Estaba Athos en aquel punto de su visión maravillosa, cuando el encanto fue repentinamente roto por un ruido que venía de las puertas exteriores de la casa.
Oíase el galopar de un caballo sobre la arena endurecida de la grande arboleda, y el rumor de las más ruidosas y animadas conversaciones subió hasta la cámara donde soñaba el conde.
Athos no se movió del lugar que ocupaba, apenas volvió la cabeza hacia el lado de la puerta para percibir más pronto los rumores que llegaban hasta él.
Un paso tardo subía la escalinata: el caballo, que poco antes galopaba con tanta rapidez, iba lentamente hacia el lado de la cuadra. Algunos rumores acompañaban aquellos pasos que poco a poco se acercaban a la habitación de Athos.
Abrióse entonces una puerta, y Athos, volviéndose algo hacia el lado de donde venía el ruido, exclamó, con voz débil:
—Es un correo de África, ¿no es verdad?
—No, señor conde —respondió una voz que hizo estremecer en su lecho al padre de Raúl.
—¡Grimaud! —murmuró.
Y el sudor comenzó a resbalar por sus mejillas hundidas. Grimaud apareció en el umbral. No era ya el Grimaud que hemos visto, joven aún por el valor y la fidelidad, cuando saltaba el primero en la barca destinada a llevar a Raúl de Bragelonne a los buques de la escuadra real.
Era un pálido y severo viejo, con el vestido cubierto de polvo y escasos cabellos blanqueados por los años. Temblaba apoyándose en el quicio de la puerta, y estuvo a punto de caer al ver de lejos y al resplandor de la luz el rostro de su amo.
Aquellos dos hombres, que habían vivido tanto tiempo en comunidad de inteligencia, y cuyos ojos, habituados a ahorrar las expresiones, sabían decirse silenciosamente tantas cosas; aquellos dos viejos amigos, tan nobles ambos en cuanto a corazón, ya que desiguales respecto a fortuna y nacimiento, permanecieron mudos mirándose. Con una sola mirada acababan de leer uno a otro en lo más íntimo de su corazón.
Grimaud llevaba en el rostro la huella de un dolor envejecido por un hálito lúgubre; parecía no tener ya para su uso más que una sola expresión de sus pensamientos.
Como se había habituado en otro tiempo a no hablar, se acostumbraba a no sonreír.
Athos leyó de una mirada todas aquellas alteraciones en el rostro de su fiel criado, y con el mismo tono que habría usado para hablar a Raúl en su sueño:
—Grimaud —dijo—, Raúl ha muerto, ¿no es cierto?
Detrás de Grimaud, los demás criados escuchaban sobresaltados, con los ojos clavados en el lecho del amo.
Oyeron la terrible pregunta, y un silencio escalofriante la siguió.
—Sí —contestó el viejo, arrancando este monosílabo de su pecho con ronco suspiro.
Entonces eleváronse voces lastimeras que gemían sin reserva y llenaban de lamentos y oraciones la habitación donde aquel padre agonizante buscaba con los ojos el retrato de su hijo.
Aquello fue para Athos como la transición que le condujo nuevamente a su sueño.
Sin exhalar un grito, sin derramar una lágrima, paciente, dulce y resignado como los mártires, levantó los ojos al cielo para ver allí, por segunda vez, elevándose por encima de la montaña de Djidjelli, la sombra querida que se alejaba de él en el momento en que Grimaud había llegado. Indudablemente, al mirar al cielo, al reanudar el hilo de su maravilloso ensueño, recorrió los mismos caminos por donde la visión tan terrible y tan dulce a la vez, le conducía poco ha; porque, después cerrando dulcemente los ojos, los volvió a abrir con la sonrisa en los labios. Acababa de ver a Raúl que le sonreía a su vez.
Con las manos juntas sobre el pecho, la cara vuelta hacia la ventana oreado por el viento fresco de la noche que llevaba a la cabecera de su cama los aromas de las flores y de los bosques, Athos entró para no salir ya, en la contemplación de este paraíso que los vivientes no verán jamás.
Dios quiso abrir seguramente a aquel elegido los tesoros de la beatitud eterna, en la hora en que los demás hombres tiemblan de ser severamente recibidos por el Señor, y que agarran a esta vida que conocen, entre el terror de la otra que entrevén en los sombríos y severos resplandores de la muerte.
Athos iba guiado por el alma limpia y serena de su hijo, que aspiraba el alma paternal. Todo para aquel justo fue melodía y perfume, en el áspero camino que emprendían las almas para volver a la patria celestial.
Transcurrida una hora de aquel éxtasis, levantó Athos sus manos blancas como la cera; la sonrisa no abandonó sus labios, y dijo en voz tan baja que apenas pudo oírsele, estas palabras, dirigidas a Dios o a Raúl:
—¡Aquí me tenéis!
Y sus manos cayeron de nuevo lentamente, como si las hubiese descansado él mismo sobre la cama.
La muerte había sido apacible y cariñosa para aquella excelente criatura. Le había ahorrado los desgarramientos de la agonía, las convulsiones del viaje supremo, abriendo con mano favorable las puertas de la eternidad a aquella alma grande, digna de todos los respetos.
