Capítulo XLIIBelle-Île-en-Mer

Al extremo del muelle, sobre el paseo que azota la mar furiosa en el flujo de la tarde, dos hombres, cogidos del brazo, conversaban en tono animado y expansivo, sin que ningún ser humano pudiera oír sus palabras, que arrebataban una a una las ráfagas del viento, con la blanca espuma robada a las crestas de las olas.

El sol acababa de ponerse en la gran sabana del Océano, enrojecido como un crisol gigantesco.

A veces, uno de los hombres se volvía hacia el Este, interrogando el mar con triste inquietud.

El otro, interrogando las facciones de su compañero, parecía querer adivinar en sus miradas. Luego, mudos los dos, agitando sombríos pensamiento, reanudaban su paseo.

Aquellos dos hombres eran nuestros proscriptos Porthos y Aramis, refugiados en Belle-Île desde que se frustraron las esperanzas, desde el desmoronamiento del vasto plan del señor de Herblay.

—Por más que digáis, mi querido Aramis —repetía Porthos aspirando vigorosamente el aire salino con que dilataba su poderoso pecho—; por más que digáis, no es una cosa ordinaria esa desaparición, desde hace dos días, de todos los barcos pesqueros que habían partido. No ha habido borrascas en el mar. El tiempo ha permanecido constantemente sereno, sin la más ligera tormenta, y, aun cuando hubiera habido alguna tempestad, no se habrían ido a pique todas nuestras barcas. Lo repito, es muy raro, y esa completa desaparición me extraña, os digo.

—Es verdad —murmuró Aramis—; tenéis razón, amigo Porthos. Preciso es convenir que hay en eso algo extraño.

—Y, además —agregó Porthos a quien el asentimiento del obispo de Vannes parecía desarrollar las ideas—, ¿no habéis notado que, si las barcas han perecido, no ha venido a las costas resto ninguno del naufragio?

—Lo he notado como vos. Pues añadid a eso que las dos únicas barcas que quedaban en toda la isla y que he enviado en busca de las otras…

Aramis interrumpió aquí a su compañero con un grito y un movimiento tan brusco, que Porthos se detuvo estupefacto.

—¿Qué decís, Porthos? ¿Habéis enviado las dos barcas…?

—En busca de las otras, sí —repuso sencillamente Porthos.

—¡Desventurado! ¿Qué habéis hecho? ¡Entonces estamos perdidos! —exclamó el obispo.

—¡Perdidos…! ¡Vaya una idea! —exclamó asustado Porthos—. ¿Por qué perdidos, Aramis? ¿Por qué estamos perdidos?

Aramis mordióse los labios.

—Nada, nada. Perdón, quise decir…

—¿Qué?

—Que si quisiésemos… que si nos ocurriera el capricho de dar un paseo por el mar, no podríamos.

—¡Bah! ¡Eso os atormenta! ¡Lindo, placer, a fe mía! Por mi parte, no lo hecho de menos. Lo que echo de menos, no es la mayor o menor diversión que pueda ofrecer Belle-Île; lo que echo de menos es Pierrefonds, Aramis, es Bracieux, es el Vallon, es mi hermosa Francia. Aquí no está uno en Francia, mi querido amigo, sino en yo no sé dónde. ¡Oh! Puedo decíroslo con toda la sinceridad de mi alma, y vuestro cariño sabrá excusar mi franqueza; pero, os confieso que no soy dichoso en Belle-Île; no, verdaderamente, no soy dichoso.

Aramis suspiró quedo.

—Querido amigo —repuso—; por eso os decía que era una desgracia el que hayáis enviado las dos barcas que nos quedaban en busca de las que marcharon hace dos días. Si no las hubieseis alejado para esa descubierta, ya habríamos marchado.

—¡Marchado! ¿Y la consigna, Aramis?

—¿Qué consigna?

—¡Diablos! La consigna que me estabais repitiendo a todas horas: que defendiésemos a Belle-Île contra el usurpador; ya lo sabéis.

