Mientras que todos, estos acontecimientos separaban para siempre a los cuatro mosqueteros, unidos en otro tiempo de una manera que parecía indisoluble, Athos, habiendo quedado solo después de la partida de Raúl, empezaba a pagar su tributo a esa muerte anticipada que se llama ausencia de las personas amadas.
Vuelto a su casa de Blois, no teniendo a Grimaud para recoger una pobre sonrisa cuando paseaba por los jardines, sentía debilitarse de día en día la fortaleza de una naturaleza que hacía tanto tiempo parecía inalterable.
La edad, contenida, por decirlo así, hasta entonces por la presencia del objeto querido, llegaba con ese acompañamiento de dolores e incomodidades, que aumentaba a medida que se hace esperar. Athos no tenía ya a su hijo para estudiarse en andar derecho, en levantar la cabeza, en dar un buen ejemplo; ni tenía tampoco aquellos ojos brillantes de joven, foco siempre ardiente donde se regeneraba la llama de sus miradas.
Luego, necesario es decirlo, aquella naturaleza, exquisita por su ternura y reserva, no hallando ya nada que contuviese sus impulsos, se entregaba a la tristeza con todo el abandono de la naturaleza vulgar cuando se entregaba a la alegría.
El conde de la Fère, que habíase conservado joven hasta sus sesenta y dos años, el guerrero que había conservado su fuerza a pesar de las fatigas, su energía de espíritu a pesar de las desgracias, su dulce serenidad de alma y cuerpo a pesar de Milady, de Mazarino y de La Vallière, se había hecho viejo en ocho días, desde el instante en que perdió el apoyo de su prolongada juventud.
Gallardo siempre, pero encorvado; noble, pero triste; afanoso y vacilante bajo sus cabellos blancos, contemplaba desde su soledad los claros por entre los cuales traspasaba el sol la espesura de las arboledas.
Así que dejó de estar allí Raúl, abandonó el rudo ejercicio de toda su vida. Habituados los criados a verle levantar con la aurora en todas las estaciones, se admiraban al oír las siete en verano sin que su amo hubiese abandonado el lecho.
Athos permanecía con un libro bajo la almohada, y no dormía ni leía. Acostado por no tener que llevar el peso de su cuerpo, dejaba al alma lanzarse fuera de su prisión para volar a su hijo o a Dios.
A veces asustaba verle absorto horas enteras en una distracción muda e insensible; y ni siquiera oía los pasos del sirviente lleno de temor, que venía al umbral del cuarto a espiar el sueño o a despertar al amo.
Sucedíale olvidar que el día estaba mediado, que había pasado la hora de las dos primeras comidas. Entonces despertábanle, se levantaba, bajaba a su sombría arboleda, y luego se exponía un poco al sol como para compartir por un minuto su calor con el hijo ausente. Después el Paseo lúgubre, monótono, comenzaba de nuevo hasta que cansado, agotado, regresaba a su cuarto y a su lecho, domicilio preferido. Durante muchos días el conde no habló palabra. Se negó a recibir las visitas que le llegaban, y por la noche se le vio encender la luz y pasar muchas horas en escribir o examinar pergaminos.
Athos escribió una de aquellas cartas a Vannes, otra a Fontainebleau; ambas quedaron sin respuesta. Ya se comprenderá por qué: Aramis había abandonado a Francia; D’Artagnan viajaba de Nantes a París, de París a Pierrefonds. Su ayuda de cámara notó que cada día iba haciendo más cortos sus paseos. La gran arboleda de tilos fue muy pronto sobrado larga para los pies que en otro tiempo le recorría mil veces en un día. Vióse al conde andar penosamente hasta los árboles del centro, sentarse en el banco de musgo desde donde arrancaba una arboleda lateral, y aguardar de este modo el retorno de fuerzas o más bien el retorno de la noche.
Muy pronto cien pasos bastaron para dejarle extenuado. Finalmente, Athos no quiso ya levantarse, rehusó todo alimento, y sus criados asustados, a pesar de que aquel no se quejaba y tenía siempre la sonrisa en los labios, a pesar de que continuaba hablando con su voz, fueron a Blois a buscar al viejo doctor del difunto Monseñor, e hicieron que pudiese ver al conde de la Fère sin ser visto de éste.
Al efecto, colocáronse en una pieza contigua al cuarto del enfermo, y le suplicaron que no se dejase ver por temor de desagradar al amo, que no había mandado llamar a médico ninguno.
El médico obedeció; Athos era una especie de modelo para la nobleza del país y el Blaisois se gloriaba de poseer aquella reliquia sagrada de las viejas glorias francesas; Athos era un gran señor muy noble, comparado con aquella noblezas que improvisa el rey al tocar con su cetro, joven y fecundo, los trozos secos de los árboles heráldicos de la provincia.
Decimos, pues, que Athos era querido y respetado. El médico no pudo sufrir el espectáculo de ver llorar a sus criados y agruparse los pobres al cantón, a quienes Athos daba la vida y el consuelo con sus tiernas palabras y limosnas. Examinó, pues, desde el fondo de su escondite, la marcha de aquel mal misterioso que acababa, más y más de día en día, a un hombre poco antes lleno de vida y de deseos de vivir.
Observó en las mejillas de Athos la púrpura de la fiebre que se enciende y alimenta, fiebre despiadada, nacida en un pliegue del corazón, y que, oculta tras este baluarte, creciendo con el sufrimiento, produce la causa y efecto al mismo tiempo de una situación peligrosa.
