Capítulo LIEl epitafio de Porthos

Aramis, silencioso, helado, tembloroso como un niño, se apartó estremecido de encima de aquella piedra. Un cristiano nunca pisa un sepulcro. Pero, si era capaz de tenerse en pie, no lo era de andar. No parecía sino que algo de Porthos muerto, acaba de fallecer en él.

Rodeáronle sus bretones. Aramis los dejó hacer, y, levantado por los tres marinos, fue conducido a la barca. Después que le colocaron sobre el banco, junto al timón, empezaron a remar con fuerza, prefiriendo alejarse bogando a izar la vela que podía denunciarlos.

En toda aquella superficie arrasada de la vieja gruta de Locmaria, en aquella aplanada playa, sólo había un montículo que llamara la atención. Aramis no pudo apartar de él la vista, y, de lejos, en el mar, a medida que se internaba aguas adentro, la roca amenazadora y orgullosa parecíale que se enderezaba, como en otro tiempo se erguía Porthos, y levantar al cielo una cabeza risueña e invencible como la del bueno y valiente amigo, el más fuerte de los cuatro, y, sin embargo, el primero en morir.

¡Raro destino el de aquellos hombres de bronce! El más sencillo de corazón asociado al más astuto; la fuerza del cuerpo guiada por la sutileza del espíritu; y, en el instante decisivo, cuando sólo el vigor podía salvar espíritu y cuerpo, una piedra, una roca, un peso vil y material, triunfaba del vigor, y, desplomándose sobre el cuerpo, expulsaba de él al espíritu.

¡Digno Porthos! Nacido para ayudar a los demás hombres, siempre dispuesto a sacrificarse por la salvación de los débiles, como si Dios no le hubiera dado la fuerza más para ese uso, había creído, al morir, cumplir las condiciones de su pacto con Aramis, pacto que éste redactara por sí solo, y que Porthos no había conocido sino para reclamar su terrible solidaridad.

¡Noble Porthos! ¿De qué servían los palacios llenos de muebles, los bosques desbordantes de caza, los lagos henchidos de peces y las cuevas atestadas de dinero? ¿De qué los lacayos de hermosas libreas, y, en medio de ellos, Mosquetón, orgulloso del poder delegado por ti? ¡Oh noble Porthos! Cuidadoso acumulador de tesoros, ¿merecía la pena trabajar tanto en dulcificar y dorar tu vida para venir luego a tenderte con los huesos quebrantados, bajo una fría piedra, y a los gritos de las aves del Océano, sobre una playa desierta? ¿De qué te ha servido reunir tanto oro, para no tener ni siquiera un dístico latino de un pobre poeta sobre tu monumento? ¡Valeroso Porthos! Sin duda, duerme todavía, olvidado, perdido bajo la roca que los pastores de la comarca toman por la techumbre gigantesca de un dolmen.

Y tantos brezos friolentos, tantos musgos, acariciados por el viento acre del Océano, tantos líquenes vivaces han soldado el sepulcro a la tierra, que ningún viajero podría imaginarse que semejante mole de granito haya podido ser levantada por el hombro de un mortal. Aramis, pálido, helado, con el corazón en los labios, miró hasta la postrera claridad del día, la playa que se borraba en el horizonte.

Ni una palabra exhaló su boca ni un sólo suspiro levantó su pecho. Los supersticiosos bretones mirábanle con temor. Aquel silencio no era de un hombre, sino de una estatua.

A las primeras líneas cenicientas que descendieron del cielo, había rizado la barca su vela, que, hinchándose al soplo de la brisa, alejándose rápidamente de la costa, se lanzaba bravamente hacia España a través del terrible golfo de Gascuña, tan fecundo en borrascas.

Pero a la media hora escasa de haberse izado la vela, los remeros suspendieron su faena, conservaron se en sus bancos, y, haciendo una pantalla de sus manos, se mostraron unos a otros un punto blanco, que aparecía en el horizonte, tan inmóvil como lo es aparentemente una gaviota mecida por la insensible respiración de las olas.

Mas lo que habría parecido inmóvil a una vista común, caminaba velozmente a los ojos ejercitados de un marino: lo que parecía estacionario sobre la onda rasaba las aguas.

Durante algún tiempo, observando el profundo entorpecimiento en que estaba sumido el amo, no se atrevieron a llamarle la atención, y se contentaron con cambiar sus conjeturas en voz baja e inquieta. Efectivamente, Aramis, tan vigilante y activo, Aramis, cuyos ojos como los del lince velaban sin cesar y veían mejor la oscuridad que la luz, Aramis se dormía en la desesperación de su alma.

Pasó así una hora, durante la cual descendió el día gradualmente; pero al mismo tiempo el barco que estaba a la vista, avanzó tanto hacia la lancha, que Goennec, uno de los tres marinos, se aventuró a decir en alta voz:

—¡Monseñor, nos dan caza! Aramis no respondió, y el barco se iba acercando.

