–Lo que voy a deciros, amigo Porthos, no dejará quizá de sorprenderos, pero también os instruirá.
—Me gustan las sorpresas —dijo Porthos con benevolencia—; no tengáis reparo, os lo ruego. Estoy hecho a las emociones; nada temáis, pues, hablad.
—Difícil es, Porthos… difícil; porque, en verdad, os lo prevengo por segunda vez, tengo que contaros cosas muy extrañas, muy extraordinarias.
—¡Oh! Habláis tan bien, querido amigo, qué os estaría escuchando días enteros. Conque hablad, o si no, mirad, tengo una idea: para facilitaros el trabajo y ayudaros a que me expliquéis esas cosas extrañas, os preguntaré.
—Me agrada.
—¿Por qué vamos a pelear, querido Aramis?
—Si me dirigís muchas preguntas como esa, si es así como creéis facilitarme el trabajo, mi necesidad de revelaciones, confieso que el camino no es el mejor. Al contrario; en esto está precisamente el nudo gordiano. Vamos, amigo, con un hombre bueno, generoso y leal como vos, es preciso por él, y por uno mismo, comenzar las confesiones con valor. Os he engañado, mi digno amigo.
—¿Me habéis engañado?
—Dios mío, sí.
—¿Era por mi bien, Aramis?
—Así lo creía, Porthos; lo creía sinceramente.
—Entonces —dijo el honrado señor de Bracieux—, me habéis hecho un servicio, y os doy las gracias; porque si no me hubieseis engañado, tal vez me hubiera engañado yo mismo. ¿En qué me habéis engañado? Decid.
—Yo servía al usurpador, contra quien Luis XIV dirige en estos instantes todos sus esfuerzos.
—El usurpador —dijo Porthos rascándose la frente—, que es… No comprendo muy bien.
—Es uno de los dos reyes que se disputan la corona de Francia.
—¡Muy bien! Entonces, ¿servíais al que no es Luis XIV?
—Habéis dicho la expresión exacta de golpe.
—De lo cual resulta que…
—Que somos rebeldes, mi pobre amigo.
—¡Diablo! ¡Diablo! —exclamó Porthos desconcertado.
—¡Oh! Pero, querido Porthos, calmaos, todavía hallaremos medios de salvarnos, creedme.
—No es eso lo que me inquieta —contestó Porthos—; lo que me escuece es esa maldita palabra de rebeldes.
—Así es.
—De modo que el ducado que se me prometió…
—Era el usurpador quien lo daba.
—No es lo mismo, Aramis —repuso Porthos con majestad.
—Amigo, si sólo hubiera dependido de mí, seríais ya príncipe.
Porthos se puso a morderse las uñas con melancolía.
—En eso —prosiguió— habéis hecho mal en engañarme; porque yo contaba con el ducado prometido. ¡Oh! y contaba con él seriamente, sabiéndoos hombre de palabra, mi querido Aramis.
—¡Pobre Porthos! Os ruego que me perdonéis.
—¿De suerte —insistió Porthos sin responder a la súplica del obispo de Vannes— que me hallo malquistado con el rey Luis XIV?
—Yo lo arreglaré todo, mi buen amigo; yo lo arreglaré. Tomaré sobre mí toda la responsabilidad.
—¡Aramis…!
—No, no, Porthos; os lo pido por favor dejadme hacer. ¡Nada de falsa generosidad ni de abnegación inoportuna! No sabíais nada de mis proyectos; no habéis hecho nada por vos mismo. Yo, es otra cosa. Fui el único autor del complot. Tenía necesidad de mi inseparable compañero; os llamé, y viniste a mí acordándoos de vuestra antigua divisa: «Todos para uno, uno para todos». Mi crimen, querido Porthos, es haber sido egoísta.
—Esa palabra me gusta —dijo Porthos—; desde que confesáis haber obrado por vuestra sola cuenta, no me es posible reconveniros. ¡Es tan natural!
Y con esta sublime expresión estrechó Porthos cordialmente la mano de su amigo.
Aramis sintióse pequeño ante aquella sencilla grandeza de alma. Era la segunda vez que se veía precisado, a rendir tributo a la verdadera superioridad del corazón, mucho más poderosa que el esplendor del talento.
Y contestó con un mudo y enérgico apretón a la generosa caricia de su amigo.
—Ya que nos hemos explicado claramente —dijo Porthos—, y he comprendido bien nuestra situación con respecto a al rey Luis, creo, querido amigo, que es ocasión de darme a conocer la intriga política de que somos víctimas; porque no se me oculta que en todo esto hay una intriga política.
