había tenido valor para leer.

Volviendo, pues, a tomar la relación de la batalla que había costado la vida a Raúl, encontró estas palabras que formaban el ultimo párrafo de la carta:

«El señor duque ha ordenado que el cuerpo del señor vizconde sea embalsamado, como se practica entre los árabes cuando sus cuerpos han de ser trasladados a la tierra natal, y el señor duque ha destinado relevos para que un sirviente de confianza, que había criado al joven, pueda conducir su ataúd al conde de la Fère».

Así —pensó D’Artagnan—, seguiré tus funerales, mi querido hijo, yo, que soy ya viejo y no valgo nada sobre tierra, y esparciré el polvo sobre la frente que besaba aún no hace dos meses. Dios lo ha querido; tú también. No tengo ni derecho a llorar; tú has elegido la muerte, habiéndote parecido preferible a la vida.

Llegó finalmente el momento en que los fríos despojos de aquellos dos caballeros debían ser devueltos a la tierra.

Acudió tal afluencia de hombres de guerra y del pueblo, que, hasta el lugar de la sepultura, una capilla en la llanura, el camino de la ciudad se vio lleno de jinetes y peatones, en traje de duelo.

Athos había elegido para su última morada el pequeño recinto de aquella capilla, erigida por él en los confines de sus tierras. Había hecho venir las piedras, talladas en 1550, de un vetusto castillo gótico, situado en el Berri, y que había albergado a su primera juventud.

La capilla, reedificada y transportada de aquel modo, se ostentaba risueña bajo un grupo de álamos y sicómoros. Hallábase servida todos los domingos por el párroco de la aldea inmediata, a quien Athos tenía señalada una renta de doscientas libras al efecto, y todos lo vasallos, en número casi de cuarenta, los labradores y arrendatarios con sus familias, iban allí a oír misa en vez de ir a la ciudad.

Detrás de la capilla extendíase, encerrado en dos grandes setos de avellanos, saúcos y ojicantos, rodeados de un foso profundo, el pequeño recinto, inculto, pero alegre en su esterilidad, porque los musgos se hallaban en él muy crecidos, los heliotropos y los alelíes amarillos esparcían allí sus perfumes, y bajo los castaños brotaba un manantial, preso en una cisterna de mármol, y sobre los tomillos que había alrededor, venían a posarse millares de abejas de todas las llanuras vecinas, en tanto que los pinzones y petirrojos gorjeaban locamente sobre las flores del seto.

Allí fue adonde condujeron los dos féretros en medio de un gentío silencioso y recogido.

Terminado el Oficio de difuntos y dada la última despedida a aquellos dos nobles muertos, se dispersó la concurrencia, hablando por los caminos de las virtudes y de la dulce muerte del padre, de las esperanzas que daba el hijo, y del triste fin que había tenido en la costa de África.

Y, paulatinamente, se apagaron los rumores como velas encendidas bajo la humilde nave. El párroco saludó por última vez al altar y a las tumbas recientes todavía; luego, seguido de su asistente, que tocaba una ronca campanilla, volvió lentamente al presbiterio.

D’Artagnan se quedó solo, y advirtió que la noche se iba echando encima.

Había olvidado la hora pensando en los muertos.

Levantóse del banco de encina donde se había sentado en la capilla, y quiso, como el sacerdote, ir a dar su postrer adiós a la doble fosa que encerraba a sus amigos perdidos.

Una mujer rezaba arrodillada sobre aquella tierra húmeda. D’Artagnan se detuvo en el umbral de la capilla para no turbar a aquella mujer, y también para tratar de ver quién era la amiga piadosa que venía a cumplir aquel deber con tanto celo y perseverancia.

La desconocida ocultaba el rostro entre sus manos, blancas como de alabastro. En la noble sencillez de su traje adivinábase a la mujer de distinción. A la parte de afuera, varios caballos montados por criados y una carroza de viaje esperaban a aquella dama. D’Artagnan procuraba inútilmente adivinar lo que la detenía.

La dama seguía rezando, y, a menudo, se pasaba el pañuelo por la cara.

D’Artagnan comprendió que lloraba. Vio que se golpeaba el pecho con la inflexible compunción de la mujer cristiana, y oyóla proferir repetidas veces este grito nacido de un corazón ulcerado: «¡Perdón! ¡Perdón!».

Y como pareciese entregada enteramente a su dolor, hasta el punto de caer medio desmayada en medio de sus ayes y oraciones, D’Artagnan, conmovido por amor a sus amigos tan sentidos, dio algunos pasos hacia la tumba a fin de interrumpir el siniestro coloquio de la penitente con los muertos.

Mas apenas se hizo oír su pie sobre la arena, la desconocida levantó la cabeza y dejó ver a D’Artagnan un rostro inundado en lágrimas, un rostro amigo.

¡Era la señorita de La Vallière!

—¡Señor de D’Artagnan! —murmuró.

—¿Vos? —respondió el capitán con voz sombría—. ¡Vos aquí! ¡Oh! Señora, mejor hubiera querido veros adornada de flores en la quinta del conde de la Fère. ¡Menos habríais llorado entonces, y ellos, y yo!

—¡Señor! —dijo ella sollozando.

—Porque vos sois —añadió el inflexible amigo de los muertos—, vos sois la que habéis llevado a esos dos hombres al sepulcro.