—Es verdad —murmuró de nuevo Aramis.

—Conque ya veis, querido, que no podemos marchar, y que el haber enviado las barcas en busca de las otras en nada nos perjudica.

Aramis calló, y su vaga mirada, luminosa, como la de una gaviota, se cernió largo rato sobre el mar interrogando el espacio y tratado de horadar el horizonte.

—Con que todo eso —prosiguió Porthos, tanto más fijo en su idea; cuanto que el obispo la había hallado exacta—; con todo eso, no me dais explicación ninguna sobre lo que haya podido suceder a las pobres barcas. Por dondequiera que paso, véome asaltado de gritos y lamentos; los muchachos lloran viendo a sus madres desconsoladas, como si yo pudiera devolver los padres o los esposos ausentes. ¿Qué suponéis, amigo, y qué les podré responder?

—Supongamos todo, mi buen Porthos, y no digamos nada.

Esta respuesta no satisfizo a Porthos, que se volvió gruñendo algunas palabras de mal humor.

Aramis detuvo al valiente militar.

—¿Recordáis —preguntó con melancolía,, estrechando las dos manos del gigante entre las suyas con afectuosa cordialidad—; recordáis, amigo, que en los hermosos días de nuestra juventud, cuando tan fuertes y tan intrépidos éramos, los otros dos y nosotros, si hubiésemos formado empeño en regresar a Francia, no nos lo hubiera impedido esa sabana de agua salada?

—¡Oh! —exclamó Porthos—. ¡Seis leguas!

—Si me hubieseis visto subir sobre una tabla, ¿os habríais quedado en tierra, Porthos?

—¡No, por Dios, amigo! ¡Pero hoy, qué tabla necesitaríamos, sobre todo yo, querido amigo!

Y el señor de Bracieux paseó una risueña mirada de orgullo por su colosal redondez.

—Seriamente, ¿no os aburrís también un poco en Belle-Île? ¿No preferiríais las dulzuras de nuestra morada, de vuestro palacio episcopal de Vannes? Vamos, confesado.

—No —contesto Aramis, sin atreverse a mirar a Porthos.

—Pues quedémonos —dijo su amigo con un suspiro, que no obstante los esfuerzos que hizo para contenerlo, se escapó ruidosamente de su pecho—. ¡Quedémonos, quedémonos! Y, sin embargo —añadió—, si se quisiese absolutamente, si hubiese una idea fija de volver a Francia, y no tuviéramos barcos…

—¿Habéis observado otra cosa, querido amigo? Desde la desaparición de nuestros pescadores, no ha atracado una sola canoa a las orillas de la isla.

—Sí, cierto tenéis razón, en efecto. También yo lo he notado, no era difícil hacer esa observación, pues antes de estos dos días funestos veíamos llegar aquí barcas y chalupas por docenas.

—Será necesario informarnos —dijo súbitamente Aramis con agitación—. Aun cuando tuviese que mandar construir una balsa.

—Todavía hay canoas, querido amigo; ¿queréis que suba en una?

—¡Una canoa…! ¡Una canoa! ¿Estáis en vuestro juicio, Porthos? ¿Una canoa para zozobrar? No, no —replicó el obispo de Vannes—. No es nuestro oficio andar por las olas. Aguardemos, aguardemos.

Y Aramis continuaba paseándose con todas las señales de una agitación cada vez mayor.

Porthos, que se cansaba siguiendo cada uno de los movimientos febriles de su amigo; Porthos, que, en su calma y credulidad, no comprendía nada de esa especie de exasperación que se revela por sobresaltos continuos; Porthos le detuvo.

—Sentémonos en esta roca —dijo—. Colocaos ahí, a mi lado, Aramis; os conjuro por última vez que me expliquéis, de modo que pueda comprenderlo, qué es lo que hacemos aquí.

—Porthos… —dijo Aramis turbado.

