El rey había vuelto a París, y con él D’Artagnan, quien en veinticuatro horas, habiendo tomado cuidadosamente todos sus informes en Belle-Île, nada sabía del secreto que tan bien guardaba la pesada roca de Locmaria, tumba heroica de Porthos.
El capitán de los mosqueteros sabía únicamente lo que aquellos dos hombres valientes, aquellos dos amigos, cuya defensa había tomado tan noblemente e intentado salvar la vida, habían hecho contra un ejército entero, ayudados por tres fieles bretones. D’Artagnan no pudo ver arrojados en los terrenos próximos los restos humanos que habían manchado de sangre los sílices esparcidos entre los brezos.
Sabía también, que a lo lejos se había visto una barca bien entrada en la mar, y que un buque real, semejante a un ave de rapiña, había perseguido, alcanzado y devorado a aquel pobre pájaro que huía con toda la fuerza de sus alas.
Mas allí terminaba todo lo que D’Artagnan había podido averiguar, y empezaba a abrirse el campo de las conjeturas. Ahora, ¿qué debía pensar? El buque no había vuelto. Cierto es que hacía tres días que reinaba un vendaval, pero la corbeta era a la vez fuerte y velera, hasta el extremo de no temer los vendavales, y la que llevaba a Aramis, había debido, a juicio de D’Artagnan, volver a Brest o regresar a la embocadura del Loira.
Tales eran las noticias ambiguas, pero tranquilizadoras casi, para él personalmente, que D’Artagnan llevaba a Luis XIV, cuando el rey, seguido de toda la Corte, volvió a París.
Satisfecho Luis de su buen éxito, y más cariñoso y amable desde que se sentía más poderoso, no había cesado de cabalgar un solo instante a la portezuela de la señorita de La Vallière.
Todo el mundo habíase apresurado a distraer a las dos reinas, para hacerles olvidar aquel abandono del hijo y del esposo. Todo respiraba porvenir; el pasado no era ya nada para nadie. No obstante, ese pasado devoraba como una llaga dolorosa y fresca los corazones de algunas almas tiernas y fieles. Así fue que, apenas se halló instalado nuevamente el rey en su palacio, recibió de ello una prueba evidente.
Luis XIV acababa de levantarse y de tomar el desayuno, cuando se le presentó su capitán de mosqueteros. D’Artagnan estaba algo pálido y parecía inquieto.
El rey advirtió al primer golpe de vista la alteración de aquel semblante, por lo común tan igual.
—¿Qué tenéis, D’Artagnan? —dijo.
—Majestad, me ha sucedido una gran desgracia.
—¡Dios mío! ¿Y cuál?
—Majestad, he perdido a uno de mis amigos, al señor Du Vallon, en el asunto de Belle-Île.
Y al decir D’Artagnan estas palabras, clavaba sus ojos de halcón en Luis XIV, para adivinar el primer pensamiento que se revelase en él.
—Ya lo sabía —repuso el rey.
—¿Lo sabíais y no me lo habéis dicho? —replicó el mosquetero.
—¿Para qué? ¡Es tan respetable vuestro dolor, amigo mío! He creído no deber aumentarlo. Informaros de esa desgracia que tanto os aflige, D’Artagnan, hubiera sido mostrarme triunfante a vuestros ojos, D’Artagnan. Sí; sabía que el señor de Du Vallon se había sepultado bajo las rocas de Locmaria, y que el señor de Herblay me había cogido un buque con su tripulación para hacerse conducir a Bayona. Pero quise que supieseis estos acontecimientos de una manera directa, a fin de que quedaseis convencido de que mis amigos son para mí sagrados y dignos de respeto, y de que en mí se inmolará siempre el hombre a los hombres, ya que el rey se ve precisado con tanta frecuencia a sacrificar hombres a su majestad y poderío.
—Pero, Majestad, ¿cómo sabéis…?
—¿Cómo lo sabéis vos, señor de D’Artagnan?
—Por esta carta, Majestad, que me escribe de Bayona Aramis, libre y fuera de peligro.
—Mirad —dijo el rey sacando de un cofrecito, colocado encima de un mueble inmediato al asiento en que D’Artagnan estaba apoyado—, una carta copiada exactamente de la de Aramis, que me envió Colbert ocho horas antes de que recibieseis la vuestra. Creo que esto se llama estar bien servido.
—Sí, Majestad —murmuró el mosquetero—; vos sois el único hombre cuya fortuna fuese capaz de dominar la fortuna y la fuerza de mis dos amigos. Habéis usado de ella, pero confío en que no abusaréis, ¿no es cierto?
—D’Artagnan —dijo el rey con sonrisa llena de benevolencia—, podría hacer arrebatar al señor de Herblay en las tierras del rey de España y hacérmelo traer vivo para ajusticiarle; pero creed, D’Artagnan, que no cederé a este primer movimiento bien natural. Supuesto que está libre, que continúe así.
