D’Artagnan no estaba habituado a resistencias como la que acababa de sufrir. Volvió a Nantes profundamente irritado.
La irritación en aquel hombre vigoroso, se convertía en un impetuoso ataque, al que pocas personas hasta entonces, fueran reyes o gigantes, habían sabido resistir.
D’Artagnan, temblando de cólera, fue derecho al palacio y pidió hablar al rey. Podrían ser las siete de la mañana, y, desde su llegada a Nantes, el rey se había hecho madrugador.
Pero, al llegar a la pequeña galería que ya conocemos, encontró al señor de Gesvres que le detuvo muy cortésmente, recomendándole no hablara alto, para dejar descansar al rey.
—¿Duerme el rey? —dijo D’Artagnan—. Bien, le dejaré dormir. ¿A qué hora suponéis que se levantará?
—¡Oh! Dentro de dos horas, poco más o menos: el rey ha velado toda la noche.
D’Artagnan tomó su sombrero, saludó al señor de Gesvres y regresó a su alojamiento.
Volvió a las nueve y media. Le dijeron que estaba desayunando.
—Ahora es la mía —replicó—; hablaré al rey mientras desayuna. El señor de Brienne hizo saber a D’Artagnan que el rey no quería recibir a nadie durante su comida.
—Sin duda no sabéis, señor secretario —dijo D’Artagnan mirando a Brienne de través—, que yo tengo entrada en todas partes y a todas horas.
Brienne tomó afablemente la mano del capitán, y le dijo:
—No en Nantes, querido señor de D’Artagnan; el rey ha cambiado en este viaje todo el orden de su casa.
D’Artagnan, serenado, preguntó a qué hora habría terminado el rey de desayunar.
—No se sabe —respondió Brienne.
—¡Cómo que no se sabe! ¿Qué quiere decir esto? ¿No se sabe cuánto tarda el rey en desayunar? ¿De ordinario, es una hora?, y admitiendo que el aire del Loira abra el apetito, pongamos hora y media, y es bastante; aquí esperaré.
—¡Oh! Querido señor de D’Artagnan, hay orden de no dejar a nadie en esta galería; y yo estoy de guardia para eso.
D’Artagnan sintió subírsele al cerebro la cólera por segunda vez, y marchó precipitadamente por miedo de echar a perder más todavía el asunto con algún rapto de mal humor.
Cuando estuvo fuera, se puso a pensar.
—El rey —dijo— no quiere recibirme, eso es evidente; ese joven está enfadado; teme lo que yo pueda decirle. Sí; pero, entretanto, se sitia a Belle-Île y prenden o matan tal vez a mis dos amigos… ¡Pobre Porthos! En cuanto a maese Aramis, es hombre de recursos y estoy tranquilo por su persona… Pero, no, no; Porthos no está todavía inválido, y Aramis no es un viejo idiota. El uno con sus brazos, y el otro con su imaginación, han de dar qué hacer a los soldados de Su Majestad. ¿Quién sabe si esos dos valientes repetirán todavía, para edificación de Su Majestad Cristianísima, la escena del baluarte de San Gervasio…? No desespero de ello. Tienen cañones y guarnición… Sin embargo —prosiguió sacudiendo la cabeza—, creo que sería mejor suspender el combate. Por mí solo, yo no soportaría del rey desprecios ni traiciones; mas, por mis amigos, debo sufrirlo todo, desaires y hasta insultos. ¿Y si viese al señor Colbert? —añadió—. He aquí un sujeto con quien voy a tener que tomar la costumbre de causarle miedo. Vamos a casa del señor Colbert.
Y D’Artagnan echó a andar resueltamente. Así que llegó, dijéronle que el señor Colbert estaba despachando con el rey en el palacio de Nantes.
—¡Bien! —exclamó—. Heme ya otra vez en los tiempos en que medía las distancias desde casa del señor de Tréville a la del señor cardenal, desde la de éste a la cámara de la reina, y desde la cámara de la reina a Luis XIII. ¡En verdad se dice que los hombres, cuando envejecen, vuélvense niños! ¡A palacio!
