Capítulo XLVIILa gruta de Locmaria

El subterráneo de Locmaria se hallaba lo suficiente lejos del muelle para que los dos amigos tuvieran que economizar sus fuerzas antes de llegar allí.

La noche iba avanzando; en el fuerte habían dado las doce. Porthos y Aramis iban cargados de dinero y de armas.

Caminaban, pues, por el erial que separa el muelle de aquel subterráneo, escuchando todos los ruidos y procurando evitar cualquier emboscada. De vez en cuando, por el camino que habían dejado cuidadosamente a su izquierda, pasaban fugitivos que venían del interior de las tierras a la noticia del desembarco de las tropas del rey.

Aramis y Porthos, ocultos detrás de cualquier anfractuosidad de las rocas, recogían las palabras escapadas a los infelices que huían temblando, cargados con sus efectos más valiosos, y procurando deducir de sus quejas lo que más podía convenir a su interés.

Por ultimo, después de un camino rápido, pero interrumpido a menudo por paradas cortas, llegaron a aquellas grutas profundas, adonde el previsor obispo de Vannes había tenido cuidado de hacer transportar sobre rodillos una buena barca, capaz de cruzar el mar en aquella espléndida estación.

—Mi buen amigo —dijo Porthos, después de respirar ruidosamente—. Hemos llegado, a lo que parece; mas, si no recuerdo mal, me hablasteis de tres hombres que debían acompañarnos, y no los veo. ¿Dónde están?

—¿Para qué verlos, querido Porthos? —contestó Aramis—. Estoy seguro que nos esperan en la caverna, e indudablemente descansan después de acabado su penoso trabajo.

Aramis retuvo a Porthos, que se disponía a entrar en el subterráneo.

—¿Queréis, mi buen amigo —dijo al gigante—, permitidme que pase el primero? Conozco la señal que he dado a nuestros hombres; no oyéndola, se verían en el caso de hacer fuego o tiraros su puñal en las tinieblas.

—Pues entrad el primero, querido Aramis, sois todo prudencia y sabiduría; así como vuelvo a sentir la fatiga de que os he hablado.

Aramis dejó a Porthos sentarse en la entrada de la gruta, y agachando la cabeza, penetró en el interior de la caverna, imitando el grito del mochuelo.

Un ligero ronroneo quejumbroso, un grito apenas perceptible, respondió en la profundidad del subterráneo.

Aramis continuó su marcha cautelosa, y pronto fue detenido por aquel grito que él había dado el primero y que, oía ahora a diez pasos de distancia.

—¿Estáis ahí Yves? —preguntó el obispo.

—Sí, monseñor. Goennec está también. Su hijo nos acompaña.

—Bien. ¿Está todo dispuesto?

—Sí monseñor.

—Acercaos a la entrada de la gruta, mi buen Yves, y encontraréis allí al señor de Pierrefonds, descansando de las fatigas del camino. Si, por acaso no pudiera andar, cogedlo y traédmelo aquí.

Los tres bretones obedecieron. Pero la recomendación de Aramis fue inútil. Porthos, repuesto del cansancio, había empezado ya a bajar, y sus fuertes pisadas resonaban en medio de las cavidades, formadas y sostenidas por las columnas de sílice y granito.

Luego que el señor de Bracieux se reunió al obispo, encendieron los bretones una linterna de que iban previstos, y Porthos aseguró a su amigo que se sentía ya fuerte como de costumbre.

—Registremos la barca —dijo Aramis—, y asegurémonos ante todo de lo que contiene.

—No acerquéis demasiado la luz —dijo el patrón Ives—; porque, según me encargasteis, monseñor, he puesto bajo el banco de popa, en el cofre que sabéis, el barril de pólvora y las cargas de mosquete que me enviasteis del fuerte.

—Bien —dijo Aramis.

Y tomando por sí mismo la linterna, examinó minuciosamente todos los puntos de la embarcación, con las precauciones de un hombre que no es tímido ni ignorante frente al peligro…

La embarcación era larga, ligera, de poco calado, delgada de quilla; uno de esos barcos que siempre se han construido tan bien en Belle-Île, alta de bordo, sólida sobre el agua, muy manejable, y provista de tablas que, en tiempo inseguro, forman una especie de puente sobre el que se deslizan las olas, y que pueden proteger a los remeros.