—Ya sé que el falso rey quiso destronar al verdadero. Oído y comprendido. Y bien…

—Sí —dijo Aramis.

—Ya sé que el falso rey había proyectado vender Belle-Île a los ingleses. Eso también lo he comprendido.

—Sí.

—Ya sé que nosotros, ingenieros y capitanes, hemos venido a Belle-Île a encargarnos de la dirección de las obras y del mando de diez compañías levantadas y pagadas por el señor Fouquet, a quien obedecen, o mejor, diez compañías de su yerno. Todo esto también se comprende.

Aramis se levantó impaciente. Se hubiera dicho un león importunado por un moscardón.

Porthos le retuvo por, el brazo.

—Mas lo que no comprendo, lo que a pesar de todos mis esfuerzos de ingenio, de todas mis reflexiones, no puedo comprender ni comprenderé jamás, es que en lugar de enviarnos tropas, en vez de enviarnos refuerzos en hombres, municiones y víveres, nos dejen sin barcos, dejen a Belle-Île sin arribos, sin socorros; que en lugar de establecer con nosotros una correspondencia, bien sea por señales, o por comunicaciones escritas o verbales, intercepten toda relación con nosotros. Veamos, Aramis, respondedme, o más bien, antes de responderme, ¿queréis que os diga lo que pienso? ¿Queréis saber cuál ha sido mi idea y el pensamiento que me ha asaltado?

El obispo levantó la cabeza. Pues bien, Aramis —continuó Porthos—, me ha asaltado la idea de que en Francia ha de haber ocurrido algún suceso… He soñado toda la noche con el señor Fouquet, con peces muertos, con huevos rotos, con cámaras mal dispuestas, pobremente instaladas. ¡Malos sueños, mi querido de Herblay! Sueños de mal presagio!

—Porthos, ¿qué se ve allá abajo? —interrumpió Aramis, levantándose de súbito y señalando a su amigo un punto negro sobre la línea enrojecida del agua.

—¡Una barca! —dijo Porthos—.

—Sí, una barca es. ¡Oh! Al fin vamos a tener noticias.

—¡Dos! —exclamó el obispo, divisando otra arboladura—. ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro!

—¡Cinco! —exclamó Porthos a su vez—. ¡Seis! ¡Siete…! ¡ah, Dios mío! ¡Es una escuadra! ¡Dios mío, Dios mío!

—Nuestros barcos que regresan, probablemente —dijo Aramis inquieto a pesar de la seguridad que afectaba.

—Muy grandes son para barcos pesqueros —observó Porthos—, y luego, ¿no advertís, amigo, que viene del Loira?

—Del Loira viene, sí.

—Y mirad, todo el mundo los ha visto aquí como yo; las mujeres y los chicos comienzan a subir sobre las escollaras.

Pasó un viejo pescador.

—¿Son esos nuestros barcos? —le preguntó Aramis.

—No, monseñor —respondió—; son charanas al servicio del rey.

—¿Barcos del servicio real? —preguntó Aramis sobresaltado—. ¿En qué lo conocéis?

—En el pabellón.

—Pero si apenas es visible el barco —dijo Porthos—, ¿cómo diablos podéis distinguir el pabellón, querido?

—Veo que llevan uno —replicó el viejo—; nuestros barcos y las chalanas del comercio no lo tienen. Esa especie de pinazas que vienen ahí, señor, sirven ordinariamente para transportar tropas.

—¡Ah! —exclamó Aramis.

—¡Viva! —exclamó Porthos—. Nos envían refuerzos, ¿no es cierto, Aramis?

—Es probable.

—¡Como no sean los ingleses!

—¿Por el Loira? Desgracia sería, Porthos, pues habrían pasado por París.

—Tenéis razón; son refuerzos, decididamente, o víveres.

Aramis apoyó la cabeza entre sus manos y no respondió.

—Porthos —dijo de pronto—, ¡mandad tocar a generala!

—¿A generala…? ¿Qué pensáis?

