Capítulo LLa muerte de un titán

En el momento en que Porthos, más habituado a las tinieblas que todos aquellos hombres que venían de la claridad, miraba a su alrededor para ver si en aquella obscuridad le hacía Aramis alguna señal, advirtió que le tocaban suavemente en el brazo, y que una voz, débil como un hálito, murmuraba por lo bajo a su oído:

—Venid.

—¡Oh! —exclamó Porthos.

—¡Silencio! —dijo Aramis aún más bajo.

Y, en medio del ruido del tercer pelotón, que seguía avanzando entre las imprecaciones de los guardias que habían quedado en pie, y de los moribundos que exhalaban su último suspiro, deslizáronse Porthos y Aramis, sin ser notados, a lo largo de los muros graníticos de la caverna.

Aramis condujo a Porthos al penúltimo compartimiento, y le enseñó, en un rompimiento del muro, un barril de pólvora de setenta a ochenta libras, al que acababa de poner una mecha.

—Amigo —dijo a Porthos—, vais a coger ese barril, cuya mecha voy a encender, y lo arrojaréis en medio de nuestros enemigos. ¿Podréis hacerlo?

—¡Ya lo creo! —contestó Porthos.

Y levantó el tonelillo con una mano.

—Encended.

—Aguardad a que se hallen todos bien reunidos —dijo Aramis—, y enseguida, cual otro Júpiter, lanzar vuestros rayos en medio de ellos.

—Encended —repetía Porthos.

—Yo —prosiguió Aramis—, voy a ayudar a nuestros bretones a botar la barca. Os aguardaré en la ribera. Lanzad firme y veníos con nosotros.

—¡Encended! —dijo una vez más Porthos.

—¿Habéis comprendido? —dijo Aramis.

—¡Diablo! —contestó Porthos con una risa que no se cuidaba siquiera de reprimir—. Cuando me explican, comprendo; dadme el fuego, y marchaos.

Aramis dio la yesca encendida a Porthos, que le tendió su brazo para que lo estrechase a falta de la mano.

Aramis estrechó con sus manos el brazo de Porthos, y se replegó a la salida de la caverna, donde le esperaban los tres remeros.

Porthos solo, aplicó con valor la yesca a la mecha.

La yesca, débil chispa, principio primero de un inmenso incendio, brilló en la obscuridad como una luciola volante, y luego fue a pegarse a la mecha, que inflamó, y cuya llama activó Porthos con su soplo.

Habíase disipado un tanto el humo, y, a la luz de aquella mecha chispeante, púdose, durante uno o dos segundos, distinguir los objetos.

Fue un corto, pero espléndido espectáculo, el que presentó aquel gigante pálido, sangrante, con el rostro iluminado por el fuego de la mecha que ardía en la sombra.

Los soldados le vieron. Vieron el barril que tenía en la mano. Y comprendieron lo que iba a pasar.

Entonces, aquellos hombres, llenos ya de espanto a la vista de lo que había sucedido, llenos de terror al pensar en lo que iba a suceder, lanzaron todos a la vez un aullido de agonía.

Unos trataron de huir, pero tropezaron con la tercera brigada que les cerraba el paso; otros, maquinalmente, apuntaron y dispararon con sus mosquetes descargados, y otros, por ultimo, cayeron de rodillas.

Dos o tres oficiales gritaron a Porthos prometiéndole la libertad si les concedía la vida.

El teniente de la tercera brigada mandó hacer fuego; mas los guardias tenían delante de ellos a sus compañeros asustados, que servían de baluarte vivo a Porthos.

Ya lo hemos dicho: la luz producida por el soplo de Porthos sobre la yesca y mecha no duró más que dos segundos; pero durante ese pequeño intervalo, dejó ver lo siguiente: en primer lugar al gigante, descomunal en la obscuridad: después, a diez pasos de él, un montón de cuerpos ensangrentados, aplastados, destrozados, en medio de los cuales vivía todavía un último estremecimiento de agonía que levantaba aquella masa, como la postrera respiración levanta los costados de un monstruo informe que agoniza en las tinieblas.

Cada soplo de Porthos, al reavivar la mecha, enviaba a aquel montón de cadáveres un tono sulfuroso, cortado de largas franjas de púrpura.

Aparte de ese grupo principal, algunos cadáveres aislados, esparcidos en la gruta, conforme el azar de la muerte o la sorpresa del golpe les había dejado tendidos, parecían amenazar por sus heridas abiertas.

Sobre aquel suelo formado con fango de sangre, subían, tétricos y centelleantes, los pilares achaparrados de la caverna, cuyas gradaciones, cálidamente acentuadas, prolongaban adelante las partes luminosas.

Y todo esto veíase a la trémula luz de una mecha pegada a un barril de pólvora, es decir, una antorcha que, iluminando los estragos de una muerte anterior, mostraba una muerte venidera.