En dos cofres bien cerrados, colocados bajo los bancos de proa y popa, halló Aramis pan, galletas, frutas secas, un pernil de cerdo, y una buena provisión de agua en odres, componiendo el todo las raciones suficientes para gentes que no debían separarse de la costa, y que en caso preciso podían abastecerse de nuevo.

Las armas, ocho mosquetes y otras tantas pistolas de arzón, estaban en buen estado y todas cargadas. Había además remos de repuesto, y la pequeña vela llamada trinquete, que favorece la marcha del barco al mismo tiempo que los remos bogan, tan útil cuando se hace sentir la brisa, y que no pesa en la embarcación.

Luego que Aramis examinó todo aquello, satisfecho del resultado de su examen:

—Consultémonos —dijo—, querido Porthos, para saber si será mejor hacer salir la barca por el extremo desconocido de la gruta, siguiendo la pendiente y la sombra del subterráneo, o llevarla a cielo descubierto sobre rodillos, por los brezos, allanando el camino de la escarpada ribera, que apenas tiene veinte pies de elevación, y presenta a su pie en la marea algunas brazas de agua sobre buen fondo.

—Perdonadme, monseñor —replicó el patrón Ives respetuosamente—; pero no creo que por la pendiente del subterráneo, y en la obscuridad en que nos veremos obligados a maniobrar con nuestra embarcación, sea tan cómodo el camino como al aire libre. Conozco bien la costa-brava, y puedo aseguraros que está llana como la cespedera de un jardín; el interior de la gruta es, por el contrario, escabroso; sin contar, monseñor, con que al extremo encontraremos el ramal que conduce al mar, y por el que quizá no podrá pasar la embarcación.

—Tengo hechos mis cálculos —replicó el obispo—, y estoy seguro de que pasará.

—Sea, y ojalá suceda, monseñor —insistió el patrón—; pero Vuestra Ilustrísima sabe muy bien que para hacerla llegar al término del ramal, hay que levantar una enorme piedra, bajo la cual pasa siempre el zorro, y que cierra el ramal como una puerta.

—Se levantará —dijo Porthos—. Eso no vale la pena.

—¡Oh! Bien sé que monseñor tiene la fuerza de diez hombres —replicó Yves—; pero sería tomaros un trabajo demasiado penoso.

—Creo que el patrón puede tener razón —dijo el obispo—. Probemos a cielo abierto.

—Con tanto más motivo, monseñor —continuó el Pescador— cuanto que no podríamos embarcarnos antes de llegar el día, según lo que hay que hacer, y que, tan pronto como amanezca, hay que establecer un buen vigía en la parte superior de la gruta, para vigilar las maniobras de las chalanas o de los cruceros que nos acechan.

—Sí, Ives, sí, razonas bien; pasaremos sobre la escarpa.

Y los tres robustos bretones iban ya a poner en movimiento la embarcación, metiendo por debajo los rodillos, cuando se oyeron a lo lejos, en el campo, ladridos de perro. Aramis se lanzó fuera de la gruta; Porthos le siguió.

El alba teñía de púrpura y nácar las olas y la llanura; veíase en el crepúsculo a los pequeños y sombríos abetos inclinarse sobre las piedras, largas bandadas de cuervos rozaban con sus negras alas los mezquinos sembrados de alforfón.

Un cuarto de hora más, y el día triunfaría; las aves despiertas lo anunciaban gozosamente con sus cantos a toda la naturaleza.

Los ladridos que habíanse oído, y que detuvieron a los tres pescadores en el acto de mover la barca, haciendo salir a Aramis y a Porthos, se prolongaban en una pro-funda garganta, a una legua corta de la gruta.

—Es una jauría —dijo Porthos—; los perros siguen alguna pista.

—¿Qué es eso? ¿Quién caza en estos momentos? —pensó Aramis.

—Y por aquí sobre todo —continuó Porthos—, donde se teme lleguen los realistas.

—El ruido se aproxima. Tenéis razón, Porthos; los perros siguen una pista.

—¡Yves, Yves, venid acá! —exclamó de pronto Aramis.

Yves acudió, dejando el rodillo que tenía aún en la mano y que iba a colocar bajo la barca, cuando la exclamación del obispo interrumpió su trabajo.

—¿Qué cacería es esa, patrón? —preguntó Porthos.

—No sé monseñor. No creo que el señor de Locmaria se dedique a cazar en estos instantes; y, sin embargo, los perros…

—A menos que se hayan escapado de la perrera.

—No —replicó Goennec—; no son esos los perros del señor de Locmaria.

