Luego que cesó aquel desmayo de Athos, avergonzado casi el conde de haber sucumbido ante aquel acontecimiento sobrenatural, se vistió y pidió un caballo, resuelto a marchar a Blois _Para anudar correspondencias más seguras, ya fuese con África o con D’Artagnan o Aramis.
Efectivamente, aquella carta de Aramis informaba al conde de la Fère del mal éxito de la expedición de Belle-Île. Le daba, sobre la muerte de Porthos, bastantes pormenores para que el corazón tan bueno y cariñoso de Athos se conmoviese hasta en sus fibras más recónditas. Athos quiso, en su consecuencia, hacer a su amigo Porthos una última visita. Para tributar este honor a su antiguo compañero de armas, pensaba avisar a D’Artagnan, inducirle a emprender el penoso viaje de Belle-Île, llevar a término en su compañía aquella triste peregrinación al sepulcro del gigante, a quien tanto había amado, y volver después a casa para obedecer a aquella secreta influencia que le conducía a la eternidad por tan misteriosos caminos.
Mas apenas los criados, gozosos, habían vestido a su amo, a quien veían con placer prepararse para un viaje que debía disipar su melancolía; apenas había sido ensillado y conducido a la puerta el caballo más dócil de la cuadra, el padre de Raúl, sintió que la cabeza se le trastornaba, las piernas flaqueaban, y conoció que no le era posible dar un paso más.
Pidió que le llevasen al sol, y le transportaron a su banco de musgo, donde pasó una hora larga antes de: recobrar sus energías.
No había cosa más natural que aquella debilidad después del reposo inerte de los últimos días. Athos tomó una taza de caldo para recobrar ánimo, y empapó sus labios secos en un vaso lleno del vino que más le agradaba: aquel añejo vino de Anjou, mencionado por el buen Porthos en su admirable testamento.
Confortado Athos, con el ánimo más libre, se hizo traer su caballo; pero necesitó la ayuda de sus criados para montar penosamente en la silla. No había andado cien pasos, cuando al llegar al recodo del camino le acometió el calofrío.
—¡Es cosa extraña! —dijo al ayuda de cámara, que le acompañaba.
—¡Detengámonos, señor, os ruego! —repuso el fiel criado—. ¡Estáis muy pálido!
—Eso no impedirá que continúe mi camino, pues ya lo he emprendido —repuso el conde.
Y aflojó las riendas a su caballo. Pero súbitamente el animal, en lugar de obedecer al pensamiento de su amo, se paró. Un movimiento, de que Athos no pudo darse cuenta, había refrenado la cabalgadura.
—Indudablemente —dijo Athos— quiere alguien que no vaya más lejos. Sostenedme —añadió extendiendo los brazos—. ¡Acercaos, pronto! Siento aflojarse todos mis músculos, y voy a caer del caballo.
El sirviente había visto el movimiento de su amo al mismo tiempo que recibía su orden. Acercóse con presteza, recibió al conde en sus brazos, y como no se habían alejado de la casa tanto como para que los criados, estacionados en el umbral viendo partir al conde de la Fère, no distinguiesen aquel desorden en la marcha ordinariamente tan regular de su amo, el ayuda de cámara llamó a sus compañeros con ademanes y voces.
Entonces todos acudieron solícitos.
Apenas dio Athos algunos pasos para volver a casa, sintióse mejorado. Parecióle que recobraba su vigor, y pensó volver a Blois. Hizo dar media vuelta a su caballo, mas al primer movimiento de éste, volvió a caer en aquel estado de entorpecimiento y de angustia.
—Vamos —dijo—, seguramente alguien quiere que permanezca en mi casa.
Acercáronsele sus criados, le bajaron del caballo y le transportaron entre todos a su casa. En cuanto estuvo preparada la alcoba, le acostaron en su lecho.
—Tened presente —les dijo disponiéndose a dormir— que hoy mismo espero cartas de África.
—El hijo de Blaisois ha montado a caballo para ganar una hora sobre el correo de Blois —contestó el ayuda de cámara.
—¡Gracias! —contestó Athos con su sonrisa de bondad.
El conde se durmió; su sueño agitado se asemejaba a un padecimiento. El que sé quedó cuidándole notó qué, por diferentes veces, sus facciones adquirían la expresión de un tormento interior. Quizá soñaba.
