Capítulo XLVIEl hijo de Biscarrat

Los bretones de la isla estaban muy orgullosos de aquella victoria; Aramis no los alentó.

—Lo que sucederá —dijo a Porthos, luego que todo el mundo se retiró— es que se aumentará la cólera del rey, así que tenga noticias de la resistencia, y que esos valientes diezmados o abrasados cuando sea tomada la isla, cosa que no podrá menos de suceder.

—Resulta —dijo Porthos— que nada útil hemos hecho.

—De momento, sí —replicó el obispo—, porque tenemos un prisionero, por el cual sabremos lo que preparan nuestros enemigos.

—Sí, interroguemos al prisionero —dijo Porthos—; el medio de hacerle hablar es sencillo: vamos a comer, invitémosle, bebamos, y él hablará.

Hízose así. El oficial, algo alarmado al principio, tranquilizóse luego que vio las personas con quienes se las había. No temiendo comprometerse, dio todos los pormenores imaginables sobre la dimisión y la partida de D’Artagnan, y explicó cómo después de la marcha de éste, el nuevo jefe de la expedición había mandado intentar una sorpresa sobre Belle-Île. Y allí terminaron sus explicaciones.

Aramis y Porthos cambiaron una mirada que manifestaba su desesperación.

No había, por tanto, que contar con aquella fecunda imaginación de D’Artagnan, ni quedaba, en consecuencia, recurso alguno en caso de derrota. Aramis, continuando su interrogatorio, preguntó al prisionero lo que pensaban hacer los realistas con los jefes de Belle-Île.

—Hay orden —contestó éste de matar durante el combate y ahorcar después.

Aramis y Porthos volvieron a mirarse.

Ambos pusiéronse encarnados.

—Soy muy ligero para la horca —respondió Aramis—; no se cuelga a las personas como yo.

—Y yo —dijo Porthos— soy muy pesado; las personas como yo rompen la cuerda.

—Estoy seguro —dijo galanamente el prisionero— que hubiéramos dejado a vuestra elección el género de muerte.

—Mil gracias —dijo seriamente Aramis.

Porthos se inclinó.

—Vaya todavía ese vaso por vuestra salud —dijo bebiendo el también.

De frase en frase, la comida se prolongó; el oficial, que era un espiritual gentilhombre, aficionado al encanto del genio de Aramis y a la cordial sencillez de Porthos.

—Perdonad —dijo—, si os dirijo una pregunta; mas las personas que están en su sexta botella bien pueden olvidarse un poco.

—Preguntad —dijo Porthos—, preguntad.

—Hablad —dijo Aramis.

—¿No habéis sido los dos, señores, mosqueteros del difunto rey?

—Sí, señor, y de los mejores, si no lo lleváis a mal —contestó Porthos.

—Es verdad; diría hasta los mejores de todos los soldados, señores, si no temiera ofender la memoria de mi padre.

—¿De vuestro padre? —exclamó Aramis.

—¿Sabéis como me llamo?

—No, a fe, señor; pero vos lo diréis, y…

—Me llamo Jorge de Biscarrat.

—¡Oh! —exclamó Porthos a su vez—. ¡Biscarrat! ¿Os acordáis de ese nombre, Aramis?

—¿Biscarrat…? —hizo memoria el obispo—. Me parece…

—Buscad bien, señor —dijo el oficial.

—¡Diantre! No hay mucho que discurrir —dijo Porthos—. Biscarrat, llamado Cardenal… Uno de los cuatro— que vinieron a interrumpirnos el día en que nos hicimos amigos de D’Artagnan, espada en mano.

—Precisamente, señores.

—El único —dijo Aramis vivamente— a quien no herimos.

—Duro acero, por tanto —repuso el prisionero.

—Es verdad, ¡oh!, ¡bien verdad! —dijeron ambos amigos a la vez—. ¡A fe, señor de Biscarrat, encantado de conocer a hombre tan bravo!

Biscarrat estrechó las manos que le tendían los dos antiguos mosqueteros.