—Sí, y que los artilleros suban a sus baterías; que los sirvientes estén en sus piezas y que se vigile principalmente en las baterías de la costa. Porthos puso ojos tamaños, y miró atentamente a su amigo, como para convencerse de que se hallaba en su cabal juicio.

—Yo mismo iré, mi buen Porthos —continuó Aramis con su más dulce voz—; voy a que se cumplan mis órdenes, si vos no lo hacéis, mi querido amigo.

—¡Ahora mismo voy! —dijo Porthos, que fue a hacer ejecutar las órdenes, echando miradas atrás para ver si el obispo de Vannes se engañaba, y si, convencido de su error, le daba contraorden.

Tocóse a generala; resonaron clarines y tambores, y la enorme campana de la atalaya tocó a rebato.

Al punto los diques y los muelles se llenaron de curiosos y de soldados; las mechas brillaron en las manos de los artilleros, situados detrás de los gruesos cañones montados sobre cureñas de piedra. Luego que acudieron todos a sus puestos, hechos los preparativos de defensa:

—Permitidme, Aramis, que vea si puedo comprender esto —dijo Porthos, acercándose tímidamente al oído del obispo.

—Andad, querido, que demasiado pronto lo comprenderéis —murmuró el señor de Herblay a aquella pregunta de su teniente.

—La escuadra que ahí viene a velas desplegadas y se encamina al puerto de Belle-Île, es una escuadra real, ¿no es cierto?

—Mas habiendo dos reyes en Francia, Porthos, ¿a cuál de los dos pertenecerá?

—¡Oh! ¡Me abrís los ojos! —repuso el gigante, vencido por aquel argumento.

Y Porthos, a quien la respuesta de su amigo acababa de abrir los ojos, o mejor, de espesar la venda que le cubría la vista, acudió corriendo a las baterías para vigilar a su gente y exhortar a todos a cumplir con su deber.

Entretanto Aramis, los ojos fijos en el horizonte veía aproximarse los barcos. La muchedumbre y los soldados, subidos sobre todas las cimas y anfractuosidades de las rocas, podían divisar la arboladura, las velas bajas, y, en fin, los cascos de las chalanas, que ostentaban el pabellón real de Francia.

Era noche cerrada cuando una de aquellas pinazas, cuya presencia había puesto en tanta conmoción a toda la población de Belle-Île, fue a acomodarse a un tiro de cañón de la plaza.

Pronto se vio, a pesar de la obscuridad que reinaba, cierta agitación a bordo de aquel navío, de cuyo costado se destacó una lancha con tres remeros, que, encorvados sobre sus remos tomaron la dirección del puerto, y en pocos minutos atracaron a los pies del fuerte.

El patrón de la yola saltó al muelle. Llevaba una carta en la mano, que agitaba en el aire, como pidiendo comunicar con alguien.

Aquel hombre fue reconocido por varios soldados como uno de los pilotos de la isla. Era el patrón de una de las dos barcas conservadas por Aramis, y que Porthos, en su inquietud por la suerte de los pescadores desaparecidos hacía dos días, había enviado a la descubierta de los barcos perdidos.

Pidió ser conducido al señor de Herblay.

Dos soldados, a una señal del sargento, lo colocaron entre ellos y lo escoltaron.

Aramis se hallaba en el muelle. El enviado se presentó ante el obispo de Vannes. La obscuridad era caso completa, a pesar de los hachones que llevaban a cierta distancia los soldados que seguían a Aramis en su ronda.

—¡Hola, Jônatas! ¿De parte de quién vienes?

—De parte de los que me han apresado.

—¿Y quién te ha apresado?

—Ya sabéis, monseñor que salimos en busca de nuestros camaradas.

—Sí. ¿Y qué?

—Pues bien, monseñor, a una legua corta fuimos apresados por un quechemarín del rey.

—¿De qué rey? —preguntó Porthos.

Jônatas abrió los ojos con sorpresa.