Durante aquellos dos segundos, un oficial del tercer pelotón reunió ocho hombres armados con mosquetes, y les mandó que dispararan sobre Porthos por una abertura.

Pero los que recibieron la orden de disparar temblaban de tal modo, que de aquella descarga cayeron tres guardias, y las cinco balas restantes fueron silbando, unas a rozar la bóveda, otras a surcar la tierra, otras a desmoronar la superficie de las paredes.

Una carcajada contestó a aquel trueno; enseguida se balanceó el brazo del gigante, y al punto se vio cruzar por el aire, como una estrella errante, un rastro de fuego.

El barril, lanzado a treinta pasos, salvó la barricada de cadáveres, y fue a caer en un grupo ululante de soldados que se arrojaron boca abajo.

El oficial había seguido con la vista el brillante rastro, y quiso precipitarse sobre el barril para arrancar la mecha antes de que llegara el fuego a la pólvora.

¡Arrojo inútil! El aire había activado la llama adherida al conductor; la mecha, que, en reposo, habría durado cinco minutos, fue devorada en treinta segundos, y estalló la obra infernal.

Torbellinos furiosos, silbidos del azufre y del nitro, estragos devoradores del fuego que consume, estruendo espantoso de la explosión, he aquí lo que aquel segundo, que siguió a los dos que hemos descrito, vio producirse en aquella caverna, igual en horrores a una caverna de demonios.

Las rocas hundíanse como tablas de abeto bajo el golpe del hacha. Una lluvia de fuego, de humo, de escombros, lanzóse de en medio de la gruta, ensanchándose a medida que ascendían. Los enormes muros de sílice se inclinaron para tenderse en la arena, y la arena misma, instrumento de dolor, arrojada fuera de su lecho endurecido, acribilló los rostros con sus miríadas de átomos punzantes.

Los gritos, los alaridos, las imprecaciones, y las existencias, todo se extinguió en un inmenso estrépito. Los tres primeros compartimientos convirtiéronse en un abismo, en que fueron a hundirse uno a uno, según su gravedad, los escombros vegetales, minerales o humanos.

Después la arena y la ceniza, más ligeras, cayeron a su vez, extendiéndose, como mortaja grisácea y humeante, sobre aquellos funerales. Búsquese ahora en aquella ardiente tumba, en aquel volcán subterráneo, a los guardias del rey, con su uniforme azul, galoneado de plata.

Búsquese a los oficiales resplandecientes de oro, las armas con que habían contado defenderse, las piedras con que los aplastaron, el suelo que pisaban.

Un solo hombre había convertido todo aquello en un caos más confuso, más informe, y más espantoso que el que existía una hora antes de tener Dios la idea de crear el mundo.

Nada quedó de los tres primeros compartimientos, nada que Dios mismo pudiera reconocer como obra suya.

En cuanto a Porthos, después de haber arrojado el barril de pólvora en medio de los enemigos, había huido, conforme al consejo de Aramis, al último compartimiento, en el que penetraba por la abertura el aire, la claridad y el sol.

Apenas volvió la esquina que separaba el tercer compartimiento del cuarto, distinguió a cien pasos de él la barca movida por las olas; allí estaban sus amigos; allí la libertad; allí la vida tras la victoria.

En seis zancadas estaría fuera de la bóveda; fuera de la bóveda, dos o tres vigorosos impulsos le bastaban para llegar al barco.

De pronto sintió doblársele las rodillas; sus rodillas parecían huecas, sus piernas se blandeaban bajo él.

—¡Oh, oh! —murmuró sorprendido—. Vuelve a acometerme la fatiga; no puedo andar. ¿Qué quiere decir esto?

Aramis le veía a través de la abertura, sin comprender por qué se detenía.

—¡Venid, Porthos! —gritó Aramis—. ¡Venid! ¡Venid pronto!

—¡Oh! —respondió el gigante haciendo un esfuerzo, que tendió inútilmente todos los músculos de su cuerpo—. ¡No puedo!

Y, diciendo estas palabras, cayó de rodillas; pero, con sus robustas manos, se agarró a las rocas y volvió a levantarse.

—¡Pronto! ¡Pronto! —repetía Aramis inclinándose hacia la ribera, como vara atraer a Porthos con sus brazos.

—¡Allá voy! —balbucía Porthos reuniendo todas sus fuerzas para dar un paso más.

—¡En nombre del Cielo, Porthos, venid! ¡El barril va a saltar!

