Capítulo XLIVContinuación de las idea del rey y de las ideas de D’Artagnan

El golpe era directo, rudo, mortal. D’Artagnan, furioso de haber sido burlado por una idea del rey, no desesperó, sin embargo, y dando vueltas a la idea que había traído de Belle-Île, auguró de ahí un nuevo medio de salvación para sus amigos.

—Señores —dijo súbitamente—, puesto que el rey ha confiado a otro sus órdenes secretas, es que no posea su confianza, y me haría realmente indigno de ella si tuviera valor para conservar un mando sujeto a tantas sospechas injuriosas. Voy, pues, inmediatamente a llevar mi dimisión al rey. La ofrezco delante de todos vosotros, intimándoos que os repleguéis conmigo sobre las costas de Francia, de modo que no queden comprometidas las fuerzas que Su Majestad me ha confiado. Cada cual a su puesto, y disponed el regreso; dentro de una hora tendremos el flujo. ¡A vuestros puestos, señores! Supongo —añadió, viendo que todos obedecían a excepción del oficial que lo vigilaba que no tendréis que objetar esta vez orden ninguna.

Y D’Artagnan triunfaba casi al pronunciar estas palabras. Aquel plan era la salvación de sus amigos. Levantado el bloqueo podían embarcarse al punto y hacerse a la vela para Inglaterra o España, sin temor de ser molestados. Mientras ellos huían, llegaba D’Artagnan al lado del rey, justificaba su regreso con la indignación que las desconfianzas de Colbert suscitaran en él, le enviaban de nuevo con amplios poderes, y tomaban entonces a Belle-Île; esto es, la jaula, pero sin pájaros.

Mas a este plan, el oficial opuso una segunda orden, concebida en estos términos:

«Desde el instante en que el señor de D’Artagnan manifieste el deseo de dar su dimisión, dejará de ser jefe de la expedición, y todo oficial puesto bajo sus órdenes deberá no prestarle obediencia. Por otra parte, habiendo perdido el citado señor de D’Artagnan su cualidad de jefe de la armada enviada contra Belle-Île, deberá partir inmediatamente para Francia en compañía del oficial que le haya presentado esta orden, que lo mirará como prisionero, de quien tendrá que responder».

D’Artagnan palideció, a pesar de su bravura y serenidad. Todo había sido calculado con una profundidad que, por primera vez en treinta años, le recordaba la sólida previsión y la lógica inflexibilidad del gran cardenal. Respirando apenas, apoyó la cabeza sobre su mano, pensativo.

—Si me guardase esa orden en el bolsillo —decía entre sí—, ¿quién lo podría saber, ni quién me lo impediría? Antes de que el rey fuese informado, habría salvado a esa pobre gente de la isla. ¡Audacia, pues! Mi cabeza no es de esas que un verdugo hace caer por desobediencia. ¡Desobedezcamos!

Mas en el momento en que iba a tomar ese partido, vio a los oficiales que le rodeaban leer órdenes semejantes, que acababa de distribuirles aquel infernal agente del pensamiento de Colbert.

El caso de desobediencia estaba previsto como los otros.

—Señor —se acercó a decirle el oficial—, espero vuestro beneplácito para partir.

—Estoy dispuesto, señor —replicó el capitán rechinando los dientes. El oficial mandó inmediatamente disponer una lancha, que vino a recibir a D’Artagnan.

Al verla, pareció volverse loco de rabia.

—¿Cómo —balbució— se va a hacer para dirigir los distintos cuerpos?

—En caso de marchar vos —respondió el comandante de dos buques—, me confía el rey a mí su escuadra.

—Entonces, señor —replicó el hombre de Colbert dirigiéndose al nuevo jefe—, es para vos esta última orden que me han confiado. Presentadme vuestros poderes.

—Aquí están —dijo el marino mostrando una firma del rey.

—Pues aquí tenéis vuestras instrucciones —replicó el oficial entregándole el pliego.

Y dirigiéndose a D’Artagnan:

—Vamos, señor —dijo con voz conmovida al ver pintada la desesperación en aquel hombre de hierro—; hacedme el favor de partir.

—Al momento —articuló débilmente D’Artagnan, anonadado y vencido por la implacable imposibilidad.

Y se deslizó en la lancha, que singló hacia Francia con viento favorable, ayudado por la subida de la marea. Los guardias del rey se habían embarcado con él.

No obstante, el mosquetero conservaba todavía la esperanza de llegar a Nantes bastante pronto, y de abogar con bastante elocuencia en favor de sus amigos para conmover al rey.

La barca volaba como una golondrina. D’Artagnan veía distintamente la tierra de Francia perfilarse en negro sobre las nubes blancas de la moche.

—¡Ay, señor! —dijo bajo al oficial, a quien no hablaba hacía una hora—.

¡Cuánto daría por conocer las instrucciones del nuevo comandante! Supongo que serán pacíficas, ¿no es verdad…? Y…

No acabó; un cañonazo lejano rodó sobre la superficie de las olas, al que sucedió otro, y dos o tres más fuertes. D’Artagnan estremecióse.

—Se ha roto el fuego contra Belle-Île —dijo el oficial.

La lancha acababa de tocar la tierra de Francia.