Capítulo XLVIIILa gruta

No obstante la especie de adivinación que era el lado notable del carácter de Aramis, sujeto el hecho a los azares de la casualidad, no se verifico en un todo como lo había previsto el obispo de Vannes. Biscarrat, mejor montado que sus compañeros, llegó el primero a la boca de la gruta y comprendió que, zorro y perros, habían quedado sumergidos allí. Herido, empero, por ese terror supersticioso que naturalmente infunde al ánimo de los hombres un camino subterráneo y sombrío, se detuvo en el exterior de la gruta, y espero a sus compañeros.

—¿Qué hay? —preguntáronle los jóvenes, desolados, no acertando a comprender su inacción.

—No se oye a los perros; necesario es que zorro y jauría hayan quedado sepultados en ese subterráneo.

—Pues corrían muy bien para haber perdido la pista de una manera tan súbita —dijo uno de los guardias—; además, se les oiría ladrar por un lado o por otro. Preciso es, como dice Biscarrat, que estén en esa gruta.

—Entonces —replicó uno de los jóvenes—, ¿por qué no se les oye ladrar?

—Es raro —dijo otro.

—Entremos en la gruta —dijo un cuarto—. ¿Está acaso prohibido entrar en ella?

—No —replicó Biscarrat—; mas está obscuro como boca de lobo y podemos rompernos la cabeza.

—Testigos nuestros perros —dijo un guardia—, que se la han roto, a lo que parece.

—¿Qué diablo habrá sido de ellos? —se preguntaron a coro los jóvenes.

Y, los respectivos amos, llamaron a sus perros por sus nombres y les silbaron su aire favorito, sin que ni uno sólo contestase a la voz ni al silbido.

—¿Si será una gruta encantada? —dijo Biscarrat—. Veamos.

Y, echando pie a tierra, dio un paso en la gruta.

—Espera, espera, yo te acompañaré —dijo uno de los guardias, viendo ya a Biscarrat próximo a desaparecer en la penumbra.

—No —contestó Biscarrat—; preciso es que haya aquí algo de extraordinario; no conviene arriesgarnos todos a la vez. Si dentro de diez minutos no tenéis noticias mías, entonces entrad pero todos juntos.

—Bueno —dijeron los jóvenes que no veían gran peligro para Biscarrat en acometer aquella empresa—; esperaremos.

Y, sin apearse de los caballos, formaron círculo alrededor de la gruta. Biscarrat entró sólo, y avanzó en las tinieblas hasta tropezar con el mosquete de Porthos.

Sorprendido de aquella resistencia que encontraba su pecho, alargó la mano y cogió el cañón helado.

En el mismo momento levantaba Yves sobre el joven un cuchillo, que iba a hundirle con toda la fuerza de su brazo bretón, cuando el puño de hierro de Porthos le detuvo a mitad de camino.

Luego, con un sordo gruñido, se hizo oír aquella voz en la obscuridad.

—No quiero que le maten —dijo. Biscarrat se hallaba colocado entre una protección y una amenaza, casi tan terribles una como otra.

Por animoso que fuera el joven, no pudo contener un grito, que Aramis sofocó al punto poniéndole un pañuelo en la boca.

—Señor de Biscarrat —díjole en voz baja—, no os queremos hacer mal ninguno, y ya os lo podéis presumir, si nos habéis reconocido; pero, a la primera palabra, al primer suspiro, al primer resuello nos veremos precisados a mataros, como hemos hecho con vuestros perros.

—Sí, os reconozco, señores —dijo en tono bajo el joven—. Pero ¿por qué estáis aquí? ¿Qué hacéis? ¡Desdichado! ¡Desdichado! ¡Yo os creía en el fuerte!

—Y vos, señor, me parece que quedasteis en conseguirnos condiciones.

—He hecho cuanto he podido, señores; pero…

—Pero ¿qué?

—Hay órdenes terminantes.

—¿De matarnos?

Biscarrat no contestó; le costaba hablar de la cuerda a gentileshombres.

Aramis comprendió el silencio de su prisionero.

—Señor de Biscarrat —dijo—, ya estaríais muerto a estas horas si no hubiéramos tenido consideración a vuestra juventud y a nuestras antiguas relaciones con vuestro padre; pero podéis escapar de aquí jurándonos que no hablaréis a vuestros compañeros de lo que habéis visto.

—No sólo juro no hablarles de ello —dijo Biscarrat—, sino hacer cuanto éste de mi parte para impedir que mis compañeros pongan el pie en esta gruta.