—¡Venid, monseñor! —gritaron los bretones a Porthos, que parecía como si luchase con una pesadilla. Mas no era ya tiempo: la explosión. Estremecióse la tierra; el humo, que se abrió paso por las anchas grietas, obscureció el cielo; el mar retrocedió, como empujado por el soplo de fuego que salió de la gruta, igual que de la garganta de una gigantesca quimera; el reflujo se llevó la barca a veinte toesas: todas las rocas crujieron en su base, y se separaron como bloques desunidos a la _Presión de unas cuñas; se vio una porción de la bóveda lanzarse al cielo, como llevada por unos rápidos; el fuego rosa y verde del azufre, la negra lava de las licuefacciones arcillosas chocaron y se combatieron un instante bajo majestuosa cúpula de humo; luego se vio oscilar, después inclinarse, y por ultimo caer sucesivamente, las enormes aristas de roca que la violencia de la explosión no pudo hacer saltar de sus pedestales seculares, los cuales se saludaban unos a otros como ancianos graves y lentos, prosternándose enseguida, acostados para siempre en su polvorienta tumba.

Aquel terrible sacudimiento pareció devolver a Porthos las fuerzas que había perdido y volvió a levantarse, gigante entre gigantes. Mas, en el momento que huía entre la doble fila de fantasmas graníticos, éstos, que no se hallaban ya sujetos por los eslabones correspondientes, empezaron a rodar con estrépito en torno de aquel titán que parecía precipitado del cielo en medio de las rocas que acababa de lanzar contra él.

Porthos sintió temblar bajo sus pies el suelo sacudido por aquel ancho desgarramiento. Tendió a derecha e izquierda sus vastas manos para rechazar las rocas que se le venían encima, y un bloque gigantesco vino a apoyarse en cada una de sus palmas abiertas. Dobló la cabeza, y una tercera masa granítica fue a aumentar el peso entre sus dos hombros.

Por un momento cedieron los brazos de Porthos; pero el Hércules reunió todas sus fuerzas, y las dos paredes de la prisión en que se hallaba sepultado se separaron lentamente abriéndole paso. Por un instante, apareció en aquel marco de granito como el ángel antiguo del caos; mas al apartar las rocas laterales, quitó su punto de apoyo al monolito que pesaba sobre sus fuertes hombros, y éste, ejerciendo ya todo su peso, precipitó al gigante de rodillas. Las rocas laterales, separadas momentáneamente, volvieron a juntarse, añadiendo su peso al peso primitivo, que habría bastado para aplastar a diez hombres.

El gigante cayó sin pedir auxilio; cayó contestando a Aramis con palabras animosas y de esperanza, porque un instante, merced al poderoso arbotante de sus manos, nudo creer que, cual otro Encelado, sacudiría aquel triple peso. Pero Aramis vio inclinarse poco a poco la mole de granito; las manos crispadas y los brazos rígidos por un postrer esfuerzo, cedieron; los hombros, destrozados, fueron debilitando su resistencia, y la roca continuó bajando gradualmente.

—¡Porthos! ¡Porthos! —gritaba Aramis mesándose los cabellos—. ¡Porthos! ¿Dónde estáis? ¡Hablad!

—¡Aquí! ¡Aquí! —exclamaba Porthos con una voz que iba extinguiéndose. ¡Paciencia! ¡Paciencia!

Apenas acabó esta última palabra: el impulso de la caída aumentó el peso; la enorme roca se abatió, empujada por las otras dos que cayeron sobre ella, y enterró a Porthos en un sepulcro de piedras destrozadas.

Al oír la voz expirante de su amigo, Aramis había saltado a tierra. Dos de los bretones le siguieron con una palanca en la mano, pues uno solo bastaba para guardar la barca. Los postreros ronquidos del valeroso luchador les guiaron entre los escombros.

Aramis, fogoso, intrépido, joven como si tuviera veinte años, se lanzó a la triple mole, y con sus manos, delicadas como manos de mujer, levantó por un prodigio de vigor un lado del enorme sepulcro de granito. Entonces columbró, entre las tinieblas de aquella fosa, los ojos todavía brillantes de su amigo, a quien la mole levantada por un momento acababa de devolverle la respiración. Al punto se precipitaron los dos hombres, echándose con todas sus fuerzas sobre la palanca de hierro, reuniendo su triple fuerza, no para levantarla, sino para mantenerla suspendida. Todo fue inútil: los tres hombres cedieron lentamente con gritos de dolor, y la bronca voz de Porthos, viéndolos agotarse en una lucha inútil, murmuró con tono burlón estas supremas palabras, que llegaron a los labios con el ultimo aliento:

—¡Es mucho peso!

Después de lo cual, los ojos oscureciéronse y se cerraron; el rostro se cubrió de palidez; la mano quedó descolorida, y el titán se acostó exhalando el postrer suspiro.

¡Con él hundióse la roca, que, hasta en medio de su agonía, había podido sostener!

Los tres hombres dejaron escapar la palanca, que rodó sobre la piedra tumular.

Luego, jadeante, pálido bañada la frente en sudor, Aramis escuchó, con el pecho oprimido y el corazón a punto de estallar.

—¡Nada! El gigante dormía el sueño eterno en el sepulcro que Dios le había hecho a su medida.