—D’Artagnan, mi buen Porthos, va venir, y os la explicará con todos sus pormenores; perdonadme; estoy anonadado de dolor, abrumado de pena, y necesito toda mi presencia de espíritu y toda mi reflexión para sacaros del mal paso en que tan imprudentemente os he metido; pero nada hay más claro ni más preciso en lo sucesivo que la posición. El rey Luis XIV, no tiene ya más que un solo enemigo: ése soy yo, yo solo. Os he hecho prisionero; vos me habéis seguido; ahora os doy libertad, y volvéis al lado de vuestro príncipe. Ya veis, Porthos, que en todo esto no se presenta la menor dificultad.
—¿Lo creéis así? —dijo Porthos.
—Estoy seguro de ello.
—Entonces —dijo el admirable buen sentido de Porthos—, ¿por qué si estamos en una situación tan fácil, preparamos cañones, mosquetes y tretas de toda especie? Más sencillo me parece decir al capitán D’Artagnan: «¡Querido amigo, nos hemos engañado, y hay que deshacer la equivocación; abridnos la puerta, dejadnos pasar, y hasta la vista!».
—¡Ojalá! —exclamó Aramis meneando la cabeza.
—¿Cómo ojalá? ¿No aprobáis ese plan, querido amigo?
—Veo en él una dificultad.
—¿Cuál?
—La hipótesis de que D’Artagnan venga con tales órdenes, que nos veamos obligados a defendernos.
—¡Vaya una ocurrencia! ¿Defendernos contra D’Artagnan? ¡Locura! ¿Contra el buen D’Artagnan?
Aramis meneó por segunda vez la cabeza.
—Porthos —dijo—, si he ordenado encender las mechas y preparar los cañones; si he hecho tocar generala; si he dispuesto que todo el mundo acuda a su puesto en las fortificaciones, en esas potentes fortificaciones que con tanta solidez habéis construido, por algo habrá sido. Aguardad para juzgar, o mejor, no, no aguardéis…
—¿Y qué hemos de hacer?
—Si lo supiera, amigo, lo hubiera dicho.
—Pero hay una cosa más sencilla que defendernos: un barco, y rumbo a Francia, donde…
—Querido amigo —dijo Aramis sonriendo con una especie de tristeza—, no razonemos como niños; seamos hombres en el consejo y en la ejecución. Mirad cómo desde el puerto llaman con la bocina a una embarcación. ¡Atención, Porthos, gran atención!
—Sin duda es D’Artagnan —dijo Porthos con una voz de trueno acercándose al parapeto.
—Sí, soy yo —contestó el capitán de mosqueteros, saltando con ligereza sobre los escalones del muelle.
Y subió velozmente hasta la pequeña explanada, donde le esperaban sus dos amigos.
Caminando Porthos y Aramis, distinguieron a un oficial que seguía a D’Artagnan pisándole los talones.
El capitán detúvose sobre los escalones del muelle, a la mitad del camino. Su compañero hizo lo mismo.
—Haced retirar a vuestra gente —gritó D’Artagnan a Porthos y Aramis—; hacedla retirar fuera del alcance de la voz.
Porthos dio la orden, y fue ejecutada al momento.
Entonces D’Artagnan volviéndose hacia el que le seguía:
—Caballero —le dijo—, ya no estamos aquí en la escuadra del rey, donde, en virtud de vuestras órdenes, me hablabais hace poco con tanta arrogancia.
—Caballero —respondió el oficial—, yo no os hablaba con arrogancia; no he hecho más que obedecer simplemente, aunque con rigurosa exactitud, lo que se me había ordenado. Me han encargado que os siga, y os sigo. Me han dicho que no os deje comunicar con nadie sin tener conocimiento de lo que hacéis, y me mezclo en vuestras entrevistas.
D’Artagnan tembló de cólera, y Porthos y Aramis, que oían aquel diálogo, temblaban también, pero de inquietud y temor.
D’Artagnan trémulo de cólera, y con una energía que revelaba en él un estado de exasperación muy próxima a estallar, se acercó al oficial.
—Caballero —díjole en voz más baja, pero tanto más acentuada, cuanto mayor calma simulaba y más se preparaba para una tempestad—, cuando envié aquí una lancha quisisteis saber lo que escribía a los defensores de Belle-Île. Me enseñasteis una orden; al punto, a mi vez, os di a leer el billete que escribí. Cuando volvió el patrón de la barca que envié, y recibí la respuesta de estos dos señores (y señalaba a Porthos y Aramis), escuchasteis hasta el fin el discurso del mensajero. Todo esto se ajustaba a vuestras órdenes, y se hizo bien y puntualmente, ¿no es cierto?