Entonces, por sí mismos, los dos marineros, a una orden del patrón Yves, arriaron la vela, a fin de que aquel solo punto, que aparecía sobre la superficie de las olas, dejase de guiar al ojo enemigo que les perseguía.

Por el contrario, de parte del barco que estaba a la vista, aceleróse la persecución con dos nuevas velas pequeñas que subieron a la extremidad de los mástiles.

Desgraciadamente corrían los días más largos y hermosos del año, y la luna sucedía en toda su claridad a aquel aciago día. De consiguiente, la balancela que perseguía a la barquilla, viento en popa, tenía aun una media hora de crepúsculo, y toda una noche de semiclaridad.

—¡Monseñor! ¡Monseñor! ¡Estamos perdidos! —dijo el patrón—. Mirad, nos ven, aunque hemos cargado las velas.

—No es extraño —murmuró uno de los marineros—, porque dicen que, con la ayuda del diablo, la gente de la ciudad fabrica instrumentos con los que se ve lo mismo de cerca que de lejos, de día como de noche.

Aramis sacó del fondo de la barca un anteojo potente, lo armó, y, pasándolo al marinero:

—Tomad —dijo—; mirad por ahí. El marinero titubeaba.

—Tranquilizaos —dijo—, no hay pecado en esto, y si lo hay, yo lo tomo sobre mí.

El marinero se aproximó al anteojo, y arrojó un grito.

Habíase figurado que, por un milagro, el barco, que se presentaba a un tiro largo de cañón, había salvado súbitamente y de un brinco la distancia.

Pero al apartar de su ojo el instrumento, vio que, salvo el camino que la balancela había Podido hacer durante aquel corto instante, estaba aún a la misma distancia.

—Así —murmuró el marinero—, ¿nos ven como nosotros a ellos?

—Nos ven —dijo Aramis.

—Y volvió a su impasibilidad.

—¡Cómo! ¿Nos ven? —exclamó el patrón Yves—. ¡Imposible!

—Tomad, patrón, y mirad —dijo el marinero.

Y le alargó el anteojo de larga vista.

—¿Me asegura, monseñor —preguntó el patrón—, que nada tiene que ver con esto el diablo?

Aramis se encogió de hombros. El patrón púsose a mirar por el anteojo.

—¡Oh! Monseñor —dijo—, aquí hay milagro: están ahí; se me figura que puedo tocarlos. ¡Veinticinco hombres por lo menos! ¡Ah! Delante está el capitán, mirándonos con un anteojo como éste… ¡Ah! Se vuelve, da una orden; arriman un cañón; lo cargan, apuntan… ¡Misericordia! ¡Tiran contra nosotros!

Y por un movimiento maquinal, el patrón retiró su anteojo, y los objetos, rechazados hacia el horizonte se le presentaron bajo su natural aspecto.

El barco estaba aún a distancia de una legua escasa, pero no era menos positiva la maniobra anunciada por el patrón.

Una ligera nube de humo apareció bajo las velas más azul que ellas, extendiéndose como una flor que se abre; luego, a una milla o poco más de la lancha, se vio a la bala descoronar dos o tres olas, trazar un surco blanco en el mar, y desaparecer al final de aquel surco, tan inofensiva aun como la piedra que acostumbran hacer botar los muchachos para divertirse.

Aquello era a la vez una amenaza y un aviso.

—¿Qué hacemos? —dijo el patrón.

—Van a echarnos a pique —dijo Goennec—: dadnos la absolución, monseñor.

Y los marinos se arrodillaron ante el obispo.

—Olvidáis que os están viendo —replicó éste.

—Es verdad —dijeron los marineros avergonzados de su debilidad—. Mandad, monseñor, estamos prontos a morir por vos.

—Esperemos —dijo Aramis.

—¿Cómo que esperemos?

—Sí; ¿no veis que, como decíais poco ha, si intentamos huir van a echarnos a pique?

—Pero, tal vez —se aventuró a decir el patrón—, podamos huir a favor de la noche.

—¡Oh! —repuso Aramis—: no dejarán de tener algún fuego guirgüesco, para iluminar su camino y el nuestro.

Y, al mismo tiempo, como si la embarcación hubiera querido contestar a la observación dé Aramis, una segunda nube de humo subió lentamente al cielo, y del seno de ella partió una flecha inflamada que describió su parábola, parecida a un arco iris y fue a caer en el mar, donde continuó ardiendo e iluminando el espacio a un cuarto de legua de diámetro.

Los bretones miráronse asustados.

—Bien veis —dijo Aramis—, que vale más aguardarlos.

Escapáronse los remos de manos de los marineros, y la barca, cesando de avanzar, mecióse inmóvil en la extremidad de las olas.

La noche caía, y la embarcación seguía avanzando.

No parecía sino que redoblaba su celeridad con la obscuridad. De vez en cuando, como un buitre de cuello ensangrentado saca la cabeza fuera de su nido, el formidable fuego guirgüesco brotaba de sus costados y arrojaba en medio del Océano su llama como una nieve incandescente.

