El rey permanecía sentado en su gabinete, con la espalda vuelta a la puerta de entrada. Enfrente de él había un espejo, en el cual, sin dejar de ojear sus papeles, le bastaba fijar una sola mirada para ver las personas que llegaban.
Al entrar D’Artagnan no se incomodó por eso, contentándose con echar sobre sus cartas v planos el gran tapete de seda verde que le servía para ocultar sus secretos a los importunos.
D’Artagnan comprendió el juego y se quedó detrás; de suerte que al cabo de un momento, el rey, que nada oía, y sólo veía con el rabillo del ojo, no tuvo más remedio que gritar:
—¿Es que no está ahí el señor de D’Artagnan?
—Aquí estoy —contestó el mosquetero adelantándose.
—Y bien, señor —dijo el rey fijando su clara mirada en D’Artagnan—. ¿Qué tenéis que decirme?
—¿Yo, Majestad? —contestó éste acechando el primer tiro del adversario para contestarle en regla—.
—¿Yo? No tengo nada que decir a Vuestra Majestad, sino que me ha hecho arrestar y aquí me tiene.
El rey iba a replicar que no había hecho arrestar a D’Artagnan, pero le pareció una excusa esta frase, y calló.
D’Artagnan guardó obstinado silencio.
—Señor —prosiguió el rey—, ¿qué os mandé que fueseis a hacer a Belle-Île? Tened a bien decírmelo.
El rey, al pronunciar estas palabras, miraba fijamente a su capitán. D’Artagnan sintióse contento por la buena jugada que le presentaba el rey.
—Me parece —replicó— que Vuestra Majestad se digna preguntarme qué he ido a hacer a Belle-Île.
—Sí, señor.
—Pues bien, Majestad, no lo sé, no es a mí a quien es preciso preguntar eso, sino a ese número infinito de oficiales de toda especie, a quienes se les había dado un número infinito de órdenes de todas clases, en tanto que a mí, jefe de la expedición, no se me había dado ninguna precisa.
El rey se sintió herido; lo mostró en su respuesta:
—Señor —replicó—, sólo se han dado órdenes a las personas consideradas como fieles.
—Por eso me extraña, Majestad —repuso el mosquetero—, que un capitán como yo, equivalente a un mariscal de Francia, se haya encontrado a las órdenes de cinco o seis tenientes mayores, buenos si se quiere para espías, pero no para conducir expediciones de guerra. Sobre eso quería pedir explicaciones de Vuestra Majestad, cuando se me negó la entrada; este último ultraje, hecho a un bravo hombre, me ha impulsado a dejar el servicio de Vuestra Majestad.
—Señor —replicó el rey—, vos creéis siempre vivir en un siglo en que los reyes estaban como os quejáis vos de estar, a las órdenes y a la discreción de sus inferiores. Me parece que olvidáis demasiado que un rey sólo debe dar cuenta a Dios de sus actos.
—Nada olvido, Majestad —replicó el mosquetero, herido a su vez por la lección—. Además, no veo en qué ofende un hombre honrado cuando le pregunta al rey en qué le ha servido mal.
—Me habéis servido mal, señor, tomando el partido de mis enemigos contra mí.
—¿Quiénes son vuestros enemigos, Majestad?
—Esos a quienes os envié a combatir.
—¡Dos hombres! ¡Enemigos del ejército de Vuestra Majestad! Eso no es creíble, Majestad.
—No os toca juzgar mis voluntades.
—Mas sí juzgar mis amistades, Majestad.
—Quien sirve a sus amigos, no sirve a su señor.
—De tal suerte comprendo eso. Majestad, que he ofrecido respetuosamente mi dimisión a Vuestra Majestad.
—Y yo la he aceptado, señor —dijo el rey—, antes de separarme de vos, he querido demostraros que sabía cumplir mi palabra.
—Vuestra Majestad ha hecho más que cumplir su palabra, toda vez que me ha hecho arrestar —dijo el capitán con su aire fríamente burlón—; y eso no me lo había prometido.
El rey desdeñó aquel chiste, y poniéndose serio:
—Ved, señor —dijo—, a lo que me ha obligado vuestra desobediencia.
—¿Mi desobediencia? —exclamó D’Artagnan, rojo de cólera.
—Esa es la palabra más suave que he podido encontrar —prosiguió el rey—. Mi pensamiento era prender y castigar a los rebeldes. ¿No había de inquietarme si los rebeldes eran amigos vuestros?