Y volvió a él. El señor de Lyonne salía. Dio sus dos manos a D’Artagnan y le enteró de que el rey trabajaría toda la tarde, toda la noche, y que había dado orden de no dejar entrar a nadie.
—¿Ni a mí, el capitán que viene a tomar la orden? —exclamó D’Artagnan—. ¡Eso ya es demasiado!
—Ni a mí —dijo el señor de Lyonne.
—Pues si así es —repuso D’Artagnan lastimado hasta lo íntimo de su corazón—, una vez que el capitán de mosqueteros, que ha tenido entrada siempre en el dormitorio del rey, no puede entrar en el despacho o en el comedor, es que el rey ha muerto o que ha caído su capitán en desgracia. Tanto en un caso como en otro, no necesita de él. Hacedme el obsequio de entrar y decir; terminantemente al rey, que le envío mi dimisión.
—¡Cuidado, D’Artagnan! —exclamó Lyonne—. Hacedlo por nuestra amistad.
Y le empujó suavemente hacia el gabinete.
—Allá voy —dijo el señor de Lyonne.
D’Artagnan esperó recorriendo a grandes trancos la galería. Lyonne volvió.
—¿Qué ha dicho el rey? —preguntó D’Artagnan.
—El rey ha dicho que está bien —respondió Lyonne.
—¡Que está bien! —estalló el capitán—. ¿Es decir, que acepta? ¡Bueno! Ya estoy libre. Soy paisano, señor de Lyonne, para lo que gustéis mandar. ¡Adiós, palacio, galería, antecámara! Un hombre cualquiera que va a poder respirar al fin, os saluda.
Y, sin aguardar más, el capitán saltó del terrado a la escalera donde había encontrado los pedazos de la carta de Gourville. Cinco minutos después, entraba en la hostería, en la que, según costumbre de los altos oficiales que tenían alojamiento en Palacio, había tomado lo que se llamaba su habitación de ciudad.
Pero allí, en lugar de quitarse la capa y la espada, cogió las pistolas, puso su dinero en una bolsa de cuero, envió a buscar sus caballos a las cuadras del palacio, y dio órdenes para marchar a Vannes durante la noche.
Todo sucedió según sus deseos. A las ocho de la noche ponía el pie en el estribo, cuando el señor de Gesvres apareció a la cabeza de doce guardias, ante la hostería. D’Artagnan lo veía todo por el rabillo del ojo; vio a aquellos trece hombres y aquellos trece caballos; pero simuló no observar nada y acabó de montar. Gesvres llegó.
—¡Señor de D’Artagnan! —dijo en voz alta.
—Hola, señor de Gesvres, buenas noches.
—Parece que vais a montar a caballo.
—No lo parece, sino que he montado, como veis.
—Mucho celebro haberos encontrado.
—¿Me buscabais?
—Sí, por cierto.
—Apuesto que de parte del rey.
—En efecto.
—¿Como yo, hace dos o tres días, buscaba al señor Fouquet?
—¡Oh!
—Vamos, ¿a mí con melindres? ¡Trabajo perdido! Decid de una vez que venís a prenderme.
—¿A prenderos? ¡No, buen Dios!
—¿Pues a qué viene el acercaros a mí con doce hombres a caballo? —Es que estoy de ronda.
—¡No está mal! ¿Y me recogéis en vuestra ronda?
—No os recojo, sino que habiéndoos encontrado, os suplico vengáis conmigo.
—¿Adónde?
—A la cámara del rey.
—¡Bueno! —dijo D’Artagnan con aire zumbón—. ¿Ya no tiene nada que hacer el rey?
—Por favor, capitán —dijo muy bajo el señor de Gesvres al mosquetero—; no os comprometáis; estos hombres os oyen.
D’Artagnan se echó a reír y replicó:
—¡Marchad! Los presos van entre los seis primeros guardias y los seis últimos.
—Pero, como no os detengo —dijo el señor de Gesvres—, iréis detrás conmigo, si no lo lleváis a mal.
