Capítulo ILUn canto de romero

Hora es ya de pasar al otro bando y describir a la vez los combatientes y el campo de batalla. Aramis y Porthos habíanse internado en la gruta de Locmaria para buscar la barca amarrada, así como los tres bretones, sus auxiliares, y esperaban en un principio hacer pasar la barca por la pequeña salida del subterráneo, ocultando de esa manera sus trabajos y su fuga. La llegada del zorro y los perros les había obligado a estar ocultos.

La gruta se extendía en un espacio de cien toesas, hasta una pequeña escarpa dominando una caleta. Templo en otra época aquella gruta de las divinidades paganas, cuando Belle-Île se llamaba todavía Calonesa, había visto consumarse más de un sacrificio humano en sus misteriosas profundidades.

Penetrábase en el primer embudo de aquella caverna por una pendiente suave, encima de la cual las rocas amontonadas formaban una arcada baja; el suelo, mal unido, peligroso por las desigualdades rocosas de la bóveda, se subdividía en distintos compartimientos, que iban de unos en otros y se dominaban por medio de algunos escalones escabrosos, cortados, unidos a derecha e izquierda por enormes pilares naturales.

En el tercer compartimiento, la bóveda era tan baja, el pasadizo tan estrecho, que apenas podía pasar la barca rozando las dos paredes; no obstante, en un momento de desesperación, la madera cedió y la piedra se ablandó al soplo de la voluntad humana.

Tal era el pensamiento de Aramis, cuando, después de haber empeñado el combate, decidióse a huir; fuga peligrosa por cierto, porque no todos los sitiadores habían muerto; aun admitiendo la posibilidad de botar la embarcación, había que huir en pleno día, ante los vencidos, tan interesados en hacer perseguir a sus vencedores así que viesen el corto número de éstos.

Luego que ambas descargas dieron Por resultado la muerte de diez hombres, Aramis, habituado a las revueltas del subterráneo, fue a reconocerlos uno a uno, los contó, porque el humo le impedía ver por fuera, e inmediatamente mandó rodar la barca hasta la gruesa piedra que cerraba la salida libertadora.

Porthos reunió sus fuerzas, cogió la barca en sus brazos y la levantó, en tanto que los bretones hacían correr los rodillos con rapidez.

Habían ya bajado al tercer compartimiento y llegado a la piedra que tapaba la salida.

Porthos tomó aquella gigantesca piedra por su base, apoyó encima su hombro, y dio un golpe que hizo crujir aquella muralla. Una nube de polvo cayó de la bóveda con las cenizas de diez mil generaciones de aves de mar, cuyos nidos se hallaban adheridos a la roca como una argamasa.

Al tercer golpe cedió la piedra, oscilando un minuto. Porthos, recostándose sobre las rocas próximas, hizo de su pie un estribo, que despidió el bloque fuera de las acumulaciones calcáreas que le servían de goznes y de empotramientos.

Caída la piedra, se percibió la luz clara, radiante, que se precipitó en el subterráneo por el marco de la salida, y el mar azul apareció a los bretones admirados.

Principióse entonces a hacer subir la barca sobre aquella barricada. Veinte toesas más y podía resbalar hasta el Océano.

Durante este tiempo llegó la compañía, fue formada por el capitán y dispuesta para el escalo o el asalto.

Aramis todo lo inspeccionaba para favorecer los trabajos de sus amigos. Vio aquel refuerzo, contó los hombres, y se convenció de una mirada del peligro insuperable en que podía comprometerles un nuevo combate.

Huir por el mar en el instante en que el subterráneo iba a ser invadido, ¡imposible!

En efecto, el día, que acababa de iluminar los dos últimos compartimientos, habría descubierto a los soldados la barca rodante hacia el mar y a los dos rebeldes a tiro de sus mosquetes, y una de sus descargas acribillaba el barco, si no mataba a los cinco navegantes.

Y, aun suponiendo lo más favorable, dado que la barca escapara con los hombres que la tripulaban, ¿cómo podía evitarse la alarma? ¿Cómo no iban a enviar un aviso a las chalanas reales? ¿Cómo la pobre barca, acosada por mar y acechada por tierra, no había de sucumbir antes de terminar el día? Aramis, mesándose con rabia sus cabellos grises, invocó el auxilio de Dios y la ayuda del diablo. Llamando a Porthos, que trabajaba más él solo que rodillos y acarreadores:

—Amigo —dijo en tono bajo—, nuestros adversarios han recibido un refuerzo.

—¡Ah! —repuso tranquilamente Porthos. ¿Qué hemos de hacer?

—Principiar de nuevo el combate —prosiguió Aramis—, es cosa aventurada.

—Sí —dijo Porthos—; porque es difícil que no maten a uno de los dos, y en ese caso el otro se haría matar también.

Porthos dijo estas palabras con ese natural heroico que realzaba en él toda la fuerza de la materia.

Aramis sintió como un espolazo en el corazón.

—A ninguno de los dos nos matarán, si hacéis lo que os voy a decir, amigo Porthos.

—¿Qué?

—Esa gente va a entrar en la gruta.

—Sí.

—Podremos matar unos quince, pero no más.

—¿Cuántos son? —preguntó Porthos.

—Les ha llegado un refuerzo de setenta y cinco hombres.

—Setenta y cinco, y cinco, ochenta. ¡Ah, ah! —exclamó Porthos.

—Si hacen fuego a un tiempo nos acribillan a balazos.

—Seguramente.

—Sin contar con que las detonaciones pueden producir hundimientos en la caverna.