—La inquietud me correspondía a mí —respondió D’Artagnan—. Era una crueldad de Vuestra Majestad ordenarme prender a mis amigos para llevarlos a vuestros cadalsos.
—Eso ha sido, señor, una prueba que tenía que hacer con los pretendidos servidores que comen mi pan y deben defender mi persona. La prueba ha salido mal, señor de D’Artagnan.
—Para un mal servidor que pierde Vuestra Majestad —dijo el mosquetero con amargura—, hay diez que en este mismo día han hecho sus pruebas. Escuchad, Majestad, yo no estoy acostumbrado a esta clase de servicio. Soy una espada rebelde cuando se trata de hacer mal. No era digno de mí perseguir, hasta la muerte, a dos hombres cuya vida os había pedido el señor Fouquet, el salvador de Vuestra Majestad. Además, esos dos hombres eran amigos míos. No atacaban a Vuestra Majestad; sucumbían bajo el peso de una cólera ciega. ¿Por qué no se les dejó huir? ¿Qué crimen habían cometido? Admito que me contestéis el derecho de juzgar su conducta. Mas, ¿por qué se había de sospechar de mí antes de la acción? ¿Por qué rodearme de espías? ¿Por qué deshonrarme ante el ejército? ¿Por qué reducirme a mí, en quien hasta aquí habéis mostrado la más absoluta confianza, a mí, que hace treinta años estoy consagrado a vuestra persona, y os he dado mil pruebas de adhesión (puedo decirlo, hoy que me veo acusado), por qué, digo, reducirme a ver a tres mil soldados del rey marchar en batalla contra dos hombres?
—¡No parece sino que habéis olvidado lo que esos hombres me han hecho —replicó el rey con sorda voz—, y que no ha estado en su mano el que me viese perdido!
—Majestad, no parece sino que olvidáis que yo estaba allí! —Basta, señor de D’Artagnan, basta de esos intereses dominadores que vienen a quitar el sol a mis intereses. Estoy fundando un Estado, en el cual no habrá más que un amo, ya os lo prometí en otra ocasión, y ha llegado el momento de cumplir mi promesa. ¿Queréis ser, según vuestros gustos y amistades, libre en entorpecer mis planes y salvar a mis enemigos? Pues rompo con vos y os aparto de mi lado. Buscad otro amo más cómodo. Bien sé que otro rey no se conduciría como yo lo hago, y que se dejaría dominar por vos, a riesgo de enviaros algún día a hacer compañía al señor Fouquet y a los demás; pero yo tengo buena memoria, y para mí, los servicios son títulos sagrados al reconocimiento y a la impunidad. Me contento, señor de D’Artagnan, con esta lección para castigar vuestra indisciplina y no imitaré a mis predecesores en su cólera, no habiéndoles imitado en su favor. Y luego hay otras razones que me impulsan a trataros con blandura: en primer lugar, sois hombre de juicio, de mucho juicio, hombre de corazón, y seríais un buen servidor para el que os llegase a domar; y luego vais a dejar de tener motivos de insubordinación. Vuestros amigos han sido destruidos o arruinados por mí. Esos puntos de apoyo sobre los cuales, instintivamente, descansaba vuestro espíritu caprichoso los he hecho desaparecer. A estas horas mis soldados habrán preso o muerto a los rebeldes de Belle-Île. D’Artagnan palideció.
—¡Presos o muertos! —exclamó—. ¡Oh! Majestad, si pensáis lo que estáis diciendo, si estuviese seguro de que eso es verdad, olvidaría todo lo que hay de justo y magnánimo en vuestras palabras para llamaros rey bárbaro y hombre desnaturalizado. Mas os perdono estas palabras —añadió con orgullo—; las perdone al joven príncipe que no sabe, que no puede comprender lo que son hombres como el señor de Herblay, como Du Vallon, como yo. ¡Presos o muertos! ¡Ah, ah! Majestad, si la noticia es cierta, decidme cuántos hombres y dinero os cuesta. Veremos si la ganancia corresponde a la puesta.
Todavía no había acabado de hablar, cuando acercándosele el rey, le dijo encolerizado:
—Señor de D’Artagnan, esas son respuestas de un insubordinado. Decidme, si lo tenéis a bien ¿quién es el rey de Francia? ¿Sabéis que haya algún otro?