—Por prudencia —prosiguió Aramis—, volvamos a la gruta; evidentemente, las voces se aproximan, y sabremos a qué atenernos.

Entraron; pero no habían dado aún cien pasos en la obscuridad, cuando resonó en la caverna un ruido semejante al ronco suspiro de una criatura asustada; y jadeante, rápido, asustado, un zorro pasó como relámpago por delante de los fugitivos, saltó por encima de la barca y desapareció, dejando tras él su olor acre, conservado algunos segundos bajo las bóvedas del subterráneo.

—¡El zorro! —pronunciaron los bretones con la gozosa sorpresa del cazador.

—¡Malditos seamos! —exclamó el obispo—. Nuestro retiro está descubierto.

—Pues qué —dijo Porthos—, ¿tendremos miedo a un zorro?

—¡Eh, amigo mío! ¿Qué decís de miedo de un zorro? ¡No se trata de él, pardiez! ¿No sabéis, Porthos que tras el zorro vienen los perros, y tras los perros vienen los hombres?

Porthos bajo la cabeza.

Como para confirmar las palabras de Aramis, se oyó a la gruñidora jauría que llegaba con espantosa velocidad, siguiendo la pista del animal.

Seis galgos corredores desembocaron al mismo tiempo en el pequeño erial, con un ruido de voces que semejaba la fanfarria de un triunfo.

—Ahí vienen los perros —dijo Aramis, apostado en acecho detrás de una abertura practicada entre dos rocas—. ¿Quiénes son los cazadores?

—Si es el señor de Locmaria —contestó el patrón—, dejará que los perros registren la gruta; porque los conoce, y no penetrará él, en la persuasión de que el zorro saldrá por el otro lado. Allí irá a esperarlo.

—No es el señor de Locmaria el que caza —repuso el obispo, palideciendo a pesar suyo.

—¿Pues quién es? —preguntó Porthos.

—Mirad.

Porthos asomóse por la abertura y vio en la cima del montículo una docena de jinetes que dirigían sus caballos por las huellas de los perros, excitándolos con gritos.

—¡Los guardias! —dijo.

—Sí, amigo mío los guardias del rey.

—¿Los guardias del rey decís, monseñor? —exclamaron los bretones palideciendo a su vez.

—Y Biscarrat al frente de ellos, sobre mi caballo gris —prosiguió Aramis.

Al mismo tiempo se precipitaron los perros en la gruta como un alud, y las profundidades de la caverna resonaron con sus gritos atronadores.

¡Ah, diablo! —dijo Aramis recobrando toda su sangre fría a la vista de aquel peligro cierto, inevitable—. Bien sé que estamos perdidos, mas aun nos queda una esperanza: si los guardias, que van a seguir a los perros, llegan a conocer que las grutas tienen otra salida, nos perdemos sin recurso; porque, al entrar aquí descubrirán la barca y a nosotros mismos. Es necesario que los perros no salgan del subterráneo. Es necesario que los amos no entren. Tenéis razón —dijo Porthos.

—Ya comprenderéis —añadió el obispo con la rápida precisión del mundo—: ahí tenemos seis perros que tendrán que detenerse al llegar a la enorme piedra bajo la cual se ha deslizado el zorro; es necesario que al pasar por la angosta abertura les perros sean detenidos y muertos.

Los bretones se lanzaron allá cuchillo en mano.

Minutos después se oyó un lastimero concierto de gemidos, de aullidos mortales; luego, nada.

—Bien —dijo Aramis fríamente—. ¡A los amos ahora!

—¿Y qué hemos de hacer? —dijo Porthos.

—Esperar su llegada, ocultarse y matar.

—¿Matar? —repitió Porthos.

—Son diez y seis —dijo Aramis—, al menos por de pronto.

—Y bien armados —agregó Porthos con sonrisa de consuelo.

—Esto durará diez minutos —dijo Aramis—. ¡Vamos!

Y con aire resuelto, cogió un mosquete y puso su cuchillo de caza entre los dientes.

—Yves, Goennec y su hijo —continuó Aramis—, nos pasarán los mosquetes. Vos, Porthos, haréis fuego a boca de jarro. Nosotros abatiremos a ocho antes que los demás se aperciban de ello. Luego, nosotros cinco, despacharemos a los ocho restantes con nuestros cuchillos.

—¿Y ese pobre Biscarrat? —dijo Porthos.

Aramis reflexionó un momento.

—Biscarrat el primero —replicó fríamente—. Nos conoce.