—¡Oh! ¡Sed indulgente!

—No permita Dios, señorita, que yo ofenda a una mujer, o que la haga llorar en vano; pero debo decir que el sitio del asesino no es la tumba de las víctimas.

La joven quiso contestar.

—Lo que os digo aquí —añadió fríamente—, se lo diría al rey. La joven juntó las manos.

—Sé —dijo— que he causado la muerte del vizconde de Bragelonne.

—¡Ah! ¿Lo sabéis?

—Ayer llegó la noticia a la Corte. He hecho desde esa noche, en dos horas, cuarenta leguas para venir a pedir perdón al conde, a quien creía aún con vida, y para suplicar a Dios, sobre la tumba de Raúl, que me envíe todas las desgracias que merezco, excepto una sola. Ahora, señor, sé que la muerte del hijo ha producido la del padre; tengo dos crímenes de que acusarme y dos castigos que aguardar de Dios.

—Os repetiré, señorita —dijo D’Artagnan—, lo que me dijo de vos, en Antibes, el señor de Bragelonne, cuando ya meditaba su muerte:

»Si la han arrastrado el orgullo y la coquetería, la perdono despreciándola. Si el amor la hizo sucumbir, la perdono jurándole que nadie la habría amado nunca tanto como yo.

—Ya sabéis —interrumpió Luisa—, que, por mi amor, iba a sacrificarme yo misma; ya sabéis si he sufrido cuando me encontrasteis perdida, moribunda, abandonada. Pues bien, jamás he sufrido tanto como hoy, porque entonces esperaba, deseaba, y hoy nada tengo que desear: porque ese muerto se lleva toda mi alegría a su tumba; porque no me atrevo a amar sin remordimientos, y porque, lo conozco, aquel a quien amo, ¡oh, ésa es la ley!, me causará los tormentos que yo he hecho sufrir a los otros.

D’Artagnan no respondió; conocía demasiado que la joven no se engañaba.

—Pues bien —añadió ella—, querido señor de D’Artagnan, no me abruméis hoy, os lo ruego. Soy como la rama desprendida del tronco: nada hay que me dé apego al mundo, y una corriente me arrastra no sé dónde. Amo locamente, amo hasta el punto de venir a decirlo, impía, sobre las cenizas de este muerto, y no me avergüenzo ni siento remordimientos por ello. Este amor es para mí una religión. Pero como más adelante me veréis sola, olvidada, desdeñada; como me veréis castigada de lo que vos estáis destinado a castigar, sed indulgente en mi efímera felicidad; dejadme por algunos días, por algunos minutos. Tal vez no exista ya la hora en que os estoy hablando. ¡Dios mío! ¡Tal vez ese doble asesinato se halla expiado ya! Aún estaba hablando la joven, cuando llamó la atención del capitán un ruido de voces y pisadas de caballos.

Un oficial del rey, el señor de Saint-Aignan, venía a buscar a La Vallière de parte de Su Majestad, a quien roían, dijo, los celos y la inquietud. Saint-Aignan no vio a D’Artagnan medio oculto por el tronco de un castaño que cubría con su sombra las dos tumbas.

Luisa le dio las gracias y le despidió con un gesto. El gentilhombre salió fuera del recinto.

—Ya veis, señora —dijo acremente el capitán a la joven—, que vuestra felicidad dura todavía.

La joven se levantó con aspecto solemne.

—Algún día —dijo— os arrepentiréis de haberme juzgado tan mal, y ese día, señor, seré yo la que pida a Dios que olvide lo injusto que habéis sido conmigo. Por lo demás, tanto sufriré, que vos seréis el primero en compadecerme. No me reprochéis esa felicidad, señor de D’Artagnan; me cuesta cara y no he pagado todavía mi deuda.

Al pronunciar estas palabras, se arrodilló dulce y afectuosamente.

—Perdón, por ultima vez, mi prometido Raúl —dijo—. Yo he roto nuestra cadena: los dos estamos destinados a morir de dolor. Tú has partido el primero: no temas, te seguiré. Advierte, sin embargo, que no he sido una infame y que he venido a darte este supremo adiós. El Señor me es testigo, Raúl, de que si hubiese sido necesaria mi vida para rescatar la tuya, la hubiese dado sin titubear. No podía dar mi amor. ¡Por última vez, perdón!

Cogió una rama y la clavó en la tierra, luego, enjugó sus ojos empapados en lágrimas, saludó a D’Artagnan y desapareció.

El capitán vio cómo se marchaban caballos, jinetes y carroza, y, cruzando los brazos sobre su pecho dilatado:

—¿Cuándo me tocará a mí marchar? —dijo con voz emocionada—. ¿Qué le queda al hombre después de la juventud, del amor, de la gloria, de la amistad, de la fuerza, de la riqueza…? ¡Esa roca, bajo la cual duerme Porthos, que poseyó cuanto acabo de nombrar; ese musgo, bajo el cual reposan Athos y Raúl, que poseyeron mucho más todavía!

Vaciló un momento, atónita la mirada; luego irguiéndose:

—Adelante siempre —dijo—. Cuando llegue la hora, Dios me lo dirá cómo lo ha dicho a los otros. Tocó con la punta de los dedos la tierra humedecida por el rocío de la noche, persignóse como si hubiese tomado agua bendita en una iglesia, y prosiguió solo, solo para siempre, el camino de París.