Aramis miró a Porthos, como para decirle: «Ved aquí un hombre que os ayudará», y acto continuo:

—Convenid, señor —dijo—, en que jamás se siente haberse portado bien.

—Mi padre me lo ha dicho siempre, señor.

—Convenid también que es una triste circunstancia la de hallarse con personas destinadas a ser arcabuceadas o colgadas, y saber que esas personas son antiguos conocidos, viejas relaciones hereditarias.

—¡Oh! No estáis reservados a tan triste suerte, señores míos —dijo con viveza el joven.

—¡Bah! Vos lo habéis dicho.

—Lo dije hace poco, cuando no os conocía, pero ahora que os conozco, afirmo que evitaréis ese destino funesto, si queréis.

—¿Cómo si queremos? —exclamó Aramis, cuyos ojos brillaron de inteligencia, mirando alternativamente al prisionero y a Porthos.

—Con tal —prosiguió Porthos, mirando a su vez, con noble intrepidez, al señor de Biscarrat y al obispo—, con tal de que no se nos pidan cobardías.

—Nada de eso se os pedirá señores —prosiguió el gentilhombre del ejército real—. ¿Qué queréis que os pidan? Si os encuentran, es cosa segura que os matan; de consiguiente, tratad de que no os encuentren.

—Creo no equivocarme —replicó Porthos con dignidad—, pero se me figura que para encontrarnos, es preciso que vengan a buscarnos aquí.

—En eso tenéis muchísima razón, mi digno amigo —dijo Aramis, interrogando siempre con la mirada la fisonomía de Biscarrat—. Queréis, señor de Biscarrat, decirnos alguna cosa, hacernos alguna revelación y no os atrevéis, ¿no es verdad?

—¡Ah, señores y amigos! Hablando, hablando, traiciono la consigna; pero atended, oigo una voz que me releva de ella, dominándola.

—¡El cañón! —exclamó Porthos.

—¡El cañón y la mosquetería! —dijo el obispo.

Oíanse retumbar a lo lejos, en las rocas, los ruidos siniestros de un combate que duró poco.

—¿Qué es eso? —preguntó Porthos.

—¡Diantre! —exclamó Aramis—. Es lo que yo me sospechaba.

—¿Qué?

—El ataque sólo fue una estratagema, ¿no es cierto, señor? Y mientras vuestras compañías se dejaban rechazar, teníais la certeza de efectuar un desembarco al otro lado de la isla.

—¡Oh! Varios, señor.

—Entonces, estamos perdidos —dijo apaciblemente el obispo de Vannes.

—¡Perdidos! Es imposible —replicó el señor de Pierrefonds—, pero no cogidos ni colgados.

Y diciendo estas palabras, se levantó de la mesa, se aproximó a la pared, y descolgó fríamente su espada y las pistolas, que revisó con cuidado del veterano que se apresta a combatir, y que ve que su vida descansa en gran parte sobre la excelencia y el buen estado de sus armas.

Al ruido del cañón, a la noticia de la sorpresa que podía entregar la isla a las tropas reales, la multitud alarmada se precipitó en el fuerte. Venía a pedir ayuda y consejo a sus jefes.

Aramis, pálido y vencido, mostróse entre dos hachones en la ventana que daba al patio grande, lleno de soldados que aguardaban órdenes, y de habitantes despavoridos que imploraban socorro.

—Amigos míos —dijo Herblay con voz grave y sonora—. El señor Fouquet, vuestro protector, vuestro padre, vuestro amigo, ha sido arrestado por orden del rey y encerrado en la Bastilla.

Un prolongado grito de furor y amenaza subió hasta la ventana donde se hallaba el obispo y le envolvió en un fluido vibrante.

—¡Venguemos al señor Fouquet! —gritaron los más exaltados—. ¡Mueran los realistas!