El conde no hablaba a nadie, ni aun consigo mismo. Su pensamiento temía el ruido y llegaba al grado de sobrexcitación próximo al éxtasis. El hombre así absorbido, cuando no pertenece todavía a Dios, tampoco pertenece ya a la tierra.
El doctor permaneció varias horas estudiando aquella dolorosa lucha de la voluntad contra un poder superior. Asustóse de ver aquellos ojos siempre fijos, siempre clavados en un objeto invisible, y de ver latir con un movimiento igual aquel corazón cuyas oscilaciones no venían a alterar ningún suspiro; a veces lo agudo del dolor forma la esperanza del médico.
Transcurrió así media hora. El doctor tomó su partido como hombre resuelto y de energía; salió repentinamente de su retiro, y fue derecho a Athos, que no manifestó mayor sorpresa que si nada hubiese comprendido de aquella aparición.
—Perdonad, señor conde —dijo el médico, aproximándose al enfermo con los brazos abiertos—: pero tengo que haceros una reconvención, y vais a oírme.
Y se sentó a la cabecera de Athos, que salió con gran pena de su preocupación.
—¿Qué hay, doctor? —preguntó el conde después de un rato de silencio.
—Vemos que os halláis enfermo, señor, y no tratáis de paneros en cura.
—¡Yo enfermo! —dijo Athos sonriendo.
—¡Fiebre, consumación, extenuación, debilidad, señor conde!
—¡Extenuación! ¿Es posible? —respondió Athos—. No me levanto.
—¡Vamos, vamos, señor conde, nada de subterfugios! Vos sois un buen cristiano.
—De siempre, doctor.
—¿Y seríais capaz de daros la muerte?
—Nunca, doctor.
—Pues bien, señor, camináis hacia ella a pasos acelerados; permanecer así sería un suicidio, ¡curaos, conde, curaos!
—¿De qué? Dad con el mal primero. Yo nunca me he sentido mejor, nunca me ha parecido el cielo tan hermoso, ni nunca he amado más a mis flores.
—Tenéis una pena secreta.
—¿Secreta…? No; la ausencia de mi hijo es todo mi mal, y no lo oculto.
—Señor conde, vuestro hijo vive, es fuerte y tiene todo el porvenir de las personas de su mérito y de su extirpe; vivid para él…
—Si yo vivo, doctor. ¡Oh! Estad tranquilo —agregó sonriendo con melancolía— en tanto que Raúl viva, no podrá ignorarse; porque, mientras él viva, yo viviré.
—¿Qué decís?
—Una cosa muy sencilla. En este momento, doctor —dijo—, dejo a la vida suspendida en mí. Sería empresa superior a mis fuerzas hacer una vida disipada, indiferente, cuando no tengo a mi lado a Raúl.
No exigiréis que una lámpara arda cuando no se le ha aplicado la llama; no me pidáis que viva en el ruido y la claridad. Yo vegeto, me dispongo y espero. Mirad, doctor, recordad esos soldados que hemos visto juntos tantas veces en el puerto, donde esperaban que los embarcasen; recostados con indolencia, con un pie en un elemento y otro en el otro, ni estaban en el punto adonde el mar iba a llevarlos, ni el sitio en que la tierra iba a perderlos; los bagajes preparados, el ánimo atento, la mirada fija, esperaban. Lo repito, esta palabra es la que pinta mi vida presente. Recostado como aquellos soldados, con el oído atento a los rumores que llegan hasta mí, deseo estar dispuesto a marchar a la primera llamada. ¿Quién me hará esa llamada? ¿La vida o la muerte? ¿Dios o Raúl? Tengo preparado mi bagaje, mi ánimo dispuesto, y espero la señal… ¡Esperando, doctor, esperando!
El doctor conocía el temple de aquella alma, y apreciaba la solidez de aquel cuerpo; reflexionó un momento, comprendió que las palabras eran inútiles y los remedios absurdos, y partió, encargando a los criados de Athos que no le abandonasen un momento.
Athos, después dé marcharse el médico no manifestó enojo ni cólera de que le hubiesen incomodado; ni aun recomendó que le entregaran inmediatamente las cartas que llegasen; sabía que cualquier distracción que se le proporcionase era una alegría, una esperanza que sus criados le habrían procurado a costa de su misma sangre.
Rara vez llegaba a conciliar el sueño Athos, a fuerza de pensar, abismábase por algunas horas, cuando más, en una distracción más profunda y confusa que otros habrían llamado una pesadilla. El reposo transitorio que aquel olvidado daba al cuerpo, fatigaba el alma, porque Athos vivía doblemente en aquellas peregrinaciones de su inteligencia. Una noche soñó que Raúl se estaba vistiendo en una tienda para ir a una expedición dirigida por el duque de Beaufort en persona. El joven estaba triste, se ajustaba lentamente su coraza, se ceñía lentamente la espada.
—¿Qué tenéis? —preguntóle su padre con ternura.
—Lo que me aflige es la muerte de nuestro buen amigo Porthos —contestó Raúl—; sufro aquí el dolor que vos sentiréis allí.
Y la visión desapareció con el sueño de Athos.
Al amanecer entró un sirviente en el cuarto de su amo, y le entregó una carta que venía de España.
«Es letra de Aramis», pensó el conde.
Y leyó la carta.
—¡Porthos ha muerto! —exclamó después de recorrer las primeras líneas. ¡Oh, Raúl, Raúl, gracias! ¡Veo que cumples tu promesa avisándome!
Y Athos, acometido de un sudor mortal, se desmayó en su lecho sin otra causa que su debilidad.