—¡Biscarrat! ¡Biscarrat! —gritaron desde fuera muchas voces que vinieron a sepultarse como un torbellino en el subterráneo.

—Contestad —dijo Aramis.

—¡Aquí estoy! —gritó Biscarrat.

—Marchaos, y fiamos en vuestra lealtad.

Y soltó al joven.

Biscarrat encaminóse hacia la claridad.

—¡Biscarrat! ¡Biscarrat! —gritaron las voces más próximas.

Y se vio proyectarse en el interior de la gruta las sombras de varias formas humanas.

Biscarrat se apresuró a salir al encuentro de sus amigos para detenerlos, y se unió a ellos a tiempo que empezaban a internarse en el subterráneo.

Aramis y Porthos prestaron oído, con la atención de personas que juegan su vida a un soplo de viento.

Biscarrat había llegado a la boca de la gruta seguido de sus amigos.

—¡Oh! —dijo uno de ellos luego que llegaron a la claridad—. ¡Qué pálido estás!

—¡Pálido! —murmuró otro—. Di más bien lívido.

—¿Yo? —replicó el joven procurando dominar su sobresalto.

—En nombre del Cielo, ¿qué te ha sucedido? —preguntaron todos a la vez.

—No te ha quedado gota de sangre en las venas, mi pobre amigo —repuso otro riendo.

—Señores —dijo otro—. Esto es cosa seria; nuestro amigo va a desmayarse. ¿Tenéis sales?

Y todos prorrumpieron en una risotada.

Todas aquellas interpelaciones, todas aquellas chanzonetas cruzábanse en torno de Biscarrat, como se cruzan en medio del fuego las balas en una batalla.

Biscarrat recobró sus fuerzas bajo aquel diluvio, de interpelaciones.

—¿Qué queréis que haya visto? —dijo—. Tenía mucho calor cuando entré en esa gruta, y de pronto me acometió frío; no ha habido más.

—Pero ¿y los perros? ¿Has visto a los perros? ¿Les has oído ladrar?

—Debemos creer que han tomado otro camino —dijo Biscarrat.

—Señores —dijo uno de los jóvenes—, en lo que está pasando en la palidez y en el silencio de nuestro amigo, hay un misterio que Biscarrat no quiere, o quizá no puede revelar. Lo que sí supongo, y lo tengo por seguro, es que Biscarrat ha visto algo en la gruta. Pues bien, yo tengo la curiosidad de ver lo que él ha visto, aun cuando fuese el diablo. ¡A la gruta, señores, a la gruta!

—¡A la gruta! repitieron todas las voces.

Y el eco del subterráneo fue a llevar como una amenaza a Porthos y a Aramis estas palabras: «¡A la gruta!».

Biscarrat se interpuso entre sus compañeros.

—¡Señores! ¡Señores! —exclamó—. ¡En nombre del Cielo, no entréis!

—¿Pues qué hay en ese subterráneo, que tanto asusta?

—Preguntaron varios.

—Vamos, habla, Biscarrat.

—Decidme ha visto al diablo —repitió el que había aventurado ya aquella hipótesis.

—Pues bien —replicó otro—, si lo ha visto, que no sea egoísta, y que nos deje a nosotros verlo a nuestra vez.

—¡Señores! ¡Señores! ¡Por favor! —insistió Biscarrat.

—Vamos, déjanos pasar.

—¡Señores, os suplico que no entréis!

—Pues tú bien has entrado.

Entonces, adelantóse uno de los oficiales de más edad que los otros y que hasta entonces había permanecido sin hablar palabra.

—Señores —dijo en tono calmoso que contrastaba con la animación de los jóvenes—, ahí dentro hay algo que no es el diablo; pero, sea quien quiera, ha tenido bastante poder para hacer callar a nuestros perros. Es necesario saber quién es ese algo.

Biscarrat tentó un último esfuerzo para detener a sus amigos; pero fue inútil. En vano se puso delante de los más temerarios; en vano se agarró a las rocas para cerrar el paso, la turba de jóvenes internóse en la caverna, siguiendo los pasos del oficial que había hablado el último, pero que se había lanzado el primero, espada en mano, a fin de arrostrar el peligro desconocido.

Biscarrat, rechazado por sus amigos, no pudiendo acompañarlos, so pena de pasar a los ojos de Porthos y Aramis por traidor y perjuro, fue a apoyarse, con el oído alerta y las manos aún suplicantes, contra una roca escarpada que creyó debía hallarse expuesta al fuego de los mosqueteros.