—Majestad —replicó fríamente el capitán de mosqueteros—, recuerdo que una mañana hicisteis esa misma pregunta, en Vaux, a muchas personas que no supieron qué contestaros, mientras que yo sí contesté. Si aquel día reconocí al rey, cuando la cosa no era tan fácil, creo inútil que me lo pregunte hoy Vuestra Majestad estando a solas conmigo.
A tales palabras, Luis XIV bajó los ojos, figurándosele que la sombra del desgraciado Felipe acababa de interponerse entre D’Artagnan y él, para evocar el recuerdo de aquella terrible aventura.
Casi en aquel mismo momento entró un oficia y entregó un despacho al rey, el cual mudó de color así que lo leyó.
D’Artagnan lo advirtió. El rey permaneció inmóvil y silencioso; después de leer de nuevo el despacho y, enseguida, tomando su partido:
—Señor —dijo—, al fin tendréis que saber lo que me participan, y vale más que os lo diga y lo sepáis por boca del rey. Ha tenido lugar un combate en Belle-Île.
—¡Ah, ah! —exclamó D’Artagnan con aire tranquilo, mientras su corazón parecía querérsele saltar del pecho—. ¿Y qué. Majestad?
—He perdido en él ciento seis hombres.
Un relámpago de alegría y de orgullo brilló en los ojos de D’Artagnan.
—¿Y los rebeldes? —dijo.
—Los rebeldes han huido —contestó el rey.
D’Artagnan lanzó un grito de triunfo.
—Pero tengo una escuadra —agregó el rey— que bloqueo estrechamente a Belle-Île, y tengo la certeza de que no escapará ni una sola barca.
—De modo —dijo el mosquetero, volviendo a sus sombrías ideas que si se logra capturar a esos dos señores…
—Se les colgará —dijo el rey tranquilamente.
—¿Y lo saben ellos? —repuso D’Artagnan, reprimiendo su emoción.
—Lo saben, puesto que debisteis decírselo vos, como todo el país.
—Entonces, Majestad, no los cogerán vivos, yo os lo aseguro.
—¡Ah! —replicó el rey negligentemente y volviendo a tomar su carta—. Pues bien, los cogerán muertos, señor de D’Artagnan, y da lo mismo, pues sólo quería que se apoderasen de ellos para hacerlos ahorcar.
D’Artagnan enjugó el sudor que corría de su frente.
—Os tengo dicho —prosiguió Luis XIV— que algún día sería para vos un amo cariñoso, generoso y constante. Vos sois el único hombre de otros tiempos que sea digno de mi cólera o de mi amistad, y no dejaré de dispensaron una y otra según vuestro comportamiento. ¿Creeríais razonable, señor de D’Artagnan, servir a un rey que tuviese otros cien reyes iguales a él en el trono? Decidme si con tanta debilidad podría yo hacer las grandes cosas que medito. ¿Habéis visto alguna vez que un artista ejecute obras sólidas con un instrumento rebelde? ¡Lejos de nosotros, señor, esas levaduras de los abusos feudales! La Fronda que debía perder a la monarquía, la ha emancipado. Soy amo en mi casa, capitán D’Artagnan, y tendré servidores que, careciendo tal vez de vuestro genio, llevarán la adhesión y la obediencia hasta el heroísmo. ¿Qué importa, decid, que el cielo no haya dado genio a los brazos y piernas? A quien lo da es a la cabeza, y ya sabéis que a ésta es a quien obedece todo lo demás. ¡Y yo soy la cabeza, yo!
D’Artagnan tembló de emoción. Luis continuó como si nada hubiese visto, aunque aquel estremecimiento no se le escapó.
—Ahora, concluyamos entre nosotros dos aquel trato que os prometí hacer un día que me hallasteis en Blois. Consentid, señor, en no hacer pagar a nadie las lágrimas de vergüenza que derramé entonces. Mirad en torno vuestro; las grandes cabezas están inclinadas. Haced lo propio con la vuestra, o elegid el destierro que más os acomode. Tal vez si lo reflexionáis, conoceréis que este rey tiene un corazón generoso que cuenta bastante con vuestra lealtad para abandonaros sabiéndoos descontento, cuando poseéis el secreto del Estado. Sois hombre de bien, lo sé. ¿Por qué me habéis juzgado antes de tiempo? Juzgadme desde este día, D’Artagnan, y sed todo lo severo que queráis.
