El duque de Beaufort escribía a Athos. La carta destinada al hombre sólo llegaba al muerto. Dios cambiaba la dirección.
Mi querido conde —escribía el príncipe con su letra grande de escolar inhábil—, una desgracia nos ha herido en medio de un gran triunfo. El rey pierde un soldado de los más bravos. Yo pierdo un amigo. Vos perdéis al señor de Bragelonne.
Ha muerto gloriosamente, y tan gloriosamente, que no tengo fuerzas para llorarle como quisiera.
Recibid mis tristes expresiones, mi estimado conde. El Cielo nos distribuye las pruebas según la grandeza de nuestro corazón. Esta es inmensa, pero no por encima de vuestro valor.
Vuestro fiel amigo:
El DUQUE DE BEAUFORT.
Aquella carta contenía un relato escrito por uno de los secretarios del príncipe. Era la narración más tierna y verdadera de aquel lúgubre episodio que desenlazaba dos existencias.
D’Artagnan, habituado a las emociones de la batalla, y cuyo corazón estaba ya acorazado, no pudo menos de estremecerse al leer el nombre de Raúl, el nombre de aquel hijo amado, convertido, como su padre, en una sombra.
Por la mañana, decía el secretario del príncipe, monseñor el duque mandó el ataque. Normandía y Picardía habían tomado posición en las rocas grises dominadas por el talud de la montaña, sobre cuya vertiente elévanse los baluartes de Djidjelli.
El fuego del cañón abrió la batalla; los regimientos avanzaron con gran denuedo; los piqueros llevaban las picas levantadas; los que usaban mosquete el arma al brazo. El príncipe seguía atentamente la marcha y el movimiento de las tropas, dispuesto a apoyarlas con una fuerte reserva.
Al lado de monseñor estaban los más viejos capitanes y sus ayudantes. El señor vizconde de Bragelonne había recibido orden de no separarse de Su Alteza.
Entretanto, el cañón del enemigo, que en un principio había tronado indistintamente contra las masas, había arreglado su fuego, y las balas, mejor dirigidas, habían matado algunos hombres alrededor del príncipe. Los regimientos formados en columna, y que avanzaban contra las fortificaciones, sufrieron bastante, notándose alguna vacilación, en nuestras tropas, que se veían mal secundadas por nuestra artillería. Efectivamente, las baterías establecidas el día anterior, sólo tenían una puntería débil e incierta, en razón de su posición. La dirección de abajo arriba dañaba la precisión y el alcance de los disparos.
Monseñor, comprendiendo el mal efecto de aquella posición de la artillería de sitio, mandó a las fragatas ancladas en la pequeña rada comenzar un fuego regular contra la plaza.
Para llevar esta orden, el señor de Bragelonne se ofreció inmediatamente; pero monseñor no quiso acceder a la petición del vizconde.
Monseñor hacía bien, porque amaba a aquel joven caballero y no quería exponer su vida; hacía bien, y los acontecimientos vinieron a justificar su previsión y su negativa; porque apenas llegó a la orilla del mar el sargento a quien el príncipe confió el mensaje solicitado por el señor de Bragelonne, dos tiros de escopeta larga partieron de las filas enemigas y lo dejaron tendido.
El sargento cayó sobre la arena mojada que se empapó en su sangre.
Visto lo cual el señor de Bragelonne, sonrió a m monseñor, que le dijo:
—Ya veis; vizconde, que os salvo la vida. Referídselo luego al conde de la Fère, para que, sabiéndolo por vos mismo, sepa el interés que me tomo por su hijo.
El joven sonrió tristemente y respondió al duque:
—Verdad es, monseñor, que, sin vuestra benevolencia, habría sido muerto allá donde ha caído el pobre sargento, con gran tranquilidad.
El señor de Bragelonne dio esta respuesta con aire tal, que monseñor replicó vivamente:
—¡Buen Dios! Joven, no parece sino que se os hace agua la boca; pero ¡por el alma de Enrique IV!, he prometido a vuestro padre devolveros vivo, y, si Dios quiere, cumpliré mi palabra.
El señor de Bragelonne ruborizóse, y, en voz más baja:
—Monseñor —dijo—, perdonadme, os lo ruego; siempre he tenido deseo de acudir a las ocasiones, y considero muy grato el distinguirse uno delante de su general, sobre nodo cuando el general es el señor duque de Beaufort.
Monseñor se dulcificó algún tanto, y, volviéndose a sus oficiales que se agrupaban en torno suyo, dio diferentes órdenes.