—Sí, señor —balbució el oficial—; sin duda, señor… pero.
—Caballero —continuó D’Artagnan calentándose cada vez más—, cuando manifesté y anuncié en alta voz mi intención de pasar a Belle-Île, exigisteis acompañarme, y os traje conmigo sin vacilar. Ya estáis en Belle-Île, ¿no es cierto?
—Sí, señor; pero…
—Pero… No se trata ya del señor Colbert, que os ha hecho cumplir esa orden, o de la persona, cualquiera que sea, cuyas instrucciones seguís; se trata de un hombre que incomoda a D’Artagnan, y que se halla solo con éste sobre los escalones de un muelle que bañan treinta pies de agua salada; ¡mala posición para ese hombre, mala posición, caballero! Os lo advierto.
—Pero, señor, si os incomodo —replicó el oficial con timidez y casi medrosamente—, es mi servicio quien…
—Caballero, habéis tenido la desgracia, vos o los que os envían, de hacerme un insulto. Está hecho. Yo no puedo volverme contra los que os envían, porque me son desconocidos o están demasiado lejos. Pero ahora os halláis en mi poder, y juro por Dios que si dais un paso más cuando yo levante mi pie para ir al lado de esos señores… Juro por quien soy que os abro la cabeza con mi espada, y que os arrojo al agua. ¡Oh! Suceda lo que quiera. Sólo seis veces me he encolerizado en mi vida, señor, y las cinco que han precedido a ésta, he matado a mi hombre.
El oficial no se movió; palideció bajo aquella terrible amenaza, y respondió con sencillez:
—Señor, hacéis mal en ir contra mi consigna.
Porthos y Aramis, mudos en lo alto del parapeto, gritaron al mosquetero:
—¡Cuidado, querido D’Artagnan!
D’Artagnan les hizo callar con un ademán, levantó su pie con calma escalofriante para subir un escalón, y se volvió espada en mano para ver si le seguía el oficial.
El oficial hizo la señal de la cruz y marchó.
Porthos y Aramis, que conocían a su D’Artagnan, lanzaron un grito y se precipitaron para detener el golpe, que creían ya oír.
Pero D’Artagnan, pasando la espada a su mano izquierda:
—Caballero —dijo al oficial con voz conmovida—, sois hombre valiente. Debéis comprender mejor lo que os voy a decir ahora, que lo que os he dicho antes.
—Hablad, señor de D’Artagnan, hablad —repuso el valiente oficial.
—Esos señores a quienes vengo a ver, y contra quienes tenéis órdenes, son amigos míos.
—Lo sé, caballero.
—Comprended si debo obrar con ellos como prescriben vuestras instrucciones.
—Comprendo vuestros miramientos.
—Pues bien, permitidme hablar con ellos sin testigos.
—Señor de D’Artagnan, si accedo a vuestros deseos, si hago lo que me pedís, faltaré a mi palabra; pero, si no lo hago, os daréis por ofendido. Mejor quiero lo uno que lo otro. Hablad con vuestros amigos, y no me despreciéis, señor, por hacer en obsequio de vos solo, a quien mucho estimo y honro, una acción villana.
D’Artagnan, conmovido, echó rápidamente sus brazos al cuello de aquel joven, y subió adonde estaban sus amigos.
El oficial, embozado en su capa, sentóse sobre los escalones cubiertos de algas húmedas.
—Y bien —dijo D’Artagnan a sus amigos—, he aquí la posición; juzgad.
Abrazáronse todos tres. Y todos tres permanecieron estrechados en brazos unos de otros, como en los buenos tiempos de juventud.
—¿Qué significa todo ese rigor? —preguntó Porthos.
—Algo podéis sospechar, querido amigo —respondió D’Artagnan.
—No mucho, os lo aseguro, querido capitán; porque en último resultado nada he hecho, ni Aramis tampoco —apresuróse a añadir el excelente hombre.
D’Artagnan lanzó al prelado una mirada de reproche, que penetró en aquel corazón endurecido.
—¡Querido Porthos! —exclamó el obispo de Vannes.
—Ya veis lo que se ha hecho —dijo D’Artagnan—: interceptar todo lo que va y viene a Belle-Île. Todos vuestros barcos se hallan apresados. Si hubieseis intentado huir habríais caído en manos de los cruceros que surcan el mar y os acechan. El rey os quiere en su poder, y os tendrá.
