En Pierrenfonds todo era duelo. Los patios estaban desiertos, las cuadras cerradas, los jardines descuidados.
En las fuentes deteníanse por sí mismos los surtidores, no ha mucho abiertos, ruidosos y brillantes.
Por los caminos, en torno al palacio, venían algunos graves personajes sobre mulas o jacos de cortijo. Eran los vecinos del campo, los curas y los lugareños de las tierras limítrofes.
Toda aquella gente penetraba silenciosa en el palacio, entregaban su cabalgadura a un palafrenero de triste aspecto, y, conducida por un cazador vestido de negro, se dirigía hacia la sala principal, donde Mosquetón recibía en el umbral a los que llegaban.
Mosquetón había enflaquecido tanto en los dos últimos días, que el cuerno le bailaba en la cara como la espada en una vaina demasiado ancha. Su semblante, borroso de encarnado y blanco, como el de la Madona de Van-Dyck, estaba surcado por dos arroyos plateados que formaban su lecho en aquellas mejillas, tan abultadas en otros tiempos como flacas desde el duelo.
A cada nueva visita, Mosquetón hallaba nuevas lágrimas, y daba compasión verlo apretarse la garganta con su grande mano para no prorrumpir en sollozos.
Todas aquellas visitas tenían por objeto la lectura del testamento de Porthos, anunciado para aquel día, y a la que deseaban asistir todas las codicias o todas las amistades del difunto.
Los asistentes tomaban asiento a medida que iban llegando y se cerró el salón en cuanto sonaron las doce del día, hora prefijada para la lectura.
El procurador de Porthos, que era naturalmente el sucesor del señor Conquenard, comenzó por desdoblar lentamente el grande pergamino sobre el que la potente mano de Porthos había trazado su voluntad suprema.
Roto el sello, puestos los anteojos y oída la tos preliminar, prestaron todos la mayor atención. Mosquetón estaba en un rincón acurrucado, para llorar más y oír menos.
De pronto, se abrió como por un prodigio la puerta de dos hojas del salón, que había sido cerrada, y se presentó en el umbral una figura varonil iluminada por el más vivo resplandor del sol.
Era D’Artagnan que había llegado solo hasta aquella puerta, y no hallando a nadie que le tuviese el estribo, había atado su caballo al aldabón y anunciábase él a sí mismo.
La claridad del día que penetró en el salón, el murmullo de los concurrentes, y, más que nada el instinto del fiel perro, sacaron a Mosquetón de sus abstracciones. Alzó la cabeza, reconoció al viejo amigo del amo, y, aullando de dolor, fue a abrazarle las rodillas, regando el suelo con sus lágrimas.
D’Artagnan levantó al pobre intendente, le abrazó como a un hermano, y después de saludar con nobleza a la asamblea, que se inclinó en masa cuchicheando su nombre, fue a sentarse al extremo del salón de encina esculpida, llevando de la mano a Mosquetón, que con el pecho oprimido tomó asiento también en la grada.
Entonces el procurador, tan conmovido como los demás, empezó la lectura.
Porthos, después de una profesión de fe de las más cristianas, pedía perdón a sus enemigos del daño que les hubiera podido causar.
A este párrafo, de los ojos de D’Artagnan brotó un rayo de indecible orgullo. Recordó al viejo soldado. Calculó el número de enemigos aniquilados por la fuerte mano de Porthos, y se dijo que Porthos había obrado cuerdamente en no enumerar sus enemigos o los daños causados a éstos, pues de lo contrario habría sido el trabajo muy pesado para el lector. Venía luego la enumeración siguiente:
Poseo actualmente por la gracia de Dios:
1.º El dominio de Pierrefonds, tierras, bosques, prados, aguas y montes rodeados de buenos muros;
2.º El dominio de Bracieux, castillo, bosques y tierras laborables, que forman tres granjas.
3.º La pequeña tierra de Vallon, llamada así porque está en el valle.