Respecto a los guardias, penetraban más y más, con gritos que se iban debilitando a medida que se internaban en el subterráneo.

De pronto resonó bajo las bóvedas una descarga de mosquetería que retumbó como un trueno, viniendo a aplastarse dos balas contra la roca en que estaba apoyado Biscarrat.

Al mismo tiempo oyóse un confuso rumor de suspiros, aullidos e imprecaciones, y volvió a aparecer aquella pequeña tropa, unos pálidos, otros vertiendo sangre, y todos envueltos en una nube de humo, que el aire exterior parecía aspirar desde el fondo de la caverna.

—¡Biscarrat! ¡Biscarrat! —gritaban los fugitivos—. Tú sabíais que había una emboscada en esa caverna, y no nos lo has avisado.

—¡Biscarrat! Tu eres causa de que hayan muerto cuatro de los nuestros. ¡Desgraciado de ti, Biscarrat!

—Tú eres causa de que yo esté herido de muerte —dijo uno de los jóvenes, recogiendo su sangre en la mano y arrojándola al rostro de Biscarrat—. ¡Que nuestra sangre caiga sobre ti!

Y rodó, agonizante, a los pies del joven.

—¡Pero a lo menos dinos quién está ahí! —exclamaron varias voces furiosas.

Biscarrat calló.

—¡Dínoslo o mueres! —exclamó el herido incorporándose sobre una rodilla, y levantando sobre su compañero un brazo armado de un hierro inútil.

Biscarrat precipitóse hacia él, abriendo su pecho al hierro; pero el herido volvió a caer para no levantarse más, exhalando un suspiro, el último.

Biscarrat, los cabellos erizados, los ojos salvajes, perdida la cabeza, avanzó hacia el interior de la caverna, diciendo:

—¡Tenéis razón; muera yo que he dejado asesinar a mis compañeros! ¡Soy un infame!

Y, arrojando lejos su espada, con ánimo de morir sin defenderse, se precipitó con la cabeza baja en el subterráneo.

Los otros jóvenes le imitaron. Once que quedaban de los diez y seis, se internaron con él en la sima.

Pero no fueron más alía que los primeros; una segunda descarga tendió a cinco sobre la arena helada, y como era imposible ver de dónde partía aquel fuego mortal, los otros retrocedieron con un espanto más fácil de pintar que de expresar.

Pero Biscarrat, que quedó sano y salvo, lejos de huir como los otros, se sentó sobre un bloque de roca, y aguardó.

No quedaban más que seis gentileshombres.

—Seriamente —dijo uno de ellos—, ¿es el diablo?

—Peor que eso, a fe mía —dijo otro.

—Preguntemos a Biscarrat; él lo sabe.

—¿Dónde está Biscarrat?

Los jóvenes miraron a su alrededor, y vieron que Biscarrat faltaba.

—¡Ha muerto! —dijeron dos o tres veces.

—No —contestó otro—; yo le he visto, en medio de la humareda, sentarse tranquilamente en una roca; está en la caverna, nos espera.

—Necesario es que conozca a los que están ahí.

—¿Y cómo los ha de conocer? Ha sido prisionero de los rebeldes.

—Es verdad. Pues bien, llamémosle, y sepamos por él con quien nos las habemos.

Y todos gritaron:

—¡Biscarrat! Biscarrat! Pero éste no contestó.

—¡Bueno! —dijo el oficial que había manifestado tanta sangre fría en acuellas circunstancias—. No tenemos precisión de él; ahí vienen refuerzos.

En efecto, llegaba una compañía de guardias, dejada a la zaga por sus oficiales, que el ardor de la cacería había arrebatado, compuesta por setenta y cinco a ochenta hombres guiados por el capitán y el primer teniente. Los cinco oficiales salieron al encuentro de sus soldados y, en un lenguaje cuya elocuencia puede concebirse con facilidad, explicaron la aventura y pidieron auxilio.

El capitán les interrumpió:

—¿Dónde se hallan vuestros compañeros?

—¡Han muerto!

—¿Pues no erais diez y seis?

—Diez han muerto, Biscarrat está en la caverna, y aquí tenéis los restantes.

—¿Está prisionero Biscarrat?

—Probablemente.

—No, que viene ahí; miradle. Efectivamente, Biscarrat aparecía a la entrada de la gruta.

—Nos hace señas de que vayamos —dijeron los oficiales—. ¡Vamos allá!