—No amigos míos —replicó solemnemente Aramis—; no, amigos míos, nada de resistencia. El rey es amo en su reino. El rey es el mandatario de Dios. El rey y Dios han herido al señor Fouquet. Humillaos ante la mano de Dios. Amad a Dios y al rey, que han herido al señor Fouquet. Mas no venguéis a vuestro señor, no tratéis de vengarle. Os sacrificaríais en vano, vosotros, vuestras mujeres y vuestros hijos, vuestros bienes y vuestra libertad. ¡Abajo las armas, amigos míos, abajo las armas! Puesto que el rey os lo manda, retiraos pacíficamente a vuestras casas. Yo soy quien os lo ruega, quien, si es necesario, os lo manda en nombre del señor Fouquet.

La muchedumbre, amontonada bajo la ventana, hizo oír un rugido de ira y espanto.

—Los soldados de Luis XIV han entrado en la isla —prosiguió Aramis—, y no sería ya un combate lo que hubiese entre ellos y vosotros, sino una matanza. Retiraos, retiraos, y olvidad; os lo mando, esta vez, en nombre del Señor.

Los amotinados retiráronse lentamente, sumisos y mudos.

—Pero ¿qué estáis haciendo, amigo mío? —dijo Porthos.

—Señor —dijo Biscarrat al obispo—, salváis a todos estos habitantes, pero no a vuestro amigo ni a vos.

—Señor de Biscarrat —dijo con tono singular de nobleza y cortesanía el obispo de Vannes—, recobrad vuestra libertad.

—Con mucho gusto, señor pero…

—Eso nos serviría de mucho; porque anunciando al teniente del rey la sumisión de los isleños, obtendréis tal vez alguna gracia para nosotros, informándole del modo como se ha verificado esa sumisión.

—¡Gracia! —repitió Porthos con ojos llameantes. ¡Gracia! ¿Qué palabra es ésa?

Aramis tocó fuertemente en el codo a su amigo, como hacía en los buenos tiempos de su juventud, cuando deseaba advertir a Porthos que había hecho o iba a cometer una torpeza. Porthos comprendió y callo.

—Iré, señores —repuso Biscarrat algo sorprendido también de la palabra gracia, pronunciada por el orgulloso mosquetero de quien momentos antes contaba y ponderaba con tanto entusiasmo las hazañas heroicas.

—Id, señor de Biscarrat —dijo Aramis saludándole—, y, al partir, recibid la expresión de nuestro reconocimiento.

—Mas vosotros, señores, vosotros, a quienes me honro en llamar amigos, ya que os habéis dignado admitir este título, ¿qué pensáis hacer entretanto? —preguntó conmovido el oficial, despidiéndose de los dos antiguos adversarios de su padre.

—Nosotros nos quedamos aquí. ¡Dios mío…! ¡La orden es terminante!

—Soy obispo de Vannes, señor de Biscarrat, y no se pasa por las armas a un obispo ni se cuelga a un gentilhombre.

—¡Ah! Sí, señor, sí, monseñor —replicó Biscarrat—. Sí, es verdad, tenéis razón; todavía podéis contar con esa probabilidad. Marcho, pues, a presentarme al comandante de la expedición, lugarteniente del rey. ¡Adiós, pues, señores, o mejor, hasta la vista!

En efecto, el digno oficial, montado en un caballo que Aramis le hizo preparar, corrió adonde se oía el fuego, cuyo estrépito, al replegar la multitud hacia el fuerte, había interrumpido la conversación de los dos amigos con el prisionero.

Aramis le vio marchar y, quedando solo con Porthos:

—Vamos, ¿comprendéis ahora? —dijo.

—A fe que no.

—¿No os molestaba aquí Biscarrat?

—No; es un valiente mozo.

—Si; pero ¿hay necesidad de que todo el mundo conozca la gruta de Locmaria?

—¡Ah, es cierto! Ya lo entiendo. Nos salvaremos por el subterráneo.

—Si os place —replicó gozosamente Aramis—. ¡Adelante, amigo Porthos! Nuestro barco nos espera, y el rey no nos tiene todavía.