—Habla —prosiguió el obispo.

—Fuimos, pues, capturados, monseñor, y reunidos a los que habían sido apresados ayer mañana.

—¿Y qué manía es esa de cogeros a todos? —interrumpió Porthos.

—Señor, para impediros que os lo dijéramos —replicó Jônatas. Porthos no comprendía una palabra.

—¿Y os dejan hoy en libertad? —preguntó.

—Para decir que nos han apresado.

«Cada vez lo entiendo menos», pensó el honrado Porthos. Entretanto reflexionaba Aramis.

—Así, pues —dijo—, las costas se hallan bloqueadas por una escuadra real.

—Sí, monseñor.

—¿Quién la manda?

—El capitán de los mosqueteros del rey.

—¿D’Artagnan?

—¡D’Artagnan! —exclamó Porthos.

—Creo que es ese su nombre.

—¿Fue él quien te entregó esa carta?

—Sí, monseñor.

—Acercad los hachones.

—Es su letra —dijo Porthos.

Aramis leyó con ansiedad las líneas siguientes:

Orden del rey para tomar a Belle-Île;

Orden de pasar a cuchillo a la guarnición, si resiste;

Orden de hacer prisioneros a todos los hombres de la guarnición;

Firmado: D’ARTAGNAN, que anteayer arrestó al señor Fouquet, para enviarlo a la Bastilla.

Aramis palideció y estrujó el papel entre sus manos.

Porthos no comprendía una palabra.

—¿Qué hay? —preguntó Porthos.

—¡Nada, amigo mío, nada!

—Dime, Jônatas.

—¿Monseñor?

—¿Has hablado al señor de D’Artagnan?

—Sí, Monseñor.

—¿Qué te ha dicho?

—Que para más explicaciones, hablaría con monseñor.

—¿Dónde?

—A bordo de su barco.

—¿A bordo de su barco?

Porthos repitió:

—¿A bordo de su barco?

—El señor mosquetero —prosiguió Jônatas— me ha dicho que os tome a vos y al señor ingeniero en mi lancha y os lleve allí.

—Vamos allí —dijo Porthos—. ¡Ese querido D’Artagnan!

Aramis le detuvo.

—¿Estáis loco? —exclamó—. ¿Quién nos dice que no sea un lazo?

—¿Del otro rey? —dijo Porthos con misterio.

—¡Una asechanza cualquiera! Eso basta, querido amigo.

—Es posible. ¿Qué haremos, entonces? Con todo, si D’Artagnan nos llama…

—¿Y quién os dice que sea D’Artagnan?

—¡Ah! Entonces… Mas, ay su letra.

—La letra se falsifica. Está contrahecha, es temblona.

—Siempre tenéis razón; pero entretanto nada sabemos.

Aramis calló.

—Verdad es —dijo el buen Porthos— que nada necesitamos saber.

—¿Qué he de hacer yo? —preguntó Jônatas.

Volver al lado de ese capitán.

—Sí, monseñor.

—Y le dirás que le suplicamos que venga él en persona a la isla.

—Ya entiendo —dijo Porthos.

—Sí, monseñor —respondió Jônatas—; pero ¿y si el capitán se niega a venir a Belle-Île? —Entonces haremos uso de los cañones.

—¿Contra D’Artagnan?

—Si es D’Artagnan, él vendrá, Porthos. Parte, Jônatas, parte.

—A fe mía que no entiendo una palabra —murmuró Porthos.

—Ahora me comprenderéis, querido amigo; ha llegado el momento. Sentaos sobre esa cureña, abrid los oídos y escuchadme bien.

—¡Sí! ¡Escucho, pardiez! No lo dudéis.

—¿Puedo marchar, monseñor? —dijo Jônatas.

—Parte, y vuelve con una respuesta. ¡Hola, dejad pasar la lancha!

La lancha fue a reunirse con el navío.

Aramis cogió la mano a Porthos y comenzó las explicaciones.