Y D’Artagnan arrancóse con rabia algunos pelos de su bigote gris. Aramis se puso sombrío, y Porthos colérico.
—Mi idea era ésta —prosiguió D’Artagnan—: haceros venir a ambos a bordo de mi barco, teneros a mi lado, y luego poneros en libertad. Pero, ahora, ¿quién me dice que al volver a mi navío, no me encuentre algún superior, o bien órdenes secretas que me quiten el mando para conferirlo a otro que no sea yo, y dispongan de mí y de vosotros sin ninguna esperanza de socorro?
—Es necesario permanecer en Belle-Île —dijo resueltamente Aramis—, y por mi parte os respondo que no me rendiré con entero conocimiento.
Porthos nada dijo. D’Artagnan notó el silencio de su amigo.
—Todavía tengo que tantear a ese oficial, a ese valiente que me acompaña, y cuya valerosa resistencia aprecio porque revela a un hombre de honor, el cual, aunque enemigo nuestro, vale mil veces más que un cobarde complaciente. Probemos, y sepamos de él lo que tiene derecho a hacer, lo que su consigna le permite o le prohíbe.
—Probemos —dijo Aramis. D’Artagnan fue al parapeto, inclinóse hacia los escalones del muelle, y llamó al oficial, que subió al punto.
—Caballero —le dijo D’Artagnan, después de cambiar algunas frases de cordial urbanidad, naturales entre hidalgos que se conocen y se aprecian dignamente—, caballero, si Yo llevase conmigo a estos dos señores, ¿qué haríais?
—No me opondría, señor; mas teniendo orden directa, orden formal, de tomarlos bajo mi custodia, así lo haría.
—¡Ah! —exclamó D’Artagnan.
—¡Se acabó! —dijo Aramis sordamente.
Porthos no se movió.
—Llevaos a Porthos —dijo el obispo de Vannes—; él sabrá probar al rey, en lo cual le ayudaremos vos y yo, que es extraño a este asunto.
—¡Hum! —hizo D’Artagnan—. ¿Queréis venir? ¿Queréis seguirme, Porthos? El rey es clemente.
—Dejadme reflexionar —dijo noblemente Porthos.
—¿Os quedáis aquí, según eso?
—¡Hasta nueva orden! —exclamó Aramis con viveza.
—Hasta que tengamos una idea —repuso D’Artagnan—, y ahora creo que no será tarde, porque tengo ya una.
—Despidámonos, pues —prosiguió Aramis—, pero, en verdad, querido Porthos, deberíais partir.
—¡No! —dijo éste lacónicamente.
—Como gustéis —replicó Aramis algo herido en su nerviosa susceptibilidad, por el tono desabrido de su compañero—. Me tranquiliza la promesa de una idea de D’Artagnan, idea que creo haber adivinado.
—¡Veamos! —dijo el mosquetero, acercando su oído a la boca de Aramis.
Este dijo al capitán varias palabras rápidas, a las que contestó D’Artagnan:
—Eso precisamente.
—¡Infalible, entonces! —exclamó gozoso Aramis.
—Durante la primera emoción que deberá producir ese proyecto, arreglaos, Aramis.
—¡Oh! No tengáis miedo.
—¡Ahora, señor —dijo el capitán al oficial—, gracias, mil gracias! Acabáis de ganaros tres amigos para toda la vida, hasta la muerte.
—Sí —replicó Aramis.
Sólo Porthos no dijo nada, pero asintió con la cabeza.
D’Artagnan, después de abrazar tiernamente a sus dos viejos amigos, dejó a Belle-Île con el inseparable compañero que Colbert le había dado.
De suerte que, si se exceptúa la especie de explicación con que el digno Porthos había tenido a bien contentarse, en nada había cambiado en apariencia la suerte de unos y otros.
—Solamente —decía Aramis— tenemos la idea de D’Artagnan. D’Artagnan no volvió a bordo de su barco sin madurar bien la idea que había hallado, y sabido es que cuando D’Artagnan meditaba, jamás era sin fruto.
En cuanto al oficial, volviéndose mudo, le dejó respetuosamente reflexionar a sus anchas.
Así fue que al poner el pie en su navío, acoderado a un tiro de cañón de Belle-Île, el capitán había reunido ya todos sus medios ofensivos y defensivos.
Al punto reunió su Consejo. Este Consejo se componía de los oficiales a sus órdenes.
Los oficiales eran ocho:
Un jefe de fuerzas marítimas.