Llegó por último a un tiro de mosquete.

Todos los hombres estaban sobre el puente, arma al brazo, y los artilleros junto a sus cañones; las mechas ardían.

Dijérase que se trataba de abordar una fragata y de combatir a una tripulación superior en número, y no de apresar una lancha tripulada por cuatro hombres.

—¡Rendíos! —gritó el comandante de la balancela, por medio de su bocina.

Los marineros miraron a Aramis. Aramis hizo una señal con la cabeza.

El patrón Yves hizo enarbolar un lienzo blanco en una percha.

Era aquel un modo de arriar bandera.

El barco avanzaba como un caballo de carreras.

Lanzó un nuevo cohete guirgüesco que fue a caer a veinte pasos de la lancha, iluminándola mejor que hubiera podido hacerlo un rayo del sol más intenso.

—A la primera señal de resistencia —dijo el comandante de la balancela, ¡fuego!

Los soldados bajaron sus mosquetes.

—¡Ya os han dicho que nos entreguemos! exclamó el patrón Yves.

—¡Vivos, capitán! —gritaron algunos soldados exaltados—: ¡Hay que cogerlos vivos!

—Bien, sí, vivos —contestó el capitán.

Enseguida, volviéndose a los bretones:

—¡Tenéis salvada la vida, amigos míos! —gritó—. A excepción del caballero de Herblay.

Aramis se estremeció imperceptiblemente.

Fijáronse sus ojos por un instante en las profundidades del Océano, iluminado en su superficie por los últimos resplandores del fuego guirgüesco, resplandores que corrían por los costados de las olas, jugaban en sus cimas como penachos, y hacían más sombríos y terribles aun los abismos que encubrían.

—¿Oís, monseñor? —dijeron los marineros.

—Sí.

—¿Qué mandáis?

—Aceptad.

—Pero ¿y vos, monseñor? Aramis se inclinó hacia fuera, y acarició con la extremidad de sus dedos blancos y afilados el agua verduzca del mar, a la que sonreía como a una amiga.

—¡Aceptad! —repitió.

—Aceptamos —repitieron los marineros—. ¿Qué garantía se nos da?

—La palabra de un caballero noble —dijo el oficial—. Por mi grado y por mi nombre, juro que todo aquel que no sea el caballero de Herblay tendrá salvada la vida. Soy teniente de la fragata del rey Ponwna, y me llamo Luis Constantino de Pressigny.

Con gesto rápido, Aramis, ya curvado hacia el mar, ya medio inclinado fuera de la barca, levantó la cabeza, púsose en pie, y, con los ojos inflamados, y la sonrisa en los labios:

—Echad la escala, señores —dijo, como si fuera él a quien correspondiese mandar.

Obedecieron.

Entonces Aramis, cogiendo el pasamano de cuerda, subió el primero; mas, en vez del espanto que esperaban ver en su rostro, no fue poca la admiración de los marineros de la balancela al verle dirigirse al comandante con seguro paso, mirarle atentamente, y hacerle con la mano una señal misteriosa y desconocida, a cuya vista el oficial palideció, tembló e inclinó la frente.

Aramis, sin decir palabra, acercó su mano a los ojos del comandante, y dejó ver el sello de un anillo que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda.

Y, al hacer aquel además, Aramis, revestido de una majestad fría, silenciosa y altanera, tenía él aire de un emperador que diese su mano a besar.

El comandante, que, por un instante había levantado la cabeza, se inclinó por segunda vez con muestras de mayor respeto.

Luego, extendiendo a su vez la mano hacia la popa, es decir, hacia su cámara, se apartó para dejar pasar delante a Aramis.

Los tres bretones, que habían subido detrás de su obispo, miraban atónicos.

Toda la tripulación guardaba silencio.

Cinco minutos después el comandante llamaba a su segundo, el cual volvió a subir mandando hacer rumbo hacia La Coruña.

Mientras se ejecutaba la orden dada, Aramis reaparecía sobre el puente e iba a sentarse contra el empalletado.

Era ya de noche, la luna no había aparecido aún, y sin embargo, Aramis miraba tenazmente hacia el lado de Belle-Île. Yves se aproximó entonces al comandante, que había vuelto a ocupar su puesto en la trasera, y, muy bajo, muy humildemente:

—¿Qué rumbo seguimos, capitán? —dijo.

—El que se ha designado mandar monseñor —respondió el oficial. Aramis pasó la noche recostado en el empalletado.

Yves, al aproximarse a él, notó, a la mañana siguiente, que aquella noche debió ser muy húmeda, porque la madera donde el obispo había apoyado la cabeza estaba como empapada de rocío.

¡Quién sabe si aquel rocío eran quizá las primeras lágrimas que hubiesen caído de los ojos de Aramis!

¿Qué mejor epitafio podíais tener, buen Porthos?