—¡Oh! Majestad, no permaneceréis siempre tan clemente y tan generoso como os acabáis de mostrar respecto de mí y del señor de Herblay; pronto tendréis a vuestro lado consejeros que os curarán de esa debilidad.
—No, D’Artagnan; os equivocáis al acusar a mis consejeros de querer impulsarme a la severidad. El consejo de dejar quieto al señor de Herblay procede del mismo Colbert.
—¡Oh, Majestad! —exclamó atónito D’Artagnan.
—En cuanto a vos —prosiguió el rey con una bondad poco común—, tengo muchas buenas noticias que anunciaros; pero las sabréis, mi querido capitán, luego que haya ajustado mis cuentas. He dicho que quería hacer y haría vuestra fortuna, y esta palabra va a ser una realidad.
—Gracias mil veces, Majestad; yo puedo esperar. Lo que os suplico, mientras hago uso de mi paciencia, es que Vuestra Majestad se digne oír a esas buenas gentes que hace tiempo asedian vuestra antecámara y vienen a poner humildemente una súplica a los pies del rey.
—¿Quiénes son?
—Enemigos de Vuestra Majestad. El rey levantó la cabeza.
—Amigos del señor Fouquet —añadió el mosquetero.
—¿Sus nombres?
—El señor Gourville, el señor Pellisson y un poeta, Juan de La Fontaine.
El rey detúvose un momento para reflexionar.
—¿Qué quieren?
—No sé.
—¿Cómo vienen?
—De luto.
—¿Qué dicen?
—Nada.
—¿Qué hacen?
—Llorar.
—Que pasen —dijo el rey frunciendo el ceño.
D’Artagnan giró sobre sus talones, levantó el tapiz que cubría la entrada de la regia cámara, y gritó en la pieza próxima:
—¡Adelante!
Pronto aparecieron a la puerta del cuarto, donde permanecían de pie el rey y su capitán, los tres hombres que éste acababa de nombrar.
Profundo silencio reinaba al pasar aquéllos. Al aproximarse los amigos del infortunado superintendente de Hacienda retrocedían los cortesanos, como para no contaminarse con el contagio de la desgracia y del infortunio.
D’Artagnan, con paso rápido, fue a tomar por su propia mano a aquellos desgraciados que vacilaban y temblaban a la puerta de la regia cámara, y los llevó delante del sillón del rey, que, refugiado en el hueco de una ventana, esperaba el momento de la presentación, y se preparaba a hacer a los suplicantes un recibimiento absolutamente diplomático.
El primero de los amigos de Fouquet que avanzó fue Pellisson. No lloraba ya; pero sus lágrimas únicamente se habían secado para que el rey pudiese oír mejor su voz y su súplica.
Gourville mordíase los labios para contener sus lágrimas por respeto al rey. La Fontaine ocultaba su cara en el pañuelo, y nadie diría que estuviese vivo, a no ser por el movimiento convulsivo de sus hombros, agitados por los sollozos.
El rey había conservado toda su dignidad. Su rostro aparecía impasible. Hasta había mantenido el mismo ceño que puso cuando D’Artagnan anunció a sus enemigos. Hizo un ademán que significada: «Hablad», y permaneció de pie, clavando una profunda mirada en aquellos tres hombres desesperados.
Pellisson se inclinó hasta tocar el suelo, y La Fontaine se arrodilló, como se suele en las iglesias.
Aquel obstinada silencio, turbado solo por suspiros y gemidos tan dolorosos, principiaba a excitar en el rey, no la compasión, sino la impaciencia.
—Señor Pellisson —dijo con tono seco y cortado—, señor Gourville, y vos, señor…
Y no nombró a La Fontaine.
—Veré con un sensible disgusto, que vengáis a interceder por uno de los mayores criminales que debe castigar mi justicia. Un rey no se deja conmover más que por las lágrimas o por los remordimientos, por las lágrimas de la inocencia, o por los remordimientos de los culpables. No creeré ni en los remordimientos del señor Fouquet, ni en las lágrimas de sus amigos, porque el uno está corrompido hasta el corazón, y los otros deben temer venirme a ofender en mi casa. Por estas razones, señor Pellisson, señor Gourville, y vos, señor… Os suplico que nada digáis que no manifieste el respeto que tenéis hacia mi voluntad.