4.º Cincuenta alquerías en Turena, de quinientas arpentas de cabida;
5.º Tres molinos en el Cher, que rentan seiscientas libras cada uno;
6.º Tres estanques en el Berry, que producen doscientas libras cada uno.
Respecto a los bienes mobiliarios, llamados así porque pueden moverse, como lo explica tan bien mi sabio amigo, el señor obispo de Vannes…
D’Artagnan estremecióse al recuerdo lúgubre de aquel hombre.
El procurador continuó imperturbable:
Éstos consisten:
1.º En muebles que no sabría detallar aquí por falta de espacio y que ocupan todos mis palacios o casas, pero cuyo lista ha hecho mi intendente… " Todos volvieron los ojos hacia Mosquetón, que se abismó en su dolor.
2.º En veinte caballos de mano y de tiro que tengo en mi palacio de Pierrefonds, y se llaman: Bayardo, Rolando, Carlomagno, Pepino, Dunois, La Hire, Ogier, Sansón, Milón, Nemrod, Urganda, Armida, Falstrade, Dalila, Rebeca, Yolanda, Finette, Grisette, Lissette, y Mussette;
3.º En sesenta perros, que forman seis traíllas repartidas como sigue: la primera, para el ciervo; la segunda, para el lobo; la tercera, para el jabalí; la cuarta, para la liebre; y las dos restantes; para la parada o la guarda;
4.º En armas de guerra y de caza, las que se custodian en mi galería de armas;
5.º Mis vinos de Anjou, elegidos por Athos, a quien agradaban mucho antes; mis vinos de Borgoña, Champaña, Burdeos y España que llenan ocho despensas y doce bodegas de mis diferentes posesiones;
6.º Mis cuadros y estatuas, que dicen son de mucho valor y bastante numerosos para fatigar la vista;
7.º Mi biblioteca, compuesta dé seis mil volúmenes, todos nuevos, y que nadie ha abierto;
8.º Mi vajilla de plata, que quizá esté un poco usada, pero que debe pesar de mil a mil doscientas libras, pues me costaba gran trabajo levantar el cofre que la contiene, y no podía dar más que seis vueltas por mi habitación con él a cuestas.
9.º Todos estos objetos, mas la ropa blanca de mesa y de servicio, se hallan repartidos en las casas que más me agradaban.
Aquí detúvose el lector para tomar aliento. Todos suspiraron, tosieron y redoblaron su atención. El procurador prosiguió:
He vivido sin tener hijos y es muy probable que no los tenga, lo cual me aflige en extremo. Me equivoco, no obstante, pues tengo un hijo que es común a mis otros amigos: Raúl Augusto Julio de Bragelonne, verdadero hijo del señor conde de la Fère.
Este joven caballero me ha parecido digno de suceder a los tres intrépidos hidalgos de quien soy amigo y humildísimo servidor.
Aquí dejóse oír un ruido agudo. Era la espada de D’Artagnan, que, escurriéndose de su talabarte, había caído en el sonoro suelo. Todos volvieron los ojos hacia aquel lado, y vieron que de las densas pestañas de D’Artagnan había rodado una gruesa lágrima por su nariz aguileña, cuya arista luminosa brillaba como un rastro de plata.
—Por eso —continuó el procurador— he dejado todos mis bienes, muebles e inmuebles comprendidos en la numeración arriba hecha, al señor vizconde Raúl Augusto Julio de Bragelonne, hijo del señor conde de la Fère, para consolarle, de la pena que parece tener, y ponerle en estado de llevar gloriosamente su nombre…
Un largo murmullo corrió entre el auditorio.
El procurador siguió sostenido por la mirada centelleante de D’Artagnan, que, recorriendo la asamblea, restableció el silencio interrumpido.
»… Queda a cargo del señor vizconde de Bragelonne, dar al señor caballero de D’Artagnan, capitán de los mosqueteros del rey, lo que dicho caballero le pida de mis bienes.
»Queda a cargo del señor vizconde Bragelonne, satisfacer una buena pensión al señor caballero de Herblay, mi amigo, si tiene que vivir en el destierro.