Dios habíalo sin duda ordenado así, para que el recuerdo piadoso de aquella muerte tan dulce se conservase en el corazón de los asistentes y en la memoria de los demás hombres, fallecimiento que haría amable el tránsito de esta vida a la otra a aquellos cuya existencia temer el juicio final.
Athos conservó aún en el sueño eterno aquella sonrisa plácida y franca, ornamento que debía acompañarle al sepulcro. La serenidad de sus facciones, la calma de su fin, hicieron dudar por mucho tiempo a sus criados que hubiese abandonado la vida.
Los sirvientes del conde quisieron llevarse a Grimaud, que, de lejos, devoraba aquel rostro pálido y no se acercaba por el piadoso temor de llevarle el soplo de la muerte. Pero Grimaud, a pesar de lo cansado que estaba, no quiso alejarse. Sentóse en el umbral, guardando a su amo con la vigilancia de un centinela, y codicioso de recoger su primera mirada al despertar, su postrer suspiro al morir.
Los ruidos se extinguían en toda la casa; y todos respetaban el sueño del señor. Pero Grimaud, poniendo atención, notó que el conde había dejado de respirar.
Incorporóse, las manos puestas sobre el suelo, y, desde su sitio, miró si el cuerpo de su amo hacía algún movimiento.
¡Nada! Asaltóle el temor; levantóse de súbito, y en el mismo instante, oyó pasos en la escalera; un ruido de espuelas golpeadas por una espada, sonido belicoso y familiar a sus oídos, le detuvo al ir a acercarse a la cama de Athos. Una voz aún más vibrante que el cobre y el acero resonó a tres pasos de él.
—¡Athos! ¡Athos! ¡Amigo mío! —gritaba aquella voz conmovida hasta las lágrimas.
—¡Señor de D’Artagnan! —balbució Grimaud.
—¿Dónde está? —prosiguió el mosquetero.
Grimaud le cogió el brazo entre sus dedos huesudos, y le enseñó el lecho, sobre cuyas sábanas dibujábase la tez lívida del cadáver.
Una respiración angustiosa, lo contrario de un grito agudo, oprimió la garganta de D’Artagnan.
Adelantóse de puntillas, estremecido, asustado del ruido que hacían sus pisadas, con el corazón desgarrado por una angustia sin igual. Acercó su oído al pecho de Athos, su rostro a la boca del conde. Ni ruido ni aliento. D’Artagnan retrocedió.
Grimaud, que le había seguido con la vista y para quien cada uno de sus movimientos encerraba una revelación, fue a sentarse con timidez a los pies de la cama, y pegó sus labios sobre la ropa levantada por los pies rígidos de su amo.
Entonces desprendiéronse abundantes lágrimas de sus ojos enrojecidos.
Aquel viejo en desesperación, que lloriqueaba encorvado sin proferir una palabra, ofrecía el espectáculo más tierno que D’Artagnan pudo ver en su vida tan rica de emociones. El capitán quedó de pie en contemplación ante aquel muerto sonriente, que parecía haber guardado su último pensamiento para hacer a su mejor amigo, al hombre a quien más había querido después de Raúl, una afectuosa acogida aun más allá de la vida, y, como para corresponder a aquella suprema lisonja de la hospitalidad, D’Artagnan fue a besar a Athos en la frente, ;i y, con sus dedos trémulos, le cerró los ojos.
Luego se sentó a la cabecera del lecho, sin temor a aquel muerto que tan dulce y benévolo había sido para él durante treinta y cinco años, y trajo a su memoria los recuerdos que el noble semblante del conde le excitaban, floridos y encantadores unos como aquella sonrisa, sombríos, tristes y helados otros como aquel rostro de ojos cerrados para la eternidad.
De pronto, el amargo torrente que subía de minuto en minuto invadió su corazón y le desgarró el pecho. Incapaz de dominar su emoción, se levantó, y, arrancándose violentamente de aquella cámara donde acababa de encontrar difunto a aquel a quien venía a traer la noticia de la muerte de Porthos, prorrumpió en sollozos desgarradores, que los sirvientes, que sólo parecían aguardar una explosión de dolor, contestaron con sus lúgubres clamores, y los perros del amo con sus lastimeros aullidos.
Grimaud fue el único que no levantó la voz. Aun en el paroxismo de su dolor, no se habría atrevido a profanar la muerte, ni a turbar por primera vez el sueño de su amo. Athos, por otra parte, le había acostumbrado a no hablar nunca.
Al punto de la mañana, D’Artagnan, que había errado por la sala baja mordiéndose los puños para ahogar los suspiros, subió otra vez la escalera, y, acechando el momento en que Grimaud volvió la cabeza hacia él, le hizo seña de que fuera, lo que el fiel servidor ejecutó sin hacer más ruido que una sombra.
D’Artagnan volvió a bajar seguido de Grimaud.
Luego que llegó al vestíbulo, cogiendo las manos del viejo:
—Grimaud —dijo—, ya has visto cómo ha muerto el padre; dime ahora cómo ha muerto el hijo. Grimaud sacó del pecho una abultada carta, cuyo sobre iba dirigido a Athos. Reconoció el mosquetero la letra del señor de Beaufort, rompió el sello, y se puso a leer midiendo con sus pasos, a los primeros albores del día, la sombría avenida de añosos tilos hollada por las pisadas aun visibles del conde que acababa de morir.