—Pues bien —dijo D’Artagnan—, he ahí un bello proceder, duque, y tenéis razón; porque, si me hubiese acontecido hacer rondas por el lado de vuestra habitación de ciudad, hubiera sido cortés con vos, os lo aseguro, a fe de gentilhombre. Ahora un favor nada más. ¿Qué quiere el rey?
—¡Oh! ¡El rey está furioso! —Pues bien, ya que se ha tomado el trabajo de enfurecerse, también se lo tomará para aplacarse, y punto terminado. No me moriré por eso, os lo aseguro.
—No; pero…
—Pero me enviarán a hacer compañía al pobre Fouquet. ¡Pardiez! Es un hombre de bien. Viviré en compañía y a gusto, os lo juro.
—Hemos llegado —dijo el duque—. ¡Capitán, por favor! Mostraos sereno con el rey.
—¡Qué delicado es vuestro comportamiento conmigo, duque! —dijo D’Artagnan mirando al señor de Gesvres—. Me habían dicho que ambicionabais reunir vuestros guardias a mis mosqueteros, y creo que es buena ocasión.
—No la aprovecharé, capitán. ¡Dios me libre!
—¿Y por qué?
—Por muchas razones; entre otras, porque, si os sucediera en los mosqueteros después de haberos arrestado…
—¡Ah! ¿Confesáis que me habéis arrestado?
—¡No, no!
—Entonces, decid encontrado. Si me sucedieseis después de haberme encontrado…
—Vuestros mosqueteros, en el primer ejercicio de fuego, dispararían contra mí por equivocación.
—¡Ah! En cuanto a eso, no digo que no. Esos pillos me quieren mucho.
Gesvres hizo pasar a D’Artagnan el primero, le condujo directamente al gabinete donde el rey esperaba a su capitán de mosqueteros, y se colocó detrás de su colega, en la antecámara. Oíase claramente al rey hablar en voz alta con Colbert, en aquel mismo gabinete donde, algunos días antes, había podido Colbert oír al rey hablar en voz alta con el señor de D’Artagnan.
Los guardias se quedaron a caballo delante de la puerta principal, y poco a poco se esparció por la ciudad el rumor de que el capitán de los mosqueteros acababa de ser arrestado por orden del rey.
Entonces viose a todos aquellos hombres ponerse en movimiento, como en los buenos tiempos de Luis XIII y del señor de Tréville; formábanse grupos, las escaleras se llenaban, y vagos murmullos, que partían de los patios, subían hasta los pisos superiores, parecidos a los roncos lamentos de las olas en la marea.
El señor de Gesvres estaba inquieto, y miraba a sus guardias, los cuales, interrogados primero por los mosqueteros que venían a mezclarse en sus filas, principiaban a separarse de ellos mostrando también cierta inquietud.
D’Artagnan estaba mucho menos inquieto que el señor de Gesvres, el capitán de los guardias.
Apenas entró, fue a sentarse en el resalto de una ventana, desde donde lo observaba todo con su mirada de águila, sin pestañear siquiera.
No se le había ocultado ninguno de los progresos de la fermentación que se manifestó al rumor de su arresto. Preveía el momento en que habría de tener lugar la explosión, y sabido es que sus previsiones eran seguras.
—Bueno sería —pensaba—, que mis pretorianos me hiciesen esta noche rey de Francia. ¡Cómo me reiría!
Mas, en lo mejor del paso, todo se acabó. Guardias, mosqueteros, oficiales, soldados, murmullos e inquietudes se dispersaron, se desvanecieron, se disiparon; no hubo ni tempestad, ni amenazas, ni sedición. Una palabra había calmado las olas.
El rey acababa de hacer gritar a Brienne:
—¡Silencio! Señores, molestáis al rey.
D’Artagnan suspiró.
—Se acabó —dijo—; los mosqueteros de hoy no son los de Su Majestad Luis XIII. ¡Se acabó!
—¡Señor de D’Artagnan, a la cámara del rey! —gritó un ujier.