Los granaderos de los dos regimientos llegaron bastante cerca de los fosos y trincheras para arrojar sus granadas, que causaron poco daño.
No obstante, el señor de Estrées, que mandaba la escuadra, vista la tentativa del sargento para acercarse a los buques, comprendió que debía romper el fuego sin esperar órdenes.
Entonces los árabes, viéndose acribillados por las balas de la escuadra y por las ruinas y escombros de sus malas murallas, prorrumpieron en gritos espantosos.
Sus jinetes bajaron la montaña al galope, encorvados sobre sus sillas, y se lanzaron a rienda suelta contra las columnas de infantería, que, cruzando las picas, contuvieron aquel fogoso ímpetu. Rechazados por la actitud firme del batallón, los árabes volviéronse con gran furia hacia el atado Mayor que en aquel momento no se hallaba prevenido.
El peligro fue grande: monseñor tiró de la espada; sus secretarios y criados le imitaron; los oficiales de su comitiva empeñaron un combate con aquellos furiosos.
Entonces fue cuando el señor de Bragelonne pudo satisfacer los deseos que manifestaba desde el principio de la acción. Combatió al lado del príncipe con un vigor de romano, y mató tres árabes con su espadín.
Mas echábase de ver fácilmente que su valor no provenía de un sentimiento de orgullo, natural en todos los que combaten. Su bravura era impetuosa, afectada, hasta forzada; esforzábase por embriagarse entre el ruido y la carnicería. "Llegó a enardecerse de tal suerte, que monseñor le gritó que se contuviese.
Sin duda debió oír la voz de Su Alteza, pues nosotros, que estábamos a su lado, la oímos. Sin embargo, no se contuvo, y continuó corriendo hacia las trincheras.
Como el señor de Bragelonne era un oficial muy sumiso, aquella desobediencia a las órdenes de monseñor sorprendió mucha a todo el mundo, y el señor de Beaufort redobló las instancias, gritando:
—¡Deteneos, Bragelonne! ¿Adónde vais? ¡Deteneos! ¡Os lo mando! Todos nosotros, imitando el gesto del señor duque, habíamos levantado la mano. Esperamos a que el jinete volviese bridas; pero el señor de Bragelonne, seguía corriendo hacia las palizadas.
—¡Deteneos, Bragelonne! —repetía el príncipe en voz muy fuerte—. ¡Deteneos en nombre de vuestro padre!
A tales palabras, el señor de Bragelonne, se volvió; su rostro expresaba un vivo dolor, pero no se detenía, y juzgamos que lo arrastraba su caballo.
Cuando el señor duque conoció que el vizconde no era ya dueño de su caballo, y le vio más allá de los primeros granaderos, gritó:
—¡Mosqueteros, matad su caballo!
¿Mas quién podía comprometerse a disparar contra el animal sin tocar al jinete? Nadie se atrevía. Al fin se presentó uno; era un diestro tirador del regimiento de Picardía, llamado La Luzerne, quien apuntó al corcel, disparó y le hirió en la grupa, porque se vio teñido en sangre su pelo blanco. Pero el maldito animal, en vez de caer, púsose a correr con más furia.
Todo Picardía que veía aquel infortunado joven correr a una muerte cierta gritaba desaforadamente: «¡Tiraos a tierra, señor vizconde! ¡A tierra, a tierra, tiraos a tierra!».
El señor de Bragelonne era un oficial muy querido en todo el ejército.
Ya el vizconde había llegado a un tiro de pistola del baluarte; una descarga partió y le envolvió en fuego y humo. Nosotros le perdimos de vista; disipada la humareda, le volvimos a ver, de pie: acababan de matarle el caballo.
Los árabes intimaron al vizconde a rendirse; pero hízoles un signo negativo con la cabeza, y continuó marchando hacia las palizadas.
Era una imprudencia mortal. Sin embargo, todo el ejército le agradeció que no retrocediera, ya que la desgracia le había conducido hasta allí. Dio todavía algunos pasos, y los dos regimientos aplaudieron.
En aquel instante fue cuando conmovió las murallas una segunda descarga, y el vizconde de Bragelonne desapareció por segunda vez entre el torbellino; pero esta vez, aun cuando el humo se disipó, no le volvimos a ver en pie. Hallábase tendido con la cabeza más baja que las piernas, sobre la maleza, y los árabes empezaron a querer salir de sus trincheras para ir a cortarle la cabeza o coger su cuerpo, como es costumbre entre los infieles.