»Queda a cargo del señor vizconde de Bragelonne mantener a aquellos de mis sirvientes que hayan estado diez años a mi servicio, y dar quinientas libras a cada uno de los restantes.
»Dejo a mi intendente Mosquetón todos mis vestidos de ciudad, de guerra y de caza, en número de cuarenta y siete, seguro de que los llevará por cariño y en memoria mía.
»Además, lego al señor vizconde de Bragelonne, mi viejo servidor y fiel amigo Mosquetón, ya mencionado, encargándole al dicho vizconde de obrar de suerte que Mosquetón declare, al morir, no haber cesado jamás de ser feliz.
Al oír estas palabras Mosquetón, saludó, pálido y temblando: sus anchas hombros estremeciéronse convulsivamente; de su rostro, en que estaba impreso un vivo dolor, se desprendieron sus manos heladas, y los concurrentes le vieron tambalearse y vacilar, como si queriendo salir del salón buscara alguna dirección.
—Mosquetón —dijo D’Artagnan—, mi buen amigo, salid de aquí; id a hacer vuestros preparativos. Vendréis conmigo a casa de Athos, adonde voy desde Pierrefonds.
Mosquetón nada contestó. Apenas respiraba, como si todo en aquella sala debiera serle extraño en lo sucesivo. Abrió la puerta y desapareció lentamente.
El procurador concluyó su lectura, tras de la cual se marcharon frustrados en sus esperanzas, pero llenos de respeto, la mayor parte de los que habían venido a oír la última voluntad de Porthos.
Respecto a D’Artagnan, quedó solo después de haber recibido la reverencia ceremoniosa que le había hecho el procurador, admirando aquella sabiduría profunda del testador que adjudicaba con tanta justicia sus bienes al más digno, al mas necesitado, con delicadezas que nadie, entre los cortesanos más finos y los corazones más nobles, hubieran podido encontrar más perfectas.
En efecto, Porthos encargaba a Raúl de Bragelonne que diese a D’Artagnan todo cuanto le pidiera. Bien sabía el digno Porthos que D’Artagnan no pediría nada; y, en el caso de pedir, a nadie sino a él le había dejado le elección de su parte.
Porthos dejaba una pensión a Aramis, el cual, si tenía deseos de pedir mucho, se hallaba contenido por el ejemplo de D’Artagnan; y la palabra destierro, deslizada por el testador sin intención aparente, ¿no era la más dulce, la más exquisita crítica de aquella conducta de Aramis que había causado la muerte de Porthos?
Finalmente, no se hacía mención de Athos en el testamento del difunto. ¿Podía éste suponer, en efecto, que el hijo no ofreciese la mejor parte al padre? El gran talento de Porthos había apreciado todas aquellas causas, todas aquellas circunstancias, mejor que la ley, mejor que el uso y mejor que el gusto.
—Porthos era un corazón —se dijo D’Artagnan con un suspiro.
Y le pareció oír un gemido en el techo. Al punto se acordó del pobre Mosquetón, a quien había que distraer de su pena.
Al efecto, dejó D’Artagnan la sala apresuradamente, para ir a buscar al digno intendente, una vez que éste no venía.
Subió la escalera que conducía al piso principal, y vio en la habitación de Porthos un montón de trajes de todos colores y de toda clases de tela, sobre los cuales se había echado Mosquetón después de haberlas reunido. Era aquella la parte del leal amigo. Aquellos vestidos le pertenecían; le habían sido legados expresamente. Veíase la mano de Mosquetón tendida sobre aquellas reliquias, que besaba con toda su boca, con todo su rostro, que cubría con todo su cuerpo.
D’Artagnan se acercó para consolarle.
—¡Dios mío! —exclamó. No se mueve; está desmayado!
D’Artagnan se equivocaba: Mosquetón estaba muerto.
Muerto como un perro que ha perdido a su amo y vuelve para morir sobre su ropa.