—Hace poco —dijo Porthos—, un trozo de roca me ha rasguñado el hombro.

—¡Ya veis!

—Pero eso no es nada.

—Tomemos una decisión. Nuestros bretones continuarán arrastrando la barca al mar.

—Muy bien.

—Nosotros dos permaneceremos aquí con la pólvora, las balas y los mosquetes.

—Pero los dos, querido Aramis, nunca dispararemos tres tiros a la vez —replicó ingenuamente Porthos—; el medio de mosquetería es malo.

—Pues a ver si halláis otro.

—¡Lo hallé! —exclamó de pronto el gigante—. Me coloco emboscado detrás del pilar con esta barra de hierro, y, desde allí, invisible, no bien se presenten Por pelotones, dejo caer mi barra sobre sus cráneos treinta veces por minuto. ¿Eh? ¿Qué opináis de mi proyecto? ¿Sonreís?

—Excelente, perfecto, querido amigo. Lo apruebo; pero así los amedrentaréis, y la mitad de ellos permanecerán fuera para sitiarnos por hambre. Lo que hace falta, mi buen amigo, es la destrucción entera de la tropa; un solo hombre fuera, nos pierde.

—Tenéis razón, amigo mío; pero ¿cómo atraerlos?

—No moviéndonos, mi buen Porthos.

—Pues no nos movamos; pero ¿y cuando estén todos reunidos?

—Entonces dejadme obrar; tengo una idea.

—Si es así, y como vuestra idea sea buena… y debe serlo… estoy tranquilo.

—En emboscada, Porthos, y contad los que entren.

—¿Y vos qué haréis?

—No os dé cuidado; tengo mi tarea.

—Me parece que oigo voces.

—Ellos son. ¡A vuestro puesto…! Colocaos al alcance de mi voz y de mi mano.

Porthos entró en el segundo compartimiento, obscuro como boca de lobo.

Aramis deslizóse hasta el tercero; el gigante tenía entre las manos una barra de hierro que pesaba cincuenta libras. Porthos manejaba con maravillosa facilidad aquella palanca que había servido para hacer rodarla barca.

Entretanto, los bretones empujaban la barca hacia la costa brava. En el compartimiento iluminado, Aramis, agachado, escondido, se ocupaba en una maniobra misteriosa.

Oyóse un mandato proferido en voz alta. Era la última orden del capitán comandante. Veinticinco hombres saltaron de las rocas superiores al primer compartimiento de la gruta, y, apostados allí, empezaron a hacer fuego.

Los ecos dejaron oír su sorda amenaza, algunos silbidos surcaron la bóveda, una humareda opaca llenó el espacio.

—¡A la izquierda! ¡A la izquierda! —gritó Biscarrat, que, en su primer asalto, había visto el paso de la segunda cámara, y que, animado con el olor de la pólvora, quería guiar a sus soldados hacia allí.

La tropa se precipitó efectivamente hacia la izquierda; el paso íbase estrechando; Biscarrat, con los brazos abiertos, marchaba a la muerte ante los mosquetes.

—¡Venid! ¡Venid! —gritó—. ¡Veo la claridad!

—¡Herid, Porthos! —dijo Aramis con voz sepulcral.

Porthos exhaló un suspiro, pero obedeció.

La barra de hierro cayó a plomo sobre la cabeza de Biscarrat, que fue muerto sin haber acabado su grito. Luego la formidable palanca se alzó y se abatió diez veces en diez segundos, dejando diez cadáveres.

Los soldados no veían nada; oían gritos, suspiros; tropezaban con cuerpos, pero aún no habían comprendido, y trepaban sobre los muertos.

La implacable barra, sin cesar de caer, aniquiló al primer pelotón; ni un solo grito advirtió al segundo, que avanzaba tranquilamente.

Sólo que este segundo pelotón iba mandado por el capitán, que había roto una endeble rama de un pino que crecía sobre la escarpa, con cuya madera resinosa retorcida había formado una antorcha.

Al llegar a aquel compartimiento donde Porthos, semejante al ángel exterminador, había destruido cuanto había tocado, la primera fila retrocedió horrorizada. Ningún fuego había respondido al de los guardias, y no obstante, tropezaban con un montón de cadáveres, y marchaban literalmente entre la sangre.

Porthos se mantenía detrás de su pilar.

El capitán, iluminando, con la luz trémula del pino inflamado, aquella horrible carnicería, cuya causa buscaba en vano, retrocedió hasta el pilar que ocultaba a Porthos.

Entonces salió de la sombra una mano gigantesca, y apretó el pescuezo del capitán, que exhaló un sordo estertor; sus brazos se abrieron agitando el aire, cayó la antorcha y se apagó en la sangre.

Un segundo después; el cuerpo del capitán se abatía junto a la antorcha apagada, y añadía un cadáver más al montón que obstruía el paso.

Todo aquello había acontecido misteriosamente, como cosa de magia. Al estertor del capitán, se habían vuelto los hombres que le acompañaban; habían visto sus brazos extendidos, los ojos saliendo de su órbita, la antorcha caída, y se habían quedado en la obscuridad.

Por un movimiento irreflexivo, instintivo, maquinal, gritó el teniente:

—¡Fuego!

Seguidamente, una granizada de tiros de mosquete, crepitó, tronó, aulló en la caverna, arrancando enormes fragmentos a las bóvedas.

La caverna se iluminó un instante con aquella fusilería, y luego quedó inmediatamente en una obscuridad más profunda aún por la humareda.

Se hizo entonces un gran silencio, interrumpido únicamente por los pasos del tercer pelotón que penetraba en el subterráneo.