De este modo transcurrió el día. El hijo de Blaisois volvió; pero el correo no había traído noticias. El conde calculaba con desesperación los minutos, y estremecíase cada vez que esos minutos formaban una hora. Asaltóle una vez la idea de que le hubiesen olvidado allá, y esa idea le costó un atroz dolor en el corazón.
Nadie en la casa esperaba que el correo llegara, pues hacia mucho tiempo que había pasado la hora. Cuatro veces, el expreso enviado a Blois, había reiterado su viaje, y nada había venido para el conde.
Athos sabía que aquel correo no venía más que una vez a la semana. Era, pues, un retraso de ocho días mortales. Con esta dolorosa persuasión principió la noche.
Todas cuantas sombrías suposiciones puede añadir un hombre enfermo y angustiado por la pena a probabilidades ya bien tristes, las aglomeró Athos durante las primeras horas de aquella noche mortal.
Asaltóle la fiebre y le invadió el pecho, donde prendió muy pronto el fuego, según la expresión del doctor que habían hecho venir de Blois en el último viaje del hijo de Blaisois.
No tardó en subírsele a la cabeza. El médico practicó sucesivamente dos sangrías que lo despejaron; pero debilitando al enfermo y no dejándole fuerza de acción más que en el cerebro.
No obstante, aquella terrible fiebre cedió. Asedió con sus últimos latidos las extremidades entorpecidas, y concluyó por cesar enteramente a eso de la media noche.
El médico, viendo aquella mejoría incontestable, se volvió a Blois después de haber ordenado algunas prescripciones y declarado que el conde se había salvado.
Entonces empezó para Athos una situación extraña, indefinible. Libre de pensar, su ánimo se dirigió hacia Raúl, hacia aquel hijo querido. Su imaginación le representó los campos de África en los alrededores de Djidjelli, donde el señor de Beaufort había debido desembarcar con su ejército.
Eran rocas cenicientas, reverdecidas en algunos puntos por el agua del mar cuando azota las playas durante las tormentas y borrascas.
Más allá de la costa, de aquellas rocas semejantes a sepulcro, ascendía en anfiteatro, entre lentiscos y cactos, una especie de aldea llena de humo, de rumores confusos y de movimientos fugitivos.
De pronto, del seno de aquella humareda se desprendió una llama que llegó, bien que rastreando a cubrir toda la superficie de aquella aldea, y que creció poco a poco, englobando todo en sus torbellinos rojos; lágrimas, gritos, brazos elevados al cielo. Aquello fue por un instante una terrible confusión de maderos que se desplomaban, de aceros fundidos, de piedras calcinadas, de árboles abrasados.
¡Cosa rara! En aquel caos donde Athos distinguía brazos levantados, gritos, sollozos y suspiros, no llegó a ver una sola figura humana.
El cañón resonaba-a lo lejos, la mosquetería crepitaba, el mar rugía, los rebaños huían brincando por las pendientes cubiertas de verde; pero ni había un soldado que acercase la mecha a los cañones, ni un marino que dirigiera la maniobra, ni un pastor para aquellos rebaños.
Arruinada la aldea y destruidos los fuertes que la dominaban, ruina y destrucción consumadas mágica mente sin la cooperación de ningún ser humano, se extinguió la llama, volvió a subir el humo, y, disminuyendo después en intensidad, fue perdiendo su color hasta disiparse completamente.
Entonces sucedió la noche en aquel paisaje; una noche opaca en la tierra, brillante en el firmamento; las grandes estrellas resplandecientes brillaban sin iluminar más que a ellas mismas en torno suyo.
Reinó un largo silencio que sirvió para dar reposo un momento a la turbada imaginación de Athos, y, como conociese éste que no había terminado aun lo que tenía que ver, aplicó con más atención la mirada de su inteligencia al extraño espectáculo que le reservaba su imaginación.
Pronto continuó para él aquel espectáculo.
Una luna dulce y pálida levantóse detrás de las vertientes, y plateando primero los pliegues ondulantes del mar, que parecía haberse tranquilizado después de los bramidos que había dejado oír durante la visión de Athos, vino a añadir sus diamantes y ópalos a las malezas y matorrales de la colina.
Las rocas grises, como otros tantos fantasmas silenciosos y atentos, parecieron erguir sus cabezas verdosas para examinar también el campo de batalla a la claridad de la luna, y Athos vio entonces que aquel campo, del todo vacío durante el combate, se hallaba ahora sembrado de cadáveres.