—Majestad —respondió Pellisson temblando ante aquellas terribles palabras—, nada venimos a decir a Vuestra Majestad que no sea la expresión más profunda del más sincero respeto y del más sincero amor debidos al rey por todos sus súbditos. La justicia de Vuestra Majestad es temible, y todo el mundo debe doblegarse ante los decretos que ella pronuncia. Nosotros nos inclinamos respetuosamente ante ella. Lejos de nosotros la idea de venir a defender al que ha tenido la desgracia de ofender a Vuestra Majestad. El que ha incurrido en vuestra desgracia puede ser un amigo para nosotros, pero es un enemigo del Estado. Nosotros le abandonamos llorando a la severidad del rey.
—De todos modos —interrumpió el rey, aplacado por aquella voz suplicante y aquellas palabras persuasivas—, mi Parlamento juzgará. Yo no hiero sin haber pesado el crimen. Mi justicia no tiene la espada sin haber tenido la balanza.
—Por eso ponemos toda nuestra confianza en esa imparcialidad del rey, y podemos esperar que se dejará oír nuestra débil voz, con el beneplácito de Vuestra Majestad, cuando suene para nosotros la hora de defender a un amigo acusado.
—Entonces, señores, ¿qué pedís? —dijo el rey con su aire imponente.
—Majestad —continuó Pellisson—, el acusado deja una mujer y una familia. Los pocos bienes que le quedaban bastan apenas para pagar sus deudas, y la señora Fouquet, desde la cautividad de su marido, se halla abandonada de todo el mundo. La mano de Vuestra Majestad hiere como la mano de Dios. Cuando el Señor envía el azote de la lepra o de la peste a una familia, todo el mundo se aleja de la mansión del leproso o del apestado.
Alguna que otra vez, pero muy rara, se atreve algún médico generoso a aproximarse al umbral maldito, cruzarlo con valor y exponer su vida por combatir la muerte. Ese es el último recurso del moribundo, y el instrumento de la misericordia celeste. Majestad, os pedimos de rodillas, con las manos juntas, como se suplica a la divinidad; la señora Fouquet no tiene ya amigos, ni apoyo alguno; llora en su casa, pobre y desierta, abandonada por los mismos que asediaban su puerta en los tiempos de bonanza; no tiene ya crédito ni esperanza. Al menos, el desgraciado sobre quien pesa vuestra cólera, por culpable que sea, recibe de vos el pan que todos los días humedece con sus lágrimas. Pero la señora Fouquet, triste y más desamparada que su esposo; la señora Fouquet, que tuvo el honor de recibir a Vuestra Majestad en su mesa; la señora Fouquet, la mujer del antiguo superintendente de Hacienda, carece de pan que llevarse a la boca.
En este punto los sollozos interrumpieron el silencio terrible que tenía encadenada la respiración de los amigos de Pellisson, y D’Artagnan, cuyo pecho se desgarraba al escuchar aquel humilde ruego, se volvió hacia el rincón del gabinete para morderse con libertad el bigote y reprimir sus suspiros.
El rey había conservado sus ojos secos y su semblante severo; pero sus mejillas se habían teñido de encarnado, y la seguridad de su mirada disminuía visiblemente.
—¿Qué deseáis? —dijo con voz conmovida.
—Venimos a pedir humildemente a vuestra Majestad —repuso Pellisson, cuya emoción iba siendo cada vez mayor— que nos permita, sin incurrir en su desgracia, prestar a la señora Fouquet dos mil doblones, recogidos entre todos los antiguos amigos de su esposo, para que la viuda no carezca de las cosas más necesarias de la vida.
A la palabra viuda, dicha por Pellisson, cuando Fouquet vivía aún, el rey palideció intensamente; su altivez cayó; la piedad le acudió del corazón a los labios Y dejó caer una mirada enternecida sobre aquellas personas que sollozaban a sus pies.
—¡No permita Dios —respondió— que confunda al inocente con el culpable! Mal me conocen los que dudan de mi misericordia para con los débiles. Yo nunca heriré sino a los arrogantes. Haced, señores, todo lo que vuestro corazón os aconseje para aliviar el dolor de la señora Fouquet. Marchaos, señores marchaos.
Los tres hombres levantáronse silenciosos, con los ojos áridos. Las lágrimas se habían consumido al contacto ardiente de sus mejillas y de sus párpados. No tuvieron fuerzas para mostrar su agradecimiento al rey, el cual, por su parte, puso fin a sus humildes reverencias retirándose con viveza detrás de su sillón.
D’Artagnan quedó solo con el rey.
—¡Bien! —dijo acercándose al joven príncipe, que le interrogaba con la mirada—. ¡Bien, amo mío! ¡Si no tuvieseis la divisa que adorna vuestro sol, os aconsejarla una, que podríais hacer traducir en latín por el señor Conrart: «Blando con el pequeño, duro con el fuerte»!
El rey sonrió y pasó a la pieza inmediata, después de haber dicho a D’Artagnan:
—Os doy la licencia de que tendréis necesidad para poner en orden los asuntos del difunto señor Du Vallon, vuestro amigo.