—¡Vamos! —repitió toda la tropa. Y avanzaron al encuentro de Biscarrat.

—Señor —dijo el capitán dirigiéndose a Biscarrat—, me han asegurado que sabéis quiénes son los que están en esa gruta y que hacen una defensa tan desesperada. En nombre del rey, os intimo que declaréis lo que sepáis.

—Mi capitán —dijo Biscarrat—, no tenéis necesidad de intimidarme; me han devuelto mi palabra y vengo en nombre de esos hombres.

—¿A decirme que se entregan?

—A deciros que están resueltos a defenderse hasta la muerte, si no se les concede una buena capitulación.

—¿Y cuántos son?

—Dos —dijo Biscarrat.

—¿Son dos, y quieren imponernos condiciones?

—Son dos, y nos han matado ya diez hombres —dijo Biscarrat.

—¿Qué gente es? ¿Gigantes?

—Aún más. ¿Os acordáis de la historia del baluarte de San Gervasio, mi capitán?

—Sí, donde cuatro mosqueteros del rey se sostuvieron contra todo un ejército.

—Pues bien, esos dos hombres eran de aquellos mosqueteros.

—¿Y cómo se llaman?

—En aquella época se llamaban Porthos y Aramis. Hoy, señor de Herblay y señor Du Vallon.

—¿Y qué interés tienen en todo esto?

—Son los que tenían a Belle-Île para el señor Fouquet.

A las solas palabras de Porthos y Aramis se hizo oír un murmullo entre los soldados.

—¡Los mosqueteros, los mosqueteros! —repetían.

En aquellos intrépidos, la idea de que iban a tener que pelear contra dos de las más viejas glorias del ejército hacía correr un calofrío mitad de entusiasmo, mitad de terror.

Y era que, en efecto, aquellos cuatro nombres, D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis, eran venerados por cuantos llevaban espada, como en la antigüedad fueron venerados los nombres de Hércules, Teseo, Cástor y Pólux.

—¡Dos hombres —exclamó el capitán—, nos han matado a diez oficiales en dos descargas! Imposible, señor de Biscarrat.

—Mi capitán —repuso éste—, no quiero decir que no tengan consigo dos o tres hombres, como los mosqueteros del baluarte de San Gervasio tenían también tres o cuatro criados con ellos: pero, creedme, capitán, he visto a esos hombres, he sido hecho prisionero por ellos, y los conozco; bastan ellos solos para destruir un ejército.

—Eso es lo que vamos a ver, y ahora mismo —dijo el capitán. ¡Atención, señores!

A esta voz, nadie se movió ya, y todos se dispusieron a obedecer. Biscarrat fue el único que aventuró una última tentativa.

—Señor —dijo en voz baja—, regidme, sigamos nuestro camino; esos dos hombres, esos dos leones, quienes se va a atacar, se defenderán hasta morir. Ya nos han matado diez hombres; aun nos matarán doble, y concluirán por matarse ellos mismos antes que rendirse. ¿Qué ganaremos en combatirlos?

—Ganaremos, señor, la satisfacción de no haber hecho retroceder a ochenta guardias del rey ante dos rebeldes. Si escuchase vuestros consejos, sería hombre deshonrado, y, al deshonrarme yo, deshonraría al ejército. ¡Adelante, muchachos!

Y marchó el primero hasta la entrada de la gruta.

Llegó allí, e hizo alto.

Aquella parada tenía por objeto dar tiempo a Biscarrat y a sus compañeros para describirle el interior de la gruta. Así que creyó tener las noticias suficientes de los sitios, dividió la compañía en tres cuerpos que debían entrar sucesivamente, haciendo nutrido fuego en todas direcciones. Indudablemente, en aquel ataque se podían perder otros cinco hombres, o quizá diez; pero, de todos modos, acabaríase por coger a los rebeldes, puesto que no había salida, y que, a todo tirar, dos hombres no podían matar a ochenta.

—Mi capitán —dijo Biscarrat—, deseo ir al frente del primer pelotón.

—¡Bien! —respondió el capitán—. Os concedo ese honor; quiero haceros esa distinción.

—¡Gracias! —repuso el joven con toda la energía de su raza.

—Tomad entonces vuestra espada.

—Iré así como estoy, mi capitán —dijo Biscarrat—; porque no voy a matar, sino a que me maten.

Y, colocándose al frente del primer pelotón, con la cabeza descubierta y los brazos cruzados:

—¡Marchemos, señores! —dijo.