Pero Su Alteza monseñor el duque de Beaufort había seguido todo aquello con la vista, y aquel triste espectáculo le había arrancado profundos y dolorosos suspiros. Viendo entonces a los árabes correr como fantasmas blancos entre los lentiscos:
—¡Granaderos! ¡Piqueros! —empezó a gritar—. ¿Os dejaréis arrebatar ese noble cuerpo?
Y, al decir estas palabras, blandiendo la espada, emprendió a correr él mismo hacia el enemigo. Los regimientos, lanzándose en pos de él, corrieron a su vez prorrumpiendo en gritos tan terribles como salvajes eran los de los árabes.
Comenzó el combate sobre el cuerpo del señor de Bragelonne, y fue tan encarnizado, que quedaron muertos en el sitio ciento sesenta árabes, al lado de cincuenta por lo menos de los nuestros.
Un teniente de Normandía tomó sobre sus hombros el cuerpo del vizconde, y lo transportó a nuestras líneas.
Mientras tanto seguían las ventajas a nuestro favor; los regimientos se unieron a la reserva, y las palizadas contrarias fueron destrozadas.
A las tres cesó el fuego de los árabes; el combate al arma blanca duró dos horas, y fue una matanza.
A las cinco nos hallábamos triunfantes en todos los puntos; el enemigo había abandonado sus posiciones y el señor duque había hecho poner la bandera blanca sobre el punto culminante del montículo.
Entonces fue cuando pudo pensarse en el señor de Bragelonne, que tenía ocho grandes heridas en el cuerpo, y había perdido casi toda su sangre.
Sin embargo, aún respiraba, lo cual causó una alegría indecible a monseñor, que quiso asistir en persona a la primera cura del vizconde y a la consulta de los cirujanos.
Hubo dos entre ellos que declararon que el señor de Bragelonne viviría. Monseñor les saltó al cuello y les prometió mil luises a cada uno si le salvaban.
El vizconde oyó aquellos transportes de alegría, y, sea que estuviese desesperado, sea que sufriese de sus heridas, manifestó en su fisonomía una contrariedad que dio mucho en qué pensar, especialmente a uno de los secretarios, así que oyó lo que va a seguir:
El tercer cirujano que llegó era el hermano Silvano de San Cosme, el más sabio de los nuestros. Sondó las llagas y no dijo nada.
El señor de Bragelonne abría unos ojos fijos y parecía interrogar cada movimiento, cada idea del sabio cirujano.
Éste, preguntado por monseñor, contestó, que de las ocho heridas tres eran mortales, pero que tan fuerte era la constitución del herido, tan fecunda la juventud, tan misericordiosa la bondad de Dios, que quizá se salvaría el señor de Bragelonne, siempre que no hiciese el menor movimiento.
El hermano Silvano añadió, dirigiéndose a sus ayudantes:
—Sobre todo no le mováis, ni con el dedo siquiera, o le mataréis. "Y salimos todos de la tienda con alguna esperanza.
Al salir, creyó advertir uno de los secretarios cierta sonrisa pálida y triste en los labios del vizconde, cuando el señor duque le dijo con voz cariñosa:
—¡Oh vizconde! ¡Te salvaremos!
Pero por la noche, cuando se creyó que el herido debía haber descansado, entró uno de los ayudantes en la tienda, y salió lanzando fuertes gritos.
Acudimos todos en tropel, el señor duque con nosotros, y el ayudante nos mostró el cuerpo del señor de Bragelonne en el suelo, debajo del lecho, bañado en el resto de su sangre.
Las apariencias demostraban que había habido alguna convulsión, algún movimiento febril, y que había caído; y que la caída había acelerado su fin, conforme al pronóstico del hermano Silvano.
Levantóse al vizconde; estaba frío y muerto. Tenía un bucle de cabellos blondos en la mano derecha, y esta mano crispada sobre su corazón.
Seguían los detalles de la expedición y de la victoria obtenida sobre los árabes.
D’Artagnan detúvose al terminar la narración de la muerte del pobre Raúl.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Infortunado hijo! ¡Un suicidio!
Y, volviendo los ojos hacia la habitación del palacio donde dormía Athos el sueño eterno:
—Se han cumplido la palabra mutuamente —dijo en voz baja—. Ahora los hallo felices, pues deben haberse reunido.
Y tomó a pasos lentos el camino de la terraza.
Toda la calle, todos los alrededores se llenaban ya de vecinos desconsolados que se contaban unos a otros la doble catástrofe y se preparaban a los funerales.