Un mayor director de artillería.
Un ingeniero.
El oficial que ya conocemos.
Y cuatro tenientes.
Habiéndolos reunido en la cámara de popa, D’Artagnan se levantó, se quitó el sombrero, y comenzó en estos términos:
—Señores, he ido a reconocer a Belle-Île-en-Mer, y he hallado una excelente y fuerte guarnición, con todos los preparativos para una defensa que puede hacerse enojosa. Tengo, pues, la intención de enviar a buscar dos de los principales jefes de la plaza, para que hablemos con ellos. Luego que les hayamos separado de sus tropas y de sus cañones, podremos sacar mejor partido, sobre todo con buenos argumentos. ¿Sois de la misma opinión, señores?
El mayor de artillería se levantó.
—Señor —dijo con respeto, pero con firmeza—, os he oído decir que la plaza prepara una defensa enojosa. ¿Sabéis si la plaza está dispuesta a la rebelión?
D’Artagnan quedó desconcertado visiblemente con aquella réplica; pero no era hombre que se dejara abatir por tan poco, y tomó la palabra:
—Señor —dijo—, vuestra observación es exacta. Pero no ignoráis que Belle-Île-en-Mer es un feudo del señor Fouquet, y los antiguos reyes dieron a los señores de Belle-Île el derecho de armarse por su propia cuenta.
El mayor hizo un movimiento.
—¡Oh! No me interrumpáis —prosiguió D’Artagnan—. Vais a decirme que el derecho de armarse contra los ingleses no es el derecho de armarse contra su rey. Pero no será ciertamente el señor Fouquet quien manda en Belle-Île, puesto que anteayer le arresté yo. Los habitantes y defensores de Belle-Île no saben nada de esta prisión, en vano se la anunciaríais. Es algo tan inaudito, tan extraordinario, tan inesperado, que no os creerían. Un bretón sirve a su amo y no a sus amos; sirve a su amo hasta que le ve muerto. Ahora bien, los bretones, que yo sepa, no han visto el cadáver del señor Fouquet. Por tanto, no es extraño que se sostengan contra todo lo que no sea el señor Fouquet o su firma.
El mayor se inclinó en señal de asentimiento.
—Por eso —prosiguió D’Artagnan— me propongo hacer venir aquí, a bordo, a dos de los principales jefes de la guarnición. Os verán, señores; verán las fuerzas de que disponemos y sabrán a qué atenerse sobre la suerte que les aguarda en caso de rebelión. Les afirmaremos, bajo palabra de honor, que el señor Fouquet está preso, y que cualquier resistencia no podrá menos de serles perjudicial. Les diremos que disparado el primer cañonazo no tienen que aguardar misericordia ninguna del rey. Entonces, tal es al menos mi cálculo, no resistirán ya. Se entregarán sin combatir, y podremos así apoderarnos, sin derramar sangre, de una plaza, cuya conquista podría costarnos cara.
El oficial que había seguido a D’Artagnan a Belle-Île se disponía a hablar, pero D’Artagnan le interrumpió.
—Sí, ya sé lo que vais a decirme, señor; sé que hay una orden del rey que prohíbe toda comunicación secreta con los defensores de Belle-Île, y por eso precisamente propongo no comunicar sino delante de todo mi Estado Mayor.
Y D’Artagnan hizo a sus oficiales un signo de cabeza, que tenía por objeto hacer valer aquella condescendencia.
Los oficiales se miraron como para leer su opinión en los ojos unos de otros, con ánimo de asentir evidentemente, después de haberse puesto de acuerdo, a lo que D’Artagnan proponía. Y ya veía éste con gozo que el resultado de su consentimiento sería enviar un barco a Porthos y a Aramis, cuando el oficial del rey sacó del hecho un pliego sellado que entregó a D’Artagnan.
Aquel pliego llevaba en el sobrescrito el número 1.
—¿Qué es esto? —murmuró el capitán, sorprendido.
—Leed, señor —dijo el oficial inclinándose con una cortesanía no exenta de tristeza.
D’Artagnan, lleno de desconfianza, abrió el pliego y leyó estas palabras:
Prohíbo al señor de D’Artagnan reunir Consejo de ninguna especie, ni deliberar de modo alguno, antes de que sea tomada Belle-Île y los prisioneros pasados por las armas.
Firmado: LUIS.
D’Artagnan reprimió el movimiento do impaciencia que circulaba por todo su cuerpo, y, con una graciosa sonrisa:
—Está bien, señor —dijo—, nos atendremos a las órdenes del rey.