Un inexplicable calofrío de temor y de horror sobrecogió su alma, cuando reconoció el uniforme blanco y azul de los soldados de Picardía, sus largas picas y sus mosquetes marcados con la flor de lis en la culata.
Cuando vio todas las heridas abiertas y frías mirar al cielo azulado, como para reclamarle las almas a que habían dado paso; cuando vio los caballos rajados, abatidos, con la lengua colgando de lado fuera de los belfos, dormir en la sangre helada esparcida alrededor suyos, y que manchaba sus gualdrapas y crines, cuando vio el caballo blanco del señor de Beaufort tendido, con la cabeza abierta, en primera línea sobre el campo de los muertos Athos se pasó una mano fría por la frente, que asombró de no hallar ardiendo. Convencióse por aquel contacto de que asistía como espectador sin fiebre al día siguiente de una batalla librada en la ribera de Djidjelli por el ejército expedicionario, que había visto alejarse de las costas de Francia y desaparecer en el horizonte, y al cual había saludado con el pensamiento y el ademán al ultimo fulgor del cañonazo enviado por el duque, en señal de adiós a la patria.
¿Quién podría expresar la angustia mortal con que su alma, siguiendo como ojo vigilante la huella de aquellos cadáveres, los iba examinando uno tras otro vara reconocer si entre ellos dormía Raúl? ¿Quién hubiese podido reprimir el gozo embriagador, divino, con que Athos se inclinó ante Dios y le dio las gracias por no haber visto al que buscaba con tanta ansiedad entre los muertos?
Efectivamente, todos aquellos muertos caídos en sus filas, rígidos helados, fáciles de reconocer, parecían volverse con complacencia y respeto hacia el conde de la Fère, para que les pudiese ver mejor en su fúnebre revista.
Admirábase, no obstante, al contemplar aquellos cadáveres, de no ver a los supervivientes.
A tal extremo había llegado su ilusión, que aquella visión era para él un viaje real hecho por el padre a África, para obtener informes más exactos del hijo.
Así que cansado de haber corrido tantos mares y continentes, trató de buscar descanso en una de las tiendas levantadas tras de una roca, en cuya cima ondeaba el pendón blanco flordelisado. Para ello buscó un soldado que le condujera a la tienda del señor de Beaufort.
Entonces, mientras que su mirada erraba en la llanura, volviéndose hacia todos los lados, vio aparecer una sombra blanca detrás de los mirtos resinosos.
Aquella figura se hallaba vestida con uniforme de oficial: tenía en la mano una espada rota. Avanzaba lentamente hacia Athos, quien, deteniéndose repentinamente y fijando en ella su mirada, no hablaba, no se movía, pero quería abrir sus brazos, porque, en aquel oficial silencioso y pálido, acababa de reconocer a Raúl.
El conde intentó lanzar un grito, que quedó ahogado en su garganta. Raúl le indicó con un ademán que callase, poniéndose un dedo sobre la boca y retrocediendo poco a poco, sin que Athos viera moverse sus piernas.
El conde, más pálido, más trémulo que Raúl, siguió a su hijo atravesando trabajosamente las malezas y matorrales; piedras y fosos. Raúl parecía no tocar la tierra, y ningún obstáculo entorpecía la ligereza de su marcha.
El conde, a quien fatigaban los accidentes del terreno, detúvose bien pronto agotado. Raúl continuaba haciéndole señas de que le siguiera. El tierno padre, cuyas fuerzas reanimaba el amor, intentó un ultimo movimiento y escaló la montaña en pos del joven, que le atraía con ademán y su sonrisa.
Por ultimo, alcanzó la cima de aquella colina, y vio dibujarse en negro, sobre el horizonte blanqueado por la luna, las formas aéreas y poéticas de Raúl. Athos tendía la mano para llegar al lado de su hijo amado, sobre la plataforma, y éste le tendía también la suya; pero de pronto, como si el joven se sintiese arrebatado a pesar suyo, retrocediendo siempre, abandonó la tierra, y Athos vio brillar el claro cielo entre los pies de su hijo y el suelo de la colina.
Raúl elevábase insensiblemente en el vacío, siempre sonriendo y llamando con sus ademanes en dirección al cielo.
Athos exhaló un grito de ternura alarmada, y miró hacia abajo: veíase un campamento destrozado, en el que aparecían como átomos inmóviles todos aquellos cadáveres blancos del ejército real.
Y después, levantando la cabeza, veía siempre, siempre, a su hijo que le invitaba a subir con él.