D’Artagnan permanecía aturdido, mudo y fluctuante por primera vez en su vida. Acababa de encontrar un adversario digno de él. Aquello no era astucia, sino cálculo; no violencia, sino fuerza; no cólera, sino voluntad; no jactancia, sino consejo. Aquel joven, que había hundido a Fouquet, y que podía pasarse sin D’Artagnan, trastornaba todos los cálculos algo obstinados del mosquetero.
—¿Qué os detiene? —le dijo el rey con dulzura—. ¿Habéis presentado vuestra dimisión?; ¿queréis que os la rehúse? Convengo en que le será duro a un viejo capitán volver de su mal humor.
—¡Oh! —repuso melancólico D’Artagnan— no es ese mi mayor cuidado. Vacilo en retirar mi dimisión, porque soy viejo frente a vos, y he contraído hábitos difíciles de perder. Lo que necesitáis en lo sucesivo son cortesanos que sepan distraeros, locos que se dejen matar por lo que vos llamáis vuestras, grandes obras. Grandes lo serán, lo presiento. Pero ¿y si por casualidad no me lo pareciesen? Yo he visto la guerra, Majestad, y he visto la paz; he servido a Richelieu y a Mazarino; me he tostado con vuestro padre al fuego de Rochela, y mi cuerpo, hecho una criba, ha mudado diez veces de piel como las serpientes. Después de afrentas y de injusticias, tengo un mando que era algo en otro tiempo, porque daba derecho a hablar al rey como uno quería. Pero vuestro capitán de mosqueteros será en lo sucesivo un oficial encargado de custodiar las puertas bajas. En verdad, Majestad, que si tal ha de ser de aquí en adelante el empleo, aprovechad esta ocasión para quitármelo. No creáis que os guarde rencor; no, me habéis domado, como decís; pero preciso es confesarlo, al dominarme, me habéis rebajado la talla; al doblegarme, me habéis convencido de mi inferioridad. ¡Si supieseis lo bien que me va llevar erguida la cabeza, y lo mal que me acomodaré a respirar el polvo de vuestras alfombras! ¡Oh! Majestad, echo en verdad de menos, y a vos sucedería lo mismo, aquellos tiempos en que el rey de Francia veía en sus vestíbulos a todos aquellos gentileshombres insolentes, flacos, regañones siempre, huraños, mastines que mordían mortalmente en los días de batalla. Esas gentes son los más excelentes cortesanos para la mano que los alimenta, y la lamen; pero para la mano que les pega, ¡oh, qué buen diente tienen! Un Poco de oro en los galones de las capas, un poco de bulto en las calzas, algunas canas en sus cabellos, y veréis a los hermosos duques y pares, a los soberbios mariscales de Francia; pero ¿a qué viene todo esto? El rey es mi amo, y quiere que yo haga versos, y pulimente con zapatos de raso los mosaicos de sus antecámaras. ¡Diantre! Difícil es, pero otras cosas más difíciles he hecho. Lo haré. ¿Y por qué? ¿Porque quiera dinero? Lo tengo. ¿Porque sea ambicioso? He llegado al término de mi carrera. ¿Porque me agrada la Corte? No. Me quedaré. Porque tengo el hábito de venir a tomar hace treinta años la orden del rey y oírme decir: «Buenas noches, D’Artagnan», con una sonrisa que yo no mendigaba. Ahora mendigaré esa sonrisa. ¿Estáis contento, Majestad?
Y D’Artagnan inclinó lentamente su cabeza plateada, sobre la cual puso el rey, sonriendo, su blanca mano con orgullo.
—Gracias, mi viejo servidor, mi fiel amigo —dijo—. Puesto que desde hoy no tengo ya enemigos en Francia, sólo me queda enviarte a suelo extranjero, a fin de que recojas tu bastón de mariscal. Cuenta conmigo para proporcionarte la ocasión. Entretanto, come mi mejor pan y duerme tranquilo.
—¡Enhorabuena! —dijo D’Artagnan conmovido—. Pero ¿y esas pobres gentes de Belle-Île, uno de ellos, sobre todo, que es tan bueno y valiente? —¿Me pedís tal vez perdón?
—De rodillas, Majestad.
—Pues bien, id a llevárselo, si es tiempo aún. Pero ¿me respondéis de ellos?
—¡Con mi cabeza!
—Id. Mañana marcho a París, y procurad que os halle ya de vuelta, pues no quiero que me abandonéis.
—Estad tranquilo, Majestad —exclamó D’Artagnan, besando la mano del rey.
Y se lanzó con el corazón henchido de gozo fuera de palacio, tomando el camino de Belle-Île.